Capítulo IV
Breve recapitulación de los sucesos de nuestra historia eclesiástica, desde 1868 al presente.
I. Política heterodoxa. -II. Propaganda protestante y heterodoxias aisladas. -III. Filosofía heterodoxa y su influencia en la literatura. -IV. Artes mágicas y espiritismo. -V. Resistencia ortodoxa y principales apologistas católicos.
- I -
Política heterodoxa (2925)
Desde 1868 a 1875 pasó España por toda suerte de sistemas políticos y anarquías con nombre de gobierno: juntas provinciales, Gobierno provisional, Cortes Constituyentes, Regencia, monarquía electiva, varias clases de república y diferentes interinidades. [975] Gobiernos todos más o menos hostiles a la Iglesia, y notables algunos por la cruelísima saña con que la persiguieron, cual se hubiesen propuesto borrar hasta el último resto de catolicismo en España.
Ya en las juntas revolucionarias de provincia se desencadenó frenético el espíritu irreligioso. La de Barcelona comenzó por expulsar a los jesuitas, restablecer en sus puestos a los maestros separados a consecuencia de la ley de 2 de junio de 1868 y derribar, con el mezquino pretexto de ensanche de plazas y satisfacción real del vilísimo interés de algunos propietarios, templos que eran verdaderas joyas artísticas, como la iglesia y convento de Jerusalén, la iglesia de San Miguel y el convento de Junqueras, que luego ha sido reedificado, en parte, con los sillares antiguos. A instancias del cónsul de la Confederación Suiza, se concedió a los fieles de la iglesia cristiana evangélica, permiso para levantar templos y ejercer su culto públicamente y sin limitación alguna. Se intimó al obispo que suspendiese el toque de campanas de las dos de la tarde, vulgarmente llamado Oración del rey. Se procedió a la incautación del seminario, destinándose a instituto de segunda enseñanza. Un decreto de 29 de octubre anunció a los barceloneses que la junta tomaba bajo su protección a todas las religiones, a tenor de lo cual, y como muestra de tolerancia, se intimó al obispo que suspendiese todo acto público del culto católico «para no dar lugar a colisiones». Se autorizó el trabajo en los días festivos. Y, finalmente, en nombre del pueblo fue ocupada la iglesia parroquial de San Jaime, situada en la calle más céntrica de Barcelona, con el deliberado propósito de allanarla y hacer negocio con los solares, de altísimo precio en aquel sitio.
Con no menos ferocidad se procedió en otras partes de Cataluña, especialmente en los centros fabriles. En Reus se estableció, antes que en parte alguna, el matrimonio civil, se expulsó indignamente a las religiosas carmelitas descalzas, demoliendo su convento e Iglesia; se entró a saco la casa de Misioneros del Inmaculado Corazón de María en el vecino pueblo de la Selva y fue muerto a puñaladas el piadosísimo P. Crusats. En Figueras, Tossa, Palafrugell, Llagostera y otros puntos del obispado de Gerona comenzaron a celebrarse entierros, bautizos y matrimonios o concubinatos, todo civil y a espaldas de la Iglesia. [976]
En 6 de octubre de 1868, la junta revolucionaria de Huesca desterró al obispo, D. Basilio Gil y Bueno; mandó quitar de las torres las campanas que no fueran absolutamente necesarias, aunque este decreto sólo se cumplió en Ayerbe; ordenó la reducción a tres de los seis conventos de monjas que había en aquella ciudad y la incautación de los respectivos edificios; demolió el templo parroquial de San Martín; decretó la libertad de trabajo en días festivos y comenzó a destruir la iglesia del Espíritu Santo.
Pero a todas las juntas llevaron la palma la de Valladolid y la de Sevilla en materia de derribos y profanaciones. La junta de Valladolid convirtió en club la iglesia de los Mostenses y mandó abatir o destrozar a martillazos, no sin grave peligro de los transeúntes, las campanas de todas las iglesias, dejando en cada cual una sola que llamase a los fieles a los divinos oficios.
En una exposición briosamente escrita, que dio la vuelta a España, ha denunciado el Sr. Mateos Gargo el inaudito vandalismo de la junta sevillana (2926), que echó por tierra la iglesia de San Miguel, verdadera joya del arte mudéjar; ordenó en un día el allanamiento de las parroquias de San Esteban, Santa Catalina, San Marcos, Santa Marina, San Juan Bautista, San Andrés y Omnium Sanctorum, y otras y otras iglesias hasta el número de 57 (!); destruyó los conventos de San Felipe y de las Dueñas y consintió impasible los fusilamientos de imágenes con que se solazaba por los pueblos la partida socialista del albéitar Pérez del Álamo y la quema de los retablos de Montañés para que se calentaran los demoledores. Si aquella expansión revolucionaria dura quince días más, nada hubiera tenido que envidiar Sevilla a la vecina Itálica,
Campos de soledad, mustio collado.
La junta de Salamanca y otras muchas juntas se incautaron de los seminarios conciliares; la de Segovia borró del presupuesto la colegiata de San Ildefonso por innecesaria y embargó las campanas de las iglesias. Envolvámonos en ruinas gloriosas, exclamaba un periódico de Palencia, al tiempo que, so color de enriquecer el Museo Arqueológico Nacional, se entraba a saco el convento de Santa Clara, sin dejar libre de rapiña cosa alguna, desde las pinturas en tabla hasta los azulejos, y se arruinaba miseramente el claustro bizantino de Santa María de Aguilar de Campoo, cayendo a impulso de la piqueta y del martillo no pequeña parte del de San Zoyl, de Carrión de los Condes.
No quiso quedarse atrás la junta revolucionaria de Madrid en este camino de heroicidades, y entre ellas y el Ayuntamiento que nombró dieron rapidísima cuenta de los pocos recuerdos que del antiguo Madrid quedaban en pie. Así cayeron por tierra [977] las parroquias de la Almudena, de Santa Cruz y de San Millán, el convento de Santo Domingo el Real y otros.
De la misma junta salió el primero y más completo programa revolucionario, síntesis de las ideas de Rivero y de los primitivos demócratas: libertad de imprenta, libertad de cultos, libertad de asociación, libertad de enseñanza. En 30 de septiembre volvieron a sus cátedras los krausistas separados en son de mártires de los fueros de la ciencia.
El Gobierno provisional aceptó el programa de la junta, y, convirtiéndose en ejecutor suyo el ministro de Gracia y Justicia, D. Antonio Romero Ortiz, declaró suprimidas, en obsequio a la libertad de asociación, todas las comunidades religiosas, volvió a poner en vigor la pragmática de Carlos III contra los jesuitas y decretó el embargo de los fondos de la sociedad laica de San Vicente de Paúl.
De arreglar la enseñanza se encargó el ministro de Fomento, D. Manuel Ruiz Zorrilla, declarándola libre en todos sus grados y cualquiera que sea su clase, aboliendo las facultades de Teología y suprimiendo toda enseñanza religiosa en los institutos.
Aun no bastaba esto, y mientras, por una parte, Romero Ortiz borraba de una plumada todo fuero e inmunidad eclesiástica y suprimía el tribunal de las Órdenes militares, Ruiz Zorrilla, aconsejado por unos cuantos bibliopiratas y anticuarios, que esperaban a río revuelto lograr riquísima pesca, abría el año de 1869 con su famoso decreto sobre incautación de archivos eclesiásticos, que escandeció las iras populares hasta el crimen; díganlo las losas de la catedral de Burgos, teñidas con la sangre del gobernador, Gutiérrez de Castro.
¿Quién contará todas las impías algaradas de aquel año? ¿Quién las publicaciones bestiales que, a ciencia y paciencia y regocijo de los gobernantes, acababan de envenenar el sentido moral de nuestro pueblo? La francmasonería, sociedad no ya secreta, sino pública y triunfadora, se exhibía en ostentosos alardes, nuevos en España, cuales fueron el entierro masónico del brigadier D. Amable Escalante, presidido por el ministro de Marina, y el del infante D. Enrique, muerto en duelo por el duque de Montpensier. La Reforma, La República Ibérica, La Libertad del Pensamiento y otros periódicos aparecieron paladinamente como órganos cuasi oficiales de la secta. ¿Pero qué masonería ni qué rosa del perfecto silencio puede compararse con el consistorio de los librepensadores de Tortosa, que en septiembre del 69 dieron una hoja volante contra el infierno, el limbo, el purgatorio y las demás monsergas clericales, exhortando, por remate de todo, a las mujeres honradas a no creer en nada y a pasarlo bien en esta vida? Los socialistas comenzaron a levantar barricadas en Cádiz, en Jerez, en Málaga, en Antequera, y el Gobierno tuvo que ametrallarlos. Entretanto, una turba forajida atacaba en 27 de enero el palacio de la Nunciatura y arrastraba y quemaba las armas pontificias. [978]
Abriéronse las Constituyentes el 11 de febrero de 1869, y el proyecto de Constitución, redactado en ocho días, se presentó el 30. La libertad de cultos no se quedaba ya en amago como en 1854. Los artículos 20 y 21 del nuevo Código decían a la letra: «La nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda garantido a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. -Si algunos españoles profesasen otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior.» Y como receloso de que pareciera que la Comisión se había quedado corta, manifestaron el Sr. Moret y otros individuos de ella que su ideal era la absoluta separación de la Iglesia y del Estado, aunque por de pronto no la creyesen realizable.
La discusión fue no debate político, sino pugilato de impiedades y blasfemias, como si todas las heces anticatólicas de España pugnasen a una por desahogarse y salir a la superficie en salvajes regodeos de ateísmo. Dos o tres individuos de la minoría republicana (Sorní, Soler, el médico D. Federico Rubio) hicieron, con más o menos llaneza, profesión de católicos; de los restantes no se tuvo por demócrata y revolucionario quien no tiró su piedra a los cristales de la Iglesia, quien no renegó del agua del bautismo. Castelar y Pi y Margall vinieron a quedar oscurecidos y superados por Robert, Díaz Quintero, Suñer y Capdevila, Garrido y García Ruiz. Dijo Roberto Robert (autor de Los cachivaches de antaño, Los tiempos de Mari-Castaña y La espumadera de los siglos): «Yo no soy apóstata, yo no he profesado nunca el catolicismo. Desde que comencé a tener uso de razón, no creía en la Divinidad ni en ningún misterio... No hay en mí sentimientos religiosos.» Y dijo Díaz Quintero: «No soy católico...; mis padres no me consultaron para bautizarme; pero, cuando tuve uso de razón, comprendí que mis padres estaban en el error, porque la religión católica es falsa como todas las demás... Ni siquiera soy ateo, porque no quiero tener relación con Dios ni aun para negarle.» Y dijo el médico Suñer y Capdevila, alcalde revolucionario de Barcelona: «La idea caduca es la fe, el cielo, Dios. La idea nueva es la ciencia, la tierra, el hombre... Yo desearía que los españoles no profesaran ninguna religión, y pienso dedicarme con todas mis fuerzas a la propagación de esta magnífica doctrina... Jesús, señores diputados, fue un judío, del cual todos los católicos, y sobre todo las católicas, tienen idea equivocadísima... Voy a hablar de la concepción de Jesús.» Aquí le atajó el presidente, y estalló un escándalo mayúsculo; Suñer, después de una larga reyerta, salió del salón con muchos de la minoría republicana, que persistieron en su retraimiento hasta que el Congreso, donde Suñer contaba apologistas tan fervorosos como el Sr. Martos, hubo de darse a partido, y volverle a llamar, y dejarle que hiciera un [979] segundo discurso, en que se declaró positivista y partidario de la moral independiente de M. Massot; habló de los hermanos de Jesús, comparó el misterio de la encarnación con el nacimiento de Venus, de la espuma del mar, o el de Minerva, de la cabeza de Júpiter, etc., etc. El ministro de Marina, Topete, se levantó indignado a protestar en nombre de diecisiete millones de españoles. Y el duque de la Torre exclamaba: «¡Oh... la religión de nuestros padres..., y nuestras familias..., y el respeto al hogar... No nos mezclemos en la vida privada de esos personajes, que me inspiran tanto respeto, que no quiero ni siquiera nombrarlos.» (2927)
Habló después el unitario García Ruiz, ex secretario del Ayuntamiento de Amusco, y dijo que la Santísima Trinidad era una monserga no entendida por moros y judíos y que «San Juan había tomado el Verbo de Filón, sin más que encarnarle en María», palabras de que luego se ha retractado varias veces, pero que entonces dieron ocasión a que se levantasen a protestar y hacer profesión de fe católica los dos únicos prelados que tenían asiento en el Congreso, el obispo de Jaén y el arzobispo de Santiago.
Al lado de esta sesión de 26 de abril, llamada gráficamente la de las blasfemias, parece pálido todo lo que Pi y Margall y Castelar dijeron, ya en la discusión de la base religiosa, ya en la del conjunto del proyecto constitucional. Pi y Margall hegelianizó de lo lindo, yéndose cada vez más hacia la extrema izquierda: «¿No habéis visto en la historia de la humanidad que el error de hoy ha sido la verdad de mañana? ¿Dónde tenéis un criterio infalible por el cual podáis decidir que nadie yerra cuando emite una idea? Dios es producto de la razón misma y el catolicismo está muerto en la conciencia de la humanidad, en la conciencia del pueblo español.»
Castelar se presentó ya desligado de todo compromiso teológico. En una manifestación popular acababa de declarar que, siendo incompatibles la libertad y la fe, en el conflicto, él se había quedado con la libertad. En el Congreso pronunció, respondiendo al canónigo Manterola, aquel inolvidable discurso que alguno de sus intonsos admiradores ha comparado, con la oración por la Corona (!), del cual discurso resulta, entre otras cosas, que San Pablo dijo: Nihil tam voluntarium quam religio, aunque en todas sus epístolas ni en todo el Antiguo y Nuevo Testamento aparezca semejante pasaje; que Inocencio III condenó a los judíos a perpetua esclavitud en una encíclica (¡raro documento para un papa del siglo XIII, y más rara cosa todavía entender por esclavitud material la servidumbre del pecado!); que Tertuliano había muerto en el molinismo, que ni es herejía [980] ni nació hasta el siglo XVI; que San Vicente Ferrer había predicado en Toledo la matanza de los judíos, cuando lo que hizo fue convertir a la fe cristiana a más de cuatro mil de ellos; que los frailes de San Cosme y San Damián en 978 (¡frailes en el siglo X!) inventariaban primero sus bestias de carga que sus siervos; que la Iglesia católica había excomulgado a Montalembert; que en el Vaticano existía un fresco representando la matanza de Saint-Barthélemy; que los papas habían sido siempre enemigos de la independencia de Italia, y, finalmente, que el catolicismo no progresa ni en Inglaterra, ni en los Estados Unidos, ni en Oriente, y que, por ser intolerantes los españoles, nos habíamos perdido la gloria de Espinosa, la de Disraeli y la de Daniel Manin. Todo esto exornado con una descripcioncita de la sinagoga de Liorna y un paralelo entre el Dios del Sinaí lanzando truenos y el Dios de la dulcísima misericordia «tragando hiel por su destrozada boca y perdonando a sus enemigos en el Calvario».
Discursos mucho más elocuentes que aquél ha pronunciado luego el Sr. Castelar, pero ninguno ha tenido tanta resonancia, ninguno ha hecho tanto estrago (2928) en la conciencia del país. El mismo Castelar procuró mitigar el efecto en una segunda oración, henchida de lirismo sentimental. «Yo, señores diputados -así decía-, no pertenezco al mundo de la teología y de la fe, sino al de la filosofía y al de la razón. Pero, si alguna vez hubiera de volver al mundo de que partí, no abrazaría ciertamente la religión protestante, cuyo hielo seca mi alma; esa religión enemiga constante de mi patria y de mi raza, sino que volvería a postrarme de hinojos ante el hermoso altar que inspiró los más grandes sentimientos de mi vida, volvería a empapar mi espíritu en el aroma del incienso, en las notas del órgano, en la luz cernida por los vidrios de colores y reflejada en las doradas alas de los ángeles», etc., etc.
Contrastaban con esta música etérea las brutales lucubraciones estadísticas del demagogo Fernando Garrido (2929), que declaraba muerto el catolicismo porque los cartujos fabricaban chartreuse; y decía a voz en cuello: «La revolución de septiembre ha sido, más que una revolución política, una revolución anti-religiosa.»
En aquellas Cortes se estrenó también el Sr. Echegaray, famoso hasta entonces como ingeniero y matemático y luego celebérrimo como dramaturgo. Su discurso fue de librepensador; pero no con tendencias determinadas, sino empapado de cierto idealismo científico, que a la cuenta no es incompatible con el positivismo. «El pensamiento -dijo- no puede estar encerrado [981] dentro de fórmulas teológicas, necesita espacio, necesita atmósfera, necesita libertad, necesita equivocarse, porque el hombre tiene derecho al error y hasta al mal... En el fondo de toda verdad científica hay un sentimiento religioso, porque allí nos ponemos en contacto con lo trascendental, con lo eterno, con lo infinito. La ciencia ama la religión; pero la ama a su modo, no se ahoga en ella, es como el águila», etc., etc. ¿Qué entenderá por religión y qué por ciencia el Sr. Echegaray? Pero su grande efecto oratorio fue aquella aparición del pedazo de hierro oxidado, de la costilla calcinada y de la trenza de pelo incombustible del quemadero de la cruz (2930).
Los progresistas se callaron o permanecieron anclados en el regalismo; así Aguirre y Montero Ríos, tipos anacrónicos en aquel Congreso. Olózaga defendió, como individuo de la Comisión, y votó luego la base librecultista, harto olvidado ya de sus elocuentes peroraciones de 1837 y 1854. Moret y Prendergat, esperanza de los economistas, se perdió en vaguedades sentimentales de un cierto cristianismo femenino y recreativo.
La Unidad Católica no murió sin defensa: túvola, y brillantísima, en los discursos del cardenal Cuesta, del obispo de Jaén, Monescillo, y del canónigo de Vitoria Manterola. También algunos seglares tomaron parte en el debate; de ellos los señores Ortiz de Zárate, Estrada (Guillermo), Vinader, Cruz Ochoa y Díaz Caneja. Exaltado el sentimiento católico del país, en todas partes se celebraron funciones de desagravios por las inauditas impiedades vertidas en el Congreso y se remitió a las Cortes una petición en favor de la Unidad Católica con tres millones y medio de firmas (2931). Todo en vano: la Unidad Católica sucumbió asesinada en 5 de junio de 1869 por 163 votos contra 40.
Promulgada la Constitución, surgió el conflicto del juramento. El clero en masa se negó a jurarla, y soportó heroicamente el tormento del hambre con que la revolución quiso rendirle. Y los que habían comenzado por proclamar la libertad de enseñanza y la libertad de la ciencia, acabaron por expulsar de sus cátedras a los profesores católicos que se negaron a prestar el juramento.
