LOS SIETE PECADOS CAPITALES
Antronio.- A lo menos si a todos los que vienen a negociar con vos los enviáis como a mí, ninguno irá descontento. Y, pues estamos de nuestro espacio, por vuestra vida que nos digáis, de los siete pecados mortales, qué es lo que se debe enseñar.
Arzobispo.- Cosa es esa, para deciros verdad, en que no hablo de muy buena gana; porque este escudriñar de pecados, a los ruines sé que aprovecha poco, y a los buenos engendra no sé qué escrúpulos; pero pues tengo de hacer lo que queréis, os diré lo que me pareciere. Vos de allí tomaréis lo que quisiereis.
Eusebio.- Primero, decidnos, ¿por qué les pusieron este número de siete?
Arzobispo.- Lo que San Juan Crisóstoma dice a eso es, que así como los hijos de Israel pelearon para ganar la tierra de promisión con unos siete reyes, así conviene que el cristiano pelee con estos siete vicios para entrar en su tierra de promisión, que es la bienaventuranza.
Eusebio.- Por mi salud que el dicho es conforme a quien lo dijo. Ahora decid lo demás.
Arzobispo.- Cuanto a lo primero, habéis de saber que en los diez mandamientos están prohibidos estos siete pecados mortales, como os lo mostraré luego. De manera que, el que guardare los mandamientos, es imposible que tropiece en ninguno de estos pecados de esta manera.
El primer pecado es soberbia, la cual es de dos maneras: exterior, cuando el hombre se ensoberbece por sus bienes corporales, e interior cuando asimismo se ensoberbece por sus bienes espirituales; y por esta causa está prohibida en el primer mandamiento, en el cual, como ya hemos dicho, nos mandan que no tengamos dios ajeno. Quiero decir, que en ninguna cosa confiemos, con ninguna nos deleitemos, agrademos, ni alegremos, sino con sólo Dios. Y la soberbia, ya veis que unas veces hace al hombre que se precie de sus riquezas, de sus fuerzas, de su manera de vestir, de su poderío, de su honra y de su nobleza y generosidad; y también interiormente tiene confianza y se precia de su sabiduría, ciencia e ingenio, justicia, virtud y santidad, de manera que lo que el hombre debía de dar a Dios, lo da a estas cosas. Trae además de esto la soberbia dos cosas consigo: la una que hace el presuntuoso tenerse a sí en mucho, y la otra que le hace menospreciar, aborrecer y tener en poco a los otros; por esta causa encierra también en sí la vanagloria. De manera que el soberbio, cuando conoce en sí alguna virtud, no da gracias a Dios por ella, ni la atribuye a él como sería razón, sino la atribuye a sí mismo, y así se cumple en él lo que dice San Pablo, que, teniéndose por sabios, quedaron por necios y locos. Este pecado lo podéis tener por muy peligroso, y la causa es, porque como no tiene tomo, ni se ve exteriormente, no procuramos desecharlo, porque no lo vemos, ni pensamos que lo tenemos; y de aquí es que a muchos vemos que los acompaña hasta la sepultura; de lo cual nos dan testimonio muchos testamentos que cada día vemos tan llenos de vanidad y soberbia que es grandísima lástima. La verdad es que buena parte de la culpa de esto echo yo a los confesores.
Antronio.- Espantado me tenéis con lo que habéis dicho; y pues me descubristeis la llaga, por caridad, os pido que me deis la medicina, diciéndome alguna manera, cómo pueda yo huir de este pecado, y enseñar a otros que también huyan de él; y mirad que habéis de hacer lo mismo en los demás.
Arzobispo.- Soy contento. El primero y más eficaz remedio es que muy de veras conozcáis que sois inclinado a él, y que con pena de veros con esta inclinación gimáis continuamente delante de Dios, y le pidáis su gracia con que os enseñoreéis del pecado, y muera la inclinación. Además de esto, os aprovechará mucho si tuviereis siempre ojo a compararos con los que son y valen más que vos, y no con los que son menos; y también os aprovechará pensar más continuamente en vuestras faltas y males, que en vuestras virtudes y bienes.
Eusebio.- Por cierto, que si la llaga se descubrió mucho, que la medicina es harto bastante para sanarla; y pues así es, decidnos de la avaricia.
Arzobispo.- A la avaricia llama San Pablo raíz de todo mal; porque los que andan por ser ricos caen en los lazos del demonio y en muchos deseos vanos y sin provecho y dañosos. Este pecado está prohibido en dos mandamientos, conviene a saber, en el séptimo y en el último; y aún también, primero; porque al mandarnos que no hurtemos, nos manda que no seamos avarientos; y asimismo al mandarnos que no deseemos la hacienda de nuestros prójimos; y pues del primero no hay qué decir, que claro está que el que es avariento, desea algo fuera de Dios, y así quebranta el primer mandamiento; lo cual aún más evidentemente muestra San Pablo cuando dice que el avariento es esclavo de los ídolos. Tengo yo este pecado por muy dañoso, por la misma razón que el primero; porque como es pecado del alma, no se ve, y no viéndose, no se conoce, y no conociéndose, no procuramos desecharlo.
