CAPITULO PRIMERO

Que aunque Dios en todos tiempos juzga,
en este libro señaladamente se trata de su último juicio

      Habiendo de tratar del último día del juicio de Dios, con los eficaces auxilios del Señor, y de confirmarlo y defenderlo contra los impíos e incrédulos, debemos primeramente sentar, como fundamento sólido de tan elevado edificio, los testimonio divinos.
      Los que no quieren prestarles su asenso procuran impugnarlos con razones fútiles, humanas, falsas y seductoras, a fin de probar que significan otra cosa las autoridades que citamos de la Sagrada Escritura, o negar del todo que nos lo dijo y anunció Dios. Porque, en mi concepto, no hay hombre mortal que los examine, según se halIan declarados, y creyere que los profirió el sumo y verdadero Dios por medio de sus siervos, que no les reconozca autenticidad y veracidad, ya los confiese con la boca, ya por algún vicio propio, se ruborice o tema confesarlo; ya pretenda defender obstinadamente con una pertinacia rayan a en demencia lo que cree ser cierto.
      Lo que confiesa y aprueba toda la Iglesia del verdadero Dios: que Cristo ha de descender de los cielos a juzgar a los vivos y a los muertos, éste decimos será el último día del divino juicio, es decir, el último tiempo. Porque aunque no es cierto cuántos días durará este juicio, ninguno ignora, por más ligeramente que haya leído la Sagrada Escritura, que en eIla se suele poner el día por el tiempo.
      Cuando decimos el día del juicio de Dios, añadimos el último o el postrero, porque también al presente juzga, y desde el principio de la creación del hombre juzgó, desterrando del Paraíso y privando del sazonado fruto que producía el árbol de la vida a los primeros hombres, por la enorme culpa que cometieron; y también juzgó: «Cuando no perdonó a los ángeles transgresores de sus divinas leyes», cuyo príncipe, pervertido por sí mismo, con singular envidia pervierte a los hombres; ni sin profundo, impenetrable y justo juicio de Dios, lo mismo en el cielo aéreo, que en la tierra, la miserable vida, así de los demonios como de los hombres, está tan colmada de errores y calamidades; Pero aun cuando ninguno pecara, no sin recto y justo juicio conservara Dios en la eterna bienaventuranza todas las criaturas racionales que con perseverancia se hubieran unido con su Señor.
      Juzga también, no sólo al linaje de los demonios y de los hombres, condenándolos a que sean infelices por el mérito de los primeros pecadores, sino las obras propias que cada uno hace mediante el libre albedrío de su voluntad. Porque también los demonios ruegan en el infierno que no los atormenten; y, ciertamente, que no sin justo motivo, no se les perdona, mas, según su maldad, se da a cada uno su respectivo tormento y pena. Y los hombres, casi siempre clara y a veces ocultamente, pagan siempre por juicio de Dios las penas merecidas por sus culpas, ya sea en esta: vida, ya después de la muerte, aunque no hay hombre que proceda bien y con rectitud sin auxilios y favor divino, ni hay demonio ni hombre que haga mal sin el permiso del divino y justo juicio de Dios, pues, como dice. el Apóstol: «No hay injusticia en Dios», y como añade en otro lugar: «Incomprensibles son los juicios de Dios e investigables sus altas disposiciones.»
      No trataremos, pues, en este libro de aquellos primeros juicios de Dios ni de estos medios, sino que, con el favor e ilustración del Espíritu Santo, hablaremos del último juicio cuando Cristo ha de venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos. Este día propiamente se llama del juicio, porque No habrá lugar en él para la queja o querella de los ignorantes de que por qué el malo es feliz y el bueno infeliz. Entonces solamente la de los buenos será tenida por verdadera y cumplida felicidad y la de los malos por digna y suma infelicidad.

CAPITULO II

De la variedad de las cosas humanas, en las cuales no podemos decir que falta el juicio de Dios, aunque no lo alcance
nuestro discurso.

Pero ahora no sólo aprendernos a llevar con paciencia los males, que padecen y sufren también los buenos, sino a estimar en mucho los bienes, lo que consiguen igualmente los malos, y así, aun en las cosas donde no advertimos la justicia divina, se hallan documentos divinos para nuestra salud.
Porque ignoramos por qué juicio de Dios el que es bueno es pobre,  y el que es malo es rico; que éste viva alegre, de quien pensarnos que por su mala vida debiera estar consumido de tristeza, y que ande melancólico el otro, cuya loable vida nos persuade que debiera vivir alegre; que el inocente salga de los tribunales, no sólo sin que se le dé la justicia que merece su causa, sino condenado, ya sea oprimido por la iniquidad del juez, ya convencido con testigos falsos, y que, por el contrario, su rival, perverso en realidad, salga, no sólo sin castigo, sino que, libre y triunfando, se burle y mofe de él; que el malo disfrute de una salud robusta y al bueno le consuman los achaques y dolencias; que los jóvenes bandidos que roban y saltean anden muy sanos y que los que a ninguno supieron ofender, ni aun de palabra, los veamos afligidos con varias molestias y horribles enfermedades; que a los niños que fueran útiles en el mundo no los permita la muerte lograr la vida y que los que parece que no debieran ni nacer gocen y vivan dilatados años; que al que está  cargado de culpas y excesos le eleven a honras y dignidades. Y que el que es irreprensible en su conducta esté oscurecido en las- tinieblas del deshonor, y todo lo demás que se experimenta semejante a estas desigualdades, que sería imposible resumir y relatar aquí.
Si esto tuviera en su sinrazón constancia, de forma que en esta vida (en la cual el hombre, como dice el real Profeta, «se ha hecho un retrato de la vanidad y sus días Se pasan como sombra») no gozasen de estos bienes transitorios y terrenos sino los malos, ni tampoco padeciesen semejantes males sino los buenos, pudiérase referir esto al justo o al benigno juicio de Dios, a fin de que los que no habían de que los que no habían de gozar de los bienes eternos, considerándose bienaventurados con los temporales, o quedasen burlados o engañados por su culpa y malicia, o por la misericordia de Dios les sirviesen de algún consuelo; y los que no habían de sufrir los tormentos eternos fuesen en la tierra afligidos por sus pecados, cualesquiera que fuesen, o por pequeños que fuesen o fueran ejercitados con los males, para la perfección de las virtudes.
Pero como ahora no sólo a los buenos les sucede mal y a los males bien, lo cual nos parece injusto, sino que también a los malos muchas veces les sucede mal y a los buenos bien, vienen a ser más incomprensibles los juicios de Dios y sus altas disposiciones más difíciles de penetrar.
Por eso, aunque no sepamos la razón por qué Dios hace semejantes cosas, o por qué permite que se hagan, habiendo en él suma potencia, suma sabiduría y suma justicia, y no habiendo ninguna flaqueza, ninguna temeridad y ninguna injusticia, sin embargo, con esto nos da saludables documentos para que no estimemos en mucho los bienes o los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos, y para que busquemos los bienes que son propios de los buenos y huyamos particularmente aquellos males que son propios de los malos.
Pero cuando estuviéremos en aquel juicio de Dios, cuyo tiempo unas veces se llama con grande propiedad el día del juicio y otras el día del Señor, echaremos de ver que no sólo lo que entonces se juzgare, sino también todo lo que hubiere juzgado desde el principio del mundo, y lo que todavía se hubiere de juzgar hasta aquel día, ha sido con equidad y justicia. Donde asimismo advertiremos con cuán justo juicio de Dios sucede que se le escondan ahora y pasen por alto al sentido y juicio humano tantos, y casi todos los juicios de Dios, aunque en este particular no se los esconda a los fieles, que es justo lo que se les oculta y no pueden penetrar.

CAPITULO III

Qué es lo que dijo Salomón en el libro del «Eclesiastés» de las cosas que son
comunes en esta vida a los buenos y los malos

En efecto; Salomón, aquel sapientísimo rey de Israel, que reinó en Jerusalén, así comenzó el libro que se intitula el Eclesiastés, y es uno de los que tienen los judíos comprendidos en el Canon de los libros sagrados: «Vanidad de vanidades, y todo vanidad ¿Qué cosa importante saca el hombre de todo el trabajo que emplea debajo del sol?» Y enlazando con esta sentencia todo lo demás que allí dice refiriendo las penalidades y errores de esta vida, y cómo corre y pasa en el ínterin el tiempo, en el que no se posee cosa que sea sólida ni estable; entre aquella vanidad de las cosas criadas debajo del sol, se queja también, ea cierto modo, de que «haciendo tanta ventaja la sabiduría a la ignorancia cuanta la hace la luz a las tinieblas y siendo el sabio perspicaz y prudente y el necio e ignorante ande a oscuras a ciegas con todo, todos corran una misma fortuna en esta vida que se pasa debajo del sol»; significándonos, en efecto, que los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos.
Dice también de los buenos que padecen calamidades como si fueran malos, y que éstos, como si fueran buenos, gozan de los bienes, con estas palabras: «Hay otra vanidad, dice, de ordinario en la tierra: que hay algunos justos a quienes sucede como si hubieran vivido como impíos, y hay algunos impíos a quienes sucede como si hubieran vivido como justos, lo que lo tuve asimismo por vanidad.» Y para intimarnos y notificarnos esta vanidad en cuánto le pareció suficiente, consumió el sapientísimo rey todo este libro, y no con otro fin sino con el de que deseemos aquella vida que no tiene vanidad debajo del sol, sino que tiene y manifiesta la verdad debajo de aquel que crió este sol. Con esta vanidad, pues, ¿acaso no se desvanecería el hombre, que vino a ser semejante a la misma vanidad, si no fuera por justo y recto juicio de Dios? Con todo, durante el tiempo de esta su vanidad, importa mucho si resiste u obedece a la verdad, y si está ajeno de la verdadera piedad y religión, o si participa de ella, no con fin de adquirir y gozar de los bienes de esta vida, m por huir de los males que pasan, sino por el juicio que ha de venir, por cuyo medio no sólo los buenos llegarán a tener los bienes, sino también los malos los males perpetuos y perdu
rables.
Finalmente, este sabio concluye dicho libro en tales términos, que viene a decir: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es ser un hombre cabal y perfecto, pues todo lo que pasa en la tierra, bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciado.» ¿Qué pudo decirse más breve, más verdadero y más importante? Temerás, dice, a Dios, y guardarás sus mandamientos, porque esto es todo el hombre. Pues cualquiera que obrare así, sin duda que es fiel observante de los mandatos de Dios, y el que esto no es, nada es, puesto que no se acomoda a la imagen de la verdad, sino que queda en la semejanza de la vanidad. Porque toda esta obra, esto es, todo cuanto hace el hombre en esta vida, o bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciable y aun al más despreciado, esto es, a cualquiera que, nos parece aquí despreciado, y por eso pase aquí inadvertido, porque a éste también le ve Dios y no le desprecia, ni cuando juzga se le pasa entre renglones sin hacer caso de él.


