La santificación
por J. C. Ryle
“… a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…” Esa era la visión de aquel gran misionero que fue el apóstol Pablo sobre el pueblo de Dios, y sobre el carácter de ese pueblo. He aquí un verdadero tratado reflexivo sobre la SANTIDAD, venido de la pluma de un gran escritor adaptado especialmente para Apuntes Pastorales.
La presentación consta de cuatro secciones. La primera consiste en los doce principios básicos del autor sobre el tema. En segundo lugar son detalladas algunas evidencias en el caminar. En recuadro aparte, el lector encontrará las diferencias básicas entre santificación y justificación; y en último lugar, J. C. Ryle concluye con pautas prácticas para el creyente.
Sin olvidar la existencia de distintas concepciones sobre el tema, y entendiendo la definición del autor asimismo los editores han estimado valioso este trabajo, el cual contiene elementos que trascienden las particularidades.
Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene todavía mucho que aprender, y está deshonrando, lo sepa o no, a nuestro bendito Señor, pues coloca a su obra salvadora en un plano incompleto.
El señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha librado con su muerte de la culpa de sus pecados, sino que también al poner en sus corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los salva, sino que también los santifica. El no sólo es su justificación, sino también su santificación (1 Co. 1.30). Esto es lo que la Biblia dice: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” “… así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento de agua por la palabra”. “Cristo se dio a sí mismo para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí a un pueblo propio, celoso de buenas obras”… “quien llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia…” “ahora Cristo os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de El” (Jn. 17.19; Ef. 5.25-26; Tit. 2.14; 1 Pe. 2.24; Col. 1.21-22). La enseñanza de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y ordenadas en aquel “pacto perpetuo” del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos habla de Cristo como el que “santifica” y de su pueblo como “los que son santificados” (He. 2.11).
¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada? Para contestar esta pregunta diremos que la santificación es aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús hace a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente. El Señor también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo, y pone un nuevo principio en su corazón, que lo hace apto para el desarrollo de una vida devota. Para efectuar esta obra El Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios, aunque algunas veces usa de las aflicciones y de las visitaciones providenciales “sin palabra” (1 Pedro 3.1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su Espíritu, es una persona “santificada”.
El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y exactitud. Para despejar la confusión doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas las verdades bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una exacta definición de la naturaleza de la santificación.
La santificación es resultado de una unión vital con Cristo
Esta unión se establece a través de la fe. ”… el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto…” (Jn. 15.5). El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La verdadera fe obra por el amor, y es movida por un profundo sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho ama. El que ha sido limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en Cristo se purifica, como El también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).
La santificación es el resultado y la consecuencia inseparable de la regeneración
El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan tal concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18). En otras palabras, si no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen la simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).
La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en el creyente
La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8.9). El Espíritu nunca está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida del creyente. Nos dice San Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5.22-23). Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte espiritual delante de Dios.
Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá. 5.25). Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo imprime en los creyentes. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Ro.8.14).
La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios
Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas. Expresamente se nos dice en las Escrituras que son “elegidos… en santificación del Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).
Si alguien se gloría de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas, vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su actitud viene a ser una perversa injuria a Dios. Naturalmente, es difícil conocer lo que una persona es en realidad, pues muchos de los que muestran apariencia de religiosidad, en el fondo no son más que empedernidos hipócritas. De todos modos podemos estar seguros de que, si no hay evidencias de santificación, no hay elección para salvación.
La santificación es algo que siempre se deja ver
“Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc. 6.44). La humildad del creyente verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí mismo no vea más que enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las alabanzas de su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea que el mismo lo vea o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto, un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy exigua, pero aún así se percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque a veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de monstruo que no se conoce en la Biblia.
