CAPÍTULO XXXV
De la profecía de los tres profetas Ageo.
Zacarias y Malaquías
Réstanos, pues, tres profetas de los doce menores que profetizaron en lo últimos años de la cautividad: Ageo. Zacarías y Malaquías. Entre éstos, Ageo con toda claridad, nos vaticina a Cristo y a su Iglesia en estas breves y compendiosas palabras.: «Esto dice el Señor de los ejércitos: de aquí a poco tiempo moveré el cielo y la tierra, el mar y la tierra firme; moveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Esta profecía en parte la vemos cumplida, y lo que de ella resta esperamos ha de cumplirse al fin del mundo. Porque ya movió el cielo con el testimonio de los ángeles y de las estrellas cuando encarnó Cristo; movió la tierra con el estupendo milagro del mismo parto de la Virgen; movió el mar y la tierra firme, puesto que en las islas y en todo el mundo se predica el nombre de Jesucristo, y así vemos venir todas las gentes a acogerse bajo la protección de la fe católica.
Lo que sigue, «y vendrá el deseado por todas las gentes», se espera su cumplimiento en su última venida, pues para que fuese deseado por los que le esperaban se necesitaba primeramente que fuese amado por los que creyeron en él.
Y Zacarías, hablando de Cristo y de su Iglesia, dice así: «Alégrate grandemente, hija de Sión, hija de Jerusalén; alégrate con júbilo y contento; advierte que vendrá a ti tu rey justo y salvador; vendrá pobre encima de una pollina y de un asnillo, y su imperio se dilatará de mar a mar y desde los ríos hasta los últimos confines del orbe terráqueo.» Cuándo y cómo nuestro Señor Jesucristo caminando usó de esta especie de cabalgadura, lo leemos en el Evangelio, donde se refiere asimismo parte de esta profecía cuanto pareció bastante para la
ilustración de la doctrina contenida en aquel pasaje.
En otro lugar, hablando con el mismo Cristo en espíritu de profecía sobre la remisión de los pecados por la efusión de su preciosa sangre, dice: «Y tú también, con la sangre de tu pacto y testamento, sacaste a los cautivos del lago donde no hay agua.» Cuál sea lo que debe entenderse por este lago puede tener diversos sentidos, aunque conforme; a la fe católica. Yo soy de dictamen que no hay objeto que estas palabras nos signifiquen con más propiedad que el abismo y profundidad seca en cierto modo y estéril de la miseria humana, donde no hay las corrientes de las aguas tersas de justicia, sino lodos y cenegales inmundos de pecados. Porque de este lago dice el real Profeta: «Me libró del lago de la miseria y del cenagoso lodo.»
Malaqúías, vaticinando de la Iglesia, que vemos ya propagada por Cristo, dice explícita y claramente a los judíos en presencia de Dios: Yo no tengo mi voluntad en vosotros; no me agradáis ni me complace la ofrenda y sacrificio ofrecido de vuestra mano; porque desde donde nace el sol hasta donde se pone vendrá a ser grande y glorioso mi nombre en las gentes, dice el Señor, y en todas partes sacrificarán y ofrecerán a mi nombre una ofrenda y sacrificio puro y limpio, porque será grande y glorioso mi nombre entre las gentes.» Viendo, pues, que ya este sacrificio, por medio del sacerdocio de Cristo, instituido según el orden de Melquisedec, se ofrece a Dios en todas ras partes del globo habitado desde el Oriente hasta Poniente, y qué no pueden negar que el sacrificio de los judíos, a quienes dice: «No me agradáis ni me complace el sacrificio ofrecido de vuestra mano», está abolido, ¿por qué aguardan todavía otro Cristo, ya que lo que leen en el Profeta y ven realizando no pudo cumplirse por otro que por el mismo Salvador?
Porque después, en persona de Dios, dice el mismo Profeta: «Le di mi testamento y pacto, en que se contenía la paz y la vida, y le prescribí que me temiese y respetase mi nombre; la ley de la verdad se hallará en su boca, en paz andará conmigo y convertirá a muchos de sus pecados, porque los labios del Sacerdote conservaran la ciencia y aprenderán la ley de su boca, porque él es el ángel del Señor Todopoderoso.» Y no hay que admirarnos que llame a Cristo Jesús ángel de Dios Todopoderoso, pues así como se llama siervo por la forma de tal con que se presentó a los hombres, así también se llamó ángel por el Evangelio que anunció a los mortales. Porque si interpretásemos estos nombres griegos, Evangelio quiere decir «buena nueva», y ángel, el que trae la nueva; pues hablando del mismo Señor, dice en otro lugar: «Yo enviaré mi ángel, el cual allanará el camino delante de mí, y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor que vosotros buscáis y el Angel del Testamento que vosotros deseáis. Mirad que viene, dice el Señor Dios Todopoderoso. ¿Y quién podrá sufrir el día en que llegare, o quién podrá resistir cuando se dejare ver?» En este lugar nos anunció el Profeta la primera y segunda venida de Cristo; la primera, donde dice: «Y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor, esto es, vendrá a tomar su carne», de la cual dice en el Evangelio: «Deshaced este templo y en tres días le resucitaré»; la segunda, donde dice: «Mirad que viene, dice el Señor Todopoderoso. ¿Y quién podrá resistir cuando se dejare ver?»
Y en lo que dice: «Aquel Señor que vosotros buscáis, y el Angel del testamento que vosotros deseáis», nos da a entender, y significa, sin duda, que los judíos, conforme a las escrituras, que leen continuamente, buscan y desean hallar a Cristo; pero muchos de ellos al que buscaron y desearon eficazmente no le reconocieron después de venido por tener vendados los ojos de su corazón con sus anteriores deméritos y pecados. Lo que aquí llama Testamento, y arriba donde dijo: «Le di mi testamento », y aquí donde le llama «Angel del Testamento», sin duda debemos entenderlo del Testamento Nuevo, en el cual las promesas son eternas, no como en el Antiguo, donde son temporales, de las cuales, haciendo en el mundo muchos espíritus débiles y necios grande estimación y sirviendo a Dios verdadero por la esperanza del premio de tales cosas temporales, cuando advierten que algunos impíos y pecadores las gozan en abundancia, se turban.
Por eso el mismo Profeta, para distinguir la bienaventuranza eterna del Nuevo Testamento de la felicidad terrena del Viejo (la cual en su mayor parte se da también a los malos), dice así: «Habéis hablado pesadamente contra mí, dice el Señor, y preguntáis: ¿qué hemos hablado contra ti? Dijisteis: en vano trabaja quien sirve a Dios ¿Y qué es lo que hemos medrado por haber guardado exactamente sus preceptos y procedido con humildad, pidiendo misericordia delante del Señor Todopoderoso? Siendo así que tenemos por dichosos a los extraños a la religión de Dios, ya que vemos a los pecadores medrados y acrecentados y a los que han ido contra Dios salvos y libres de sus calamidades. Pero los que temían a Dios dijeron en contra posición a estas sutiles quejas, cada uno, respectivamente, a su prójimo todo lo advierte el Señor, y lo oye, y tiene escrito un libro de memoria delante de sí en favor de los que temen a Dios y reverencian su santo nombre. En este libro se nos significa el Testamento Nuevo.
Pero acabemos de oír lo que sigue: «Y a éstos los tendré yo, dice el Señor Todopoderoso, en el día en que he de cumplir lo que digo, como hacienda y patrimonio mío propio; yo los tendré escogidos, como el hombre que tendré elegido a un hijo obediente y que le sirve bien. Entonces volveréis a considerar, y notaréis la diferencia que hay entre el justo y el pecador, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve; sin duda vendrá aquel día ardiendo como un horno, el cual los abrasará y serán todos los pecadores y los que viven impíamente como paja seca, y los abrasará en aquel día, en que vendrá, dice el Señor Todopoderoso, de forma que no quede raíz ni sarmiento de ellos. Pero a los que tienen y confiesan mi nombre les nacerá el sol de la justicia, y. en sus alas vuestra salud y remedio; saldréis y os regocijaréis como los novillos cuando se ven sueltos de alguna prisión y hollaréis a los impíos, hechos cenizas, debajo de vuestros pies en el día en que yo haré lo que digo, dice el Señor Todopoderoso. Este es el que llaman día del juicio, del cual hablaremos, si fuere de voluntad de Dios, más extensamente en su propio lugar.
CAPITULO XXXVI
De Esdras y de los libros de los Macabeos
Después de estos tres profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías, por los mismos tiempos en que el pueblo de. Israel Salió libre del cautiverio de Babilonia, escribió también Esdras, quien ha sido tenido más por historiador que por profeta (como es el libro que se intitula de Ester, cuya historia en honor de Dios se halla haber sucedido no mucho después de esta época); a no ser que entendamos que Esdras profetizó a Jesucristo en aquel pasaje donde refiere que habiéndose excitado un cuestión y duda entre ciertos jóvenes sobre cuál era la cosa más poderosa del mundo, y diciendo uno que los reyes, otro que el vino y el tercero que las mujeres, quienes por lo general suelen dominar los corazones de los reyes el tercero manifestó y probó que la verdad era únicamente la que todo lo vencía. Y si registramos el Evangelio hallamos que Cristo es la misma verdad.
Desde este tiempo, después de reedificado el templo hasta Aristóbulo, no hubo reyes entre los judíos, sino príncipes, y el cómputo de estos tiempo no se halla en las santas Escritura que llamamos canónicas, sino en otro libros, y, entre ellos, en los que se intitulan de los Macabeos, los cuales tienen por canónicos no los judíos, sino la Iglesia, por los extraños y admirables martirios de algunos Santos mártires que contienen, quienes, antes que Cristo encarnase, pelearon valerosamente hasta dar su vida en defensa de la ley santa del Señor, padeciendo cruelísimos y horribles tormentos.
