LOS CINCO MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA
Antronio.- ¿Sabéis en qué he mirado? Que nunca le habéis preguntado de los mandamientos de la Iglesia, y os digo de verdad que es esto lo que yo más deseo saber.
Eusebio.- No penséis que se me han olvidado; pero porque es más principal lo que hasta ahora he preguntado, por eso los he dejado.
Antronio.- ¿Cómo más principal?
Eusebio.- Yo os lo diré; porque es más necesario que el cristiano sepa, qué es lo que ha de hacer para con Dios, que para con la Iglesia. Sé que no somos obligados a servir a Dios por la Iglesia, sino a la Iglesia por Dios.
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero si mandáis, todavía querría que nos dijese algo de estos mandamientos.
Arzobispo.- Sí, diré, por haceros placer.
Cuanto a lo primero, ya sabéis que los mandamientos que dicen comúnmente de la Iglesia, son cinco. Diremos de cada uno, por su orden, lo que sintiéremos que convendría que todos los cristianos supiesen, y especialmente lo que será bien que enseñéis vosotros a vuestros súbditos; pues éste es nuestro principal intento.
El primero es oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. La intención con que la Iglesia se movió a mandar esto es porque, pues mandaba que los tales días cesásemos de los trabajos corporales, y esto para que en honra de las fiestas nos diésemos a los espirituales, parecióle que era menester hacernos ir a la Iglesia, donde todos y del todo nos ofreciésemos a Dios; asimismo oyésemos, los tales días, predicaciones, de donde fuesen nuestros ánimos edificados en sana y santa doctrina.
Y nos manda que oigamos la misa para que entendamos los misterios que allí se representan, y asimismo tomemos de la doctrina que en la epístola y en el sagrado evangelio nos leen. De manera que, considerando esto, no creáis que cumplen con el mandamiento de la Iglesia los que ni por pensamiento están atentos a lo que en la misa se dice; antes, todo aquel tiempo, se están parlando en cosas que aún para detrás de sus fuegos no son honestas. Son cuasi como éstos los que llevan a la Iglesia sus librillos de rezar y sus rosarios en que no hacen sino rezar todo el tiempo que la misa se dice, y cuanto es mayor el número de los salmos y de los paternostres que han ensartado, tanto se tienen por más santos, y piensan que han hecho mayor servicio a Dios; y yo, en la verdad, no osaría tasar el valor de aquella su oración, pues veo que si cuando salen de la Iglesia les preguntáis qué evangelio se cantó en la misa, o qué decía la epístola, no os sabrán decir palabra de ello, más que si estuvieran en las Indias.
Antronio.- ¿Y ésos decís que no cumplen con la intención de la Iglesia?
Arzobispo.- Sí, sin duda. Digo más: que a los primeros, les estuviera mucho mejor estarse en sus casas, y a los segundos, tener por entonces cerrados sus librillos, a lo menos en tanto que dicen la epístola y el evangelio, y las oraciones públicas de la misa.
Antronio.- Está bien en eso, ya os entiendo. Decidme la manera que os parece debo enseñar que tengan en el oír de la misa.
Arzobispo.- Cuanto a lo primero, les debéis decir que procuren, si fuere posible, de llevar los tales días, cuando van a la Iglesia, sabido el evangelio y la epístola que aquel día se ha de cantar; y que, en entrando en la Iglesia, procuren de ponerse en tal parte que no se les apegue algún parlador que les haga perder el reposo y quietud que deben tener; y que oigan su misa con mucha devoción y atención, notando muy bien lo que allí se hace, se representa y se dice. De tal manera que ninguna cosa se les pase el evangelio y la epístola les encomendaréis que noten bien, para que con lo que allí tomaren tengan en qué platicar todo aquel día.
Antronio.- Cómo, ¿que en tan poco tenéis la epístola y el evangelio, que queréis que aun los muchachos y mujeres hablen en ello?
Arzobispo.- ¡Donoso sois! Antes porque lo tengo en mucho, y es necesario; por eso querría que todos lo platicasen.
Antronio.- Me espantáis con decir una cosa tan nueva y tan fuera de razón.
