Breve instrucción cristiana
Por Ulrico Zuinglio
No fueron pocas las consecuencias de la Segunda Discusión de Zürich (26-28 de octubre de 1523). El Consejo de la Ciudad de Zürich rogó a Zuinglio confeccionase una sucinta y clara exposición de sus ideas, pues a nadie se le ocultaba que habría de haber profundos cambios en el pensar y el sentir religiosos y su manifestación en las formas cúlticas.
Con el entusiasmo que es de suponer Zuinglio publicó el 17 de noviembre de 1523 la obra básica para clérigos y laicos titulada: «Eine kurtze und christentliche Einleitung» (Breve Instrucción o Enseñanza Cristiana). Redactada en el alemán que en Suiza se hablaba, obtuvo extraordinario eco. Además iba respaldada por el mismo Consejo de la Ciudad de Zürich, el cual se la envió a los obispos católicos de Chur, Constanza y Basilea y también a la universidad de esta ciudad y a los «Confederados de los 12 Cantones».
Por vez primera apareció en el año 1953 este importante escrito en traducción francesa,* a cuyo autor se deben las siguientes palabras:
«Se trataba de la renovación de la Iglesia. A principios del año 1523 la magistratura de Zürich había convocado a las autoridades eclesiásticas, el obispo de Constanza inclusive, el cual tenía esta ciudad bajo su jurisdicción, para definirse tomando por base las tesis preparadas por uno de sus sacerdotes, Zuinglio, y para que se examinasen los medios apropiados para asegurar la reforma de la Iglesia. Coma secuela de estas conversaciones, a las que el obispo había enviado a su vicario general Juan Faber, la reforma quedó decidida. Sin embargo, se había puesto manos a la obra prematuramente quizás en lo concerniente a las imágenes y a la misa. Una segunda controversia tuvo lugar hacia el fin del año, y se decidió proceder con mayor suavidad.
» ¿Pero cómo empezar? A menudo se olvida que al principio de la Reforma no había "protestantes". Era necesario, pues, introducir las debidas reformas en el cuadro de los hábitos y costumbres de la Iglesia existente, y para ello proceder con prudencia, a fin de no molestar a nadie inútilmente, y de, sobre todo, convencer más bien que obligar. La Iglesia de Zürich tenía su clero: la cuestión era, en primer lugar, enseñarle cómo debía predicar de ahora en adelante, a fin de que el mensaje dado en el púlpito de cada parroquia fuese conforme a la Escritura, autoridad suprema en asuntos de fe.
»Esta "Breve instrucción cristiana", redactada por Zuinglio a petición de las autoridades, es el pequeño manual enviado a todos los predicadores para darles las indicaciones elementales indispensables relacionadas con una predicación fiel. Dado su carácter oficial, aparece como la primera Confesión de Fe de la Iglesia de Zürich decidida a reformarse. En manera resumida, constituye una especie de catecismo que trata de puntos esenciales de la fe y de sus consecuencias morales, dentro de un cuadro claramente paulino.»
*Jaques Courvoisier, «Bréve Instruccion Chretiénnne», Ginebra, 1953. Hemos cotejado cuidadosamente esta meritoria versión francesa con el texto original de la selección «Zwingli Hauptschrif-ten», Zürich, 1940, tomo 1, págs. 247-293.
BREVE INSTRUCCIÓN CRISTIANA
dirigida por el Honorable Consejo de la Ciudad de Zúrich a los pastures y predicadores que habitan en sus ciudades y territorios, a fin de que en lo sucesivo anuncien todos la verdad evangélica y la prediquen a los fieles.
ORDENANZA
Nosotros, Burgomaestre, Pequerio y Gran Consejo (llamado de Los Doscientos) de la ciudad de Zúrich, dirigimos a todos, clérigos y laicos, prelados, abates, decanos, curas, pastores y predicadores de la palabra de Dios, que residen en nuestras ciudades y territorios, nuestro saludo, la expresi6n de nuestra buena voluntad y, ante todo, nuestros mejores deseos. Tal y como vosotros lo habéis comprendido según nuestra última ordenanza,1 Os habíamos prometido para tan pronto como fuese posible el envío de una breve instrucción sacada de la Santa Escritura por los eruditos. Conforme a nuestras disposiciones, este documento ha sido escrito y nosotros hemos inspeccionado su tenor. Hemos comprobado que esta tan sólidamente fundamentado sobre las divinas y evangélicas escrituras del Nuevo y del Antiguo Testamento que, de acuerdo con nuestra promesa, procedemos a remitirlo a cada uno de vosotros personalmente, sin esperar ya mas. Os rogamos que os conforméis a la ordenanza antes mencionada y que os apliquéis celosamente al estudio de la presente instrucción, verificando su contenido y comparándolo con las versiones originales de las Escrituras. Tenemos la firme esperanza de que ello os conducirá, paso a paso, en el conocimiento de la Escritura divina y verdadera, y que os hará aptos para conducir también a otros. Os exhortamos muy seriamente a ello, porque tal es la voluntad de Dios y así debe ser en un oficio que esté en conformidad a su ordenación y al mandamiento de Cristo, para que el verdadero conocimiento y el honor de Dios, el amor cristiano y la unidad, en fin, el progreso de nuestras costumbres, sean conocidos a partir de la palabra de Dios y crezcan constantemente. Deseamos, en efecto, que, de completo acuerdo con el Evangelio, seáis unánimes en la enseñanza de estas cosas en nuestro país. Sin embargo, si entre vosotros se hallasen algunos que dando pruebas de negligencia o de mala voluntad se comportasen de algún modo en desacuerdo con la Escritura santa, nosotros obraríamos para que ellos reconociesen hasta qué punto su conducta es injusta y opuesta a la enseñanza de Cristo. Y lo mismo que anteriormente hemos apelado a todos a propósito de las mágenes y de la misa, invitando a nuestros Graciosos Señores los obispos de Constanza, Coira y Basilea, a la universidad de esta última ciudad, así como a nuestros fieles y amados confederados de los doce cantones, para que nos aporten sus sabias opiniones acerca de los mencionados artículos de una forma ajustada a la Escritura verdadera, divina y evangélica, y a iluminarnos con sus luces; así también estamos siempre deseosos de, en el caso de que alguno pudiese instruirnos mejor y más claramente en el contenido de la Escritura, escucharle y aceptar lo que aquélla nos dice, con especial gozo y gratitud. Igualmente reiteramos nuestra súplica, a todos y a cada uno, de que, dado que se descubriese que hemos sufrido alguna equivocación y que nos encontramos en el error, nos sea señalado sobre la base de la verdadera palabra de Dios y del Evangelio, para la honra de Dios, la verdad y el amor fraternal. Con profunda gratitud acogeríamos tal servicio.
Comencemos por aquí: Las discordias de nuestro tiempo, tal y como cada uno puede observarlo, tienen únicamente por causa la incomprensión de ciertas gentes; y como toda doctrina humana es vana si Dios no ilumina al hombre interior y le atrae a Él, todo cristiano debe, tanto individualmente como en unión con sus hermanos, suplicar a Dios con fervor para que haga resplandecer la luz de su palabra y nos atraiga, por su gracia, a nosotros, que somos pobres e ignorantes. Oraremos también a fin de aprender a conocerle verdaderamente, para que de este conocimiento se derive el verdadero amor, y para que, por amor a Él, lo hagamos todo por agradarle, de manera que, después del tiempo de nuestra vida terrenal, alcancemos el mundo eterno, donde le conoceremos verdaderamente, donde gozaremos de su presencia y donde El será totalmente nuestro. Dios quiera concedernos tal súplica, puesto que El ha prometido atendernos en aquello que le pidiéramos (Mat. 18:19). El ha dicho, en efecto: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que lo pidieron de Él?» (Lc. 11:13). Santiago dice también: «Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será dada. Pero pida en fe, no dudando nada» (Stg. 1:5 s.).
A más de esto, nos parece que debemos abordar la doctrina de Dios como Cristo lo ha hecho. Cristo comenzó diciendo: «Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 4:17; Mar. 1:15). Es decir, que, sin duda alguna, nosotros debemos hacer resonar también el «Arrepentíos» en este mundo pecador. Debemos hacerlo como Juan el Bautista, que añadía: «La segur está puesta ya a la raíz de los árboles; y todo árbol que no hace buen fruto, es cortado y echado en el fuego» (Mat. 3:10).
Pero para que cada uno sepa por qué debe arrepentirse, es necesario que conozca su falta. Es preciso, pues, conocer ante todo el origen del pecado. Cuando lo hayamos encontrado, cada uno se tendrá por pecador y se volverá hacia la misericordia de Dios.
De dos maneras se reconoce el pecado: es innato a nosotros, y se halla en nuestras concupiscencias.
Nosotros somos pecadores desde el nacimiento, por-que todos somos nacidos de Adán. Antes de haber engendrado a nadie, Adán cayó en el pecado, la imperfección y, de hecho, en la muerte. En consecuencia, sus descendientes han heredado esta imperfección. Lo mismo que un hombre no puede engendrar un ángel, Adán, pecador, no puede dar origen a un hombre impecable. De tal modo cayó Adán. Al prohibirle el árbol del conocimiento del bien y del mal, Dios le dijo: «El día que de él comieres, morirás» (Gén. 2:17). Dios no puede mentir: Adán ha comido del manjar prohibido y es muerto. El es ahora el Adán muerto. Ningún muerto puede engendrar un vivo; a partir de entonces todos aquellos que son nacidos de Adán son muertos. La muer-te de Adán no es solamente corporal, aunque ésta llega con el tiempo. Se trata, al decir la palabra «morirás», de la pérdida de la buena voluntad y la amistad de Dios; de la pérdida del espíritu de Dios que habita en nosotros, nos domina y nos guía; de la pérdida de aquella perfecta hechura de la naturaleza original, y de caer en el pecado. En consecuencia de lo cual, Adán y su descendencia, habiendo sido quebrantada su naturaleza, no pueden hacer nada bueno, porque son imperfectos. El pecado no significa otra cosa que la imperfección debida a la caída, y la impotencia de nuestra carne: «Ya no obro aquello, sino el pecado que mora en mí» (Rom. 7:17), es decir, la imperfección que me es innata. El pecado, y luego la muerte, han venido a nosotros a partir de esta caída: «El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte» (Rom. 5:12).