Y para deciros la verdad, yo no osaría decir que no soy avariento, ni aun aconsejaría a nadie que lo creyese de sí, por muy libre que a su parecer estuviese de avaricia; antes siempre confesaré mi mala inclinación que a ella tengo, y esto me será materia de gemir delante de Dios, y confesar mi miseria; y por otra parte, consolarme con lo que dice Jesucristo, que bienaventurados son los que lloran, porque ellos serán consolados.
Eusebio.- Son todas vuestras razones tan cristianas que no hay más que pedir; y pues tan bien sabéis descalabrar y sanar, decid ahora de la lujuria.
Arzobispo.- Este pecado, dice San Pablo, que no se nombre entre los cristianos, y con mucha razón, pues es tan torpe y bestial. Este está prohibido, como veis, en el sexto mandamiento, donde nos mandan que no cometamos adulterio, del cual ya, a mi parecer, dijimos bastante.
El remedio para éste es la templanza en el comer y en el beber, y la conversación honesta y casta, y huir de la ociosidad, la cual es madre de todo mal y pecado. Pues de este pecado debéis decir lo menos que pudiereis a los niños, y lo que les dijereis sea de manera que antes lo aborrezcan que lo conozcan.
Antronio.- Digo que haré como mandáis, esto y todo lo demás.
Eusebio.- Está bien; decidme de la ira.
Arzobispo.- Yo os doy mi palabra que, si queremos meter la mano, que hay bien en qué, porque, si yo no me engaño, apenas hay quien de ella se libre; unos más y otros menos. Dijimos pues de este pecado algo en el quinto mandamiento, diremos ahora otro poco, y después, con la gracia de Dios, daremos armas con que todo cristiano se pueda defender de él.
Pues, para que mejor nos entendamos, digo que la ira habéis de entender que es todo aquello que el hombre piensa, dice, o hace con indignación contra su prójimo, cuando no precede consideración de la caridad cristiana; y es también una mala superfluidad del mal espiritual, la cual, en alguna manera, se podría llamar malicia. Este pecado, como se enseñorea en la más noble parte del hombre, que es el corazón, por maravilla hay quien después de entrado lo pueda desechar. ¿Y lo queréis ver? Hallaréis un hombre pacífico, manso y quieto, tanto que os parece que es imposible que haya en él ira; y si le hacéis alguna cosa que le pese, veréis luego cómo sale y se manifiesta la ira que en el ánimo estaba escondida. Y le acontece como a la cal viva que, si no le echáis agua, se está quieta, pero en echándosela luego hierve; y así como si cuando la cal hierve, le echáis un poco de aceite se mata; así, si a la ira le echáis un poco de caridad cristiana, la mataréis luego.
Pues para que antes que salga la matéis, es menester que seáis diligente a oír; pero negligente a hablar, y no basta eso, sino que os acostumbréis a haceros fuerza a vos mismo, y a vencer vuestros afectos. Lo primero, como dije, debéis ser tardío en hablar cuando estuviereis airado; y lo segundo, que es más perfección, que pongáis en vuestro corazón de no querer, por todo el mundo, airaros; y aun de querer alguna vez experimentar si sois bastante (humildes) para sufrir alguna injuria sin moveros a ira contra el que os la hace. De esta ira habla largamente en muchas partes la Sagrada Escritura, y especialmente Santiago, el cual, asimismo, da remedios para ella; y habla también de otra ira, que es santa y buena. Esta es cuando nos airamos contra el vicio de nuestro prójimo y no contra su persona. También, según enseña el profeta David, es menester para que no pequemos que nos airemos contra nuestros vicios y pecados propios.
Eusebio.- Habéis hablado tan a mi propósito como si supierais mi intención; y así creo que haréis en el cuarto pecado mortal, que es gula.
Arzobispo.- Este pecado lo pone San Pablo debajo del primer mandamiento, cuando dice que el Dios de los malos es el vientre; en el cual podemos decir que pecan todos los que hacen cuenta que viven para comer, y no que comen para vivir, porque en los tales cuadra muy bien el dicho del apóstol que su dios es el vientre.
Podemos muy bien decir que este pecado está prohibido en el sexto mandamiento; porque el que nos manda que seamos castos, nos manda sin duda que tomemos los medios, de la castidad que son, templanza en el comer, poco dormir, trabajos corporales, oración, lectura, contemplación, estudio, hacer buenas obras al prójimo, padecer frío, calor y pobreza.
