CAPITULO I
¡Oh Dios, esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas entonces para mí, o dónde te habías retirado? ¿No eras tú mi creador, el que me había distinguido de los cuadrúpedos y los volátiles? Más sabio que ellos me hiciste y sin embargo, andaba yo resbalando en las tinieblas; te buscaba fuera de mí y no te podía encontrar. Había yo caído, ¡oh Dios de mi corazón! En lo hondo del abismo y con total desconfianza desesperaba de llegar a la verdad.
Entretanto había llegado mi madre, que llevada de su inmenso amor me seguía por tierra y por mar y que en todos los peligros estaba segura de ti y tanto, que durante los azares de la navegación confortaba ella a los marineros mismos, que están habituados a animar en sus momentos de zozobra a los viajeros novatos. Les prometía con seguridad que llegarían a buen puerto, pues tú así se lo habías revelado en una visión. Me encontró cuando me hallaba yo en sumo peligro por mi deseperación de alcanzar la verdad. Cuando le dije que no era ya maniqueo pero tampoco todavía cristiano católico, no se dio en extremos al júbilo como si mi noticia la hubiera tomado de sorpresa. Segura estaba de que de la miseria en que yacía yo como muerto, habías tú de resucitarme por sus lágrimas y, como la viuda de Naím, me presentaba a ti en el féretro de sus pensamientos, para que tú le dijeras al hijo de la viuda: Joven, yo te lo mando, levántate (Lc 7, 14) y él reviviera y comenzara a hablar y tú se lo devolvieras a su madre. Así pues, su corazón no se estremeció con ninguna turbulenta exultación cuando vio que ya estaba hecho en parte lo que ella a diario con lágrimas te pedía: pues me vio no ganado todavía para la verdad, pero sí liberado de la falsedad. Y esperaba con firmeza que tú, que se lo habías prometido todo, hicieras lo que faltaba todavía. Con el pecho lleno de segura placidez me respondió que no dudaba un punto de que antes de morir había de verme católico fiel.
Esto fue lo que me dijo a mí; pero a ti te pedía con ardientes preces y lágrimas que te apresuraras a socorrerme iluminando mis tinieblas y con mayor afán corría a tu Iglesia y se supendía de la boca de Ambrosio bebiendo el agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4, 14). Amábalo ella como a un ángel de Dios, pues supo que debido a él había yo llegado a aquel estado de vacilante fluctuación por la cual presumía ella que habría yo de pasar de la enfermedad a la salud, después de atravesar ese subido peligro que los médicos llaman "crisis".
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CAPITULO II
1.Sucedió en una ocasión que mi madre, según la costumbre africana (1) llevó a las tumbas de los santos comida de harina cocida, panes y vino puro. El portero se negó a recibírselos diciendo que el obispo lo tenía prohibido y ella, con humilde obediencia, se plegó a su voluntad y no dejé de admirarme de la facilidad con que renunció a una costumbre que le era cara, en vez de criticar costumbres diferentes. Porque la embriaguez no dominaba su espíritu ni el vino le inspiraba odio a la verdad, como sucede con tantos hombres y mujeres que al cántico de la sobriedad responden con la náusea de los beodos por el vino aguado. Cuando llevaba su cesta con sus manjares rituales para su degustación y distribución, no ponía para sí misma sino un vasito con vino tan diluído como lo pedía su temperante paladar. Y si eran muchas las sepulturas que hubiera que honrar, llevaba y ponía en todas ellas el mismo vasito con el vino no sólo más aguado, sino ya muy tibio para participar con pequeños sorbitos en la comunión con los presentes; pues lo que con ello buscaba no era la satisfacción del gusto, sino la piedad con los demás.
2. Así, cuando se enteró de que esto era cosa prohibida por aquel preclaro predicador y piadoso prelado que no lo permitía ni siquiera a las personnas moderadas y sobrias para no dar ocasión de desmandarse a los que no lo eran y porque, además, dicha costumbre era muy semejante a la costumbre supersticiosa de los paganos en sus ritos funerarios, ella se sometió con absoluta buena voluntad y, en lugar de la cesta llena de frutos de la tierra, aprendió a llevar a las tumbas de los mártires un pecho lleno de afectos más purificados para dar lo que pudiera a los menesterosos y celebrar allí la comunión del Cuerpo del Señor, cuya pasión habían imitado los mártires que con el martirio fueron inmolados y coronados.