CAPITULO XXXVII
Que la autoridad de las profecías es más antigua que el origen y principio
de la filosofía de los gentiles
En la época en que florecieron nuestros profetas, cuyos libros han llegado ya a noticia de casi todas las naciones, aun no existía filósofo alguno entre los gentiles, ni quien hubiese tenido tal nombre, porque éste tuvo su exordio en. Pitágoras, natural de la isla de Samos, quien comenzó a. ser famoso cuando salieron los judíos de su cautiverio. Luego con mayor motivo se deduce que los filósofos que le sucedieron fueron muy posteriores en tiempo a los profetas; porque el mismo Sócrates, natural de Atenas, maestro de los que entonces florecieron, y son los príncipes de aquella parte de la filosofía que se llama moral o activa, se sabe por las Crónicas que vivió después de Esdras.
A poco tiempo nació Platón, que sobresalió en muchos grados a los demás discípulos de Sócrates.
Y si quisiéramos añadir a éstos los que les precedieron, que aun no se llamaban filósofos, esto es, los sabios, y después los físicos que sucedieron a Thales en la indagación de las causas naturales, imitando su estudio Y profesión, es a saber: Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras y otros varios, antes que Pitágoras se llamase filósofo, ni aun éstos preceden en antigüedad a todos nuestros profetas; porque Thales, después del cual siguieron los otros, dicen que floreció reinando Rómulo, cuando brotó el raudal de las profecías de las fuentes de Israel, en aquellas sagradas letras que se extendieron y divulgaron por todo el mundo.
Así, pues, solos los teólogos poetas Orfeo, Lino y Museo, Y algunos otros que hubiera entre los griegos, fueron primero que los profetas hebreos, cuyos escritos tenemos por auténticos.
Con todo, tampoco precedieron en tiempo a nuestro verdadero teólogo Moisés, que efectivamente predicó un solo Dios verdadero, cuyos libros son los primeros que tenemos al presente en el Canon de los sagrados, autorizados con la uniforme y general aprobación de la Iglesia. Y consiguientemente, los griegos, en cuyo país florecieron con especialidad las letras humanas, no tienen que lisonjearse de su sabiduría en tal conformidad que pueda parecer, ya que no más aventajada, a lo menos más antigua que nuestra religión, que es donde se halla la verdadera sabiduría.
No obstante, es innegable que hubo antes de Moisés alguna instrucción, que se llamó entre los hombres sabiduría, aunque no en Grecia, sino entre las naciones bárbaras e incultas, como en Egipto; pues a no ser así, no diría la Sagrada Escritura que Moisés estaba versado en todas las ciencias de los egipcios, es a saber: que cuando nació allí, fue adoptado y criado por la hija de Faraón e instruido en las artes y letras humanas.
Sin embargo, ni aun la sabiduría de los egipcios pudo preceder en tiempo a la sabiduría de nuestros profetas, ya que Abraham fue también profeta. ¿Y qué ciencias pudo haber en Egipto antes que Isis (a quien después de muerta tuvieron por conveniente adorarla como a una gran diosa) se las enseñase? De Isis escriben que fue hija de Inaco, el primero que principió a reinar en Argos, cuando hallamos por el contexto de la Sagrada Escritura que Abraham tenía ya nietos.
CAPITULO XXXVIII
Cómo el Canon eclesiástico no recibió algunos libros. de muchos santos por su demasiada antigüedad, para que, con ocasión de ellos, no se mezclase lo falso con lo verdadero
Si quisiéramos echar mano de sucesos mucho más antiguos, antes de nuestro Diluvio universal, tenemos al patriarca Noé, a quien no sin especial motivo podré llamar también profeta, pues la misma Arca que labró, y en que se libertó del naufragio con los suyos, fue una profecía de nuestros tiempos.
¿Y qué diremos de Enoch, que fue el séptimo patriarca después de Adán? ¿Acaso no se dice expresamente en la carta canónica del apóstol San Judas Tadeo que profetizo?
Pero la causa primaria por que los libros de éstos no tengan autoridad canónica, ni entre los judíos ni entre nosotros, fue su demasiada antigüedad, por la cual parecía debían graduarse como sospechosos, para que no se publicasen algunas particularidades absolutamente falsas por verdaderas, puesto que se divulgan también algunas que dicen ser suyas, y se las atribuyen los que ordinariamente creen conforme a su sentido lo que les agrada. Estas obras no las admite la pureza e integridad del Canon, no porque repruebe la autoridad de sus autores, que fueron amigos v siervos de Dios, sino porque no se
cree que sean suyas.
No debe causarnos maravilla que se tenga por sospechoso lo que se publica bajo el nombre de tanta antigüedad, puesto que en la misma historia de los reyes de Judá y de los reyes de Israel, que contiene la memoria de los sucesos acaecidos, se refieren muchas cosas de que no hace mención la Escritura, y dice que se hallan en los otros libros que escriben los profetas, y en algunas partes cita también los nombres de estos profetas; y, sin embargo, no está dicha historia en el Canon que tiene admitido el pueblo de Dios. Confieso ignorar la causa de esto, aunque presumo que aquellos a quienes el Espíritu Santo reveló lo que había de estar en la autoridad y Canon de la religión, pudieron también escribir unas cosas, cómo hombres, con diligencia histórica, y otras, como profetas, con inspiración divina, y que éstas fueron distintas; de forma que Pareció que las unas se les debían atribuir a ellos como suyas, y las otras, a Dios, como a quien hablaba por ellos. Así unas servían para mayor abundancia de noticia; las otras, para autoridad de la religión, en cuya autoridad se guarda el Canon.
Fuera de éste se citan y alegan algunas particularidades escritas bajo el nombre de los verdaderos profetas; pero no valen ni aun para la copia de noticias, porque es incierto si son de los que se asegura ser; por eso no les damos crédito, especialmente a lo que se halla en ellos contra la fe de los libros canónicos, lo cual demuestra que de modo alguno sean suyos.
CAPITULO XXXIX
Cómo las letras hebreas nunca dejaron de hallarse en su propia lengua
No debemos creer lo que algunos presumen: que solamente conservó la lengua hebrea aquel que se llamó Heber, de donde dimanó el nombre de los hebreos, extendiéndose después hasta Abraham, y que las letras hebreas comenzaron con la ley que dio Moisés; antes bien, el citado idioma, con sus letras, se guardó y conservó por aquella sucesión que dijimos de los
padres.
En efecto, Moisés puso en el pueblo de Dios personas que asistiesen para enseñar las letras antes que tuviesen noticia de ningún escrito de la ley divina. A éstos llama la Escritura Grammato Isagogos, es decir, introductores de las letras, porque en cierto modo las introducen en los corazones de los que las aprenden, o, por mejor decir, porque introducen en ellas a los mismos que enseñan.
Ninguna nación, pues, se jacte y gloríe vanamente de la antigüedad de su sabiduría, como anterior a la de nuestros patriarcas y profetas, que tuvieron sabiduría divina, puesto que ni aún en Egipto, que suele gloriarse falsa y vanamente de la ancianidad de sus letras y doctrinas, se halla vestigio de que alguna sabiduría suya haya precedido en tiempo a la sabiduría de nuestros patriarcas: porque no habrá quien se atreva a decir que fueron peritos en ciencias y artes admirables antes de tener noticia de las letras, esto es, antes que Isis fuese a Egipto y se las enseñase.
Y aquella su famosa ciencia, que llamaron sabiduría, ¿qué era principalmente sino la astronomía u otros estudios semejantes, que suelen ser propósito y aprovechar más para eje, Citar los ingenios que para ilustrar la ánimos con verdadera sabiduría? Por que en lo tocante a la filosofía, que es la que profesa enseñar preceptos reglas inconcusas, para que los hombres puedan ser y hacerse bienaventurados, por los tiempos de Mercurio llamado el Trimegisto, fue cuando florecieron en aquella tierra semejante facultades; lo cual, aunque fue mucho antes que los sabios y filósofos de Grecia, con todo, fue después de Abraham Isaac, Jacob y Joseph; más aún: aun después del mismo Moisés; porque a tiempo que nació Moisés, se sabe que vivía Atlas, aquel célebre astrólogo hermano de Prometeo, abuelo materno de Mercurio el Mayor, cuyo nieto fue este Mercurio Trimegisto.
CAPITULO XL
De la vanidad embustera de los egipcios, que atribuyen a sus ciencias cien mil niños de antigüedad
Inútilmente, con vana presunción vociferan algunos diciendo que hace más de cien mil anos que Egipto poseyó el invento de la numeración, movimiento y curso de las estrellas. ¿Y de qué libros diremos que infirieron este número los que no mucho antes de dos mil anos aprendieron las letras de Isis? Porque no es escritor tan despreciable Varrón, y lo dice en su historia; lo cual no desdice tampoco de la verdad de las letras divinas. Y no habiéndose aún cumplido seis mil años desde la creación del primer hombre, que se llamó Adán, ¿cómo no nos hemos de reír, sin cuidar de refutarlos, de los que procuran persuadirnos acerca del orden cronológico de los tiempos, cosas tan diversas y opuestas a esta verdad tan clara y conocida? ¿Y a quién daremos más crédito sobre las cosas pasadas que al que nos anunció también las futuras las cuales vemos ya presentes? Porque hasta la misma contradicción y disonancia de los historiadores entre sí nos da materia bastante para que creamos antes a aquel que no repugna a la historia divina que nosotros poseemos.
Pero los ciudadanos de la ciudad impía, que están derramados por todas las partes del orbe habitado, cuando leen que hombres doctos, cuya autoridad parece no debe despreciarse, discrepan entre sí sobre sucesos remotísimos de la memoria de nuestro siglo, están perplejos sobre a quiénes deben dar mayor crédito; mas nosotros en la historia de nuestra religión, como estriban nuestras aserciones en la divina autoridad, todo lo que se opone a ella no dudamos condenarlo por falsísimo, sea lo que quiera lo demás que contienen las letras profanas, que, ya sea verdad o mentira, nada importa para que vivamos bien y felizmente.
