LOS DIEZ MANDAMIENTOS (PRIMERA PARTE)
Al principio dijisteis que lo primero que al niño cristiano se le debe enseñar, después del Credo, son los diez mandamientos. Habréis de decirnos ahora la causa.
Arzobispo.- Que me place. Claro está que, después que el hombre ha sabido en quién ha de creer, y después también que ha sabido qué es lo que ha de creer, lo cual hemos mostrado en el Credo, es menester que sepa la voluntad de Aquél a quien ya conoce y en quien ya cree. Esta voluntad declaró Dios en otro tiempo a los hijos de Israel, dándoles los diez Mandamientos, que también ahora somos nosotros obligados a guardar y declaróles más Jesucristo, Nuestro Señor, estando y conversando acá en el mundo, como quizá diremos adelante; y por esta causa dije lo que dije.
Eusebio.- Y aun fue muy bien dicho; y pues nos habéis de declarar los Mandamientos, querría me dijeseis primero por qué casi en todos los diez Mandamientos no manda Dios lo que quiere que hagamos, sino lo que quiere que no hagamos. Quiero decir, ¿por qué no dice: Adorarás a un solo Dios, sino: no adorarás dioses ajenos, y semejantemente en los más de los otros?
Arzobispo.- Esa es cosa que la certidumbre de ella pende de la sabiduría de Dios; pero con su gracia os diré lo que a otro que me preguntó lo mismo respondí, y si vos supiereis otra cosa mejor, decidla. Habéis de saber que las leyes de los hombres solamente se ponen porque no hagamos de nuevo lo que ellas nos vedan; pero la ley de Dios es de muy otra manera; por la cual no solamente somos avisados para lo sucesivo de lo que debemos hacer y no hacer, sino, como dice San Pablo, por ella venimos en conocimiento de los malos pecados que hemos hecho contra Dios; y así muéstranos cómo somos pecadores, el cual conocimiento es principio de verdadera justificación. Así que, cuando yo oigo que es la voluntad de Dios que no adore dioses ajenos, mejor vengo en conocimiento de lo que en esto he pecado que si me dijese: «adora a un solo Dios». Porque en decírmelo de la manera primera, paréceme a mí que me dice la ley: ¡oh, miserable hombre! Ves, aquí te muestro tu maldad. Debías ser tal que ni tuvieses dioses ajenos, ni tornases el nombre de tu Dios en vano, y que ni matases, ni fornicases, y veste aquí muy ajeno de esta bondad, y perverso.
Eusebio.- Por mi fe, que vuestra respuesta ha sido harto sutil y harto cristiana; y de la misma manera tengo buena esperanza que nos diréis lo demás. Y pues ya tenemos que el primer Mandamiento es: no tendrás dioses ajenos, resta que nos declaréis brevemente y digáis qué es lo que quisiereis que de él supiesen todos los cristianos, porque así sabremos nosotros lo que les habremos de enseñar.
Arzobispo.- Que me place. Cuanto a lo primero, pues que este mandamiento se quebranta con el pecado de la idolatría, es menester que sepan que hay principalmente dos maneras de idolatría, una es exterior y otra interior. La exterior es adorar un madero, una piedra, un animal o alguna cosa tal; así como parece por el Testamento viejo y por las escrituras de los gentiles que antiguamente algunos hacían; y ésta procedía de la interior, la cual es cuando el hombre, o por temor de la pena, o por su interés propio, deja de adorar exteriormente estas criaturas, pero en lo interior tiene puesto su amor y su confianza en ellas. Poca santidad es, a la verdad, no hincar las rodillas a las honras, ni a las riquezas, ni a otras criaturas, si por otra parte les ofrecemos nuestros corazones, que es la más noble parte del hombre. Porque esto no es otra cosa sino adorar a Dios con la carne, que es con el cuerpo exterior, y adorar interiormente a la criatura con el espíritu. Pues conociendo Dios esta tan grandísima afrenta que le hacemos, se queja de ella en muchas partes de la Sagrada Escritura. Así como aquello: «Israel, si me oyeres, no tendrás Dios nuevo, ni adorarás Dios ajeno». En lo cual parece que a cada uno de nosotros dice: «Oh, hombre pecador, sábete que con tus fuerzas, ni tus ejercicios, jamás podrás venir a tanta perfección que no adores dioses ajenos, porque puesto caso que no adores exteriormente estatuas; en tu corazón, empero, amas más las criaturas que a Mí. Pues créeme que entonces no adorarás Dios ajeno cuando me oyeres a Mí y confiándote en mis palabras las creyeres. Y sólo esta confianza te quitará y apartará de toda codicia y confianza que tengas en las cosas exteriores, y te traerá a Mí, que soy tu criador».
Antronio.- Gran cosa es esa que habéis dicho. Decidme, por caridad, ¿cómo se podrá hacer eso?
Arzobispo.- Habéis de saber que la fe y confianza que en Jesucristo ponemos lanza fuera toda confianza de propia sabiduría, justicia y virtud, porque nos enseña que si Jesucristo no hubiera muerto por nosotros, ni nosotros mismos, ni ninguna otra criatura, nos pudiera dar verdadera felicidad. Y de este conocimiento nace que menospreciemos todas las cosas exteriores, de manera que el que quisiere hacer lo que vos preguntáis, es menester que muy de veras tenga esta tal confianza; y así, cuando el cristiano oye que Jesucristo padeció por él, y lo cree, nácele una nueva confianza y un cierto amor, a maravilla sabroso, y juntamente perece todo el deseo de las cosas exteriores y nace una estimación de solo Jesucristo, el cual conoce que sólo le basta y del cual es todas las cosas, y por esto le ama sobre todas pera las cosas. De manera que está claro que solamente aquellos cumplen este primer Mandamiento que tienen entera fe, firme esperanza y perfecto amor con Jesucristo nuestro Dios y Redentor, desasidos totalmente de todo afecto de cosas exteriores, para lo cual es sin duda menester especial gracia de Dios.
Antronio.- Cuanto, que si vos me preguntáis a mí si tengo Dios ajeno, diréos que no, de ninguna manera.
Arzobispo.- Así lo creo yo que lo diréis, y aún de ahí procede todo el mal, que corno no conocemos nuestro mal, no procuramos el remedio de él, y así nos estamos muy de reposo en él. Venid acá, por vuestra vida, ¿estáis vos tan del todo muerto a todas las cosas y tan seguro de Jesucristo, que ni os ensoberbecéis con la riqueza, ni menos os humilláis con la pobreza, y que ni las honras os ensalzan, ni las afrentas os abajan, y que ni os alegráis con la vida, ni os entristecéis por la muerte, y, en fin, de tal manera estáis de la una parte y de la otra seguro y sosegado que de cualquier parte que las cosas caigan, o a bien o a mal, os aseguráis con que tenéis puesta en Jesucristo vuestra esperanza y confianza?
Antronio.- Todo eso me parece bien; pero veamos, señor, eso que vos decís, ¿no es solamente para los perfectos?
Arzobispo.- A la fe, sí, para los perfectos son estas cosas; conviene a saber, para los cristianos, y no para los infieles.
Antronio.- Luego, según eso, ¿vos no hacéis diferencia en los estados de la Iglesia militante, pues igualáis en perfección al plebeyo con el obispo?
Arzobispo.- Yo no hablo de ese género de perfección, sino de la perfección cristiana, de la cual cuanto uno más alcanza es más perfecto.
Antronio.- De manera que, según vuestra sentencia, ¿todos los que no tienen esa perfección se van al infierno?
Arzobispo.- No digo yo tal; pero digo que éste es el puesto o término adonde todos hemos de tener ojo para alcanzarle; y digo más, que de los que no lo alcanzan, solamente aquellos son perdonados que con dolor de su alma conocen y confiesan que no son tales como conviene, y también los que cada día trabajan por ser tales y por alcanzar esta perfección, y que mientras que no la alcanzan dicen aquello del Pater Noster: Perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y aquello de David: Crea en mí un corazón limpio, oh Dios, y renueva un espíritu recto dentro de mí. Pues a éstos digo que se les perdonan sus faltas, mediante Jesucristo, nuestro Señor, en el cual creen; pero aquellos que sin temor y sin cuidado de aprovechar en este camino duermen a pierna tendida, verdaderamente no guardan este Mandamiento, y yo os prometo que no se excusarán con decir que no es sino para los perfectos, como vos dijisteis, pues está claro que no se dio para las piedras, sino para los hombres.
Antronio.- A mí, dígoos de verdad, que me tiemblan las carnes en oíros, y no sé qué os responda; ¿qué hará, pues, a los muchachos si yo les tengo de decir eso?
Arzobispo.- Esa es pusilanimidad muy grande, así que no os tiemblen, sino considerad que, por muy recio que este Mandamiento sea, es más fuerte la gracia de Dios, con la cual fácilmente lo podréis cumplir, y considerando esto, pedidla a Dios con humildad, y yo os prometo que no os la negará, y así veréis cuán liviano y sabroso es lo que ahora os parece pesado y áspero, y aconsejad también esto mismo a todos los cristianos, chicos y grandes.
Antronio.- Yo haré lo que decís, pero querría que me dijeseis particularmente quiénes son los que en este Mandamiento pecan.
Arzobispo.- No queráis, por amor de mí, que gastemos aquí nuestro tiempo en eso, pues toparéis por ahí mil confesonarios que os lo digan, especialmente uno de un Maestro Ciruelo.
Antronio.- Bien lo he visto, pero holgara de oírlo de vos.
Arzobispo.- Esto os baste, que le quebrantan todos aquellos que no viven con la simplicidad y puridad que hemos dicho.
Eusebio.- En extremo me he holgado de oír las preguntas del cura, y pues este primer mandamiento queda ya bien declarado, pasemos al segundo, el cual es: No tomarás el nombre de tu Señor Dios en vano, y decidnos lo que de él sentís.
Arzobispo.- Este Mandamiento, así como todos los demás, penden del primero, porque el que guardare el primero, guarda todos los otros.
Eusebio.- Pues si así es, ¿por qué los ponen distintos?