3. Sin embargo, me parece probable que no sin interiores dificultades hubiera cedido mi madre a la supresión de una práctica a la que estaba acostumbrada, de haber la prohibición procedido de otro que Ambrosio, al cual amaba mucho, especialmente por lo que él significaba para mi salvación. Y Ambrosio a su vez la amaba a ella por su religiosa conducta, por su fervor en las buenas obras y su asiduidad a la Iglesia; hasta el punto de que cuando me encontraba prorrumpía en alabanzas suyas y me felicitaba por la dicha de tener una madre semejante. Es que no sabía él qué casta de hijo tenía mi madre: un escéptico que dudaba de todo y no creía posible atinar con el camino de la verdad.
(1) En Africa era costumbre entonces llevar a los sepulcros de los cristianos, comestibles para un ágape en el cual se mostraba la caridad, especialmente para con los pobres. Esta costumbre venía desde los tiempos apostólicos, pero debido a ciertos abusos la suprimió en Milán San Ambrosio y luego fue igualmente suprimida en otras partes, hasta que finalmente desapareció del todo.
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CAPITULO III
1. Yo no había aún aprendido a orar rogándote con gemidos que me ayudaras, sino que tenía puesta mi alma entera en la investigación de las cosas mundanas y el ejercicio de la disertación. Y a Ambrosio mismo lo tenía yo por el hombre feliz según el mundo, pues tantos honores recibía de gentes poderosas y sólo me parecía trabajoso su celibato. Por otra parte no tenía yo experiencia ni siquiera sospechas de las esperanzas que él tuviera, ni de las tentaciones que tenía que vencer derivadas de su propia excelencia; no tenía la menor idea de cuáles fueran sus luchas ni sus consuelos en las adversidades, ni sabía de que se alimentaba en secreto su corazón, ni qué divinos sabores encontraba en rumiar tu pan. Pero él tampoco sabía nada de mis duras tempestades interiores ni de la gravedad del peligro en que me hallaba. Ni podía yo preguntarle las cosas que querría, pues me apartaba de él la multitud de quienes acudían a verlo con toda clase de asuntos y a quienes él atendía con gran servicialidad. Y el poco tiempo en que no estaba con las gentes lo empleaba en reparar su cuerpo con el sustento necesario o en alimentar su mente con la lectura.
2. Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre avisarle la llegada de los visitantes.
Yo permanecía largo rato sentado y en silencio: pues, ¿qién se atrevería a interrumpir la lectura de un hombre tan ocupado para echarle encima un peso más? Y después me retiraba, pensando que para él era precioso ese tiempo dedicado al cultivo de su espíritu lejos del barullo de los negocios ajenos y que no le gustaría ser distraído de su lectura a otras cosas. Y acaso también para evitar el apuro de tener que explicar a algún oyente atento y suspenso, si leía en alta voz, algún punto especialmente oscuro, teniendo así que discutir sobre cuestiones difíciles; con eso restaría tiempo al examen de las cuestiones que quería estudiar. Otra razón tenía además para leer en silencio: que fácilmente se le apagaba la voz. Mas cualquiera que haya sido su razón para leer en silencio, buena tenía que ser en un hombre como él.
3. Lo cierto es que yo no tenía manera de preguntarle lo que necesitaba saber a aquel santo oráculo tuyo sino cuando me podía brevemente atender y para exponerle con la debida amplitud mis ardores y dificultades necesitaba buen tiempo y nunca lo tenía. Cada domingo lo escuchaba yo cuando exponía tan magistralmente ante el pueblo la palabra de verdad y cada vez crecía en mí la persuasión de que era posible soltar el nudo de todas aquellas calumniosas dificultades que los maniqueos levantaban contra los sagrados libros.