Durante la regencia del general Serrano, comenzaron a levantarse en armas los carlistas de la Mancha y Castilla la Vieja; pero sin dirección y en pequeñas partidas, que fácilmente fueron exterminadas, no sin lujo, bien inútil, de fusilamientos. El Gobierno asió la ocasión por los cabellos para vejar y mortificar al clero; y el ministro Ruiz Zorrilla, que de la Secretaría de Fomento había pasado a la de Gracia y Justicia, dirigió en 5 de agosto muy descomedida circular a los obispos, preceptuándoles las disposiciones canónicas que habían de adoptar con los clérigos que se levantasen en armas, mandándoles dar pastorales y haciéndoles [982] responsables de la tranquilidad en sus respectivas diócesis. La protesta del Episcopado español contra este alarde de fuerza fue unánime. Ruiz Zorrilla contestó encausando al cardenal de Santiago y a los obispos de Urgel y Osma y remitiendo al Consejo de Estado las contestaciones de otros trece prelados.
Convocado entre tanto el concilio del Vaticano, nuestro gobierno protestó contra él por boca del Sr. Martos, ministro de Estado, y hasta se empeñó en negar los pasaportes a nuestros obispos, que fueron, sin embargo, a Roma y brillaron como teólogos, especialmente el de Zaragoza y el de Cuenca, recordando muy mejores días.
La revolución en España seguía desbocada, y, después de haber proclamado la libertad de cultos, aspiraba a sus legítimas consecuencias: la, secularización del matrimonio y la de la esperanza. Ya en Reus y otras partes se había establecido el concubinato civil; en 18 de diciembre se presentó a las Cortes redactado (a lo que parece) por el canonista Montero Ríos, el proyecto que legalizaba tal situación. Contra él alzaron la voz el 1 de enero de 1870 los treinta y tres obispos reunidos en Roma. Votóse, no obstante, casi por sorpresa y escamoteo (que los periódicos llamaron travesura) el 27 de mayo, después de una pobrísima discusión. Y llegó el fanatismo revolucionario hasta declarar, por decreto de 11 de enero de 1872, hijos naturales a los habidos en matrimonio canónico, sin que ni aun así se lograra enseñar a las españolas el camino de la mairie.
El concordato yacía roto de hecho en todas sus partes, pero, a mayor abundamiento, Montero Ríos, ministro de Gracia y Justicia, declaró en sesión de 1 de febrero, con admirable aplomo canónico, que «concordato y libertad eran ideas antitéticas», y que, por consiguiente, se hallaba la revolución libre de todo compromiso con la Iglesia. Por de pronto, se resucitaban los procedimientos del conde de Aranda, refundidos y mejorados, conduciendo a Madrid, entre Guardia Civil, al obispo de Osma y arrojando a las comendadoras de Calatrava de su convento, cuyo inmediato derribo y el de la iglesia pide a voz en cuello el Sr. Martos en la sesión de 9 de marzo de 1870.
En la del 22, el ministro de Gracia y Justicia, auctoritate qua fungor, presenta un proyecto de arreglo de la Iglesia de España, reduciendo la dotación del clero a la mitad de lo estipulado por el concordato y suprimiendo de un golpe cuatro metropolitanas y diez obispados. Por supuesto, nada de renunciar al patronato; la nación le conserva por título oneroso.
Echegaray, ministro de Fomento, intenta, aunque sin fruto, la supresión del catecismo y de la enseñanza de toda religión positiva en las escuelas públicas; y, sin duda para ayudarle, convoca el rector D. Femando de Castro un Congreso Nacional de Enseñanza, hermano gemelo del concilio de la Iglesia española, [983] que convoca D. Antonio Aguayo, quedándose uno y otro entre los futuros contingentes (2932).
Una nueva sublevación de los carlistas dio pretexto al Gobierno para suprimir, en decreto firmado por Moret el 8 de septiembre, los conventos de misioneros franciscanos de Zarauz, San Millán de la Cogolla y Bermeo. Un mes después, el Gobierno se incauta del edificio de las Salesas y establece allí el Palacio de justicia.
Poco aflojó la persecución anticatólica durante el efímero reinado electivo de D. Amadeo de Saboya (16 de noviembre de 1870 a 11 de febrero de 1873). Comenzóse por encausar a los obispos de Osma, Burgos y Cartagena por haber recordado disposiciones canónicas contra el matrimonio civil. Cada elección de Cortes o de Ayuntamientos eran un nuevo pretexto para apalear a los curas. Cuando se trató de solemnizar el vigésimo-quinto aniversario de Pío IX, la partida de la Porra apedreó todo balcón donde veía luces. Tratóse de ir secularizando los cementerios, pero no por ley, sino por instrucción reservada. Levantó la cabeza el trasnochado fantasma del regalismo, y por real orden de 23 de marzo de 1872, que refrendó el ministro Alonso Colmenares, se intentó restablecer el pase regio, derogado y caído en desuso desde la revolución, y hasta las antiguas conminaciones de las pragmáticas de Carlos III contra todo español que impetrase bula o breve de Roma sin pasar por la Agencia de Preces. El Episcopado español protestó unánime contra semejantes vetusteces, diciendo por boca del arzobispo de Valladolid, que tan bizarramente había combatido el exequatur en 1865, que «las ideas y las arbitrariedades de la época de Carlos III habían pasado para no volver más» y que «las leyes de la Novísima sobre el regium placet pertenecían ya a la historia», anuladas como estaban para todo católico por las proposiciones 20, 28, 29, 41 y 49 del Syllabus, adjunto a la encíclica Quanta Cura, y por disposiciones recientes del concilio Vaticano, y para todo revolucionario, por el artículo constitucional que proclamaba la libertad de cultos. «La revolución ha barrido estas cosas de otros tiempos -dijo el cardenal de Santiago-, y éste es un bien que Dios ha sabido sacar del mal.» «En nuestra conducta pastoral sólo puede residenciarnos el pastor de los pastores», contestó el obispo de Jaén. «La Iglesia nació sin protección humana, pero libre», añadió el obispo de Badajoz. «El establecimiento de las leyes de la Novísima es querer dar vida a un cadáver», son palabras del obispo de Tarazona. «Entre la declaración de un concilio y las penas de la ley, un obispo no tiene elección», dijo el de Zamora. Y, congregados los obispos [984] de la provincia tarraconense, dijeron a una: «La Iglesia no puede abdicar en el Estado los supuestos derechos del pase regio sin apostatar, sin suicidarse... Establecido el pase, no son ya los obispos los maestros de la fe y ordenadores de la disciplina; lo son las potestades seculares.»
Pero ¿quién se acordaba de regalismos cuando rugía a nuestras puertas la revolución socialista, anunciada por las cien bocas de la Asociación Internacional de Trabajadores? (2933) Nuestros mismos gobiernos revolucionarios trataron de atajar sus progresos, y en octubre de 1871 llevóse a las Cortes la cuestión magna: «¿Estaba o no la Internacional dentro del derecho individual e ilegislable de reunión y asociación?» Los republicanos defendieron que sí. Garrido proclamó el advenimiento del cuarto estado y la ruina de las 1.500 religiones que hay en el mundo. Castelar dijo con extraordinaria sencillez: «Si fuera inmoral sostener la propiedad colectiva, habría que condenar al Evangelio y a los Santos Padres.» En nombre de los economistas declaró el Sr. Rodríguez (D. Gabriel) que la Internacional debía combatirse sólo en el terreno de las ideas y dentro del orden legal. Pero la gran novedad de aquella discusión fue el estreno parlamentario del caliginoso metafísico krausista D. Nicolás Salmerón, que habló como un libro, quiero decir como el Ideal de la humanidad, remontándose a la nuda individualidad humana, a la unidad de su naturaleza, que busca en la mera relación de individuos la forma de su libertad y la ley de su derecho. «¿Es esto, por ventura, decir -añadía- que se halle de tal manera perdido el sentido común del hombre como ser racional que no quede algo de común regulador entre sus individuos? No, que bajo este principio estima cada cual a los demás en la relación como a sí propio...» Del espíritu humano de todo aquel taumatúrgico discurso debieron quedarse ayunos el Sr. Lostáu y los demás internacionalistas que tomaban asiento en aquella Cámara, pero a lo menos entendieron claro que la propiedad no era sino «la condición sensible puesta al alcance del hombre para poder realizar los fines racionales de su vida», por donde, en el momento que no los realizase, «pasaba a ser injusta y debía desaparecer..., como habían desaparecido los bienes eclesiásticos». Y en verdad que el argumento no tenía vuelta para los desamortizadores. «Para apoderaros de los bienes del clero secular y regular -decía con tremenda lógica Pi y Margall- habéis violado la santidad de contratos por lo menos tan legítimos como los vuestros; habéis destruido una propiedad que las leyes declaraban poco menos que sagrada, inalienable e imprescriptible...; y luego extrañáis que la clase proletaria diga: si la propiedad es el complemento de la personalidad humana, yo, que siento en mí una personalidad tan alta como la de los hombres de las clases medias, necesito la propiedad para completarla.» [985]
¡Ya era hora de que el vergonzante doctrinarismo español oyera cara a cara tales verdades! Y fue justo y providencial castigo que, tras de Pi, se levantase una voz socialista más resuelta, la de Lostáu, representante de la Internacional barcelonesa, a denunciar «las iniquidades y tropelías de la clase media... ¿Quién de vosotros -exclamó- está limpio de ellas? ¿Con qué derecho abomináis los excesos de la Commune de París vosotros, los que en 1835, con el hacha en una mano y la tea en la otra, pegasteis fuego a las iglesias y entrasteis a saco los conventos de débiles mujeres?... Nosotros, más lógicos y más francos, aceptamos el colectivismo, y creemos que la propiedad de la tierra, como el aire, como la luz, como el sol, pertenece a todos... La tierra la declaramos colectiva.»
Lostáu se declaró ateo; ni aun concebía el nombre de Dios. Otros oradores asieron la ocasión por los cabellos para citar entre las asociaciones ilegales la Compañía de Jesús, que fue valerosamente defendida por los Sres. Nocedal (D. Cándido y don Ramón). En fijar el criterio católico sobre el problema social y vindicar a la primitiva Iglesia de la nota de comunista que sobre ella arrojaba con ligereza suma el Sr. Castelar brilló a muy singular altura el canónigo granadino Martínez Izquierdo, que hoy rige la diócesis de Salamanca.
En aquella misma legislatura logró la minoría católico-monárquica, o séase carlista, fuerte y compacta en aquel Congreso más que en ninguno y dirigida por un jefe habilísimo y nada bisoño en achaques parlamentarios, explotar las fraternales disensiones del bando liberal y hacer a radicales y republicanos defender y votar, como consecuencia forzosa de la libertad de asociación, el restablecimiento de las comunidades religiosas. Después de una sesión permanente de diecisiete horas largas, el Gobierno quedó derrotado en la proposición incidental de «No ha lugar a deliberar», y, para librarse de la derrota completa, tuvo que disolver aquellas Cortes el 24 de enero de 1872. Y fue muy de notar que cuantos oradores tomaron parte en el debate, conservadores, radicales, republicanos, perseguidores los más de ellos de los frailes antes y después y siempre, convinieron entonces por ardid de guerra (que tanto pesan los principios en el ánimo de los revolucionarios españoles) en defender la omnímoda libertad de las comunidades religiosas para volver a abrir sus conventos y en graduar de arbitrariedad despótica y anticonstitucional los decretos de Romero Ortiz contra jesuitas y monjas elevados a ley en 1869.
En 12 de febrero de 1872, a instancia de un juez de primera instancia, queda suprimida la palabra Dios en los documentos oficiales. Comienza simultáneamente los motines socialistas en Jerez y otras partes de Andalucía y la insurrección carlista en las montañas del Norte y en Cataluña. El 21 de abril de 1872, la Junta católico-monárquica de Madrid da un manifiesto llamando a las armas. [986]
El Ministerio radical, creado en 13 de junio de aquel mismo año, prosigue enrareciendo la atmósfera con proyectos anticanónicos, a modo de provocación sistemática. Montero Ríos propone una nueva ley «de obligaciones eclesiásticas y relaciones económicas entre el clero y el Estado». Comienza por afirmar en el preámbulo que la indemnización del Estado a la Iglesia por el valor de los bienes incautados no ha de tomarse a la letra y como suena, sino en el límite de las verdaderas necesidades del servicio religioso, tasado por el mismo Estado. Anula de una plumada la obligación jurídica del concordato a título de imposible (jurisprudencia cómoda), cercena y monda sillas episcopales, aplica las rentas de Cruzada al sostenimiento del clero parroquial, deja al arbitrio del Gobierno el conceder o no a las congregaciones religiosas la facultad de adquirir, rebaja a 31 millones de pesetas el presupuesto de Culto y Clero y anuncia una reforma en los aranceles de los derechos de estola y pie de altar. El proyecto se aprobó, pero no llegó a regir, así como quedó también en el aire otro de secularización o profanación de cementerios, que fue impugnado con mucha elocuencia y muy simpático calor de alma por Alejandro Pidal, que hacía entonces sus primeras armas en el Parlamento.
En aquellas Cortes llegó a formarse un grupo espiritista (Navarrete, Huelves, marqués de la Florida) y la minoría repub1icana prosiguió tan desatada como en las Constituyentes del 69. Garrido llamó a los conventos madrigueras de facciones y casi aplaudió los degüellos de 1834. Salmerón, verdadero enfant terrible de la Universidad y del círculo filosófico de Sanz del Río, no dejó de poner su pica en Flandes, afirmando que ni él ni el honrado Suñer y Capdevila ni otros muchos diputados de aquel Congreso eran católicos, ni querían nada con el catolicismo, ni siquiera creer ni consentir que nadie en el siglo XIX fuese cristiano, porque desde el tratado de Westfalia estaba arruinada la Iglesia católica.
Los muertos que vos matáis
gozan de buena salud.
No se le hable a Salmerón de determinaciones positivas que mueren en el tiempo; lo que él busca es una «más amplia y universal creencia en la cual puedan comulgar todos los espíritus». Pagar al clero aun en los términos en que lo establecía el proyecto de Montero Ríos, era para Salmerón una inmoralidad; la moralidad consiste en deber y no pagar, en apoderarse el Estado de los bienes de la Iglesia y descalabrarla luego con discursos pedantescos en nombre de la unidad universal humana y de la comunión de todos bajo el Padre común, de todos los seres humanos. Y luego hablaba el Sr. Salmerón del espíritu moderno y de que era incompatible con el catolicismo y nos presentaba como representantes de la historia y de la crítica en el siglo XIX (¡oh erudición krausista y trascendental!) al gárrulo [987] pamphletaire belga Laurent y a Edgar Quinet. ¡En qué bibliotecas se habrán educado estas lumbreras universitarias y armónicas!
Para proveer las sillas episcopales vacantes, puso los ojos Ruiz Zorrilla en el escaso pelotón de clérigos liberales con puntas de jansenistas y católicos viejos que redactaban un periódico titulado La Armonía. De este grupo fueron Llorente, el arzobispo cismático de Santiago de Cuba, y Alcalá Zamora, electo para Cebú. Este último murió a tiempo; pero Llorente contristó por largos días a la iglesia de Cuba, como si no bastasen las calamidades de la guerra mambís, empeñándose, primero, en desposeer al vicario capitular legítimamente nombrado, y luego, en intrusarse como arzobispo electo y gobernador eclesiástico, a despecho de las terminantes declaraciones de Pío IX, que en 13 de agosto de 1872, por medio del cardenal secretario de Estado, había prevenido a los capitulares de Santiago que en ninguna manera entregasen la administración de la diócesis al Llorente, por ser indigno moralmente de tan alta prelacía. Semejante declaración pontificia, unida a la denegación de las bulas, quitaba de hecho toda validez canónica a los actos de jurisdicción que Llorente quería ejercer, amparándose con la protección del capitán general de Cuba y con ciertas prerrogativas de vicario apostólico que suponía concedidas a nuestros reyes en Indias, mediante las cuales podían autorizar a los electos para que gobernasen las diócesis en tanto que no llegaban las bulas de confirmación. El privilegio, que se decía fundado en una bula de Alejandro VI, no pareció, y mal podía parecer semejante monstruosidad canónica, nunca tolerada por los papas, aunque no careciese de antecedentes en Indias y aunque nuestros regalistas del siglo XVIII hubiesen llegado a escribir en reales cédulas que «competía a los reyes por vicariato delegado de la Santa Sede (¿cuándo y dónde?) potestad no sólo en lo económico, sino en lo jurisdiccional y contencioso» de las iglesias de América. De aquí que algún capital general de Cuba haya querido ejercer atribuciones de pontífice en el territorio de su mando. ¿Cuándo se ha visto confiado el vicariato apostólico a militares ni a legos?
El vicario capitular, D. José Orberá y Carrión, resistió dignamente y prosiguió ejerciendo la jurisdicción ordinaria apoyado por todo el cabildo. Sólo tres capitulares, el deán, el tesorero y un canónigo, dieron la obediencia a Llorente, y con esto ciertas apariencias canónicas a su intrusión. La Audiencia encausó y suspendió al vicario, poniéndole preso a buena cuenta, y el deán y los suyos dieron posesión a Llorente con ayuda de la Guardia Civil. La Congregación del Concilio reprobó con autorización pontificia, en 30 de abril de 1873, todo lo hecho, calificándolo de horrible y detestable y declarando incursos en excomunión mayor y privación de todo beneficio eclesiástico presente o futuro a Llorente y al deán y a todos sus parciales, dando [988] además por nulos e írritos todos los actos de jurisdicción que hubiesen ejercido. Con todo, el desorden continuó hasta 1875, en que fueron reduciéndose los cismáticos (2934).
Mientras estas cosas pasaban del otro lado de los mares, don Amadeo había renunciado la corona de España, e imperaba aquí desde el 11 de febrero de 1873 una especie de república, unitaria primero y luego federal, que sucesivamente presidieron Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar. Más de media España, entre cantonales y carlistas, les negaba la obediencia, y hubo días de aquel estío en que el Poder central apenas puede decirse que extendiera su acción más allá de las tapias de Madrid. Eran tiempos de desolación apocalíptica; cada ciudad se constituía en cantón; la guerra civil crecía con intensidad enorme; en las Provincias Vascongadas y en Navarra apenas tenían los liberales un palmo de tierra fuera de las ciudades; Andalucía y Cataluña estaban, de hecho, en anárquica independencia; los federales de Málaga se destrozaban entre sí, dándose batalla en las calles a guisa de banderizos de la Edad Media; en Barcelona, el ejército, indisciplinado y beodo, profanaba los templos con horribles orgías; los insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera turca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos indefensos del Mediterráneo; dondequiera surgían reyezuelos de taifas, al modo de los que se repartieron los despojos del agonizante imperio cordobés; y entre tanto, la Iglesia española proseguía su calvario.