La santificación es algo por lo que el creyente es responsable
Y aquí no se me entienda mal. Sostengo firmemente que todo hombre es responsable delante de Dios; en el día del juicio los que se pierdan no tendrán excusa alguna; todo hombre tiene poder para “perder su propia alma” (Mt. 16.26). Pero también sostengo que los creyentes son responsables (y de una manera eminente y peculiar) de vivir una vida santa; esta obligación pesa sobre ellos. Los creyentes no son como las demás personas (muertas espiritualmente), sino que están vivos para Dios, y tienen luz, conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no viven vidas de santidad, ¿de quién es la culpa? ¿A quién podemos culpar, si no a ellos mismos? Dios les ha dado gracia y les ha dado una nueva naturaleza y un nuevo corazón; no tienen, pues, excusa para no vivir para Su alabanza. Este es un punto que se olvida con mucha frecuencia. La persona que profesa ser cristiana, pero adopta una actitud pasiva, y se contenta con un grado de santificación muy pobre (si es que aún llega a tener eso) y fríamente se excusa con aquello de que “no puede hacer nada”, es digna de compasión, pues ignora las Escrituras. Estemos en guardia contra esta noción tan errónea. Los preceptos que la Palabra de Dios dirige e impone a los creyentes, se dirigen a éstos como seres responsables y que han de rendir cuentas. Si el Salvador de pecadores nos ha dado una gracia renovadora, y nos ha llamado por su Espíritu, podemos estar seguros de que es porque El espera que nosotros hagamos uso de esta gracia y no nos echemos a dormir. Muchos creyentes “contristan al Espíritu Santo” por olvidarse de esto y viven vidas inútiles y desprovistas de consuelo.
La santificación admite grados y se desarrolla progresivamente
Una persona puede subir uno y otro peldaño en la escala de la santificación, y ser más santificada en un período de su vida que en otro. No puede ser más perdonada y justificada que cuando creyó, aunque puede ser más consciente de estas realidades. Los que sí puede es gozar de más santificación, por cuanto cada una de las gracias del Espíritu en su nuevo carácter y naturaleza, son susceptibles de crecimiento, desarrollo y profundidad. Evidentemente, este es el significado de las palabras del Señor Jesús cuando oró por sus discípulos: “Santifícalos en tu verdad”; y también del apóstol Pablo por los tesalonicenses: “y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (Jn. 7.17; 1Ts. 5.23). En ambos casos la expresión implica la posibilidad de crecimiento en el proceso de la santificación. Pero no encontramos en la Biblia una expresión como “justifícales” con referencia a los creyentes, por cuanto éstos no pueden ser más justificados de los que en realidad ya han sido. No se nos habla en la Escritura de una imputación de santificación, tal como creen algunas personas; esta doctrina es fuente de equívocos y conduce a consecuencias muy erróneas. Además, es una doctrina contraria a la experiencia de los cristianos más eminentes. Estos, a medida que progresan más en su vida espiritual y en la proporción en que andan más íntimamente con Dios, ven más, conocen más, sienten más a Dios (2 P.3.18; 1 Ts.4.1).
La santificación depende, en gran parte, del uso de los medios espirituales
Por la palabra “medios” me refiero a la lectura de la Biblia, la oración privada, la asistencia regular a los cultos de adoración, el oír la predicación de la Palabra de Dios y la participación regular de la Cena del Señor. Debo decir, como bien se comprenderá, que todos aquellos que de una manera descuidada y rutinaria hacen uso de estos medios, no harán muchos progresos en la vida de santificación. Y, por otra parte, no he podido encontrar evidencia de que ningún santo eminente jamás descuidara estos medios; y es que estos medios son los canales que Dios ha designado para que el Espíritu Santo supla al creyente con frescas reservas de gracia para perfeccionar la obra que un día empezó en el alma. Por más que se me tilde de legalista en este aspecto, me mantengo firme en lo dicho: “sin esfuerzo no hay provecho”. Antes esperaría una buena cosecha de un agricultor que sembró sus campos pero nunca los cuidó, que ver frutos de santificación en un creyente que ha descuidado la lectura de la Biblia, la oración y el Día del Señor. Nuestro Dios obra a través de los medios.