Eusebio.- Por mi salud, que yo no os sufra eso. Decidme, por vuestra vida, ¿tendríais por malo que un muchacho supiese lo que su señoría nos ha dicho aquí?
Antronio.- No, por cierto. Sé que no soy tan desvariado que me ha de parecer mal lo bueno.
Eusebio.- ¿Cómo creéis vos que lo puede aprender?
Antronio.- Enseñándoselo y platicándolo.
Eusebio.- Luego veis ahí cómo no debéis tener sino por muy bueno que todos hagan lo mismo; ¿pues os parecería bien uno que lo hubiese hecho?
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero bien creeréis que yo no saco esto de mi cabeza.
Eusebio.- Bien lo creo eso; pero también creo que si no dejareis vos entrar en vuestra cabeza una opinión tan ruin y tan contraria a buena cristiandad, no la sacaríais ahora. Pero para adelante, tened esta verdad por muy averiguada; que tales somos nosotros como son nuestras continuas pláticas y conversaciones, y tales cuales son los libros en que de continuo leemos; de manera que, si queréis que sean vuestros súbditos santos y buenos, debéis holgar que lean y hablen en cosas santas y buenas, y cuando más santas fueren es mucho mejor. Y porque lo que es más santo es lo que Jesucristo, Nuestro Señor, nos enseñó, y sus apóstoles, por eso os dicen que debéis aconsejar a vuestros súbditos que siempre se ejerciten en ello.
Antronio.- ¡Ahora bien!, que yo lo haré como mandáis. Decidnos adelante.
Arzobispo.- Decidles asimismo que cuando hubiere sermón, lo oigan, y con mucha atención; y que si el predicador dijere cosas buenas, cristianas y evangélicas, las escuchen con mucha atención y de buena gana, rogando a Dios las imprima en sus almas; y que si fuere algún necio o chocarrero le oigan también, para que, movidos con celo cristiano, se duelan de la afrenta que se hace a Dios y a su sacratísima doctrina, y le rueguen muy afectuosamente envíe buenos y santos trabajadores en esta su viña que es la Iglesia. Veis aquí lo que en este mandamiento me parece les debéis decir; y si os pareciere, les debéis dar a entender, que no cumple con la intención de la Iglesia el que no lo hace así.
Antronio.- Yo os prometo de hacerlo todo de la manera que lo decís, y puesto esto está ya dicho, decidme ahora del segundo mandamiento.
Arzobispo.- El segundo mandamiento es que nos confesemos una vez en el año por cuaresma. Bien os podía decir hartas cosas acerca de la confesión, porque con mucha curiosidad las he escudriñado, pero otra vez quizá hablaremos largo de ella. Ahora solamente diremos lo que hace al caso para que el padre cura instruya a sus súbditos. En cuanto a lo primero, debéis decirles que la confesión se dio para remedio del pecado; quiero decir para que si después de recibida el agua del Santísimo pecáramos, conociendo nuestro pecado y confesándolo, nos perdone Dios. Dicho ello, les diréis cuán gran bien es no tener necesidad de confesarse en toda su vida.
Antronio.- ¡Cómo! ¿Y tenéis eso por bueno?
Arzobispo.- Y aun por más que rebueno.
Antronio.- ¿Por qué?
Arzobispo.- Porque si es bueno que no pequen, también será bueno que no tengan necesidad de confesarse.
Antronio.- Eso es imposible.
Arzobispo.- No digáis, por vuestra vida, eso que es muy grande error. Cómo, ¿no os parece que con la gracia de Dios es posible?
Antronio.- Sí, pero...
Arzobispo.- No digáis pero: que pues es posible con la gracia de Dios, y es posible alcanzar la gracia de Dios, también será posible no pecar mortalmente y, no pecando mortalmente, no habría necesidad de confesión.
Antronio.- Digo que tenéis razón, pero ¿no veis vos que de esa manera no cumplirían con este mandamiento de la Iglesia, si en toda su vida no se confesasen?
Arzobispo.- Mal me entendisteis; que yo dije que no se confesaran en su vida con necesidad; y quise entender que es bien que se confiesen sin ella, cuando la Iglesia lo manda; y esto por muchas causas que sería largo decirlas.
