LOS SIETE DONES DEL ESPIRITU SANTO
Arzobispo.- Eso haré yo de muy buena voluntad; y quiero que sepáis de mí una cosa: que noches y días no me cansaría de hablar en lo que aquí hablamos, porque entonces descanso yo, cuando pienso y hablo en cosas cristianas; y pues queréis que os diga de los dones del Espíritu Santo, habéis de estar muy atentos.
Antronio.- Que nos place.
Arzobispo.- De los dones que da Dios al alma que elige y escoge para sí, a los cuales con mucha razón llamamos dones del Espíritu Santo, quisiera tener más tiempo para hablaros largamente todo lo que siento y sé, y querría que todos sintiesen y supiesen; pero mejor será que solamente os apunte de cada uno lo que hace al caso, para que sobre aquello podáis vosotros enseñar a vuestros súbditos lo que os pareciere que más les conviene. Plegue a la bondad de Dios que de tal manera hablemos en ellos, que después de platicados queden muy de raíz impresos en nuestras almas.
Habéis de saber que de estos dones principalmente habla el profeta Isaías en una lección que empieza: Saldrá una vara de la raíz de Jessé, etc., donde pone siete dones de que fue dotada el alma de Jesucristo, nuestro Señor y Redentor; y aunque en ella estuvieron todos juntos, Dios, empero, los reparte en nosotros, dando a cada uno según su capacidad. De este repartimiento de dones habla largamente San Pablo en una de sus epístolas, donde cuenta los estados que Dios pone en su Iglesia. Aquello querría que leyeseis, lo cual hallaréis en la primera epístola a los corintios, en el capítulo doce.
Eusebio.- Presupuesto esto, digamos de qué manera se debe entender cada uno de los dones y qué se debe sentir de ellos, y qué es el efecto que hace en el alma del cristiano cada uno de ellos.
Arzobispo.- Primeramente, el don de sabiduría da Dios comúnmente al alma para que le conozca y guste; y particularmente lo da a los que han de enseñar a sus prójimos, para que, mediante él, sepan enseñar toda verdad con mucho fervor y sin temor ninguno; y enseñar, no por interés ni con la ambición de ser tenidos y estimados por sabios, sino solamente de magnificar y engrandecer la doctrina de Jesucristo e imprimirla y encajarla en los ánimos de todos. Esta es la sabiduría con que hablaban los Apóstoles, y con ésta gustaban y sentían lo que hablaban al sabor de ésta, y al olor corrían las doncellas que dice el sabio en los Cantares; con ésta escribieron los santos Doctores. De esta manera habéis de entender este don de sabiduría; y éste es el efecto que hace en el alma, porque como esta sabiduría venida del cielo es ciencia sabrosa, de tal manera se imprime y encaja en nuestros ánimos, que nos da fervor y eficacia para predicar la bondad y misericordia de Dios muy de otra manera que si no la tuviésemos, puesto caso que alcanzásemos toda la ciencia que con fuerzas humanas se puede alcanzar.
El segundo don, que es entendimiento, da Dios a los que han de oír la doctrina, para que mediante él oigan con mucha atención y entiendan con amor lo que oyeren, y entendiéndolo lo sepan aplicar según la necesidad que tuvieren, y se sepan aprovechar de ello. Así que el alma a quien Dios da este alto don sabe muy bien aplicar a sí y aprovecharse de todas las cosas: en todas halla a Dios, todas te predican y dicen la grandeza, bondad, omnipotencia y sabiduría de Dios; en todas lo conoce, en todas lo halla y en todas lo ve; en fin, todo lo entiende, en cuanto le puede aprovechar para su salvación; de manera que la sabiduría da armas a la boca, y el entendimiento arma al corazón.
El tercer don que es consejo, lo da Dios al alma para que sepa dar buen consejo a sus prójimos, y aun tornarlo para sí. Este don es el que hace a los buenos que den buenos y santos consejos a los que lo piden.
Antronio.- Cuanto a mí, lo mismo me parece que es este don que el primero.
Arzobispo.- ¿Por qué?
Antronio.- Porque creo, que el que tiene sabiduría tendrá también consejo.
Arzobispo.- Engañado estáis; que muchas veces acontece que es uno sabio y le falta consejo; ¿lo queréis ver por autoridad de la Sagrada Escritura? Moisés, ¿no creéis vos que tenía don de sabiduría?
Antronio.- Sí, creo, sin duda ninguna y aun grande.
Arzobispo.- Pues mirad cómo le faltó el don de consejo, que según se cuenta en el Éxodo, estando Moisés con grandísimo trabajo, porque era juez de todas las pendencias del pueblo de Israel, vino a verlo Jethro, su suegro, y aconsejóle que repartiese aquel trabajo entre doce personas escogidas del pueblo, porque él no lo podría sufrir; a Moisés le pareció bien el consejo de su suegro y púsolo por obra. Veis aquí cómo lo que le faltó a Moisés lo tuvo su suegro, que fue este don de consejo, y aun por ventura se podría traer a este propósito la reprensión que hizo San Pablo a San Pedro.
Eusebio.- No curéis, lo dicho basta. Con que habéis muy bien probado vuestra intención, decidnos adelante.
Arzobispo.- Bien decís.
El cuarto don, que es fortaleza, lo da Dios al que es aconsejado, para que con buen ánimo, fuerte y perseverante, ponga en efecto el consejo que recibe. Este don es en todos muy necesario, porque todos tenemos necesidad de consejo, unos más y otros menos, pero ninguno se escapa, por más estirado que sea; y el que piensa que menos lo ha menester, aquél tiene más necesidad de él.