La santificación puede seguir un curso ascendente aun en medio de grandes conflictos y batallas interiores
Al usar las palabras conflicto y batalla, me refiero a la contienda que tiene lugar en el corazón del creyente entre la vieja y la nueva naturaleza, entre la carne y el espíritu (Gá. 5.17). Una percepción profunda de esta contienda, y el consiguiente agobio y consternación que se derivan de la misma, no es prueba de que un creyente no crezca en la satisfacción. ¡No! Por el contrario, son síntomas saludables de una buena condición espiritual. Estos conflictos prueban que no estamos muertos, sino vivos. El cristiano verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino que también tiene guerra en su interior, se lo conoce por su paz, pero también por su conflicto espiritual. Al decir y afirmar esto no me olvido de que estoy contradiciendo los puntos de vista de algunos cristianos que abogan por una “perfección sin pecado”. Pero no puedo evitarlo. Creo que lo que digo está bien confirmado por lo que nos dice Pablo en el capítulo séptimo de su Epístola a los Romanos. Ruego a mis lectores que estudien atentamente este capítulo y que se den cuenta de que no describe la experiencia de un hombre inconverso, o de un cristiano vacilante y todavía joven en la fe, sino que hace referencia a la experiencia de un viejo santo de Dios que vivía en íntima comunión con Dios. Sólo una persona así podía decir: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7.22).
Creo, además, que lo que he dicho viene confirmado también por la experiencia de los siervos de Cristo más eminentes de todos los tiempos. Prueba de esto la encontrarmos en sus diarios, en sus autobiografías y en sus vidas. Y no porque tengamos este continuo conflicto interno, hemos de pensar que la obra de la santificación no tiene lugar en nuestras vidas. La liberación completa del pecado la experimentaremos, sin duda, en el cielo; pero nunca la gozaremos mientras estemos en el mundo. El corazón del mejor cristiano, aún en el momento de más alta santificación, es terreno donde acampan dos bandos rivales, algo así como “la reunión de dos campamentos” (Cnt. 6.13). Pero, como decía aquel santo hombre de Dios, Rutheford: “La guerra del diablo es mejor que la paz del diablo”.
La santificación, aunque no justifica al hombre, agrada a Dios
Aun las acciones más santas del más santo de los creyentes de todos los tiempos están más o menos llenas de defectos e imperfecciones. Cuando no son malas en sus motivos, los son en su ejecución; y de por sí, delante de Dios, no son más que “pecados espléndidos” que merecen su ira y su condenación.
Sería absurdo suponer que tales acciones pueden pasar sin censura por el severo juicio de Dios y obtener méritos para el cielo. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado”; “Concluímos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Ro. 3.20-28). La única justicia se halla en nuestro Representante y Sustituto, el Señor Jesús. Su obra y no la nuestra, es la que nos da título de acceso al cielo. Por esta verdad deberíamos estar dispuestos a morir.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, la Biblia enseña que las acciones santas de un creyente santificado, aunque imperfectas, son agradables a los ojos de Dios: “… porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.16). “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor (Col. 3.20). “(Nosotros) hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3.22). No nos olvidemos nunca de esta doctrina tan consoladora. De la misma manera en que el padre se complace en los esfuerzos de su pequeño al coger una margarita o en su hazaña de andar solo de un extremo al otro de la habitación, así se complace nuestro Padre en las acciones tan pobres de sus hijos creyentes. Dios mira el motivo, el principio, la intención de sus acciones, y no la cantidad o cualidad de las mismas. Considera a los creyentes como miembros de su propio Hijo querido, y por amor al mismo se complace en las acciones de su pueblo.
La santificación nos será absolutamente necesaria en el gran día del juicio como testimonio de nuestro carácter cristiano
A menos que nuestra fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada servirá en aquel día el que digamos que creíamos en Cristo. Una vez que comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros sean abiertos, tendremos que presentar evidencia. Sin la evidencia de una fe real y genuina en Cristo, nuestra resurrección será para condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo cierto sobre el futuro, es la realidad de un juicio; y si hay algo cierto sobre este juicio, es que las “obras” y “hechos” del hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).