La primera muerte de Adán consiste en haber perdido la gracia de Dios. Sin esta gracia no hay salvación, sino una total desesperanza. Esto es lo que significa su vergüenza y su desnudez. Cuando el Señor le llamó él respondió: «Oí tu voz y tuve miedo, porque estaba desnudo; y escondime » ¿Qué es este Adán que se siente desnudo, y que sin embargo desnudo había sido creado por Dios, y que así caminó delante de Él? Tan sólo un hombre caído en la muerte, el pecado, la transgresión, la miseria, la imperfección y la impotencia, y que nada bueno encuentra en sí mismo a cuyo amparo pueda presentarse delante de Dios. ¿Qué muer-te corporal 2 —que habría librado inmediatamente de la vergüenza— habría sido para Adán tan dolorosa como la muerte de la perdición, de la vergüenza y de la imperfección, en la cual ha tenido que presentarse ante Dios, y toda su descendencia con él? Nadie tiene nada bueno tras lo cual ampararse. He aquí por qué esta primera muerte es, con mucho, la peor.
La otra es la muerte corporal: un castigo de Dios a causa del pecado. Tan cierto como que todos los hombres engendrados en el pecado deben morir, lo es que son hijos de Adán en cuanto a la transgresión, al pecado, a la impotencia para hacer el bien y a la desnudez. Nosotros no somos más que carne, conforme a esto que Dios ha dicho: «No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne» (Gén. 6:3). Ahora bien, sabemos todos que la carne no sirve para nada, nada puede, nada hace de bueno; y como que nosotros solamente somos carne, se sigue que, por naturaleza, nada podemos hacer que sea recto y bueno. Nuestras inclinaciones nos llevan al mal, a la misma condición que Adán, porque Dios ha dicho que: «todo designio de los pensamientos del corazón de los hombres, era de continuo solamente el mal» (Gén. 6:5). Después ha dicho: «el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud» (Gén. 8:21). Si el hombre es malo desde su infancia, es porque lo ha heredado de Adán. He ahí el verdadero pecado original: la caída, la transgresión, la impotencia, la pérdida de Dios, la imperfección, el pecado, o cualquier nombre semejante con el que quieras revestirlo. Es, pues, claro, que somos todos a una, por naturaleza, hijos de ira (Ef. 2:3), que todos a una hemos pecado (Rom. 3:12-23), que todos a una somos inútiles e incapaces de obrar bien alguno (Sal. 14:1). Hijos de Adán, nosotros estamos en el lado de los transgresores de la Ley. Nadie puede, en virtud de su naturaleza, hacer nada bueno, o que sirva para la reconciliación con Dios, bien sea en propio provecho o en el de los demás, porque todos somos peca-dores.
En segundo lugar: podemos llegar a ser conscientes del pecado (es decir, de la imperfección y de la impotencia) que hay en nosotros, porque comprobamos su existencia a nuestras expensas. A todo lo largo del tiempo que vivimos en este cuerpo, la imperfección que hemos heredado sigue produciendo constantemente malos frutos. Esta imperfección, lo mismo que las caídas, provienen de una concupiscencia pecaminosa: de cuando Adán quiso ser tan sabio y tan grande como Dios, es decir, quiso ser igual a Dios. De la misma forma, hoy, todo hombre busca su interés propio; se rodea de gentes que puedan darle acceso a los honores, quiere hacerse un nombre, adquirir el poder, la riqueza y la tranquilidad. Se estima en más de lo que realmente vale; piensa que los otros hombres son buenos para trabajar a su servicio, y hace de suerte que ése sea el resultado. Nada de esto se puede negar: si cada uno examina sus propios deseos, los verá tan enormes que nadie podría satisfacerlos. Allí donde el hombre no está corrompido en este terreno, lo que realiza no es hecho con sus propias fuerzas, sino con las de Dios. Más tarde se volverá a hablar de ello. Aquí hablamos del hombre, de su razón, de sus designios y de su poder. Ellos, ante todo, están siempre orientados hacia sí mismos. Pablo se expresa así: «Yo sé que en mí —es a saber, en mi carne— no mora el bien» (Rom. 7:18). Lee este capítulo, que te será de los más útiles para comprender estas cosas. Esa es la razón por la cual la voluntad de la carne —es decir, del hombre quebrantado por la caída—lucha siempre y en todas partes contra Dios. Y ahora, si El nos habla de morir, de sufrir y de soportar, ¿llegaríamos nosotros a decir que sentimos que esto nos es dulce? ¿Y qué más? ¡Quita allá! ¡Todo eso viene de la imperfección consecuente a la primera caída y al egoísmo!
Aquí te oigo decir: «Después de todo yo no sé si aquel que busca su interés particular tiene razón o no; ¿cómo, pues, podré ser consciente del hecho de que el pecado está en mí? ¿Por qué no habré de buscar en primer lugar mi propio provecho? ¿No me enseña la naturaleza que los animales piensan, primero que en nada, en ellos mismas?» Y yo contesto: Es verdad que los animales, privados de razón, piensan ante todo en ellos mismos; pero hablando según tú lo haces, simple-mente probarías que tú obras cual ellos (los cuales no son sino carne) si, en efecto, como ellos te comportas. Tú, pues, ves bien que no eres más que carne. Cristo lo ha dicho: «Lo que es nacido de la carne, carne es» (Jn. 3:6). Tú no piensas de otra manera que como un ser carnal: he ahí la imperfección. Si eres razonable deberías comprender que indudablemente has de pensar y obrar en forma diferente que los animales, los cuales no están dotados de razón. Pero si eres como ellos ante la tentación —«el hombre no permanecerá en honra: es semejante a las bestias que perecen» (Sal. 49:13) — observarás que la imperfección tiene que provenir de una enfermedad que nos sujeta y nos es congénita, y que es la caída de Adán. Ahora bien, como nuestra inteligencia no comprende por ella misma ni
lo recto ni lo divino, Dios nos ha revelado la Ley, a fin de que en ella percibamos lo que es justo o injusto. Pablo dice: «Yo no conocí el pecado sino por la ley: porque tampoco conociera la concupiscencia si la ley no dijera: No codiciarás» (Rom. 7:7).
Y es tiempo de que hablemos de la Ley, para que todo esto resulte claro.
DE LA LEY
La Ley no es otra cosa que la revelación de la voluntad de Dios. Siendo eterna la voluntad de Dios, la Ley es igualmente eterna. Por esto nos limitamos aquí a hablar de la ley que concurre a la justicia3 del hombre interior. Esto es, pues, solamente, la revelación eterna y divina. Por ejemplo, este mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mat. 22:39) no es más que el mandamiento de la naturaleza, que se ex-presa así: «Todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mat. 7:12) o, aún más: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie» (Tobías 4:16). Sí, esta ley natural que Dios ha dulcificado con el amor, sola-mente puede venir de Él. Por mucho que los paganos lo afirmen, no viene de la razón humana. Digan ellos lo que quieran, pero la razón no tiene miradas más que para sí misma; no piensa que debe tener consideración para con los demás, antes bien que los demás han de atenderla y servirla. En estas condiciones es imposible que una ley cualquiera que concurra a la justicia y a la piedad del hombre pueda venir de otra parte que de Dios. Entiéndase bien: es necesario comprender estas cosas de la siguiente forma: las leyes no pueden convertir al hombre en piadoso o justo, sino que solamente le indican lo que debe ser si quiere vivir según la voluntad de Dios, conforme a la justicia, y así poder llegar a Él. «La Ley es santa, y el mandamiento lo es también» (Rom. 7:12). Y no puede ser santa a menos que venga de alguien que sea santo. Si viniese de nosotros no lo sería, porque nosotros no somos santos. Por esto es por lo que Pablo dice inmediatamente después: «Sabemos que la Ley es espiritual» (Rom. 7:14). Siendo carnales nosotros, es evidente que la Ley no nos tiene por origen. En consecuencia, la ley que enseña al hombre la verdadera justicia, debe emanar únicamente de la voluntad divina.
Prosigamos: aunque tenemos la Ley, no por ello somos más justos, porque no son tenidos por justos aquellos que oyen la Ley, sino los que la cumplen. ¿Para qué fines es, pues, buena la Ley? Para que, por medio de ella, se descubra el pecado (Rom. 3:20). Un ejemplo te lo hará comprender: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer», te muestra con evidencia que pecas cuando codicias. Si te has detenido en el camino de la acción piensas que no has pecado, que no es un pecado tu codicia. ¡Considera nuestra astucia! ¡Nosotros somos justos en virtud del solo acto exterior, y nuestro corazón es adúltero, ladrón codicioso! ¡Si nos hubiésemos atrevido, habríamos hecho lo que en él estaba!4 Ahora bien, nuestro Dios no es ciego: El ve los corazones. Y si ve allí la concupiscencia o el deseo de pecar, tal corazón merece ya su castigo. Por otra parte, nos es imposible estar libres de tentaciones y codicias mientras estamos en la piel de Adán, porque la carne produce continuamente sus frutos. En consecuencia, debemos desesperar de toda justicia personal, porque la ley que dice «No codiciarás los bienes ajenos» sigue en pie y no se deja soslayar ni invertir. Si no Si no hay medio de ser libres de concupiscencias por nuestras propias fuerzas, entonces es que somos transgresores, merecedores de la cólera y el castigo de Dios. Todo esto está claro en lo que dice Pablo: «Sin la ley el pecado está muerto» (es decir, donde no hay ley nada se sabe del pecado). «Yo sin la ley vivía por algún tiempo» (es decir, entretanto que no somos instruidos por la Palabra de Dios, vivimos sin la Ley, como niños). «Mas venido el mandamiento» (cuando el mandamiento nos ha sido revelado), «el pecado revivió» (yo he visto qué es el pecado), «y yo morí» (habiendo conocido la Ley, he visto claramente que pertenezco a la muerte): «y hallé que el mandamiento, intimado para vida, para mí era mortal» (he visto en él que soy digno de muerte, porque no puedo cumplirlo), etc. (Rom. 7: 8-10). Poco después todavía dice Pablo: «Sabemos que la Ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido a sujeción del pecado» (que hemos heredado de Adán). «Porque lo que hago, no lo entiendo; ni lo que quiero, hago; antes lo que aborrezco, aquello hago» (es decir, desde el momento que he oído la Ley y la palabra de Dios, quiero evitar el pecado, pero mi carne imperfecta no me deja conseguirlo). «Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no obro aquello, sino el pecado que mora en mí» (Rom. 7:14-20), etcétera; más tarde: «Así que queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está en mí. Porque, según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; mas veo otra ley en mis miembros (es decir, en mi cuerpo), que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado (es decir, la imperfección) que está en mi cuerpo. ¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro» (Rom. 7:21-25). Ya lo ves: nosotros reconocemos y sentimos, en el pensamiento del apóstol Pablo, nuestra propia imperfección y nuestra impotencia. Y como nadie puede tener acceso a Dios a menos que sea sin man
cha (Sal. 15:1-3) y, por otra parte, no podemos ser inmaculados, se sigue que debemos desesperar total-mente de poder llegar jamás a Dios por nosotros mismos. Aquí es donde se revela la gracia de Dios, tal y como ella nos ha sido certificada por Jesucristo.