Antronio.- Yo me satisfago bien con vuestra razón, pero, por vuestra vida, que me digáis, ¿qué es la causa que los que comúnmente vemos que son los mejores cristianos, y que viven mejor y más santamente, se confiesan más veces?
Arzobispo.- Pluguiera a Dios que yo lo supiera, que sí dijera de buena gana.
Antronio.- Todavía quiero que me digáis vuestro parecer en ello.
Arzobispo.- Lo que os puedo decir, es que yo querría nunca jamás hacer cosa que tuviese necesidad de confesarla, ni de que mi conciencia me acusase; y así no confesarme más que de año a año, solamente por cumplir con la Iglesia. Cuanto a lo que esos que vos llamáis mejores cristianos hacen, no me parece que mi juicio es bastante para juzgarlos; yo, sin ninguna duda, creo que si estas tales personas supiesen lo que de la confesión se debe saber, y qué es lo que el cristiano está obligado a confesar, y qué no, por ventura, si son tales como vos decís, se confesarían menos veces, salvo si no piensan que es alguna santidad confesarse muchas veces, que en tal caso no digo nada.
Antronio.- Pues decidnos, por caridad, ¿qué es lo que debemos confesar?
Arzobispo.- Larga cosa me pedís; pero en dos palabras os digo: que solamente aquellas cosas de que nuestra conciencia nos acusa, y aquello en que ofendimos a Dios, o por ignorancia, o por flaqueza, o por malicia.
Eusebio.- Os digo que me habéis contentado en esto más que pensáis, porque os doy mi fe, que muchas veces me voy a confesar, y por tener qué decir, digo algunas cosas de que ni por pensamiento me acusa mi conciencia; y aún conozco esto mismo en algunos de los que se vienen a confesar conmigo, y en la verdad, aunque no es malo, pero tampoco es bueno; pues está más cerca de mal que de bien.
Antronio.- Pues que vos os habéis confesado, no es mucho que yo también me confiese; y os digo que, por las órdenes que recibí, ninguna vez me voy a confesar que mire en nada de eso, ni si me acusa la conciencia, ni si no. Ni menos me confieso, sino por una buena costumbre que tengo de hacerlo; y así me parecería que cuando no lo hiciese estaría perdido; y aun os prometo que creo hacen lo mismo la mayor parte de los clérigos; esto lo verán muy bien los que nos confiesan; porque los mismos pecados que confesamos antaño los confesamos hogaño, y lo mismo hoy que ayer.
Arzobispo.- No pasen vuestras confesiones adelante; que aún podría yo decir también mi parte, si dijese lo que, siendo muchacho, mis compañeros me contaban, cuando venían de confesarse, de lo que sus confesores pasaban con ellos. Yo, por mi verdad, no sé por qué lo hacen, ni qué sienten de la confesión, ni sé si piensan que fue instituida para remedio de las almas de los fieles, o para sus granjerías; pero más vale callar esto, pues no aprovecha nada.
Y digo, tornando a lo que primero dije, que junto con decirles a todos lo que primero dije, les debéis decir también, que si acaso por flaqueza cayeren en algún pecado, pidiendo a Dios perdón de él, tomen el remedio de la confesión; y esto, con mucha cordura y discreción, no curando de confesar, como dije, más que aquello de que sienten que sus conciencias les acusan; y esto brevemente, sin entremeter pláticas de aire. Es también menester que les aviséis que solamente los lleve a la confesión el dolor de la ofensa que hubieren hecho a Dios. Esto es para cuanto a los que se van a confesar.
Además de esto, deben los confesores guardarse de no enseñar a pecar a los que confiesan. Lo digo, porque ya los más tienen por costumbre preguntar en la confesión cosas que sería mejor callarlas, cuanto que a mí muchas maneras de pecados me han enseñado confesores necios, que yo no sabía. Bastará, pues, habiendo oído la confesión del penitente, que el confesor lo absolviese, y avisándole y amonestándole, según conviene, acerca de lo que ha confesado, lo anime así para que de allí adelante se guarde de ofender a Dios; como para que crea, que ya Dios le ha perdonado sus pecados, mediante su confesión y la absolución del sacerdote.