4. Pero cuando llegué a comprobar que en el pensamiento de los hijos que tú engendraste en el seno de la Iglesia católica, tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza pero tú mismo no quedabas contenido y terminado en la forma humana corporal y, aunque ni de lejos barruntaba yo lo tenue y enigmática que es la naturaleza de los seres espirituales, sin embargo, me avergoncé, lleno de felicidad, de haber por tantos años ladrado no contra la fe católica, sino contra meras ficciones de pensamiento carnal. Tan impío había yo sido, que en vez de buscar lo que tenía que aprender, lo había temerariamente negado. Porque tú eres al mismo tiempo inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo; no tienes partes ni mayores ni menores, pues en todas partes estás de manera total; ningún lugar te contiene y, ciertamente, no la forma corporal del hombre. Y sin embargo, tú hiciste al hombre a tu imagen y semejanza y, ¡él sí que está, de la cabeza a los pies, contenido en un lugar!
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CAPITULO IV
1. No sabiendo, pues, cómo podía subsistir esa imagen tuya, con gusto y temor habría yo pulsado la puerta deAmbrosio para preguntarle por sus motivos de creer lo que creía, sin ofenderlo con arrogante reproche por haber creído. Y el ansia por saber qué podía yo retener como cierto, me corroía las entrañas con fuerza tanto mayor cuanto más avergonzado me sentía de haber andado por tanto tiempo engañado por ilusorias promesas de certidumbre y por haber pregonado con error y petulancia pueril tantas cosas inciertas como si fueran ciertas. Que eran falsas lo comprobé más tarde, pero entonces era ya seguro, cuando menos, que se trataba de cosas inciertas que yo había tenido por ciertas en aquel tiempo en que con ciega arrogancia acusaba a la Iglesia católica; pues si bien es cierto que la Iglesia no se me aparecía aún como maestra de verdad, cuando menos nada enseñaba de cuanto a mí me parecía gravemente reprensible.
Con esto quedaba yo confuso y converso. Me alegraba sobremanera de que tu Iglesia única, Señor, el Cuerpo de tu Hijo único, en la cual se me infundió desde niño la reverencia al nombre de Cristo, nada supiera de aquellas banalidades ni admitiera en su doctrina la idea de que tú, el creador de todas las cosas, estuvieras circunscrito en un lugar del espacio, por sumo y amplio que fuera, ni terminado en los límites de la figura humana.
2. Alegrábame también de que los viejos escritos de la ley y los profetas no se me dieran a leer con mis antiguos ojos, que tantos absurdos veían en ellos cuando yo redarguía a tus santos por errores que ellos nunca profesaron. Y grande era mi contento cuando oía frecuentemente a Ambrosio decir con énfasis y reiteración en sus sermones al pueblo que la letra mata y el espíritu vivifica (2Co 3, 6). Así, descorriendo espiritualmente el velo místico, explicaba algunos pasajes de la Escritura que entendidos en forma literal estricta suenan a error y al explicar de esta manera nada decía que pudiera molestarme aun cuando dijese cosas de cuya verdad no me constaba todavía. Y así, por miedo de precipitarme en algún yerro, suspendía yo mi asentimiento, sin darme cuenta de que tal suspensión me estaba matando.
3. Quería yo tener de las cosas invisibles una certidumbre absoluta, como la de que siete más tres suman diez. Mi escepticismo no llegaba a la insania de tener por dudosas las proposiciones mateméticas, pero este mismo tipo de certeza era el que yo pedía para todo lo demás; lo mismo para los objetos materiales ausentes y por ello invisibles, como para los seres espirituales, que yo era incapaz de representarme sin una forma corpórea.
Yo no podía sanar sino creyendo; pues la vista de mi entendimiento, agudizada y purificada por la fe, podía de algún modo enderezarse hacia tu verdad. Esa verdad que siempre permanece y nunca viene a menos. Pero en ocasiones acontece que alguien, escamado por la experiencia de algún mal, queda temeroso y se resiste a entregarse al bien. Esta era entonces la situación de mi alma, que sólo creyendo podía ser curada, pero, por el miedo de exponerse a creer en algo errado, recusaba la curación y hacía resistencia a tu mano con la que tú preparaste la medicina de la fe y la derramaste sobre todas las enfermedades del mundo y pusiste en ella tan increíble eficacia.