La santificación es absolutamente necesaria como preparación para el cielo
La mayoría de los hombres piensan ir al cielo al morir; pero pocos se detienen a considerar si en verdad gozarían yendo allí. El cielo es, esencialmente, un lugar santo; sus habitantes son santos y sus ocupaciones son santas. Es claro y evidente que para ser felices en el cielo debemos pasar por un proceso educativo aquí en la tierra que nos prepare y capacite para entrar. La noción de un purgatorio después de la muerte, que convertirá a los pecadores en santos, es algo que no encontramos en la Biblia; es una invención del hombre. Para ser santos en la gloria, debemos ser santos en la tierra. Esta creencia tan común, según la cual lo que una persona necesita en la hora de la muerte es solamente la absolución y el perdón de los pecados, es en realidad una creencia vana e ilusoria. Tenemos tanta necesidad de la obra del Espíritu Santo como de la de Cristo; necesitamos tanto de la justificación como de la santificación. Es muy frecuente oir decir a personas que yacen en el lecho de muerte: “Yo sólo deseo que el Señor me perdone mis pecados, y me dé descanso eterno”. Pero los que dicen esto se olvidan de que para poder gozar del descanso celestial se precisa un corazón preparado para gozarlo. ¿Qué haría una persona no santificada en el cielo, suponiendo que pudiera entrar? Fuera de su ambiente, una persona no puede ser realmente feliz. Cuando el águila sea feliz en la jaula, el cordero en el agua, la lechuza ante el brillante sol de mediodía y el pez sobre la tierra seca, entonces, y sólo entonces, podríamos suponer que la persona no santificada será feliz en el cielo.1
He presentado estas doce proposiciones sobre la santificación con la firme persuasión de que son verdaderas, y pido a todos los lectores que las mediten seriamente. Todas, y cada una de ellas, podrían ser desarrolladas más ampliamente, y quizá algunas podrían ser discutidas, pero sinceramente dudo de que alguna de ellas pudiera ser descartada y eliminada como errónea. Con respecto a todas ellas pido un estudio justo e imparcial. Creo, con toda mi conciencia, que estas proposiciones podrán ayudarnos a conseguir nociones más claras sobre la santificación.
1 N. de los E.: La idea del autor, sin duda presentada en forma incompleta, no excluye de la posibilidad de salvación a aquellos que puedan entregar su vida en los momentos previos a su muerte. Lo que desea resaltar es que a la vida eterna no se ingresa con la mera “oración de recibir a Cristo”, sino que este acto debe conllevar el hecho de comenzar una nueva vida sujeta al señorío de Cristo, dure esta uno o diez millones de minutos, lo que en verdad, solo queda reservado al conocimiento y decisión divinos.
Evidencias
¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación? Esta otra parte del tema es amplia y a la par difícil. Amplia, por cuanto exigiría hiciéramos mención de toda una serie de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este escrito; y difícil, por cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de algunas personas. Pero sea cual fuere el riesgo, la verdad ha de ser dicha; y especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de hacerse sonar.
La verdadera santificación no consiste en un mero hablar sobre religión
No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio, que han contraído una familiaridad poco santa con sus palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente se expresa en un lenguaje frío y petulante sobre “la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.”, mientras de una manera notoria sirve al pecado o vive para el mundo. No podemos dudar de que este hablar sea abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que blasfemar, maldecir y tomar el nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en verdad” (1 Jn. 3.18).
La verdadera santificación no consiste en sentimientos religiosos pasajeros
Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos y reuniones de avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie a un gran sensacionalismo. Parece ser que algunas iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas despiertan como resultado de estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran grandes peligros. No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también cizaña. Son muchos los que, aparentemente, han sido alcanzados por la predicación del Evangelio y cuyos sentimientos han sido despertados pero sus corazones no han sido cambiados. Lo que en realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar que se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros. Las heridas espirituales que así se producen no son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni profundidad. Al igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes reciben la Palabra con gozo (Mt. 13.20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven al mundo; llegan a ser más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una noche, para secarse también en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas. Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en persuadir a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a que no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa exitación religiosa son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos momentos o por un tiempo muy corto, no tarda en volver de nuevo a su casa, y el estado postrero de la persona es mucho peor que el primero. Es mil veces mejor empezar despacio y continuar firmemente en la Palabra, que empezar a toda velocidad, sin medir el costo para luego, como la mujer de Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo. Cuán peligroso resulta para el alma el tomar los sentimientos y emociones experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningúnpeligro mayor para el alma.