Lo que sigue trata del Evangelio.
Después de ello mostraremos nuevamente en qué es en lo que la Ley está abolida.
DEL EVANGELIO
Aunque el Dios todopoderoso haya hecho mucho para con su pueblo y le haya hablado desde el principio, la impotencia y la imperfección de Adán han sido tan grandes que nadie ha podido conformarse a la palabra divina. De ello resulta que nadie ha podido tener acceso a Dios, porque si bien El es misericordioso, igualmente es justo (Sal. 112:4).5 Aun cuando lográsemos cumplir perfectamente sus mandamientos en el curso de nuestra vida, aun a pesar de ello tendríamos siempre necesidad de Su gracia a fin de recibir el reino y el gozo eterno. Por grande que fuera nuestro mérito, no podría bastar para la recompensa eterna: «Lo que en este tiempo se padece, no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada» (Rom. 8:18). En cuanto a los honores y a los goces de este mundo, no gastaremos nuestras palabras por su causa.6
Como nosotros no podemos cumplir lo que la justicia de Dios exige, ni tan siquiera alcanzarla, a causa de nuestras malas tentaciones y de nuestra imperfección, y como por otra parte esa justicia ha de ser satisfecha, considera la decisión tomada por la sabiduría de Dios:
es tan maravillosa que no es ni comprensible ni creíble para el entendimiento humano, a menos que Dios no lo ilumine y haga creyente el corazón.
1. Adán pecó por orgullo: él que había sido creado por la Sabiduría Divina, la cual es el Hijo de Dios en persona.7
2. Lo mismo que Adán cayó en desgracia delante de Dios, que es la muerte más grave, y en la imperfección, y después en la muerte corporal, puesto que él transgredió el mandamiento de Dios; igualmente nosotros, hijos de Adán, somos imperfectos, faltos de la gracia de Dios, y estamos entregados, como aquél, a dos clases de muerte.
3. Aun cuando fuésemos justos, sin imperfección, sirviendo a Dios a todo lo largo de nuestra vida conforme a su voluntad, los días del hombre no serían dignos de la eternidad.
4. Por más que fuéramos buenos servidores, el gozo celestial es tan maravillosamente grande, santo y bello que ninguna vida aquí abajo sabría merecerlo. Cristo lo ha dicho: «Es imposible a los hombres ser salvos» (Mateo 19:26).
En desquite, considera con qué sabiduría ha sanado Dios todas nuestras enfermedades por medio de Jesucristo:
1. Cristo ha sido humillado hasta la vergonzosa muerte de la cruz (Fil. 2:8), y El, por quien hemos sido creados, la ha soportado por nosotros. Desde entonces somos nuevamente liberados por la sabiduría creadora de Dios, contra la cual había pecado Adán.
2. Cristo no ha llevado la falta de transgresión alguna que concierna a su vida personal, porque «El no hizo pecado; ni fue hallado engaño en su boca» (1ª Pedro 2:22). No ha habido en El ninguna imperfección debida al pecado de la naturaleza corrompida, porque El no fue concebido en el seno del pecado, sino en el cuerpo puro de la Virgen María. Desde el momento en que Aquel por quien habíamos sido creados se ha entregado por nosotros, paga a la justicia divina por la grave muerte de la caída, de la imperfección y del disfavor de Dios en que nos hallamos, y torna gozosos ante la muerte corporal a aquellos que confían en El.
3. El ha adquirido la salvación eterna para todos los hombres. Todos son creados por El, y por El todos son salvos. El Dios eterno puede borrar enteramente y para siempre el pecado de los hombres y conducirlos a la felicidad que no tiene fin (Heb. 9 y 10).
4. El es también la hermosura y la imagen del Padre (Heb. 1:3); pero tan horriblemente se dejó escarnecer, escupir y herir por nuestra causa, que Isaías dice: «No hay parecer en El, ni hermosura» (53:2). Sin embargo, El ha llevado verdaderamente nuestras enfermedades, y ésa es la salvación de la cual los ángeles se regocijan (1ª Ped. 1:12). Sí, El ha caído a tal punto en la miseria a causa de nosotros, que nos ha conquistado el gozo y la belleza eternos.
Estas indicaciones nos llevan a considerar y admirar la eterna sabiduría de Dios, que ha hecho estas cosas por nuestra salvación, sin lo cual nadie habría podido concebirlas ni explicarlas (Rom. 11:33-35).
Cuando Cristo, el Salvador de todos los hombres, nació de la santa y pura Virgen María, como está escrito en Lucas 2, el ángel dijo a los pastores: «He aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido... un Salvador, que es Cristo el Señor» (v. 10 s.), etc. De ahí que la empresa de gracia de Dios respecto de nosotros, cumplida en su Hijo, sea llamada Evangelio.8 porque nos ha sido anunciado que en medio de todo nuestro infortunio, en medio de toda nuestra impotencia y en medio de toda nuestra desesperanza, el Hijo de Dios ha venido como un Salvador que sana todas nuestras dolencias. Ha sido llamado Jesús porque es un Salvador9 que limpia a los hombres de sus pecados (Mat. 1:21). En resumen, aquí tenemos todo el Evangelio: incapaces de llegar a Dios por medio de nuestros méritos, Dios ha dispuesto su Hijo para revestir la humana naturaleza, y lo ha entregado por nosotros a muerte, a fin de que, perfecto en todas las cosas y sin mácula, pueda quitar todas nuestras impurezas. El que cree firmemente en esta empresa y se entrega a la fecundidad de los sufrimientos de Cristo, ha creído al Evangelio y será salvo. El que no se entrega a ello, se perderá. Se ha dicho suficientemente que nada podemos hacer de bueno. Las obras hechas para obedecer a los mandamientos no pueden salvar-nos, porque nosotros no somos capaces de cumplirlas como Dios lo exige. En efecto, «por las obras de la ley ninguna carne será justificada» (Gál. 2:16).
Este principio de gracia, según el cual no somos salvos por nuestras obras sino por la pura gracia de Dios, pagando Jesucristo por nosotros, lo hallamos fundado en la palabra de Dios. Cristo dice: «Vosotros, cuando hubiereis hecho todo lo que os es mandado, decid: siervos inútiles somos, etc.» (Luc. 17:10). Juan el Bautista dice: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). Si es Él quien lo quita; no lo es, pues, el mérito de nuestras obras. Cristo dice: «Yo he venido para que los hombres tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn. 10:10). «De cierto, de cierto, os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna» (Jn. 6:47). «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo» (Jn. 12:32). «Este es el pan que desciende del cielo (entiende por ello la palabra del Evangelio), para que el que de él comiere, no muera» (Jn. 6:50). «Venid a mí todos...» (Mat. 11:28). Las palabras de Cristo están llenas de esta doctrina; Pablo, ante todo, muestra su profundidad, exponiéndola en las epístolas a los Romanos, a los Gálatas y otras. No es necesario decir que todo pastor debe estudiarla seria-mente.
Un gran número de sedicientes o de cristianos débiles dicen a este propósito: «Puesto que nuestras obras no nos justifican, sino la sola gracia de Dios dada en su Hijo, tampoco es necesario que hagamos el bien.» Pequemos, pues, o, como dice Romanos 3:8: «Hagamos mucho mal para que Dios haga mucho bien, perdonándonos por Jesucristo»,10 o, como también dice Romanos 6:1: « ¡Perseveremos en el pecado!» 11 Respuesta: quien habla así no ha comprendido todavía cuán bueno es el Señor. Ni tampoco ha gustado el don celestial que es la comunión del Santo Espíritu (Heb. 6:4). Porque aquel que ha conocido la imperfección heredada de Adán y su propia maldad, de lo cual en suma todo hombre es consciente, ve su infortunio y su impotencia para salvarse. En desquite, quienes ven la gracia de Jesucristo y se afirman en El, son desde entonces nacidos de Dios (Jn. 1:13). ¿Son ellos hijos de Dios? Pues se comportarán como hijos frente a frente de su Padre, y se aplicarán a hacer su voluntad, habiendo pasado del disfavor a la gracia. El hijo perdido (Luc. 15:21) no dijo: «Padre, yo sé que tú perdonas; por tanto voy a comenzar otra vez a hacer lo malo», sino: «Padre, he pecado contra el cielo, y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.» Observa cómo a él no le vino la idea de ser insolente al punto de cometer de nuevo los actos reprensibles del pasado, por los cuales había pecado contra su padre. Así es como se expresan quienes en su fe se sienten seguros de estar contados en el número de los hijos de Dios: «Padre, yo soy tan pobre que no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero, puesto que Tú has dado a tu Hijo por mí, a El que es el bien soberano en el cielo y en la tierra, me atrevo a esperar que no me rechazarás.» ¡Pues qué! « ¿No nos ha dado Dios todas las cosas, con El mismo?» (Romanos 8:32). «Desde el momento que Tú le has dado12 por nuestros pecados, bien veo que no puedo vivir más en ese pecado.» Si yo he vivido en él antes, de una manera tan desesperada, ¿por qué habría de permanecer allí más tiempo? Feliz de haber sido arrancado del fango, ¿por qué desearía arrojarme otra vez a él? Esto es lo que piensa Pablo: «Los que somos muertos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom. 6:2). Pablo desarrolla felizmente a continuación que, así como Cristo murió y resucitó, también nosotros somos muertos y resucitados; y, como sepultados con El en el bautismo, resucitados con El, llevando una vida nueva, etc. Porque si nosotros nos remitimos a Cristo, ello es hecho con la potencia de Dios. Allí donde Dios está, allí está toda la potencia merced a la cual se sale del pecado. Aquellos, pues, que hablan como hemos indicado, muestran que no se remiten totalmente a Cristo, aunque se pretenden cristianos. Porque aquel para quien Dios es la sola consolación y la única seguridad, no puede mantener el pensamiento de que las malas acciones sean de Su agrado.