CAPITULO IV

Que para tratar del juicio final de Dios se alegarán, primero los testimonios del Testamento Nuevo, y después, los del Viejo

Los testimonios que pienso citar en confirmación de este último juicio de Dios los tomaré primeramente del Testamento Nuevo, y después alegaré los del Viejo; pues aunque los antiguos sean primeros en tiempo, deben preferirse los nuevos por su dignidad, porque los viejos son pregones que se dieron de los nuevos. Así que, ante todo, aduciremos los nuevos, y para su mayor confirmación extractaremos también algunos de los viejos.
Entre éstos se numeran la ley y los profetas, y entre los nuevos el Evangelio y las letras y escritos apostólicos. Por eso dice San Pablo: «que por la ley se nos manifestó el conocimiento del pecado; pero que ahora sin la ley se nos ha demostrado la justicia de Dios, la cual nos pregonaron y testificaron la ley y los profetas, y la justicia de Dios es la que se nos da por fe de Jesucristo a todos cuantos crecen en él». Esta justicia de Dios pertenece al Nuevo Testamento, y tiene su testimonio y comprobación en el Viejo, esto es, en la ley y los profetas, por lo que pondremos primero la causa, después alegaremos los testigos. Es orden es también el que Jesucristo nos muestra debemos observar, cuando dijo «que el doctor que es sabio para predicar el reino de Dios, es semejante a un padre de familia que de su despensa o tesoro hace sacar lo nuevo lo viejo». No dijo lo viejo y lo nuevo como lo hubiera dicho, sin duda, si no quisiera guardar mejor el orden de los méritos que el de los tiempos.


CAPITULO V

Con qué autoridades de nuestro Salvador se nos declara que ha de haber juicio divino al fin del mundo

Reprendiendo el mismo Salvador las ciudades en donde había practicas y obrado grandes virtudes, prodigios milagros, y, sin embargo, no había creído, y anteponiendo a éstas las cualidades de los gentiles, dice así: «verdad os digo, con menos rigor ser tratadas las ciudades de Tiro y Sidón el día del juicio que vosotros». Y poco después, hablando con otra ciudad «En verdad te digo que con menos rigor y más blandura se procederá con la tierra de los de Sodoma el día del juicio que contigo.» En este texto, evidentemente, declara que ha de venir día del juicio; y en otra parte: «Los ninivitas, dice, se levantarán el día del juicio contra esta gente y la condenarán porque hicieron penitencia con predicación de Jonás, y ved aquí otro que es más que Jonás. La reina del Austro se levantará el día del juicio contra esta gente, y la condenará, porque ella vino desde lo último del orbe a oír la sabiduría de Salomón, y  ved aquí otro que es más que Salomón.» Dos cosas nos enseña en este lugar que vendrá el día del juicio, y que vendrá con la resurrección de los muertos, porque cuando decía esto de los ninivitas y de la reina del Austro sin duda que hablaba de los muertos, los cuales dijo que habían de resucitar el día del juicio. Pero tampoco hemos de entender que dijo «y los condenarán» porque ellos hayan de ser jueces, sino porque en comparación de ellos, con razón serán condenados.
En otro lugar, hablando de la confusión que hay en la actualidad entre los buenos y los malos, y de la distinción que habrá después, que sin duda será el día del juicio, trajo una parábola o semejanza del trigo sembrado y de la cizaña que nació entre él, y declarando esta alusión a sus discípulos, dice «El que siembra la buena semilla es el hijo del hombre, y el campo o barbecho es este mundo. La buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña es el demonio; la cosecha es la consumación y fin del siglo, y los segadores los ángeles; así, pues, como se coge la cizaña y la queman con el fuego, así sucederá en el fin del siglo. Enviará el hijo del hombre sus ángeles, y entresacarán de su reino todos los escándalos, y a todos los que viven mal, y los echarán en el fuego; allí será, el gemir y crujir de dientes; entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su padre. El que tiene oídos para oír, oiga.» Aquí, aunque no nombre el juicio o el día del juicio, sin embargo, le egresó mucho más, declarándole con los mismos sucesos, y dice que será en el fin del siglo.
También dijo a, sus discípulos: «Con verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre estará sentado en la silla de su majestad, estaréis también sentados vosotros en doce sillas, juzgando las doce tribus de Israel». De esta doctrina inferimos que Jesucristo ha de juzgar con sus discípulos.
En otra parte dijo a los judíos: «Si yo lanzo los demonios en nombre de Belzebú, vuestros hijos, ¿en nombre de quién los lanzan? Por eso ellos serán vuestros jueces.»
No porque dice que han de sentarse en doce sillas debemos presumir que solas doce personas han de ser las que han de juzgar con Cristo, pues en el número de doce se nos significa cierta multitud general de los que han de juzgar por causa de las dos partes del número septenario, con que las más de las veces se significa la universidad, cuyas dos partes es, a saber: el tres y el cuatro, multiplicados uno por otro, hacen doce, porque cuatro veces tres y tres veces cuatro son doce, sin hablar de otras razones que se podrían encontrar en el número duodenario para probar este propósito. Pues, de otro modo, habiendo ordenado por Apóstol, en lugar del traidor Judas, a San Matías, el Apóstol San Pablo, que trabajó más que todos ellos, no tendría dónde sentarse a juzgar, y él, sin duda, manifiesta que le toca con los demás santos ser del número de los jueces, diciendo: «¿No sabéis que hemos de juzgar los ángeles?» También de parte de los mismos que han de ser juzgados existe igual razón por lo que respecta al número duodenario, pues no porque dice, para juzgar las doce tribus de Israel, la tribu de Leví, que es la decimotercera, ha de quedar sin ser juzgada por ellos, o han de juzgar solamente a aquel, pueblo, y no también a las demás gentes. Con lo que dice de la regeneración, ciertamente quiso dar a entender la universal resurrección de todos los muertos, porque se reengendrará nuestra carne por la incorrupción, como reengendró nuestra alma por la fe.
Muchas particularidades omito que parece se dicen del último juicio; pero consideradas con atención, se halla que son ambiguas y dudosas, o, que pertenecen más a otras cosas, es a saber: o a la venida del Salvador, que por todo, este tiempo viene en su Iglesia, esto es, en sus miembros parte por parte, y paulatinamente, porque toda ella es su cuerpo; o a la destrucción y desolación de la terrena Jerusalén, pues cuando habla de ésta, habla, por lo general, como si hablara del fin del siglo, y de aquel último y terrible día del juicio. De suerte que no se puede echar de ver de ningún modo, si no se coteja entre sí todo lo que los tres evangelistas, Mateo, Marcos y Lucas, sobre esto dicen, por cuanto uno dice algunas cosas con más oscuridad, y otro las explica más, para que las que aparecen concernientes a una misma cosa, se advierta cómo y en qué sentido las dicen; lo cual procuré hacer en una carta que escribí a Hesiquio, de buena memoria, obispo de la ciudad de Salona, cuyo título es Sobre el fin de este siglo.
Debo insertar aquí lo escrito en el Evangelio de San Mateo acerca de la división que se hará de los buenos y de los malos en el rigurosísimo y postrimero juicio de Cristo: «Cuando -dice- viniere el Hijo del Hombre con toda su majestad, acompañado de todos los ángeles, entonces se sentará en su trono real, y se congregarán ante su presencia todas las gentes: Él apartará a los unos de los Otros, como suele apartar el pastor las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su diestra y los cabritos a la siniestra. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su diestra: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que está prevenido para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis y hospedasteis en vuestra casa; estando desnudo, me vestisteis; estando enfermo,  me Visitasteis, y estando en la cárcel, me vinisteis a ver.» Entonces le responderán los justos, y dirán: «¿Cuándo os vimos, Señor, con hambre, y os dimos de comer? ¿Cuándo con sed, y os dimos de beber? ¿Y cuándo os vimos peregrino, y os acogimos y hospedamos? ¿O desnudo, y os vestimos? ¿O cuándo os vimos enfermo o en la cárcel, y os fuimos a ver?» Y les responderá el Rey diciendo: «En verdad os digo, y es así, que todo cuanto habéis hecho con uno de estos mis más mínimos hermanos, lo habéis hecho conmigo.» Entonces dirá también a los que estarán a su mano izquierda: «Idos, apartaos, alejaos de mí, malditos, al fuego eterno que se dispuso para el diablo y sus ángeles». Después censurará a estos otros porque no hicieron las cosas que dijo haber hecho los de la mano derecha. Y preguntándole ellos también cuándo le vieron padecer alguna de las necesidades indicadas, responden que lo que no se hizo con uno de sus más mínimos hermanos, tampoco se hizo con el Señor. Y concluyendo su discurso: «Estos, dice, irán a los tormentos eternos, y los justos a la vida eterna.» Pero el evangelista San Juan claramente refiere que dijo que en la universal resurrección de los muertos había de ser el juicio, porque habiendo dicho: «Que el Padre no juzgará Él solo a ninguno, sino que el juicio universal de todos le tiene dado y encargado a su Hijo, queriendo que sea juez juntamente con Él, para que así sea honrado y respetado por todos el Hijo como lo es el Padre, porque Quien no honra al Hijo no honra al Padre, que envió al Hijo»; añadió: «En verdad os digo, que el que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Parece que en este lugar dice también que sus fieles no vendrán a juicio. Pero ¿Cómo ha de ser cierto que por el juicio han de dividirse y apartarse de los malos, y han de estar a su mano derecha, sino porque en este pasaje puso el juicio por la condenación? Pues a semejante juicio no vendrán los que oyen su palabra y creen a aquel Señor que le envió.