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CAPITULO V
1. Desde ese tiempo comencé a sentir preferencia por la doctrina católica también por otro motivo: porque en ella, sin falacia de ningún género se me mandaba creer con modestia en cosas que no se pueden demostrar, o porque se resisten a toda demostración, o porque la demostración existe pero no está al alcance de todos. Los maniqueos, en cambio, se burlaban de la credulidad de la gente con temerarias promesas de conocimiento científico y en seguida pedían que creyéramos en las más absurdas fábulas diciendo que eran verdades indemostrables. Entonces tú, tratándome con mano suavísima y llena de misericordia, fuiste modelando poco a poco mi corazón. Me hiciste pensar en el enorme número de cosas que yo creía sin haberlas visto ni haber estado presente cuando sucedieron. ¡Cuántas cosas admitía yo por pura fe en la palabra de otros sobre cosas que pasaron en la historia de los pueblos, o lo que se me decía, sobre lugares y ciudades y, cuántas creía por la palabra de los médicos, o de mis amigos, o de otros hombres! Si no creyéramos así, la vida se nos haría imposible. Y ¿cómo, si no por fe en lo que me decían podría yo tener la firmísima convicción de ser hijo de mis padres?
2. Me persuadiste de que no eran de reprender los que se apoyan en la autoridad de esos libros que tú has dado a tantos pueblos, sino más bien los que en ellos no creen y, de que no debía yo hacer caso de ellos si por ventura me dijeren: "¿De dónde sabes tú que esos libros fueron comunicados a los hombres por el verdadero y veracísimo Espíritu de Dios?". Porque en ese divino origen y en esa autoridad me pareció que debía yo creer, antes que nada, porque el ardor polémico de las calumniosas objeciones movidas por tantos filósofos como había yo leído y que se contradecían unos a otros no pudo jamás arrancar de mí la convicción de que tú existes, aunque yo no entienda cómo y de que en tus manos está el gobierno de las cosas humanas. A veces lo creía con fuerza y otras con debilidad; pero siempre creía que existes y que diriges la marcha de las cosas del mundo, aunque no sabía qué es lo que se debe pensar de tu sustancia o de los caminos que llevan a ti o apartan de ti.
3. Por eso, siendo yo débil e incapaz de encontrar la verdad con las solas fuerzas de mi razón, comprendí que debía apoyarme en la autoridad de las Escrituras y que tú no habrías podido darle para todos los pueblos semejante autoridad si no quisieras que por ella te pudiéramos buscar y encontrar. En los últimos días había yo oído explicaciones muy plausibles sobre aquellas necias objeciones que antes me habían perturbado y me encontraba dispuesto a poner la oscuridad de ciertos pasos de la Escritura a la cuenta de la elevación de los misterios y, por eso mismo, tanto más venerable y digna de fe me parecía la Escritura, cuanto que por una parte, quedaba accesible a todos y por otra reservaba la intelección de sus secretos a una interpretación más profunda. A todos está abierta con la simplicidad de sus palabras y la humildad de su estilo, con la cual ejercita, sin embargo, el entendimiento de los que no son superficiales de corazón; a todos acoge en su amplio regazo, pero a pocos encamina a ti por angostas rendijas. Pocos, que serían muchos menos si ella no tuviera ese alto ápice de autoridad ni atrajera a las multitudes al seno de su santa humildad.
Tú estabas a mi vera cuando pensaba yo todo esto; yo suspiraba y tú me oías; yo andaba flucutuando y tú me gobernabas, sin abandonarme cuando iba yo por el ancho camino de este siglo.
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CAPITULO VI
1. Avido estaba yo entonces de honores y de ganacias; ardía por el matrimonio, pero tú te burlabas de mí. Con todas esas concupiscencias pasaba yo por amargas dificultades y tú me eras tanto más propicio cuanto que menos permitías que me fuera dulce lo que no eras tú. Ve mi corazón, Dios mío, que has querido que yo recordara todo esto para confesártelo. Adhiérase a ti mi alma, pues me sacaste de tan pegajoso y tenaz engrudo de muerte.