Si alguien dijese entonces: De esta manera nadie puede tener acceso a Dios, porque aunque el hombre ponga en Dios su confianza, sigue pecando todos los días, y continuamente pierde Su gracia. A esto respondo: es cierto que durante todo el tiempo de nuestra vida el malvado ser interior, es decir, nuestro propio cuerpo, no nos deja vivir en la justicia a causa de las concupiscencias. Pero si hemos puesto la confianza en Jesucristo, los frutos de la carne no pueden precipitar nuestra condenación. Lo mismo que Cristo le dijo a Pedro: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte» (Luc. 22:31), nosotros debemos perseverar siempre en esta fe. Todos los pecados nos serán perdonados por Cristo, aunque el Diablo y la carne nos sujeten y nos conduzcan, con el pecado, a dudar de ello. De la misma manera que la negación exterior de Pedro no le ha llevado a la condenación, tampoco a nosotros nos puede llevar a ella ningún pecado, si no es la falta de fe. Aquí, aquellos que no son cristianos de verdad, dicen: «Yo creo firmemente en Cristo», pero no obran cristianamente; por donde se columbra que no son cristianos. ¡El árbol se conoce por sus frutos! Pon atención a esto, para mejor comprender: quien habiendo conocido su imperfección se ha abandonado con seguridad a la gracia que es por Cristo, no puede vivir sin el amor de Dios, como ha sido dicho a menudo. Ahora bien, ¿quién no amaría a Aquel que le quita sus peca-dos tan gratuitamente y que le ha amado primero a fin de atraerlo a Sí? (1ª Jn. 4:19). Pues donde está el amor de Dios, allí está Dios, porque «Dios es amor; y el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él» (1ª Jn. 4:16). Si pues Dios está en el que cree verdaderamente, el cual a pesar de ello peca, se sigue lo que dice Pablo: «Si Cristo está en vosotros, el cuerpo a la verdad está muerto a causa del pecado; mas el espíritu vive a causa de la justicia» (Rom. 8:10). Esta justificación no es otra cosa que el hecho de entregarse el hombre a la gracia de Dios. ¡He ahí la verdadera fe! En suma, la opinión de Pablo es que nuestro cuerpo está siempre muerto, que él produce obras mortales y pecaminosas; pero que estos pecados no pueden conducir a la condenación si somos justos según la fe, poniendo la confianza en la gracia de Dios por el Señor Jesucristo.
Tomemos dos hombres como ejemplo; entonces se comprenderá cómo es posible que el creyente, aunque peque, no sea condenado, y que su misma falta le sea una ocasión de levantarse y de llegar a ser mejor: «A los que a Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien» (Rom. 8:28); por el contrario, los que se estiman justos, a causa de sus mismas obras vuelven a su con-fusión. Considera el fariseo y el publicano de la parábola (Luc. 18:10). El fariseo daba importancia a sus obras; pensaba, partiendo de ellas, ser justo, y daba gracias a Dios de no ser como los demás hombres. El publicano desesperaba de su justicia personal, pero no de Dios; decía: « ¡Dios, sé propicio a mí, pecador!» A este último juzgó Cristo más justo que al fariseo, no porque hubiese vivido más honestamente, sino porque teniendo a Dios por misericordioso y verídico, pensó que le atendería conforme a Su promesa. ¡Observa cómo aparece aquí la verdadera justicia de la fe! El fariseo se confía en sus obras; sus palabras sólo son pura vanidad, y él edifica sobre la tierra13 (Luc. 6:49): «Dios, te doy gracias, que no soy como los otros hombres.» Ya ves cómo nuestra justicia va a parar al orgullo, porque no es una verdadera justicia sino una falta terrible, pues que la presunción es por esencia el pecado contra Dios. Considera por otro lado la justicia de la fe: ella misma se rechaza, se humilla y se entrega totalmente a la misericordia de Dios; quien posee esta fe edifica sobre la roca. Ahora piensa en este publicano que se remite tan fielmente a la gracia de Dios, y déjale vivir mucho tiempo todavía aquí abajo: él no estará libre de tentaciones según la carne, pero no dudará por esa causa. Tantas veces como peque, tantas veces se humillará, y siempre volverá a decir: «Oh Señor, yo vivo indignamente delante de tu faz; por tanto me re-mito a tu misericordia.» Este lamento a Dios, esta huida sin descanso hacia El, es una barrera más segura contra los vicios que cualquiera otra medida de protección. La esperanza puesta en Dios descubre todos los pecados, saca a la luz al vil ser interior escondido en el fondo del corazón, y le impide hacerse pasar por justo. Ella le hace sentir cada vez más vergüenza de presentarse delante de Dios con sus viejos vicios. ¡Ahí ves la necesidad de este vigilante centinela que es la fe! Esta misma idea la encuentras en Rom. 6:12. Allí Pablo enseña que no debemos dejar que el pecado domine en nosotros, a fin de no ser sujetos a sus hostiles concupiscencias. Las tentaciones debidas a nuestra imperfección no dominan sino cuando las dejamos que se desencadenen sin obstáculo, sin censura y sin interrupción, para finalmente sancionarlas con nuestras obras. En esta situación se cede al pecado: y a cambio de sus pecados, uno busca otras obras y las pone delante de Dios. Pero donde el centinela (la fe que comprende lo que es la buena voluntad y el temor de Dios) vigila, allí se lucha contra la carne sin descanso. Se monta la guardia y se crucifica la carne y sus deseos (Gál. 5:27). Así los pecados no pueden dañar al creyente, porque sólo quien pone en Dios una tal confianza puede ser salvo. Un hombre así estará más inclinado que otro cualquiera a progresar de día en día. El centinela vigila y exhorta infatigablemente. Por su parte, el que se justifica a sí mismo hace la cuenta y el descuento de sus pecados, a su manera; ¡es un impío! Se es creyente a partir del Espíritu Santo. Por tanto, donde está Dios, el bien crece y aumenta. Y si muchos, añadiendo fe a la palabra de Dios, no llegan a ser mejores, es, o bien que no creen y son hipócritas fingiendo creer, o bien que su fe es aún pequeña: ellos se desarrollarán hasta alcanzar el estado del hombre hecho a la medida de la perfecta medida de Cristo (Ef. 4:13). En resumen, donde está el amor de Dios, nada hay tan ineficaz como el amor carnal desencadenado.
Todavía más. Pablo explica lo que es la consolidación de la fe: «Si Dios por nosotros (es decir, puesto que Dios nos es hasta tal punto favorable), ¿quién será contra nosotros? (Rom. 8:31). Y a fin de que comprobemos en qué grado nos es favorable, añade: «El que a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con El todas las cosas?» Cual si dijese: « ¿Cómo podría darnos Dios lo que tiene de más precioso, su propio Hijo, y rehusamos por otra parte cualquier cosa? Estas dos ideas no concuerdan.» Por boca de Pablo, Dios nos enseña a ir a El gozosos y confiados. ¿Qué somos débiles, incapaces de hablar con Dios? Basta con que le mostremos la confianza de nuestros corazones en Jesucristo, quien nos representa cerca de Él e intercede por nosotros con gemidos indecibles (Rom. 8:26). El es sabio en suficiencia, puesto que es la misma sabiduría de Dios; y ha llegado a ser nuestro, por cuya razón es nuestra sabiduría. ¿Qué somos injustos e impuros? ¡Él es justo y puro, y ha pagado por nuestra impureza! ¿Qué somos impíos y pecadores? ¡Él es santo, y no obstante es nuestro! ¿Que estamos hipotecados por el pecado? ¡Él es nuestro rescate, el tesoro que nos libera! Resumiendo: lo que falta, Cristo lo adquiere para nosotros delante de Dios; porque lo que El es, lo es por nosotros. Por esta razón Pablo se expresa así: «El ha sido hecho por Dios sabiduría, y justificación, y santificación, y redención» (1ª Cor. 1:30). En su primera epístola, dice Juan: «Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; y El es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1ª Jn. 2:1 s.). Cada cual puede ver aquí que toda confianza en Dios, por Jesucristo, es cosa segura.
Ahora escuchemos a Cristo mismo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar» (Mat. 11:28). Palabras tan claras nos enseñan que debemos apresurarnos hacia Dios, con toda seguridad y confianza, cuando sufrimos una prueba o hay algo que nos oprime el corazón, y que El nos dará todas las cosas por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Aquellos, pues, que enseñan el camino hacia Dios por otro mediador, enseñan en contra de Dios. Cristo nos llama a Sí. Más aún: «El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, mas sube por otra parte, el tal es ladrón y robador» (Jn. 10:1). Y todavía: «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Jn. 14:6). El es el único mediador: «Hay un Dios, asimismo un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1ª Tim. 2:5). ¿Qué se podría objetar justamente a estas palabras de Dios? Tú dirás:
—No me atrevo a presentarme delante de Dios. Yo soy insensato, pecador, pequeño e injusto.
— Así pues, ¿no oyes que Dios dice que Cristo es nuestra sabiduría, nuestra inocencia, nuestra hermosura, nuestra justicia, nuestra salvación? ¿No oyes que El nos llama cuando estamos pesadamente cargados?
—Yo necesito otro mediador; porque no me atrevo a presentarme delante de Dios, como es debido.
— ¿No oyes que sólo Jesucristo puede ser nuestro mediador?
— ¡Es necesario que yo tenga un abogado!
— ¿No oyes que Jesucristo hace todas las cosas? Lo que a ti todavía te falta es reconocerle. Tú no pones tu confianza en Dios como en un padre, aunque le invoques en calidad de tal. En realidad le tienes por un tirano y por un cruel verdugo. Por esta causa es por lo que los que enseñan que no se puede llegar a Dios sin otros mediadores, ofenden a Dios, falsean su palabra y alejan los corazones creyentes de nuestro Padre y Dios misericordioso. He aquí los verdaderos adversarios de Cristo: todo cuanto deberían reconocer en Jesucristo nuestro Salvador, se lo arrebatan, y lo atribuyen falsamente, y como mentirosos que son, a otras criaturas, sin fundamento alguno en las Escrituras y contrariamente a lo que la palabra de Dios dice con toda evidencia.
En resumen: que nadie se deje inducir a error y que nadie busque la gracia de Dios sino en Dios mismo. Se habla mucho de la abolición de la Ley, de una manera errónea. De aquí resulta que gentes frívolas tratan de ello con tal desmesura que atenta de ofensa contra Dios. De ahí el presente párrafo.