CAPITULO VI

Cuál es la resurrección primera y cuál la segunda

Después prosigue, y dice: «En verdad, en verdad os digo que ha llegado la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, porque así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así la dio también al Hijo para que la tuviese en sí mismo.» No habla aquí de la segunda resurrección, es a saber, de la de los cuerpos, que ha de ser al fin del mundo, sino de la primera, que es ahora, porque para distinguirla dijo: «Ha venido la hora, y es ésta en que estamos», la cual no es la de los cuerpos, sino la de las almas, puesto que igualmente las almas tienen su muerte en la impiedad y en los pecados. Y según esta muerte, murieron, y son los muertos de quienes el mismo Señor dice: «Deja a los muertos que entierren a sus muertos»; es decir, que los muertos en el alma entierren a los muertos en el cuerpo.
Así que, por estos muertos en el alma con la impiedad y pecado, ha venido, dice, la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán. Los que la oyeren, dijo, los que la obedecieren, los que creyeren y perseveraren hasta el fin. Pero tampoco hizo aquí diferencia de los buenos y de los malos, porque para todos es bueno oír su voz y vivir, y pasar de la muerte de la impiedad a la vida de la piedad y amistad de Dios. De esta muerte habla el Apóstol, cuando dijo: «Luego todos están muertos y uno murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó.» Así que todos murieron y estaban muertos en los pecados, sin excepción de ninguno, ya fuese en los originales, ya en los que incurrieron por su voluntad, ignorando o sabiendo y no practicando lo que era justo, y por todos los muertos murió uno que estaba vivo, esto es, uno que no tuvo especie alguna de pecado, para que los que consiguieren vida por la remisión de los pecados, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió por todos nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación, a fin de que, creyendo en el que justifica al impío, justifica dos y libres de nuestra impiedad, como quien vuelve de la muerte a la vida, podamos ser del número de los que pertenecen a la primera resurrección de las almas, que se hace ahora. Porque a esta primera no pertenecen sino los que han de ser bienaventurados para siempre, y a la segunda, de la que hablará después, manifestará pertenecen los bienaventurados y los infelices. Esta resurrección es de misericordia, y la otra de juicio. Por eso dijo el real Profeta: «Celebraré, Señor, tu misericordia y tu juicio.»
De este juicio, prosigue diciendo:«Y le dio poder para juzgar, porque es hijo de hombre.» Aquí nos declara que ha de venir a juzgar en la misma carne en que vino para ser juzgado, pues por eso dice: porque es hijo de hombre; y enseguida añade, a propósito de lo que tratamos: «No os maravilléis de esto, porque ha de venir hora en la cual todos los que están en las sepulturas han de oír la voz del Hijo de Dios, y saldrán y resucitarán los que hubieren hecho buenas obras, para la resurrección de la vida, y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio.» Este es aquel juicio que poco antes, como ahora puso en vez de condenación, diciendo: «El que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Esto es, alcanzando la primera resurrección con que al presente se pasa de muerte a vida, no vendrá a la condenación, la cual significó bajo el nombre de juicio; como también en este lugar donde dice: «y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio, esto es, de la condenación.
Resucite, pues, en la primera el que no quisiere ser condenado en la segunda resurrección, porque ha venido la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, esto es, no serán condenados, que es la segunda muerte, en la cual serán lanzados y despeñados después de la segunda resurrección, que ser la de los cuerpos, los que en la primera, que es la de las almas; no resucitan.
Vendrá ahora (y no añade «es ésta en que estamos», porque será el fin del siglo, esto es, el final y grande juicio de Dios), cuando todos los muertos que estuvieren en la sepultura oirán su voz, saldrán y resucitarán No dijo aquí como en la primera resurrección, «y los que oyeren», vivirán, porque no todos vivirán, es saber, con aquella vida, la cual, por cuanto es bienaventurada, se ha llamar sólo vida; pues, en efecto, Si alguna vida no pudieran oír y salir de las sepulturas, resucitando la carne.
Y la razón porque no vivirán todos la declara en lo que sigue: «Saldrán dice, los que hubieren hecho buenas obras a la resurrección de la vida: éstos son los que vivirán; pero los que las hubieren hecho malas, a la resurrección del juicio, éstos son los que no vivirán, porque morirán con la segunda muerte. Porque, en efecto, hicieron obras malas, pues vivieron mal, y vi vieron mal porque en la primera resurrección de las almas que se hace a presente, no quisieron revivir, o habiendo revivido, no perseveraron hasta el fin.»
Así que, como hay dos regeneraciones, de las cuáles ya hemos hablado arriba, la una según la fe, que se consigue en la actualidad por el bautismo la otra, según la carne, la cual vendría ser en su incorrupción e inmortalidad por medio del grande y fina juicio de Dios; así también hay de resurrecciones: la una, primera, que tiene lugar ahora, y es de las almas que nos libra de que lleguemos a muerte segunda; y la otra, segunda, que no sucede ahora, sino será al fin del siglo, y tampoco es de las almas, sine de los cuerpos, la cual, por medio del juicio final, a unos destinará a la segunda muerte y a otros a la vida que no tiene muerte.

CAPITULO VII

De los mil años de que se habla en e Apocalipsis de San Juan, y qué es le que racionalmente debe entenderse

De estas dos resurrecciones habla de tal manera en el libro de su Apocalipsis el evangelista San Juan, que la primera de ellas algunos de nuestros escritores no sólo no la han entendido, sino que la han convertido en fábulas ridículas, porque en el libro citado dice así: «Yo vi bajar del Cielo un ángel, que tenía la llave del abismo y una grande cadena en su mano; él. tomó al dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y le até por mil años, y habiéndole precipitado al abismo, le encerró en él y lo sellé, para que no seduzca más a las naciones, hasta que sean cumplidos los mil años, después de lo cual debe ser desatado por un poco de tiempo. Vi también unos tronos, y a los que se sentaron en ellos se les dio el poder de juzgar. Vi más, las almas de los que habían sido decapitados por haber dado testimonio a Jesús. y por la palabra de Dios, y que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su señal en las frentes ni en las manos, y éstos vivieron y reinaron con Jesucristo mil años. Los otros muertos no volverán a la vida hasta que sean cumplidos dos mil años; ésta es la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder en ellos, y ellos serán sacerdotes de Dios y de Jesucristo, con quien reinarán mil años.»
Los que por las palabras de este libro sospecharon que la primera resurrección ha de ser corporal, se han movido a pensar así entre varias causas, particularmente por el número de los mil años, como si debiera haber en los santos como un sabatismo y descanso de tanto tiempo, es a saber, una vacación santa después de haber pasado los trabajos y calamidades de seis mil años desde que fue criado el hombre, desterrado de la feliz posesión del Paraíso y echado por el mérito de aquella enorme culpa en las miserias y penalidades de esta mortalidad. De forma que porque dice la Escritura «que un día para con el Señor es como mil años, y mil años como un día», habiéndose cumplido seis mil años como seis días, se hubiera de seguir el séptimo día como de sábado y descanso en los mil años últimos, es a saber, resucitando los santos a celebrar y disfrutar de este sábado.
Esta opinión fuera tolerable si entendieran que en aquel sábado habían de tener algunos regalos y deleites espirituales con la presencia del Señor, porque hubo tiempo en que también yo fui de esta opinión. Pero como dicen que los que entonces resucitaren han d entretenerse en excesivos banquetes canales en que habrá tanta abundancia de manjares y bebidas que no sólo n guardan moderación alguna, sino que exceden los límites de la misma incredulidad, por ningún motivo puede creer esto ninguno sino los carnales. Los que son espirituales, a los que dan crédito a tales ficciones, los llaman en griego Quiliastas, que interpretado a la letra significa Milenarios. Y porque ser asunto difuso y prolijo detenernos e refutarles, tomando cada cosa de por sí, será más conducente que declaremos ya cómo debe entenderse este pasa de la Escritura.
El mismo Jesucristo, Señor nuestro dice: «Ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primeramente al fuerte; queriendo entender por el fuerte al demonio, porque éste es el que pudo tener cautivó al linaje humano; y la hacienda que le había de saquear Cristo, son los que habían de ser sus fieles a los cuales poseía él presos con diferentes pecados e impiedades. Para maniatar y amarrar a este fuerte, vio Apóstol en el Apocalipsis a un ángel que bajaba del Cielo, que tenía la IIave del abismo y una grande cadena en su mano, y prendió, dice, al dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y le ató por mil años, esto es, reprimió y refrenó poder que usurpaba a éste para engañar y poseer a los que había de pon Cristo en libertad.
Los mil años, por lo que yo alcanzo pueden entenderse de dos maneras: porque este negocio se va haciendo los últimos mil años, esto es, en sexto millar de años, como en el sexto día, cuyos últimos espacios van corriendo ahora, después del cual se ha de seguir consiguientemente el sábado que carece de ocaso o postura del si es a saber, la quietud y descanso de los santos, que no tiene fin; de manera que a la final y última parte de es millar, como a una última parte del día, la cual durará hasta el fin del siglo, la llama mil años por aquel modo particular de hablar, cuando por todo se nos significa la parte, o puso mil años por todos los años de es siglo, para notar con número perfecto la misma plenitud de tiempo. Pues número millar hace un cuadrado sólido del número denario, porqe multiplicado diez veces diez hace ciento, la cual no es aún figura cuadrada, sino llana o plana, y para que tome fondo y elevación y se haga sólida, vuélvense a multiplicar diez veces ciento y hacen mil Y si el número centenario se pone alguna vez por la universalidad o por el todo, como cuando el Señor prometió al que dejase toda su hacienda y le siguiese, «que recibirá en este siglo el ciento por uno; lo cual, a explicándolo el Apóstol en cierto modo, dice:  «Como quien nada tiene y lo posee todo; porque estaba antes ya dicho, «el hombre fiel es señor de todo el mundo, y de las riquezas: ¿cuánto  más se pondrán mil por la universalidad donde se halla el sólido de la misma cuadratura del denario? Así también se entiende lo que leemos en el real Profeta: «Acordóse para siempre de su pacto y testamento y de su palabra prometida para mil generaciones, esto es, para todas.
Y le echó, dice, en el abismo, es a saber, lanzó al demonio en el abismo. Por el abismo entiende la multitud innumerable de los impíos, cuyos corazones están con mucha profundidad sumergidos en la malicia contra la Iglesia de Dios. Y no porque no estuviese ya allí antes el demonio se dice. Que fue echado allí, sino porque, excluido poseer y dominar con más despotismo a los impíos, pues mucho más poseído está del demonio el que no sólo está ajeno a Dios sino que también de balde aborrece, a los que sirven a Dios.
Encerróle, dice, en el abismo, y echó su sello sobre él, para que no engañe ya a las gentes, hasta que se acaben mil años. Le encerró, quiere decir, le prohibió fue pudiese salir, esto es transgredir lo vedado. Y lo que añade: le echó su sello, me parece significa que quiso estuviese oculto, cuáles son los que pertenecen a la parte del demonio y cuáles son los que no  pertenecen, cosa totalmente oculta en la tierra, pues es incierto si el que ahora parece que está en pie ha de venir a caer, y si el que parece que está caído ha de levantarse. Y con este entredicho y clausura se le prohibe al demonio y se le veda el engañar y seducir a aquellas gentes que, perteneciendo a Cristo, engañaba o poseía o antes, porque a éstas escogió Dios y el determinó «mucho antes de crear el mundo sacarlas de la potestad de las tinieblas y transferirlas al reino de su amado Hijo, como lo dice el Apóstol, ¿Y qué cristiano hay que ignorar que el demonio no deja de engañar al presente a las gentes
llevándola, consigo la las penas eternas, pero no a las que están predestinadas para la vida eterna? No debe movernos que muchas veces el demonio engaña también a los que, estando ya regenerados en Cristo, caminan por las sendas de Dios, «porque conoce y sabe el Señor los que son suyos». Y de éstos a ninguno engaña de modo que caiga en la eterna condenación. Porque a éstos los conoce el Señor, como Dios, a quien nada se le esconde ni oculta, aun de lo futuro; y no como el hombre, que ve al hombre de presente (si es que ve a aquel cuyo corazón no ve); pero lo que haya de ser después, ni aun de sí mismo lo sabe. Está atado y preso el demonio y encerrado en el abismo para que no engañe a las gentes, de quienes como de sus miembros consta el cuerpo de la Iglesia, a las cuales tenía engañadas antes que hubiese Iglesia, porque no dijo para que no engañe a alguno, sino para que no engañe ya a las gentes, en las cuales, sin duda, quiso entender la Iglesia, hasta que finalicen los mil años, esto es, lo que queda del día sexto, el cual consta de mil años, o todos los años que en adelante ha de tener este siglo.
Tampoco debe entenderse lo que dice «para que no engañe las gentes hasta que se acaben los mil años», como si después hubiese de engañar a aquellas entes que forman la Iglesia predestinada, a quienes se le prohibe engañar por aquellas prisiones y clausuras en que está, Sino que, o lo dice con aquel modo de hablar que se halla algunas veces en la Escritura, como cuando dice el real Profeta: «así están nuestros ojos vueltos a Dios nuestro Señor, hasta que tenga misericordia y se compadezca de nosotros»; pues habiendo usado de misericordia, tampoco dejaran los ojos de sus siervos de estar vueltos a Dios, su Señor, o el sentido y orden de estas palabras, es así: «le encerró y echó su cuello sobre él hasta que se pasen mil años, Lo que dijo en medio «Y para que no engañe ya a las gentes», está de tal suerte concebido, que debe entenderse separadamente como si se añadiera después: de forma que diga toda la sentencia: «le encerró y echó su sello sobre él hasta que pasen mil años, a fin de que ya no seduzca a las gentes; esto es, que le encerró hasta que se cumplan los mil años, para que no engañe ya a las gentes.