Y sí de esta manera se hace, la conciencia del otro irá apaciguada, y se excusarán algunas niñerías, y aún podría decir bellaquerías, que pasan so color de confesión. La penitencia que habéis de dar al que viene a confesar, es menester que principalmente sea mandarle leer en algún libro donde pueda hallar buena doctrina y algún remedio para el pecado a que más está inclinado, porque así mejor se pueda apartar de él.
Antronio.- No puedo decir sino que tenéis grandísima razón en todo lo que habéis dicho; y pues todo lo decís tan bien, decidnos ahora del tercer mandamiento, que es, recibir el Santísimo sacramento por pascua de resurrección.
Arzobispo.- La institución de este santísimo sacramento ya sabéis cómo fue el jueves santo, cenando Jesucristo con sus amados apóstoles; y dióselo después de haberles lavado los pies, en lo cual nos quiso enseñar que, para recibir en la posada de nuestras almas tan gran huésped, es menester que las lavemos con toda mácula de pecado. Lo mismo nos enseña San Pablo en una de sus epístolas, y no sin gran misterio. Y así creo yo, y aún querría que todos lo creyesen, que uno de los efectos que este santísimo sacramento tiene, es que ayuda maravillosamente al alma, que puramente lo recibe, a vencer del todo los deseos de pecar; y más creo, que una de las causas por que antiguamente acostumbraban a recibirlo cada día, era por este efecto. Después, como se empezó a enfriar el fervor de la fe, y a matar el ardor de la caridad, lo recibían todos los domingos; ahora somos tan ruines que lo hemos alargado de año a año. En este caso tengo de hacer que los clérigos y los frailes tengan mucho cuidado, y que den a entender al pueblo, qué es lo que deben sentir de este tan alto sacramento, para que sepan que al recibirle dignamente, reciben aumento de gracia.
Antronio.- Luego, según lo que antiguamente decías que hacían, ¿bien es recibir a menudo este santo sacramento?
Arzobispo.- ¿Quién os dice otra cosa?
Antronio.- Veamos, para recibirlo ¿no es menester que el hombre se confiese?
Arzobispo.- Sí, el que tiene qué, y el que no, no, sino cuando la Iglesia lo manda. Veamos, cuan queréis decir misa ¿os confesáis, si no tenéis qué?
Antronio.- No, ¿a qué propósito?
Arzobispo.- Pues tampoco tiene necesidad de confesarse para recibir el sacramento el que no tiene qué.
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero si vos vieseis a uno irse a comulgar, sin haber confesado ¿no lo tendríais por cosa grave?
Arzobispo.- No, por cierto, porque creería lo que de mí, que se confesara si tuviera qué.
Antronio.- Yo os prometo que hallaréis bien pocos que en este caso digan lo que vos decís.
Arzobispo.- Os engañáis en eso, que no hallaré sino muchos, aunque bien sé que serán más los que dirán lo contrario. La causa es que donde quiera son más los ruines y necios, que los buenos y discretos.
Antronio.- En eso vos tenéis mucha razón; pero, dad acá, ¿os parece que debo decir a los muchachos que comulguen?
Arzobispo.- Sí, a los que tienen discreción y son de edad. Y mirad que os encargo que muy de veras los aficionéis y enamoréis a este santísimo sacramento, de tal manera que los que no tienen edad para recibirlo, la deseen tener por gozar de tanto bien; y los que la tienen, conozcan el grandísimo bien que alcanzan cuando lo reciben.
Antronio.- Eso haré yo de muy buena voluntad, lo mejor que pudiere. Y pues ya habéis dicho de esto lo que basta, decidnos lo que del cuarto mandamiento se debe decir y enseñar.
Arzobispo.- Soy contento, aunque me dejo harto por decir de lo que quisiera de la confesión y del santísimo sacramento; pero otro día se hará.