La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa
¡Cuán terrible es esta ilusión! Y por desgracia, ¡cuán común también! Miles y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad consisten en la cantidad y abundancia de los elementos externos de la religión: en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la participación en un culto litúrgico elaborado, la auto-imposición de austeridad y abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy posiblemente algunas personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoríade los casos esta religiosidad externa no es más que un sustituto de la santidad.
La santificación no consiste en un abandono del mundo y de las obligaciones sociales
Con el correr de los siglos han sido muchos los que han caído en esta trampa en sus intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se han enterrado en algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y conventos, movidos por la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes pueden mantener afuera al diablo y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz del mal. El camino de la santificación no consiste en hacerse monje, o monja, o miembro de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades y las tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo en el creyente no lo convierte en una planta de invernadero, que sólo puede desarrollarse bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio de cualquier relación social y medio de vida. Es esencial a la santificación el que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el colegio, el que responde al tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn. 17.15).
La santificación no consiste en hacer buenas obras de vez en cuando
La santificación es un nuevo comienzo celestial en el creyente que hace que éste manifieste las evidencias de un llamamiento santo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes de su conducta diaria. Este principio ha sido implantado en el corazón y se deja sentir en todo el ser y conducta del creyente. No es como una bomba que sólo saca agua cuando se la acciona desde afuera, sino como una fuente intermitente cuyo caudal fluye espontánea y naturalmente. El rey Herodes, cuando oyó a Juan el Bautista, “hizo muchas cosas”, pero su corazón no era recto delante de Dios (Mr. 6.20). Así sucede con mucha personas que parecen tener ataques espasmódicos de “bondad” como resultado de alguna enfermedad, prueba, fallecimiento en la familia, calamidades públicas o en medio de una relativa calma de conciencia. Sin embargo tales personas no son convertidas, y nada saben de lo que es la santificación. El verdadero santo, como lo era Ezequías con todo su corazón, dice con el salmista: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (2 Cr. 31.21; Sal. 119.104).
Una santificación genuina se evidenciará en un respeto habitual a la ley de Dios…
… y en un esfuerzo continuo por obedecerla como regla de vida. ¡Qué gran error es el de aquellos que suponen que, puesto que los Diez Mandamientos y la Ley no pueden justificar al alma, no es importante observarlos! El mismo Espíritu Santo que le ha dado al creyente convicción de pecado a través de la ley, y lo ha llevado a Cristo para justificación, es el que le guiará en el uso espiritual de la ley como modelo de vida en sus deseos de santificación. El Señor Jesús nunca relegó los Diez Mandamientos a un plano de insignificancia, sino que, por el contrario, en su primer discurso público (El Sermón del Monte) los desarrolló, y puso de manifiesto el carácter relevante de sus requerimientos. San Pablo tampoco relegó la ley a la insignificancia. “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”, “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (1 Ti. 1.8; Ro. 7.22). Si alguien pretende ser un santo y mira con desprecio los Diez Mandamientos, y no le importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo mandamiento, etc., en realidad se engaña terriblemente; y en el día del juicio le será imposible probar que fue un “santo”.
La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por hacer la voluntad de Cristo y vivir a la luz de sus preceptos prácticos
Estos preceptos se encuentran esparcidos en las páginas de los Evangelios, pero especialmente en el Sermón del Monte. Si alguien se imagina que Jesús los pronunció sin el propósito de promover la santidad del creyente se equivoca lamentablemente. Y cuán triste es oir a ciertas personas hablar del ministerio de Jesús sobre la tierra diciendo que lo único que el Maestro enseñó fue doctrina y que delegó en otros la enseñanza de las obligaciones prácticas. Un conocimiento superficial de los Evangelios bastará para convencer a la gente de cuán errónea es esta noción. En las enseñanzas de nuestro Señor se destaca de una manera muy prominente lo que sus discípulos deben ser y lo que han de hacer; y una persona verdaderamente santificada nunca se olvidará de esto, pues sirve a un Señor que dijo: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15.14).