CAPITULO XLI
De la discordia de las opiniones filosóficas y de la concordia de las escrituras canónicas de la Iglesia
Pero dejando a un lado la historia, los mismos filósofos de los cuales pasamos a estas cosas, que parece no fueron tan laboriosos en sus estudios e investigaciones, sino por hallar el medio de vivir con comodidad, de forma que, según sus reglas, conseguiremos la bienaventuranza, ¿por qué causa discordaron los discípulos de los maestros y los discípulos entre sí sino porque, como hombres mortales, buscaban este precioso y. oculto tesoro con los sentidos humanos y con humanos discursos y razones? En lo cual pudo haber también cierto amor y deseo de gloria, apareciendo cada uno parecer más sabio y agudo que otro, no ateniéndose al dictamen ajeno, sino queriendo ser el autor e inventor de su secta y opinión.
Con todo, aunque concedamos haber habido algunos, y aun muchos de ellos, a los cuales haya hecho desviar de sus maestros y de sus discípulos el amor de la verdad y el defender lo que creían ser verídico, ya lo fuese o no lo fuese, ¿qué es lo que puede, o dónde, o por dónde se encamina la infelicidad y miseria humana para llegar a la bienaventuranza si no la dirige y conduce la autoridad divina?
Nuestros autores, en quienes no en vano se establece y resume el Canon de las letras sagradas, por ningún motivo discrepan entre sí; pero lo que no sin razón creyeron, no sólo algunos pocos de los que en las escuelas y en las aulas, con sus contenciosas, sistemáticas y fútiles disputas se rompan las cabezas, sino infinitos, aun en las ciudades, así los sabios como los ignorantes, que cuando escribían nuestros escritores aquellos libros les habló Dios o que el mismo Dios habló por boca de éstos.
Y ciertamente interesó fuesen pocos, a fin de que no fuese vilipendiado por la multitud lo que había de ser tan particularmente apreciado y estimado por la religión, aunque. no fueron tan pocos que dejase de ser admirable su conformidad. Pues entre el inmenso número de filósofos que nos dejaron por escrito las memorias y libros de sus sectas y opiniones, no se hallará fácilmente entre quienes convenga todo lo que sintieron y las opiniones que propugnaron, y querer mostrarlo aquí con la extensión necesaria sería asunto largo.
Y en esta ciudad, que tributa culto y homenaje a los demonios, ¿qué autor hay, por cualquiera secta y opinión que sea, de tanto crédito que, por su respeto se hayan desaprobado y condenado todos los demás que opinaron diferentemente y aun lo contrario? ¿Acaso no fueron esclarecidos y famosos en Atenas, por una parte, los epicúreos, que afirmaban no tocar a los dioses las cosas humanas, y por otra los estoicos, que sentían lo contrario y defendían que las regían y tenían los dioses bajo sus auspicios y protecci6n? Por eso me admiro cuando advierto que condenaron a Anaxágoras porque dijo que el sol era una piedra encendida, negando, en efecto, que era dios, puesto que en la ciudad floreció con grande nombre y gloria Epicuro, y vivió seguro creyendo y sosteniendo que no era dios, no sólo el sol o algunas de las estrellas, sino defendiendo que ni Júpiter ni otro alguno de los dioses había en el mundo a quien Ilegasen las oraciones, súplicas y preces de los hombres. ¿Por ventura no vivió allí Aristipo, que hacia consistir el sumo bien y la bienaventuranza en el gusto y deleite del cuerpo, y Antístenes, que defendía hacerse el hombre bienaventurado por la virtud del alma; dos filósofos insignes, y ambos socráticos, que ponían la suma felicidad de nuestra vida en fines tan distintos y entre sí tan contrarios, entre los cuales, el primero decía que el sabio debía huir del gobierno y administración de la república, y el otro, que la debía regir; y cada uno congregaba sus discípulos para según y defender su secta? Porque públicamente en el pórtico, en los gimnasios, en los huertos, en los lugares públicos y particulares, a catervas peleaban en defensa cada uno de su opinión Otros afirmaban no haber más de un mundo; otros, que eran innumerables; muchos, que sólo este mundo tenía origen; algunos, que no le tenía; unos, que había de acabarse; otros, que para siempre había de durar; unos, que se gobernaba y movía por la Providencia divina; otros, que por el hado y la fortuna; unos, que las almas eran inmortales; otros, que mortales; y los que sostenían ser inmortales, unos que transmigraban a bestias, otros que no, y los que decían ser mortales, unos que morían inmediatamente que el cuerpo, otros que vivían aún después mucho o poco tiempo, pero no siempre; unos colocaban el sumo bien en el cuerpo, otros en el alma, otros en ambos, en el cuerpo y en el alma; otros adjudicaban al cuerpo y al alma los bienes exteriores; unos decían, debíamos creer siempre a los sentidos corporales, otros que no siempre y otros que en ningún caso.
Estas y otras casi innumerables diferencias y. discordancias de filósofos, ¿qué pueblo hubo jamás, qué Senado, qué potestad o dignidad pública en la ciudad impía que cuidase de juzgarlas y averiguarías en su fondo; de aprobar unas y repudiar otras, sino más bien, sin diferencia alguna y confusamente, tuvo y fomentó en su seno tanta infinidad de controversias de hombres que tenían diferentes sentimientos, y no en materia de heredades o casas, o de intereses de dinero, sino sobre asuntos importantes en que se descifra y pronuncia sobre nuestra infelicidad o felicidad eterna? En cuyas disputas, aunque se decían algunas cosas ciertas, sin embargo con la misma libertad se proferían también las falsas; de forma que no en vano esta ciudad tomó el nombre místico de Babilonia, porque Babilonia quiere decir confusión, como lo hemos ya insinuado otra vez. Ni le interesa a su caudillo, el demonio, el mirar con cuán contrarios errores debaten y riñen entre silos que él juntamente posee por el mérito de sus muchas y varias impiedades.
Pero aquella gente, aquel pueblo, aquella república, aquellos israelitas, «a quien confió Dios sus santas Escrituras, jamás confundieron con igual libertad los falsos profetas con los verdaderos, sino que, conformes entre sí, y sin discordar en nada, reconocieron y conservaron los verdaderos autores de las sagradas letras. A éstos tuvieron por sus filósofos, esto es, por los que amaban su sabiduría; a éstos por sabios, a éstos por teólogos, a éstos por profetas, a éstos por maestros doctores de la virtud y religión. Cualquiera que sintió y vivió conforme sus doctrinas, sintió y vivió, no según los hombres, sino según Dios, que habló por boca de éstos sus siervos. Aquí si prohiben el sacrilegio, Dios lo prohibió; si dicen: «Honraras a tu padre a tu madre», Dios lo mandó; si dicen: «No fornicarás, no matarás, no hurtarás», y así los demás preceptos de Decálogo, no salieron de boca humana estas sentencias, sino de los divinos oráculos.
Todas las verdades que algunos filósofos, entre las opiniones falsas que sostuvieron, pudieron conocer y lo procuraron persuadir con largas y prolijas disputas y discursos, como es la de, que este mundo le hizo Dios, y que Dios le gobierna con su Providencia y cuando enseñaron bien de la hermosura de las virtudes, del amor a la patria, de la felicidad, de la amistad, de las obras buenas y de todo lo que pertenece a las buenas costumbre aunque ignorando el fin y modo con que debían referirse. Todas estas verdades se han enseñado en la otra Ciudad y recomendado al pueblo con voces proféticas, esto es, divinas, aun que por boca de hombres, sin necesidades de disputas, argumentos y demostraciones, para que los que las entendiesen temiesen despreciar, no el ingenió humano, sino el documento divino.
CAPITULO XLII
Que por dispensación de la Providencia divina se tradujo la sagrada Escritura del Viejo Testamento del hebreo a griego para que viniese a noticia de todas las gentes
Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe, consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea; luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago, condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo, quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice, le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa. Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de los setenta.
Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte (porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos.
Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.
CAPITULO XLIII
De la autoridad de los setenta intérpretes, la cual salva la reverencia que se debe al idioma hebreo, debe preferirse a todos los intérpretes
Aunque hubo otros intérpretes que han traducido la Sagrada Escritura de idioma hebreo al griego, como son Aquila, Symmaco y Theodoción, y hay también la versión, cuyo autor se ignora, y por eso, sin nombre del interprete, se llama la quinta edición ésta de los setenta, como si fuera sola la ha recibido la Iglesia, usando de ella todos los cristianos griegos, quienes por la mayor parte no saben si hay otra. Y de esta traducción de los setenta se ha vertido también al idioma latino la que tienen las Iglesias latinas.
Aunque no ha faltado en nuestros tiempos un Jerónimo, presbítero, varón doctísimo y muy instruido en, todas las tres lenguas, que nos ha traducido las mismas Escrituras en latín, no del griego, sino del hebreo. Y aunque los judíos confiesen que este trabajo e instrucción de Jerónimo en tantas lenguas y ciencias es verdadero, y pretenden asimismo que los setenta intérpretes erraron en muchas cosas, no obstante, las Iglesias de Jesucristo son de dictamen que ninguno debemos preferir a la autoridad de tantos hombres como entonces escogió el pontífice Eleázaro para un encargo tan importante y arduo como éste Pues aunque no se hubiera advertido en ellos en espíritu, sin duda, divino, sino que, como hombres, convinieran en las palabras de su versión setenta personas doctas, para atenerse todos ellos a lo que de común acuerdo determinaran, ningún intérprete, individualmente, se les debiera anteponer. Y habiendo visto en ellos una señal tan grande del divino espíritu, sin duda otro cualquiera que ha traducido fiel y legalmente aquellas Escrituras del idioma hebreo en otro cualquiera, este tal, o concuerda con los setenta intérpretes, o si, al parecer, no concuerda, debemos entender que se encierra allí algún arcano profético. Porque el mismo espíritu que tuvieron los profetas cuando anunciaron tan estupendas maravillas, lo tuvieron los setenta cuando las interpretaron; el cual, ciertamente, con la autoridad divina, pudo decir otra cosa, como si el profeta hubiera dicho lo uno y lo otro, porque lo uno y lo otro lo decía el mismo espíritu; y esto mismo pudo decirlo de otro modo para que se manifestase a los que lo entendiesen bien, cuando no las mismas palabras, a lo menos el mismo sentido; y pudo dejarse, y añadir alguna particularidad, para manifestar también con esto que en aquella traducción no hubo sujeción ni servidumbre a las palabras, sino una potestad divina que llenaba y gobernaba el espíritu del intérprete.