El cuarto mandamiento es, ayunar los días que manda la Iglesia. Es menester que sepamos de dónde se empezó el ayuno; y qué es la virtud de él, y también qué movió a la Iglesia para que lo diese por precepto; pues parece cosa que había de ser voluntaria; y en fin, para que el ayuno que hiciéremos sea bueno, qué condiciones ha de tener. Dicho esto, veréis qué es lo que conviene decir y enseñar.
Cuanto a lo primero, el ayuno se empezó mucho antes del advenimiento de Jesucristo, nuestro Señor, y la primera vez que se halla nombrado en la Sagrada Escritura es en el libro de los Números; pero, según parece, entonces el ayuno era para afligirse los cuerpos y estar en silencio y tristeza. Después los ayunos de los santos padres que estaban en el yermo de Egipto. Era una continua abstinencia de todos manjares, que fuesen exquisitos; y lo que comían era lo que más sin trabajo podían hallar en la tierra donde moraban. No se les daba más que fuese carne que pescado, comían templadamente, no para hartar los cuerpos, sino para sustentar las vidas. Este es el ayuno que en muchas partes de la Sagrada Escritura está alabado; y éste es el que yo deseo que aprendiesen a ayunar los que se precian de ayunadores, que no a no comer carne, y gastar en pescados, traídos de no sé dónde, dos veces más que gastarían en carne; y de aquello, con tanto que no sea carne, piensan que les es lícito comer hasta reventar. Esta manera de ayuno, yo, ni la tengo por ayuno, ni por nada, sino por vicio. El otro, a la fe, es el que sojuzga la sensualidad a la razón, y la carne al espíritu, y así hace al alma que se allegue a Dios, y que aborrezca los placeres de la carne, y aquellos comeres demasiados y glotonerías.
Pues dejando esto, después, andando el tiempo, la Iglesia, movida por causas santas y buenas, instituyó el ayuno que ahora tenemos y de la manera que lo tenemos. Verdad es, que personas supersticiosas lo tienen corrompido, como muchas otras cosas, usando de él, no según la intención de la Iglesia, sino según lo que ellos se fingen. Pues dejando éstos, que ellos darán cuenta a Dios de lo que hacen, digo que en este caso de ayunos, no querría que dijeseis otra cosa, especialmente a los niños, sino que el ayuno principal del cristiano debe ser abstinencia de pecados y de vicios; y esto se lo debéis aconsejar con mucho ahínco; y de este otro ayuno corporal no curéis de decir a los niños nada; antes decidles y declarad cómo, en tanto que son muchachos, no están obligados a ayunar.
Antronio.- ¿Para qué? ¿No es mejor que ayunen, aunque no estén obligados?
Arzobispo.- No.
Antronio.- ¿Por qué no?
Arzobispo.- Porque los ayunos vemos muchas veces que causan a los muchachos enfermedades. La causa es que, como el día que ayunan, acordándose que no han de cenar, comen a mediodía demasiado, de lo que suele hacerles mal. Hay asimismo otro inconveniente, que yo tengo por mayor, y es que, si les ponéis desde niños en que piensan que es gran cristiandad ayunar mucho, ponen en aquello su santidad, y en lugar de hacerlos píos y santos los hacéis supersticiosos y ruines.
Antronio.- ¿Y decísme de veras que diga eso a los muchachos?
Arzobispo.- Sí, y aun más que de veras.
Antronio.- Pues yo os prometo de tomar vuestro consejo; aunque, a mi juicio, siquiera por la buena costumbre, sería bueno que ayunasen.
Arzobispo.- La buena costumbre haced vos que la tengan en amar a Dios y a sus prójimos, y de las otras cosas no se os dé nada.
Antronio.- Digo que me place; pero, dad acá, veamos; del pagar diezmos y primicias, que es el quinto mandamiento, ¿qué nos decís?
Arzobispo.- ¿Qué queréis que os diga? Nada.
Antronio.- ¿Cómo no?
Arzobispo.- Yo os lo diré; porque para deciros verdad, pues aquí todo puede pasar, yo tengo por tan de buen recaudo a los eclesiásticos, que no dejaremos ir al otro mundo muy cargadas de diezmos las ánimas de nuestros feligreses. Pluguiese a Dios que tanto recaudo y diligencia pusiésemos en instruir al pueblo en la doctrina cristiana cuanto ponemos en hacerles pagar los diezmos y las primicias. Si esto se hiciese así, yo os prometo que todos fuésemos santos.