Eusebio.- Por mi salud que me ha contentado esto en extremo, porque en pocas palabras habéis dicho mucho.
Antronio.- Cierto, sí ha; sino que yo quisiera que se declarara más; pero, pues os parece que basta, vengamos al quinto pecado que es envidia.
Arzobispo.- Dígoos, en mi verdad, que tengo yo en mi pensamiento a este pecado por el más grave de todos, que me parece que sale de ánimo apocado y bajo. El que peca en éste, va contra todos los diez mandamientos, pues derechamente va contra la caridad en que todos ellos están fundados; pero por las palabras de San Juan vemos claramente que el quinto mandamiento es el que principalmente se quebranta con este pecado, porque él dice que el que aborrece a su hermano, teniéndole envidia, este tal es homicida; y por esto me parece en extremo bien lo que leí una vez en San Agustín, que conviene que resistamos a la ira, porque no se torne en envidia y en enemistad. Debiera él de imaginar que la ira es como un arbolito y la envidia es como un árbol grande, y por esto mandó que cortásemos el arbolito de la ira, porque no se hiciese árbol grande de la envidia.
Eusebio.- Está muy bien dicho. Resta ahora que nos digáis algo del último pecado mortal que es pereza.
Arzobispo.- Este es el postrimer lazo con que el demonio procura de enlazar el alma. Está prohibido este pecado en el tercer mandamiento, que es santificar las fiestas. Así que ofendemos a Dios en él en dos maneras, corporal y espiritualmente: corporal, dejando de ir a la Iglesia a misa y al sermón; dejando de rezar, de leer, y así de otros ejercicios que son, o pueden ser, santos y buenos; espiritualmente, cuando habiendo empezado a caminar por el camino de la virtud, quiero decir, por el camino de Dios, somos negligentes y nos paramos y estamos tibios y seguros, perdiendo el amor y temor de Dios; y a estos, dice la Escritura, que son malditos, porque hacen las obras de Dios con negligencia. De aquí nacen hipócritas y falsos cristianos; y aún sabéis que veo muchas veces que, con color de bien, engaña muchas veces el demonio muchas personas señaladas en bondad y los hace caer miserablemente en este pecado.
Eusebio.- ¿De qué manera?
Arzobispo.- Les hace entender que vale mucho la paz y quietud; lo cual ellos no pueden negar; y luego les hace que, por no perder aquello que ya conocen ser bueno, dejen de hacer el bien que podrían a sus prójimos; y así les hace que entierren el talento que Dios les dio para que granjeasen con él a sus prójimos.
Eusebio.- La razón es, a mi parecer, harto buena; y creo yo, sin duda ninguna, que esta misma os hizo a vos dejar vuestra quietud y reposo, donde solamente negociabais con Dios y con vuestros libros, y venir a tomar la carga enojosa de este arzobispado.
Arzobispo.- De eso Dios sabe la verdad; y placerá a él que yo haga obras por donde la muestre a todos; pero porque concluyamos con este pecado y con los demás, digo que el remedio que yo hallo más eficaz y verdadero, y el que a mi parecer vos, padre cura, principalmente deberíais encomendar a vuestros niños, es que todo cristiano tenga buena y entera voluntad de no querer por cosa ninguna ofender a Dios; y conozca asimismo con esta voluntad cuán peligrosos y sutiles son los lazos del demonio, y cuán inclinado es el ánimo humano al mal. Y cómo, cuando más seguro se piensa que está, entonces tiene más peligro; y en fin, que siempre piense que poco o mucho ofende a Dios en todos estos pecados. Y que con todo este conocimiento, desconfiando totalmente de sus naturales fuerzas, las cuales sin duda no son bastantes para tan gran empresa; debe pedir con mucha instancia el favor y ayuda de Dios, para poder vencer todos estos vicios en general, y particularmente para aquel de que se sintiere más fatigado. Y junto con esto es menester que tenga firme confianza que Dios le dará aquello que le pide.
En fin, aprovecha mucho aborrecer el pecado y amar la virtud, y donde quiera que viéremos el bien, imitarlo en cuanto nos fuere posible, y el mal, huirlo como ponzoña pestilencial; y el que esto tuviere, créame que está cerca del bien y también el que no lo tuviere, sepa que está dentro del mal y de aquí digo yo que no se arrepiente el pecado sino el que muy de veras le aborrece y deja.
Antronio.- Por las órdenes que recibí que no os puedo decir otra cosa, sino que para hacer lo que decís, es menester hundirme y hacerme de nuevo. ¡Oh, valgame Dios, en qué ceguedad vivimos y en qué tinieblas, aún los que nos tenemos por luz del mundo y sal de la tierra! Por caridad, señor mío, pues tanta gracia puso nuestro Señor en vos, no os canséis de hablar con nosotros; y ahora decidme: ¿por qué no habéis dicho nada de las circunstancias que agravan el pecado?; pues nosotros, en nuestras confesiones, hacemos tanto caso de ellas.