Ha habido algunos que han querido corregir los libros griegos de la interpretación de los setenta por los libros hebreos, y, sin embargo, no se han atrevido a quitar lo que no tenían los hebreos y pusieron los setenta, sino tan sólo añadieron lo que hallaron en los hebreos y no estaba, en setenta. Esto lo notaron al principio de los mismos versos con ciertas señales formadas a manera de estrellas, a cuyas señales llamaban asteriscos. Y lo que no tienen los hebreos y se halla en los setenta, asimismo en el principio de los versos lo señalaron con unas virgulillas tendidas, así como se escriben las notas de las ondas; y muchos de estos libros, con estas notas, andan ya por todas partes, así en griego como en latín; pero lo que no se ha omitido o añadido, sino que se dijo de otra manera, Ya indicando otro sentido compatible y no fuera de propósito; ya declarando de otra forma el mismo sentido, no puede hallarse sino mirando y cotejando los unos libros con los otros.
Así que si, como es puesto en razón, no mirásemos a otro objeto en, aquellos libros, sino a lo que dijo el Espíritu Santo por los hombres, todo lo que se halla en los libros hebreos y no se halla en los setenta intérpretes, no lo quiso decir el Espíritu Santo por estos, sino por aquellos profetas, y todo lo que se halla en los setenta intérpretes y no se halla en los libros hebreos, más lo quiso decir el mismo Espíritu Santo por éstos que, por aquéllos; mostrándonos de esta manera que los unos y los otros eran profetas porque de esta conformidad dijo como quiso unas cosas por Isaías, otras por Jeremías, otras por Otros profetas, o de otra manera, una misma cosa por éste que por aquél.
En efecto, todo lo que se encuentra en los unos y en los otros, por los unos y por los otros lo quiso decir un mismo Espíritu; pero de tal modo, aquéllos precedieron profetizando y éstos siguieron proféticamente interpretando a aquéllos; porque así como tuvieron aquéllos, para decir cosas verdaderas y conformes, un espíritu de paz, así también en éstos, no conviniendo entre sí, y, sin embargo, interpretándolo todo como por una boca se manifestó que el espíritu era un solo.
CAPITULO XLIV
Lo que debemos entender acerca de la destrucción de los ninivitas, cuya amenaza en el hebreo se extiende al espacio de cuarenta días y en los setenta se abrevia y concluye en tres
Pero dirá alguno: ¿cómo sabremos qué es lo que dijo el profeta Jonás los ninivitas, si dijo: «Nínive será destruida dentro de tres días o cuarenta? Porque ¿quién no advierte que no pudo decir las dos cosas entonces, el profeta que envió Dios a infundir terror y espanto a aquella ciudad con la anunciada ruina que tan próxima les amenazaba? La cual, si había de perece al tercero día, sin duda que no aguardaría al cuadragésimo, y si al cuadragésimo, no sería destruida al tercero
Así que, si yo fuese preguntado cuál de estas dos cosas dijo Jonás, respondería que me parece más conforme lo que se lee en el hebreo: «Pasados cuarenta días será Nínive arruinada»; pues habiendo los setenta interpretado la Escritura mucho tiempo después, pudieron, decir otra cosa, la cual, sin embargo, viniese al caso y a expresar el mismo concepto, aunque apuntándonos y significándonos lo contrario, y pudiese advertir al lector que, sin despreciar lo uno ni lo otro, se elevase de la historia a la inquisición y examen de aquello, para cuya verdadera inteligencia se escribió la misma historia. Porque aunque es cierto que aquel acaecimiento pasó en la ciudad de Nínive, sin embargó, nos significó alguna otra cosa mayor que aquella ciudad; como sucedió que el mismo profeta estuvo tres días en el vientre de la ballena, y con ello nos dio a entender que otro, que es el Señor de todos los profetas, había de estar tres días en lo profundo del infierno. Por lo cual, si en aquella ciudad se nos figuró proféticamente la Iglesia de los gentiles, arruinada ya por la penitencia, de forma que no es lo que fue, por cuanto esto lo hizo Cristo en la Iglesia de los gentiles, cuya figura representaba Nínive, ya fuese en cuarenta días o en tres, el mismo Cristo fue el que se nos significó; en cuarenta días, porque otros tantos conversó con sus discípulos después de su resurrección, subiendo, al cumplirse este plazo, a los cielos, y en tres, porque resucitó al tercero día, como si al lector, atento sólo a distraerse con la historia, hubiesen querido los setenta, siendo a un tiempo intérpretes y profetas, despertarle de su sueño, para que vaya indagando la profundidad misteriosa de la profecía, y le dijeron en cierto modo: busca a aquel mismo en los cuarenta días en quien pudieras hallar asimismo los tres días; lo primero lo hallarás en la Ascención, y lo tercero en su Resurrección. Por esta razón, con uno y otro número se nos pudo significar muy al caso, así lo que por el profeta Jonás, como lo que por la, profecía de los setenta intérpretes nos dijo un mismo espíritu.
Por no ser molesto no me detengo en evidenciar y probar este punto, sostenido en muchos pasajes, donde Parece que los setenta intérpretes discrepan de la verdad hebraica, y, bien entendidos, se halla que están conformes. Yo también, según lo exigen mis, limitados conocimientos, siguiendo las huellas de los apóstoles, que igualmente citaron los testimonios proféticos, tomándolos de ambas partes, esto es, de los hebreos y de los, setenta, he querido aprovecharme de la autoridad de unos y otros, porque una y otra es una misma y ambas divinas. Pero continuemos ya lo que resta como podamos.
CAPITULO XLV
Que después de la reedificación del templo dejaron los judíos de tener profetas, y que desde entonces hasta que nació Cristo fueron afligidos con continuas adversidades, para probar que la edificación que los profetas prometieron no era la de éste, sino la de otro templo
Después que la nación judaica empezó a carecer de profetas, sin duda alguna empeoró y declinó de su antiguo esplendor, es a saber, en el mismo tiempo en que habiendo reedificado el templo, después del duro cautiverio que padecieron en Babilonia, pensó que, había de mejorar de fortuna. Porque así entendía aquel pueblo carnal lo que prometió Dios por su profeta Ageo: «Mayor será la gloria de esta última casa que de la primera»; lo cual poco más arriba manifestó debe entenderse por el Nuevo Testamento, donde dijo, prometiendo claramente a Cristo: «Conmoveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Los setenta intérpretes, con autoridad profética, expresaron otro sentido, que convenía más al cuerpo que a la cabeza, esto es, más a la Iglesia que a Cristo: «Vendrá lo que tiene escogido el Señor entre todas las gentes, esto es, los hombres de quienes dice Jesucristo en el Evangelio: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», porque de estos tales elegidos de entre las gentes, como de piedras vivas, se ha edificado la casa de Dios por el Nuevo Testamento, mucho más gloriosa que lo fue el templo de Salomón y el restaurado después de la cautividad. Por esto, desde entonces, no tuvo profetas aquella nación y los mismos romanos para que no entendiesen que esta profecía de Ageo se había cumplido en la restauración del templo.
Porque al poco tiempo; con la venida de Alejandro, fue sojuzgada, y aunque entonces no se verificó destrucción alguna porque no se atrevieron a hacerle resistencia, rindiéndose desde luego y recibiéndole en paz, con todo, no fue la gloria de aquella casa tan grande como lo fue estando libre en poder de sus propios reyes. Y aunque Alejandro ofreció sacrificios en el templo de Dios, no fue convirtiéndose a adorar a Dios con verdadera religión, sino creyendo que le debía adorar juntamente con sus falsos dioses.
Después Ptolomeo, hijo de Lago, como insinué en el capitulo XLII, muerto ya Alejandro, sacó de allí los cautivos, llevándolos a Egipto, a quienes su sucesor, Ptolomeo Filadelfo, con grande benevolencia concedió la libertad, por cuya industria sucedió que tuviésemos lo que poco antes insinué, las Santas Escrituras de los setenta intérpretes A poco tiempo quedaron quebrantados, y destruidos con las guerras que se refieren en los libros de los Macabeos. Enseguida los sujetó Ptolomeo, llamado Epifanes rey de Alejandría, y después AntÍoco, rey de Siria, con infinitos y graves trabajos lo compelió a que adorasen los ídolos, llenándose el templo de las sacrílegas supersticiones de los gentiles; pero su valeroso jefe y caudillo Judas, llamado el Macabeo, habiendo vencido y derrotado a los generales de Antíoco, le limpió y purificó de toda la profanación con que le había manchado la idolatría.
Y no mucho después Alchimo, alucinado por su ambición; sin ser de la estirpe de los sacerdotes que era condición indispensable, se hizo pontífice. Desde entonces transcurrieron casi cincuenta años, en los cuales aunque no vivieron en paz, sin embargo, experimentaron algunos sucesos prósperos; pasados los cuales, Aristóbulo fue el primero que entre ellos, tomando la corona, se hizo rey y pontífice. Porque hasta entonces, desde que regresaron de¡ cautiverio de Babilonia y se reedificó el templo, nunca, habían tenido reyes, sino capitanes y príncipes, aunque el que es rey pueda llamarse también príncipe por la seguridad con que ejerce el mando y el gobierno de su Estado, y capitán por ser conductor y jefe de su ejército; pero no todos los que son príncipes y capitanes pueden llamarse reyes, como lo fue Aristóbulo. A éste sucedió Alejandro, que también fue rey y pontífice, de quien dicen que reinó cruelmente sobre los suyos. Después de él, su esposa Alejandra fue reina de los judíos.