Arzobispo.- Para socorrer a nuestra ceguedad y torpeza, que ni sabemos qué es lo que hemos de hacer exterior ni aun interiormente. Así que en el primer Mandamiento se instruye el corazón y el hombre interior para con Dios, y con éste se instruye la boca; porque así como pecamos contra Dios en tres maneras, con el corazón y con la boca y con la obra, así para cada una hay su Mandamiento, de manera que, así como el que peca con el corazón no peca tampoco con la boca ni con la obra; así el que peca con el corazón, ni por boca ni por la obra puede ser justificado. Pues viniendo a nuestro Mandamiento, habéis de entender: que al mandarnos que no tomemos el nombre de Dios en vano, se nos da licencia que lo tomemos para llamarle, alabarle y confesarle. Y así dice San Pablo: cualquiera que invocare el nombre del Señor, será salvo. De manera que diremos que lo toman en vano los hechiceros y los que usan semejantes artes, y los que traen por oficio y granjería jugar y renegar, y aun por ventura podríamos poner entre éstos a los que usan de no sé qué ensalmos. Porque estos tales, como vemos, no toman el nombre de Dios para salud de sus almas ni de las de sus prójimos, ni mucho menos lo toman para gloria de Dios; por donde parece que lo toman en vano, pues en vano lo toman los que lo toman sin necesidad y sin causa. La causa para que es lícito tomarlo es para gloria de Dios y para salud de nuestras almas, que todo casi es uno, y aun en la verdad lo es.
Eusebio.- A lo menos, de los que con buena intención usan de estos ensalmos no diréis que pecan.
Arzobispo.- ¿Por qué no?
Antronio.- Porque dicen que, tal es la obra cual es la intención. Pues si la intención de éstos es buena, ¿por qué será mala la obra?
Arzobispo.- Engañado estáis, que ese dicho no lo tendrá San Pablo en todo por verdadero.
Eusebio.- ¿Cómo no?
Arzobispo.- Porque dice: el que da testimonio de los judíos, que su intención para con Dios era buena, pero que la obra de estar siempre en su pertinacia era mala; y la causa por qué es mala es porque era necia la buena intención.
Eusebio.- Bien está.
Arzobispo.- Pues veis ahí; lo mismo, si fuera vivo, es de creer que dijera de éstos.
Eusebio.- De manera que queréis decir que algunas veces es la intención buena y la obra mala.
Arzobispo.- Sí, digo; y si no os basta la autoridad de San Pablo, os daré otra de Jesucristo, Nuestro Señor, el cual dijo a sus discípulos que vendría tiempo cuando los que los matasen creerían que hacían un servicio a Dios. La intención de éstos, claro está que era buena, de hacer servicio a Dios; pero también está claro que la obra de matar los Apóstoles era mala. ¿Por qué les acontecía esto así? Porque la intención era necia. Buena también parece que era la intención de Saúl en su sacrificio, pero mirad lo que ganó; y buena la voluntad de David en contar el pueblo, y buena la de Uza en tener el arca que no cayese, y buena la de San Pedro en ofrecerse a la muerte con Jesucristo; pero porque en sus buenas intenciones no tenían discreción, fueron, como veis, castigados. De manera que, para que la obra sea buena es menester que la intención sea buena y discreta.
Eusebio.- Bien me habéis concluido; mal defensor tomaron en mí los ensalmadores.
Arzobispo.- A lo menos, si yo vivo, antes de mucho haré en mi Arzobispado un tal castigo en ellos que sea sonado; pero dejado esto, que es casi fuera de propósito, digo que en cuanto al jurar queriendo Jesucristo, Nuestro Señor, quitar de nuestros ánimos la mala costumbre y vicio de jurar, dijo, según cuenta San Mateo: ya oísteis que fue dicho a los antiguos, «no le perjurarás», pues yo ahora os digo a vosotros «que en ninguna manera juréis». Lo que a mi parecer quiso Jesucristo, Nuestro Señor, decir en esto es: A los judíos les era mandado que no se perjurasen; pero érales permitido que jurasen como se les antojase. A vosotros, empero, os digo que de ninguna manera juréis, en lo cual sin duda, quiere que ninguno por su voluntad y sin propósito, jure jamás, y así quita y veda la propia voluntad de jurar, para que ninguno, en cuanto fuere en sí, jure: de manera que si de su propia voluntad y sin algún propósito dice más que sí por sí y no por no, va contra esta doctrina de Jesucristo; y baste esto del segundo Mandamiento.
Eusebio.- Baste, pues os parece, y pasemos al tercero, el cual es:
Acuérdate de santificar las fiestas. Este dádnoslo a entender muy bien, porque me parece que yo no lo entiendo, o el juicio del vulgo en este caso, es falso.
Arzobispo.- De todo diremos, con la gracia de Dios, lo necesario. Cuanto a lo primero, habéis de mirar que ya en este Mandamiento nos manda Dios obrar, o por mejor decir, holgar, porque entonces huelgue el alma, cuando cumple la voluntad de Dios, para que holgando así no ofendamos a Dios en obras serviles y de pecados. De manera que estos tres Mandamientos aparejan el hombre para Dios, así como limpia materia con que edifique; conviene a saber, para que huelgue, de la manera que dije, con el corazón, con la boca y con la obra; quiero decir, con el hombre exterior, interior y medio, que son la parte sensual, racional y espiritual, para que de esta manera tenga verdadera holganza.
Antronio.- Por vuestra vida, señor, que no me metáis en esas sutilezas que yo no entiendo.
Arzobispo.- Soy contento; y pues así lo queréis, yo os hablaré más a las claras. Este Mandamiento ya veis que fue dado a los judíos para que guardasen el sábado, los cuales solamente lo entendían literalmente y pensaban que en no trabajar aquel día lo cumplían.
Eusebio.- Cuanto que en eso yo os prometo que poca ventaja les llevan muchos de nuestros cristianos.
Arzobispo.- Bien lo veo, y aun lo siento en el alma. Verdad es que también les eran vedadas aquellas obras exteriores, las cuales, aunque son buenas, son, empero, figuradas por ellas las obras del pecado. De esta manera es menester que los cristianos principalmente, lo entendamos; conviene a saber: que nos manda Dios que en los días de fiesta principalmente, estemos limpios de pecado, porque esto es propiamente santificar las fiestas: hacernos santos en ellas.
Cuán mal se guardó esto entre los cristianos, no hay necesidad de decirlo; pero creedme, que cuando veo los días de fiesta algunos corrillos de murmuradores, a los cuales llama con razón David cátedra pestilente y otros de jugadores, unos en las plazas, otros en las barbacanas, me enciendo en una tal ira, que querría dar voces de lástima. Cómo, ¿y no sería mucho mejor que todos aquéllos entendiesen en trabajar en sus haciendas, que no en ofender a Dios? No sé qué os diga, sino que veo que son ya venidas las costumbres de los cristianos a tanta miseria, y son caídas en tanta ceguedad, que con lo que pensamos guardar las fiestas las quebrantamos, y en los mismos días que nos manda Dios que nos hagamos santos y nos demos todos y del todo a El, en aquellos mismos nos hacemos infernales y nos damos todos y del todo a Satanás.
Eusebio.- Pues que tan mal os parece eso, ¿por qué, pues, sois prelado, no lo remediáis?
Arzobispo.- Queréis que os diga: estas cosas tienen necesidad de remedio general, y lo que yo siento es el poco cuidado que hay en poner este remedio; y si en mí estuviese, yo os doy mi palabra que ello se remediaría muy presto; si no, vedlo en que ya en mi Arzobispado se empieza a remediar, y si vivo, yo haré de manera que las cosas anden de otro norte que andan.
Pero, dejando esto aparte, digo yo que el buen cristiano ha de pensar que todos los días son fiestas, y que en todos ha de cumplir este precepto y se ha de santificar; quiero decir, mejorar en su manera y arte de vivir hasta que alcance entera perfección, aunque principalmente en los domingos y fiestas. Pero habéis de saber que todos los Mandamientos, para que se puedan guardar de tal manera que por ellos se alcance vida eterna, requieren que el que los guarda esté fuera de pecado mortal y tenga caridad, que es amor perfecto de Dios; porque donde no hay esto, aunque se cumplan exteriormente los Mandamientos, no se cumplen a la intención para que fueron instituidos, pues para tener esta caridad es menester que la pidamos a Dios. Y así es mi tema: que el que quisiere guardar los Mandamientos como debe, no ha de tomar otro medio más principal que la oración, y hará más que por otra vía ninguna. Aquí fuera razón que dijéramos de los ejercicios en que el cristiano debe gastar estos tales días, y de cómo ha de oír su misa y su sermón, y así otras cositas; pero se quedarán para otro día.
Eusebio.- Muy bien decís, pero maravíllome cómo os pasasteis tan ligeramente por el juicio del vulgo en esto de las fiestas, que creen las guarda el que no cava ni cose, aunque en todo el día no haga sino jugar y entender en otras cosas tales y aún peores.
Arzobispo.- Pues eso es tan común y aún más que vulgar, que no hay para qué hablar en ello más de lo dicho.
Antronio.- Os quiero contar una cosa donosa que hace a este propósito, que aconteció en mi tierra, siendo yo muchacho, que en oíros lo que decís se me ha venido a la memoria. Habéis de saber, que un día de la transfiguración apedreó muy fieramente; y aconteció que en aquel mismo día un labrador, hombre de buena simplicidad, sembró unos nabos; y unos vecinos suyos que lo vieron, dijéronlo a otro, y así de poco en poco se supo en la ciudad; y todos averiguaron que la causa de la piedra había sido porque aquel labrador con el sembrar de sus nabos, quebrantó la fiesta; juntáronse los de su cabildo y sentenciáronle en que pagase cierta cera y misas, y les diese en su cofradía una comida a todos, que le costó al pobre hombre harto dinero.