CAPITULO VIII

Sobre, atar y soltar al demonio

«Después de éstos, le soltarán, dice, por un breve tiempo». Si el estar amarrado y encerrado es, respecto del demonio, no poder engañar a la Iglesia, el soltarle, ¿será para que pueda? De ningún modo; porque jamás engañará a la Iglesia predestinada y escogida antes de la creación del mundo, de la cual dice la Escritura: «Conoce y sabe Dios los que son suyos.» Sin embargo, estará aquí la Iglesia en el tiempo en que han de soltar ni demonio, así como lo ha estado desde que fue fundada, y' lo estará en todo tiempo; esto es, en los suyos, en los que suceden, naciendo, a los que mueren. Pues poco después dice «que el demonio, suelto, vendrá con todas las gentes que hubiere engañado en todo el orbe de la tierra a hacer guerra a la Iglesia, y que el número de esta gente enemiga será como la arena del mar». «Y ellos se esparcieron sobre la faz de la tierra, y dieron revuelta al campo de los santos, y a la ciudad querida; mas Dios hizo bajar del cielo fuego que los devoró, y el diablo, que los seducía, fue arrojado al estanque de fuego y azufre, en donde la bestia y el falso profeta serán atormentados de día y de noche por los siglos de los siglos.» Aunque esto ya pertenece al juicio final, me ha parecido conducente referirlo ahora, porque no presuma alguno que por el corto tiempo que estuviere suelto, el demonio no habrá Iglesia en la tierra, o no la hallará en ella cuando le hubieren soltado, o acabará con ella persiguiéndola con toda especie de seducciones.
Así que por todo el tiempo comprendido en el Apocalipsis, es a saber, desde la primera venida de, Cristo hasta el fin del
mundo, en que será su segunda venida, no estará atado el demonio; de forma que el estar así amarrado durante el tiempo que San Juan llama mil años, sea no engañar a la Iglesia, pues ni aun suelto ciertamente no la engañará. Porque verdaderamente si el estar atado es respecto de él no poder engañar o no permitírselo, ¿qué será el soltarle, sino poder engañar y darle permiso para esto? Lo cual jamás suceda, sino que el atar al demonio no es permitirle ejercer todo imperio por medio de las tentaciones violentas, o seductoras para engañar los hombres, o forzándolos con violencia a seguir su partido, o engañándolos cautelosamente. Si esta potestad se le permitiese por tan largo tiempo y contra la imbecilidad y flaqueza tantos espíritus débiles, a muchos Dios no quiere que padezcan siendo fieles los derribaría y apartaría de fe, y a los que no fuesen fieles estorbaría que creyesen. Para que no haga semejante atentado, le amarraron.
Le soltarán cuando será breve tiempo (porque leemos que por tres años y seis meses ha de manifestar toda su crueldad
con todas sus fuerzas y las de los suyos), y serán tales aquellos a quienes ha de hacer la guerra que no podrán ser vencidos
ni con e ímpetu tan grande, ni con tantos daños y ardides.
Pero si nunca le desatasen, se descubriría menos su maligna potencia, menos se probaría la fidelísima paciencia de la santa Ciudad, y, finalmente, menos se echaría de ver de cuán gran malicia suya usó tan bien el Omnipotente Dios, pues no le privó del todo que no tentase a los santos, aunque echó fuera de todo lo interior de Él, donde se cree en Dios, para que con su combate exterior aprovechasen, y, maniató pera evitar que derrame y ejecute toda su malicia contra la multitud innumerable de los flacos, con quienes convenía multiplicar y llenar la iglesia, y a los unos que habían de creer no los desviase de la fe de la verdad religión, y a los que creían ya, no los derribase.
Le desatarán ni fin para que la Ciudad de Dios cuán fuerte contrario venció con tan inmensa gloria su Redentor, favorecedor y libertad ¿Y qué somos nosotros en comparación de los santos y fieles que habrá entonces? Para probar la virtud de éstos soltarán un tan fuerte enemigo con quien estando, como está, atado, peleamos ahora nosotros con todo riesgo y peligro. Aunque también en este, espacio de tiempo no hay duda que habido y hay algunos soldados de Cristo tan prudentes y fuertes, que si hallaran vivos en este mundo, cuan hayan de soltar al infernal espíritu, dos sus engaños, estratagemas y acometimientos prudente y sagazmente declinarían, y con extraordinaria resignación las sufrirían.
El atar al demonio no sólo se hizo cuando la Iglesia, fuera de la tierra de Judea, comenzó a extenderse por unas ,y otras naciones, sino que también se hace ahora, y se hará hasta el fin del siglo, en que le han de desamarrar, porque también al presente se convierten los hombres de la infidelidad en que él los poseía a la fe, y se convertirán sin duda hasta el fin del mundo. En efecto; átese entonces a éste fuerte, respecto de cualquiera de los fieles, cuando se le sacan de sus manos como cosa suya; y el abismo donde le encerraron no se acabó al morir los que había cuando comenzó a estar encerrado, sino que sucedieron otros a aquéllos, naciendo, y hasta que fenezca este siglo se sucederán los que aborrezcan a los cristianos, en cuyos ciegos y profundos corazones cada día, como en un abismo, se encierra el demonio.
Pero hay alguna duda si en aquellos últimos tres años y seis meses, cuando estando suelto ha de mostrar toda su crueldad cuanto pudiere, llegará alguno a recibir la fe que antes no tenía. Porque como sea cierto lo que dice la Escritura: «Que ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primero al fuerte», ¿estando suelto le saquearan? Parece, pues, que nos impulsa a creer este pasaje de la Escritura, que en aquel tiempo, aunque breve, nadie se unirá al pueblo cristiano, sino que el demonio peleará con los que entonces fueren ya cristianos. Y si hubiere algunos que, vencidos, les siguieren, éstos no pertenecían al número predestinado de los hijos de Dios; porque no en vano el mismo apóstol San Juan, que escribió asimismo esta particularidad en el Apocalipsis, dijo de algunos en su epístola: «Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros; porque si hubiesen sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros; más esto ha sido para que se conozca que no son todos de los nuestros.»
Pero ¿qué será de los niños? Porque increíble parece que no habrá en aquel tiempo ningún niño hijo de cristiano que 'haya nacido y no le hayan aún bautizado; y que ninguno nacerá tampoco en aquellos días; o que si los hubiere, por ningún motivo los llevarán sus padres a la fuente do la regeneración. Pero si esto ha de ser así, ¿de qué forma, estando ya suelto el demonio, le han de quitar estos vasos y esta hacienda si en su casa, ninguno entra a saquearía sin que primero le haya atado? Con todo debemos creer que no faltarán en aquel tiempo ni quien se aparte de la Iglesia, ni tampoco quien se llegue a ella, sino que realmente serán tan valerosos, así los padres para bautizar sus hijos, como los que de nuevo hubieren de creer que vencerán a aquel fuerte aunque no esté atado; esto es, que aunque use contra ellos de todos sus artificios, y los apriete con el resto de sus fuerzas más que nunca, no sólo con vigilancia le encenderán sus estratagemas, sino que con admirable paciencia sufrirán y se mantendrán contra sus fuerzas, y de esta manera se libertarán de su poder aunque no esté atado. Ni por eso tampoco será falsa aquella sentencia evangélica que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle su hacienda, si antes no atare al fuerte»; pues conforme, al tenor de esta sentencia, primeramente se ató al fuerte, y saqueándole sus vasos y alhajas, se ha multiplicado la Iglesia por toda la redondez de la tierra, por todas las naciones de fuertes y de flacos; de forma que con la virtud de la fe robustísima y corroborada con las profecías del cielo ya cumplidas, le pudiese, quitar los vasos, aunque estuviese suelto.
Porque así como debemos confesar que se resfría la caridad de muchos cuando abunda la iniquidad, y sobreviniendo las grandísimas y nunca vistas persecuciones y engaños del demonio, que andará ya suelto, muchos que no están escritos en el libro de la vida se le rendirán, así también debemos imaginar que no sólo, los fieles buenos que alcanzarán aquellos tiempos, sino también algunos de los que estarán todavía fuera por convertir, con los auxilios de la divina gracia, leyendo y considerando las Divinas Escrituras, en las cuales está, profetizado entre las demás cosas el mismo fin, que verán ya venir, estarán más firmes para creer lo que no creían, y más fuertes y valerosos para vencer al demonio, aunque no esté atado; lo cual, si ha de ser así, debe creerse que; precedió el atarle para que continuase el saquearlo y despojarle estando atado y estando suelto, porque esto quiere decir la Escritura cuando insinúa que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle sus vasos y alhajas si
primero no le atase.
CAPITULO IX

En qué consiste el reino en que reinarán los santos con Cristo por mil años, y en qué se diferencia del reino eterno