La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por alcanzar el nivel espiritual que San Pablo establece para las iglesias
Podemos encontrar este nivel o norma espiritual en los últimos capítulos de casi todas sus epístolas. Está muy generalizada la idea de que San Pablo sólo escribió sobre materia doctrinal y de controversia: la justificación, la elección, la predestinación, la profecía, etc. Tal idea es extremadamente errónea, y es una evidencia más de la ignorancia que sobre la Biblia muestra la gente de nuestro tiempo. Los escritos del apóstol San Pablo están llenos de enseñanzas prácticas sobre las obligaciones cristianas de la vida diaria, y sobre nuestros hábitos cotidianos, el temperamento y la conducta entre los hermanos creyentes. Estas exhortaciones fueron escritas por inspiración de Dios para perpetua guía del creyente. Aquel que haga caso omiso de estas instrucciones, quizá se haga pasar por miembro de una iglesia o de una capilla, pero ciertamente no es lo que la Escritura llama una persona “santificada”.
La verdadera santificación se evidenciará en una atención habitual a las gracias activas…
… que el Señor Jesús de una manera tan hermosa ejemplarizó, particularmente la gracia de la caridad. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13.34-35). El hombre santificado tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y aumentar la felicidad en torno suyo. Su meta será la de ser como Cristo, lleno de mansedumbre y de amor para con todos; y esto no sólo de palabra sino de hecho, negándose a sí mismo. Aquel que profesa ser cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo asumiendo un aire de poseer grandes conocimientos, y sin preocuparle si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al cielo o al infierno, con tal de que él pueda ir a la iglesia con su mejor traje y ser considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de lo que es la santificación. Puede ser considerada como santa en la tierra, pero ciertamente no será un santo en el cielo. No se dará el caso de que Cristo sea el Salvador de aquellos que no imiten su ejemplo. Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir, por necesidad, cierta semejanza a la imagen de Jesús (Col.3.10).
La verdadera santificación se evidenciará también en una atención habitual a las gracias pasivas
Al referirme a las gracias pasivas me refiero a aquellas gracias que se muestran muy especialmente en la sumisión a la voluntad de Dios, como así también en la paciencia y condescendencia hacia los demás. Pocas personas pueden hacerse una idea cabal sobre lo mucho que se nos dice respecto de estas gracias en el Nuevo Testamento y el importante papel que parecen desempeñar. Este es el tema que San Pedro nos desarrolla y presenta especialmente en sus epístolas. “…Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían , no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe. 2.21-23). Estas gracias pasivas se encuentran entre los frutos del Espíritu que San Pablo nos menciona en su Epístola a los Gálatas. Se nos mencionan nueve gracias de las cuales tres (tolerancia, benignidad, mansedumbre) son gracias pasivas (Gá. 5.22-23). Las gracias pasivas son más difíciles de obtener que las activas, pero su influencia sobre el mundo es mayor. La Biblia nos habla mucho de estas gracias pasivas, y es en vano que hagamos alardes de santificación si en nosotros no existe el deseo de poseer tolerancia, benignidad y mansedumbre. Aquellos que continuamente se destapan con un temperamento agrio y atravesado, que dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el mundo está, por desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada saben sobre la santificación.
Estas son las señales visibles de la persona santificada. No pretendo decir que se verán de una manera uniforme en todos los creyentes, ni que brillarán con todo su fulgor aun en los creyentes más avanzados. Pero sí que constituyen las señales bíblicas de la santificación, y que aquellos que no saben nada de ellas, bien pueden dudar de que en realidad tengan gracia alguna. La verdadera santificación es algo que se puede ver, y las características que he procurado esbozar son, más o menos, las de una persona santificada.
Aplicaciones
Debemos darnos cuenta del estado tan peligroso en que se encuentran algunas personas que profesan ser cristianas
“Sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor” (He.12.14). ¡Cuánta religión hay, pues, que no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de personas que van a la iglesia, a las capillas y que sin embargo andan por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión es terriblemente aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los maestros abrieran sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las almas a su alrededor! ¡Oh, si las almas pudieran ser persuadidas a “huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas pudieran ir al cielo; la Biblia no sería verdadera. ¡Pero la Biblia es verdad y no puede mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor.