Arzobispo.- Donoso cuento es éste. Por cierto esa fue propiamente sentencia de cofradía; veis ahí, habría en la ciudad muchos que gastarían aquel día en jugar a naipes y a dados y en andar con mujeres, y mintiendo, murmurando, trafagando y haciendo otras cosas semejantes, y no les achacaban la piedra, y la achacaban al pobre labrador. ¡Oh, bendito sea Dios que tanta paciencia tiene para consentir tantos males y tanta ceguedad! Dígoos de verdad que cuando en esto pienso se me rompe el corazón. No digo yo que no hizo mal el labrador; pero quéjome del poco respeto que se tiene a los Mandamientos de Dios, y quéjome del falso juicio y engañoso con que juzgamos estas cosas.
Eusebio.- Ahora bien. Dejemos esto y vamos al cuarto Mandamiento, que es:
Honrarás a tu padre y a tu madre. De este mandamiento, porque se hace tarde, bastará que en breves palabras nos digáis lo que nos conviene saber.
Arzobispo.- Soy contento. Habéis de saber que este mandamiento se ha de entender espiritual y literalmente. La espiritual honra que se ha de dar a los padres, es darles el corazón y una voluntaria obediencia y un digno acatamiento, teniendo de ellos muy buena opinión. Literalmente se entiende, honrándolos con ceremonias exteriores y dándoles lo que han menester, si les falta, y proveyéndoles largamente en sus necesidades; y digo que si no lo tienen, son obligados a buscarlo con puro trabajo, y así os encomiendo lo encarguéis a todos.
Pero mirad que también conviene que los padres hagan lo que son obligados con sus hijos, y lo principal es instruirlos en la fe y en buenas y santas costumbres, y a mostrarles que sepan temer a Dios y no a los hombres, y que no sean pusilánimes; de manera que no piensen que temen y acatan a sus padres, como a hombres solamente, sino que temen y acatan a Dios en ellos; y así sepan que si ofenden a sus padres, ofenden no sólo a ellos, sino a Dios.
También pertenece a este mandamiento enseñar en qué manera las mujeres deben ser sujetas a sus maridos, y esta sujeción de qué manera debe ser; lo cual enseña bien el apóstol trayendo en una epístola suya un ejemplo de Sara.
Asimismo pertenece a este mandamiento enseñar cómo los maridos se deben haber con sus mujeres, lo cual muy bien enseña San Pedro. Además de esto, se debe enseñar en qué manera los criados deben obedecer a sus señores, porque también pertenece a este mandamiento; pues, según cuenta la Sagrada Escritura, a Naamán llamaban sus criados padre; así que los criados deben honrar a sus señores, como antes dije de los hijos, con honra exterior e interior; y esto es lo que San Pedro quiere. Conviene también que los señores sean avisados, que no sean tiranos con sus criados, sino que se acuerden que los unos y los otros tienen un padre y señor celestial, y así los traten, no como a esclavos, sino como a hermanos. Por este mandamiento también debéis decir que son obligados todos a obedecer, acatar y honrar a los prelados y a los sacerdotes, a los príncipes, a las personas que administran la justicia, pues son constituidos por Dios.
En fin, les debéis decir, que deben acatar y honrar los niños y grandes a sus maestros y a sus mayores, así en edad, como en dignidad; pues aun la naturaleza nos enseña esto, cuando naturalmente llamamos a un viejo, padre o tío, y a una vieja, madre o tía. Tienen este mandamiento los judíos, así como los otros, por mil partes corrompido y depravado; y así daban a entender a los hijos que lo que habían de dar a sus padres, valía más ofrecerlo al templo; para lo cual no les faltaban palabras con que encubrir su ruindad.
Antronio.- Por mi vida que habéis hablado muy a mi propósito; pues en ese caso también he pecado yo mi parte.
Arzobispo.- Pluguiese a Dios que fueseis vos sólo, pero, mal pecado, enfermedad es a muchos común. Nuestro Señor, por su infinita bondad, la remedie, pues no basta otro ninguno. Lo que vos particularmente debéis aconsejar a vuestros niños acerca de esto, es que con sus haciendas ayuden cuanto pudieren primeramente a sus padres, si tuvieren necesidad; después, a sus parientes, y después, a las personas necesitadas; y que de éstos deben elegir aquellos que vieren más cristianos, porque así lo aconseja el Apóstol. En fin, que socorran a sus prójimos cuando los vieren en necesidad. Y por concluir con este mandamiento, digo que la primera honra la debemos a Dios, como a padre de quien tantos bienes recibirnos; luego a nuestros propios padres; luego a las personas constituidas en dignidad y que tienen jurisdicción, así a las eclesiásticas como a las seglares; luego a las personas ancianas y viejas; y esto porque se guarde enteramente la paz y concordia cristiana. Y baste esto para este mandamiento.
Eusebio.- Baste, pues os parece que basta. Y decidnos del quinto, el cual es, No matarás.
Arzobispo.- Antes que pasemos adelante, os quiero mostrar el maravilloso orden que llevan estos mandamientos. Habéis de notar que los cuatro pasados parece que se enderezan a Dios y a sus vicarios, que son los padres de cada uno; los seis que siguen se enderezan al prójimo, y en éstos quiero que notéis un maravilloso orden, y es que empiezan desde lo que es más arduo, hasta lo que es más bajo; porque gran daño es matar a un hombre, y luego, junto a éste, tener acceso a una mujer; luego el hurtar; y porque el que no puede en éstos dañar con obra, con la lengua, si quiere, daña, se sigue el falso testimonio. Y porque los que aún en éstos no pecan, siquiera con el corazón desean lo que no pueden traer a efecto, por eso se siguen los otros dos.
Este mandamiento, así como los demás, los corrompían los fariseos; y así decían que no pecaba contra él sino el que por sus manos propias mataba alguno; y por esto, y otras cosas semejantes, dijo Jesucristo: «Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los fariseos, y letrados, no entraréis en el reino de Dios». La causa era, porque entendían la ley a la letra y no según la intención de Dios que dio la ley; y por esta causa, queriendo Jesucristo, nuestro Señor, según cuenta San Mateo, declarar este mandamiento, dice: «ya oisteis que fue dicho a los antiguos, no matarás; yo empero os digo a vosotros, que el que se aíra o enoja contra su hermano...». Donde parece clarísimamente que por este mandamiento somos obligados a no tener ira alguna, ni rencor contra nuestros prójimos, ni decirles detrás ni delante cosa que les pueda dañar.
Antronio.- Luego, a esa cuenta, los que tienen por gentileza y aun por oficio, andar continuamente mofando y burlando, bien tendrán en qué entender.
Arzobispo.- Y aún de eso me duelo yo, que veo a cada paso muchos de esos que decís, los cuales con traer unas cuentas colgando de su puñalejo, y un librillo de rezar en la manga, y oír cada día misa, piensan y tienen por cierto que si se asentasen a cuenta con Dios, le alcanzarían de cuenta.
Eusebio.- Eso no hay más que pedir. Yo os prometo que confieso yo hartos de ellos, en quien veo que es verdad lo que decís; y que si las cuentas son benditas, y, si además de eso traen no sé qué habitillo de trinidad, entonces, a buena fe, que a su parecer pueden ellos en su justicia salvar las almas de sus compañeros, cuanto más las suyas.
Arzobispo.- Porque para hablar en esto había yo menester más paciencia de la que suelo tener, y aquí es demasiado, es bien dejarlo y tornar a nuestro propósito.
Habéis de saber que este mandamiento es tan profundo, que ninguno lo puede enteramente cumplir sin gracia; porque, a la verdad, si cada uno se escudriña bien, habrá pocos que no cojean de este pie; de manera que el que quisiere cumplir este mandamiento, trabaje en cuanto le fuere posible de amar con entrañable amor a todos, o, por mejor decir, ruegue a Dios que le dé gracia para que alcance este amor. Y mire que no presuma de decir que no quiere mal a nadie, porque sin duda el hombre que en este mandamiento no peca, es harto pacífico y humilde; porque aquella ira espiritual que aquí se veda es tan profunda, que puesto caso que ni por palabra, ni por señal se muestre de fuera, vive muchas veces ésta muy arraigada, allá en lo más interior.
Antronio.- Pues, dad acá, decidnos, ¿cómo conoceré yo si tengo odio contra mi prójimo o no?
Arzobispo.- Yo os lo diré. Cuando conociereis en vos que tenéis vuestro espíritu tan apaciguado y amortiguado, que puesto caso que os quitasen todo cuanto tenéis, y la vida con ello, no tuviereis odio contra el que os lo quitase; haced cuenta que estáis libre de este pecado.
Antronio.- Cómo, ¿que tan puro es menester que sea el hombre que ni aun rencor no ha de tener por los males que le hacen?
Arzobispo.- Digo que tan puro, porque ninguna cosa inmunda ha de entrar en el reino de los cielos. Pues oíd más, que no solamente conviene que en tal caso el hombre cristiano no se mueva a ira, sino es menester que diga bien de los que dicen mal de él; y que haga bien a los que le persiguen, y ruegue por ellos; y en fin, que de la misma manera dé gracias a Dios en las adversidades que en las prosperidades; de manera que todo piense le viene por sus pecados, y así aborrezca el pecado y no la pena que por él le dan.
Antronio.- No sé qué me diga, sino que creería yo que eso solamente es para los perfectos.
Arzobispo.- Así es la verdad; que para alcanzar esto que digo, menester es que seamos perfectos; pero es razón que todos lo sepan, porque el que se hallare falto de ello conozca que no es perfecto; y que no siéndolo, no guarda enteramente este mandamiento, y así trabaje con continua oración a Dios, para que de imperfecto lo haga perfecto, pues todo cristiano debe tener ojo a esta perfección. Y porque concluyamos este mandamiento, digo que habéis de mirar que, entendido de lo que es menos pecado y más interior, se entiende de lo que es más manifiesto y exterior; y por eso no he hablado de lo que, o en dicho, o en hecho, o en consejo, son causantes de la muerte de alguno.
Eusebio.- Así lo entendemos. Lo que habéis dicho basta. Y pues queda ya éste declarado, digamos del sexto mandamiento, que es:
No cometerás adulterio; y de éste quiero que digáis poco; porque sé que habláis de mala gana de él por vuestra honestidad.