Eusebio.- Verdaderamente vos decís muy gran verdad, porque yo conozco algunas personas que, aunque por una parte son buenas y sabias, por otra, confiándose en sus pareceres, y no queriendo tomar el consejo que con caridad y santo celo sus prójimos les dan, han venido a caer en algunas cosas de que a muy poca costa se pudieran librar.
Arzobispo.- Muy a mi propósito habéis hablado, y quisiera en este caso hablar más largamente con vos, pero se quedará para otro día. Ahora digamos adelante.
El quinto don, que es ciencia, lo da Dios a aquellos que elige por predicadores y pregoneros de su doctrina sagrada.
Antronio.- Veamos, ¿qué diferencia hacéis vos entre sabiduría y ciencia?, porque a mí todo me parece una misma cosa.
Arzobispo.- Yo os la diré: que la sabiduría, que es ciencia sabrosa, es para conocer, gustar y sentir a Dios, y así, cuanto más tiene el alma esta sabiduría, más conoce y más siente y más gusta. Esta la da Dios muchas veces a una viejecita y a un idiota y la niega a un letradazo, de tal manera, que si le habláis de ella le parecerá que es algarabía o cosa semejante. Es la ciencia particularmente para los que han de enseñar la palabra de Dios, y así habéis de entender que ésta es la que Jesucristo prometió a sus Apóstoles, a la cual, les dijo, que no podrían los hombres resistir. Bien es verdad que muchas veces se toma la una por la otra, quiero decir, la sabiduría por ciencia y por el contrario; pero mirad que debajo de este nombre de ciencia no ente entendáis esta que con industria humana se adquiere, la cual hincha y ensoberbece.
Antronio.- Ya entiendo bien esto. Seguid adelante.
Arzobispo.- El sexto don, que es piedad, lo da Dios al alma con que, después de recibida la doctrina, sea santificada, porque piedad quiere decir santidad; así que el que recibe don de piedad recibe don de verdadera religión y santidad.
Antronio.- Luego, según eso, ¿todos los cristianos que hemos recibido la doctrina de Jesucristo habríamos de ser santos?
Arzobispo.- Por cierto, tales habríamos de ser; y no lo son los ruines, que los buenos sí son, porque con la doctrina evangélica reciben don de santidad, y son santos todos los que la abrazan y cumplen como deben, y aun a este propósito llama San Pablo a los cristianos, santos.
Antronio.- No lo creáis.
Arzobispo.- Sí, quiero creerlo, porque lo sé muy bien.
Antronio.- ¿Quién os lo dijo?
Arzobispo.- Yo lo he leído en muchas partes muchas veces, y particularmente lo hallaréis donde, enviando San Pablo encomiendas a ciertas personas a quien escribe, dice: se os encomiendan todos los santos, especialmente los que moran en casa del emperador.
Antronio.- No curéis de más, que yo lo creo; no decís cosa que no sea mucha verdad. Seguid adelante.
Arzobispo.- El séptimo don, que es temor, lo da Dios al alma para que viva en continuo recelo y recatamiento de no ofenderle; así que es este santo temor parte de dulcísima religión, y es muy excelente, porque por él se conservan los otros dones, y cuanto más tiene el alma de éste, tanto más y más se guarda y conserva justa y santamente en el amor y gracia de Dios. Este temor es muy contrario al que dice San Juan que no puede estar junto con la caridad, la cual, si es perfecta, según él mismo dice, lanza fuera al mal temor. Es también este temor de quien dice David: «Venid acá, mis hijos, oídme y os enseñaré el temor del Señor», del cual también en otras muchas partes habla la Sagrada Escritura, así como es aquello: «El que teme a Dios obrará obras buenas». Y aquello del sabio: «Hijo, cuando te allegares al servicio de Dios, está en justicia y en temor, y apareja tu alma para la tentación». Y así, de esta manera, hallaréis alabado este santo temor en muchas partes.
Así que veis aquí lo que yo sé de los dones Espíritu Santo, y además de esto, sé de ellos otra cosa más provechosa; ésta es que vale más gustarlos y sentirlos en el alma, que no platicarlos ni decirlos con la lengua. ¡Oh, válgame Dios, y cuán grande dulzura y qué maravilloso gozo debe sentir el alma cuando conoce en alguna manera en sí estas tan ricas joyas o parte de ellas, dadas de mano de su esposo Jesucristo! ¡qué alegría, qué contentamiento, qué descanso! ¡cómo se hallará rica y bienaventurada con tan verdaderas riquezas, y cómo tendrá por basura estas cosas que los amadores del mundo tienen por riquezas! ¡con cuánto señorío las poseerá; con cuánta liberalidad las repartirá! Tengo yo por muy averiguado, que el que no goza de estas riquezas espirituales, no puede, como debe, menospreciar las corporales, ni ser señor de ellas. Cuando esto pienso, no tengo en mucho los trabajos, las fatigas, los tormentos, las afrentas, los martirios que dicen que los santos mártires pasaron. Pues sin duda tendrían adornadas sus almas con estos tan ricos joyeles, los cuales sentían y conocían que eran una manera de empresa o prenda de la vida eterna; y además de esto, porque los llevaba al martirio el amor, el cual dice (el Sabio) que es fuerte como la muerte.
Eusebio.- Por mi fe, que vuestras palabras son de tanta eficacia que creo bastan para mover un corazón de piedra dura; especialmente cuando os encendéis un poco.