Asegurémonos de nuestra propia condición…
… y no descansemos hasta que veamos en nosotros los frutos de la santificación. ¿Cuáles son nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestras elecciones, nuestras inclinaciones? Esta es la gran pregunta. Poco valor tiene lo que podamos desear y esperar en la hora de la muerte; ahora es cuando debemos analizar nuestros deseos. ¿Qué somos ahora? ¿Qué hacemos? ¿Se ven en nosotros los frutos de la santificación? De no ser así, la culpa es nuestra.
Si deseamos verdaderamente la santificación, el curso a seguir es claro y sencillo: debemos empezar con Cristo. Debemos acudir a El tal como somos, como pecadores. Debemos presentarle nuestra extrema necesidad; debemos entregar nuestras almas a El por la fe, para así poder obtener la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus manos, tal como lo hacemos con el buen médico, y suplicar su gracia y su misericordia. No esperemos a poder traer y ofrecer algo en nuestras manos. El primer paso para la santificación, al igual que para la justificación, es acudir a Cristo por fe.
No esperemos demasiadas cosas de nuestros propios corazones
Aun en los mejores momentos, encontraremos en nosotros mismos motivos suficientes para una profunda humillación, y descubriremos que en todo momento somos deudores de la gracia y la misericordia que sobre nosotros es derramada. A medida que aumente nuestra visión espiritual más nos daremos cuenta de nuestra imperfección. Eramos pecadores cuando empezamos, y pecadores nos veremos a medida que vayamos avanzando. Sí, pecadores regenerados, perdonados y justificados, pero pecadores hasta el último momento de nuestras vidas. La perfección absoluta de nuestras almas todavía habrá de estar por delante, y la expectación de la misma debería ser una gran razón para hacernos desear más y más el cielo.
Si deseamos crecer en la sanidad, debemos acudir continuamente a Cristo
Debemos ir a El tal como hicimos al principio de nuestra vida espiritual. El es la cabeza de la cual cada miembro recibe el alimento (Ef. 4.16). Debemos vivir diariamente la vida de fe en el Hijo de Dios, y proveernos diariamente de su plenitud para nuestras necesidades de gracia y fortaleza. Aquí se encierra el gran secreto de una vida de santificación ascendente. Los creyentes que no hacen progreso alguno en la santificación y parecen haberse estancado, sin duda alguna es porque descuidan la comunión con Jesús, y en consecuencia contristan al Espíritu Santo. Aquél que en la noche antes de la crucifixión oró al Padre con aquellas palabras de: “Santificalos en tu verdad”, está infinitamente dispuesto a socorrer a todo creyente que por la fe acuda a El en busca de ayuda.
En el último lugar, nunca nos avergoncemos de dar demasiada importancia al tema de la santificación…
… y de nuestros deseos de conseguir una elevada santidad. Por más que algunos se contenten con unos logros muy pobres y miserables y otros no se avergüencen de vivir vidas que no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y sigamos adelante en pos de una santidad eminente. He aquí la manera de ser realmente felices.
Por más que digan ciertas personas, debemos convencernos de que la santidad es felicidad; y la persona que vive más felizmente en esta tierra es la persona más santificada. Sin duda hay cristianos verdaderos que, como resultado de una salud débil, o de pruebas familiares, o alguna otra causa secreta, no parecen gozar de mucho consuelo, y con suspiros prosiguen su peregrinar al cielo; pero estos no son casos muy abundantes. Por regla general podemos decir que los creyentes santificados son las personas más felices de la tierra. Gozan de un sólido consuelo que el mundo no puede dar ni quitar. “Sus caminos (los de la sabiduría) son caminos deleitosos”. “Mucha paz tienen los que aman tu ley”. “… mi yugo es fácil y ligera mi carga”. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Pr. 3.17; Sal. 119.165; Mt. 11.30; Is. 48.22).