En Málaga son destruidos los conventos de Capuchinos y de la Merced en 6 de marzo de 1873. En Cádiz, el Ayuntamiento, regido por el dictador Salvoechea, arroja de su convento a las monjas de la Candelaria y derriba su iglesia, a pesar de la generosísima protesta de las señoras gaditanas, que, en número de 500, invadieron las Casas Consistoriales y, en número todavía mayor, comulgaron al día siguiente en la iglesia del convento, cercada por las turbas, mientras que en ella se celebraba por última vez el incruento sacrificio. Al día siguiente, desalojado ya el convento por las acongojadas esposas de Jesucristo, penetró en él una turba de sicarios, destrozando ferozmente el órgano y hasta las losas y profanando las celdas con inauditas monstruosidades. El Viernes Santo, ¡a las tres de la tarde!, caía por tierra la cúpula de la iglesia, una de las mejores y más espaciosas de Cádiz. Por acuerdo de 25 de marzo sustituyó en las escuelas el Municipio gaditano la enseñanza de la religión por la de la moral universal, prohibiendo, so graves penas, que se inculcase a los niños dogma alguno positivo. Las escuelas que [989] llevaban nombres de santos tomaron otro de la liturgia democrática, y hubo escuela de La Razón, de La Moralidad, de La Igualdad, etc. A la de San Servando quisieron llamarla de La Caridad, pero un ciudadano protestó contra semejante anacronismo, y se llamó de La Armonía. Suprimiéronse las fiestas del calendario religioso y se creó una fiesta cívica del advenimiento de la república federal. A instancias del pastor protestante Escudero se secularizaron los cementerios y se declaró suprimido el cargo de capellán de la cárcel. Un club republicano solicitó la prohibición de todo culto externo, pero los ediles no se atrevieron a tanto, contentándose con arrancar y destruir todas las imágenes de piedra o de madera y aun todos los signos exteriores de catolicismo que había en las calles y en el puerto y armar una subasta con los utensilios de la procesión llamada del Corpus. Del cementerio se quitó la cruz y se borró el texto de Ezequiel: Vaticinare de ossibus istis. ¿Qué más? En aquel insensato afán de destruir, hasta se arrancó de las Casas Consistoriales la lápida que perpetuaba, en áureas letras, la heroica respuesta dada por la ciudad de Cádiz a José Bonaparte en 6 de febrero de 1810. De la galería de retratos de hijos ilustres de Cádiz fueron separados con escrupulosa diligencia todos los de clérigos y frailes. El comandante de Marina tuvo que protestar contra el derribo de las dos gallardas columnas de mármol italiano, coronadas por las efigies de los santos Patronos de Cádiz, Germán y Servando, las cuales, de tiempo inmemorial, servían de baliza o marca a los prácticos del puerto. En el convento e iglesias de San Francisco se mandó establecer el Ateneo de las Clases Trabajadoras o Centro Federal de Obreros. Protestó enérgicamente el gobernador eclesiástico, y le amparó en su derecho el ministro de Gracia y Justicia, pero el Municipio prosiguió haciendo su soberana voluntad, comenzando el derribo de aquellas y otras iglesias, incautándose de los cuadros de Murillo que había en Capuchinos y en Santa Catalina, entre ellos el de la impresión de las llagas de San Francisco y el de Santa Catalina de Sena, y ocupando la iglesia de la Merced con el intento de convertirla en mercado o pescadería. Se arrojó de todos los establecimientos de beneficencia a las Hermanas de la Caridad y a los capellanes. En la Casa de Expósitos se suprimió la pila bautismal. Para armar a los voluntarios de la libertad, se sacaron a pública subasta los cálices y las custodias. Para salvar el templo de San Francisco fue menester acudir al cónsul de Francia, cuya nación podía reclamar derechos sobre una capilla.
¿A qué seguir en esta monótona relación? Ab uno disce omnes. En Granada, el Comité de Salud Pública promulga en 21 de julio de 1873 la Constitución del cantón federal, y en ella declara independiente la Iglesia del Estado, prohíbe todo culto «externo, ordenando a la par el mayor respeto en todas las religiones y cultos»; anula los privilegios de la Bula de Cruzada [990] y del indulto cuadragesimal y suprime todo tratamiento jerárquico, comenzando por pedir ciertos dineros al ciudadano arzobispo, cargarle en cuenta los gastos del derribo de las iglesias, ponerle en prisiones, visto que no pagaba, y demolerle buena parte de su palacio (2935).
En Palencia, sobre si se tocaban o no las campanas para festejar el triunfo de los republicanos y su entrada en Bilbao, fueron asaltadas y horriblemente profanadas las iglesias el 2 de mayo de 1874, derramada el agua bendita, rasgados los lienzos, rotos los facistoles, desencuadernados los misales, mutiladas las imágenes, violado el sagrario y esparcidas por tierra y pisoteadas las sagradas formas, todo entre horribles imprecaciones y blasfemias tales, que no parecía sino que todos los demonios se habían desencadenado aquel día en la pacífica ciudad castellana. A tan infernal escándalo siguió forzosamente el entredicho y la cesación a divinis (2936).
¡Y todo aquello quedó impune ante la justicia humana, aunque el pueblo decía a voz en grito los nombres de los culpables! ¡E impunes los nefandos bailes de las iglesias de Barcelona, invadidas por los voluntarios de la libertad, no sin connivencia de los altos jefes militares! Al lado de ferocidades de este calibre resultaría pálida la narración de otros atropellos de menos cuenta, y eso que podría alargarla indefinidamente, puesto que de todos los rincones de la Península poseo datos minuciosísimos. En las provincias del Norte, el general Nouvilas prohibió el toque de campanas. En algunas partes de Cataluña fueron asesinados los curas párrocos. Por dondequiera, los municipios procedieron a incautarse de los seminarios conciliares. En Barcelona, los clérigos se dejaron crecer las barbas, y hubo día en que fue imposible, so pena de arrostrar el martirio, celebrar ningún acto religioso. Todas las furias del infierno andaban desencadenadas por nuestro suelo. En Andalucía y Extremadura se desbordaba la revolución social, talando dehesas, incendiando montes y repartiéndose pastos. En Bande (Orense) fueron asesinados de una vez sesenta hombres inermes por haberse opuesto con la voz y con los puños a la tasación y despojo de sus iglesias. En muchos lugares las procesiones fueron disueltas a balazos.
Entreteníanse en tanto el Gobierno de Madrid en suprimir por anacrónicas las órdenes militares en un decreto muy peinado del Sr. Castelar (9 de marzo de 1873), produciendo de esta suerte, ignoro si con intención o sin ella, un nuevo cisma. Era preciso atender de algún modo al gobierno eclesiástico del territorio exento, y Pío IX por las bulas Quo gravius invalescunt [991] y Quae diversa civilis indoles declaró suprimidas todas las jurisdicciones privilegiadas y exentas y agregó a las diócesis más cercanas el territorio que, según el concordato, debía formar y nunca formaba el famoso y fantástico coto redondo. ¡Bendito sea Dios, que del bien sabe sacar el mal, y del decreto de un gobierno anticatólico se sirve para extinguir vetusteces regalistas y acabar con la odiosa y pedantesca plaga de los privilegios y exenciones jurisdiccionales, peor, si cabe, que los beneficios comendatarios de otros tiempos!
No todos se sometieron, y ¿cómo habían de someterse? A un pelotón de clérigos díscolos, irregulares y aseglarados se les acababan las ollas de Egipto con acabárseles la selvática independencia de que disfrutaban bajo el tribunal ultrarregalista de las órdenes. Los dos prioratos de la Orden de Alcántara (Magacela y Zalamea), administrados de tiempo atrás por un solo prior, que solía residir en Villafranca de la Serena, se agregaron sin dificultad al obispado de Badajoz (algunos pueblos al de Córdoba), pero no sucedió lo mismo en el vastísimo y desconcertado territorio de la casa de San Marcos, de León, Orden de Santiago, que tenía pueblos enclavados en diez provincias civiles, cuya capital eclesiástica puede decirse que era Llerena, de cuyo partido dependían hasta cincuenta parroquias, siendo además residencia habitual del prior, que, por medio de dos provisores, administraba las que tenía la Orden dispersas en Mérida y Montánchez, en León, Galicia, Salamanca y Zamora. ¡Hasta ochenta pueblos en Extremadura sola! Investido el cardenal Moreno, arzobispo de Valladolid, con facultades apostólicas para el cumplimiento de la bula Quo gravius, ordenó la entrega de las parroquias exentas al obispo de Badajoz. Y aquí fue Troya; porque en Llerena, D. Francisco Maesso y Durán, que hacía veces de provisor, resistió y protestó contra la entrega, amparado con órdenes que decía tener del Ministerio de Gracia y Justicia; desposeyó de sus parroquias a los curas del pueblo, que no quisieron retractarse ni negar la obediencia al obispo; los persiguió y encarceló, nombró regentes de las parroquias a ciertos clérigos de su bando afectos al cisma; imploró la ayuda de las autoridades civiles; arrojó del territorio al fiscal general de la curia episcopal de Badajoz, D. Ángel Sanz de Valluerca, que en nombre de su obispo se había presentado a tomar posesión; hizo encausar y conducir preso entre bayonetas al Dr. D. Jenaro de Alday, freire de la Orden de Santiago y gobernador que había sido del obispado-priorato sólo por haber prestado sumisión a las disposiciones pontificias. El cisma se comunicó a Mérida, a Alange y otras partes. El malhadado tribunal de las Órdenes, restablecido por el Ministerio Serrano, sostuvo a todo trance el cisma so pretexto de no haber obtenido la bula Quo gravius el pase del Gobierno. Llerena se convirtió en un infierno. Su parroquia mayor, Santa María de Granada, cayó en poder de un clérigo liberal enviado de Madrid, [992] que explotó hábilmente el sentimentalismo religioso-teatral. Los pocos fieles que obedecían al obispo de Badajoz se retrajeron en una capilla, donde los perseguían de continuo las vociferaciones de los cismáticos. Duró el cisma, protegido por los municipios y por los jueces de primera instancia, hasta 1875, y todavía entonces, después de haberse intimidado a los gobernadores que prestasen su auxilio a los obispos para ejercer sin trabas su jurisdicción en el territorio de las Órdenes militares, se amotinaron los de Llerena, amenazando de muerte al Dr. Alday, que vino a hacerse cargo del priorato, y que del susto expiró a los pocos días. La autoridad canónica se restableció pronto; Maesso se retractó, hizo ejercicios espirituales y hoy vive retraído en Llerena. De los demás cismáticos, unos han muerto, arrepentidos, en el seno de la Iglesia, y otros viven separados de sus curatos. Así acabó esta pestilencia, que el Sr. Martos en un decreto de 1874 se atrevió a llamar tentativa de Iglesia nacional.
Más francos, los federales habían puesto sobre la mesa en 1 de agosto de 1873 un proyecto de separación de la Iglesia y del Estado, renunciando a todo derecho de presentación, jurisdicción, exequatur, gracias de Cruzada o indulto cuadragesimal, impresión de libros de rezo, Agencia de Preces y todo linaje de regalías, y reconociendo sin trabas el derecho de la Iglesia para adquirir, salva la prohibición de la Novísima sobre mandas in extremis.
Los krausistas organizan a su modo la enseñanza en 7 de junio de aquel mismo año, centralizando en Madrid las Facultades de Letras y Ciencias, sin duda en obsequio al sistema federativo, y estableciendo, entre otras enseñanzas de nuevo cuño, el llamado arte útil, que será, sin duda, el de Rupert de Nola o el de Martínez Montiño. En cambio, se manda estudiar en un solo año la lengua y literatura griegas. ¿Qué idea tendrían del griego aquellos legisladores? Verdad es que no ha faltado de ellos quien escriba sobre el Teétetes platónico sin saber leer una letra del original.
Quede reservado a más docta y severa pluma, cuando el tiempo vaya aclarando la razón de muchos sucesos, hoy oscurecidos por el discordante clamoreo de las pasiones contemporáneas, explicarnos por qué, en medio de aquel tumulto cantonal, no triunfaron las huestes carlistas, con venírseles el triunfo tan a las manos; y cómo se disolvieron los cantones; y cómo el golpe de Estado del 3 de enero puso término a aquella vergonzosa anarquía con nombre de República; y por cuál oculto motivo vino a resultar estéril aquel acto tan popular y tan simpático; y qué esperanzas hizo florecer la restauración y cuán en breve se vieron marchitas, persistiendo en ella el espíritu revolucionario así en los hombres como en los códigos; y de qué suerte volvió a falsearse el concordato y a atribularse la conciencia de los católicos españoles, quedando de hecho triunfante la libertad religiosa [993] en el artículo 11 de la Constitución de 1876 (2937); y cómo desde esa Constitución hemos llegado, por pendiente suavísima, a la proclamación de la absoluta libertad de la ciencia o (dicho sin eufemismos) del error y del mal en las cátedras; y a los proyectos ya inminentes del matrimonio civil y de secularización de cementerios. Dentro de poco, si Dios no lo remedia, veremos, bajo una monarquía católica, negado en las leyes el dogma y la esperanza de la resurrección, y ni aun quedará a los católicos españoles el consuelo de que descansen sus cenizas a la sombra de la cruz y en tierra no profanada (2938). [994]
- II -
Propaganda protestante y heterodoxias aisladas.
La libertad religiosa, proclamada desde los primeros momentos por las juntas revolucionarias, abrió las puertas de España a los compañeros de Matamoros y a una turba de ministros, pastores y vendedores ingleses de Biblias. Las vicisitudes del protestantismo en estos últimos años merecían estudio aparte; aquí baste apuntar los principiales resultados, procediendo, en cuanto cabe, por orden cronológico y geográfico.
La propaganda empezó en Andalucía, y fue más intensa en Sevilla. A poco de la revolución pareció allí, subvencionado por un centro protestante de los Estados Unidos, D. Nicolás Alonso Marseláu, oficial de barbero en Gibraltar, antiguo seminarista de Granada, procesado con Alhama y cómplices en tiempo de la unión liberal, el cual comenzó a publicar un periódico, El Eco del Evangelio. Secundóle al poco tiempo, con una revista titulada [995] El Cristianismo, el ex escolapio apóstata D. Juan Bautista Cabrera (de Gandía), que años antes había huido a Gibraltar con la maestra de niñas de Fuente La Higuera. Y como los ingleses pagaban largamente, afiliáronse algunos estudiantes de teología, «reprobados, réprobos y reprobables en todo examen», y algunos clérigos sacrílegamente amancebados, cuyas semblanzas ha trazado el Dr. Mateos Gago en tono de novela picaresca, eternizando en la memoria de los zumbones la Cabreriza del ex convento de las Vírgenes y las aventuras de La Pepa. El doctor Gago fue el martillo de aquella desconcertada iglesia caprina, que él mató y hundió moralmente, con muy singular gracejo, en la larga campaña que sostuvo en El Oriente, poniendo de manifiesto la ignorancia, trapacería, desorden y malas artes de los nuevos apóstoles. Aquella nube se deshizo pronto: algunos de los cabreristas abjuraron pública y solemnemente de su extravíos y volvieron a entrar en el gremio de la Iglesia católica. Marseláu riñó con los suyos, negó varios dogmas, y perdió la subvención, se hizo ateo, descamisado y socialista, fue electo diputado provincial y comenzó a publicar un periódico terrorífico, La Razón, órgano de los clubs cantonales de Sevilla. Luego fue a Roma, abjuró, se hizo trapense, salió de la Trapa, anduvo en el campo carlista y hoy para en un convento de Burdeos. El P. Cabrera, que veía mermadas cada día sus filas, levantó sus reales de Sevilla, y pasó a ser moderador de una iglesia de Madrid y aun presidente del consistorio de la Iglesia española reformala.
En Córdoba apacentó su hato un D. Antonio Simó y Soler, que había sido párroco en un pueblo de la provincia de Valencia. Pero al poco tiempo, muerta su manceba, abjuró públicamente (31 de octubre de 1869) y salió para Roma con muestras de arrepentimiento. Sucedióle D. Luis Fernández Chacón, ex cura párroco de Maguilla, en Extremadura, célebre en la Universidad de Sevilla por haber sostenido, cuando estudiante, que «en Cristo hay una sola naturaleza y dos personas». Después dejó la teología por los negocios públicos, y llegó a ser secretario de Ayuntamiento de un pueblecillo de la provincia de Córdoba; pero, tirando de nuevo al monte evangélico, volvió a ser pastor, o, como Gago decía, cabrero mayor de la provincia de Huelva, donde sucedió a Fr. Pablo Sánchez Ruiz, apóstata de la Orden de San Francisco. El verdadero director de este tinglado presbiteriano de Sevilla y provincias limítrofes era un inglés llamado M. Roberto Steward-Clough. Al presente existen en la metrópoli hispalense tres capillas de distintos ritos, dos de ellas frecuentadas tan sólo por individuos de la colonia inglesa, y cuatro escuelas de niños, casi desiertas instaladas, por lo general, en iglesias y conventos de los que arrebató al culto católico la junta revolucionaria de Sevilla en 1868. Las víctimas más deplorables de la sacrílega farsa llamada en España protestantismo han sido algunos niños vendidos por la miseria de sus padres para ser educados en el colegio que fundó en Pau la vieja Mac-Kuen. [996]
¡Al secretario del Consistorio Central de esta Iglesia española reformada de Sevilla y al jefe de la iglesia luterana de Valencia aparecen dirigidas las circulares auténticas o apócrifas, que esto aún está por averiguar, del ministro Echegaray y del director Merelo anunciándoles que pronto sería un hecho la prohibición, por la ley, de toda la enseñanza religiosa en las escuelas!
Cuando el conde de Bernstorf vino en 1879, por encargo de la asociación fundada en Berlín para evangelizar a España, a examinar el estado de nuestras iglesias reformadas, hubo de decir paladinamente a sus correligionarios, y aun estampar en letras de molde, que «las conquistas del protestantismo eran raras, o, por mejor decir, nulas; que faltaban ministros instruidos y de influencia en el pueblo...»; en suma, que los clérigos concubinarios, únicos protestantes españoles que alcanzó a tratar, eran gente oscura e ignorantísima, que no había buscado en la reforma otra cosa que el modo de legalizar sus alegrías (2939).