Antronio.- ¿Pues no os parece bien que los clérigos cobremos nuestras rentas?
Arzobispo.- Yo no digo que no se cobren, pero digo que sería bien que nosotros hiciésemos de ellas lo que somos obligados, y no lo que hacemos, y que, pues nos dan los legos sus rentas, porque les demos doctrina, la diésemos. Sé que San Pablo muy mejor era que ninguno de nosotros, y con mucho mejor título podía pedir diezmos y rediezmos, pero ya sabéis que era tanta su modestia, que por no ser a ninguno molesto, y porque no pareciese que por interés predicaba a Jesucristo, jamás dejaba de día o de noche de trabajar en su oficio, con que por sus propias manos ganaba de comer para sí y para los que traía consigo, de lo cual él mismo, en muchas partes y con mucha razón, se alaba; y dice que notemos, para guardarnos de ellos, a los que, andando ociosos, quieren mantenerse de los trabajos ajenos. Pues, considerando esto, digo yo que no es malo que nosotros cobremos nuestras rentas, pero que es bueno y justo que los que nos las dan cobren de nosotros aquello por lo que nos la dan, que es la doctrina; y mientras ellos no cobren esta doctrina de nosotros, creedme que no merecemos las rentas que nos dan. Y no tan sólo estamos obligados a darles doctrina por sus rentas, sino a gastarlas en aquellas cosas que quiere la Iglesia que las gastemos. Verdaderamente, yo no sé cómo no tenemos empacho los eclesiásticos de gastar las rentas que nos dan para remedio de los pobres en cosas profanas y más que mundanas.
Antronio.- Cuanto a mí, no me demandará Dios nada de eso.
Arzobispo.- ¿Cómo no?
Antronio.- Porque, a lo menos, no gasto mi renta, como esos que vos decís, en juegos, ni en bellaquerías, ni en cosas semejantes.
Arzobispo.- ¿Pues en qué las gastáis?
Antronio.- En sostener lo mejor que puedo mi honra y la de mis parientes, según conviene a una persona que tiene la renta y dignidad que yo.
Arzobispo.- ¿Y de eso estáis muy contento?
Antronio.- Sí, sin falta; ¿por qué no lo tengo de estar?
Arzobispo.- Porque, pues no os las dan para que las gastéis en eso, sino en sostener la honra de Dios y de su Iglesia, no tenéis por qué estar muy contento de ello.
Antronio.- ¿Cómo se sostiene la honra de Dios?
Arzobispo.- Haciendo en todo lo que Dios quiere; porque no se honra él de otra cosa más que de que sus criaturas cumplan su voluntad; y esto es lo principal a que vos, y yo, y todos, debemos tener respeto; y conforme a esto debemos gastar todo lo que tuviéremos.
Antronio.- Bien está eso; pero la honra de la Iglesia, ¿en qué está?
Arzobispo.- En que la obedezcamos siempre y en todas las cosas, así que, pues ella nos manda que gastemos nuestras rentas con los pobres y necesitados, es menester que, haciéndolo así, cumplamos con su honra. ¿No os parece a vos que se honraría mucho Dios y su Iglesia si entre los cristianos hubiese tanto amor y caridad que los que algo tienen no dejasen padecer necesidad a los que son pobres?
Antronio.- Sí, por cierto; pero no sé yo por qué le ha de pesar a Dios que yo gaste mi renta en lo que tengo dicho.
Arzobispo.- Pues no lo sabéis, yo os lo quiero decir. Venid acá, por vuestra vida. Si vos enviaseis a la feria de Medina del Campo un criado vuestro con cien mil maravedís, los cuales le mandaseis que gastase en lo necesario para su persona, y en comprar algunas cosas que vos le mandaseis a vuestro propósito, ¿no holgaríais que lo hiciese conforme a vuestra voluntad?
Antronio.- Sí, sin duda.
Arzobispo.- Y si, sin cumplir vuestra voluntad, gastase aquellos dineros en lo que a él se le antojase, puesto caso que fuese bueno, ¿qué le haríais?