Arzobispo.- Sí, hago en verdad; pero yo hablaré teniendo este presupuesto, que sabéis todas las maneras cómo este mandamiento se quebranta con pecados carnales.
Eusebio.- Decís muy bien.
Arzobispo.- Pues sabed que, porque también los fariseos tenían pervertida la inteligencia de este mandamiento, quiso Jesucristo, según cuenta San Mateo, declararlo; y dijo que cualquiera que mirare la mujer para codiciarla, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón; de manera que, según estas palabras de Jesucristo, podemos nosotros poner cuatro maneras de pecar en este mandamiento, conviene a saber: con el deseo, con señal, con palabra y con obra. Estas no será menester especificarlas aquí, pues sé que hablo con quien lo entiende.
Hay otra manera de adulterio, que así como menos se siente, así es más peligrosa; ésta es, cuando el alma del cristiano que solamente debe amar a Dios, y poner en él todo su pensamiento y afición, se ama a sí, o a cualquier otra cosa que sea, fuera de Dios. ¡Oh, cuán grandísimo es este adulterio, y cuán grande injuria y afrenta hace el alma del cristiano a Dios, que habiéndose de emplear toda y del todo en él, se emplea en buscar al mundo, quiero decir, en buscar honras, riquezas, señoríos, estimaciones, favores, privanzas y otras cosas semejantes. A la fe, para guardar enteramente este mandamiento es menester velar a Dios en oración de noche y de día.
Eusebio.- Digo que tenéis mucha razón y que habéis hablado en esto muy a mi placer.
Antronio.- De mí os sé decir que se me antoja que voy ya cayendo en la cuenta que hasta ahora no había sabido qué cosa es cristiandad. Bendito sea Dios que ya me lo ha manifestado.
Eusebio.- Está bien; y yo os prometo que vos lo digáis aún más de veras cuando caigáis más en la cuenta.
Y dejando esto, el séptimo mandamiento es: No hurtarás.
Arzobispo.- Así es verdad; y lo habéis de entender de dos maneras. La primera a la letra, y así, diremos que es aquí prohibido el hurtar. De esta manera sola lo entendían los judíos; y así, el que no hurtaba se tenía por santo. La segunda manera es espiritualmente, y según la principal intención de Dios que nos lo dio; así que de tal manera es aquí prohibida toda codicia que reina en el corazón, que es imposible que lo cumpla sino el que fuere pobre de espíritu.
Eusebio.- ¿A quién, veamos, llamáis pobre de espíritu?
Arzobispo.- Al que ninguna cosa quiere, ni desea más de lo que tiene, y aun de lo que tiene ha quitado tan del todo su afición, que aunque se lo quitasen, no recibiría pena.
Antronio.- Luego, según eso, ¿también nos mandan en este mandamiento que no tengamos codicia?
Arzobispo.- En eso no dudéis que para cumplirle menester es que mortifiquemos aquella bestia insaciable de la avaricia, la cual dice el apóstol que es raíz de todo mal; y también dice que el avariento es idólatra. A más de esto, quebrantamos este mandamiento hurtando a Dios lo que es suyo. Esto es, cuando el acatamiento, el amor y el temor que le habíamos de dar a él -pues es suyo propio- lo damos a las criaturas. Y sí también nos pusiésemos a desenvolver y escudriñar si el hombre paga lo que debe a su alma; y si pagan los hijos lo que deben a sus padres; o los padres a sus hijos; y los criados a sus señores; y los señores a sus criados, sería para nunca acabar. Pues que si entrásemos entre nosotros los eclesiásticos, yo os prometo que hallásemos maravillas; pero mi tema, como os he dicho, es, que así este mandamiento, como todos los demás, guarda solamente el varón espiritual.
Antronio.- Por vuestra vida que me digáis quién llamáis varón espiritual. ¿Decíslo quizá por los frailes o por los clérigos?
Arzobispo.- Muy engañado estáis, que por los unos ni por los otros; ¿sabéis, padre, quién es varón espiritual? El que gusta y siente las cosas espirituales y en ellas se deleita y descansa; y de las corporales y exteriores ningún caso hace, antes las menosprecia como cosas inferiores a él; y en fin, el que tiene puesto en Dios todo su amor y lo vivifica, y conserva la gracia del Espíritu Santo, ora sea mancebo, casado, clérigo o fraile.
Antronio.- ¿Queréis, señor, que os diga? Muy demasiadamente estrecha es esta vuestra religión, cuanto que de esa manera muy pocos guardan los mandamientos de Dios.
Arzobispo.- Que sean pocos los que los guardan yo os lo confieso; pero también os confieso que de los que no los guardan son perdonados aquellos que conocen su falta y se humillan delante de Dios y procuran guardarlos lo mejor que pueden; y se confiesan y hacen penitencia de las faltas en que han caído, y esperan alcanzar perdón mediante la sangre de Jesucristo.
Eusebio.- Lo dicho basta para la declaración de este mandamiento. Decidnos ahora lo que entendéis del octavo mandamiento, el cual es: No a aras contra tu prójimo falso testimonio.
Arzobispo.- En este mandamiento nos manda Dios que no ofendamos a nuestros prójimos, dañándoles o en la fama o en la honra. Contra éste pecan infinitas maneras de gentes: los murmuradores, maldicientes, mentirosos, engañadores, y pecan también los maestros que enseñan a sus discípulos cosas falsas, y los predicadores que no dan al pueblo la doctrina como la sienten y la deben sentir, sino como a ellos mejor les está; porque todos éstos es menester que, para traer las cosas a sus intenciones, levanten mil falsos testimonios. Entre éstos, sin ninguna duda, tienen mayor culpa los predicadores que por traer la Escritura Sagrada a que diga lo que ellos quieren, la tuercen y corrompen, haciéndole que diga lo que no quiere; y también los que, por mover el pueblo a unas devociones, no sé qué tales, les predican en púlpitos y fuera de ellos, no sé qué milagros falsos, y les cuentan cuentos y cosas falsas y mentirosas; y todo teniendo respeto a sus intereses malditos y diabólicos, de los cuales dice el apóstol que su dios es el vientre. Pero porque éstos y otros semejantes a ellos son personas que todas y del todo se han dedicado a servir al mundo, y su ejercicio no es otro sino complacer a sus apetitos carnales; y de cristianos solamente tienen el nombre, no quiero que gastemos nuestro tiempo en hablar de ellos, ni menos que tengamos cuenta con ellos más que para rogar a Dios los saque de sus ruines y viciosos tratos, y les dé ánimos obedientes a su santísima voluntad. Deseo yo que todos los prelados fuésemos tales que conociésemos muy bien la maldad de éstos, y conocida, los castigásemos largamente para que siquiera de necesidad hiciesen virtud.
Eusebio.- En todo tenéis mucha razón; yo espero en Dios que, por vuestra parte, lo remediaréis. Ahora decidnos del noveno mandamiento, que es: No codiciarás la mujer de tu prójimo.
Arzobispo.- Este, si se os acuerda, declaramos en el sexto mandamiento. Porque lo mismo que acullá dijimos que había dicho Jesucristo declarando aquél, suena éste.
Eusebio.- Así es verdad, pero todavía decidnos algo.
Arzobispo.- No sé qué deciros, sino que nos quiere Dios tan del todo limpios de todo pecado, y tan puros en lo exterior y en lo interior, que no se contenta con decir en el sexto mandamiento que no cometamos adulterio, sino nos añadió éste para que quitemos y desarraiguemos muy de raíz las raíces de donde el adulterio nace, que es la concupiscencia; porque así como vemos que para que un mal árbol que una vez cortamos no torne a nacer, es menester que le saquemos todas las raíces que tiene, así también es menester, si no queremos que el árbol del adulterio, después de una vez cortado, torne a nacer que e arranquemos las raíces de donde nace, que son los deseos dañados de pecar.
Eusebio.- Eso está tan bien dicho como todo lo demás. Pero vamos adelante, y díganos del último mandamiento, que es: No codiciarás la hacienda de tu prójimo.
Arzobispo.- También declaramos largamente este mandamiento cuando, en el séptimo, hablamos de la codicia, de la cual dijimos que San Pablo dice que es raíz de todo mal, y que los que quieren enriquecerse caen en tentaciones y en lazos del demonio. Además pues de todo lo que hemos dicho, quiero daros un buen y sutil aviso para que entendáis en breve todo lo dicho; y es que en las negaciones de estos mandamientos se concluyen afirmaciones, las cuales los declaran de esta manera.
El primero, que dice: No tendrás dioses ajenos, por su afirmación se declara diciendo: adorarás a un solo Dios y a El solo amarás.
El segundo, que dice: No tomarás el nombre de tu Dios en vano, por su afirmación asimismo se declara diciendo: tomarás el nombre de tu Dios con mucho acatamiento, y con temor le invocarás y le glorificarás, y le bendecirás con conocimiento de tu bajeza y poquedad, y jurarás su nombre solamente cuando se ofreciere necesidad.
El tercero, que es: santificarás las fiestas, quiere decir: no harás en ellas obra servil, sino cesarás de todo trabajo corporal y espiritual. El trabajo espiritual es el ofender a Dios, porque en ninguna cosa trabaja más el alma que cuando se ve apartada de Dios.
El cuarto, que es: Honrarás a tu padre y a tu madre, bien claro está, y es también afirmativo.
El quinto, que es: No matarás, se declara asimismo diciendo: sé pacífico y manso de corazón, paciente, sosegado y quieto; y haz con tus prójimos lo que querrías que hiciesen contigo.
El sexto, que es: No cometerás adulterio, también se declara por su afirmación, diciendo: sé casto, continente, templado, sobrio y modesto; y esto de íntimo y alegre corazón.
El séptimo, que es: No hurtarás, de la misma manera se declara, diciendo: sé pobre de espíritu, conténtate con lo que tienes y sé modesto.
El octavo, que es: No levantarás falso testimonio, declara su afirmación, diciendo: tendrás muy de corazón con tu prójimo amistad, excusándolo, defendiéndolo, y, en fin, haciendo con él lo que querrías que hiciese contigo.