Desde este tiempo en adelante sufrieron mayores trabajos, porque los hijos de Alejandro, Aristóbulo e Hircano; compitiendo entre sí por el reino, provocaron contra la nación israelita las fuerzas de los romanos, a quienes pidió Hircano socorro contra su hermano.
A esta sazón ya Roma había conquistado el Africa, se había apoderado de Grecia, y extendiendo su imperio por las otras partes del mundo, no pudiendo sufrirse a sí misma, se acarreó la ruina con su misma grandeza. Porque vino a parar en discordias domésticas, pasando de éstas a las guerras sociales, que fueron con sus amigos y aliados, y luego, a las civiles, disminuyéndose y quebrantándose en tanto grado su poder, que llegó al extremo de mudar el estado de república, y ser gobernada directa y despóticamente por reyes. Pompeyo, esclarecido y famoso príncipe del pueblo romano, entrando con un poderoso ejército en Judea, apoderó de la ciudad, abrió el templo, no como devoto y humilde, sino como vencedor orgulloso, y llegó, no reverenciando, sino profanando, hasta Sancta Sanctorum, donde no era lícito entrar sino al sumo sacerdote; y habiendo confirmado el pontificado e Hircano, y puesto por gobernador de la nación sojuzgada a Antípatro, que llamaban ellos entonces procurado llevó consigo preso a Aristóbulo.
Desde esta época los judíos comenzaron a ser tributarios de los romanos Después Casio les despojó de cuantas riquezas se guardaban en el templo. Al cabo de pocos años merecieron tener por rey a Herodes, un extranjero descendiente de gentiles, en cuyo reinado nació Jesucristo; porque ya se había cumplido puntualmente el tiempo que nos significó el espíritu profético por boca del patriarca Jacob cuando dijo: «No faltará Príncipe de Judá, ni caudillo de su linaje, hasta que venga aquel para quien están guardadas las promesas y él será el que aguardarán las gentes.» No faltó príncipe de su nación a los judíos hasta este Herodes, que fue el primer rey que tuvieron de nación extranjera. Por esto era ya tiempo que viniese aquel a quien estaba reservado lo prometido por el Nuevo Testamento, para que fuese la esperanza de las naciones. Y no aguardarán su venida las gentes, como vemos aguardan a que venga a juzgar con todo el poder manifiesto de su majestad y grandeza, si primero no creyeran en el que vino a sufrir y ser juzgado con humilde paciencia y mansedumbre.
CAPITULO XLVI
Del nacimiento de nuestro Salvador, según que el Verbo se hizo hombre, de la dispersión de los judíos por todas las naciones, como estaba profetizado
Reinando, pues, Herodes en Judea, y en Roma mudádose el estado republicano, imperando Augusto César, y por su mediación disfrutando todo el orbe de una paz y tranquilidad apacible, conforme a la precedente profecía, nació Cristo en el Belén de Judá, nombre manifiesto, de madre virgen; Dios oculto, de Dios Padre. Porque así lo dijo el Profeta: «Una virgen concebirá en su vientre, parirá un hijo, y, se llamará Emmanuel», que quiere decir, Dios es con nosotros; el cual, para dar una prueba nada equívoca que era Dios, obró extraordinarios milagros y maravillas, de las cuales refiere algunas la Escritura Evangélica, cuantas parecieron suficientes para dar una noticia exacta de él y predicar su santo nombre.
Entre ellas la primera es que nació de una manera admirable, y la última, que con su propio cuerpo resucitó de entre los muertos y subió glorioso a los cielos.
Pero los judíos, que le dieron afrentosa y cruel muerte, y no quisieron creer en Él, ni que convenía que así muriese y resucitase, destruidos miserablemente por los romanos, fueron del todo arrancados, expelidos y desterrados de su reino, donde vivían ya bajo el dominio de los extranjeros; esparcidos y derramados por todo el mundo (pues no faltan en todas las provincias del orbe); y con sus escrituras nos sirven para dar fe y constante testimonio de que no hemos fingido las profecías que hablan de Cristo, las cuales, consideradas por muchos de ellos, así antes de la Pasión como particularmente después de su resurrección, se resolvieron a creer en este gran Dios. De ellos dijo la Escritura: «Si fuese el número de los hijos de Israel como las arenas del mar, solas unas cortas reliquias serán las que se salvarán. Y los demás quedaron ciegos y obstinados en su error, de los cuales dijo lo Escritura: «Conviértaseles su mesa en lazo, en retribución y escándalo, ciéguenseles los ojos para que no vean, y encórvales, Señor, siempre sus espaldas.» Y por eso, como no dan asenso a nuestras Escrituras, se van cumpliendo en ellas las suyas, las cuales leen a ciegas y sin la debida meditación. A no ser que quiera decir alguno que las profecías que corren con nombre de las Sibilas, u otras, si hay algunas, que no sean o pertenezcan al pueblo judaico, las fingieron e inventaron los cristianos, acomodándolas a Cristo. A nosotros nos bastan las que se citan en los libros de nuestros contrarios, a los cuales vemos por este testimonio, que nos suministran impelidos por la fuerza de la razón y contra su voluntad, a pesar de tener y conservar estos libros, los vemos, digo, esparcidos por todas las naciones y por cualquiera parte que se extiende la Iglesia de Cristo.
Sobre este particular hay una profecía en los Salmos (los cuales igualmente leen ellos), donde dice: «La misericordia de mi Dios me dispondrá, mi Dios me la manifestará en mis enemigos; no los mates y acabes, porque no olviden tu ley; derrámalos y espárcelos en tu virtud;» Mostró, pues, Dios a la Iglesia en sus enemigos, los judíos, la gracia de su misericordia; pues como declara el Apóstol: «La caída de ellos fue ocasión que proporcionó la salvación de las gentes.» Y por eso no los acabó de matar, esto es, no destruyó en ellos lo que tienen los judíos, aunque quedaron sojuzgados y oprimidos por los romanos, para que no olvidasen la ley de Dios y pudiesen servir para el testimonio de que tratamos. Por lo mismo fue poco decir no los mates, porque no olviden en algún tiempo tu ley, si no añadiera también, derrámalos y espárcelos, puesto que si con el irrefragable testimonio que tienen en sus escrituras se encerraran solamente en el rincón de su tierra, y no se hallaran en todas las partes del mundo, sin duda la Iglesia, que está en todas ellas, no pudiera tenerlos en todas las gentes y naciones por testigos de las profecías que hay de Cristo.
CAPITULO XLVII
Si antes que Cristo viniese hubo algunos, a excepción de la nación israelita, que perteneciesen a la comunión de la Ciudad del Cielo
Cuando se lee que algún extranjero, esto es, que no fuese de Israel ni estuviese admitido por aquel pueblo en el Canon de las Sagradas Escrituras, vaticinó alguna cosa de Cristo, y ha llegado a nuestra, noticia o llegare, lo podremos referir y contar por colmo y redundancia, no porque tengamos necesidad de él, aun cuando jamás existiera, sino porque muy al caso se cree que hubo también entre las demás naciones personas a quienes se les reveló este misterio y que fueron compelidas igualmente a anunciarle y hacerle visible, ya fuesen partícipes de la misma gracia, ya estuviesen ajenos de ella; pero tuvo noticia de ello por medio de los demonios, los cuales sabemos que confesaron también a Cristo presente, a quien los judíos no quisieron reconocer.
Ni creo que los mismos judíos se atrevieron a sustentar que alguno perteneció a Dios, a excepción de los israelitas, después que Israel comenzó a ser la propagación progresiva, habiendo reprobado Dios a su hermano mayor. Porque en realidad de verdad, pueblo que se llamase particularmente pueblo de Dios, no le hubo sino el de los israelitas.
Sin embargo, no pueden negar hubiera entre las otras naciones algunos hombres que pertenecían a los verdaderos israelitas, ciudadanos de la patria soberana, no por la sociedad y comunión terrena, sino por la celestial; porque si lo negaran fácilmente los convencerán con Job, varón santo y admirable, que ni fue indígena o natural ni prosélito o extranjero, adoptado en el pueblo de Israel sino que siendo del linaje de los idumeos, nació entre ellos y entre ellos mismos murió; quien es tan elogiado por el testimonio de Dios, que por lo respectivo a su piedad y justicia no puede igualársele hombre alguno de su tiempo. El cual tiempo, aunque no le hallemos apuntado en las Crónicas, inferimos de su mismo libro (el cual los israelitas, por lo que merece, le admitieron y dieron autoridad canónica), haber sido tres generaciones después de Israel.
No dudo que fue providencia divina para que por este único ejemplo supiésemos que pudo también haber entre las otras gentes quien viviese, según Dios, y le agradase, perteneciente a la espiritual Jerusalén. Lo que, debemos creer que a ninguno se concedió sino a quien Dios reveló, al mediador único de Dios y de los hombres, el Hombre Cristo Jesús; el cual se les anunció entonces a los antiguos santos que hablan de venir en carne mortal, como se nos ha anunciado a nosotros que vino, para que una misma fe por él conduzca a todos los predestinados a la Ciudad de Dios, a la casa de Dios, al templo de Dios, a gozar de Dios.
Todas las demás profecías que se alegan y citan de la gracia de Dios por Cristo Jesús, se puede imaginar o sospechar que sean fingidas por los cristianos. Y así no hay argumento más concluyente para convencer a toda clase de incrédulos cuando porfiaren sobre este punto, y para confirmar a los nuestros En su creencia cuando opinaran bien, que citar aquellas profecías divinas de Cristo que se hallan escritas en los libros de los judíos, quienes con haberles Dios desterrado de su propio país, esparciéndolos por toda la redondez de la tierra para que diesen este testimonio, han sido causa del crecimiento extraordinario de la Iglesia de Cristo en toda partes.
