LAS TRES VIRTUDES THEOLOGALES
Eusebio.- Muy bien decís; y pues tan altamente habéis hablado en estas virtudes, hablando en ellas de mala gana; por vuestra vida, que nos digáis algo de las virtudes teologales, pues en éstas, por ser cristianas, sé que holgaréis de hablar.
Arzobispo.- Sí haré, en verdad; y aunque todo lo demás que he dicho me hayáis de agradecer vosotros a mí, esto os agradeceré yo a vosotros, que me lo queráis escuchar, porque todas las veces que de estas virtudes hablo, siento muy a las claras que nuevamente y de nueva manera empiezan a crecer en mi alma. Plegue a Dios que de la misma manera crezcan en las vuestras, que en la verdad, todo el fin de las pláticas de los cristianos debería ser éste.
Son, pues, tres las virtudes teologales; conviene a saber: fe, esperanza y caridad; las cuales están tan conjuntas y ayuntadas entre sí, que la una nace de la otra; y así tengo por muy averiguado que el que perfectamente tuviera la una, tendrá todas las tres.
Digamos, pues, primero de la primera, que es la fe. Cuanto a lo primero, es menester que sepáis cómo este vocablo, fe, se toma de dos maneras en la Sagrada Escritura: en la una, entendemos que fe es una certidumbre y creencia de las cosas que nunca vimos; ésta puede estar muerta, sin obras, y la puede tener un ladrón y un desuellacaras, aunque imperfecta. De ésta habéis de saber que habla pocas veces la Sagrada Escritura, y ésta es la que dice Santiago que, cuando no está acompañada con caridad, está muerta; quiere decir, que vale poco.
En la otra manera entendemos que fe es confianza, así como si cuando oímos algunas palabras de Dios, después de haber creído que son suyas y verdaderas, ponemos toda nuestra confianza en Dios, que las cumplirá. Entonces tenemos la fe viva, la cual es raíz de las obras de caridad. Y así como de la raíz del árbol salen las ramas, y donde hay raíz no puede ser que a su tiempo no haya ramas, así donde está tal fe, como ésta, no puede ser que no haya obras de caridad, si es que se ha de conservar. Más os digo: que por esta fe de que yo hablo, a la cual los teólogos llaman fe formada, es como un vivo fuego en los corazones de los fieles, con el cual de cada día más se purifican y allegan a Dios, por eso la comparo yo al fuego: porque así como es imposible que el fuego no caliente, así también es imposible que esta fe no obre obras de caridad, porque si no las obrase dejaría de ser fe verdadera. De todo esto podemos muy bien concluir que para que un cristiano tenga fe es menester que crea en Dios, y que crea a Dios.
Antronio.- Para mí sería eso menester más claro.
Arzobispo.- Pues yo os lo declararé. Cuando digo que es menester que crea a Dios, digo que ha de creer todas las cosas que están en la Sagrada Escritura escritas de Dios. Cuando digo que es menester que crea en Dios, digo que ha de creer y tener entera confianza en Dios, como en último fin suyo y en las promesas de Dios; puesto caso que le parezca todo sobre razón humana, pues en tal caso es menester que esté sojuzgada la razón a la obediencia de la fe.
Eusebio.- Veamos, ¿y de esa manera no se confunde con la fe, la esperanza?
Arzobispo.- No, de ninguna manera; y para que veáis esto muy claramente, os pondré una comparación, y después de puesta, habremos declarado qué cosa es esperanza. Imaginad ahora, que un hombre que tiene la cabeza y los pies de cera está de aquella parte de aquel monte, el cual es todo de fuego, y que viene a él otro hombre y le dice: «Si quieres pasar de la otra parte, donde hay un lugar a maravilla deleitoso, confíate en mí y dame la mano, que yo te pasaré; y si nunca te apartares de mí, ni me dejares por cosa ninguna, te pondré en el lugar deleitoso que te digo». Luego el hombre, aunque le parece cosa imposible, confiándose en él, métese en el fuego, y aunque en el camino tropieza y cae, jamás pierde la confianza que tiene en su guiador, sino, tornando a levantarse, pasa adelante: veis aquí la fe. Este mismo hombre lleva muy grande esperanza en su guiador, que, pasados del monte, lo pondrá en el lugar deleitoso que le dijo, si no se aparta de él ni le deja: veis aquí la esperanza.