Entre tanto que está amarrado el demonio por espacio de mil años, los santos de Dios reinarán con Cristo también otros mil años, los mismos sin duda, y deben entenderse en los, mismos términos, esto es, ahora, en el tiempo de su primera venida. Porque si fuera de aquel reino (de quien dirá en la consumación de los siglos: «Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino que está preparado para vosotros»), reinarán ahora de otra manera, bien diferente y desigual, con Cristo sus santos (a quienes dijo: «Yo estaré con vosotros hasta el fin y consumación del siglo») tampoco al presente se llamaría la Iglesia su reino, o reino de los cielos. Porque en este tiempo, en el reino de Dios, aprende y se hace sabio aquel doctor de quien hicimos arriba mención, «que Saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo», y de la Iglesia han de recoger los otros segadores la cizaña que dejó crecer juntamente con el 'trigo basta la siega.
Explicando esto, dice: «La siega es el fin del siglo, y los segadores son los ángeles; así que de la manera que se recoge la cizaña y se echa en el fuego, así será el fin del mundo; enviará el Hijo del hombre sus' ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos.» ¿Acaso ha de recogerlos de aquel reino donde no hay escándalo alguno? Así, pues, de este reino, que es en la tierra la Iglesia, se han de recoger.
Además dice: «El que no guardare uno de los más mínimos mandamientos y los enseñare a los hombres, será el mínimo en el reino de los cielos; pero el que los observare exactamente y los enseñare, será grande en el reino de los cielos.» El uno y el otro dice que estarán en el reino de los cielos, el que no práctica las leyes y mandamientos que enseña, que eso quiere decir solvere, no guardarlos, no observarlos; y el que los ejecuta y enseña, aunque al primero llama mínimo, y al segundo grande
Seguidamente añade: «Yo os digo, que si no fuere mayor vuestra virtud que la de los escribas y fariseos», esto es, que la virtud de aquellos que no observan lo que enseñan (porque de los escribas y fariseos dice en otro lugar «que dicen y no hacen»); si no fuere mayor vuestra virtud que la suya, esto es, de modo que no quebrantéis, antes practiquéis lo que enseñáis, «no entraréis, dice, en el reino de los cielos». De otra manera se entiende el reino de los cielos, donde entra el que enseña y no lo practica, y el que practica lo que enseña, que es la Iglesia actual; y de otra, donde se hallará sólo aquel que guardó los mandamientos, que es la Iglesia cual entonces será, cuando no habrá en ella malo alguno.
Ahora también la Iglesia se llama reino de Cristo y reino de los cielos; y reinan también ahora con Cristo sus santos, aunque de otro modo reinarán entonces. No reina con Cristo la cizaña, aunque crezca en la Iglesia con el trigo, porque reinan con él los que ejecutan lo que dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del Cielo, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; buscad las cosas del Cielo, no las de la tierra»; Y de estos tales dice asimismo: «Que su conversar, vivir y negociar es en los Cielos.» Finalmente, reinan con el Señor los que están de tal conformidad en su reino, que son también ellos su reino. ¿Y cómo han de ser reino de Cristo los que (por no decir otras cosas), aunque están allí hasta que se recojan al fin del mundo todos los escándalos, buscan sólo en este reino sus intereses, las cosas que son suyas y no las de Jesucristo?
A este reino en que militamos, en que todavía luchamos con el enemigo, a veces resistiendo a los repugnantes vicios, y a veces cediendo a ellos, hasta que lleguemos a la posesión de aquel reino quietísimo de suma paz, donde reinaremos sin tener enemigo con quien lidiar; a este reino, pues, y a esta primera resurrección que hay ahora se refiere el Apocalipsis. Porque habiendo dicho cómo habían amarrado al demonio por mil años, y que después le desataban por breve tiempo, luego, recapitulando lo que hace la Iglesia, o lo que se hace en ella en estos mil años, dice: «Vi unos tronos, y unos que se sentaron en ellos, y se les dio potestad de poder juzgar.» No debemos pensar que esto se dice y entiende del último y final juicio, sino que se debe entender por las sillas de los Prepósitos, y por los Prepósitos mismos, que son los que ahora gobiernan la Iglesia.
En cuanto a la potestad de juzgar, que se les da, ninguna se entiende mejor que aquella expresada en la Escritura: «Lo que ligaréis en la tierra será también atado en el cielo, y lo que desatareis en la tierra será también desatado en el cielo. De donde procede esta frase del Apóstol: «¿Qué me toca a mí el juzgar de los que están fuera de la Iglesia? ¿Acaso vosotros no juzgáis también a los que están dentro de ella?
«Y vi las almas dice San Juan de los que murieron por el testimonio de Jesucristo y por la palabra de Dios; ha de entenderse aquí lo que después dice, «y reinaron mil años con Jesucristo, es a saber, las almas de los mártires antes de haberles restituido sus cuerpos. Porque a las almas de los fieles difuntos no las apartan ni separan de la Iglesia, la cual igualmente ahora es reino de Cristo. Porque de otra manera no se hiciera memoria de ellos en el altar de Dios, en la comunión del Cuerpo de Cristo, ni nos aprovecharía en los peligros acudir a su bautismo, para que sin no se nos acabe esta vida; ni a la reconciliación, si acaso por la penitencia o mala conciencia está uno apartado y separado del gremio de la Iglesia. ¿Y por qué se hacen estas cosas, sino porque también los fieles difuntos son miembros suyos? Así que aunque no sea con sus cuerpos, ya sus almas reinan con Cristo mientras duren y corren estos mil años.
En este mismo libro y ea otras partes leemos: «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, en su amistad y gracia, porque ésos en lo sucesivo dice el Espíritu Santo, descansarán de sus trabajos, pues las obras que hicieron los siguen. Por esta razón reinará primeramente con Cristo la Iglesia en los vivos en los difuntos; pues, como dice el Apóstol: «Por eso murió Cristo pata ser Señor de los vivos y de los difuntos. Pero sólo hizo mención de los mártires, porque principalmente reinan después de muertos los que hasta la muerte pelearon por la verdad. Pero como por la parte se entiende el todo, también entendemos todos dos demás muertos que pertenecen a la Iglesia, que es el reino de Cristo.
Lo que sigue: «Y los que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su marca o carácter en sus frentes o en sus manos», lo debemos entender juntamente de los vivos y de los difuntos. Quién sea esta bestia, aun que lo hemos de indaga; con más exactitud, no es ajeno de la fe católica que se, entienda por la misma ciudad impía, y por el pueblo de los infieles enemigo del pueblo fiel y Ciudad de Dios. Y su imagen, a mi parecer, es el disfraz o fingimiento de las personas que hacen como que profesan la fe y viven infielmente, porque fingen que son lo que realmente no son, y se llaman, no con verdadera propiedad, sin con falsa y engañosa apariencia, cristianos. Pues a esta misma bestia pertenecen no sólo los enemigos descubiertos del nombre de Cristo y de su Ciudad gloriosa, sino también la cizaña que es la de recoger de su reino que es la Iglesia, en la consumación del siglo. ¿Y quiénes son los que no adoran a la bestia ni a su imagen, si no los que practican lo que insinúa e Apóstol, «que no llevan el yugo con los infieles», porque no adoran, esto es, no consienten, no se sujetan, ni admiten, ni reciben la inscripción, es  saber, la marca y señal del pecado en sus frentes por la profesión, ni en sus manos por las obras? Así que; ajeno de estos males, ya sea viviendo aun en esta carne mortal, ya sea después de muertos, reinan con Cristo, aun en la actualidad, de manera congrua y acomodada a esta vida, por todo el espacio de tiempo que se nos significa con los mil años.
Los demás, dice, no vivieron: «Porque ésta es la hora en que los muertos han de oír la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeron, vivirán», pero los demás no vivirán. Y lo que añade: «hasta el cumplimiento de los mil años», debe entenderse que no vivieron aquel tiempo en que debieron vivir, es decir, pasando de la muerte a la vida. Y así, cuando venga el día en que se verificará la resurrección de los cuerpos, no saldrán de los monumentos y, sepulturas para la vida, sino para el juicio, esto es, para la condenación, que se llama segunda muerte. Porque cualquiera que no viviere hasta que se concluyan los mil años, esto es, en todo este tiempo en que se efectúa la primera resurrección, no oyere la voz del Hijo de Dios Y no procurare pasar de la muerte a la vida, sin duda que en la segunda resurrección, que es la de la carne, pasará a la muerte segunda con la misma carne.
San Juan añade: «Esta es la primera resurrección: bienaventurado y santo es el que tiene parte en esta primera resurrección.» Esto es, el que participa de ella. Y sólo participa de ella el que no sólo resucita y revive de la muerte que consiste en los pecados, sino que también en lo mismo que hubiere resucitado y revivido permanece. «En éstos, dice, no tiene poder la muerte segunda.» Pero sí la tiene en los demás, de quienes dijo arriba: «Los demás no vivieron hasta el fin de los mil' años», porque en todo este espacio de tiempo, que llama mil años, por más que cada uno de ellos vivió en el cuerpo, no revivió de la muerte en que le tenía la impiedad, para que, reviviendo de esta manera, se hiciera partícipe de la primera resurrección y no tuviera en él poderío la muerte segunda.

CAPITULO X

Cómo se ha de responder a los que piensan que la resurrección sólo pertenece a los cuerpos y no a las almas

Hay algunos que opinan que la resurrección no se puede decir sino de los cuerpos, y por eso pretenden establecer como inconcuso que esta primera ha de ser también de los cuerpos. Porque de los que caen, dicen, es el levantarse, y los que caen muriendo son los cuerpos, pues de caer se dijeron en latín los cuerpos muertos cadavera; luego no puede  haber, infieren, resurrección de las almas, sino de los cuerpos.
Pero ¿cómo hablan contra la expresa autoridad del Apóstol, que la llama resurrección? Porque según el hombre interior, y no según el exterior, sin duda resucitaron aquellos a quienes dice: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del cielo»; lo cual comprobó en otro lugar por otras palabras: «Para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por virtud de su divinidad, así también nosotros resucitemos y vivamos con nueva vida.» Lo mismo quiso decir en otro lugar. «Levántate tú, que estás dormido; levántate de entre los muertos y te alumbrará Cristo.»
Lo que insinúan que no pueden resucitar sino los que caen, por cuyo motivo imaginan que la resurrección pertenece a los cuerpos y no a las almas, porque de los cuerpos es propio el caer, procede de que no oyen estas, palabras: «No os apartéis de él, par que no caigáis»; y «a, su propio Señor toca si persevera o si cae»; y «el que piensa que está firme, mire no caiga. Porque me parece que nos debemos guardar de esta caída del alma y no de la del cuerpo. Luego si la resurrección es de los que caen, y caen también las almas, sin duda que debemos con ceder que igualmente las almas resucitan.
A las palabras que San Juan seguidamente pone: «En éstos no tiene poder la muerte segunda», añade y dice: «Sino que serán sacerdotes de Dios, de Cristo, y reinarán con él mil anos. Sin duda no lo dijo solamente por le obispos y presbíteros, a los cuales llamamos: propiamente en la Iglesia sacerdotes, sino que, como llamamos todos cristos por el crisma y unción mística, así llama a todos sacerdotes, porque son miembros de un sacerdocio, a los cuales llama el apóstol San Pedro: «Pueblo santo y sacerdocio real.» Sin duda que, aunque brevemente y de paso, nos dio a entender que Cristo era Dios, diciendo sacerdotes de Dios y de, Cristo, esto es, del Padre y del Hijo; pues así como por la forma de siervo se hizo Cristo hijo de hombre, así también se hizo sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, sobre lo cual hemos discurrido en esta obra más de una vez.

CAPITULO XI

De Gog y de Magog, a quienes al fin del siglo ha de mover el demonio, y
suelto, contra la Iglesia de Dios

«Y cumplidos, dice, mil años, soltarán a Satanás de su cárcel y saldrá engañar las gentes que habitan en los cuatro extremos de la tierra a Gog y Magog, y los traerá a la guerra, cuyo número será como las arenas del mar. Para obligarlos, pues, a esta guerra los seducir. Pues también anteriormente por los medios que podía lo engañaba, causándoles muchos y diferentes males.
Y dice: saldrá; esto es, de los, ocultos escondrijos de los odios y rencores saldrá en público á perseguir la Iglesia siendo ésta la última persecución por acercarse ya el último y final juicio, que padecerá la Santa Iglesia en todo el orbe de la tierra, es decir; la universal ciudad de Cristo, de la universal ciudad del demonio en toda la tierra.
Y estas gentes, que llama Gog y Magog, no deben tomarse como si fuesen algunos bárbaros que tienen fijado su asiento en alguna parte determinada de la tierra; o los Getas y Masagetas, como sospechan algunos fundados en las letras con que principian estos nombres; o algunos otros gentiles, ajenos y no sujetos a la jurisdicción romana. Porque da a entender que éstos se hallarán por todo el orbe de la tierra, cuando dice: «las gentes que habrá en algunas partes de la tierra», y éstas, prosigue, son Gog y Magog. Interpretados estos nombres, hallamos que quieren decir Gog el techo y Magog del techo, como la casa y el que sale y procede de la casa. Así que son las gentes en quienes, como dijimos arriba, estaría encerrado el demonio como en un abismo; y él mismo, que parece que sale y dimana de ellas; de suerte que ellas sean el techo y él del techo. Y si ambos nombres los referimos a las gentes y no el uno a las gentes y el otro al demonio, ellas son el techo, porque en ellas ahora se encierra y en cierto modo se oculta aquel nuestro antiguo enemigo, y ellas mismas serán el techo cuando del odio encubierto saldrán al odio público y descubierto.
Y lo que dice: «Y subieron sobre la latitud de la tierra y cercaron el ejército de los santos y la ciudad amada», no se entiende que vinieron o que habrán de venir a algún lugar determinado, como si en cierto lugar haya de estar el ejército de los santos y la ciudad querida, pues ésta no es sino la iglesia de Cristo que está esparcida por todo el orbe de la tierra, y dondequiera que, estuviere entonces, que estará en todas las gentes, lo que significó con el nombre de la latitud de la tierra, allí estará el ejército de los santos, allí estará la Ciudad querida de Dios, allí todos sus enemigos, porque también ellos con ella estarán en todas las gentes, la acercarán con el rigor de aquella persecución, esto es, la arrinconarán, apretarán y encerrarán en las angustias de la tribulación. Y no desamparará su milicia, la que mereció que la llamasen con nombre de ejército.