DE LA ABOLICIÓN DE LA LEY
Cristo ha dicho: «La ley y los profetas hasta Juan: desde entonces el reino de Dios es anunciado, y quienquiera se esfuerza a entrar en él. Empero más fácil cosa es pasar el cielo y la tierra, que frustrarse un tilde de la ley» (Luc. 16:16 s.). Por primera vez oímos sin lugar a dudas que la ley ha durado solamente hasta Juan.14 En segundo lugar: ninguna letra o tilde puede caer. Estas dos proposiciones parecen puestas en contradicción; sin embargo, puesto que es la boca de Dios mismo la que las ha pronunciado y unido, hemos de sacar la conclusión de que no lo habrá hecho sin motivo. No es necesario mostrar aquí cómo las ceremonias del Antiguo Testamento, abluciones, inciensos y fuegos, son abolidos al mismo tiempo que las vestiduras sacerdotales, los objetos, la forma exterior del templo, etcétera. Estas cosas han sido solamente un signo con vistas a Cristo. Son como la sombra, que desaparece cuando la luz se hace, que es decir, a la venida de Cristo. Pero es necesario explicar aquí cómo es abolida la ley que concierne al hombre interior, como por ejemplo: «Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu prójimo como a ti mismo» (Luc. 10:27).15 Si estas leyes fuesen abolidas, la fe lo sería igualmente, porque la fe no es otra cosa que una sólida sujeción a Dios.
Señalemos a este propósito que:
La Ley es en sí una cosa buena, puesto que indica la voluntad de Dios, como acaba de ser dicho. A pesar de esto nos trae la muerte: no porque ella pueda matarnos por sí misma, sino porque nos enseña que si no la observamos somos culpables de muerte. En este sentido la letra de la Ley nos mata (2ª Cor. 3:6; Rom. 7:10). Todos los hombres aprenden así del mandamiento «amarás a Dios de todas tus fuerzas», que son penables de muerte, porque no hay nadie o que no ame más otras cosas que a Dios, o que no se olvide de Dios la mayor parte del tiempo. Cualquiera se apercibe, pues, de que él es justamente condenado en virtud de la justicia de Dios. Pero si Cristo la satisface —El es nuestra justicia—, nosotros somos salvos de la Ley, es decir, somos librados, liberados de tal suerte que la Ley no puede ya matarnos. Sin embargo, la Ley permanece en la eternidad. Así la Ley condenó a todos los hombres hasta la venida de Cristo (aunque Cristo, por discreción, haya mencionado a Juan). Porque hasta entonces, siendo nosotros culpables de muerte, nadie había venido que hubiese podido expiar en nuestro lugar. Es como si Cristo hubiera dicho: «Los profetas han anunciado mi venida y mis actos; esto ha sido hasta Juan, en quien estas cosas son cumplidas así como en mí. La Ley ha hecho a todos los hombres culpables de muerte. Pero después de haberme anunciado Juan como Salvador, ella no puede conducir más a la muerte a aquellos que han creído en mí, porque yo soy la expiación y la liberación.» Luego la Ley, por lo mismo que concierne al hombre interior, no es abolida, ni podría serlo en la eternidad. Un ejemplo y todo estará claro: «No hurtarás» es un mandamiento eterno. Supongamos que alguien ha robado y que tú le salvas de la horca interviniendo cerca del juez; helo ahí libre de la ley, es decir, del castigo que la ley exige. Pero él no ha sido liberado de tal manera que en adelante le sea permitido obrar contra ella, que es decir robar. Y si cada vez que roba se le salva de la horca, no por eso subsiste menos el hecho de que él no está dispensado de sujetarse a esta ley. Así, aunque Cristo haya expiado eternamente por nuestro pecado, la Ley no queda menos sólidamente establecida; pero si ponemos nuestra con-fianza en Cristo, no podemos ser condenados por ella.
He aquí lo que hay de un lado en la abolición de la Ley: nosotros somos librados de su castigo cuando nos confiamos en nuestro Señor Jesucristo.
En segundo lugar: la Ley no es abolida sino para los justos. Ni tan siquiera les es impuesta (La Tim. 1:19). ¿A quién llama justo la Escritura? Con toda seguridad no a aquel que no peca, porque nadie es sin pecado (1.a Jn. 1:8); antes bien a aquel que cree, como está escrito: «El justo en su fe vivirá» (Heb. 2:4; Rom. 1:17). Únicamente vive quien se sabe muerto, incapaz de nada, y se remite a la gracia de Dios. Dios vive en él, aun-que él por sí mismo esté muerto. Tan sólo es justo y verdaderamente piadoso el que reconoce su injusticia y se entrega a Jesucristo, el justo. Y así llegamos a lo que dice Pablo: «Yo por la ley soy muerto a la ley, para vivir a Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí: y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios» (Gál. 2:19, 20). Pero ¿cómo puede alguien por la Ley morir a la Ley? De la manera que más arriba ha sido dicho con frecuencia: habiendo considerado la Ley en su esencia escrupulosamente y con sangre fría, y habiendo descubierto que es imposible ajustarse a ella y cumplirla. En consecuencia, ese alguien desespera de salvarse por sus obras y llega a reposarse sobre la sola gracia de Dios. El es, por la gracia de Dios y el conocimiento de la Ley, muerto a la Ley, y vive, pues, en el consuelo que da aquella sola gracia. El es crucificado con Cristo, y dudando de sí mismo hasta el fin, es muerto. El ya no vive, porque se descubre muerto a la Ley. Pero el que él, sin embargo, viva (es decir, que tenga consuelo y seguridad bajo la protección de Dios), no es otra cosa que el hecho de que ha encontrado su única certidumbre en la fe en Cristo. El vive en Cristo, y Cristo vive en él, porque una fe así no se reduce a razones y fuerzas humanas, sino a la poderosa mano de Dios. Considera estas cosas: un creyente tal no tiene necesidad de leyes; toda su vida está orientada exclusivamente hacia el Cristo que vive en él y que es su consuelo, lo mismo que un hombre recto y agradecido se portaría frente a otro que hubiese tomado su lugar en el curso de toda una vida, asumido todas sus responsabilidades, y que continuase haciéndolo así en cuales-quiera circunstancias. Quienes tienen el espíritu de Cristo hasta este punto, son suyos (Rom. 8:13). Aunque nos sepamos lejos de esta perfección, observamos, a pesar de todo, que el bien aumenta en nosotros en razón directa de nuestra fe y de nuestra entrega a Cristo. Ciertamente, la fe puede vacilar bajo el efecto de la tentación, la carne siempre lleva sus frutos; pero nada nos hará repugnar todo eso mejor que la firmeza de la fe que nos une a Dios y nos hace buscar en El nuestro más seguro refugio. Los que están en la fe (es decir, quienes se aseguran firmemente en la gracia divina) ya no están bajo la Ley, sino bajo la gracia (Rom. 6:15). El que vive en la fe, vive en Dios y Dios en él. Todo lo que Dios le pide, aun cuando no pueda cumplirlo en su debilidad, le es dulce, bienvenido, agradable según el hombre interior, porque él se acoge a la gracia de Dios. Lo que a Dios agrada a él agrada, aun si la carne no es capaz de seguirle. La ley del Espíritu viviente le ha liberado de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2). ¿Qué es, pues, la ley del Espíritu viviente? Es el hecho de ser conducidos e instruidos, cuando estamos entre las manos de Dios, por la recta comprensión de su palabra: cosa que no podemos aprender de nadie, sino de El (Jn. 6:45; 1ª Jn. 2:27).
En el punto donde nos hallamos hay dos liberaciones en relación con la Ley. Por una parte somos libres frente a las obras exteriores y ceremonias eclesiásticas: no tenemos ya necesidad de encender y pasear cirios. Del otro lado somos liberados del castigo debido a nuestras malas acciones. Depositada por entero en Dios nuestra confianza, ya no tenemos necesidad de ley. Dios mismo nos conduce, y como Dios no necesita de ley, el que permanece en Dios tampoco de ella está necesitado: Dios le guía. «Donde hay el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2ª Cor. 3:17). Así, aquel que ha puesto su confianza en Dios, está igualmente liberado de la ley que concierne al hombre interior. El cumple libre y gozosamente lo que es propio de su cualidad de cristiano. Quienes son libres de esta manera, pueden ser reconocidos por sus frutos. ¿Son humildes? Eso proviene del Espíritu de Dios que habita en ellos, porque Cristo también lo fue. ¿Están cuidadosos de la salvación de los demás? Cristo también lo estuvo, tanto más cuanto que una tal solicitud proviene exclusiva-mente de Él. ¿Son pacientes? Tenemos lo mismo, porque Cristo también fue paciente. ¿Son pacíficos? También eso viene de Dios, y Cristo lo fue igualmente. ¿Son intrépidos cuando el honor de Dios está en juego? Cristo también lo fue. ¿Son felices cuando se les resiste a causa de este honor? Todo ello viene de Dios, etc. Pero aquí encontramos buen número de falsos cristianos:16 ellos se disfrazan, como si estuviesen edificados en Dios y libres respecto de sí mismos. Por esta causa no son humildes. De esta manera buscan la grandeza, las riquezas y los honores. Lejos de llevar el cuidado de los demás, es el suyo propio el que les preocupa. No soportan nada por Dios; pero por su ventaja y su gloria personal todo lo soportarían. Son todo lo contrario de pacíficos, estando dispuestos a reñir, a luchar, a sembrar la división, aun allí donde no parece que el honor de Dios está en litigio. Son avisados y valerosos para defender sus propias obras, por discutibles que ellas sean; pero cuando se trata del honor de Dios y de enseñar amablemente al pr6jimo, ya no son buenos para nada (aunque, lo reconozco, a veces convenga usar de rudeza). Una pequeña contrariedad, una ventaja material que se les escape, y hételos por tierra. En desquite, si es cuestión de censurar a otro, de tratar sin merced a los débiles, de ensalzar su propio arte sin demostrar su maestría, de clamar a porfía que se debe matar a los sacerdotes, quemar a los monjes, ahogar a las monjas, y de c6mo conviene castigar las faltas de las cuales ellos se creen exentos; en resumen, Si se trata de aceptar sin reflexionar toda cosa visible a simple vista,17 son buenos cristianos. Pero en fin de cuentas, si tú no puedes comprobar que lo han llegado a ser en sus corazones, los reconocerás pronto por sus obras. Maltratando y desacreditando la doctrina, ellos se estiman buenos cristianos; cosa que, sin embargo, se ha de manifestar en el comportamiento exterior. Es necesario, evidentemente, suprimir, a la larga, los abusos en el uso, costumbres y ceremonias. Pero aunque estas gentes rehúsan atacar el fondo de la imperfección humana, es de esperar que, en la medida en que han comenzado a creer en la palabra de Dios, añadirán fe, y con la ayuda del tiempo se conducirán convenientemente.