El noveno y el décimo, que son: No desearás la mujer de tu prójimo, ni su hacienda, asimismo, por lo dicho, está claro que los declaran sus afirmaciones, diciendo: favoreced muy de corazón a vuestros prójimos y deseadles todo bien, y ningún mal les hagáis. De manera que de lo dicho podemos muy bien colegir que los diez mandamientos están muy bien declarados por Jesucristo, Dios y Señor nuestro, y por sus Apóstoles, adonde enseñan que tengamos fe, esperanza, caridad, obediencia, reverencia, humildad, mansedumbre, paz, paciencia, modestia, castidad, pobreza, bondad, benignidad y, en fin, que nos amemos unos a otros. Para alcanzar todo esto, sin lo cual no se puede cumplir la ley de Dios, es menester especial gracia de Dios, porque, sin su favor, ninguna cosa podemos hacer que sea verdaderamente buena, y por esto dice San Pablo que la ley es espiritual, porque para cumplirla es menester espíritu, o por mejor decir, no la puede cumplir sino el varón espiritual.
Eusebio.- Dos cosas necesarias restan que nos digáis acerca de estos mandamientos, las cuales ha muchos días que yo deseo saber: la una es, ¿qué es la causa por que nos dio Dios mandamientos que con solas nuestras fuerzas humanas no los pudiésemos cumplir, como vos habéis dicho?; y la otra es, ¿por qué entre estos diez mandamientos no se pone a la letra el del amor de Dios y del prójimo, pues vemos que en el Testamento Nuevo muchas veces se ponen por primero y segundo?
Arzobispo.- De lo uno y de lo otro os diré yo de muy buena voluntad lo que supiere. Cuanto a lo primero, habéis de saber que dice San Pablo que la ley se dio para que mostrase el pecado; quiere decir, para que nos mostrase cómo en muchas cosas cada día pecamos; porque del pecado de nuestro primer padre cobramos esta mala inclinación de ser aparejados para mal. Esta mala inclinación no la conocimos hasta que vino la ley, la cual nos la mostró; y nos mostró asimismo el bien; pero no era bastante para darnos fuerzas para obrar; solamente ganábamos con ella que nos daba a conocer nuestra miseria, poquedad y mala inclinación, para que con este conocimiento nos humillásemos delante de Dios, y nos conociésemos por pecadores; y así dice San Pablo que no conociera la concupiscencia si no le dijera la ley: No codiciarás. Veis aquí el oficio de la ley. Después, venido Jesucristo, nos da el espíritu con que obremos aquello que la ley nos muestra que es bueno; y de aquí nos viene que conocemos que, lo que por nuestras fuerzas e industria no podíamos hacer, mediante el favor de Jesucristo lo podamos cumplir; y así conocemos por experiencia cómo nosotros, por nuestra propia naturaleza, no podemos hacer cosa perfectamente buena; y que por el favor de Jesucristo podamos hacer y cumplir todo lo que conocemos ser bueno; y así, desconfiando totalmente de nuestras propias fuerzas, aprendemos a confiar enteramente en el favor y gracia divinas; en cuyas manos, con este tal conocimiento, holgamos de muy buena gana poner todas nuestras cosas, cierto que no nos faltará. Esto fue menester que se hiciese así para que el hombre se humillase delante de Dios y, humillándose, alcance la gloria eterna, la cual, como antes os dije, quiso Dios que ganásemos con humildad, pues por soberbia la habían los malos ángeles perdido. Veis aquí, qué es lo que yo siento de vuestra primera pregunta, y aun si queréis mirar en ello, de lo dicho podéis colegir la diferencia que hay entre la ley y el Evangelio.
Eusebio.- Está muy bien; yo quedo harto satisfecho de lo primero. Ahora respondemos a lo segundo.
Arzobispo.- En verdad, yo no tengo cosa muy averiguada que deciros en este caso; aunque sé bien que, según cuenta San Mateo, un doctor de la ley preguntó a Jesucristo diciendo: «¿cuál es el mayor mandamiento en la ley?»; y que El respondió: «Amarás a tu Señor, Dios, de todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu voluntad», y éste es el primero y mayor mandamiento en la ley; pero el segundo semejante es a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y añade luego: «de estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas». De estas palabras podemos colegir dos cosas: La primera, que en cuanto llama a estos mandamientos primero y segundo, podemos decir que no entiende en orden ni en número, pues en el número de los diez no los hallamos expresos, sino que entiende en dignidad; la segunda que, pues añade que de estos dos mandamientos pende todo, la ley y los profetas, que también los diez mandamientos que hemos dicho se encierran en ellos, como en la verdad se encierran.
Eusebio.- ¿De qué manera?
Arzobispo.- Yo os lo diré. Los tres primeros mandamientos, que se refieren a Dios, se incluyen en el amor de Dios, porque claro está que el que amare a Dios, a él solo adorará, y no tomará su nombre sino para glorificarlo y alabarlo, y que asimismo santificará las fiestas. Estos tres son los que llaman de la primera tabla; los otros siete, que llaman de la segunda tabla, se encierran en el amor del prójimo; porque cosa clara es que el que amare a su prójimo, ni hurtará, ni matará, ni hará; en fin, cosa ninguna de las que allí manda Dios, que no se hagan. De manera que bien dice San Pablo: que el que ama cumple la ley; y en otra parte, que el cumplimiento de la ley es el amor.
Eusebio.- Verdaderamente, señor, vuestro saber y juicio es extremado sobre cuanto yo he visto y comunicado.
Antronio.- Vos decís muy gran verdad; pero para mi propósito resta que en dos palabras nos declare su señoría, si manda, estos dos mandamientos.
Arzobispo.- En mi verdad, yo no sé qué más declaración queréis de lo que hemos dicho, así en el primer artículo del Credo, como en el primer mandamiento, si empero se os acuerda.
Antronio.- Sí, acuerda y muy bien; pero bien sé yo que todavía nos diréis algo de bueno.
Arzobispo.- Pues vuestro celo es bueno, es menester que os obedezca y cumpla con lo que queréis.
Habéis de saber que el corazón humano no puede dejar de amar alguna cosa, y en esto no hay medio, sino que ha de amar a sí mismo, y por su provecho e interés todas las cosas; o ha de amar a Dios, y en Dios y para gloria de Dios, todas las cosas. Pues conociendo Dios que si el hombre se ama a sí mismo con este amor desordenado, jamás podrá hacer cosa que sea buena delante de su acatamiento; y que ni puede estar sujeto a la ley, ni puede dejar de seguir sus apetitos irracionales, porque su amor propio lo ciega; mándanos, deseando nuestra salvación, que le amemos a él sobre todas las cosas, porque, como él es sumamente bueno, amándole a él sobre todas las cosas, amamos todo lo que es bueno y aborrecemos todo lo que es malo. Y así, movidos con el amor que le tenemos, nos holgamos de cumplir su ley, muy de buena gana y alegremente, y así experimentamos ser muy gran verdad lo que dijo Jesucristo, nuestro Señor: que su yugo es apacible y su carga liviana; lo cual todo experimentan al contrario los que se aman a sí mismos, porque todo se les hace duro y pesado. De manera que, cuando vos oyereis a alguno decir que se le hace cosa recia cumplir la ley de Dios, y que la doctrina de Jesucristo es terrible de sufrir, aunque por otra parte le veáis hacer milagros; creedme que le falta este amor. Esta misma experiencia debéis de hacer en vos mismo cada día, y siempre hallaréis, por muy bueno que a vuestro parecer seáis, que os falta algo, y aun mucho; y cuando os pareciere que no os falta nada, tened por cierto que os falta todo. También podemos probar cuánta parte tenemos en este amor, de esta manera: tomad cuenta a nuestros ánimos, si están muy de veras determinados a perder hacienda, honra y fama, y a morir mil muertes antes que consentir en un pecado mortal; y si viéremos que están firmes de todas partes en este propósito, buena esperanza hay que habéis alcanzado parte de este amor. Pero no creáis que lo tenéis hasta que por suma experiencia lo probéis. Empero si no halláremos nuestros ánimos con esta firme determinación que digo, podemos tener por cierto que somos amadores de nosotros mismos y no de Dios; y entonces debemos con ánimo varonil arrimarnos a Jesucristo y pedirle con grandísima eficacia su gracia y favor divinos, para que cobremos esto que conocemos nos falta; y si nosotros tuviéramos buena esperanza que nos lo dará, sin duda ninguna no nos faltará.
Antronio.- Ahora, decid vos lo que quisiereis; que es cosa muy recia de guardar este mandamiento.
Arzobispo.- Mirad, padre cura, cuán engañado estáis; que os certifico que os puedo con verdad decir esto, que me parece a mí que debo mucho más a Dios, porque me mandó que de esta manera que hemos dicho le amase, que no El a mí porque le ame; y más os digo, que todas las veces que me acuerdo de este mandamiento, me aficiono nuevamente y de nueva manera a Dios; y aun no sé si os diga que se me antoja que debo más a Dios, por el favor que en mandarme que le ame, me muestra, que porque me crió e hizo hombre y no animal bruto. Pues, por concluir digo que para guardar este mandamiento es menester que, no solamente el hombre no se ame a sí mismo sino que se aborrezca a sí y a sus cosas, sus placeres y deleites, y que en todo mortifique sus humanos deseos; y el que esto no tuviere, sepa que no guarda este mandamiento.
Antronio.- Por mi fe que me habéis espantado con esto que ahora acabáis de decir vos, más que con cuanto aquí habéis dicho. Bien parece que habláis como experimentado y como letrado, de manera que ninguna cosa os falta; y pues así es, decidnos algo del amor al prójimo.