CAPITULO XLVIII
Que la profecía de Ageo, en que dijo había de ser mayor la gloria de la casa del Señor que lo habla sido al principio, se cumplió, no en la reedificación del templo, sino en la Iglesia de Cristo
Esta casa de Dios es de mayor gloria que la primera que se edificó de piedra, de madera y de preciosos metales. Así que la profecía de Ageo no se cumplió en la reedificación de aquel templo, porque después que se restauró jamás se ha visto que haya tenido tanta gloria como tuvo en tiempo del rey Salomón; antes, por el Contrario, se ha experimentado que ha menguado la gloria y esplendor de aquella casa: lo primero, por haber cesado la profecía, y lo segundo, por las infinitas miserias y estragos que ha sufrido la misma nación, llegando al miserable estado de su última ruina y desolación que le causaron los romanos, como consta de, lo que arriba hemos referido.
Pero esta casa, que pertenece al Nuevo Testamento, es sin duda, de tanta mayor gloria cuanto son mejores las piedras vivas con que creciendo y renovándose las fieles, se va edificando. Esta fue significada por la restauración de aquel templo, porque la misma renovación de aquel edificio quiere decir en sentido profético el otro Testamento que se llama Nuevo. Así lo que dijo Dios por el mismo profeta: «Y daré paz en este lugar», por el lugar que significa se debe entender el lugar significado: de forma que porque en aquel lugar restaurado se nos dignificó la Iglesia que habla de ser edificada, por Jesucristo, no se entienda otra cosa, cuando dice: «Daré paz en este lugar», sino daré la paz que significa este lugar. Porque en cierto modo todas las cosas que significan otras parece que las representan, como dijo el Apóstol: «La piedra era Cristo», porque aquella piedra, sin duda, significaba a Cristo.
Mayor es, pues, la gloria de la casa de este Nuevo Testamento que la de la casa primera del Vicio Testamento; y se manifestará mayor cuando sea dedicada, puesto que en aquella época «vendrá el deseado de todas las gentes», como se lee en el texto hebreo.
Porque su primera venida no era deseada por todas las naciones, que ignoraban a quién debían desear, y, por tanto, no habían aun creído en Él. Entonces también, según los setenta intérpretes (por cuanto este sentido es asimismo profético), «vendrán los que ha escogido el Señor de entre tocas las gentes», ya que entonces no vendrán verdaderamente sino los escogidos, de quien dice el Apóstol: «Que nos escogió el Padre Eterno en su hijo Jesucristo antes de la creación del mundo.», Porque el mismo Arquitecto, que dijo: «Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos», no lo dijo por los que, llamados, vinieron de forma que después los echaron del convite sino por los escogidos, de quienes mostrará edificada una casa que después no ha de temer jamás ser destruida. Pero ahora, como también llenan las iglesias los que en la era apartará el aventador, no parece tan, grande la gloria de esta casa, como se representará cuando quien estuviere en ella esté de asiento para siempre.
CAPITULO XLIX
Cómo la Iglesia se va multiplicando incierta y confusamente, mezclándose en ella en este siglo muchos réprobos con los escogidos
En este perverso siglo, en estos días funestos y malos (en que la Iglesia, por la humillación que ahora sufre, va adquiriendo la altura majestuosa donde después ha de verse, y con los estímulos de tormentos y de dolores, como las molestias de los trabajos y con los peligros de las tentaciones, se va ensayando e instruyendo y vive contenta con sola la esperanza, cuando verdadera y no vanamente se contenta), muchos réprobos y malos se van mezclando con los buenos, y los unos y los otros se van recogiendo como a una red evangélica; y todos dentro de ella en este mundo, como en un mar dilatado, sin diferencia, van nadando hasta llegar a la ribera, donde a los malos los separen de los buenos, y en los buenos, como en templo suyo, sea Dios el todo en todo.
Vemos por ahora cómo se cumple la voz de aquel que hablaba en el Salmo: «Les anuncié el Evangelio, les hablé, y se han multiplicado, de suerte que no tienen número.» Esto va efectuándose en la actualidad, después que primero por boca de Juan, su precursor, y posteriormente por si mismo, les predicó y habló, diciendo: «Haced penitencia, porque se ha acercado el reino de los Cielos.»
Escogió discípulos, a los cuales llamó también Apóstoles,, hijos de gente humilde, sin el brillo de la cuna y sin letras, para que todos los portentos que obrasen y cuanto fuesen, lo fuese e hiciese el Señor en ellos. Tuvo entre ellos uno malo para cumplir, usando bien del perverso, la disposición celestial de su Pasión y también para dar ejemplo a su Iglesia de cómo debían tolerarse los malos. Y habiendo sembrado la fructífera semilla del Evangelio, lo que convenía y era necesario por su presencia corporal, padeció, murió y resucitó, manifestándonos con su Pasión (dejando aparte la majestad del Sacramento, de haber derramado su sangre para obtener la remisión de los pecados) lo que debemos sufrir por la verdad, y con la resurrección, lo que debemos esperar en la eternidad.
Conversó después y anduvo cuarenta días entre sus discípulos, y a su vista subió a los Cielos, y pasados diez días les envió el Espíritu Santo de su Padre que les había prometido, y el venir sobre los que habían creído fue entonces una señal muy particular y absolutamente necesaria, pues en virtud de ella cada uno de los creyentes hablaba las lenguas de todas las naciones, significándonos con esto que habla de ser una la Iglesia católica en todas las gentes, y que por eso había de hablar todos los idiomas.
CAPITULO L
De la predicación del Evangelio, y cómo) vino a hacerse más ilustre y poderosa con las persecuciones y martirios de los predicadores
Después, conforme a aquella profecía, en que se anunciaba «cómo la ley había de salir de Sión y de Jerusalén la palabra del Señor; según predijo el mismo Cristo Señor nuestro, cuando después de su resurrección, estando sus discípulos admirados y absortos de verle, se les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, diciéndoles: así está escrito y así convenía que padeciera Cristo, resucitara de entre los muertos al tercero día, y se predicara en su nombre la penitencia y remisión de los pecados por todas las gentes, comenzando desde Jerusalén»; y cuando en otra parte respondió a los que le preguntaron cuándo seria su última venida, diciéndoles:«No es para vosotros el saber los tiempos o momentos que puso el Padre en su potestad; con todo, recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros; y daréis testimonio de mí en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y hasta los últimos confines de la tierra.»
Desde Jerusalén, primero, se comenzó a sembrar y extender la Iglesia, y siendo muchos los creyentes en Judea y en Samaria, se dilató también por otras naciones, predicando el Evangelio los que Él mismo, como lumbreras, había provisto de cuanto habían de decir, llenándoles de la gracia del Espíritu, Santo. Porque les dijo: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma.» Y así, para que no les entibiase el temor, ardían con el fuego vivo de la caridad.
En fin, éstos, no sólo los que antes la Pasión y después de la resurrección le vieron y oyeron, sino también los que después de la muerte de éstos les sucedieron entre horribles persecuciones, y varios tormentos y muertes de innumerables mártires, predicaron en todo el mundo el Evangelio, confirmándolo el Señor con señales y prodigios, y con varias virtudes y dones del Espíritu Santo; de forma, que los pueblos de la gentilidad, creyendo en Aquel que por su redención quiso morir crucificado con amor y caridad cristiana, reverenciaban la sangre de los mártires, que ellos mismos con furor diabólico habían perseguido y derramado.
Y los mismos reyes, que con leyes y decretos procuraban destruir la Iglesia, saludable y gustosamente se sujetaban a aquel nombre, que con tanta crueldad procuraron desterrar de la tierra y comenzaban a perseguir a los, falsos dioses, por quienes antes habían perseguido a los que adoraban al Dios verdadero.
CAPÍTULO LI
Cómo por las disensiones de los herejes se confirma también y corrobora la fe católica
Pero observando el demonio que los hombres desamparaban los templos de los demonios y que acudían al nombre de su Mediador, Libertador y Redentor, conmovió a los herejes para que, bajo el pretexto del nombre cristiano, se opusiesen y resistiesen a la doctrina cristiana, como si indiferentemente, sin corrección alguna, pudieran caber en la Ciudad de Dios, como en la ciudad de la confusión cupieron indiferentemente filósofos que opinaban entre sí diversa y opuestamente.
Los que en la Iglesia de Cristo están imbuidos en algún contagioso error, habiéndoles corregido y advertido para que sepan lo que es sano y recto, sin embargo, resisten vigorosamente y no quieren enmendar sus pestilentes y mortíferas opiniones, sino que obstinada mente las defienden, éstos se hacen herejes, y saliendo del gremio de la Iglesia son tenidos en el número de lo enemigos que la ejercitan y afligen.
Porque aun de este modo con su mal aprovechan también a los verdaderos católicos que son miembros de Cristo, usando Dios bien aun de los malos, «convirtiéndose en bien toda las cosas a los que le sirven y aman». Todos los enemigos de
la Iglesia, sea cualquiera el error que los alucine en la malicia que los estrague, si Dios le da potestad para afligirla corporalmente, ejercitan su paciencia; y si la contradicen sólo opinando mal, ejercitan su sabiduría, y para que ame también a sus enemigos, ejercitan su caridad y benevolencia, ya los procure persuadir con la razón y doctrina sana, ya con el rigor y terror de la corrección y disciplina.
Así, pues, cuándo el demonio, príncipe de la ciudad impía, mueve contra la Ciudad de Dios, que peregrina en este mundo, sus propias armas, no se le permite que la ofenda en nada; porque sin duda la Divina Providencia la provee con las prosperidades y consuelos para que no desmaye en las adversidades y con éstas ejercite su tolerancia, a fin de no estragarse con las cosas favorables, templando lo uno con lo otro, Por lo cual advertimos haber nacido de aquí lo que dijo en el Salmo: «Conforme a la abundancia de dolores y ansias de mi corazón, en esa misma medida, Dios mío, alegraron mi alma tus consuelos.» De aquí dimana también aquella expresión del Apóstol:«Que estemos alegres con la esperanza y tengamos paciencia en la tribulación.»