Eusebio.- Por mi salud, que la comparación es a maravilla linda.
Antronio.- Por amor de Dios os suplico que la declaréis más para que mejor la entienda yo, porque me parece que tiene gran moralidad.
Eusebio.- Sí, tiene; y aún quizá más que pensáis; pero porque no nos detengamos ahora, recordádmelo vos cuando estemos despacio, que yo os lo declararé largamente.
Arzobispo.- Muy bien os dice; de manera que pues tenemos ya dicho de la fe y de la esperanza, resta que digamos de la caridad.
De las cosas que de esta madre y raíz de todas las virtudes os dije en el principio del Credo y en los dos mandamientos del amor de Dios y del prójimo, bien creo que os acordáis; por tanto a ello me remito, pues caridad no es otra cosa sino amor de Dios y del prójimo. Esta es muy necesario que esté encajada en nuestros ánimos, pues sin ella no podemos ser cristianos. Esta es la señal que Jesucristo, nuestro Señor, quiso que tuviesen los suyos entre todos los otros. «En esto, dijo El, conocerán todos que sois mis discípulos, si os amareis unos a otros». De esta caridad nos da Jesucristo nuevo mandamiento cuando dice: «Un nuevo mandamiento os doy, y éste es que os améis unos entre otros como yo os amo». Esta es la virtud de que tanto habla San Pablo en todas sus epístolas, a la cual sobre todas ensalza. Esta, dice San Pedro, es la que tapa y cubre la muchedumbre de nuestros pecados. Esta la prefiere San Pablo a la fe y a la esperanza; sin ésta dice que no valdría nada, puesto caso que tuviese todas las demás. Esta, en fin, dice que no cae jamás, ni cesa, aunque se acabe esta vida; y si os hubiese de decir lo que de toda la Sagrada Escritura tengo colegido de ésta, sería para nunca acabar. Pues, concluyendo, digo, que si bien miráis en ello, hallaréis que la hermandad de estas virtudes es tanta, que jamás está la una verdadera sin la otra; porque el que tiene verdadera y viva fe, está claro que tiene caridad; porque para creer, conocer, y creyendo y conociendo, ama; y amando, obra; y asimismo espera en aquel a quien conoce, cree y ama.
Eusebio.- Me han enamorado vuestras palabras. Bendito sea Dios que tan alto juicio y espíritu os dio, y plegue a su inmensa bondad y misericordia que hagan en nuestras almas el fruto que vos al principio dijisteis. ¡Oh, quién viese el tiempo en que estas cosas de esta manera se dijesen en los púlpitos, pues tanto importa que todo cristiano las sepa!
Arzobispo.- Y aún porque veo yo que no se dicen, por eso quiero hacer de manera que particularmente cada padre instruya a su hijo en ellas y cada maestro a su discípulo.
Antronio.- ¿Y si el padre no las sabe?
Arzobispo.- Que las procure saber; y si no quiere sino ser él ruin, busque alguna persona que las enseñe a su hijo, pues le valdrán ciertamente más que cuanta hacienda le puede dejar.
Antronio.- Sí, no toméis menos; tras cada rincón os hallaréis quien sepa o quiera hacer y decir eso.
Eusebio.- Dejaos de esas réplicas, que yo os prometo no faltarían, si los buscasen; pero ¡mal pecado!, al ruin padre no se le da nada que su hijo sea tan ruin como él. Pero dejemos esto, que es perder tiempo; y si no os cansan nuestras preguntas, decidnos ahora qué debemos enseñar acerca de los dones del Espíritu Santo.