¡Cuán mísera era entonces mi alma! Y tú hacías todavía más punzante el dolor de mi herida para que dejándolo todo me convirtiera a ti, ser soberano sin el cual nada existiría y, para que convertido, quedara sano. Era pues yo bien miserable. ¡Y con qué violencia hiciste que sintiera mi miseria aquel día en que me preparaba yo a recitar un panegírico del emperador en el cual muchas mentiras iba a decir para ganarme el favor de quienes sabían que mentía! Con este anhelo pulsaba mi corazón, encendido en la fiebre de pestilenciales pensamientos, cuando al pasar por una callejuela de Milán vi a un mendigo, borracho ya según creo, que lleno de jovialidad decía chistes. Al verlo se me escapó un gemido. Empecé a hablar con los amigos que me acompañaban sobre los pesados sinsabores que nos venían de nuestras locuras; pues con todos aquellos esfuerzos y cuidados como el que en ese momento me oprimía (pues estimulado por mis deseos iba cargando el fardo de mi infelicidad, que se aumentaba hasta la exageración) no buscábamos otra cosa que conseguir aquella descuidada alegría y que aquel mendigo había llegado ya a donde nosotros acaso no lograríamos nunca. Esa especie de felicidad temporal que él había logrado con unas pocas monedas habidas de limosna andaba yo buscando por largos rodeos y fragosos caminos.
2. Aunque, una alegría verdadera no la tenía, por cierto, aquel mendigo; pero yo, con todas mis ambiciones estaba aún más lejos que él de la verdadera alegría. El estaba alegre cuando yo andaba ansioso; él se sentía seguro mientras yo temblaba. Y si alguien me hubiera preguntado entonces qué prefería yo: si estar alegre o estar triste, le habría respondido que estar alegre. Pero si de nuevo me interrogara sobre si querría yo ser como aquel mendigo o más bien ser lo que yo era y como era, le habría yo de cierto contestado que prefería ser yo mismo y como era, no obstante lo abrumado que me tenían mis muchos temores. Y en tal respuesta no habría habido verdad, sino sólo perversidad. No podía yo tenerme en más que él por el solo hecho de ser más docto, sino que me gozaba en agradar a los demás y lo que realmente me importaba no era enseñarles algo, sino tan sólo agradarles. Por eso me rompías tú los huesos con el duro báculo de tu disciplina.
¡Lejos pues de mí los que me dicen que es muy importante saber las causas de nuestra alegría! El mendigo aquel se alegraba por su borrachera, pero tú querías gozar de la gloria. Pero, ¿de qué gloria, Señor? Pues, de la que te negamos cuando buscamos la gloria fuera de ti. Porque así como la alegría de aquel beodo no era verdadera alegría, así tampoco era gloria verdadera la que andaba yo buscando con tan grande perturbación de mi espíritu. Aquel iba a digerir su vino aquella misma noche; yo en cambio iba a dormirme con mi ebriedad y a despertar con ella, para seguir así con ella durmiendo y despertando. Y esto, Señor, ¡por cuánto tiempo!
Con todo, es importante conocer cuál es la causa de nuestra alegría. Yo sé cuán grande es la diferencia que media entre la esperanza fiel y toda aquella vanidad. Pero esta distancia la había entre aquel beodo y yo. Más feliz que yo era él, no solamente porque podía expandirse en risas mientras a mí me desgarraba toda clase de cuidados, sino también porque él, con buena elección, había comprado su buen vino, mientras que yo buscaba una gloria vanidosa por medio de mentiras.
Muchas cosas dije entonces a mis caros amigos en esta línea de pensamiento y con frecuencia me preguntaba a mí mismo cómo me iba, sólo para tener que admitir que me iba mal; con esto me dolía y este dolor aumentaba mis males. Hasta el punto de que si algo próspero me venía al encuentro sentía fastidio de tenderle la mano, pues antes de yo tocarlo, se había desvanecido.