En Cádiz, donde la revolución se había inaugurado demoliendo la espaciosa iglesia de los Descalzos alcantarinos, se trabajó con no poco ardor en el pastoreo evangélico bajo los auspicios y con el dinero de Inglaterra, pero hasta 1871 no llegó a abrirse capilla protestante. Sus ministros se dividieron al poco tiempo, yéndose los presbiterianos a fundar otra iglesia y dos escuelas de niños. En 1872 visitó Cádiz un singular personaje, D. José Agustín Escudero, que se decía sacerdote mejicano y ordenado en Roma. Había vehementes motivos para sospechar que no lo era; pero es lo cierto que así en el obispado de Cádiz como en el de Jaén había hecho actos de tal, diciendo misa y administrando el sacramento de la Eucaristía. Procesado canónicamente, abandonó el catolicismo, pero no para irse con el obispo, o jefe [997] de los pastores de Cádiz, que era un judío ex vendedor de babuchas en Orán, dicho D. Abrahán Ben-Oliel, apóstata de su ley, sino para fundar congregación aparte, que llamó Iglesia cristiana española, en la cual se rezaba el rosario y se conservaban muchas prácticas católicas. Más que de protestante, podía calificársele de viejo católico, en el mal sentido que se da a esta palabra en Alemania; así me lo indica un libro suyo que tengo a la vista, La Religión católica del siglo XIX o sea su examen crítico ante la moral, el Evangelio, la razón y la filosofía (2940).
De estos y otros más oscuros propagandistas fue azote el canónigo D. Francisco de Lara, que con el seudónimo de El P. Cayetano divulgó contra los protestantes y sus afines una serie de once cartas y varios opúsculos acerca de la lección de las Sagradas Escrituras y el culto de la Santísima Virgen. Estas tremendas filípicas produjeron grave deserción en las huestes enemigas (2941).
En Jerez de la Frontera, en Algeciras, en San Fernando, se crearon en una u otra fecha capillas protestantes, hoy casi todas desiertas o frecuentadas sólo por ingleses. La de San Fernando hízola cerrar en 1873 un alcalde so pretexto de amenazar ruina el edificio y de no tener condiciones de salubridad, según dictamen de facultativos y peritos. No dejaba otro escape el artículo constitucional vigente. Puso el grito en el cielo el pastor Abrahán, y Castelar le defendió en las Cortes. El Gobierno restaurador y conservador de 1875, aquejado por las reclamaciones inglesas, dio la razón a D. Abrahán y obligó a dimitir al secretario del Ayuntamiento de San Fernando, D. Juan María de la Herrán, verdadero autor de las comunicaciones que sobre este asunto mediaron.
En Antequera, los misioneros protestantes fueron recibidos a pedradas. En Málaga, terreno mejor preparado por la propaganda de Matamoros, se instaló con poco fruto una capilla evangélica en la calle del Cerrojo. En Granada fundó otra el ex sombrero Alhama, que se titulaba obispo, a quien, a pesar de su mitra, sorprendió la policía conspirando en un club socialista. En Albuñol apareció una secta disidente, indefinida e inclasificable, medio protestante, medio alumbrada, dirigida por un cura que se mezcló en el movimiento cantonal y acabó por emigrar a Marruecos. [998]
En el obispado de Jaén intentaron algo, con éxito muy dudoso, los mineros ingleses y alemanes de Linares, abriendo una capilla y comprando algunas apostasías, de las cuales fue muy ruidoso, después de la Restauración, el caso de Iznatoraf, donde un infeliz que se decía pastor evangélico, subvencionado por una señora inglesa, reclamó contra el párroco, que había bautizado a un hijo del susodicho pastor a ruegos de su madre. El ministro de la Gobernación, que lo era entonces el Sr. Romero Robledo, dio la razón al pastor contra el párroco, recomendó la caridad y la tolerancia y reprobó la conducta del alcalde, que había tenido entereza suficiente para oponerse a que la forastera violentase con dádivas o con halagos la voluntad de los padres de la recién nacida.
En Extremadura, el párroco de Villanueva de la Vera, D. José García Mora, que había publicado antes escritos apologéticos en la Librería Religiosa, de Barcelona enemistóse con el vicario capitular de Plasencia y fundó (abril de 1870) en su pueblo cierta iglesia cristiana liberal, de que fue órgano un periódico titulado Los Neos sin Careta (2942). En una especie de estatutos que esta iglesia dio, anuncióse que en ella quedaban abolidos los derechos de estola y pie de altar y el sacrílego comercio de las bulas y que el ministerio sacerdotal se ejercería gratis por los directores, dedicándose éstos, para ganar el sustento, a alguna industria honesta y lícita, como lo hacían los santos apóstoles. La Iglesia villanovense se proclamaba radical en política y cristiana pura en religión. Este ridículo duró poco, y el Mora abjuró solemnemente de sus errores y fue repuesto en su curato. En Badajoz circularon muchos números de La Aurora, periódico protestante, remitido, al parecer, de Gibraltar.
Desde el principio de la revolución se había establecido en Camuñas, pueblo de la Mancha Alta, un centro de propaganda anticatólica, sostenido por D. Félix Moreno Astray, sacerdote apóstata de la diócesis de Santiago, que se titulaba pastor evangélico, y por varios misioneros republicanos (Araus, Ceferino Treserra, etc.). Todos procedían de concierto en cuanto a descatolizar el pueblo; pero en los medios variaban, inclinándose Treserra y los suyos al racionalismo, y teniendo por órgano El Trueno, periódico que empezó a publicarse en Camuñas, al cual servía de antídoto El Pararrayos, dirigido por D. Ambrosio de los Infantes, cura de Madridejos. No pararon los revolucionarios de aquel microscópico cantón hasta arrojar del pueblo al prior D. Francisco de la Peña Martín, que desde Turleque protestó contra la intolerable tiranía que ejercían en Camuñas un cierto señor de horca y cuchillo, un maestro ateo y un barbero que no le iba en zaga. Estos tres personajes de sainete llamaron en 1874 a Moreno Astray (Treserra había preparado sus caminos), desafiando a los curas a discusión pública. El efecto fue terrible, y siquiera tengamos que rebajar mucho de las afirmaciones de [999] La Luz, periódico protestante, cuando dijo «que la población en masa se había convertido al Evangelio», es lo cierto que llegaron a apostatar 90 familias. A los incautos camuñenses se les ofreció un canal de riego, una fábrica, dos millones en dinero... El cacique del lugar puso centinelas a la puerta de la iglesia para impedir la entrada, vejó y aun hizo apalear a los que se confesaban, formó causa al ecónomo, que tuvo que refugiarse en Madridejos. Camuñas se convirtió en una especie de Ginebra manchega y contrabandista. Y llegó la execrable tiranía de Moreno Astray y de los suyos, dócilmente patrocinados por el alcalde, hasta empeñarse en enterrar civilmente a un niño de familia católica, sin poder, no obstante, arrancárselo de los brazos a su pobre madre, que fue con él hasta el cementerio y allí le inhumó con sus propias manos (2943). En 1874, Moreno Astray se trasladó a Alcázar de San Juan, y allí comenzó a publicar un periódico, retando, desde el primer número, a discusión a los eclesiásticos del contorno. Aceptó uno de ellos; pero, llegado el día de la controversia, se excusó Astray, limitándose a continuar su campaña contra La Crónica de Ciudad Real.
En Valladolid hubo también majada evangélica, dirigida por el pastor D. Antonio Carrasco, que ya había sido condenado a nueve años de presidio en tiempo de Matamoros. Carrasco publicó hojas sueltas, fundó dos o tres capillas y escuelas y se atrajo algunos prosélitos de ínfima clase social. Combatióle enérgicamente en periódicos católicos el chantre D. Juan González. Era Carrasco de más entendimiento y cultura que otros propagandistas, y pronto hubo de convencerse de lo inútil de sus esfuerzos, puesto que levantó sus reales de Valladolid y se fue a América, donde murió en un naufragio. Pariente suyo, quizá hermano, debe ser el Manuel Carrasco, estudiante de teología protestante en Lausana, que ha publicado allí un folleto sobre Juan de Valdés.
A principios de 1878 amaneció en León, procedente del pueblo de La Seca, arzobispado de Valladolid, un estudiante teólogo de carrera abreviada que decían Ramón Bon Rodríguez, el cual durante más de diez años había divagado por las sectas protestantes, llegando a hacerse anabaptista y a ser bautizado por inmersión en el Manzanares. Abrió Bon una capilla y una escuela, ignoro ya de qué rito; pero el ilustrísimo prelado de aquella diócesis, D. Saturnino Fernández de Castro, le hizo muy recia oposición, publicando contra sus errores una brillante pastoral y enfervorizando el sentimiento católico, siempre muy vivo en aquella ciudad, con una gran misión y con el establecimiento, en sitio muy próximo a la capilla protestante, de la Archicofradía del Sagrado Corazón de María para la conversión de los pecadores. Los resultados de esta obra cristiana fueron tales, que [1000] la capilla quedó al poco tiempo desierta, y Bon abjuró solemnemente en noviembre de 1879 con señales de conversión sincera, que aun lo ha parecido más cuando se le ha visto poner de manifiesto, en dos opúsculos escritos no sin gracia y muy curiosos, como de quien vio las cosas por dentro, las rencillas, escandalos, divisiones, trabacuentas, pelamesas y monipodios de los pastores protestantes (2944).
A nada conduciría prolongar esta enfadosísima narración para decir de todas partes las mismas cosas. No hubo rincón de España adonde no llegase algún pastor protestante o algún expendedor de Biblias, sino que las ovejas no acudieron al reclamo. Lo que en España se llama protestantismo es una farsa harto pesada y dispendiosa para las sociedades evangélicas. Las hojas y los folletos y las Biblias se reparten como si se tirasen al mar, y suelen morir intactas y vírgenes en manos de los curiosos que las reciben. Si comienzan a leerlas, les enfadan y adormecen. Hasta el indiferentismo groseso, única religión de los españoles no católicos, opone y opondrá perpetuamente un muro de hielo a toda tentativa protestante, por muy locamente que en ella se derrame el dinero. El protestantismo no es en España más que la religión de los curas que se casan, así como el islamismo es la religión de nuestros escapados de presidio en África.
En las provincias de la Corona de Aragón, el movimiento protestante ha sido casi nulo. Nunca vi en Barcelona otro indicio señalado de protestantismo que cierto carro bíblico y blindado que todas las mañanas hacía parada en la Rambla con Biblias y folletos. En Valencia se estableció iglesia luterana, y en Denia, que por su comercio de pasas se halla en más continua relación con los ingleses, se publicaron unas Cartas de don Francisco Cabrera (2945), hermano del P. Cabrera, moderante de la iglesia de Sevilla. Costeó la edición D. Andrés Graham, comerciante de aquella plaza, y la mayor parte de los ejemplares se distribuyeron en Alicante y en Sevilla. El Cabrera seglar, hombre despejado y de buen ingenio, se cansó pronto de las farándulas de la secta, y sentó plaza en el ejército de América, donde hoy para, según mis noticias. En la isla de Menorca comenzó a predicar un M. Grin, director de las obras de la Albufera de la Alcudia, de concierto con M. Robinson, cónsul de los Estados [1001] Unidos, y con un tal Tuduri, cónsul de Venezuela, francmasón de los más condecorados. Juntos establecieron el Comité de sociedad evangélica libre de Mahón y una capilla en casa de Tuduri, donde el predicante era M. Grin. Al principio la curiosidad atrajo muchos oyentes, hasta que, conocedores del peligro varios sacerdotes, iniciaron contra el ministro protestante una discusión pública, en que hubo de quedar tan malparado, que a pocos días abandonó la isla, dejando al frente de la obra evangélica al Tuduri, que comenzó a publicar un periódico, el Boletín Balear. Contemporizando con las prácticas de los isleños, no les vedaba la confesión ni el rosario. Los católicos crearon, enfrente de su escuela, una pública y gratuita del Sagrado Corazón de Jesús, que en poco tiempo llegó a arrebatar a las escuelas protestantes más de ciento ochenta alumnos. Simultáneamente con el Tuduri, se presentaron como apóstoles el suizo M. Binion, judío de raza, y el metodista M. Brown, que estableció escuelas en Mahón y Villacarlos. Hoy, gracias al celo del ilustrísimo prelado de aquella diócesis, D. Manuel Mercader y Arroyo, el protestantismo, que nunca llegó a penetrar en Ciudadela y en la parte occidental de la isla, está casi muerto y reducido a algunos forasteros y a unos cuantos asalariados, de quienes es martillo constante el clero ejemplar de aquella isla.
En el norte de España, el protestantismo sólo existe en los puertos más frecuentados por extranjeros, y aun allí hace mucho menos estrago que el indiferentismo y la masonería. En Santander hay dos escuelas dirigidas por un pastor yankee. En El Ferrol no se estableció capilla hasta el 77, dividiéndose al poco tiempo los evangélicos de los anabaptistas. Al frente de los primeros descollaba un colportor de Biblias, D. José Flórez y García, de oficio fundidor, carbonario según fama, antiguo expendedor de Biblias en Málaga y Gibraltar. De los anabaptistas eran los más conocidos D. Rufino de Fragua, músico del batallón de Mendigorría y luego carpintero, y un sueco que se decía D. Enrique Lund. En Peñamellera, extremo oriental de la provincia de Oviedo, llegó el protestantismo a hacerse dueño de una aldea, pero dos jesuitas enviados por el obispo lograron extirpar el contagio, devolviendo hasta cincuenta y tantas personas al gremio de la Iglesia.
De Madrid apuntaré sólo las cosas más señaladas. A poco de la revolución, D. Francisco Córdoba y López, director de un periódico democrático, hizo con todos sus redactores acto de apostasía de la fe católica, aceptando y proclamando la reforma de Lutero y poniéndose bajo la dirección del capellán de la Legación inglesa. No es para olvidado el famoso clérigo D. Tristán Medina, natural de Bayamo, en la isla de Cuba, famoso predicador, de estilo florido, sentimental, vaporoso y adamado, sin fondo ni gravedad teológica. Ya antes de la revolución, un sermón que predicó en Alcalá había sonado a herejía y a negación del dogma de la eternidad de penas. De resultas se le [1002] formó expediente en la vicaría de Madrid a instancia del P. Maldonado, de donde resultó quedar suspenso de las licencias de confesar y predicar. Desde entonces, D. Tristán Medina (tenido hasta entonces por neocatólico y ultramontano y maltratado por ello en una letrilla de Villergas) intimó con los corifeos del partido republicano, y especialmente con Castelar, peroró en sus reuniones, escribió en La Discusión y en La Democracia y vivió en actitud, sino herética, a lo menos cismática, hasta 1868. El presbítero D. José Salamero, a quien Medina respetaba mucho, le persuadió a reconciliarse con la Iglesia, a hacer ejercicios con los Padres de la Compañía y a firmar una protesta de fe, que se publicó en los periódicos de aquellos días. Volvió al púlpito Medina con apariencias de arrepentido, pero pronto su ligereza mundana y su perverso gusto oratorio le hicieron volver a claudicar en materia grave, deslizándosele tanto la lengua al ponderar en un sermón la hermosura corporal de Nuestra Señora, que hubo de escandalizar los oídos de los fieles y mover al vicario a retirarle de nuevo las licencias. Despechado con esto, fácilmente cayó en las redes de los protestante, a quienes debió mujer y dinero. Pero ni él estaba de corazón con los ministros evangélicos ni ellos se fiaban mucho de él; así es que, con su ordinaria versatilidad, volvió a abjurar en manos del Sr. Salamero, autorizado al efecto por el arzobispo de Toledo. Don Tristán Medina ha viajado mucho; en Lausana se vio envuelto en un proceso de malísima ley, de que salió absuelto, por fortuna para su buen nombre. Anduvo en comunicación epistolar con el P. Jacinto. Y a la hora presente, aunque no ejerce funciones de clérigo, tengo para mí que se inclina al catolicismo más que a ninguna de las sectas disidentes. Tengo a la vista una colección de cartas suyas, que me le muestran como alma débil, apasionada, impresionable y versátil, no anticatólica en el fondo, pero sí echada a perder por cierta manera sentimental, femenina y romanesca de concebir la religión.
Don Tristán puede decirse que hace campo aparte, y nunca ha tomado parte muy notoria en los trabajos de evangelización de Madrid, dirigidos hoy, según parece, por M. Flidner, empleado de la Legación de Prusia. Existe o existía, además, una asamblea protestante, que en 1872 se exhibió en cierto manifiesto firmado por D. Antonio Carrasco, como presidente, y D. Félix Moreno Astray, como secretario, los cuales nos informan de haberse celebrado días antes el sínodo de la iglesia española, concurriendo a él los Sres. Moore, Ruet, Jameson, Carrasco, Scharf y González, como representantes de las cuatro iglesias de Madrid; D. Julio Vizcarrondo, como presidente de un comité, y los Sres. Cabrera, Eximeno, Astray, Castro, Sánchez López, Sánchez Ruiz, Alhama, Vargas, Hernández, Trigo, Empeytaz y Tuduri, como pastores, respectivamente, de las iglesias de Sevilla, Zaragoza, Camuñas, Valladolid, Córdoba, Huelva, Granada, Málaga, Cádiz, Cartagena. Barcelona y Mahón, agregándose [1003] además a la asamblea, a guisa de consiliarios, el consabido Flidner Gladstone, Amstrong, Rebolledo de Felice y Flores. A muchos de estos personajes los conocemos ya; a otros importa poco no conocerlos. Algunos de ellos abjuraron después; así D. Jaime Martí Miquel, pastor en la calle del Lavapiés, y con él D. Argimiro Blas, evangelista; D. Lorenzo Fernández Reguera, maestro protestante, y D. Gabino Jimeno, pianista, todos de la misma iglesia. Siguióles, con un mes de intervalo, D. Manuel Núñez de Prado, licenciado en teología por el seminario protestante de Ginebra, autor de una conferencia contra el poder espiritual del papa. Imitó su ejemplo, en cuanto a la conversión, el maestro de la calle del Olivar, y tras él otros maestres, que en un día condujeron a la iglesia de San Isidro más de noventa niños de los que ellos educaban. En todo esto trabajaron mucho la Asociación de Católicos de Madrid, la Escuela Catequística y la Asociación de Señoras de las Escuelas Cristianas. Los protestantes conversos fundaron un periódico, El Lábaro, donde hay curiosas noticias de la vida y proezas de sus antiguos correligionarios.
Es difícil presentar una estadística segura del desarrollo, a todas luces escasísimo, que ha logrado el protestantismo en Madrid. Según los datos publicados por D. Vicente de la Fuente en su Respuestas al manifiesto de la asamblea, etc., etc. (1872), llegaban en aquella fecha los que se decían protestantes al número de 3.623, repartidos en nueve capillas, siete con escuela y dos sin ella, situadas en las calles de la Madera Baja, de Calatrava, del Gobernador, de Lavapiés, de Válgame Dios, en la plaza del Limón, en los barrios de las Peñuelas y Vallehermoso y en Cuatro Caminos. Después, el número de las capillas ha disminuido mucho, y el de los concurrentes también.