Arzobispo.- No sé, en verdad, qué otra cosa os diga, sino que en este mandamiento también, como en el pasado, contempla mi alma la suma bondad y benignidad de Dios en dos maneras: la una, cuando veo que me manda que haga aquello que naturalmente estoy obligado a hacer; y paréceme a mí que me lo manda, para que, si lo cumpliere, tenga causa de darme por ello la gloria que tiene aparejada sólo para los que en esta vida le fueren obedientes. ¿Paréceos que hay liberalidad o magnificencia que con ésta se igualen? La otra manera es cuando veo que Dios me puso acá en quien mostrase el amor que le tuviese, mandándome que amase a mi prójimo, por el cual mandamiento me obliga a que jamás piense, diga, ni haga cosa que sea en perjuicio de mi prójimo; y a más de esto, a que siempre, en cuanto me fuere posible, le haga bien, y le allegue su provecho, y le aparte su daño; y aún a que, muchas veces, posponga mi interés particular por el bien de mi prójimo.
Todas estas cosas, así como os las digo, debéis decir y dar a sentir a todos los que enseñareis de cualquier condición que sean; porque así de la misma manera tengo yo ordenado se haga en mi arzobispado, lo cual, si a Dios pluguiere, se hará muy presto. Y si alguno os preguntare, diciendo: ¿quién es mi prójimo? le diréis que cualquier hombre, ora sea cristiano, ora no. Verdad es que estamos más obligados, según lo que enseña San Pablo, a hacer más bien a los que más aman a Dios y vemos que son más obedientes a EL.
Antronio.- Mucho me maravillo de eso que decís. ¿Cómo, no dice Dios que la caridad bien ordenada empieza en uno mismo?
Arzobispo.- Así lo he oído; pero no sé que lo diga Dios, sino que los hombres que son amadores de sí mismos se lo levantan; y aunque podría tener buen sentido, no quieren ellos sino darle el peor que pueden. ¿No visteis qué donosa regla? No cierto de caridad, sino de carnalidad; por eso muy engañado estáis, si pensáis que eso es así.
Antronio.- Digo que de aquí en adelante no lo pensaré; y yo creo bien que vos me habéis de hacer otro hombre, si mucho habláis conmigo.
Arzobispo.- Harálo Jesucristo por su infinita bondad. Pues quede ésta por verdadera conclusión: que estos dos mandamientos son tan conexos y unidos, que es imposible que se guarde el uno sin el otro, porque el que ama a Dios, conoce que la voluntad de Dios es que ame a su prójimo, y como su deseo no sea otro sino agradar a Dios, luego ama a su prójimo, y ni más ni menos cumple toda la ley de Dios. Verdaderamente no sé cómo no tienen empacho unos hombres que, sin mostrar en toda su vida señal de este amor, por no sé qué ceremonias y devociones que ellos se inventan, se tienen por más que cristianos; y lo que más es de notar, y aún de llorar en los tales, es que al que ven que no toma y adora sus frías y vanas devociones, aunque este tal claramente viva conforme a la ley de Dios, no le tienen por cristiano. Esta es, sin duda ninguna, la justicia farisaica, que ensalza sus obras exteriores, y disminuye y tiene en poco las interiores de los otros. Dejadme el cargo, que si Dios me da vida, yo haré en esto cosas de que los ruines se espanten y los buenos se gocen.
Eusebio.- Plegue a Dios dárosla, y con ella su gracia, para que hagáis lo que decís; y pues tan altamente nos habéis declarado los mandamientos, es menester que pasemos adelante, para que haya tiempo para todo.
Arzobispo. -Decís muy bien; dejemos ya los mandamientos y ved lo que además queréis saber.
Eusebio.- Me acuerdo que, al principio, nos dijisteis que, después de los mandamientos, conviene que el cristiano aprenda los tres capítulos de San Mateo, quinto, sexto y séptimo. Decidnos, pues, ahora, qué es la causa porque os parece que se debe obrar así.
Arzobispo.- ¡Que me place! El alma que ya está instruida en la fe, como creo que os he dicho, y cree ya lo que de Dios se debe creer, es menester que sepa la voluntad de Dios, para que obre según cree. Parte de ésta se declara en los diez mandamientos, y parte en estos capítulos de San Mateo que digo; y por esta causa me parece que es menester que cualquier cristiano luego los sepa; porque allí enseña Jesucristo en qué consiste la bienaventuranza que en esta vida puede uno alcanzar; y cómo los buenos son los que el mundo persigue y los malos los perseguidores. Y allí nos manda que perdonemos unos a otros las injurias, y que no seamos pleitistas, y que no demos mal por mal, sino bien por mal; y que si nos dieren una bofetada, paremos el otro carrillo para sufrir otra. También dice que si alguno nos quisiere poner a pleito nuestras capas, le dejemos los sayos antes que venir a juicio con él. Y allí manda que demos a quien nos pide, y que prestemos a quien nos demanda prestado, y que amemos a nuestros enemigos. Allí nos enseña cómo hemos de ayunar, y cómo y qué hemos de rezar, y otras cosas de esta calidad. De donde aprendemos a menospreciar estas honras y riquezas, en que el vulgo piensa que está la bienaventuranza; y aprendemos a recibir con paciencia las injurias y denuestos que los hombres nos hacen; y aprendemos a ser humildes, pacíficos y quietos; y aprendemos a no ser hipócritas, y aprendemos, en fin, a no ser avaros, sino liberales y francos con todos. Todas estas cosas es menester que no solamente cualquier cristiano las sepa de coro, sino que muy de veras las encaje en su alma antes que se corrompa con falsas y dañosas opiniones.
Antronio.- Vos, señor, ¿no veis que esas cosas no son sino de consejo?
Arzobispo.- Eso, mal pecado, dicen los que quieren tener puerta para ser ruines; yo así creo que son consejos, y aun tales que, sin ellos, no se puede guardar perfectamente la paz y tranquilidad cristiana; y pues esto es así, por vuestra vida, que no curéis de decir que esto son consejos, sino, pues veis que importan tanto, enseñadlos a todos, que no les harán mal.
Antronio.- Soy contento; pero con condición que vos, señor, me los hagáis dar en romance.
Arzobispo.- Eso haré yo de buena voluntad; y aún luego, porque para hacer que en mi arzobispado se enseñen, he hecho que los pongan en romance.
ndáis esta que con industria humana se adquiere, la cual hincha y ensoberbece.
Antronio.- Ya entiendo bien esto. Seguid adelante.
Arzobispo.- El sexto don, que es piedad, lo da Dios al alma con que, después de recibida la doctrina, sea santificada, porque piedad quiere decir santidad; así que el que recibe don de piedad recibe don de verdadera religión y santidad.
Antronio.- Luego, según eso, ¿todos los cristianos que hemos recibido la doctrina de Jesucristo habríamos de ser santos?
Arzobispo.- Por cierto, tales habríamos de ser; y no lo son los ruines, que los buenos sí son, porque con la doctrina evangélica reciben don de santidad, y son santos todos los que la abrazan y cumplen como deben, y aun a este propósito llama San Pablo a los cristianos, santos.
Antronio.- No lo creáis.
Arzobispo.- Sí, quiero creerlo, porque lo sé muy bien.
Antronio.- ¿Quién os lo dijo?
Arzobispo.- Yo lo he leído en muchas partes muchas veces, y particularmente lo hallaréis donde, enviando San Pablo encomiendas a ciertas personas a quien escribe, dice: se os encomiendan todos los santos, especialmente los que moran en casa del emperador.
Antronio.- No curéis de más, que yo lo creo; no decís cosa que no sea mucha verdad. Seguid adelante.
Arzobispo.- El séptimo don, que es temor, lo da Dios al alma para que viva en continuo recelo y recatamiento de no ofenderle; así que es este santo temor parte de dulcísima religión, y es muy excelente, porque por él se conservan los otros dones, y cuanto más tiene el alma de éste, tanto más y más se guarda y conserva justa y santamente en el amor y gracia de Dios. Este temor es muy contrario al que dice San Juan que no puede estar junto con la caridad, la cual, si es perfecta, según él mismo dice, lanza fuera al mal temor. Es también este temor de quien dice David: «Venid acá, mis hijos, oídme y os enseñaré el temor del Señor», del cual también en otras muchas partes habla la Sagrada Escritura, así como es aquello: «El que teme a Dios obrará obras buenas». Y aquello del sabio: «Hijo, cuando te allegares al servicio de Dios, está en justicia y en temor, y apareja tu alma para la tentación». Y así, de esta manera, hallaréis alabado este santo temor en muchas partes.
Así que veis aquí lo que yo sé de los dones Espíritu Santo, y además de esto, sé de ellos otra cosa más provechosa; ésta es que vale más gustarlos y sentirlos en el alma, que no platicarlos ni decirlos con la lengua. ¡Oh, válgame Dios, y cuán grande dulzura y qué maravilloso gozo debe sentir el alma cuando conoce en alguna manera en sí estas tan ricas joyas o parte de ellas, dadas de mano de su esposo Jesucristo! ¡qué alegría, qué contentamiento, qué descanso! ¡cómo se hallará rica y bienaventurada con tan verdaderas riquezas, y cómo tendrá por basura estas cosas que los amadores del mundo tienen por riquezas! ¡con cuánto señorío las poseerá; con cuánta liberalidad las repartirá! Tengo yo por muy averiguado, que el que no goza de estas riquezas espirituales, no puede, como debe, menospreciar las corporales, ni ser señor de ellas. Cuando esto pienso, no tengo en mucho los trabajos, las fatigas, los tormentos, las afrentas, los martirios que dicen que los santos mártires pasaron. Pues sin duda tendrían adornadas sus almas con estos tan ricos joyeles, los cuales sentían y conocían que eran una manera de empresa o prenda de la vida eterna; y además de esto, porque los llevaba al martirio el amor, el cual dice (el Sabio) que es fuerte como la muerte.
Eusebio.- Por mi fe, que vuestras palabras son de tanta eficacia que creo bastan para mover un corazón de piedra dura; especialmente cuando os encendéis un poco.
Antronio.- ¿Sabéis en qué he mirado? Que nunca le habéis preguntado de los mandamientos de la Iglesia, y os digo de verdad que es esto lo que yo más deseo saber.
Eusebio.- No penséis que se me han olvidado; pero porque es más principal lo que hasta ahora he preguntado, por eso los he dejado.
Antronio.- ¿Cómo más principal?