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CAPITULO VII
1. De todas estas miserias nos lamentábamos juntos los que vivíamos unidos por el lazo de la amistad; pero con mayor familiaridad que con otros hablaba yo con Alipio y con Nebridio. Alipio había nacido en la misma ciudad que yo, era un poco mayor que yo y sus padres eran principales en el municipio. El había estudiado conmigo en nuestra ciudad natal y más tarde en Cartago. El me quería mucho porque le parecía yo bueno y docto y yo lo amaba a él por su buen natural y por una virtud que lo hacía señalarse no obstante su juventud. Pero el vórtice de las costumbres cartaginesas, en las cuales tanta importancia se daba a toda suerte de frivolidades, lo había absorbido con una insana afición por los juegos circenses. Mientras él se revolvía en aquella miseria tenía yo establecida ya mi escuela pública de Retórica, a la cual no asistía él a causa de ciertas diferencias que habían surgido entre su padre y yo. Bien comprobado tenía yo el pernicioso delirio que tenía él por los juegos del circo y yo sentía angustia de pensar que tan bellas esperanzas pudieran frustrarse en él, si acaso no estaban ya del todo frustradas. Pero no tenía manera de amonestarlo o de ejercer sobre él alguna presión para sacarlo de aquello, ni por el afecto de la amistad ni por el prestigio de mi magisterio.
Creía yo que él pensaba de mí lo mismo que su padre, pero en realidad no era así y por eso, pasando por encima de la voluntad de su padre, comenzó a saludarme y a visitar mi clase; escuchaba un poco y luego se marchaba. Ya para enonces se me había olvidado mi propósito de hablar con él para exhortarlo a no desperdiciar su buen ingenio con aquel ciego y turbulento amor por los espectáculos.
2. Pero tú, Señor, que presides el destino de todo cuanto creaste, no te habías olvidado de quien iba a ser más tarde entre tus hijos ministro de tus sagrados misterios. (1) Y para que su corrección no pudiera atribuirse a nadie sino a ti, quisiste valerte de mí para conseguirla, pero no sabiéndolo yo. Sucedió pues cierto día estando yo sentado en el lugar de costumbre y rodeado de mis discípulos llegó él, saludó y se sentó poniendo toda su atención en lo que se estaba tratando. Y dio la casualidad de que tuviera yo entre las manos un texto para cuya explicación en forma clara y amena me pareció oportuno establecer un símil con los juegos circenses y me valí de expresiones mordaces y sarcásticas sobre los que padecen la locura del circo. Bien sabes tú, Señor, que al hacerlo, para nada pensaba en la corrección de Alipio ni en librarlo de aquella peste; pero él se lo apropió todo inmediatamente, creyendo que por nadie lo decía yo sino por él y lo que otro habría tomado como razón para irritarse conmigo lo tomó, joven honesto como era, como motivo de enojarse consigo mismo y de amarme más a mí. Bien lo habías tú dicho mucho antes y consignado en tus Escrituras: Reprende al sabio y te amará por ello (Pr 9, 8).
Yo, empero, no lo había reprendido. Pero tú te vales de todos, sabiéndolo ellos o no, según el orden justísimo que tienes establecido. De mi corazón y de mi lengua sacaste carbones ardiendo para cauterizar y sanar aquella mente que estaba enferma, pero también llena de juventud y de esperanzas. Que nadie se atreva a cantar tus loores si no considera tus misericordias como lo hago yo ahora, confesándotelo todo desde lo hondo de mis entrañas.
Así pues, al oir mis palabras se arrancó Alipio con fuerza de aquella fosa profunda en la cual con tanta complacencia se había ido hundiendo cegado por un miserable placer; con temperante energía sacudió de su ánimo las sordideces del circo y nunca se le vió más por allí. Después venció la resistencia de su padre y obtuvo su consentimiento para alistarse entre mis discípulos y con ello se vio envuelto en la misma superstición que yo, pues le gustaba la ostentación de austeridad que hacían los maniqueos, que tenía por sincera. Pero no había tal. Era un error que seducía almas preciosas pero inexpertas de la virtud y fáciles de engañar por apariencias superficiales de una virtud simulada y no real.