De cómo están distribuidas entre las varias sectas reformadas todas estas ovejas, tampoco puede decirse cosa cierta, pero parece que dominan los evangélicos y los presbiterianos. La jerarquía episcopal es casi desconocida entre los protestantes españoles. Sólo en Andalucía ha aparecido alguien con ínfulas de obispo, es de suponer que por nombramiento propio, pues no creo que haya sociedad bastante candorosa para poner una mitra en la cabeza de un contrabandista o de un arriero. A la capilla de la calle de Calatrava la llama Bon luterana. En la carrera de San Francisco sentaron sus reales, con grande aparato, los anabaptistas americanos, dirigidos por M. William Knapp, agregado a la Legación de su país y diligente bibliófilo. Pero falto al principio de pastores, tuvo que echar mano del evangélico Ruet, con quien al poco tiempo se desavino, porque no quería Ruet bautizarse por inmersión. Bon anduvo menos recalcitrante, y se dejó sumergir en las turbias aguas del Manzanares, no sin grande algazara de las lavanderas. Con él formaron la naciente iglesia D. Martín Benito Ruiz, que había sido cura párroco en un pueblo de la Alcarria; un tal Marqués, antiguo [1004] practicante o cosa tal en un hospital de Andalucía; el judío Ben-Odiel, de quien ya queda hecha memoria como de apóstol en Cádiz, y un tal Juan Calleja, de Linares, que luego se hizo socialista y mandó una partida federal en Sierra Morena. Alicante, Linares y La Seca fueron las principales sucursales anabaptistas; pero con la vuelta de Knapp a los Estados Unidos parece haberse deshecho toda esta mal concertada tramoya, de cuyos interiores resortes hay largo y picaresco relato en un folleto de Bon.
-Las publicaciones han sido muchas y muy malas y nada originales. Sólo merecen una nota bibliográfica, que así y todo resultará muy incompleta. Como periódicos recuerdo La Luz, El Cristiano, El Obrero, La Bandera de la Reforma, El Amigo de la Infancia y ahora La Revista Cristiana (2946). [1005]
No se ha de creer que en los protestantes que Gago llamó a jornal, ora luteranos, ora calvinistas, ora cuáqueros, presbiterianos, metodistas y anabaptistas, se agota la fecunda virtualidad de la heterodoxia contemporánea. Españoles hay para todo. Así, v.gr., un clérigo (cuyo nombre no recuerdo, aunque leí en tiempos su folleto), deseoso de quebrar sus votos y lograr soltura, pero refractario al mismo tiempo al protestantismo, averiguó que en el cisma oriental se casaban los sacerdotes, e inmediatamente se declaró ministro de la Iglesia griega, poniéndose bajo la férula del capellán de la Legación rusa. En París vive y escribe un médico balear, D. José María Guardia, doctísimo en nuestras cosas, y en filosofía, y en la historia de su ciencia, [1006] traductor de Cervantes, biógrafo de Huarte, y autor de una de las mejores gramáticas latinas que hoy se conocen en aulas europeas, el cual pasa o pasaba por arriano o protestante liberal, de la escuela de Alberto Réville, y colaboró asiduamente en la Revue Germanique, órgano autorizadísimo de la secta. En sus escritos, más bien me parece librepensador que sectario. El viejo catolicismo de Alemania tuvo por defensores, más o menos directos, al pastor Escudero, de Cádiz, ya mencionado; a un redactor de La Iberia, que decían Moya, y al grupo de clérigos liberales que redactaban en Madrid La Armonía. Otros más inventivos se han dado a forjar cultos nuevos, así, pongo por caso, un maestro de escuela, D. Serafín Álvarez, que redactó el Credo de una religión nueva (deísmo materialista), comenzando por afiliar en ella a su mujer, a sus hijos y a su criada, bautizándolos de nuevo y llamándose a sí propio Bisho-poz. ¡Y se [1007] quedaría tan hueco y orondo! La Religión de la ciencia, de D. W. Romero Quiñones, no es más que un catecismo positivista (2947). También D. Nemesio Uranga, heterodoxo vascongado (de Tolosa de Guipúzcoa), ha fundado la religión de la razón, que viene a ser un cristianismo con la moral sola y sin misterios.
Tampoco han desaparecido las antiguas sectas iluminadas y secretas. Al contrario, las doctrinas de desorganización social traídas por la revolución del 68 le han dado nueva fuerza. En la raya extremeña de Portugal difunde o difundía cierto género de heterodoxia lúbrica un santón llamado el de la Amarilleja. En Pinos Puente (provincia de Granada), otro portugués llegó a fanatizar a innumerables secuaces con prácticas teúrgicas y cabalísticas y promesas de tesoros ocultos; y, al frente de los fieles de su bando, opuso sangrienta resistencia a un cabo de la Guardia Civil que trató de ocupar el cerro donde practicaban sus iniciaciones supersticiosas. De resultas se instruyó causa criminal; el portugués fue ahorcado y algunos de sus discípulos condenados a cadena perpetua. También a la parroquia de Montejícar había llegado el contagio. De otros casos análogos y no menos singulares dará noticia el Sr. Barrantes en un trabajo que prepara sobre esta materia.
En La Habana existe una ferocísima secta, llamada de los ñáñigos, casi todos gentes de color, dada al asesinato, al robo y a todo linaje de nefandos crímenes. En sus ceremonias figuran como instrumentos un crucifijo y unos tambores, sobre los cuales derraman sangre de gallo. También los chinos de la isla de Cuba practican cierto culto sincrético, medio cristiano y medio idolátrico, en que los emblemas del sol y de la serpiente se veneran al lado de la imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.
- III -
Filosofía heterodoxa y su influencia en la literatura.
Nuestra escasa producción filosófica desde 1868 hasta ahora puede considerarse dividida en dos períodos. En el primero impera despóticamente el krausismo. En el segundo se divide y desorganiza, y acaba hasta por desaparecer de la memoria de las gentes, sucediéndole una completa anarquía, en que comienza a sobreponerse a todas la voz del positivismo.
Uno de los primeros actos de la junta revolucionaria de Madrid fue volver sus cátedras a los profesores destituidos. Se ofreció la Rectoral a Sanz del Río, pero modestamente la rehusó, [1008] contentándose con el Decanato de Filosofía y Letras. Un año después murió en paz con todos los cultos, es decir, a espaldas de la Iglesia (2948), dejando un testamento estrafalario, a tenor del cual se le enterró civilmente, con desusado alarde y pompa anticatólica, que suscitó protestas en la misma Universidad. De sus bienes dejó una renta para que se fundase una cátedra de Sistema de la Filosofía, es decir, de su sistema. Algún tiempo la desempeñó Tapia; hoy ha desaparecido, y no hay mucho de que dolerse. Quedaron de Sanz del Río muchos manuscritos, casi en cifra (cuentan que escribía sin vocales) y apenas inteligibles aun para los iniciados. De ellos se han impreso algunas Lecciones del sistema de la filosofía, el Análisis del pensamiento racional y la Filosofía de la muerte, estudio hecho sobre papeles del maestro por D. Manuel Sales y Ferré, catedrático de la Universidad de Sevilla. Sanz del Río define la muerte «negación determinada y crítica (entre dos equicontrarios inmediatos) de esta vida presente». «Yo muero y me sé de mi muerte (prosigue); la muerte es concepto de limitación, y yo en mis límites... No me entiendo pura y enteramente limitado, relativo puramente al límite, donde yo sería, en el límite, otro que yo mismo, un tercero de tal relación, y donde, entendiéndose el límite infinito tal (como respecto a Dios), yo caería todo en el límite, en la nada de mí, o sería como un supuesto subjetivo para caer -bajo el límite objetivo, pues me entiendo puramente limitado, esto es, por otro- en la nada de mí. Al contrario, yo en mis límites (en tal mi forma) soy y quedo otra vez yo mismo... El sentido de yo en mis límites no es, por tanto, pura y primeramente el de yo limitado, el puro relativo a otro contra mí como el limitante; sino que yo en mis límites soy otra vez y me sé yo mismo, y me sé en mis límites, o sé mis límites... Sobre este sentido, desde mi puro punto de vista alrededor, cabe el otro término tanto contra, como sobre, como bajo mí... y cabe también límite infinito alrededor de mí. Mas de todo esto yo nada sé aún con razón cierta en la cosa; pero yo como yo me sé de ciencia en mis límites y sé mis límites, restando sólo reflejar de nuevo -remirar- en mí mismo (en mi unidad) en lo que queda -quizá infinito- sobre esta determinada reflexión, para conocer derechamente la razón antedicha de yo en mis límites, como yo limitado, que cabe en el concepto, y yo no niego, pero que conozco aquí en la cosa (en su objeto o fundamento como se dice).» Toda esta resonante algarabía quiere decir que, cuando nos morimos, no nos morimos ni en cuerpo ni en espíritu, porque como todo es uno, el yo borra sus límites, y sigue existiendo en nuevas formas. O como lo dice, todavía más llana, tersa y sabrosamente, el expositor de Sanz del Río: «Mi muerte, como mi vida, toca supremamente a Dios y a la humanidad, en su vida misma infinita, en la cual, conociéndola y sintiéndole, [1009] vivo yo realmente sin superioridad y superior-racional vida sobre la individual limitada (de vida contra vida mediante la muerte) en el tiempo, y en la cual, pues, fundo cierta y eternamente mi supravivencia. En cuyo sentido, yo viviendo como muriendo en el tiempo y mi tiempo último, individual, cada vez, y por ejemplo, en la presente individual vida y muerte mía de que ahora hablo, vivo eternamente, y sobrevivo en la eterna y siempre viva humanidad, y en la presencia y vida presente de Dios.»
Iguales doctrinas acerca de la muerte, sólo que en forma menos laberíntica, expone en su Teoría de la inmortalidad del alma y de las penas y recompensas de la vida futura (2949) el ya difunto D. Juan Alonso Eguílaz, krausista de los que pudiéramos decir populares, vulgarizador y periodista. La doctrina de Eguílaz viene a ser un krauso-espiritismo. «El alma necesita realizar la infinidad de estados que como potencia inagotable contiene, y esto sólo puede verificarse en un tiempo infinito... De aquí que los hombres todos, en colectividad y sin distinción, pasen después de morir, a otro mundo y a otro período de vida, con condiciones mejores y más favorables, perfeccionándose físicamente sus cuerpos asimismo sus almas... El principio de la transmigración es el que rige esta elevación y este ennoblecimiento progresivo del universo... Los hombres todos procedemos, por consiguiente, de verificaciones pasadas, en que, bajo formas más humildes, nos hemos ido capacitando para alcanzar el grado de dignidad en que nos encontrarnos.» El autor corona su novela de ultratumba llamando a los curas «enemigos naturales e irreconciliables del género humano».
Precisamente a un clérigo apóstata, D. Tomás Tapia, eligió la secta para desempeñar la cátedra de Sistema de la Filosofía, fundada por Sanz del Río. Pero la disfrutó poco tiempo y apenas escribió nada, y esto poco, vulgar y malo. Conozco de él un ensayo sobre la Filosofía fundamental, de Balmes (2950) inserto en el Boletín-Revista de la Universidad; una tesis doctoral acerca de Sócrates, una lección sobre la religión y las religiones que explicó en el paraninfo de la Universidad en aquellas famosas conferencias para la educación de la mujer, inauguradas por don Fernando de Castro, que comunicó a Tapia mucho de su espíritu propagandista furibundo. Durante las vacaciones universitarias se entretenía en catequizar a los manchegos, paisanos suyos, predicándoles en las eras y en el casino de Manzanares. Poseo varias hojas sueltas de las que repartía. «El hombre debe crearse la religión que mejor le parezca (leo en una)... De los curas no debemos fiarnos» (escribe en otra). ¡Profundísima filosofía! [1010]
La temporada del rectorado de D. Fernando de Castro fue la edad de oro de los krausistas. Su actividad y fanatismo no tenían límites. Empezó por dirigir una circular a las universidades e institutos de España y del extranjero invitándoles a hacer vida de relación y armonía. Fundó el Boletín-Revista de la Universidad, órgano oficial del krausismo y fábrica grande de introducciones, planes y programas. Estableció las conferencias para la educación de la mujer y la Escuela de Institutrices; fue presidente de la Sociedad Abolicionista y proyectó un culto sincrético, de que da idea en su Memoria testamentaria. Había de llamarse Iglesia universal o de los creyentes. Sus sacerdotes serían los ancianos. Sus santos, todos los fundadores de religiones, todos los heresiarcas y todos los hombres famosos de la humanidad. En el templo figurarían mezcladas las imágenes de Buda, Zoroastro, Sócrates, Marco Aurelio, San Pablo, Séneca, Platón, San Agustín, Hypatia, San Juan Crisóstomo, Gregorio VII, Lutero, San Francisco de Asís, San Luis y San Fernando, el Dante, Savonarola, Servet, Luis Vives, Cervantes, Melanchton, Fenelón, Miguel Ángel, Palestrina y Mendelssohn, Santa Teresa, Copérnico, Bernardo de Palissy, Newton, San José de Calasanz, Descartes, etc., etc. En las grandes solemnidades habría conciertos aéreos y el culto consistiría en discusiones y conferencias.
Los dos últimos tomos impresos del Curso de historia universal, que no pasan de la Edad Media ni la acaban siquiera, porque Castro dejó la obra sin concluir, son ya formalmente heterodoxos (2951). Cuando Salmerón defendió la Internacional en el Congreso de 1871, Castro, que a la sazón tenía asiento en el Senado, hizo pública en una carta, que reprodujeron varios periódicos, su adhesión a las doctrinas de su compañero y «a la teoría de lo inmanente, punto de arranque para la afirmación del derecho en lo humano y para la negación de lo sobrenatural en lo divino». Nada igualaría a la repugnancia que inspira, hasta por razones estéticas, la lectura de esta carta, en que D. Fernando de Castro lega a Salmerón una pluma de oro, «monumento histórico del último sermón de un sacerdote que ha perdido la virginidad de la fe, pero que ha ganado, en cambio, la maternidad de la razón», si el ex rector no hubiera escrito después otro documento, que basta para tejer su proceso, la Memoria testamentaria (2952); uno de esos cínicos alardes de apostasía pasados de moda en Europa desde que murió el cura Meslier. Declara D. Fernando de Castro «que durante sus últimos años vivió, en el fuero interno de su conciencia, fuera de [1011] la Iglesia romana, de la que había sido digno y bien intencionado sacerdote; que muere en la comunión de todos los hombres creyentes y no creyentes; que desea ser enterrado religiosa y cristianamente, en el sentido más amplio, universal y humano, es decir, sin acompañamiento de curas, y que sobre su tumba se lean las bienaventuranzas, la parábola del samaritano, y los mandamientos del Ideal de la humanidad, de Sanz del Río. Castro falleció en 5 de mayo de 1874, y sus albaceas, Ruiz de Quevedo, Salmerón, Giner, Uña, Sales y Ferré y Azcárate, cumplieron estrictamente sus disposiciones, pronunciando Ruiz de Quevedo en el cementerio una especie de panegírico del infeliz difunto y exhortación a los concurrentes a que siguiesen su ejemplo y continuasen su propaganda en la cátedra, en la tribuna, en los papeles periódicos y hasta en el hogar doméstico.
La muerte de Sanz del Río y la de Castro comenzaron a introducir gran desorden en las huestes krausistas, trayéndolas pronto a punto de división y de cisma. El jefe más comúnmente acatado era Salmerón, así por su educación exclusiva y puramente krausista y por lo cerrado e intransigente de su espíritu y sistema como por su puesto oficial de catedrático de Metafísica. Pero muchos le negaban la obediencia y en otros comenzaban a bullir tendencias independientes, que cada día quebrantaban más el credo y la ortodoxia de la escuela, reducida hasta entonces a repetir mecánica y pasivamente la letra de la Analítica.
En los pocos escritos suyos que conozco, y que con grandísima fatiga he leído (disertación sobre el Concepto de la metafísica y otra sobre La idea del tiempo) (2953), así como en sus lecciones orales (de las cuales todavía me acuerdo con terror, como quien ha salido de un profundísimo sepulcro), Salmerón sigue paso a paso las lecciones de su maestro, acrecentadas con tal cual rareza de expresión, v. gr., cuando nos enseña que «yo y mi esencia, con el uno y todo que yo soy, existo en la eternidad, en unidad sobre la contrariedad de la pre-existencia y de la post-existencia, que sólo con relación al tiempo hallo en mí, sabiéndome de la eternidad como de propiedad mía». Quizá hoy el mismo Sr. Salmerón se ría de esta jerga, y dará en ello una prueba de buen entendimiento, ya que por naturaleza le tiene robusto. Dícenme que en París, donde acontecimientos políticos le han hecho residir años hace, se ha hecho menos enfático y solemne, más próximo al resto de los míseros humanos, y aun ha llegado a renegar del krausismo, declarándose positivista, monista o cosa tal, cultivando las ciencias experimentales y convenciéndose (¡mentira parece!) de que ya estaba descubierta la imprenta antes de publicarse la Analítica, y que tampoco ha dejado de funcionar después de aquel maravilloso [1012] descubrimiento ni se ha agotado en D. Julián la virtualidad del pensamiento humano (2954).
Después de Salmerón, la mayor lumbrera de la escuela es D. Francisco Giner de los Ríos, catedrático de Filosofía del Derecho y alma de la Institución Libre de Enseñanza; personaje notabilísimo por su furor propagandista, capaz de convertir en krausistas hasta las piedras, hombre honradísimo por otra parte, sectario convencido y de buena fe, especie de ninfa Egeria de nuestros legisladores de Instrucción Pública, muy fuerte en pedagogía y en el método intuitivo, partidario de la escuela laica, que nos regalará pronto, si Dios no lo remedia; fecundísimo, como todos los krausistas, en introducciones, conceptos y programas de ciencias que nunca llega a explanar. Ha traducido la Estética, de Krause; un opúsculo de Leonhardi sobre relaciones entre la fe y la ciencia y otros de Roeder sobre Derecho penal. Ha escrito una Introducción a la filosofía del Derecho, ciertos Estudios filosóficos, otros Estudios de literatura y arte (con su programa al canto) y unas Lecciones sumarias de psicología, explicadas en la Escuela de Institutrices de Madrid y redactadas por sus discípulos Eduardo Soler y Alfredo Calderón. De este libro hay dos ediciones: la primera (1874), enteramente krausista; la segunda (1877), refundida con presencia de los trabajos de la escuela experimental en fisiología psicológica y psicofísica, marca, por decirlo así, la transición del krausismo al positivismo.
Sería cosa tan difícil como estéril tejer un catálogo de todos los krausistas puros que han publicado algún trabajo. Leído uno, puede jurar el lector que se sabe de memoria a todos los demás. La misma doctrina, los mismos barbarismos. Por otra parte, los escritos de los krausistas suelen reducirse a tratados elementales o bien a traducciones de los libros de Ahrens, Tiberghien y Laurent, en lo cual han desplegado grande actividad los señores Lizárraga y García Moreno.