Antronio.- Haríale que me pagase mis dineros, y a más de esto le castigaría muy a mi placer.
Arzobispo.- Muy bien habéis respondido, y muy a mi propósito; y pues tan bien respondisteis, decidme, ¿a vos nos envió Dios a la feria de este mundo?
Antronio.- Sí envió.
Arzobispo.- ¿Y no os dio cien mil maravedís, o más, de renta, que gastaseis en lo que hubiereis menester y en lo que él os mandase?
Antronio.- Si dio.
Arzobispo.- Y si vos, dejando de gastar vuestra renta en lo que Dios quiere, la gastáis en sostener vuestra honra y la de vuestros parientes, ¿no os parece que con justa razón os dará Dios a vos la pena y castigo que dijisteis daríais a vuestro criado?
Antronio.- Sí parece; pero, pues me da a mí Dios licencia que tome para mí lo necesario -y yo tengo por muy principal mi honra y la de mis parientes-, lícito me es gastar lo que tengo en ello.
Arzobispo.- ¿A qué, veamos, llamáis vos honra?
Antronio.- A vivir en aquel estado y autoridad que viven otras personas que tienen la dignidad y renta que yo.
Arzobispo.- Mirad, padre cura, muy engañado estáis en eso. Lícito os es a vos tomar de vuestra renta para lo que habéis menester, según vuestro estado y manera; y esto muy moderadamente, sin tener respeto a la dignidad y renta que tenéis, pues la honra de la dignidad consiste en que vos hagáis en ella lo que debéis, y no en que tengáis buenas mulas y muchos criados; así que la honra del cristiano más debe consistir en no hacer cosa que, delante de Dios ni de los hombres, parezca fea, que no en cosa ninguna mundana; porque esa honra que vos decís que sostenéis, es camino del infierno, pues tiene anejas a sí la avaricia y ambición. Y porque más entendáis lo que en esto os quiero decir, os contaré una cosa que hacía el primer arzobispo de esta Iglesia, con quien yo viví muchos años, que se llamaba Don Fray Fernando de Talavera, de cuya doctrina y santidad bien creo habéis oído hablar.
Antronio.- Sí he, y muchas veces.
Arzobispo.- Habéis de saber que tenía unas hermanas doncellas, las cuales, si él no fuera arzobispo, se casaran con algunos oficiales; pero ellas, creyendo que su hermano haría como otros algunos hacen, levantaron sus pensamientos y pidieron a su hermano que las casase con sendos caballeros, diciendo que así convenía a la honra de su dignidad. El buen hombre, considerando que las rentas de la Iglesia no son para mantener honras mundanas, jamás quiso hacer con ellas más de requerirles que, si se querían casar, él les daría, como a huérfanas, a cada una treinta mil maravedís, con que podrían escoger oficiales a su voluntad; pero que si otra cosa querían, perdonasen que él en ninguna manera lo podía hacer. ¿Os parece que este santo hombre tenía respeto a sostener con las rentas de la Iglesia su honra o la de sus parientes?
Antronio.- No, por cierto; ¿pero, vos no veis también que eso era extremo?
Arzobispo.- Pluguiese a Dios que el mismo extremo tomásemos todos los que tenemos rentas eclesiásticas, pues sin duda sería mucho mejor que no dejar mayorazgos de los bienes de los pobres.
Antronio.- Sin duda ninguna, vos me habéis de hundir y hacer de nuevo, y pues así es, os suplico me digáis cómo haré para gastar bien mi renta.
Arzobispo.- Leed en la Sagrada Escritura, a donde declara Dios en esto su voluntad en muchas partes, y haced conforme a lo que leyereis.
Antronio.- ¿A qué llamáis Sagrada Escritura?
Arzobispo.- A la Biblia, Testamento viejo y nuevo, donde Dios no nos encomienda otra cosa sino que gastemos lo que él nos da con personas necesitadas; y de otra cosa no veo que hace mención; y pues no la hace, de creer es que sólo ésta quiere y le agrada. Y si todos tuviésemos respeto a sólo esto, yo os prometo que procurásemos de dejar nuestras memorias en el cielo y no en el suelo.