(1) Alipio fue consagrado obispo de Tagaste, según Baronio, el año 394.
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CAPITULO VIII
1. Alipio, siguiendo el camino de los honores de la tierra que tanto le habían ponderado sus padres, me precedió en el viaje a Roma, a donde fue para aprender el Derecho. Allí recayó de la manera más increíble en el increíble frenesí de los juegos gladiatorios. Pues, como manifestara su aversión y detestación por aquellos espectáculos, algunos entre sus amigos y condiscípulos a quienes encontró cuando ellos regresaban de una comilona, con amistosa violencia vencieron su vehemente repugnancia y lo llevaron al anfiteatro en dias en que se celebraban aquellos juegos crueles y funestos. Alipio les decía: "Aunque llevéis mi cuerpo y lo pongáis allí no podréis llevar también mi alma, ni lograr que mis ojos vean semejantes espectáculos. Estaré allí, si me lleváis, pero ausente y así triunfaré de ellos y también de vosotros". Mayor empeño pusieron ellos en llevarlo, acaso con la curiosidad de saber si iba a ser capaz de cumplir su palabra.
2. Alipio les mandó entonces a sus ojos que se cerraran y a su espíritu que no consintiera en tamaña perversidad; pero por desgracia no se tapó también los oídos; porque en el momento de la caída de un luchador fue tal el bramido de todo el anfiteatro que Alipio, vencido por la curiosidad y creyendo que podía vencer y despreciar lo que viera, abrió los ojos y con esto recibió en el alma una herida más grave que la que en su cuerpo había recibido el luchador cuya caída desatara aquel clamor que a Alipio le entró por los oídos y lo forzó a abrir los ojos para ver lo que lo iba a deprimir y dañar. Su ánimo tenía más audacia que fortaleza y era tanto más débil cuanto más había presumido de sus propias fuerzas en vez de contar sobre las tuyas. Y así aconteció que al ver aquella sangre bebió con ella la crueldad y no apartó la vista, sino que más clavó los ojos; estaba bebiendo furias y no caía en la cuenta; se gozaba con la ferocidad de la lucha y se iba poco a poco embriagando de sangriento placer. Ya no era el que era antes de llegar al circo, sino uno de tantos en aquella turba y auténtico compañero de los que lo habían llevado allí. ¿Para qué decir más? Alipio vio, gritó, se enardeció y de todo ello sacó una locura por volver al circo no sólo con los que a él lo habían llevado, sino también sin ellos y llevando él mismo a otros.
Y de esto, sin embargo, con mano fortísima y misericordiosa lo liberaste tú y le enseñaste a no confiar en sus propias fuerzas sino solamente en las tuyas. Pero esto fue mucho después.
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CAPITULO IX
1. El recuerdo de esta experiencia le quedó en la memoria como medicina para lo porvenir. Cuando ya asistía él a mis clases en Cartago sucedió que en cierta ocasión, a mediodía, ensayaba él en el foro lo que luego tenía que recitar, al modo como suelen hacerlo los estudiantes. Entonces permitiste tú que fuera aprehendido por los guardianes del foro como ladrón y pienso que tu motivo para permitirlo fue el de que un hombre que tan grande iba a ser en tiempos posteriores comenzara a aprender que un juez no siempre puede en un litigio juzgar con facilidad y que un hombre no ha de ser condenado por otro con temeraria credulidad.
Es el caso que cierto día se paseaba él sólo delante de los tribunales con su punzón y sus tablillas cuando un jovenzuelo de entre los estudiantes, que era un verdadero ladrón, entró sin ser visto por Alipio hasta los canceles de plomo que dominan la calle de los banqueros; llevaba escondida un hacha y con ella comenzó a cortar el plomo. Al oír el ruido de los golpes, los banqueros que estaban debajo comenzaron a agitarse y mandaron a los guardias con la orden de aprehender al que encontrasen. El ladronzuelo al oír las voces huyó rápidamente dejando olvidado su instrumento para que no lo pillaran con él en la mano.