De los escritores algo más originales puede citarse a D. Federico de Castro, rector que fue de la Universidad de Sevilla y catedrático de Metafísica en ella, hombre de más lectura que otros krausistas y no tan despreciador como ellos de la ciencia nacional de las pasadas edades; el cual, además de un resumen de la Analítica y de varios estudios bibliográficos sobre Piquer y Pérez y López, ha hecho uno con el título de Cervantes y la filosofía española, tirando a demostrar que el inmortal autor del [1013]Quijote planteó en los dos caracteres principales de su obra maestra, y resolvió con solución armónica en el Persiles, el problema del onto-psicologismo, o séase de la conciliación entre Platón y Aristóteles (2955). También puede mencionarse a D. Gumersindo Azcárate, que pasa por protestante liberal y es el verdadero autor del folleto anticatólico Minuta de un testamento, obra de insidiosa suavidad y empalagoso misticismo. No cabe olvidar a D. Urbano González Serrano, catedrático de Filosofía en uno de los institutos de Madrid, el cual, va por sí, ya en colaboración con Revilla, ha publicado, además de varios estudios sueltos de crítica y filosofía, compendios de psicología, lógica y ética, no tan resueltos, sin embargo, ni tan por lo claro como la Psicología o ciencia del alma, de D. Eusebio Ruiz Chamorro, catedrático del otro instituto madrileño, el del Noviciado (2956). En este libro, escrito para niños de un país católico, empieza el cortés y mansísimo profesor por llamar espíritus castrados a los que se encierran en los estrechos límites de una religión positiva... «Lucharemos contra la fe ciega -añade-. Pasaron los tiempos de los oráculos y las sibilas. Dios no puede violar su naturaleza poniendo la verdad en depósito de determinada iglesia.» Y acaba el Sr. Chamorro prometiendo unos Sermones religiosos y morales, en que examinará los principales dogmas del catolicismo a la luz de la razón (2957).
La infección de la enseñanza aun en sus grados inferiores era tal, que el primer Gobierno de la restauración trató de atajarla, si bien de un modo incompleto, doctrinario, y en sus resultados casi ilusorio. El ministro de Fomento (Orovio), en 26 de febrero de 1875, circuló una orden a los rectores para que no tolerasen en las cátedras ataques contra el dogma católico y las instituciones vigentes y obligasen a cada profesor a presentar sus respectivos programas. Salmerón, Giner, González Linares, Calderón, Azcárate y algún otro se alzaron en rebeldía y fueron separados en virtud de expediente. La separación fue justa; no los destierros y tropelías que la acompañaron. Siempre fue la arbitrariedad muy española. Y lo fue también el hacer las cosas a medias. Cierto que salió de la enseñanza la plana mayor krausista, y la siguieron, renunciando sus cátedras, los ex ministros Castelar, Montero Ríos, Figuerola y Moret, sin contar otros profesores más oscuros; pero fueron muchas más las protestas a que no se dio curso y los expedientes que terminaron en [1014] mera suspensión. Otros, más prudentes o más tímidos o menos sectarios, aunque no menos sospechosos, se sometieron en silencio, y continuaron enseñando lo que bien les pareció, hasta que vino un gobierno más radical a restituir las cátedras a todos los separados y a los dimisionarios y a sentar en términos formalmente heréticos la omnímoda libertad de dar a las nuevas generaciones veneno por leche (2958).
De todos los krausistas, ninguno se ha ocupado con tanto ahínco en cuestiones religiosas como el Sr. Canalejas (D. Francisco de Paula). Su tristísima situación actual, aparte de otras consideraciones, me obliga a ser muy sobrio de calificaciones, aunque las merecía bien duras el carácter nada franco de su obra, que alguno llamaría insidiosa, y las reticencias y dobles sentidos en que abunda. Me refiero a la descuadernada serie de Estudios críticos que con el título de Doctrinas religiosas del racionalismo contemporáneo (2959) coleccionó en 1875. No se puede negar que Canalejas siguió con atención y expuso con claridad, gracias a Lichtemberg y a otros expositores franceses, el movimiento de las ideas religiosas en Alemania, aunque muy poco de su cosecha pone en lo que, extractando a otros, escribe de la teología de Schleiermacher o de la teosofía de Schelling. En lo concerniente a Hegel, Vera hace el gasto (2960).
La doctrina religiosa del Sr. Canalejas viene a ser un misticismo racionalista, si no parece absurda la frase. Muchas veces usa términos cristianos, pero siempre con sentido panteístico. Así, v. gr., cuando habla de la revelación, ha de entenderse no de la revelación por el Cristo, sino de «la que atenta y piadosamente goza toda alma nacida, luciendo en ella el esplendor de lo divino». De aquí que el Sr. Canalejas sostenga muy formalmente que todo racionalismo predica religión y estudia dogmas y es esencialmente cristiano. De todas las añagazas que han podido imaginarse para que los hombres llamen bien al mal, y mal al bien, o los tengan por idénticos, no conozco otra menos especiosa ni más absurda que ésta. Pues qué, ¿no sabemos ya lo que significa la palabra Dios en el sistema de Krause? ¿No sabemos que la religión no es otra cosa para el Sr. Canalejas que «lo absoluto en la intimidad de espíritus que son y serán y en la transformación de modos y existencias de que sean susceptibles»? ¡Y el que esto dice, propone a renglón seguido el establecimiento de cátedras de teología libre y laica para contrariar el monopolio del clero y educar seres religiosos que no sean católicos, protestantes, judíos, ni budistas! ¿Qué religión les quedará [1015] a los seres educados por tal procedimiento, o qué podrán ser sino krausistas, es decir, ateos disfrazados? (2961)
Esta manía teológica ha sido propia y exclusiva de Canalejas; los demás krausistas, a pesar de sus continuos alardes de religiosidad íntima y cenobitismo moral, no han participado de ella; al contrario, la Institución Libre, último refugio y atrincheramiento de los pocos ortodoxos del armonismo que aún quedan, entre los cuales a duras penas mantiene Giner de los Ríos una sombra de disciplina, hace alarde de enseñar ciencia pura, con absoluta exclusión de toda idea religiosa; empeño no menos absurdo o ardid para deslumbrar a los incautos; pues ¿qué cuestión habrá en las ciencias especulativas que de cerca o de lejos no se ilumine con la luz de algún dogma cristiano?
El hegelianismo yace muerto en España, como en todas partes, o más bien no ha existido aquí nunca. Castelar prosigue haciendo variaciones de cristianismo estético, teología sumamente cómoda, en que la religión se tolera a título de «ideal necesario al pensamiento, inspiración necesaria al arte, bálsamo necesario a todos nuestros afectos..., luz de la inteligencia, calor del corazón, alma de la vida». El mejor specimen de estas lucubraciones aéreas cristianomusicales es el libro que actualmente publica en Barcelona con el título de La revolución religiosa, laberinto de frases sonoras y de especies contradictorias, en que unas veces parece el autor católico y otras protestante, cuándo unitario y cuándo trinitario, ya naturalista, ya supernaturalista, tan pronto creyente en la creación como en la eternidad de la materia, unas veces arriano y otras partidario de la divinidad de Cristo; todo según que el rodar de la frase, único amor filosófico y literario del Sr. Castelar, va trayendo una u otras ideas. Si hemos de estar a lo que de sus libros resulta, para el Sr. Castelar la herejía y el dogma, lo mismo que todas las cosas de este y del otro mundo, no pasan de ser materia de exornación elegantes, buena para hacer períodos redondos, pomposas enumeraciones y fuegos artificiales. Juzgarle como pensador religioso sería crueldad bien excusada. Es una naturaleza exclusivamente retórica desde los pies a la cabeza, y en su género, extraordinaria; de haber vivido en tiempo de Isócrates, habría hecho el panegírico de Helena o el del tirano Busiris. En la escuela de Porcio Latrón o de Séneca el Retórico hubiera vencido a los más hábiles hablando en pro o en contra del tiranicida o del comedor de cadáveres. Como le ha tocado nacer en el siglo de Hegel, juega con la metafísica y revuelve las ideas como las piezas de un caleidoscopio. [1016]
En la escuela hegeliana puede afiliarse también, con muy pocas reservas, al escritor gallego D. Indalecio Armesto, que ha publicado en Pontevedra (1878) un tomo de Discusiones sobre la metafísica, cuya inspiración parece venir de Vera y Vacherot. Por de contado que en el libro del Sr. Armesto Dios queda reducido a la categoría de ideal supremo de la vida cósmica y su personalidad fuera del entendimiento humano se niega con singular franqueza (2962).
Un hegeliano puro o mitigado es y ha sido siempre rara avis entre nosotros. Tampoco se oye hablar ya del neokantismo, que importó de la Universidad de Heidelberg el Sr. D. José del Perojo, discípulo de Kuno Fischer y autor de unos Ensayos sobre el movimiento intelectual de Alemania, incluidos en el Índice romano. Perojo, con imprenta propia y con la Revista Contemporánea por órgano, inició una reacción desaforada contra el krausismo, congregó a todos los tránsfugas de la escuela, entre los cuales se distinguía el malogrado e ingenioso crítico literario D. Manuel de la Revilla, una de las inteligencias más miserablemente asesinadas por el Ateneo y por la cátedra de Sanz del Río; formó alianza estrecha con los positivistas catalanes y comenzó a inundar a España con todos los frutos de la impiedad moderna y antigua, sin distinción de escuelas ni sistemas, desde Benito Espinosa y Voltaire hasta Herbert Spencer, Darwin, Draper, Bagehot y otros de toda laya. En la Revista Contemporánea y en las discusiones del Ateneo sobre la actual dirección de las ciencias filosóficas (1875) dio por primera vez señales de vida en España la escuela de Compte y de Littré, mucho más que la de Stuart Mill ni la de Herbert Spencer. Los positivistas españoles no son pocos, sobre todo en las escuelas de medicina y ciencias matemáticas; pero, sea porque carecen de toda organización, sea porque no han publicado trabajos de fuste, sea porque el sistema repugna a nuestro carácter nacional, es lo cierto que su influencia todavía es exigua, al revés de lo que sucede en Portugal, donde todo lo invaden con actividad febril, y publican revistas como O Positivismo y A Evoluçao y poseen escritores tan fecundos e irrestañables como el erudito historiador literario Theophilo Braga.
De los positivistas españoles, algunos, muy pocos, son comptistas puros; es decir, que no sólo aceptan la doctrina del Curso de filosofía positiva, sino que veneran como evangelio toda palabra del maestro, hasta su catecismo, su calendario y su plan de religión. De éstos es el extremeño D. José María Flórez, antiguo progresista y biógrafo de Espartero (2963), antiguo maestro de [1017] escuela normal y autor de una Gramática castellana; el cual, establecido en París hace muchos años, fue amigo íntimo y secuaz fervoroso de Compte y aun, si no he entendido mal, uno de sus testamentarios. De ellos es también el naturalista cubano don Andrés Poey, que publica en París una Biblioteca positivista, cuyo segundo tomo es una diatriba furibunda contra Littré, tachándolo de discípulo infiel y de corruptor de la obra del maestro, que Poey acepta íntegra, como llovida del cielo (2964).
Al contrario, los positivistas catalanes parecen seguir estrictamente las huellas de Littré, y, prescindiendo de las insensateces místicas de Compte en su última época de manifiesta locura, se atienen al Curso, con los escollos y advertencias del editor de Hipócrates.
A este grupo pertenecen D. Pedro Estassén, que comenzó a dar en el Ateneo de Barcelona una serie de lecciones sobre el positivismo, teniendo que suspenderlas en breve ante la reprobación de la mayoría le los socios, y D. Pompeyo Gener, que ha escrito en francés un enorme libro sobre La muerte y el diablo, al cual puso un prólogo de Littré (2965). Gener, ni por su educación, ni por sus gustos, ni siquiera por la lengua en que escribe pertenece a Cataluña. Es uno de tantos materialistas franceses, que piensa como ellos y escribe como ellos y que se mueve en un círculo de ideas enteramente distinto del de España. Su libro, feroz y fríamente impío, corresponde a un estado de depravación intelectual mucho más adelantado que el nuestro y arguye, a la vez, conocimientos positivos y lecturas que aquí no son frecuentes. Escrito con erudición atropellada, poco segura y las más veces no directa, y con cierta falsa brillantez de estilo y pretensiones coloristas a lo Michelet, contiene, no obstante, caudal de información (digámoslo a la inglesa), de que francamente no creo capaz a ningún otro de los innovadores filosóficos, positivistas o no positivistas, que andan por España.
La vaga y malsana lectura de revistas, tomada en España como único alimento intelectual; el ansia de fáciles aplausos; [1018] la desastrosa fecundidad de palabras, calamidad grande de nuestra raza y muestra patente de que, cuando Dios quiere ejercer sus terribles justicias en un pueblo, le manda por docenas los oradores; el tráfago asordante de lo que llaman en Madrid vida literaria (vida las más veces ficticias, recreación de niños grandes que juegan a la filosofía, tempestad en un vaso de agua), el servil afán de parodiar y remedar sin discernimiento lo último que nos cae en las manos, como si temiéramos quedarnos rezagados en el movimiento progresivo de la humanidad (propio e instintivo temor de todos los pueblos que están realmente abatidos y que han perdido su conciencia nacional), el embebecimiento, como de bárbaros de Oceanía, con que recibimos todo libro o todo artículo que, nos llega de Francia, sin distinguir nunca las obras fundamentales de las miserables rapsodias, ni lo que es bello y bueno de lo que nace de deleznable antojo de la moda; nuestra propia rapidez de comprensión, que nos hace arañar la superficie de todas las cosas y no pararnos en ninguna; todo esto y otras mil causas reunidas hacen que la llamada cultura filosófica de España sea hoy la masa más ruda e indigesta y el medio más adecuado para formar pedantes y sofistas. ¿Ni a qué han de conducir sino a una intoxicación lenta de nuestra juventud, distraída de todo estudio grave y modesto por esa insaciable comenzón de hablar y de aparecer como hombres de sistema, esa prodigiosa muchedumbre de ateneos, casinos, sociedades, academias y centros de discusión, verdaderas mancebías intelectuales (perdónese lo brutal de la expresión), dando sólo recibe adoraciones aquella estéril deidad que tan virilmente execró Tassara:
La antes pura y genial filosofía
mírala revolcarse en su impotencia;
carnal matrona de infecundo seno,
jamás pudo engendrar una creencia? (2966)
El influjo de esta fatal decadencia de los estudios especulativos se hace sentir cada día más en la amena literatura. Ingenios de floridas esperanzas y otros de mucho alcance rinden hoy tributo a la literatura heterodoxa, que antes no contaba entre nosotros más que un nombre ilustre, el de Quintana, y que desde entonces había tenido que contentarse con las novelas de Aiguals de Izco o de Ceferino Treserra, o con los bambochazos de Roberto Robert, el de La espumadera de los siglos.
Hoy en la novela, el heterodoxo por excelencia, el enemigo [1019] implacable y frío del catolicismo, no es ya un miliciano nacional, sino un narrador de altas dotes, aunque las oscurezca el empeño de dar fin trascendental a sus obras. En Pérez Galdós vale mucho más sin duda el novelista descriptivo de los Episodios Nacionales, el cantor del heroísmo de Zaragoza y de Gerona, que el infeliz teólogo de Gloria o de La familia de León Roch. El interesado aplauso de gacetilleros y ateneístas le ha hecho arrojar por la ventana su reputación literaria y colocarse dócilmente entre los imitadores, no de Balzac ni de Dickens, sino del Sr. De Villarminio, autor de la Novela de Luis, que es, de todas las novelas que conozco, la más próxima a Gloria. Probar que los católicos españoles o son hipócritas o fanáticos, y que para regenerar nuestro sentido moral es preciso hacernos protestantes o judíos, ¡vaya un objetivo poético, noble y elevado! Pintar para esto un obispo tonto, un cura zafio y una bas-bleu, gárrula y atarascada, librepensadora cursi, que ha leído La Celestina y discute sobre el latitudinarismo, y cae luego (ni era de suponer otra cosa con tales antecedentes) en brazos del primer judío (rara avis en Castro Urdiales, donde parece pasar la escena, y en verdad que el color local anda por las nubes) que se le pone delante, y que por de contado es un prototipo de hermosura, nobleza, honradez y distinción, no un hipócrita ni un bandido como esos tunantes de cristianos: he aquí la novela del Sr. Galdós. Los católicos vienen a representar en esta obra y en León Roch, y sobre todo en Doña Perfecta, el papel de los traidores de melodrama, persiguiendo y atribulando siempre a esos ingenieros sabios, héroes predilectos del autor. Gloria ha sido traducida al alemán y al inglés, y no dudo que antes de mucho han de tomarla por su cuenta las sociedades bíblicas y repartirla en hojitas por los pueblos juntamente con el Andrés Dunn (novela del género de Gloria), la Anatomía de la misa y la Salvación del pecador. Amigo soy del Sr. Galdós y le tengo por hombre dulce y honrado; pero no comprendo su ceguedad. ¿Cree de buena fe que sirve a ese espíritu religioso e independiente, de que blasonan él y sus críticos, zahiriendo sañudamente la única religión de su país, preconizando abstracciones que aquí nunca se traducen más que en utilitarismo brutal e inmoralidad grosera y presentando, acalorado por la lectura de novelas extranjeras, conflictos religiosos tan inverosímiles en España como en los montes de la luna? ¡Oh y cuán triste cosa es no ver más mundo que el que se ve desde el ahumado recinto del Ateneo y ponerse a hacer novelas de carácter y de costumbres con personajes de la Minuta de un testamento, como si Ficóbriga fuese un país de Salmerones o de Azcárates! (2967)
En la lírica, Núñez de Arce, uno de los poetas más entonados, grandilocuentes y robustos que han aparecido en España [1020] después de Quintana, a quien en muchas cosas se parece, así de estilo como de ideas, por más que sea capaz de sentimientos y ternuras que el otro no alcanzó nunca, es el cantor sistemático y enamorado de la duda. Esta duda de Núñez de Arce es cosa bastante indefinida y vaga; a veces, más que enfermedad del alma parece un lugar común retórico; no se sabe a punto fijo por qué duda el Sr. Núñez de Arce, ni a la posteridad le ha de acongojar mucho al saberlo. Lo único e ella sabrá, y yo sé, es que el Sr. Núñez de Arce, sea o no librepensador, ha hecho versos de extraordinaria hermosura y viril aliento, descollando entre ellas (y la cito porque es de las más tocadas de espíritu heterodoxo) la composición intitulada Tristezas. La duda puede ser en él una enfermedad de moda, pero, ya que dude, ¡que no caiga, a lo menos, en el intolerable anacronismo de hacer versos protestantes como los de la Visión de Fr. Martín! Bien comprendo que el Sr. Núñez de Arce no es luterano, ni yo me atrevería a afirmar que hoy queden luteranos sobre la haz de la tierra; pero, si Lutero le agrada sencillamente por haber sido cabeza de motín y haberse pronunciado contra Roma, a la manera que a los progresistas les encantaba Padilla sólo porque se había pronunciado contra Carlos V, mucho más debían agradarles, si procediera con lógica, Voltaire, cuya obra ha maldecido en un soneto, y Darwin, cuyo sistema de la transformación de las especies ha fustigado en una sátira acerba (2968).