Eusebio.- Yo os lo diré; porque es más necesario que el cristiano sepa, qué es lo que ha de hacer para con Dios, que para con la Iglesia. Sé que no somos obligados a servir a Dios por la Iglesia, sino a la Iglesia por Dios.
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero si mandáis, todavía querría que nos dijese algo de estos mandamientos.
Arzobispo.- Sí, diré, por haceros placer.
Cuanto a lo primero, ya sabéis que los mandamientos que dicen comúnmente de la Iglesia, son cinco. Diremos de cada uno, por su orden, lo que sintiéremos que convendría que todos los cristianos supiesen, y especialmente lo que será bien que enseñéis vosotros a vuestros súbditos; pues éste es nuestro principal intento.
El primero es oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. La intención con que la Iglesia se movió a mandar esto es porque, pues mandaba que los tales días cesásemos de los trabajos corporales, y esto para que en honra de las fiestas nos diésemos a los espirituales, parecióle que era menester hacernos ir a la Iglesia, donde todos y del todo nos ofreciésemos a Dios; asimismo oyésemos, los tales días, predicaciones, de donde fuesen nuestros ánimos edificados en sana y santa doctrina.
Y nos manda que oigamos la misa para que entendamos los misterios que allí se representan, y asimismo tomemos de la doctrina que en la epístola y en el sagrado evangelio nos leen. De manera que, considerando esto, no creáis que cumplen con el mandamiento de la Iglesia los que ni por pensamiento están atentos a lo que en la misa se dice; antes, todo aquel tiempo, se están parlando en cosas que aún para detrás de sus fuegos no son honestas. Son cuasi como éstos los que llevan a la Iglesia sus librillos de rezar y sus rosarios en que no hacen sino rezar todo el tiempo que la misa se dice, y cuanto es mayor el número de los salmos y de los paternostres que han ensartado, tanto se tienen por más santos, y piensan que han hecho mayor servicio a Dios; y yo, en la verdad, no osaría tasar el valor de aquella su oración, pues veo que si cuando salen de la Iglesia les preguntáis qué evangelio se cantó en la misa, o qué decía la epístola, no os sabrán decir palabra de ello, más que si estuvieran en las Indias.
Antronio.- ¿Y ésos decís que no cumplen con la intención de la Iglesia?
Arzobispo.- Sí, sin duda. Digo más: que a los primeros, les estuviera mucho mejor estarse en sus casas, y a los segundos, tener por entonces cerrados sus librillos, a lo menos en tanto que dicen la epístola y el evangelio, y las oraciones públicas de la misa.
Antronio.- Está bien en eso, ya os entiendo. Decidme la manera que os parece debo enseñar que tengan en el oír de la misa.
Arzobispo.- Cuanto a lo primero, les debéis decir que procuren, si fuere posible, de llevar los tales días, cuando van a la Iglesia, sabido el evangelio y la epístola que aquel día se ha de cantar; y que, en entrando en la Iglesia, procuren de ponerse en tal parte que no se les apegue algún parlador que les haga perder el reposo y quietud que deben tener; y que oigan su misa con mucha devoción y atención, notando muy bien lo que allí se hace, se representa y se dice. De tal manera que ninguna cosa se les pase el evangelio y la epístola les encomendaréis que noten bien, para que con lo que allí tomaren tengan en qué platicar todo aquel día.
Antronio.- Cómo, ¿que en tan poco tenéis la epístola y el evangelio, que queréis que aun los muchachos y mujeres hablen en ello?
Arzobispo.- ¡Donoso sois! Antes porque lo tengo en mucho, y es necesario; por eso querría que todos lo platicasen.
Antronio.- Me espantáis con decir una cosa tan nueva y tan fuera de razón.
Eusebio.- Por mi salud, que yo no os sufra eso. Decidme, por vuestra vida, ¿tendríais por malo que un muchacho supiese lo que su señoría nos ha dicho aquí?
Antronio.- No, por cierto. Sé que no soy tan desvariado que me ha de parecer mal lo bueno.
Eusebio.- ¿Cómo creéis vos que lo puede aprender?
Antronio.- Enseñándoselo y platicándolo.
Eusebio.- Luego veis ahí cómo no debéis tener sino por muy bueno que todos hagan lo mismo; ¿pues os parecería bien uno que lo hubiese hecho?
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero bien creeréis que yo no saco esto de mi cabeza.
Eusebio.- Bien lo creo eso; pero también creo que si no dejareis vos entrar en vuestra cabeza una opinión tan ruin y tan contraria a buena cristiandad, no la sacaríais ahora. Pero para adelante, tened esta verdad por muy averiguada; que tales somos nosotros como son nuestras continuas pláticas y conversaciones, y tales cuales son los libros en que de continuo leemos; de manera que, si queréis que sean vuestros súbditos santos y buenos, debéis holgar que lean y hablen en cosas santas y buenas, y cuando más santas fueren es mucho mejor. Y porque lo que es más santo es lo que Jesucristo, Nuestro Señor, nos enseñó, y sus apóstoles, por eso os dicen que debéis aconsejar a vuestros súbditos que siempre se ejerciten en ello.
Antronio.- ¡Ahora bien!, que yo lo haré como mandáis. Decidnos adelante.
Arzobispo.- Decidles asimismo que cuando hubiere sermón, lo oigan, y con mucha atención; y que si el predicador dijere cosas buenas, cristianas y evangélicas, las escuchen con mucha atención y de buena gana, rogando a Dios las imprima en sus almas; y que si fuere algún necio o chocarrero le oigan también, para que, movidos con celo cristiano, se duelan de la afrenta que se hace a Dios y a su sacratísima doctrina, y le rueguen muy afectuosamente envíe buenos y santos trabajadores en esta su viña que es la Iglesia. Veis aquí lo que en este mandamiento me parece les debéis decir; y si os pareciere, les debéis dar a entender, que no cumple con la intención de la Iglesia el que no lo hace así.
Antronio.- Yo os prometo de hacerlo todo de la manera que lo decís, y puesto esto está ya dicho, decidme ahora del segundo mandamiento.
Arzobispo.- El segundo mandamiento es que nos confesemos una vez en el año por cuaresma. Bien os podía decir hartas cosas acerca de la confesión, porque con mucha curiosidad las he escudriñado, pero otra vez quizá hablaremos largo de ella. Ahora solamente diremos lo que hace al caso para que el padre cura instruya a sus súbditos. En cuanto a lo primero, debéis decirles que la confesión se dio para remedio del pecado; quiero decir para que si después de recibida el agua del Santísimo pecáramos, conociendo nuestro pecado y confesándolo, nos perdone Dios. Dicho ello, les diréis cuán gran bien es no tener necesidad de confesarse en toda su vida.
Antronio.- ¡Cómo! ¿Y tenéis eso por bueno?
Arzobispo.- Y aun por más que rebueno.
Antronio.- ¿Por qué?
Arzobispo.- Porque si es bueno que no pequen, también será bueno que no tengan necesidad de confesarse.
Antronio.- Eso es imposible.
Arzobispo.- No digáis, por vuestra vida, eso que es muy grande error. Cómo, ¿no os parece que con la gracia de Dios es posible?
Antronio.- Sí, pero...
Arzobispo.- No digáis pero: que pues es posible con la gracia de Dios, y es posible alcanzar la gracia de Dios, también será posible no pecar mortalmente y, no pecando mortalmente, no habría necesidad de confesión.
Antronio.- Digo que tenéis razón, pero ¿no veis vos que de esa manera no cumplirían con este mandamiento de la Iglesia, si en toda su vida no se confesasen?
Arzobispo.- Mal me entendisteis; que yo dije que no se confesaran en su vida con necesidad; y quise entender que es bien que se confiesen sin ella, cuando la Iglesia lo manda; y esto por muchas causas que sería largo decirlas.
Antronio.- Yo me satisfago bien con vuestra razón, pero, por vuestra vida, que me digáis, ¿qué es la causa que los que comúnmente vemos que son los mejores cristianos, y que viven mejor y más santamente, se confiesan más veces?
Arzobispo.- Pluguiera a Dios que yo lo supiera, que sí dijera de buena gana.
Antronio.- Todavía quiero que me digáis vuestro parecer en ello.
Arzobispo.- Lo que os puedo decir, es que yo querría nunca jamás hacer cosa que tuviese necesidad de confesarla, ni de que mi conciencia me acusase; y así no confesarme más que de año a año, solamente por cumplir con la Iglesia. Cuanto a lo que esos que vos llamáis mejores cristianos hacen, no me parece que mi juicio es bastante para juzgarlos; yo, sin ninguna duda, creo que si estas tales personas supiesen lo que de la confesión se debe saber, y qué es lo que el cristiano está obligado a confesar, y qué no, por ventura, si son tales como vos decís, se confesarían menos veces, salvo si no piensan que es alguna santidad confesarse muchas veces, que en tal caso no digo nada.
Antronio.- Pues decidnos, por caridad, ¿qué es lo que debemos confesar?
Arzobispo.- Larga cosa me pedís; pero en dos palabras os digo: que solamente aquellas cosas de que nuestra conciencia nos acusa, y aquello en que ofendimos a Dios, o por ignorancia, o por flaqueza, o por malicia.
Eusebio.- Os digo que me habéis contentado en esto más que pensáis, porque os doy mi fe, que muchas veces me voy a confesar, y por tener qué decir, digo algunas cosas de que ni por pensamiento me acusa mi conciencia; y aún conozco esto mismo en algunos de los que se vienen a confesar conmigo, y en la verdad, aunque no es malo, pero tampoco es bueno; pues está más cerca de mal que de bien.
Antronio.- Pues que vos os habéis confesado, no es mucho que yo también me confiese; y os digo que, por las órdenes que recibí, ninguna vez me voy a confesar que mire en nada de eso, ni si me acusa la conciencia, ni si no. Ni menos me confieso, sino por una buena costumbre que tengo de hacerlo; y así me parecería que cuando no lo hiciese estaría perdido; y aun os prometo que creo hacen lo mismo la mayor parte de los clérigos; esto lo verán muy bien los que nos confiesan; porque los mismos pecados que confesamos antaño los confesamos hogaño, y lo mismo hoy que ayer.