Arzobispo.- Mirad, padre cura; lo que yo en todas mis pláticas pretendo es mostraros lo que conviene para que todos seamos verdaderos cristianos legítimos y no fingidos, evangélicos y no ceremoniáticos, espirituales y no supersticiosos, de ánimos generosos y no escrupulosos, y para que pongamos nuestra cristiandad en la sinceridad del ánimo, y no en solas las apariencias exteriores; y en fin, para que conozcamos en qué consiste la libertad evangélica, y a cuánto se extiende. Y para que hagamos nuestra cuenta que si ahora somos niños en Jesucristo, quiero decir, que no tenemos criado del todo a Jesucristo en nuestras almas, es menester trabajar por criarle; y entonces lo tendremos criado, cuando fuéremos varones perfectos; a la cual perfección somos sin duda obligados todos los cristianos, a lo menos, si no a tenerla, cierto a procurarla. Pues, para este efecto, os digo que tengo yo por muy averiguado que daña en alguna manera el demasiado escudriñar de circunstancias, como hacen algunos escrupulosos, porque engendra escrúpulos en las conciencias; y los que éstos tienen, son como las mujercillas a quien reprende San Pablo, que andan siempre aprendiendo y nunca acaban de alcanzar el perfecto conocimiento de la verdad. ¿Queréis que os diga qué es lo que yo hallo que agrava o disminuye principalmente el pecado? El ánimo con que se hace.
Antronio.- No entiendo lo que decís, si no me lo declaráis.
Arzobispo.- Habéis de saber que, entre otros, hay dos maneras de hombres que comúnmente pecan: unos por flaqueza: éstos son los que, siendo tentados, y no pudiendo fácilmente resistir a la tentación, caen en ella. De éstos fue David cuando pecó con Barsabé y tuvo manera como matase a su marido; y de éstos fue San Pedro, cuando negó a Jesucristo; y en fin, si leéis en un libro que llaman Vitas Patrum hallaréis de esta manera muchos que así como caían en algunos pecados por flaqueza y por la fuerza de la tentación, y no por bellaquería ni malicia; así luego, como caían, y conociendo su pecado y arrepintiéndose de él, se tornaban a levantar.
Hay otros que pecan, no porque son tentados, sino por costumbre bellaca que tienen de pecar, y por malicia; los cuales, así como aman el vicio, así jamás pueden si quisieren salir de él. Estos tales, a mi ver, pecan por falta de fe, porque si tuviesen fe, ella les traería el conocimiento de Dios, y conociéndole, yo os prometo que aborrecerían los vicios que antes amaban.
Así que podemos decir que, así como los primeros pecan por flaqueza y poquedad, así éstos pecan por infidelidad; y de aquí es que veréis unos hombres que se están tan de asiento y reposo en sus pecados, como si por ellos hubiesen de alcanzar alguna bienaventuranza. No quiero decir lo que de las confesiones de los tales siento, pues no tengo aquí ninguno de ellos; pero algún día les daré a entender cuán perdidos andan, y cómo el fruto de su perdición será pena eterna.
Eusebio.- Plegue a Dios que lo hagáis como decís, y que hecho, aproveche tanto como todos deseamos; que verdaderamente en esto hay grandísima perdición; y ahora os quiero decir esto: que se me figura que con esta vuestra división de pecadores, entiendo algunos lugares de la Sagrada Escritura, que, a mi ver, sin ella están oscuros.
Arzobispo.- Dígoos de verdad, que el que a mí me la dijo, me declaró por ella algunos que yo hasta entonces ni por pensamiento entendía.
Eusebio.- Ea, decid alguno.
Arzobispo.- Porque no es ahora tiempo, quédese, si os parece, para otro día.
Eusebio.- Bien decís. Sea como mandareis, pues el día es grande, y habrá tiempo para todo. Decidnos ahora muy particularmente de las obras de misericordia, así corporales, como espirituales.
Arzobispo.- Mirad, hermanos; para el cristiano, que de veras ama a Dios y a su prójimo, sabe que está obligado a socorrerle en todas sus necesidades, de cualquier manera que sea, así como desea que a él le socorran en las suyas. A mi parecer hay muy poca necesidad de señalar estas obras de misericordia; y aún si miramos en ello, tampoco para los demás, pues ninguno es tan sin juicio que no sepa que está obligado a hacer con sus prójimos lo que querría que ellos hiciesen con él.
Eusebio.- Pues veamos, ¿por qué se señalaron estas siete cosas?
Arzobispo.- Eso preguntadlo vos al que las señaló; pues yo, ni lo sé, ni se me da nada por saberlo.