Eusebio.- Mucho nos hemos detenido en esto. Dejémoslo, señor, ya, y decidme, ¿qué diferencia hacéis entre los mandamientos de Dios y estos de la Iglesia, cuanto a la guarda de ellos?
Arzobispo.- Yo os la diré. Que los mandamientos de Dios estamos obligados a guardarlos exterior e interiormente, y con muy entera y pronta voluntad, tanto que a lo menos con el espíritu nos holguemos con ellos, y se nos hagan dulces y sabrosos, como en la verdad lo son. Los mandamientos de la Iglesia, según dice Juan Gerson, basta para cumplir con ella que los guardemos exteriormente; y aunque los guardemos de mala gana, con tanto que los guardemos, cumplimos con la Iglesia; porque ella solamente juzga de lo exterior, de manera que puede uno decir sin pecar: pésame que me mande la Iglesia que ayune hoy, porque quisiera comer carne; y por el consiguiente de otros mandamientos, que aunque le pese de guardarlos, si los guarda, cumple en lo exterior. Pero pecará gravemente, si dice: pésame que me mande Dios que ame a mi prójimo como a mí mismo, porque quisiera amarme más a mí; o pésame que me mande Dios que no hurte, porque quisiera hurtar, y así por consiguiente de los demás.
Antronio.- Luego, a esa cuenta, cuando yo veo en la Cuaresma comer carne a algún enfermo y deseo comerla yo también, ¿no peco?
Arzobispo.- Según con el ánimo que lo deseáis.
Antronio.- ¿Si lo deseo para vivir más sano, porque el pescado me es muy dañoso para la salud?
Arzobispo.- No pecáis, porque, en tal caso, vuestro deseo no es sino que quisierais que la Iglesia no os mandara aquello, porque es dañoso para la salud de vuestro cuerpo, y por ventura para la de vuestra alma; pero no por eso dejáis de guardar lo que os manda.
Eusebio.- Cuanto a ese mandamiento del ayuno, yo os confieso que tenéis razón; pero de dar la confesión, sé que no aprovecha nada al que de mala gana la hace.
Arzobispo.- Así es la verdad; ni aún al que la hace solamente por cumplir con la Iglesia. Lo que yo os digo no es sino en cuanto al cumplimiento de los unos o de los otros, porque al que se confiesa, aunque lo haga de mala gana, no lo castigará la Iglesia; pero castigará Dios al que de mala gana deja de hurtar.
Antronio.- Y el que va de mala gana a oír misa el día de fiesta, ¿creéis que cumple?
Arzobispo.- Con la Iglesia, claro está que sí, y también con Dios, en algún caso, porque puede ser que uno, alguna vez, tenga algún negocio santo y bueno en que entender, donde, a su parecer, serviría mucho a Dios, y le puede pesar de dejarlo por ir a cumplir el mandamiento de la Iglesia en oír la misa; y en tal caso, cumple también con Dios.Dadme vos, padre cura, un ánimo recto y discreto que tenga en todas sus cosas enderezada su intención a sólo Dios, como sería razón que todos los que nos llamamos cristianos la tuviésemos, y yo os prometo que todas estas cosas le salgan a bien.
Antronio.- Yo lo creo como lo decís; pero, veamos, ¿decís lo mismo del pagar de los diezmos?
Arzobispo.- Eso ya vos de antes de ahora os lo sabéis.
Antronio.- No lo sé, en verdad.
Arzobispo.- Luego, si no lo sabéis, impiedad es muy grande que excomulguéis a vuestros feligreses por los diezmos, si no creéis que cumplen, aunque los paguen de mala voluntad.
Antronio.- Digo que aunque no fuera sino por esto, creyera todo lo demás que de la guarda de estos mandamientos de la Iglesia habéis dicho, porque en todo tenéis mucha razón; pero, decidnos, ¿holgareis que todas estas cosas se digan y enseñen así a todo el pueblo para que aprendan a tener cada cosa en lo que es razón?
Arzobispo.- Ciertamente no holgaría de cosa más.