En tercer lugar, somos libres también frente a leyes que se nos han impuesto bajo el pretexto de que su observación nos hace justos y buenos. Estas leyes son las del papa y no están fundadas en la palabra de Dios: alimentos prohibidos, celibato, votos, confesión auricular, sacrificios (ofrendas), penitencias pecuniarias, indulgencias y todas esas fruslerías También somos libres frente a las doctrinas que vienen de los hombres: intercesión de los santos, purgatorio, imágenes, ornamentos en los templos, encargo de misas, venta de bulas y otras cosas, porque nada de todo esto está fundado en la palabra de Dios. Sea una prueba de ello las palabras de Cristo: «En vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres» (Mat. 15:9). Resumiendo, todo lo que parece bueno según los mandamientos humanos, es una abominación delante de Dios (Luc. 16:15).
En fin, algunos quieren dispensarse de obedecer a las autoridades civiles regularmente constituidas, bajo el pretexto de que son cristianos.18 Estos son los enemigos más temibles de la doctrina de Dios. Además del hecho de que ellos se producen contrariamente a la clara palabra de Dios, calumnian la enseñanza de Cristo delante de los demás hombres, restándole dignidad cerca de ellos. En el Antiguo Testamento, Dios instituyó la autoridad que rige las relaciones humanas, y la justicia que debe presidirlas en la paz (Ex. 18:21). En el Nuevo Testamento, Cristo ha hablado de dar al emperador (bajo este nombre debemos comprender la autoridad en general) aquello de que se le sea deudor (Mateo 22:21). La misma cosa nos enseña por boca de Pablo (Rom. 13:7 — ¡lee el capítulo completo!—) y por la de Pedro: «Sed, pues, sujetos... ya sea al rey... ya sea a los gobernadores» (1ª Ped. 2:13 s.); después: «No tengáis la libertad por cobertura de malicia» (v. 16). y: «Temed a Dios. Honrad al rey» (v. 17). «Obedeced a vuestros pastores» (Heb. 13:17). Eso es bastante para mostrar que debemos, según el mandamiento de Dios, obedecer a la autoridad que lleva la espada. Por otra parte, dicha autoridad no debe ordenar lo que es contrario al honor de Dios o a su palabra, sin lo cual el verdadero cristiano dirá con razón: «Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech. 5:29; 4:19). Por lo demás, dado que estos magistrados sean cristianos, no les corresponde ordenar cosa alguna contraria a la palabra de Dios.
Así pues, quienes en estos tiempos se permiten negar toda deuda en relación con el censo,19 o rehúsan el pago de impuestos cuando se realiza una compra amistosa, o el satisfacer el diezmo (porque ellos han entrado en un circuito legal, en virtud del cual aquel que compra un terreno sometido al diezmo lo compra en tanto más barato en cuanto dicho terreno está gravado —aunque es necesario eliminar los abusos en estas cuestiones, o todo se vendrá abajo—), o se hurtan a otras ocupaciones perfectamente normales, se hacen culpables frente al mandamiento: «No robarás.» Son ladrones tanto más peligrosos cuanto que cubren sus robos con el nombre de Cristo.
Si entre los cristianos se llegase de alguna manera a no dar a un hermano lo que se le debe, y si al lado de esto no se obedeciese a la autoridad, valdría más vivir entre los turcos. ¡No se puede ofender más gravemente a Dios que colocando bajo su égida todas estas maldades! Por otra parte, la autoridad debe vigilar también para que el engallo, la usura y la astucia sean reprimidos cuando se trata de la percepción del censo. Si Dios le ha puesto la espada en la mano, no es para que la use egoístamente en su provecho, sino para que con ella castigue al malo y proteja al bueno. Sin esto, Dios encontraría caminos para degollar su poder, lo mismo que lo ha hecho con los sacerdotes en su dominio. A propósito de estos últimos, se peca también contra ellos cuando los particulares, en un deseo evidente de ofenderlos, se dejan llevar a robarles sus bienes y a destruirlos. Nada de esto es cristiano. He aquí, pues, cómo proceder: es necesario descubrir a esos sacerdotes sus errores, poner éstos a un lado, y después dejarles morir en paz, como vinieron, respetando sus derechos adquiridos. Ellos tienen, de parte de nuestras autoridades civiles, seguridades que no pueden ser quebrantadas, en cuanto que son gentes ordenadas para el santo ministerio. Pero desde ahora es cuestión de no introducir a nadie más en este oficio. Si, no obstante, hay quienes son porfiados al punto de no querer inclinarse delante de la palabra de Dios, y que por otra parte nada pueden manifestar en contra de ella, nadie debe, de manera privada, intervenir en contra de ellos, sino solamente la autoridad. Esta juzgará para obtener el mejor resultado, según Mat. 18:17 y Deut. 13. En resumen, estos seres furiosos que no pueden hacer otra cosa que arrebatar y robar, son tan perjudiciales cuando se cubren con el nombre de Cristo que mejor sería tener otros tantos turcos en su lugar. De una manera análoga, los sacerdotes lujuriosos que todo lo quieren dominar en su orgullo, son seres igualmente perjudiciales. En estas condiciones, una autoridad digna de este nombre, debe velar activamente para que estas dos especies de impíos no obren contrariamente al orden de Dios. En suma, todo cristiano tiene que devolver a cada uno lo que le debe (Rom. 13:7). En este sentido no es deuda sino lo que la autoridad declara como tal. Así pues, la autoridad debe vigilar seriamente a fin de que toda deuda deshonrosa delante de Dios sea prohibida o modificada. Y cuando se quiera restringir el número de eclesiásticos hasta ponerlo a la medida de las necesidades normales, recuerda que sus bienes no te pertenecen más que a otro; sino que pertenecen a los pobres, según las prescripciones de la autoridad y de cada comunidad parroquial. Ya hay bastante escrito a este respecto. En la medida en que un predicador de la Palabra tenga la mirada clara y el ojo sano, hallará bien lo que sea justo. Esta breve instrucción, escrita para aquellos que todavía ignoran la palabra de Dios, es naturalmente vana en tanto que los predicadores no se vuelvan seriamente hacia Dios pidiéndole su gracia, y no exploren la Escritura con cuidado, día y noche, poniendo todo su corazón en la edificación de la verdadera Jerusalén. Pero si se esfuerzan en tender hacia el honor de Dios y hacia la salvación de las almas, mirando lo que es eterno y no lo que es pasajero, Dios les dará con abundancia la palabra de verdad. El hizo del pastor Amós un predicador y un profeta. Por esta razón ellos deben ser ricos en la palabra de Dios; y el Evangelio, que no puede ser comprendido sin la Ley, deberá ser enseñado de tal manera que buenos y malos sepan por qué camino se va a Dios. Hay también gentes sin freno a quienes se debe reprender ásperamente. Ellas se jactan de ser libres frente a la Ley, y tendrían necesidad de preceptos mucho más duros para permanecer en el camino recto. Es necesario que aprendan lo que todos deben saber: que las obras que agradan más a Dios son aquellas de las que se trata en Mat. 5 a 7 y en Jn. 13 a 17. La falta de mesura en el juego, en la bebida, en el lujo del vestir, los juramentos, la guerra, las riñas, la avaricia: todo ello debe ser combatido con tanta dulzura como firmeza. Hoy hay tales toscas gentes, y hay tanto que luchar contra ellas que es superfluo dedicarse en el púlpito a futilidades o discusiones sofísticas.20
DE LAS IMÁGENES21
Queda fuera de duda que las imágenes están prohibidas por Dios. Será, pues, necesario que todo predicador instruya como es debido a las gentes débiles e ignorantes, a fin de que acepten que, al retirar aquéllas, se ha hecho lo que se debía hacer. El pequeño libro publicado a este respecto22 prestará buenos servicios, porque cita numerosos textos escriturarios. Que aquel que no lo posea los lea en la Escritura en los siguientes pasajes: Ex. 20:23; Ex. 34:12-27; Lev. 19:4; Lev. 26:1; Deut. 4:3; Deut. 4:23-28; Deut. 5:7-9; 1º Sam. 7:3-6; Núm. 25:4 ss.; Deut. 7:5, 25; Deut. 11:16 ss.; Deut. 13: 6-18; Deut. 27:15; Jos. 24:23; Jac. 10:6-16; Sal. 96:5; Sal. 115:4-8; Is. 42:17; Is. 44:9-20; Jer. 10:2-16; Jeremías 13:10; Ez. 6; Miq. 1:5-7; Heb. 2:18 ss.; 2° Rey. 18:4 y 33-35; 2º Rey. 10:15-30; 2° Rey. 23:4-23; 2° Crón. 31: 1-7; 1ª Cor. 5:10 ss.; Hech. 15:20, 29; 1ª Cor. 8:4 ss.; 1ª Cor. 10:19-21; 1ª Cor. 12:2; Gál. 5:1, 20; 1ª Tesalonicenses 1:9; 1ª Ped. 4:3; 1ª Jn. 5:21. De estos textos los hay que prohíben las imágenes y los ídolos; otros se burlan de ellos, y otros hablan de cómo suprimirlos. Aquí convendrá proceder prudentemente a fin de que no se derive nada malo. Hasta que los cristianos estén rectamente instruidos en este asunto, será necesario echar mano de la paciencia para convencer a los débiles, y que todos de un común acuerdo acepten lo que debe ser hecho. Ciertos textos entre los que acabamos de citar alaban a aquellos que han abolido las imágenes.