CAPITULO XII

Si pertenece al último castigo de los malos lo que dice: que bajó fuego del cielo, y los consumió

Sobre lo que dice: «Que descendió fuego del cielo y los consumió», no debemos entender que éste es aquel último final castigo, que será cuando se les dirá: «Idos de mí, malditos, al fuego eterno». Porque entonces ellos serán los que irán al fuego y no el fuego el que vendrá del cielo sobre ellos. Aquí bien podemos entender por este fuego que baja del cielo la misma firmeza de los santos, con que han de resistir y no ceder a sus perseguidores, para hacer la voluntad de éstos. Pues firmamento es el cielo, cuya firmeza los afligirá y atormentará con ardentísimo rencor y celo, por no haber podido atraer a los santos de Cristo al bando del Anticristo.
Y éste será el fuego que los consumirá, el cual lo enviará Dios, pues por beneficio y gracia suya son invencibles los santos, por lo que rabiarán y se consumirán sus enemigos. Porque así como se toma el celo en buena parte, donde dice: «El celo de tu casa me consume», así, por el contrario, se toma en contraria acepción, esto es, en mala parte, donde dice: «Ocupó el celo al pueblo ignorante, y el fuego ahora consumirá a los contrarios» «Y ahora, es decir, no el fuego del juicio final y sí al castigo que ha de dar Cristo, cuando venga, a los perseguidos de su Iglesia, a los cuales hallará vivos sobre la tierra cuando
ha de matar al Anticristo con el espíritu de su boca: «Si a este castigo, digo, llama fuego que desciende del cielo, y que los consume»; tampoco éste será el último castigo de los impíos, sino el que han de padecer después de la resurrección de los cuerpos.

CAPITULO XIII

Si se ha de contar entre los mil años el tiempo de la persecución del Anticristo


Esta última persecución, que será la que ha de hacer el Anticristo (como lo hemos ya insinuado en este libro, y se halla en el profeta Daniel), durará tres años y seis meses. El cual tiempo, aunque corto, con justa causa se duda si pertenece a los mil años en que dice que estará atado el demonio, y en que los santos reinarán con Cristo; o si este pequeño espacio ha de aumentarse a los mismos años, y ha de contarse fuera de ellos.
Porque si dijésemos que este espacio pertenece a los mismos años, hallaremos que el reino de los santos con Cristo se entiende más tiempo de lo que está él demonio atado. Pues sin duda los santos con su Rey reinarán también con especialidad durante la persecución, venciendo y superando tantos males y calamidades cuando ya el demonio no estará atado, para que pueda perseguirlos con todas sus fuerzas.
En tal caso ¿de qué forma determina esta Escritura y limita lo uno y lo otro, es a saber, la prisión del demonio, y, el reino de los santos, con unos mismos mil años; puesto que tres años y seis meses antes se acaba la prisión del demonio, que el reino de los santos con Cristo en estos mil años?
Y si dijésemos que este pequeño espacio de dicha persecución no debe contarse en los mil años, sino que, cumplidos, debe añadirse, para que se pueda entender bien lo que dice el Apocalipsis de que «los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años», añadiendo que «cumplidos los mil años soltarán a Satanás de su cárcel», pues así da a entender que el reino de los santos y la prisión del demonio han de cesar a un mismo tiempo; para que después el espacio de aquella persecución se entienda que no pertenece al reino de los santos ni a la prisión de Satanás, cuyas dos circunstancias, se incluye en los mil años, sino que debe contarse fuera de ellos; nos será forzoso confesar que los santos en aquella persecución no reinarán con Cristo. Pero ¿quién habrá que, se atreva a decir que entonces no han de reinar con él sus miembros, cuando particular v estrechamente estarán unidos con él, y en el tiempo en que cuanto fuere más vehemente la furia de la guerra, tanto mayor será la gloria de la firmeza y constancia, y tanto más numerosa la corona del martirio?
Y si por causa de las tribulaciones que ha de padecer no hemos de decir que han de reinar, se deducirá que tampoco en los mismos mil años cualquiera de los santos que padecía tribulaciones, al tiempo de padecerlas no reinó con Cristo; y, por consiguiente, tampoco aquellos cuyas almas vio el autor de este libro, según dice, que padecieron muerte por dar testimonio de la fe de Cristo y por la palabra de Dios, reinarían con Cristo cuando padecían la persecución, ni eran reino de Cristo aquellos a quienes con más excelencia poseía Cristo. Lo cual, sin duda, es absurdo, pues sin duda las almas victoriosas de los gloriosísimo mártires, vencidos y concluidos todos los dolores y penalidades, después que dejaron los miembros mortales, reinaron y reinarán con Cristo hasta que terminen los mil años, para reinar también después de recobrar los cuerpos inmortales.
Así, pues, las almas de los que murieron por dar testimonio de Cristo las que antes salieron de sus cuerpos y las que han de salir en la misma última persecución, reinarán con hasta que se acabe el siglo mortal se trasladen a aquel reino donde no habrá ya más muerte. Por lo cual llegaran a ser más los anos que los santos remarán con Cristo, que la prisión del demonio, porque cuando el demonio no estará ya atado en aquellos tres años y medio, reinarán con su Rey, el Hijo de Dios.
Cuando San Juan dice: «Los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años, y, terminados éstos, soltarán a Satanás de su cárcel» debemos entender o que no se acaban los mil años de este reino de los santos, sino los de la prisión del demonio, de manera que los mil años, esto es, todos los años los tengan cada una de las partes, para acabar los suyos en diferentes y propios espacios, siendo el más largo el reino de los santos, y más breve la prisión del demonio; o realmente debemos creer que por ser el espacio de los tres años y medio brevísimo, no se pone en cuenta, sea en lo que parece que tiene de menos prisión de Satanás, o en lo que tiende más el reino de los santos; como lo manifesté hablando de los cuatrocientos años en el capítulo XXIV libro XVI de esta obra, los cuales, aun que eran algo más, sin embargo, lo llamó cuatrocientos. Muchas cosas como éstas hallaremos en la Sagrada Escritura, si así lo quisiéramos advertir.

CAPITULO XIV

De la condenación del demonio con los suyos, y sumariamente de la resurrección de los cuerpos de todos los difuntos y del juicio de la última retribución

Después de haber referido esta última persecución, breve y concisamente refiere todo cuanto el demonio y la ciudad enemiga con su príncipe ha de padecer en el último juicio. Porque dice: «Y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de luego y azufre, donde la bestia y los seudos o falsos profetas han de ser atormenta dos de día y de noche para siempre jamás.» Ya dijimos en el capítulo IX, que puede entenderse bien por la bestia la misma ciudad impía y su seudo» profeta y Anticristo, o aquella imagen o ficción de que hablamos aquí.
Después de esto, recapitulando, refiere cómo se le reveló el mismo juicio final, que será en la segunda resurrección de los muertos, es decir, la de los cuerpos, y dice: «Vi entonces un gran trono blanco, y uno sentado, en él, delante del cual la tierra y el cielo huyeron, y no quedó lugar para ellos.» No dice que vio un, trono grande y blanco, y uno sentado sobre él, y que de su presencia huyó el cielo y la tierra, porque esto no sucedió entonces, esto es, antes que se hiciese el juicio de los vivos y de los muertos, sino dijo que vio sentado en el trono a aquel fue cuya presencia huirían el cielo y la tierra; pero huirían después, porque acabado el juicio, entonces dejará de ser este cielo y esta tierra, comenzando a ser nuevo cielo y nueva tierra; pues este mundo pasará, mudándose las cosas, no pereciendo del todo. Así lo dijo el Apóstol: «Porque se pasa la figura de este mundo, quiero que viváis sin solicitud y cuidado»; de modo que la figura es la que pasa, no la naturaleza.
Habiendo, pues, dicho San Juan que vio a uno que estaba sentado en un trono, a cuya presencia (lo que después ha de suceder) huyó el cielo y la tierra: «Después vi, dice, a los muertos grandes y pequeños en pie delante del trono, y fueron abiertos los libros, y después se abrió aún otro libro, que es el libro de la vida, y los muertos fueron jugados por lo que estaba escrito en los libros; según sus obras.» Dice que se abrieron libros y el libro, y que éste es el libro de la vida de cada uno luego los libros que puso en primer lugar deben entenderse los sagrados así los del Viejo como los del Nuevo Testamento, para que en ellos se registren los mandamientos y preceptores que Dios mandó guardar. El otro, que trata de la vida particular de cada uno contiene cuanto cada uno observó no observó; el cual libro, si carnalmente le quisiéramos considerar, ¿quién podrá estimar su grandeza, prolijidad y extensión? ¿O en cuánto tiempo podrá leerse un libro donde están escritas las vidas de cuantos hombres ha habido y hay? Acaso ha de haber tanto número de ángeles cuanto hay de hombres para que cada uno oiga a su Angel recitar su vida? Luego no ha de ser uno el libro de todos, sino para cada uno el suyo.
Pero aquí la Escritura, queriendo darnos a entender que ha de ser uno, dice: «Y se abrió otro libro.» Por lo cual debemos entender cierta virtud divina con que sucederá que a cada uno se le vengan a la memoria todas las obras buenas o malas que hizo y las verá con los ojos de su entendimiento con maravillosa presteza, acusando o excusando a su conciencia el conocimiento que tendrá de ellas. De esta manera se hará el juicio de cada uno de por sí, y de todos juntamente, cuya virtud divina se llamó libro, porque en ella en cierto modo se lee todo lo que se recuerda haber hecho.
Y para demostrar qué clase de muertos han de ser juzgados, esto es, chicos y grandes, recopila y dice, como retrocediendo a lo que había dejado, o, por mejor decir, diferido: «Y el mar dio los muertos que habían sido sepultados en sus aguas; la muerte y el infierno dieron también los muertos que en sí tenían.» Esto, sin duda, sucedió primero que los muertos fuesen juzgados, y, sin embargo, dijo aquello primero. Por eso he dicho que resumiendo volvió a lo que había dejado. Pero después siguió el orden de los sucesos, y para que se explicase este orden, repitió lo que ya se había dicho perteneciente al juicio de los muertos. Y después de referir que dio el mar los muertos que había en él, y que la muerte y el infierno volvieron los muertos que en sí tenían, añadió inmediatamente lo que poco antes había dicho: «Y cada uno fue juzgado según sus obras», que es lo mismo que antes dijo: «Y los muertos fueron juzgados según sus obras.»