Pues tampoco por lo que dice el mismo doctor:«Que los que quieren vivir pía y santamente en Cristo, han de padecer persecuciones», hemos de entender que puede faltar en tiempo alguno; porque cuando se figura uno que hay alguna paz y tranquilidad de parte de los extraños que nos afligen, y verdaderamente la hay, y nos causa notable consuelo, particularmente a los débiles, con todo, no faltan entonces, antes hay muchísimos dentro de casa que con mala vida y perversas costumbres afligen los corazones de los que viven piadosa y virtuosamente; pues por ellos se desacredita y blasfema el nombre cristiano y católico; el cual, cuanto más le aman y estiman los que quieren vivir santamente en Cristo, tanto más les duele lo que practican los malos que están dentro y que no sea tan amado y apreciado como desean de las almas pías. Los mismos herejes, cuando se considera que tienen el nombre cristiano, los Sacramentos cristianos, las Escrituras y profesión, causan gran dolor en los corazones de los piadosos, porque a muchos que quieren ser también cristianos estas discordias y disensiones les obligan a dudar, y muchos maldicientes hallan también en ellos materia proporcionada y ocasión para blasfemar el nombre cristiano, puesto que se llaman cristianos, cualquiera que sea la denominación que quiera dárseles.
Así que, con estas y. semejantes costumbres perversas, errores y herejías, padecen persecución los que quieren vivir piadosamente en Cristo, aunque ninguno les atormente ni aflija el cuerpo; porque la padecen, no en el cuerpo, sino en el corazón. Por eso dijo el salmista: «conforme a la muchedumbre de los dolores de mi corazón», y no dijo de mi cuerpo.
Por otra parte, como se sabe que son inmutables e invariables las promesas divinas, y que dice el Apóstol: «Que sabe ya Dios los que son suyos, y que de los que conoció y predestinó a hacerlos conformes a la imagen de su hijo», ninguno puede perderse; por, eso añade el salmista: «y alegraron mi alma tus consuelos». El dolor que sufren los corazones de los buenos, a quienes persigue la mala vida y reprobadas costumbres de los cristianos malos o falsos, aprovecha a los que le padecen, porque procede de la caridad, por la cual desean que no se pierdan ni impidan a salvación de los otros.
Finalmente, también de la enmienda y corrección de los malos suceden grandes consuelos, los cuales llenan de tanta alegría los ánimos de los bueno cuánto era el dolor que ya les había causado su perdición. Y así en est siglo, en estos días malos, y no sólo desde el tiempo de la presencia corporal de Cristo y de sus Apóstoles sino desde el mismo Abel, que fue primer justo, a quien mató su impío hermano, y en lo sucesivo hasta el fin de este mundo, entre las persecuciones de la tierra y entre los consuelos de Dios, discurre peregrinando su Iglesia.
CAPITULO LII
Si debe creerse lo que piensan algunos, que cumplidas las diez persecuciones. que ha habido, no queda otra alguna a excepción de la una cima, que ha de ser en tiempo del mismo Anticristo
Y por lo mismo, tampoco me parece debe afirmarse o creerse temerariamente lo que algunos han opinado u opinan de que no ha de padecer la Iglesia más persecuciones, hasta que venga el Anticristo, que las que ya ha padecido esto es, diez; de forma que, la undécima, que será la última, sea por causa de la venida del Anticristo Pues cuentan por la primera la que motivó Nerón, la segunda Domiciano, la tercera Trajano, la cuarta Antonino, la quinta Severo, la sexta Maximino, la séptima Decio, la octava Valeriano, la novena Aureliano y la décima Diocleciano y Maximiano.
Imaginan éstos que corno fueron diez las plagas de los egipcios antes que empezase a salir de aquel país el pueblo de Dios, se deben referir a este sentido, de forma que la última persecución del Anticristo represente a la undécima plaga, aquella en que los egipcios, persiguiendo como enemigos a los hebreos, perecieron en el mar Bermejo, pasando por él a pie enjutó el pueblo de Dios. Pero no pienso yo que lo que sucedió en Egipto nos significó proféticamente estas persecuciones, aunque los que así opinan parece que con mucha puntualidad e ingenio han cotejado cada una de aquellas plagas con cada una de estas persecuciones, no con espíritu profético, sino con humana conjetura, la cual a veces acierta con la verdad, y a veces yerra.
Pero ¿qué nos podrán decir de la persecución, en la cual el mismo Dios v Señor fue crucificado? ¿En qué numero la pondrán? y Si presumen que debe principiar la cuenta sin contar ésta, como si debiéramos contar las que pertenecen al cuerpo, y no aquella en que fue perseguida y muerta la misma cabeza, ¿qué harán de la otra que sucedió en Jerusalén después que Jesucristo subió a los cielos; cuando apedrearon a San Esteban; cuando degollaron a Santiago, hermano de San Juan; cuando al Apóstol San Pedro le metieron en una cárcel para darle muerte, libertándole un ángel de las prisiones; cuando fueron ahuyentados y esparcidos los cristianos de Jerusalén; cuando Saulo que después vino a ser el Apóstol San Pablo, destruía y perseguía la Iglesia; cuando ya predicando la fe el mismo Apóstol de las gentes, padeció los mismos ultrajes y trabajos que él solía causar, así en Judea como por todas las demás naciones por dondequiera que con singular fervor iba predicando a Cristo? ¿Por qué motivo les parece que debe comenzarse desde Nerón, ya que entre atroces persecuciones, que sería largo referirlas todas, llegó la Iglesia aumentándose insensiblemente a los de Nerón?
Y si piensan que deben ponerse solamente el número de las persecuciones las que motivaron los reyes, rey fue Herodes, que después de la ascensión del Señor la hizo gravísima. Y asimismo ¿qué nos responderán del emperador Juliano, cuya persecución no cuentan en el número de las diez? ¿Acaso no persiguió la Iglesia prohibiendo a los: cristianos enseñar y aprender las artes y ciencias liberales? ¿Y privando de su cargo en el ejército a Valentiniano el Mayor, que después fue emperador, porque confesó la fe de Cristo? Y nada diremos de lo que comenzó a practicar en la ciudad de Antioquía, y no continuó por admirarle la libertad y alegría de un joven cristiano, constante en la fe, que entre otros muchos presos para martirizarlos con tormentos, siendo el primero de quien echaron mano, y padeciendo por todo un día acerbísimos tormentos, cantaba alegremente entre los mismos garfios y dolores; en vista de lo cual, el tirano desistió, temiendo sufrir mayor y más ignominiosa confusión y afrenta en los demás.
Finalmente, en nuestros tiempos, Valente Arriano, hermano del dicho Valentiniano, ¿por ventura no hizo una terrible carnicería en la Iglesia católica con su persecución en las provincias de Oriente? ¿Y qué diremos, viendo que no consideran que la Iglesia, así como va fructificando y creciendo por todo el mundo, puede padecer en algunas naciones persecución por los reyes, aun cuando no la padezca en otras?
A no ser que no deba contarse por persecución cuando el rey de los godos, en su país, con admirable crueldad persiguió a, los cristianos, no habiendo allí sino católicos, de los cuales muchos merecieron la corona del martirio, como lo oímos a algunos cristianos que, siendo jóvenes, se hallaron entonces allí y se acordaban, sin dudar, de haberlo visto.
¿Y qué diré de la que en la actualidad sucede en Persia? ¿Acaso no se encendió allí la persecución contra los cristianos, aun no bien extinguida, y tan acerba, que algunos se han venido huyendo hasta los pueblos sujetos al imperio de los romanos?
Por estas y otras consideraciones semejantes, me parece que no debemos poner número determinado en las persecuciones con que ha de ser ejercitada y molestada la Iglesia; pero, por otra parte, afirmar que después de la última, en que no pone duda cristiano alguno, ha de haber otras por los reyes, no es menor temeridad. Así que esto lo dejamos indeciso, sin aprobar ni desaprobar ninguna de las partes de esta cuestión, y procurando sólo aconsejar al lector que no asegure con atrevida presunción, ni lo uno ni lo otro.
CAPITULO LIII
De cómo está oculto el tiempo de la última Persecución
La última persecución que ha de hacer el Anticristo, sin duda la extinguirá con su presencia el mismo Jesucristo, porque así lo dice la Escritura «Que le quitará la vida con el espíritu de su boca y le destruirá con sólo el resplandor de su presencia.»
Aquí suelen preguntar: ¿cuándo sucederá esto? Pregunta, sin duda, excusada, pues si nos aprovechara el saberlo, ¿Quién lo dijera mejor que el mismo Dios, nuestro Maestro, cuando se lo preguntaron sus discípulos? Porque no se les pasó esto en silencio cuando estaban, con Él, sino que se lo preguntaron, diciendo: «Señor, acaso en este tiempo habéis, de restituir el reino de Israel?» Y Cristo les respondió: «No es pasa vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad.» Porque, en efecto, no le preguntaron sus discípulos la hora, o el día o el año, sino el tiempo, cuando el Señor les respondió en tales términos; así que en vano procuramos contar y definir los años que restan de este siglo, oyendo de la boca de la misma verdad que el saber esto no es para nosotros Con todo, dicen algunos que podrían ser cuatrocientos años, otros quinientos y otros mil, contando desde la ascensión del Señor hasta su última y final venida, y el intentar manifestar en este lugar el modo con que cada uno funda su opinión, sería asunto largo y no necesario, porque sólo usan de conjeturas humanas, sin traer ni alegar cosa cierta de la autoridad de la Escritura canónica. El que dijo: no es para vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad, sin duda confundió e hizo parar los dedos de los que pretendían sacar esta cuenta.