Arzobispo.- No pasen vuestras confesiones adelante; que aún podría yo decir también mi parte, si dijese lo que, siendo muchacho, mis compañeros me contaban, cuando venían de confesarse, de lo que sus confesores pasaban con ellos. Yo, por mi verdad, no sé por qué lo hacen, ni qué sienten de la confesión, ni sé si piensan que fue instituida para remedio de las almas de los fieles, o para sus granjerías; pero más vale callar esto, pues no aprovecha nada.
Y digo, tornando a lo que primero dije, que junto con decirles a todos lo que primero dije, les debéis decir también, que si acaso por flaqueza cayeren en algún pecado, pidiendo a Dios perdón de él, tomen el remedio de la confesión; y esto, con mucha cordura y discreción, no curando de confesar, como dije, más que aquello de que sienten que sus conciencias les acusan; y esto brevemente, sin entremeter pláticas de aire. Es también menester que les aviséis que solamente los lleve a la confesión el dolor de la ofensa que hubieren hecho a Dios. Esto es para cuanto a los que se van a confesar.
Además de esto, deben los confesores guardarse de no enseñar a pecar a los que confiesan. Lo digo, porque ya los más tienen por costumbre preguntar en la confesión cosas que sería mejor callarlas, cuanto que a mí muchas maneras de pecados me han enseñado confesores necios, que yo no sabía. Bastará, pues, habiendo oído la confesión del penitente, que el confesor lo absolviese, y avisándole y amonestándole, según conviene, acerca de lo que ha confesado, lo anime así para que de allí adelante se guarde de ofender a Dios; como para que crea, que ya Dios le ha perdonado sus pecados, mediante su confesión y la absolución del sacerdote.
Y sí de esta manera se hace, la conciencia del otro irá apaciguada, y se excusarán algunas niñerías, y aún podría decir bellaquerías, que pasan so color de confesión. La penitencia que habéis de dar al que viene a confesar, es menester que principalmente sea mandarle leer en algún libro donde pueda hallar buena doctrina y algún remedio para el pecado a que más está inclinado, porque así mejor se pueda apartar de él.
Antronio.- No puedo decir sino que tenéis grandísima razón en todo lo que habéis dicho; y pues todo lo decís tan bien, decidnos ahora del tercer mandamiento, que es, recibir el Santísimo sacramento por pascua de resurrección.
Arzobispo.- La institución de este santísimo sacramento ya sabéis cómo fue el jueves santo, cenando Jesucristo con sus amados apóstoles; y dióselo después de haberles lavado los pies, en lo cual nos quiso enseñar que, para recibir en la posada de nuestras almas tan gran huésped, es menester que las lavemos con toda mácula de pecado. Lo mismo nos enseña San Pablo en una de sus epístolas, y no sin gran misterio. Y así creo yo, y aún querría que todos lo creyesen, que uno de los efectos que este santísimo sacramento tiene, es que ayuda maravillosamente al alma, que puramente lo recibe, a vencer del todo los deseos de pecar; y más creo, que una de las causas por que antiguamente acostumbraban a recibirlo cada día, era por este efecto. Después, como se empezó a enfriar el fervor de la fe, y a matar el ardor de la caridad, lo recibían todos los domingos; ahora somos tan ruines que lo hemos alargado de año a año. En este caso tengo de hacer que los clérigos y los frailes tengan mucho cuidado, y que den a entender al pueblo, qué es lo que deben sentir de este tan alto sacramento, para que sepan que al recibirle dignamente, reciben aumento de gracia.
Antronio.- Luego, según lo que antiguamente decías que hacían, ¿bien es recibir a menudo este santo sacramento?
Arzobispo.- ¿Quién os dice otra cosa?
Antronio.- Veamos, para recibirlo ¿no es menester que el hombre se confiese?
Arzobispo.- Sí, el que tiene qué, y el que no, no, sino cuando la Iglesia lo manda. Veamos, cuan queréis decir misa ¿os confesáis, si no tenéis qué?
Antronio.- No, ¿a qué propósito?
Arzobispo.- Pues tampoco tiene necesidad de confesarse para recibir el sacramento el que no tiene qué.
Antronio.- Digo que tenéis razón; pero si vos vieseis a uno irse a comulgar, sin haber confesado ¿no lo tendríais por cosa grave?
Arzobispo.- No, por cierto, porque creería lo que de mí, que se confesara si tuviera qué.
Antronio.- Yo os prometo que hallaréis bien pocos que en este caso digan lo que vos decís.
Arzobispo.- Os engañáis en eso, que no hallaré sino muchos, aunque bien sé que serán más los que dirán lo contrario. La causa es que donde quiera son más los ruines y necios, que los buenos y discretos.
Antronio.- En eso vos tenéis mucha razón; pero, dad acá, ¿os parece que debo decir a los muchachos que comulguen?
Arzobispo.- Sí, a los que tienen discreción y son de edad. Y mirad que os encargo que muy de veras los aficionéis y enamoréis a este santísimo sacramento, de tal manera que los que no tienen edad para recibirlo, la deseen tener por gozar de tanto bien; y los que la tienen, conozcan el grandísimo bien que alcanzan cuando lo reciben.
Antronio.- Eso haré yo de muy buena voluntad, lo mejor que pudiere. Y pues ya habéis dicho de esto lo que basta, decidnos lo que del cuarto mandamiento se debe decir y enseñar.
Arzobispo.- Soy contento, aunque me dejo harto por decir de lo que quisiera de la confesión y del santísimo sacramento; pero otro día se hará.
El cuarto mandamiento es, ayunar los días que manda la Iglesia. Es menester que sepamos de dónde se empezó el ayuno; y qué es la virtud de él, y también qué movió a la Iglesia para que lo diese por precepto; pues parece cosa que había de ser voluntaria; y en fin, para que el ayuno que hiciéremos sea bueno, qué condiciones ha de tener. Dicho esto, veréis qué es lo que conviene decir y enseñar.
Cuanto a lo primero, el ayuno se empezó mucho antes del advenimiento de Jesucristo, nuestro Señor, y la primera vez que se halla nombrado en la Sagrada Escritura es en el libro de los Números; pero, según parece, entonces el ayuno era para afligirse los cuerpos y estar en silencio y tristeza. Después los ayunos de los santos padres que estaban en el yermo de Egipto. Era una continua abstinencia de todos manjares, que fuesen exquisitos; y lo que comían era lo que más sin trabajo podían hallar en la tierra donde moraban. No se les daba más que fuese carne que pescado, comían templadamente, no para hartar los cuerpos, sino para sustentar las vidas. Este es el ayuno que en muchas partes de la Sagrada Escritura está alabado; y éste es el que yo deseo que aprendiesen a ayunar los que se precian de ayunadores, que no a no comer carne, y gastar en pescados, traídos de no sé dónde, dos veces más que gastarían en carne; y de aquello, con tanto que no sea carne, piensan que les es lícito comer hasta reventar. Esta manera de ayuno, yo, ni la tengo por ayuno, ni por nada, sino por vicio. El otro, a la fe, es el que sojuzga la sensualidad a la razón, y la carne al espíritu, y así hace al alma que se allegue a Dios, y que aborrezca los placeres de la carne, y aquellos comeres demasiados y glotonerías.
Pues dejando esto, después, andando el tiempo, la Iglesia, movida por causas santas y buenas, instituyó el ayuno que ahora tenemos y de la manera que lo tenemos. Verdad es, que personas supersticiosas lo tienen corrompido, como muchas otras cosas, usando de él, no según la intención de la Iglesia, sino según lo que ellos se fingen. Pues dejando éstos, que ellos darán cuenta a Dios de lo que hacen, digo que en este caso de ayunos, no querría que dijeseis otra cosa, especialmente a los niños, sino que el ayuno principal del cristiano debe ser abstinencia de pecados y de vicios; y esto se lo debéis aconsejar con mucho ahínco; y de este otro ayuno corporal no curéis de decir a los niños nada; antes decidles y declarad cómo, en tanto que son muchachos, no están obligados a ayunar.
Antronio.- ¿Para qué? ¿No es mejor que ayunen, aunque no estén obligados?
Arzobispo.- No.
Antronio.- ¿Por qué no?
Arzobispo.- Porque los ayunos vemos muchas veces que causan a los muchachos enfermedades. La causa es que, como el día que ayunan, acordándose que no han de cenar, comen a mediodía demasiado, de lo que suele hacerles mal. Hay asimismo otro inconveniente, que yo tengo por mayor, y es que, si les ponéis desde niños en que piensan que es gran cristiandad ayunar mucho, ponen en aquello su santidad, y en lugar de hacerlos píos y santos los hacéis supersticiosos y ruines.
Antronio.- ¿Y decísme de veras que diga eso a los muchachos?
Arzobispo.- Sí, y aun más que de veras.
Antronio.- Pues yo os prometo de tomar vuestro consejo; aunque, a mi juicio, siquiera por la buena costumbre, sería bueno que ayunasen.
Arzobispo.- La buena costumbre haced vos que la tengan en amar a Dios y a sus prójimos, y de las otras cosas no se os dé nada.
Antronio.- Digo que me place; pero, dad acá, veamos; del pagar diezmos y primicias, que es el quinto mandamiento, ¿qué nos decís?
Arzobispo.- ¿Qué queréis que os diga? Nada.
Antronio.- ¿Cómo no?
Arzobispo.- Yo os lo diré; porque para deciros verdad, pues aquí todo puede pasar, yo tengo por tan de buen recaudo a los eclesiásticos, que no dejaremos ir al otro mundo muy cargadas de diezmos las ánimas de nuestros feligreses. Pluguiese a Dios que tanto recaudo y diligencia pusiésemos en instruir al pueblo en la doctrina cristiana cuanto ponemos en hacerles pagar los diezmos y las primicias. Si esto se hiciese así, yo os prometo que todos fuésemos santos.
Diálogo de doctrina cristiana
Juan de Valdés
Marco legal