Algunos se resisten: Este mandamiento concierne solamente a los judíos, y no a cristianos como somos nosotros. Es preciso responderles que en el primer mandamiento estas dos cosas: «No tendrás dioses ajenos y no te harás imagen ni semejanza alguna» son una salvaguardia y una explicación del primer mandamiento: «Tú pondrás tu confianza tan sólo en Dios.» Léase Deuteronomio 5:6, donde Dios dice: «Yo soy el Señor tu Dios que te saqué de la tierra de Egipto.» He ahí el primer mandamiento en el cual Dios se da a conocer como nuestro Dios. Allí Dios prohíbe las cosas que pueden apartarnos de Él, e inmediatamente dice: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Deut. 5:7). Este es un camino en el que los hijos de Israel han errado frecuentemente; lo mismo que nosotros, cristianos. Porque el que busca en una criatura el socorro y el consuelo, que el creyente debe buscar solamente en Dios, de esa criatura hace para sí mismo un dios extraño. Dondequiera que busquéis vuestro socorro, allí estará vuestro Dios. He aquí, pues, una cosa que puede apartarnos del Señor: los dioses extraños. La otra cosa que puede inducirnos a error consiste en las imágenes. Por esto es por lo que Dios las ha prohibido en primer lugar: «No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.» Ahí ves: no se debe hacer nada de eso, y si algo de ello existe cerca de nosotros, como sucedió en el caso de Daniel y los otros (Dan. 3), entonces Dios nos dice: «No las honrarás —ni encorvándote, ni inclinándote, porque esto es lo que significa la palabra "schachah"— ni las servirás» (Deut. 5:9). El texto latino lo enseña también suficientemente: «No las adorarás ni les demostrarás ningún honor.» Dejarlas subsistir en los templos significa que se les rinde culto. Y si alguien dice: yo no las adoro, sino que ellas me enseñan y me exhortan, ¡está contando cuentos! Dios no habla aquí de adoración, si es que lo hemos comprendido bien; El va más lejos, porque sabe perfectamente que ningún ser sensato invocará una imagen. Pero El prohíbe aquí toda clase de culto, es decir, que uno no debe inclinarse, prosternarse, arrodillarse, encender cirios o quemar incienso delante de estas imágenes. Y si no es para rendirles culto, entonces, ¿qué es lo que ellas hacen sobre el altar? En realidad se las honra igual que honran los paganos a sus representaciones idólatras. Estos últimos las han llamado del nombre de los dioses. Nosotros hemos hecho lo mismo. Damos a estos pedazos de madera el nombre de los santos. Una de estas puntas de leño se llama «Nuestra Señora», «la Madre de Dios», otra «San Nicolás», etc. Los que hacen estas cosas claman a pulmón lleno que nosotros atentamos contra el honor de los santos. ¡Más pronto son ellos quienes deshonran a los santos al dar sus nombres a los ídolos!
Además es falso que las imágenes sean para nosotros una enseñanza. Nosotros solamente debemos ser enseñados por la palabra de Dios. Pero los sacerdotes perezosos, que habrían debido enseñar sin descanso, han pintado la enseñanza sobre las paredes, y así, a los que no somos más que gente pobre y sencilla, la doctrina nos ha sido arrebatada. Nosotros hemos topado con las imágenes y las hemos rendido un culto. Por lo tanto hemos comenzado a buscar en las criaturas aquello que habríamos debido buscar solamente en Dios. Y cuando estos sacerdotes debieran habernos instruido sin descanso, han abandonado la enseñanza, y en su lugar han dicho la misa, que nosotros, gentes sencillas, no hemos comprendido —lo cual es, por otra parte, lo que le ocurre a la mayor parte de ellos—, hasta que la inmensa mayoría de la cristiandad ha llegado a un punto en que no ha sabido ya cuál fuere la cosa esencial por la que el hombre pudiese ser salvo. Algunos de ellos nos han inducido lastimosamente a error con sus historias de santos, al punto de que nos hemos apartado de Dios en provecho de la criatura.
Si se objeta que las imágenes no están prohibidas en el Nuevo Testamento, se cae igualmente en el error, porque cuando allí se encuentran las palabras «idolum» o «simulacrum» hay que leer «imágenes o símbolos». Que nadie se deje engañar si en la reciente edición del Nuevo Testamento23 encuentran las palabras «ídolo» o «dios extraño». Allí están en lugar de «imagen» o «símbolo». «Idolon semeíon», dice Hesichius,24 corresponde al latín «simulacrum» y significa una imagen o un símbolo. Ahora considera estas cosas: «Hijitos, guardaos de las imágenes,25 etc. (1ª Jn. 5:21) y ve si las imágenes están o no están prohibidas en el Nuevo Testamento. En Hechos 15:20, en un relato referente a los cristianos hierosolimitanos, se dice que deben guardarse de contaminaciones debidas a las imágenes.
Si todavía pretendemos que las imágenes de los santos nos enseñan lo que ellos han hecho y lo que han sufrido, con el fin de que obremos nosotros de la misma manera, entonces debemos preguntarnos: ¿cuándo nuestras obras nos hacen justos? Y entonces responderemos: cuando son hechas en la fe que testimonia nuestro amor hacia Dios, a El agradan (1ª Cor. 13). Si se nos pregunta a continuación: ¿por qué razón los santos han obrado como lo han hecho?, responderemos: porque tenían la verdadera fe. Que se nos muestre entonces dónde se ha pintado o representado su fe: eso no es posible hacerlo sino señalando el fondo de su corazón. Hay que tener necesariamente la fe en el fondo del corazón si se quiere hacer alguna cosa que agrade a Dios. Es decir, que no podemos aprenderlo de imágenes pintadas sobre la pared, sino de la sola gracia de Dios que nos atrae a El por medio de su palabra. Por ello vemos que las imágenes no nos pueden conducir más que a apariencia de obras, y que tampoco pueden hacer creyente un corazón. Bien vemos, exteriormente, lo que los santos han hecho; pero la fe de donde todas las cosas deben proceder, no nos la pueden transmitir sus imágenes. Si tenemos la fe verdadera, no podremos menos de reírnos de nosotros mismos y del tiempo cuando pensábamos que ellas nos exhortaban, siendo así que todo esto sin la fe es vanidad.
Una última objeción: « ¿No está, pues, permitido dibujar un episodio cualquiera en casa, o pintar o esculpir allí cualquier cosa? En el Antiguo Testamento vemos los dos querubines, y el velo igualmente bordado con querubines (2° Crón. 3:14), la serpiente de bronce, el cáliz, las manzanas y las flores sobre el candelabro (Ex. 25:31), y las flores sobre el «ephod».26 1º Rey. 6 nos presenta a Salomón haciendo esculpir querubines y palmas en el templo, y era tanta la belleza de éste que parece imposible estuviera contenida en sus muros. Así pues, ¿no nos está, sin duda, permitido el tener imágenes o representaciones análogas?» Respuesta: Está claro que Dios ha prohibido las imágenes y representaciones, a fin de que no se empiece a rendirles un culto al lado del que a Él se debe, como se puede ver en Deut. 4:1-28. Aparte de esto, las imágenes y representaciones que en ningún caso pueden ser tomadas por Dios y por salvador (flores, cabezas de león, alas, etcétera) no son prohibidas.27 Salomón no habría dejado esculpir árboles y hojas en el templo y sobre el candelero si hubiese habido peligro de idolatría. Pero como las imágenes y representaciones que tenemos actual-mente en nuestros templos han dado lugar de manera evidente a este peligro, no conviene dejarlas por más tiempo ni allí ni en cualquiera otro lugar donde se hallen emplazadas: en tu casa, o en la plaza pública; y sea cual sea su naturaleza, puesto que se les rinde culto bajo una u otra forma. De hecho, consideramos digno de veneración lo que se encuentra en los templos. Esta es una razón suficiente para no tolerar las imágenes, ya a primera vista. Ahora bien, el que alguien posea imágenes fuera de los templos, como representación de acontecimientos históricos, y sin que sea incitado con ello a rendirles culto, es admisible. Pero desde el momento en que se comienza a prosternarse delante de ellas y a rendirles homenaje, no se pueden tolerar en ningún lugar de la tierra porque favorecen la ido-latría y, en fin de cuentas, constituyen la propia idolatría.
DE LA MISA
Si se quiere hablar de la misa es necesario precisar en primer término, a fin de que no haya quien se escandalice, que nadie sueña en abolir o convertir en irrisión el sacramento del cuerpo y la sangre del Señor. Tampoco se trata de vaciarlo de su contenido, sino de mostrar que la misa significa algo más que el solo hecho de tomar y gustar el cuerpo y la sangre de Cristo. Desde luego esto es verdad, porque Cristo no ha instituido más que una cosa, y no ha dado sino una orden.28 Sin embargo, hace ya varios cientos de arios que los sacerdotes han caído en el error y han hecho de la misa lo que no es: un sacrificio. ¡Que ningún laico la tenga por otra cosa que por un alimento del alma, que es lo que es ella y para lo que Dios la ha instituido como se verá posteriormente, porque ella no puede ser otra cosa! Mostremos ahora lo que se ha entendido llamándola un sacrificio, y lo que es un sacrificio. Esta palabra está entendida en el Antiguo Testamento como un don ofrecido a Dios por un hombre. El sacerdote lo toma, lo eleva a lo alto del altar y pone fuego en éste, o lo sacude de derecha a izquierda según la naturaleza de la ofrenda. Así se purificaban de sus pecados los hombres del Antiguo Testamento. Aquel era un signo de que Cristo había de venir. Verdadero sacerdote, El no ofrecería en sacrificio un animal o cosa alguna impura por la salvación del mundo, sino una víctima pura y sin mácula. Ahora bien, una víctima tal, aparte de El mismo, no puede ser hallada. Por esto es por lo que El se ofrece a sí mismo, sufriendo por nosotros la muerte de cruz. El nos purifica así con su propia muerte, y expía los pecados del mundo entero para toda la eternidad. El fundamento de esta opinión se encuentra en la epístola a los Hebreos capítulos 6 a 10. Cristo, no habiendo sufrido sino una sola vez la muerte sobre la cruz, tampoco ha sido ofrecido más que una vez en sacrificio. ¡Su muerte es un sacrificio por nosotros, y su sacrificio por nosotros consiste en su muerte! Su sacrificio es la purificación de nuestros pecados, y su muerte lo es también. Desde entonces, puesto que no ha muerto más que una vez (Rom. 6:10), una sola vez ha sufrido esta muerte y una sola vez ha sido ofrecido en sacrificio. Al encontrar en la Escritura que la muerte de Cristo ha borrado nuestro pecado y, más tarde, que su sacrificio lo ha borrado igualmente, lo mismo que el hecho de haber vertido su sangre (Col. 1:22), habremos de entender que se trata de una sola y misma cosa, a saber, que Cristo nos ha liberado y ha expiado por nuestro pecado ofreciéndose a sí mismo en sacrificio por nosotros mediante la muerte de cruz. Así, puesto que El no ha muerto más que una vez, tampoco ha sido ofrecido en sacrificio más que una vez.
Ahora la clericalla pretende ofrecer en sacrificio a Cristo por los demás hombres: ella ha encontrado esta idea en el fondo de sí misma y sin justificación en la palabra de Dios. De aquí se derivan dos graves ofensas a Dios y dos groseros errores.
El valor de los sufrimientos de Cristo está obscurecido por semejante opinión; ésta es la primera ofensa. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, tiene una tal dignidad, una tal grandeza, y constituye, si puede decirse, un tal valor, que su muerte, interviniendo una sola vez, es un pago ampliamente suficiente por los pecados del mundo en la eternidad. El es un Dios eterno, y sus sufrimientos son desde entonces continuamente fructíferos para la eternidad.29 Así pues, cuando esta clericalla pretende ofrecer un sacrificio por los pecados, se sobrentiende que Cristo no los ha expiado completamente mediante sus sufrimientos, o aun que éstos no tienen ya el poder de hacerlo. Si creemos que habiéndose ofrecido una vez por todas en sacrificio El nos ha salvado (a los creyentes) para la eternidad, y que El ha expiado por nosotros, quien ose ofrecerle de nuevo como si no lo hubiese hecho ya totalmente, es un blasfemo.