No debe maravillarnos que esta sentencia evangélica no haya refrenado a los que adoran la muchedumbre de los dioses falsos, para que dejasen de fingir, diciendo que por los oráculos y respuestas de los demonios, a quienes adoran como a dioses, está definido el tiempo que ha de durar la religión cristiana. Porque como veían que no habían sido bastantes acabarla y consumiría tantas y tan terribles persecuciones, antes si con ellas se había propagado extraordinariamente, inventaron ciertos versos griegos, suponiéndolos dados por un oráculo a un sujeto que les consultaba, en los cuales, aunque se absuelve a Cristo como inocente de este sacrílego crimen, dicen que Pedro hizo con sus hechizos que fuese adorado el nombre de Cristo por trescientos sesenta y cinco años, y que acabado el numero de éstos, sin otra dilación dejarían de adorarle. ¡Oh juicios de hombres doctos, ingenios de gente cuerda y literaria, dignos sois de creer de Cristo lo que no queréis creer contra Cristo, que su discípulo Pedro no aprendió de su, divino Maestro las artes mágicas, sino que siendo éste inocente, su discípulo fue hechicero y mágico, y que con estas sus artes e invenciones, a costa de grandes trabajos y peligros que padeció, y, al fin, con derramar su sangre, más quiso Que adorasen las gentes el nombre de Cristo que el suyo propio! Si Pedro, siendo hechicero y malhechor, hizo que el mundo amase así a Cristo, ¿qué hizo Cristo, siendo inocente, para que con tanto cariño le amase Pedro? Ellos mismos, pues, se respondan a sí mismos, y, si pueden, acaben de entender que aquella divina gracia que hizo que, por causa de la vida eterna, amase el mundo a Cristo, fue también la que hizo que por alcanzar de Cristo la vida eterna le amase Pedro hasta dar por él la vida temporal. Además, estos dioses ¿quiénes son que pudieron adivinar estas cosas y no las pudieron estorbar, rindiéndose así a un solo hechicero y a un solo hechizo, en el que dicen fue muerto, despedazado, y con sacrílega ceremonia sepultado, un niño de un año, que permitieron se extendiese y creciese tanto tiempo una secta tan contraria suya; que venciese, no resistiendo, sino sufriendo y padeciendo tan horrendas crueldades de tantas y tan grandes persecuciones, y que Ilegáse a arruinar y destruir sus ídolos, templos, ceremonias y oráculos? Y, finalmente, ¿qué dios es éste, no nuestro, sino de ellos, a quien con una acción tan fea pudo Pedro o atraerle o compelerle a que viniese a hacer todo esto? Porque no era algún demonio, sino dios, según dicen aquellos versos, a quien ordenó este mandato Pedro con su arte mágica. Tal es el dios que tienen los que no tienen ni confiesan a Cristo.
CAPITULO LIV
Cuán absurdamente mintieron los paganos al fingir que la religión cristiana no había de permanecer ni pasar de trescientos sesenta y cinco años
Estas y otras particularidades semejantes aglomerara aquí, si no hubiera pasado ya el año que prometió el fingido oráculo, y el que creyó la ilusa vanidad de los idólatras; pero, como después que se instituyó y fundó el culto y reverencia de Cristo por su propia persona y presencia corporal, y por los Apóstoles, han transcurrido ya algunos, años desde que se cumplieron los trescientos sesenta y cinco, ¿qué otro argumento buscamos para convencer esta falsedad? Aunque no pongamos ni fijemos el principio de este grande asunto en la Natividad de Cristo, porque siendo niño y púbere no tuvo discípulos; con todo, cuando comenzó a tenerlos, sin duda se empezó a manifestar por su corporal presencia la doctrina y religión cristiana, esto es, después que el Bautista le bautizó en el Jordán. Por eso procedió aquella profecía que habla de Él: «Dominará y señoreará todo lo que hay de mar a mar, desde el río hasta los últimos términos del orbe de la tierra.»
Mas como antes que padeciese y resucitase de entre los muertos, la fe, esto es, el verdadero conocimiento de Dios, aún no se había dado a todos, porque acabó de darse en la resurrección de Cristo, puesto que así lo dice el Apóstol San Pablo hablando con los atenienses «Ahora avisa y anuncia Dios a los hombres, que todos en todo el mundo hagan penitencia, porque tiene ya aplazado el día en que ha de juzgar al mundo con exacta y rigurosa justicia por medio de aquel varón por quien dio la fe, esto es, el conocimiento de Dios a todos, resucitándole de entre los muertos.» Para resolver debidamente esta cuestión, mejor tomaremos el hilo de la narración desde allí, especialmente porque entonces dio también Dios el Espíritu Santo, como convino que se diese después de la resurrección de Cristo en aquella ciudad donde había de comenzar la segunda ley, esto es el Nuevo Testamento. Porque la primera, que se llama el Viejo Testamento, se dio en el Monte Sinaí por medio de Moisés. De ésta que había de dar Cristo, dijo el Profeta: «Que de Sión saldría la ley, y la palabra y predicación del Señor, de Jerusalén.» Y así dijo el mismo Señor expresamente que convenía predicar la penitencia en su nombre por todas las naciones, pero principalmente y en primer lugar por Jerusalén. En esta ciudad, pues, comenzó el culto y veneración a este augusto nombre, de forma que creyeron en Jesucristo crucificado y resucitado. Allí ésta principió con tan ilustres principios, que algunos millares de hombres, convirtiéndose al nombre de Cristo con maravillosa alegría, vendiendo toda su hacienda para distribuirla entre los pobres y necesitados, vinieron a abrazar con un santo propósito y ardiente caridad la voluntaria pobreza; y entre aquellos judíos que estaban bramando y deseando beber la sangre de los convertidos, se dispusieron a pelear valerosamente hasta la muerte por la verdad, no con armado poder, sino con otra arma más poderosa, que es la paciencia.
Si esto pudo hacerse sin arte alguna mágica ¿por qué dudan que la virtud divina, que así lo dispuso, pudo hacer lo mismo en todo el mundo? Y si para que en Jerusalén acudiese así al culto y reverencia del hombre de Cristo tanta multitud de gentes que le habían crucificado, o después de crucificado le habían escarnecido, había ya hecho Pedro aquella hechicería, averigüemos desde este año a ver cuando se cumplieron los trescientos sesenta y cinco. Murió Cristo en el consulado de los dos Géminos, a 25 de marzo; resucitó al tercero día, como lo vieron y tocaron los Apóstoles con sus propios sentidos. Después, pasados cuarenta días, subió a los cielos, y a los diez siguientes, esto es, cincuenta días después de su Resurrección, envió el Espíritu Santo. Entonces, por la predicación de los Apóstoles, creyeron en Dios tres mil personas. Así, pues, en aquella época comenzó el culto y reverencia de su nombre, según nosotros lo creemos, y es la verdad, por la virtud del Espíritu Santo; y según fingió y pensó la impía vanidad por las artes mágicas de Pedro. Poco después también, por un insigne milagro, cuando, a una palabra del mismo Pedro, un pobre mendigo que estaba tan cojo y tullido desde su nacimiento, que otros le llevaban y le ponían a la puerta del templo para que pidiese limosna, se levantó sano en nombre de Jesucristo, creyeron en él cinco mil hombres; y acudiendo después otros y Otros a la misma fe, fue creciendo la Iglesia. De esta manera también se colige el día en que comenzó el año, es a saber, cuando fue enviado el Espíritu Santo, esto es, a 15 de mayo. Ahora bien: contando los cónsules se ve que los trescientos sesenta y cinco años, se cumplieron el 15 de mayo en el consulado de Honorio y Eutiquiano.
Y así el año siguiente, siendo cónsul Manlio Teodoro, cuando según aquel oráculo de los demonios, o ficción de los hombres no había de haber más religión cristiana. sin necesidad de averiguar lo que sucedió en otras partes del mundo, sabemos que aquí, en, la famosa e ilustre ciudad de Cartago, en Africa, Gaudencio y Jovio, gobernadores por el emperador Honorio a 19 de marzo, derribaron los templos y quebraron los simulacros e ídolos de los falsos dioses.
Desde entonces acá, en casi treinta años, ¿quién no sabe lo que ha crecido el culto y religión del nombre de Cristo, principalmente después que se han hecho cristianos muchos de los que dejaban de ser, creyendo en aquel pronóstico o vaticinio como sí fuera verdadero, y cuya ridícula falsedad vieron, al cumplirse el número de los años?
Nosotros, pues, que somos y nos hallamos cristianos, no creemos en Pedro, sino en Aquel en quien creyó Pedro,
edificados con la doctrina cristiana que nos predicó Pedro, y no hechizados con sus encantos, ni engañados con maleficios, sino ayudados con sus beneficios. Cristo, que fue maestro de Pedro y le, enseñó la doctrina que conduce a la vida eterna, ese mismo es también nuestro maestro.
Pero concluyamos, este libro, en que hemos disputado y manifestado lo bastante para demostrar cuáles hayan sido los progresos que han hecho las dos Ciudades, mezcladas entre sí, entre los hombres, la celestial y la terrena, desde el principio hasta el fin; de las cuales, la terrena se hizo para sí sus dioses falsos, fabricándolos como quiso, tomándolos de cualquiera parte, también de entre los hombres, para tener a quien servir y adorar con sus sacrificios; pero la otra, que es celestial y peregrina en la tierra no hace falsos dioses, sino que a ella misma la hace y forma el verdadero Dios cuyo sacrificio verdadero ella se hace. Con todo, en la tierra ambas gozan juntamente de los bienes temporales, o padecen juntamente los males con diferente fe, con diferente esperanza, con diferente amor, hasta que el juicio final las distinta y consiga cada una su fin respectivo, que no, ha de tener fin. Del fin de cada una de ellas trataremos más adelante.