Pero las reglas dialécticas no conviene aplicárselas nunca a los poetas, y menos a poetas españoles. Por tal razón no entro a discernir lo que puede hallarse en el fondo del humorismo escéptico de las Doloras y de los Pequeños poemas, de D. Ramón de Campoamor: poeta optimista y benévolo en la forma, y en el fondo, pesimista de los más agrios, epicúreo en la corteza y desalentado corrosivo cuando se penetra más allá y cuando se siente el dejo antiprovidencialista y burlador de la vida del espíritu, único residuo de esa poesía enervadora, tan falsamente ingenua y tan afectadamente incorrecta, y en realidad tan discreta y calculada. También ha escrito Campoamor libros de filosofía: El personalismo, Lo absoluto; pero su filosofía es humorismo puro, en que centellean algunas intuiciones felices, que demuestran que el espíritu del autor tenía alas para volar a las regiones ontológicas si se hubiera sometido antes a la gimnasia dialéctica. De estos libros no puede decirse que sean filosofía ortodoxa ni heterodoxa, sino filosofía sui generis, filosofía del Sr. Campoamor, en que cada uno hallará lo que le agrade, seguro de divertirse más que leyendo a Kant o a Hegel. De todas suertes, contienen proposiciones incompatibles con el dogma católico, v. gr., que Dios, por ser infinito, produce infinitamente infinitos mundos. [1021]
En el teatro impera cierto vandalismo romántico y efectista con pretensiones de trascendental; arte tumultuoso, convulsivo y epiléptico, reñido con toda serenidad y pureza. Hablo de los dramas de D. José Echegaray, entendimiento grande y robusto, pero no dramático. Tan mal me parecen bajo el aspecto literario, tan llenos de falsedad intrínseca y repugnante, tan desbaratadamente escritos, tan pedregosamente versificados, tan henchidos de lirismo culterano y, finalmente, tan negros y tan lóbregos, que nunca me he empeñado en averiguar cuál es su doctrina esotérica, ni el fin a que se endereza su autor, ni me ha preocupado el modo como plantea y resuelve, al decir de sus admiradores, los grandes problemas sociales. Lo único que yo veo en ese teatro son conflictos ilógicos y contra naturaleza, seres que no pertenecen a este mundo y hablan como delirantes y cerniéndose sobre todo la fatalidad más impía y más ciegamente atormentadora de sus víctimas.
No quiero ni debo poner en la sospechosa compañía de los representantes de la literatura heterodoxa a mi dulce Valera, el más culto, el más helénico, el más regocijado y delicioso de nuestros prosistas amenos, y el más clásico, o más bien el único verdaderamente clásico, de nuestros poetas. La alegría franca y serena y el plácido contentamiento de la vida, nadie los ha expresado en castellano con tanta audacia y al mismo tiempo con tanta suavidad y gracia ateniense como Valera. Es uno de los pocos quos aequus amavit Iupiter; naturaleza de escritor algo pagana, pero no ciertamente con el paganismo burdo de Carducci, sino con cierto paganismo refinado y de exquisita naturaleza, donde el amor a lo sensible y plástico y a las pompas y verdores de la genial primavera se ilumina con ciertos rayos de misticismo y teosofía, y no excluye el amor a otras hermosuras más altas, bien patente, v. gr., en la hermosa oda de El fuego divino. No es Valera muy cristiano en el espíritu de sus novelas, una de las cuales, la más bella de todas, aunque pueda interpretarse benignamente (y yo desde luego la interpreto) en el sentido de lección contra las falsas vocaciones y el misticismo contrahecho, a muchos parece un triunfo del naturalismo pecador y pujante sobre la mortificación ascética y el anhelo de lo sobrenatural y celeste (2969).
- IV -
Artes mágicas y espiritismo.
Llámese genéricamente espiritismo la doctrina que aspira a la comunicación directa e inmediata con los espíritus buenos o malos por medio de ciertas prácticas teúrgicas. Hasta aquí no pasamos de la magia, vulgarísima en todas edades. Pero la originalidad [1022] del espiritismo consiste en haberse enlazado con la doctrina de la transmigración de las almas y con ciertas hipótesis astronómicas, de donde ha venido a resultar una doctrina burdamente filosófica, cuyos cánones son la pluralidad de mundos habitados, la pluralidad de existencia del hombre, la reencarnación de las almas y la negación de la eternidad de las penas. Hay, pues, en el espiritismo una parte especulativa y una parte teórica, una superstición y una especie de sistema demonológico. No han de confundirse con el espiritismo otros procedimientos sin doctrina (el magnetismo animal, el mesmerismo, el sonambulismo, etc.) que ordinariamente andan mezclados con él, pero que también suelen ejercerse separadamente, sin que arguyan en el operante adhesión completa a la parte metafísica del sistema, así como, por el contrario, algunos espiritistas teóricos tienen por farándula toda la parte taumatúrgica (2970). [1023]
Ni una ni otra, a decir verdad, eran nuevas en España. Quien haya leído con atención los primeros volúmenes de esta obra nuestra podrá tejer por sí mismo la historia de los orígenes del espiritismo entre las gentes ibéricas, desde los goetas gentiles hasta los priscilianistas, desde los priscilianistas hasta Virgilio Cordobés, Raimundo Tárrega, Gonzalo de Cuenca, Tomás Escoto y el Dr. Torralba. Enemigo yo de enojosas repeticiones, sólo añadiré a lo ya narrado que los espiritistas han creído recientemente hallar un predecesor de su doctrina en el estrafalario médico D. Luis de Aldrete y Soto, que en 1682 imprimió en Valencia un libro intitulado La verdad acrisolada con letras divinas y humanas, Padres y Doctores de la Iglesia, al cual libro acompaña una aprobación, más extensa y no menos singular que el texto, firmada por el doctor teólogo D. Antonio Ron. Lo mismo Aldrete que Ron, más que espiritistas, son milenarios e [1024] iluminados, pero de toda suerte afirman la pluralidad de mundos y «que el paraíso donde pecó Adán no estuvo en esta tierra que habitamos», sino en otra región más alta y pura, y, lo que es más, admiten cierto espíritu medio, especie de envoltura del cuerpo, semejante a la que llaman hoy peri-espíritu, que Aldrete define «materia simplicísima, engendrada por Dios Óptimo Máximo del espíritu del mundo para la restauración de la naturaleza humana».
Pasó el libro de Aldrete sin despertar las sospechas de la Inquisición ni de nadie; tenido por una de tantas muestras de la desvariada imaginación de su autor, bien manifiesta en otros papeles suyos, por ejemplo, la Defensa de la astrología y el Tratado de la luz de la medicina universal; ni tuvo el espiritismo más representación entre nosotros que algunos conceptos de dos odas de Somoza (el amigo de Quintana), hasta que en estos últimos años, por influjo extranjero, abriéndole el camino M. Home en su viaje por España, comenzó a reaparecer en su forma menos científica, en la de mesas giratorias y espíritus golpeadores (1850). Más adelante se propagaron en traducciones las obras de Flammarión y Allan Kardec; el krausismo contribuyó a difundir una doctrina del alma y sus destinos futuros en las esferas siderales muy semejantes al espiritismo; los leaders de la escuela economista le dieron el prestigio de su autoridad y de su nombre, y comenzaron a formarse círculos secretos de espiritistas, que después de la revolución de 1868 se hicieron públicos. Por orden de antigüedad debe figurar, al frente de todas, la Sociedad Espiritista Española, de Madrid, fundada por un francés, [1025] Alverico Perón, discípulo de Kardec, en 1865, la cual en 1871 se fundió con la Sociedad Progreso-Espiritista, instalando su academia en la calle de Cervantes. Predominó en ella el elemento militar, y especialmente el cuerpo de Artillería. Fue presidente honorario el general Bassols, y presidente efectivo, el vizconde de Torres Solanot. Sesiones y conferencias públicas, evocaciones de espíritus, desarrollo de mediums, todo lo intentaron. El Criterio espiritista servía de respiradero periódico a la Sociedad, que además se dedicaba al magnetismo y al sonambulismo lúcido.
Especie de hijuela de esta hermandad fue el Centro General del Espiritismo en España, sociedad propagandista y expansiva, bajo cuyos auspicios tomaron grande incremento los cenáculos de provincias, especialmente el de Sevilla, dirigido por el general Primo de Rivera; el de Cádiz, por D. S. Marín, la Sociedad Alicantina de Estudios Psicológicos, la Sociedad Barcelonesa, la de Montoro, la de Zaragoza, la de Cartagena (director, el general Caballero de Rodas), la de Almería, la de Soria (director, D. Anastasio García López), la de Santa Cruz de Tenerife (de la cual fue alma el difunto marqués de la Florida), la de Peñaranda de Bracamonte y otras y otras hasta el número de 35, algunas en pueblos de corto vecindario y menos nombradía, como Alcolea del Pinar (diócesis de Sigüenza), Alanís (provincia de Sevilla); Almazán, Almansa, Alcarraz, Puebla de Montalbán, Quintanar de la Sierra, etc, etc. Aun existen otras más, pero han quedado fuera de la órbita del centro madrileño, gobernándose cantonalmente y en una independencia casi selvática. La Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo se ha mostrado más anhelosa de la publicidad que ninguna otra, estampando, bajo la dirección de D. José María Fernández Colavida, traducciones de todas las obras de Allan-Kardec.
Los artilleros, los albéitares, o médicos comparativos, y los maestros de escuela normal han sido en España los grandes puntales de esta escuela. Nada más monumental en el género grotesco y de filosofía para reír que el libro Roma y el Evangelio, dictado por los espíritus a D. Domingo de Miquel, a D. José Amigó y a otros maestros de Lérida, e impreso por el Círculo Cristiano Espiritista, de aquella ciudad. En otra parte que no fuera España, tal libro hubiera llevado a sus autores derechamente a un manicomio, juzgándolos con mucha benignidad. Pero nuestro Consejo de Instrucción Pública lo juzgó sapientísimamente de otra manera, y los dejó continuar en la enseñanza, trasladándolos a otra Escuela Normal, sin duda para que pudiesen extender el radio de sus consultas. El libro es un tejido de groseras impiedades, con grande aparato de reforma religiosa y restauración del primitivo espíritu cristiano; pero lo original y curioso está en que todas las diatribas contra los curas se las hacen firmar muy gravemente los dómines espiritistas ilerdenses a Lúculo (Luculus le llaman a la francesa), a Fenelón, a Eulogio [1026] (necio quis), a San Luis Gonzaga, a San Pablo, a Moisés, a Santo Tomás de Aquino y, finalmente, a la bienaventurada Virgen María y al Niño Jesús, todos los cuales en versículos lapidarios, parodiando el estilo bíblico, condenan la eternidad de las penas, afirman la pluralidad de mundos, se ríen de las llamas del infierno, increpan a los cardenales por su fausto, atacan el dogma de la infalibilidad pontificia, niegan la existencia del diablo y anuncian el próximo fin de la Iglesia pequeña de Roma y el principio de la Iglesia universal de Jesús. ¡Pobres pedagogos, que soñaron ser regeneradores de un mundo! ¡Cuánto mejor les estaría perfeccionarse en la letra cursiva y en el método Iturzaeta! ¡Qué semillero de D. Hermógenes han sido aquí las dichosas escuelas normales, nacidas por torpísima imitación francesa!
Ni es Roma y el Evangelio la única muestra de libros inspirados; los hay tan peregrinos como un tratado de política, dictado a los espiritistas de Zaragoza por el espíritu de Guillermo Pitt. El medium gallego Suárez Artazu escribe novelas bajo la inspiración de los espíritus Marietta y Estrella, que mueven el lapicero del medium con vertiginosa rapidez. Sociedad espiritista hay (creo que es la de Huesca) que tiene su reglamento redactado nada menos que por el espíritu de Miguel de Cervantes Saavedra, que, sin duda, se ha dejado olvidada por aquellos mundos la lengua castellana.
No lo creerán los venideros, pero bueno es dejar registrado que esta aberración de cerebros enfermos ha cundido en España mucho más que ninguna secta herética y cuenta más afiliados que todas las variedades del protestantismo juntas y que todos los sistemas de filosofía racionalista. Aquí, donde todo vive artificialmente y nunca traspasa un círculo estrechísimo, el espiritismo, padrón de ignorancia y de barbarie, verdadera secta de monomaniáticos y alucinados, afrenta de la civilización en que se alberga, parodia inepta de la filosofía y de la ciencia, logra vida propia y organización robusta, encuentra recursos para levantar escuelas y templos, cuenta sus sociedades por docenas y sus adeptos por millares, manda diputados al Congreso, propone el establecimiento de cátedras oficiales, inspira dramas como el Wals de Venzano, del infeliz y gallardísimo poeta Antonio Hurtado; congrega en torno de las mesas giratorias a muy sesudos ministros del Tribunal de Cuentas y a generales y ministros de la Guerra, y hace sudar los tórculos con una muchedumbre de libros, cuyo catálogo (todavía muy incompleto) puede verse al pie de estas páginas. ¡Triste e irrefragable documento de nuestro misero estado intelectual! ¡Cuán fácilmente arraiga el espiritismo y cualquiera otra superstición del mismo orden, vergüenza del entendimiento humano, en pueblos de viva fantasía e instintos noveleros como el nuestro, rezagados a la par en toda sana y austera disciplina del espíritu! ¡Y cómo apena el ánimo considerar que no todos esos ilusos han sido veterinarios [1027] ni maestros normales, sino que entre ellos han figurado, sin sospecha de extravío mental, poetas como Hurtado, el fácil y vigoroso narrador de las leyendas del antiguo Madrid, y prosistas tan fáciles y amenos como el artillero Navarrete, naturaleza tan antiespiritista, como lo declaran sus Crónicas de caza, sus Acuarelas de la campaña de África o sus ligeros e ingeniosos versos! ¡Y, sin embargo, este hombre ha escrito un libro de teología espiritista, que se llama La fe del siglo XX, hermano gemelo de Tierra y cielo, de Juan Reynaud!
El espiritismo nunca se ha presentado en España con el modesto carácter de superstición popular o de física recreativa, sino con pretensiones dogmáticas y abierta hostilidad a la Iglesia; por donde viene a ser uno de los centros más eficaces de propaganda anticatólica. Así lo prueban, además de Roma y el Evangelio, los varios libros del vizconde de Torres Solanot, actual portaestandarte de la escuela, y especialmente el que se rotula El catolicismo antes de Cristo, plagio confesado de los delirios indianistas de Luis Jacolliot (La Biblia en la India), hoy condenados a la befa y al menosprecio por todos los que formalmente, y sin ligerezas de dilettante, han escudriñado la primitiva historia del Extremo Oriente.
- V -
Resistencia católica y principales apologistas.
La literatura católica española ha ido tomando en estos últimos años un carácter cada día más escolástico, lo cual, si por una parte es síntoma de mayor solidez y fortaleza en los estudios y nos libra para siempre de los escollos del tradicionalismo de Donoso y del eclecticismo de Balmes, puede, en otro concepto, llevarnos a exclusivismos e intolerancias perniciosas y a convertir en dogmas las opiniones de escuela, máxime si no se interpreta con alta discreción y en el sentido más amplio la hermosísima encíclica Aeterni Patris, en que el sabio pontífice que hoy rige la nave de San Pedro nos ha señalado el más certero rumbo para llegar a las playas de la filosofía cristiana.
Como quiera que sea, y prescindiendo ahora de diferencias accidentales, los más ilustres apologistas modernos pertenecen a la escolástica, y de ella, casi todos, al grupo tomista. Ya queda hecha memoria del obispo de Córdoba y de Ortí y Lara. Uno y otro han continuado en estos últimos años dando muestras de lo robusto y severo de su doctrina, ya en las obras didácticas de que no incumbe hablar aquí (como la Filosofía elemental y la Historia de la filosofía, del primero, y los Principios de la filosofía del Derecho, del segundo), ya en breves escritos polémicos, tales como el de Fr. Zeferino González contra el positivismo materialista y la refutación que hizo de las doctrinas krausoespiritistas de Alonso Eguílaz sobre la inmortalidad del alma. Ortí ha publicado innumerables artículos de crítica y controversia filosófica en sus dos revistas La Ciudad de Dios y La Ciencia [1028] Cristiana, ha hecho una apología del Santo Oficio y es autor de una de las refutaciones de Draper, de que se hablará luego. No es posible hacer aquí mención de todos los escolásticos de la generación nueva, ya seculares, ya seglares. A unos los excluye de esta rapidísima enumeración el carácter expositivo de sus obras, en que sólo por incidencia cabe la refutación de las doctrinas contrarias. Otros no han publicado más que breves opúsculos, esparcidos, por la mayor parte, en las revistas de Ortí. Séanos lícito, sin embargo, dedicar muy honrosa mención al Sr. Pou y Ordinas, autor de un excelente Tratado de Derecho natural (Barcelona 1877), y al elocuente orador parlamentario, campeón esforzadísimo de los derechos de la Iglesia, D. Alejandro Pidal y Mon, que en estilo animado y brillantísimo ha trazado la biografía de Santo Tomás y el cuadro de su época: obra a la cual no escatimaría yo las alabanzas si no temiese que mi entrañable cariño hacia la persona del autor hiciera sospechoso de amistad lo que en boca de otros aun sería corta justicia (2971).
Notable expectación y curiosidad despertó en todos los amantes de las ciencias filosóficas y teológicas en España el certamen abierto, tiempo ha, por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, a instancias del marqués de Guadiaro, para premiar memorias sobre el tema Armonía entre la ciencia y la fe, con el propósito y esperanza de que sirviesen de contraveneno a la obra del positivista yankee William Draper, rotulada Conflictos entre la ciencia y la religión que con grande estruendo y en inusitado número de ejemplares había sido divulgada por los librepensadores, ya en su original, ya en perversas traducciones francesas, castellanas e italianas.
El éxito de tal librejo era del todo éxito amañado y de secta. Redúcese el volumen a una serie de retales de la Historia de la cultura europea, escrita años antes por el mismo Draper, tan afortunado fisiólogo y distinguido matemático como historiador infeliz, a juicio de sus mismos correligionarios. Los Conflictos carecen no sólo de estilo y de arte de composición y de dicción, sino hasta de método, plan y concierto. Especies desparejadas, afirmaciones gratuitas, ligerezas imperdonables en materias históricas y desdeñosa ignorancia en ciencias especulativas, tal y como podía esperarse de un tan fogoso partidario del método experimental y de inducción como único y solo, mézclanse allí en largos capítulos, donde nada sorprende ni maravilla, a no ser el portentoso desenfado del historiador y su diabólica saña de sectario contra la Iglesia católica. Ni será temeroso afirmar que, prescindiendo del mayor conocimiento de ciencias naturales, los Conflictos no indican progreso alguno sobre la crítica [1029] materialista y rastrera de los volterianos y discípulos de la Enciclopedia. Páginas hay en la obra del profesor norteamericano que parecen arrancadas del Origen de los cultos, de Dupuis, o del Sistema de la naturaleza, o de cualquiera de los pamphlets anticristianos que forjaron en comandita los tertulianos del barón de Holbach. Y, aun en materias indiferentes, es Draper guía muy poco seguro. ¿Qué decir de quien pone en las escuelas de Alejandría el origen de la ciencia, dejando en olvido todo el portentoso desarrollo ante y post-socrático?