CAPITULO XV

Qué muertos son los que dio el mar para el juicio, o cuáles son los que volvió la muerte y el infierno

Pero ¿qué muertos son los que dio el mar que estaban en él? Acaso los que murieron en el mar no están en el infierno? ¿Acaso sus cuerpos se guardan en el mar? O lo que es más absurdo, ¿el mar tenía los muertos buenos y el infierno los malos? ¿Quién ha de pensar tal cosa? Muy a propósito entienden algunos que en este lugar el mar significa este siglo. Así que, queriendo San Juan advertir que habían de ser juzgados todos los que hallará Cristo todavía en sus cuerpos, juntamente con los que han de resucitar, a los que hallará en sus cuerpos los llamó muertos; lo mismo a los buenos de quienes dice el Apóstol «que están muertos acá, y que su vida está escondida y atesorada con Cristo en Dios», como a los malos, de quienes dice el sagrado cronista: «Dejen a los muertos que entierren sus muertos, quienes pueden ser llamados también muertos, porque traen cuerpos mortales. Por ello dice el Apóstol: «Que el cuerpo está muerto por el pecado, pero el alma vive por la justificación», mostrando que lo uno y lo otro se halla en el hombre viviente y que está todavía en este cuerpo, el cuerpo muerto y el alma viva. No dijo cuerpo mortal, sino muerto; aunque poco después los llama también cuerpos mortales, que es como más comúnmente se llaman. Otros muertos, pues, dio el mar, que estaban en él, esto es, dio este siglo todos los hombres que había en él, porque aun no habían fallecido.
Y la muerte y el infierno –dice– fueron sus muertos, los que tenían en sí. El mar les dio, porque así como se hallaron se presentaron, pero la muerte y el infierno los volvieron a dar, porque los redujeron a la vida, de la cual se habían ya despedido. Y acaso no en vano no dice la muerte o el infierno, sino ambas cosas; la muerte, por los buenos que sólo pudieron Padecer la muerte, pero no el infierno; y el infierno, por los malos, los cuales pasarán sus penas respectivas en el infierno. Porque si con razón parece creemos que también los santos antiguos que creyeron en Cristo antes que viniese al mundo estuvieron en los infiernos aunque en Parte remotísima de los tormentos de los impíos, hasta que los sacó y libró de aquella cárcel la preciosa sangre de Jesucristo y su bajada a aquellos tenebrosos lugares; sin duda en lo sucesivo los fieles buenos, redimidos ya por aquel precio que por ellos se derramó, de ningún modo saben qué cosa es infierno; hasta que, recobrando sus cuerpos, reciban los bienes que merecen.
Y habiendo dicho: «y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras», brevemente añadió cómo fueron juzgados: «Y el infierno y la muerte fueron arrojados al estanque de fuego», indicando con estas palabras al demonio, porque es el autor de la muerte y de las penas del infierno, y juntamente todo el escuadrón de los demonios, porque esto es lo que arriba más expresamente, anticipándose, había ya dicho; y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de fuego y de azufre.
Pero lo que allí expresó con más oscuridad diciendo: «a donde la bestia y el seudo-profeta», aquí lo dice más claro: «y el que no se halló escrito en el libro de la vida, fue arrojado al estanque de fuego». No sirve este libro de memoria a Dios para que no se engañe por olvido, sino que significa la predestinación de aquellos a quienes ha de darse la vida eterna. Porque no los ignora Dios, y para saberlos lee en este libro, sino que antes la misma presciencia que tiene de ellos, que es la que no se puede engañar, es el libro de la vida donde están los escritos, esto es, los conocidos para la vida eterna.


CAPITULO XVI

Del nuevo cielo y de la nueva tierra


Concluido el juicio en el cual nos anunció habían de ser condenados los malos, resta que nos hable también respecto de los buenos. Y puesto que ya nos explicó lo que dijo el Señor en compendiosas palabras: «Estos irán a los tormentos eternos», corresponde ahora que nos declare lo que allí añade: «Y los justos Irán a la vida eterna». «Después de esto vi un cielo nueve y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar ya no le habla.» Según este orden ha de suceder lo que arriba, anticipándose, dijo: que vio uno sentado sobre un uno, a cuya presencia huyó él cielo y la tierra, porque, acabó el juicio universal.
Habiendo condenado a los que no se hallaron escritos en el libro de la vida y echándoles al fuego eterno (cuál sea este fuego y en qué parte del mundo haya de estar, presumo que no hay hombre que lo sepa, sino aquel que acaso lo sabe por revelación divina), entonces pasará la figura de este mundo por la combustión del fuego mundano, como se hizo el Diluvio con la inundación de las aguas mundanas. Así que, con aquella combustión mundana, las cualidades de los elementos Corruptibles que cuadraban a nuestros cuerpos corruptibles perecerán y se consumirán, ardiendo completamente, y la substancia de los elementos tendrá aquellas cualidades que convienen con maravillosa transformación a los cuerpos inmortales, para que el mundo; renovado y mejorado, se acomode concordemente a los hombres renovados y también mejorados en la carne.
Lo que dice: «Y el mar ya no lo había», no me determinaría fácilmente a explicarlo: si se secará con aquel ardentísimo calor o si igualmente se transformará en otro mejor; pues aunque leemos que habrá nuevos cielos y nueva tierra, sin embargo, del mar nuevo no me acuerdo haber leído cosa alguna, sino, lo que se dice en este mismo libro: «Como un mar de vidrio, semejante al cristal». Pero entonces no hablaba del fin del mundo ni parece que dijo propiamente mar, sino como un mar, Igualmente que ahora (como la locución profética gusta de mezclar las palabras metafóricas con las  propias, y así ocultarnos en cierto modo su significación, tendiendo un velo a lo que dice) pudo hablar de aquel mar y no del mencionado, cuando dice: «Y dio el mar sus muertos, los que estaban en él»; porque entonces no será este siglo turbulento y tempestuoso con la vida de los mortales, lo que nos significó y figuró con, el nombre de mar.

CAPITULO XVII

De la glorificación, de la Iglesia sin fin después de la muerte

«Y yo, Juan, vi bajar del cielo la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que venía de Dios, adornada como una esposa para su esposo. Y oí una voz grande que salía del trono y que decía: Veis aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y habitará con, ellos y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios, quedando en medio de ellos, será su Dios. Dios les enjugará todas las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni más llanto, ni más grito,  ni más dolor; porque las primeras a cosas son pasadas; entonces el que esta sentado en el trono, dijo: Veis aquí hago yo nuevas todas las cosas.» Dícese que baja del cielo esta Ciudad porque es celestial la gracia con que Dios la hizo; por eso, hablando con ella, la dice también por medio de Isaías: «Yo soy el Señor que te hizo.»
En efecto, desde su origen y principio desciende del cielo, después que por el discurso de este siglo, con la gracia de Dios, que viene de lo alto va creciendo cada día el número de sus ciudadanos por medio del bautismo de la regeneración, en virtud de Espíritu Santo enviado del cielo. Pero por el juicio de Dios, que será el último y final, que hará su Hijo Jesucristo, será tan grande y tan nueva por especial beneficio de Dios, la claridad con que se manifestará, que ni le quedará rastro, alguno de lo pasado puesto que los cuerpos mudarán igual mente su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción inmortalidad. Pues querer entender por este tiempo en que reinan con su rey por espacio de mil años, me parece que es demasiada obstinación, diciendo bien claro que les enjugará todas las lágrimas de sus ojos, y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor. ¿Y quién habrá tan impertinente y tan fuera de sí de puro obstinado, que se atreva a afirmar que en los trabajos de la vida mortal no sólo todo el pueblo de los santos, sino cada uno de los santos, dejara de pasar o haber pasado esta vida sin lágrimas algunas ni dolor, siendo así que cuanto uno es más santo, y está más lleno de deseos santos, tanto más abundantes son sus lágrimas en la oración? ¿Acaso no es la ciudad soberana de Jerusalén la que dice: «De día y de noche me sirvieron de pan mis lágrimas»;. «lavaré cada noche mi lecho con lágrimas, y con ellas regaré mi estrado»? «No ignoras, Señor, mis gemidos». «¿Mi dolor será renovado?» ¿O por Ventura no son hijos suyos los que régimen cargados de este cuerpo, del que no querrían verse despojados, sino vestirse sobre él y que la vida eterna consumiese, no el cuerpo, sino lo que tiene de mortalidad»? ¿Acaso no son aquellos «que teniendo las primicias de la gracia del espíritu tan colmadas, gimen en sí mismos deseando y esperando la adopción de los hijos de Dios, y no cualquiera, no la redención y perfecta libertad e inmortalidad del cuerpo y del alma? ¿Por ventura el mismo Apóstol San Pablo no era ciudadano de la celestial Jerusalén, o no era mucho más cuando «andaba tan triste y con continuo dolor en su corazón por causa de, los israelitas, sus hermanos carnales? «¿Y cuándo dejará de haber muerte en esta ciudad, sino, cuando se diga: ¿adónde esta, ¡oh muerte!, tu tesón? ¿Adónde está tu guadaña? La guadaña de la muerte es el pecado.» El cual, sin duda, no le habrá entonces cuando se le diga: «¿dónde está?» Pero ahora, no dama y no da voces cualquiera de los humildes e ínfimos ciudadanos de aquella ciudad, sino el mismo San Juan en su epístola: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no está la verdad en nosotros.»
Aunque en este libro del Apocalipsis se declaran muchos misterios en estilo profético, para excitar el entendimiento del lector, y hay pocas expresiones en él por cuya claridad se puedan rastrear (poniendo algún cuidado y molestia) las demás, especialmente porque de tal suerte repite de muchas maneras las mismas cosas, que parece que dice otras; averiguándose que estas mismas las dice de una y otra y muchas maneras; con todo, las palabras donde dice «que les limpiará todas las lágrimas de sus ojos y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor», con tanta luz y claridad se dicen del siglo futuro y de la inmortalidad y eternidad de los santos (Porque entonces solamente, y allí precisamente, no ha de haber estas cosas), que en la Sagrada Escritura no hay que buscar, cosa clara si entendemos que éstas son oscuras.