La segunda ofensa y la segunda abominación se derivan del hecho de que nadie puede ofrecer en sacrificio cosa mayor que a sí mismo. Pablo nos habla así: «Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto» (Romanos 12:1). He ahí el más grande sacrificio que el hombre puede ofrecer: él mismo. Si ahora pretende ofrecer a Dios en sacrificio, le ofende, porque se hincha de orgullo como si pudiese hacerlo. Nadie ha podido ofrecer a Cristo en sacrificio, sino Cristo mismo. Como la ofrenda debía ser pura, el sacerdote había de serlo también. Y como nosotros no tenemos en la especie humana ningún sacerdote que sea sin pecado, si no es Cristo, nadie puede ofrecerle en sacrificio de no ser El mismo. En estas condiciones, quien se pretenda sacrificador se atribuye un honor que arrebata a Cristo. Lo cual es de todo punto insoportable y abominable. Los dos errores groseros son: Que, en primer lugar, esta errónea opinión del sacrificio engendra y asegura todos los vicios. Todos los ladrones, usureros, traidores, asesinos y adúlteros, van a pretender que haciendo decir misas por sus malas acciones, sus pequeños negocios están en regla. ¡Y bien pudiera ocurrir que pecasen por causa de esto! Ello se ve en las instituciones que han creado, en las misas que han hecho decir. Ellos no habrían instituido todo esto si no hubiese sido su último refugio. ¡He ahí su manera de amar el bien!
En segundo lugar, que se han recogido sumas considerables en relación con la misa, y se ha pretendido que eran el precio de este sacrificio imaginario. De hecho estas sumas han sido el fruto de un sacrificio; pero es una abominación utilizar el dinero y el salario de las gentes. Hay más: no es tan sólo que se haya dispuesto arbitrariamente de este dinero, sino que se le ha frustrado a los pobres, porque a ellos pertenece antes que a nadie; la mayor parte de las limosnas se ha dispuesto para las misas.
Así es como la presión de los sacerdotes ha sido ejercida hasta el límite.
Se ha llamado misa al hecho de apropiarse de lo perteneciente a los pobres. En otros términos, el clero ha hecho un sacrificio, o un pretendido sacrificio, allí don-de no podía caber, como ya se ha dicho. Una vez más: Cristo solamente ha instituido un sacrificio, a la vista de un único objetivo, y no lo ha llamado sacrificio o misa, antes bien testamento o memorial. En estas condiciones, las palabras de sacrificio o de misa son inadmisibles aplicadas al cuerpo y a la sangre de Cristo.
A continuación se ha sustraído una de las especies, la sangre, que no ha sido dada más al común de los mortales, aunque Cristo lo haya ordenado. Es de temer que se haya hecho eso porque se consideraba la sangre como formando parte del sacrificio, y no el pan, con todas las ceremonias, vestiduras, cruces y otras ideas singulares.
A fin de que la manera como Cristo ha instituido este alimento del alma sea clara para todos, es necesario considerar las palabras de Cristo mismo (Mat. 26: 26-29; Marc. 14:22-25; Luc. 22:19, 20) y ver cómo Él las ha hecho oír al pueblo. Ellas aparecen con la mayor evidencia a través del testimonio de Pablo, que invocamos a continuación: «Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo que por vosotros es partido: haced esto en memoria de mí» (1ª Cor. 11:23-26). He ahí las palabras de institución de la cena del Señor. En ellas vemos en primer lugar que Cristo dice: «El cuerpo que por vosotros es roto», es decir: «Lo mismo que ahora yo rompo el pan para vosotros, igualmente para vosotros seré torturado y muerto». Después añade: «Haced esto en memoria de mí.» Ahí ves que El mismo lo llama un memorial, ha-blando en particular de la cena que instituye, a fin de que veamos que Cristo no ha ofrecido sacrificio en la Cena, donde ha dado su carne y su sangre, sino al día siguiente cuando muere sobre la cruz. Su carne y su sangre deben, pues, estar allí para recordar lo que Él ha hecho y cómo hubo de hacerlo. Ahora siguen las palabras relativas a la sangre: «Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo testamento30 en mi sangre: haced esto todas las veces que bebiereis, en memoria de mí. Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga.» Estas son las palabras que se refieren a la sangre de Cristo, en las cuales queremos entender ante todo que el vocablo «copa» está tomado aquí en el sentido de «bebida». Después El llama a esta última «el nuevo testamento», es decir, la nueva alianza y el nuevo legado. Como se ha visto antes, Cristo, vertiendo su sangre, nos ha unido de nuevo a su Padre celestial; ha sellado así una alianza eterna que nos permite llegar hasta Dios. La particularidad de un testamento es que el legado llega a ser efectivo a partir de la muerte del testador. Así también el testamento de Cristo ha tomado fuerza de ley a partir de su muerte sobre la cruz. Ha sido instituido en su muerte. Un hombre es tan poco apto para sacrificar31 como lo es para testar a la manera que Cristo lo ha hecho. Por otra parte, sí puede rememorar lo hecho por Cristo. Remitiéndose a los sufrimientos y a la muerte de este último, aquél es salvo. Cristo nos ha dejado un signo visible y cierto, signo de su carne y de su sangre, y nos ordena comer el uno y beber la otra en memoria suya. Pablo dice aquí exactamente cómo es necesario administrar este memorial. El escribe: «Todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis.» Esto nos enseña que este sacramento debe ser celebrado en forma adecuada. Tan frecuentemente durante el ario como lo desee la congregación, hay que anunciar y predicar los sufrimientos de la muerte de Cristo, narrar el bien y la paz que de aquí se derivan para nosotros, y alimentar con el cuerpo y la sangre de Cristo a los creyentes que lo pidan para certificarlos en todo ello. Esto es en resumen lo que Cristo ha querido sencillamente decir y hacer.
Así pues, comprobando que la misa no tiene fundamento suficiente y que es considerada como un sacrificio por los hombres (este sacramento no es otra cosa que el gozar del cuerpo y de la sangre de Cristo), todos deberán ser invitados a abolir este abuso en virtud del cual un hombre se arroga el derecho de ofrecer un sacrificio por los demás. Será preciso hallar un medio de hacerlo con prudencia y tacto, a fin de evitar las confusiones. Los predicadores deberán generalmente excusar a la generalidad de los sacerdotes que dicen la misa. El error no viene de ellos y no hay por qué hacerles cargar con su peso. Convendrá exhortar a las gentes a dejarles morir en paz, como vivieron, porque la mayor parte de ellos son de una edad en que no se les puede enviar a trabajar. La obra de Dios no debe ser destruida por una cuestión de alimento (Rom. 14:20). Si no obstante se hallase que se comportan de una manera indecente a este propósito, y que se resisten, sin basarse en la palabra de Dios, nadie intervendrá contra ellos por cuenta propia, sino que transmitirá la cosa a la autoridad, la cual obrará como crea oportuno. En resumen: cuando el Señor todopoderoso hace oír su palabra, el hombre debe estar atento y conformarse a ella, sin atraer sobre sí la cólera de Dios.
CONCLUSION
Si cumplís lo que queda expuesto en estas líneas, como es vuestro deber y como nosotros os invitamos a hacer, tenemos la firme esperanza en Dios de que El hará fructificar su palabra y manifestará su gloria, para nuestro mayor bien y para una vida pacífica.
Quiera El concedernos estas cosas por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, merced al cual únicamente vivimos. Amén.
17 de noviembre de 1523
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1 A partir de la primera controversia de Zúrich, habían sido dadas instrucciones a los predicadores, con miras a la reforma de la Iglesia.
2 Es decir, qué género de muerte.
3 Nota de la versión francesa. — Traducimos «Frommkeit» por «justicia», que, dada la terminología contemporánea, nos parece en este caso más adecuado que «piedad».
4 Nota de la versión francesa. — También podría traducirse así: Si nuestro corazón hubiese podido, nos habría hecho cometer lo que en él estaba.
5 La versión original cita Sal. 111:4, siguiendo el orden que señala la Vulgata. — N. del T.
6 Sobrentendido: ¡porque ellos son aún menos dignos de serle comparados!
7 Cf. el prólogo del Evangelio de Juan.
8 Evangelio significa: buena nueva.
9 Jesús significa: Dios salva
10 Traducido directamente de la versión francesa. — N. del T.
11 Ídem de ídem. — N. del T.
12 A Cristo. — N. del T.
13 Sin fundamento. — Mateo, en el pasaje paralelo (7:26), habla de arena.
14 Juan Bautista.
15 La versión francesa reproduce este texto, aunque señala la cita Mat. 22:37. — N. del T.
16 Se trata de los Anabaptistas y de ciertos exaltados que reprochaban a las autoridades de no obrar bastante rápida y radicalmente. Según ellos, el cristiano no tiene necesidad de obedecer a las autoridades civiles. Reprochaban a los reformadores de haber reemplazado una autoridad por otra, y de hacer de la Biblia un «papa de papel».
17 Es decir, toda opinión o acción exteriormente visible y eficaz.
18 Siempre los Anabaptistas y exaltados.
19 Renta legal que en la Edad Media era pagada por el vasallo a su señor.
20 Es decir: la predicación debe ser concreta, porque la lucha es imperiosa.
21 Se trata aquí de representaciones pictóricas y esculturales de los santos.
22 En 1523, por Ludwig Haetzer, un joven predicador que más tarde debía ser expulsado de Zürich a causa de su actitud en la cuestión del bautismo.
23 La de Erasmo.
24 Erudito del siglo in que se consagró al estudio del texto bíblico.
25 O de los ídolos.
26 Vestidura del sacerdote.
27 En otros términos: las representaciones imaginadas a base de objetos pertenecientes al servicio del culto no pueden en ningún caso justificar el culto a las imágenes.
28 Instituyendo la Santa Cena.
29 «Unablásslich fruchtbar», literalmente: sin que haya necesidad de indulgencias («Ablásse»). Los términos alemanes dan lugar a un juego de palabras que creemos puede ser señalado, sin pretender que Zuinglio lo haya pensado. — Nota de la versión francesa.
30 O pacto.
31 Es decir: para ofrecer un sacrificio, como en el caso del sacerdote.