Tal libro, no de vulgarización, sino de vulgarismo científico, en verdad que no merecía los honores de grave refutación, a no ser por el estruendo y coro de alabanzas que en torno de él levantaron los enemigos de la verdad. Pero el escándalo se produjo, y era necesario y urgente atajarlo. Dos traducciones castellanas, una del francés y otra directamente del inglés, aderezada con un retumbante prólogo del Sr. Salmerón, se imprimieron y se vendieron y se agotaron.
La defensa de los católicos fue valiente y generosa. Comenzó el Sr. Ortí y Lara divulgando, con un prólogo suyo, la breve y directa refutación del P. Cornoldi, y siguieron luego seis obras originales (hay una séptima, pero es como si no existiera, y conviene más guardar alto silencio acerca de ella).
Dos caminos se ofrecían para responder fácil y victoriosamente a las calumnias de Draper. Era el primero adoptar el método histórico y seguir paso a paso los capítulos, párrafos e incisos del libro original, contestando a cada una de las objeciones, desbaratando cada una de las mal formadas pruebas y rectificando cada uno de los hechos y testimonios que Draper aduce. Así lo hicieron erudita y contundentemente el P. Tomás Cámara, de la Orden de San Agustín, y el Dr. D. Joaquín Rubió y Ors (2972), lustre del profesorado español y de la Universidad de Barcelona.
Otro camino se presentaba: el de tomar la cuestión en abstracto y, remontándose a los primeros principios, exponer la naturaleza y las íntimas relaciones de la ciencia y la fe, refutando, ya a los que las identifican y confunden, ya a los que temerariamente quieren suponer entre ellas antinomias y conflictos. Tal fue la empresa de que salió gloriosamente el presbítero catalán D. Antonio Comellas y Cluet (en su libro Demostración de la armonía entre la religión católica y la ciencia), probando talento filosófico de primer orden, sobrio, penetrante y preciso.
Pero el certamen de la Academia aun pedía más, debían enlazarse ambos procedimientos, resultar de entrambos una apología completa y victoriosa de la religión contra la falsa ciencia. A este fin responden dos libros: la Armonía entre la ciencia y la fe; su autor, el P. Miguel Mir, de la Compañía de Jesús, y La Ciencia y la divina revelación, del Sr. Ortí y Lara, [1030] sin contar otra apología, robusta, sabia y nutrida de doctrina, que viene publicando el jesuita P. Mendive en las páginas de La Ciencia Cristiana.
En la prosa del P. Mir parece que revive el abundante y lácteo estilo de nuestros mejores prosistas. Sin dejar de ser didáctica, su elocuencia es animada y viva, como si quisiera persuadir y vencer a un tiempo el corazón y la inteligencia. Siempre lúcido, terso y acicalado, pero exento de relamido artificio, muévese y fluye el raudal de su frase con abundancia reposada y halagüeña. Lauro es éste de la lengua y del estilo, que el padre Mir alcanza sólo o casi sólo entre nuestros escritores de asuntos filosóficos en este siglo. A todos les ha dañado más o menos la falta de sentido artístico el no haber educado su gusto y su oído con los ascéticos de la edad de oro.
Ni es un libro el suyo rico de frases y primores de decir y vacío de ideas, sino libro de alta filosofía, en que se agitan las más altas cuestiones que pueden ocupar al humano entendimiento. Sobremanera fácil y sencillo es el plan y tan lógico y bien trabado, que de una mirada se abarca, y sin fatiga, antes con deleite del lector, se sigue, porque no es ese aparente rigor sofístico que en muchos libros deslumbra, sino orden lúcido, que nace de la íntima esencia del asunto. Comienza por exponer lo que la ciencia es y las condiciones que ha de tener el conocimiento científico; lo que la ciencia vale en el entendimiento y lo que ha significado en la historia; los límites de la ciencia y la necesidad de otra luz superior que complete lo deficiente, aclare lo oscuro y sea criterio y norma de verdad para los principios de un orden superior que por sus propias fuerzas no alcanza el entendimiento humano.
Salvando así con no pequeña destreza el escollo en que suelen naufragar los tradicionalistas, por apocar demasiado los límites de nuestra razón, habla el P. Mir, con elocuencia suma, de la fe y del orden sobrenatural, y de cómo influye en el natural, y cómo lo realza, y cuán estrecha y amorosamente se abrazan las dos en el plan divino.
Probado la armonía de ciencia y fe, con lo cual carecen de sentido y han de tenerse por blasfemias todo género de soñados conflictos, ni más ni menos que la hipócrita afirmación averroísta de que una cosa puede ser verdadera según la fe y falsa según la razón, procedía investigar psicológicamente el origen del susodicho fenómeno patológico de la inteligencia llamado conflicto, y el P. Mir, compitiendo con los más sutiles escudriñadores de los motivos de las acciones humanas, ha dibujado de mano maestra el exclusivismo científico, la soberbia de los doctos, el influjo de la pasión y de la concupiscencia y todo lo que turba y extravía la recta aplicación de las potencias del ánimo a la investigación de la verdad.
Abiertas así las zanjas de la demostración, ¿qué es lo que queda de los conflictos? ¿Cómo no han de deshacerse a modo [1031] de ligera neblina cuando se repara que proceden o de una exégesis anticuada e incompleta, o de un dilettantismo y superficialidad científica imperdonable, o de confundir lo cierto con lo dudoso, y dar por tesis la hipótesis, y por historia las conjeturas, o, finalmente, de la ignorancia y mala fe y depravación de todos aquellos a quienes estorba Dios, y que de buen grado quisieran arrojarle del mundo?
El P. Mir, sin embargo, recorre toda clase de objeciones, así las físicas como las históricas, lo mismo las que pomposamente invocan el auxilio de la geología y de la paleontología que las que quieren basarse en la observación de los hechos sociales. Y, entras otras verdades negadas o desfiguradas por la falsa ciencia, saca triunfante la de la creación y la obra de los seis días y la distinción esencial de la materia y del espíritu. Con igual tacto están discutidas las modernas hipótesis relativas al origen de las especies y a la evolución, siendo de notar que el autor no las excomulga en globo y a ciegas, ni carga a todo evolucionista con el dictado de hereje, ni niega la parte de verdad relativa que alguien pudiera encontrar en este sistema aplicado a las especies inferiores, ni desconoce el valor de algunas de las observaciones y experiencias de Darwin. Bastaría este libro del P. Mir para demostrar a los más preocupados que la Compañía de Jesús, una de las mayores glorias de España, madre nobilísima de pensadores como Vázquez, Molina y Suárez y de escritores de tan prodigioso estilo como Rivadeneyra y Martín de Roa, no deja de colmar de alegría y de gloria a los buenos estudios aun en nuestros miserables días.
También el Sr. Ortí y Lara prescinde de Draper, y busca, lo mismo que el P. Mir, aunque por distinta senda, la raíz del árbol. Descuajada ésta, todo lo demás es consecuencia fácil y forzosa. La misma ciencia, si de buena fe procede, rectificará tarde o temprano sus hipótesis y sus conflictos, como ya rectificó los que había fantaseado la impiedad de la centuria pasada. Según las épocas, toma esa enfermedad nuevas formas; hoy parece nuevo y flamante lo que mañana será ciencia atrasada y añeja; objeciones que hoy discutimos gravemente, parecerán pueriles entonces y harán reír a nuestros nietos, a la manera que hoy nos reímos de la exégesis bíblica de Voltaire o de sus opiniones sobre el diluvio y los depósitos de conchillas fósiles. ¡Pobre de quien todo lo fíe de las ciencias naturales e históricas, siempre en continuo andar y en rectificación continua! ¿Quién podrá ordenar y sustentar sus ideas sobre la base precaria, pobre: y falaz de la experiencia?
¡Cuán diverso aquel cuyo razonamiento desciende de verdades necesarias, de ideas puras y fundamentos a priori! Sólo a la luz de ellos tiene valor la experiencia: el que siga esa luz con ánimo recto y anhelo de la verdad, no se perderá en el laberinto de las observaciones y los hechos, antes los enlazará y fecundará, encontrando en ellos el reflejo y la impresión [1032] (sigillatio) de estas mismas primeras inconmovibles verdades. A quien comprenda la imposibilidad metafísica de que ciencia y verdad anden reñidas, ¿qué ha de importarle que el hecho A o B parezca, en el estado actual de la ciencia, contradecir esta armonía? Suspenderá su juicio, y, examinándolo todo despacio y con mesura, bien pronto se convencerá de una de estas dos cosas: o que no es artículo de fe el uno de los términos de la contradicción, y que la Iglesia nunca lo ha dado por tal, o que el otro término no es ciencia, en el riguroso sentido de la palabra, sino opinión falaz y fugitiva, a la cual negaban los platónicos carta de ciudadanía en la república científica. Se invoca el testimonio de los hechos, se da por única ciencia la ciencia experimental, ¡como si los hechos constituyesen por sí solos ciencia: como si lo fugitivo, pasajero y mudable pudiera comprenderlo el entendimiento de otra manera que bajo relaciones y leyes! Piedras cortadas de la cantera son los hechos; con ellas levantan sus edificios el entendimiento bien o mal regulado. Engañoso espejismo el de los que quieren y creen vivir sin metafísica. La misma negación de ella es una filosofía tan a priori como cualquiera otra. El positivismo y el materialismo están cuajados de fórmulas y de conceptos metafísicos: ley, noción, fenómeno, fuerza, materia... ¿Quién dio a la nuda experiencia fecundidad para producir tales ideas? ¿Qué importa que neguéis la finalidad, si luego tenéis que restablecerla con otro nombre, y de un modo gratuito, anticientífico y antipositivo?
Sólo remontándose a la fuente tiene valor irrefragable la demostración. Si ciencia y fe proceden del mismo principio, ¿cómo no han de ser hermanas amorosísimas? Si Dios puso en el alma la luz del entendimiento y le dio inclinación nativa para conocer y amar la verdad, y no para abrazar el absurdo, ¿cómo no ha de tender la razón a su perfección y término aun después de oscurecida y degradada por el pecado original, cuanto más después de regenerada e iluminada por el beneficio de Cristo? Si la razón es luz de luz interviniendo el concurso divino en el acto de conocer nuestro entendimiento la verdad; si está signada sobre nosotros la lumbre del rostro del Señor, ¿quién osará decir que la ciencia es enemiga de la verdad suma, que la ciencia es enemiga de aquella altísima revelación que Dios, por un acto de infinito amor, se dignó comunicar a los hombres? Sólo los defensores de la soñada independencia y autonomía de la razón; como si la razón sin Dios y entregada a sus propias fuerzas no fuese guía flaquísima y vacilante y no tropezase y cayese en lo más esencial, quebrantándose y rompiéndose contra infinitas barreras. Pobre y triste cosa es la ciencia humana cuando la luz de lo alto no la ilumina. Por todas partes límites, deficiencias, como ahora dicen, y contradicciones y nudos inextricables. Y, al fin de la jornada, sed que no sacia y hambre que se torna más áspera cuando cree estar más cerca de la hartura. La crítica del positivismo, hoy el único adversario serio, puesto que [1033] las escuelas idealistas alemanas yacen en general olvido o en manifiesta decadencia, es lo que da mayor interés al libro del Sr. Ortí. En él se ve claro que el empirismo es tan enemigo del orden inteligible como el racionalismo de todas castas y formas lo es del orden sobrenatural; que con mostrarse los positivistas tan enemigos de la metafísica del idealismo, han recibido de una escuela idealista el principio de la evolución, materializándole groseramente; que es absurdo que una escuela nominalista acérrima y enemiga de toda entidad abstracta hable de leyes, y mucho menos de leyes invariables; así como es absurdo y contradictorio que, llamándose el positivismo ciencia de hechos, prescinda de tantos y tantos no menos reales que los físicos y mutile tan sin razón la conciencia. Ni se contenta el Sr. Ortí con impugnar en el terreno dialéctico el positivismo, sino que entra en la discusión de las modernas teorías atomísticas (no la antigua y a veces ortodoxa filosofía de este nombre, que resucitaron y profesaron en el siglo XVI españoles tan católicos como Dolose, Gómez Pereyra y Francisco Valles), así como del darwinismo, y de la flamante doctrina monística de la fuerza y de la vida, y de su circulación irrestañable; todo lo cual viene a ser una metafísica tan fantasmagórica, ideal y arbitraria como todas las demás que los positivistas odian y menosprecian y relegan a estados inferiores de la cultura humana. Fácil es creerse en posesión de la ciencia suma y llenar con huecas y sonoras palabras el vacío cuando ni siquiera se sabe explicar el más sencillo fenómeno de sensación.
Al lado de estas generales apologías de la religión contra los incrédulos, debe hacerse memoria de otras batallas en más reducido campo. Los estudios exegéticos y escriturarios no tienen entre nosotros más que un cultivador que yo sepa: el señor D. Francisco Xavier Caminero, gloria altísima del clero español. Ya queda mencionado su Manuale isagogicum; ahora debe agregarse su importantísimo estudio sobre el libro de Daniel y el prólogo a la traducción del libro de Job, hecha directamente de la verdad hebraica. En uno y otro, el Sr. Caminero rompe lanzas con Renán, considerándole como el vulgarizador más extendido de las conclusiones de la escuela de Tubinga. Pero la obra más sabia, profunda y trascendental del Sr. Caminero es, sin duda, su hermoso libro de La divinidad de Jesucristo ante las escuelas racionalistas (1878), uno de los pocos frutos de la cultura española que podemos presentar sin vergüenza a los extraños. Hoy es, y quizá España ignora todavía que de su seno ha salido la mejor impugnación del libro de Albert Reville sobre la divinidad de Jesús y de sus opiniones contra la autenticidad del cuarto evangelio.
Pero Caminero no es sólo escriturario, sino controversista filosófico de grandes alientos. Poco escolástico, más bien inclinado al tradicionalismo (al mitigado del P. Ventura, se entiende, no al de Bonald, que hoy ningún católico patrocina), ha preferido [1034] siempre, a la exposición didáctica de su propio sentir, la polémica contra el racionalismo, en la cual ninguno de los nuestros le lleva ventaja. Fuera de algunos resabios de su escuela (verbigracia, cierta manía de zaherir y tener en poco el impulso inicial de la razón y un empeño no menor de dar por clave de todo la tradición y la enseñanza), son modelo de controversia filosófica los Estudios krausistas, que el Sr. Caminero publicó en la Revista de España y en la Defensa de la Sociedad, y su saladísima rechifla del catecismo de los materialistas de escalera abajo, el libro Fuerza y materia, del Dr. Büchner.
Los estudios orientales, cuyos resultados son hoy manzana de discordia entre los racionalistas y católicos, tampoco alcanzan representación, buena ni mala, entre nosotros. Apenas puede hacerse mención del libro La India cristiana, en que el P. Gual, de la Orden de San Francisco, refutó las absurdas novelas de Jacolliot, no sin caer en otras tesis no menos atrasadas y contrarias a la verdad histórica, empeñándose en no reconocer la autenticidad indisputable de ciertos monumentos de la antigua cultura indostánica o en suponerlos posteriores al cristianismo.
Ya quedan indicados en párrafos anteriores los principales adalides contra el protestantismo, el filosofismo y el espiritismo: Gago, La Fuente, Perujo, etc. Este último ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a aclarar el sentido católico en que puede ser tolerada la hipótesis de la pluralidad de mundos y a combatir la doctrina de la pluralidad de existencias del alma, de Andrés Pezzani.
Sobre las ciencias naturales en sus relaciones con el dogma merecen recuerdo las conferencias del P. Eduardo Llanas, escolapio de Barcelona.
De materias teológicas candentes trataron el obispo de La Habana, Fr. Jacinto Martínez, en su libro El concilio ecuménico y la Iglesia oficial (Habana 1869) (2973), y D. Ángel Novoa, lectoral de Santiago (luego chantre de Manila), en su ensayo, sobre la Infalibilidad pontificia (2974). De filosofía social católica ha discurrido Gabino Tejado, explanando el Syllabus y las últimas declaraciones de Pío IX en su libro Del catolicismo liberal (2975). [1035]
El periodismo religioso, la fundación de centros como la Asociación de Católicos, última obra piadosa del marqués de Viluma, el amigo de Balmes; las Juventudes Católicas, importadas de Italia; la Armonía, la Unión Católica, etc.; las academias de filosofía tomista fundadas en Sevilla y Barcelona; la restauración providencial de las Órdenes religiosas, desterradas de Francia; las misiones y peregrinaciones; las escuelas católicas, cuya estadística asombra, y otras piadosas empresas que requieren más desembarazado cronista, muestran que los católicos españoles no han sucumbido, como víctimas inermes, ante la iniquidad triunfadora. De todos alabo la intención; otro juzgará las obras. No escribo para hoy; la historia, aunque sea esta mía, traspasa siempre tan mezquinos horizontes y adivina en esperanza días mejores, adoctrinados por el escarmiento presente. Cierto que reinan hoy entre nosotros (con todos hablo) divisiones miserables, que agostan y secan en flor todo espíritu bueno; estériles pugilatos de ambición, luchas de cofradía, ímpetus de envidia y de soberbia, matadores de toda caridad y de todo afecto limpio y sereno. ¡Quiera Dios que el pestilente vapor que se alza del periodismo y del Parlamento no acabe de emborrachar las cabezas católicas!
Entre tanto, apartemos la vista de tales naderías, como decía nuestra gran Santa, y regocijémonos con el consuelo de que aún queda en España ciencia católica y aún informa el espíritu cristiano nuestra literatura. Y sea cual fuere la suerte que Dios en sus altos designios nos tiene aparejada, siempre recordará la historia venidera de nuestra raza que católicos han sido nuestros únicos filósofos del siglo XIX, Balmes, Donoso Cortés, Fr. Ceferino González...; católicos nuestros arqueólogos doctísimos, Fernández-Guerra y Fita, y el arabista Simonet; católico Tamayo, nuestro primer dramático; y Selgas, el poeta de las flores y de la sátira conceptuosa, y Fernán Caballero, la angelical novelista; y Pereda, el sin igual pintor de costumbres populares; y Milá y Fontanals, el sobrio y penetrante investigador de nuestra literatura de la Edad Media. ¡Aún nos queda, en medio de tanta ruina, el consuelo de no ser tenidos por bárbaros! [1036]