DISTINCIÓN ENTRE LA SANTIFICACIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN
¿En qué concuerdan y en qué difieren? Esta distinción es importantísima, aunque quizás a primera vista no lo parezca. Por lo general las personas muestran cierta predisposición a considerar sólo lo superficial de la fe, y a relegar las distinciones teológicas como “meras palabras” que en realidad tienen poco valor. Me atrevo a exhortar a aquellos que se preocupan por sus almas, a que se afanen por obtener nociones claras sobre la santificación y la justificación. Acordémonos siempre de que aunque la justificación y la santificación son dos cosas distintas, sin embargo en ciertos puntos concuerdan y en otros difieren. Veámoslo en detalle.
Puntos Concordantes:
1. Ambas proceden de y tienen su origen en la libre gracia de Dios.
2. Ambas son parte del gran plan de salvación que Cristo, en el pacto eterno, tomó sobre sí en favor de su pueblo. Cristo es la fuente de vida de donde fluyen el perdón y la santidad. La raíz de ambas está en Cristo.
3. Ambas se aplican en la misma persona. Los que son justificados son también santificados, y aquellos que han sido santificados, han sido también justificados. Dios las ha unido y no pueden separarse.
4. Ambas comienzan al mismo tiempo. En el momento en que una persona es justificada, empieza también a ser santificada, aunque al principio quizá no se percate de ello.
5. Ambas son necesarias para la salvación. Jamás nadie entrará en el cielo sin un corazón regenerado y sin el perdón de sus pecados; sin la sangre de Cristo y sin la gracia del Espíritu; sin una disposición apropiada para gozar de la gloria y sin el título para la misma.
Puntos en que difieren:
1. Por la justificación, la justicia de otro –en este caso de Jesucristo– es imputada, puesta en la cuenta del pecador. Por la santificación el pecador convertido experimenta en su interior una obra que lo va haciendo justo. En otras palabras, por la justificación se nos considera justos mientras que por la santificación se nos hace justos.
2. La justicia de la justificación no es propia, sino que es la justicia eterna y perfecta de nuestro maravilloso mediador Cristo Jesús, la cual nos es imputada y hacemos nuestra por la fe. La justicia de la santificación es la nuestra propia, impartida, inherente e influida en nosotros por el Espíritu Santo, pero mezclada con flaqueza e imperfección.
3. En la justificación no hay lugar para nuestras obras. Pero en la santificación la importancia de nuestras propias obras es inmensa, de ahí que Dios nos ordene a luchar, a orar, a velar, a que nos esforcemos, afanemos y trabajemos.
4. La justificación es una obra acabada y completa: en el momento en que una persona cree es justificada, perfectamente justificada. La santificación es una obra relativamente imperfecta; será perfecta cuando entremos en el cielo.
5. La justificación no admite crecimiento ni es susceptible de aumento. En el momento de acudir a Cristo por la fe el creyente goza de la misma justificación de la que gozará para toda la eternidad. La santificación es una obra eminentemente progresiva, y admite un crecimiento continuo mientras el creyente viva.
6. La justificación hace referencia a la persona del creyente, a su posición delante de Dios y a la absolución de su culpa. La santificación, en cambio, se refiere a la naturaleza del creyente, y a la renovación moral del corazón.
7. La justificación nos da título de acceso al cielo, y confianza para entrar. La santificación nos prepara para el cielo, y nos previene para sus goces.
8. La justificación es un acto de Dios en referencia al creyente, y no es discernible para los otros. La santificación es una obra de Dios dentro del creyente que no puede dejar de manifestarse a los ojos de los demás.
Pongo estas distinciones a la atenta consideración de los lectores. Estoy persuadido de que gran parte de las tinieblas, confusión e incluso sufrimiento de algunas personas muy sinceras, se deben a que se confunde y no se distingue la santificación de la justificación. Nunca se podrá enfatizar demasiado el hecho de que son dos cosas distintas, aunque en realidad no pueden separarse, y que el que participa de una ha de participar ineludiblemente de la otra. Pero nunca, nunca, se las debe confundir, ni se debe olvidar la distinción que existe entre las dos.
Apuntes Pastorales
Marzo – Mayo / 1986
Vol. III, N° 5 y 6
Edición especial