CAPITULO XVIII

Que es lo que el Apóstol San Pedro predicó del último y final juicio de
Dios

Veamos ahora qué es lo que igualmente escribió el Apóstol San Pedro de este juicio final: «Primeramente, dice, sabed que en los últimos tiempos vendrán unos impostores artificiosos, que seguirán sus propias pasiones y dirán: ¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron nuestros padres, todas las cosas perseveran como desde el principio del mundo. Mas ignoran los que esto quieren, que al principió fueron criados los cielos por la palabra de Dios, y que la tierra se dejó ver fuera del agua, y subsiste en medio de las aguas. Y que, por estas cosas, el mundo que entonces era, pereció sumergido en las aguas. Mas los cielos y la tierra que ahora subsisten por la misma palabra están reservados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Carísimos, una cosa hay que no debéis ignorar, y es que, delante del Señor, un día es como mil años, y mil años como un solo día. No tardará el Señor, como piensan algunos, en cumplir su promesa; sino que por amor de vosotros espera con paciencia, no queriendo que alguno se pierdan, sino que todos se conviertan a Él por la penitencia; porque el día del Señor vendrá cómo un ladrón, y entonces los cielos pasarán con grande ímpetu, los elementos se disolverán por el calor del fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será abrasada. Como todas estas cosas han de perecer, ¿cuáles debéis ser vosotros, y cuál la santidad de vuestra vida y la piedad de vuestras acciones esperando y deseando que venga pronto la venida del día del Señor, en que el ardor del fuego disolverá los cielos y derretirá los elementos? Porque esperamos; según sus promesas, unos cielos nuevos y' una tierra nueva, donde habitará la justicia.
En ésta su carta no dice cosa particular de la resurrección de los muertos, aunque, sin duda, ha dicho lo bastante acerca de la destrucción de este mundo, donde, refiriendo lo que acaeció en el Diluvio, aparece que en cierto modo nos advierte cómo hemos de entender y creer que al fin del siglo ha de perecer toda la tierra. Porque igualmente dice que pereció en aquel tiempo el mundo que florecía entonces, y no sólo la tierra, sino también los cielos, por los cuales entendemos, sin duda, el aire, hasta el espacio que entonces ocupó el agua con sus crecientes. Todo o casi todo este aire, que llama cielo o cielos (no entendiéndose en estos ínfimos los supremos donde están el sol, la luna y las estrellas), se convirtió en agua, y de esta forma pereció con la tierra, á la cual, en cuanto a su primera forma, había destruido el Diluvió. Y los cielos, dice, y la tierra que ahora existe, por el mismo decreto y disposición se conservan reservados para el fuego, para ser abrasados en el día del juicio y destrucción de los hombres impíos. Por lo cual los mismos cielos, la misma tierra, esto es, el mismo mundo que pereció con el Diluvió y quedó otra vez fuera de las mismas aguas, ese mismo está reservado para' el fuego final el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos.
Tampoco duda decir que sucederá la perdición de los hombres por el trastorno tan singular y terrible que experimentarán, aunque su naturaleza permanezca en medio de las penas eternas.
¿Preguntará acaso alguno: si, terminado el juicio, ha de arder todo el orbe, antes que en su lugar se reponga nuevo cielo y nueva tierra, y al mismo tiempo que se quemare, dónde estarán los santos, pues teniendo cuerpos es necesario que estén en algún lugar corporal? Puede responderse que estarán en las regiones superiores, donde no llegará a subir la llama de aquel voraz incendio, así como tampoco alcanzaron las aguas del Diluvio, porque los cuerpos que tendrán serán tales que estarán donde quisieren estar. Tampoco temerán al fuego de aquel incendio, siendo, como son, inmortales e incorruptibles, así como los cuerpos corruptibles y mortales de aquellos tres jóvenes pudieron vivir sin daño alguno en el horno de fuego, que ardía extraordinariamente.

CAPITULO XIX

De lo que el Apóstol San Pablo escribió a los tesalonicenses, y de la manifestación del Anticristo, después del cual seguirá el día del Señor

Bien advierto que necesito omitir muchas circunstancias que ocurren están escritas sobre este último y fin juicio de Dios en los libros evangélicos y apostólicos, porque no abulte demasiado este volumen; pero por ningún pretexto debemos pasar en silencio lo que el Apóstol San Pablo escribe a los tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, dice, por la venida de nuestro Señor Jesucristo, y por la congregación de los que nos hemos de unir con e Señor, que  no os apartéis fácilmente de vuestro dictamen,  ni os atemoricéis ni por algún espíritu, ni por palabra, ni por carta, enviada en mi nombre anunciando que llega ya la venida de Señor, no os engañe alguno, porque antes vendrá aquel rebelde, y se manifestará aquel hombre hijo del pecado y de la perdición, el cual se opondrá levantará contra toda doctrina y contra todo lo que se dice y cree de Dio en la tierra de suerte que llegará sentarse en el templo de Dios, vendiéndose a sí mismo por Dios.
»¿No os acordáis que cuando estaba todavía entre vosotros os decía estas cosas? Ya sabéis vosotros la causa que ahora le detiene hasta que sea manifestado o venga el día señalado. El hecho es que ya va obrando o se ve formando el misterio de la iniquidad entre tanto, el que está firme ahora manténgase hasta que sea quitado el impedimento, y entonces se manifestara aquel malvado a quien el Señor quitará la vida con  el aliento de su boca, deshará con el resplandor de su presencia a aquel que vendrá con el poder de Satanás, con señales y prodigio mentirosos, y con toda maliciosa sedición, para engañar y perder a los perdidos réprobos, porque no recibieron el amor de la verdad para que salvaran. Y por esto les enviará Dios el artificio del error, a fin de que crear la mentira y sean juzgados y condenados todos los que no creyeren la verdad, sino que consintieren y aprobaren la maldad.»
No hay duda que todo esto lo dice del Anticristo y del día, del juicio, por que este día del señor dice que no vendrá hasta que venga primero aquel que llama rebelde a Dios nuestro Señor; lo cual, si puede decirse de todos los malos, ¿cuánto más de éste?
Pero en qué templo de Dios se haya de sentar como Dios, es incierto; si será en aquellas ruinas del templo que edificó el rey Salomón o en la Iglesia; porque a ningún templo de los ídolos o demonios llamará el Apóstol templo de Dios.
Algunos quieren que en este lugar, por el Anticristo, se entienda, no el mismo príncipe y cabeza, sino en cierto modo todo su cuerpo, esto es, la muchedumbre de los hombres que pertenecen a él juntamente con su príncipe, y piensan que mejor se dirá en latín, como está en el griego, no in templo Dei, sino in templum Dei sedeat, como si el fuese el templo de Dios, esto es, la Iglesia; como decimos sedet in amicum, esto es, como amigo.
Lo que dice «y ahora bien sabéis lo que le detiene, esto es, ya sabéis la causa de su tardanza y dilación para que se descubra aquél a su tiempo; y porque dijo que lo sabían ellos, no quiso manifestarlo expresamente. Nosotros, que ignoramos lo que aquéllos sabían, deseamos alcanzar con trabajo lo que quiso decir el Apóstol, y no podemos, especialmente porque lo que añade después hace más oscuro y misterioso el sentido.
¿Qué quiere decir «porque ya ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad, sólo el que está firme ahora manténgase, hasta que se quite el impedimento? ¿Y entonces se descubrirá aquel inicuo?» Yo confieso que de ningún modo entiendo lo que quiso decir; sin embargo, no dejaré de insertar aquí las sospechas humanas que, sobre esto he oído o leído.
Algunos piensan que dijo esto del Imperio Romano, y el Apóstol San Pablo no lo quiso decir claramente porque no le calumniasen e hiciesen cargo de que deseaba mal al Imperio a mano, el cual entendían que había de ser eterno; como esto que dice: «y ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad», imaginan que lo dijo por Nerón, cuyas acciones ya parecían semejantes a las del Anticristo. Por lo social sospechan algunos que ha de resucitar y que ha de ser el Anticristo; aunque otros piensen que tampoco murió, sino que le escondieron para que creyeran que era muerto, y que vivo está escondido en el vigor de la edad juvenil en que estaba cuando se dijo que le mataron, hasta que se descubra a su tiempo y le restituyan en su reino.
Mucho me admira la gran presunción de los que tal opinan. Sin embargo, lo que dice el Apóstol: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en medio el impedimento», no fuera de propósito, se entiende que lo dice del mismo Imperio Romano, como si dijera: sólo resta que el que ahora reina reine hasta que le quiten de en medio, esto, es, hasta que le destruyan y acaben, y entonces se descubrirá aquel inicuo; por el cual ninguno duda que entiende el Anticristo.
Otros también, sobre lo que dice: «Bien sabéis lo que le detiene, y que principia a obrar el misterio de la iniquidad», piensan que lo dijo de los malos e hipócritas que hay en la iglesia, hasta que lleguen a tanto numero que constituyan un numeroso pueblo al Anticristo, y que éste es el misterio de la iniquidad, por cuanto parece oculto; y que, además, el Apóstol amonesta a los fieles que perseveren constantes en la fe que profesan, cuando dice: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en, medio el impedimento», esto es, haga que salga de en medio de la Iglesia el misterio de la iniquidad, que ahora está oculto. Porque a este misterio piensan que pertenece lo que dijo San Juan evangelista en su epístola: «Hijitos, ha llegado la última hora, y como habéis oído decir que ha de venir el Anticristo, también hay ahora muchos Anticristos o doctores falsos; y esto nos da a conocer que ha llegado la última hora. Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros, porque si hubieran sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros.» Igualmente dicen, así como, antes del fin, en esta hora, que llama San Juan la última, han salido muchos herejes de en medio de la Iglesia, a quienes llama muchos Anticristos: así, entonces saldrán de allí todos, los que pertenecerán, no a Cristo, sino a aquel último Anticristo, y entonces se manifestará.
Unos conjeturan de una manera y otros de otra, sobre estas palabras oscuras del Apóstol; aunque no hay duda en lo que dijo de que no vendrá Cristo a juzgar a los vivos y a los muertos, si antes no viniere a engañar a los muertos en el alma su adversario el Anticristo; aunque pertenece al ocultó juicio de Dios el haber de ser engañados por él.
Su venida será, como se ha dicho, con todo el poder de Satanás, con señales y prodigios falsos y engañosos para seducir a los perdidos y réprobos; porque entonces estará suelto Satanás, y obrará por medio del Anticristo prodigios admirables, pero falsos.
Aquí suelen dudar si se llaman señales y prodigios mentirosos; porque vendrá a engañar a los sentidos humanos con fantasmas y, apariencias, de forma que parezca que hace lo que no hace, o porque aquellos mismos portentos, aunque sean verdaderos, han de ser para atraer a la mentira a los que creyeren que aquéllos no pudieron hacerse si virtud, divina, ignorando la virtud y potestad que tiene el demonio, principalmente cuando le consideran poder que jamás tuvo. Pues, en efecto, no diremos que fueron fantasmas cuando vino fuego del cielo y consumió de un golpe tan dilatada e ilustre familia, con tantos y tan numerosos hatos de ganado, del santo Job, y cuando el torbellino impetuoso, derribando la casa, le mató los hijos; todo lo cual fue, sin embargo, obra de Satanás, a quien dio Dios este poder. A cuál de estas dos causas las llamó señales y prodigios mentirosos, entonces se echará de ver mejor, aunque por cualquiera de ellas que los llame así serán alucinados y engañados con sus señales y prodigios los que merecerán ser seducidos, porque no recibieron, dice, el amor de la verdad para que se salvaran.
Y no dudó el Apóstol añadir: «y por eso les enviará Dios un espíritu erróneo, para que crean a la mentira y a la falsedad». Dice que Dios le enviará, porque Dios permitirá que el demonio ejecute estas maravillas por sus justos e impenetrables juicios, aunque el demonio lo haga con intención inicua o maligna; «para que sean juzgados, dice, y condenados todos cuantos no creyeren en la verdad, sino que consintieron y aprobaron la iniquidad». Por cuya razón los juzgados serán engañados y los engañados serán juzgados; aunque los juzgados serán engañados por aquellos juicios de Dios, ocultamente justos y justamente ocultos, con los cuales desde el principio, desde que pecó la criatura racional, nunca dejó de juzgar. Y los engañados serán juzgados con el último y manifiesto juicio por Jesucristo, que juzga y condenará justísimamente, habiendo sido el Señor injusta e impíamente juzgado y condenado.


CAPÍTULOS XX a XXX
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Libro Vigésimo
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