2. Pero Alipio, que no lo había visto entrar pero sí salir y escapar rápidamente y, queriendo averiguar de qué se trataba, entró al lugar y encontrando el hacha la tomó en la mano y la estaba examinando. En esto llegan los guardias y lo encuentran a él sólo con el hacha en la mano. Lo detienen pues, y se lo llevan pasando por en medio de la gente que había en el foro y que se había aglomerado, para entregarlo a los jueces como ladrón cogido en flagrante delito. Pero hasta aquí llegó y de quí no pasó la lección que querías darle y saliste a la defensa de una inocencia cuyo único testigo eras tú. Porque mientras se lo llevaban a la cárcel o al suplicio, les vino al encuentro un arquitecto que tenía a su cargo la alta vigilancia sobre los edificios públicos. Alegráronse ellos del encuentro, pues él solía sospechar que fueran ellos mismos los que se robaban lo que desaparecía del foro: ahora, pensaban, iba a saber por sí mismo quién era el ladron.
3. Pero el arquitecto conocía a Alipio por haberlo encontrado varias veces en la casa de cierto senador que él visitaba con frecuencia. Lo reconoció al instante, le tendió la mano y lo sacó de entre la multitud. Se puso a investigar la razón del incidente y, cuando Alipio le hubo dicho lo acontecido, mandó a todos los que estaban gritando y amenazando con furia que lo acompañaran a la casa del muchacho que había cometido el delito. A la puerta de la casa estaba un chiquillo muy pequeño, que ningún daño podía temer de su amo si lo decía todo y él había estado con el delincuente en el foro.
Alipio lo reconoció luego y se lo indicó al arquitecto y éste, mostrándole el hacha, le preguntó al chiquillo de quién era. "Es nuestra", le contestó éste y sometido a interrogatorio, contó todo el resto. De esta manera se transfirió la causa de aquella familia y fueron confundidas las turbas que ya creían haber triunfado sobre un futuro dispensador de tus miembros, que había más tarde de examinar muchas causas en tu Iglesia. De este caso salió el futuro juez instruido y con una preciosa experiencia.
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CAPITULO X
1. Lo había yo pues encontrado en Roma y se adhirió a mí con fortísimo vínculo y se fue conmigo a Milán, pues no quería abandonarme y, además, para ejercer un poco el Derecho que había aprendido más por deseo de sus padres que por su propio deseo. Después de esto había llegado a ejercer el cargo de consiliario con una integridad que a todos admiraba y les servía de ejemplo, pues manifestaba suma extrañeza por los magistrados que estimaban más el dinero que la inocencia. También fue sometido a prueba su carácter, no sólo con los atractivos de la sensualidad, sino también por la presión del terror.
2. Alipio asesoraba entonces en Roma al administrador de los bienes imperiales. Y sucedió que había allí un senador muy poderoso que tenía sometidos a muchos o por hacerles beneficios o por la intimidación. Este señor confiando en su fuerza política pretendió una vez salirse con algo que estaba prohibido por la ley y Alipio le resistió. Se le hicieron promesas, pero las desechó con una sonrisa; le hicieron amenazas, pero él las despreció con gran admiración de todos, pues nadie estaba acostumbrado a ver semejante energía para enfrentarse a un hombre que se había hecho célebre por la fuerza que hacía a la gente y los grandes recursos con que contaba para favorecer o perjudicar; les parecía increíble que alguien ni quisiera ser amigo ni temiera ser enemigo de un hombre tan poderoso. El juez mismo de quien Alipio era consejero no quería plegarse a las demandas del senador, pero tampoco quería oponerse abiertamente; así que se descargó en Alipio, diciendo que no lo dejaba obrar. Lo cual, además, era cierto, pues de haber cedido el juez, Alipio habría dimitido.
Una sola tentación tuvo que combatir y fue la que le vino de su afición a las letras; pues de haber cedido a las demandas del senador, con la paga que éste le ofrecía, se habría podido procurar ciertos códices que deseaba poseer. Pero arendió a la justicia y rechazó la idea; pensaba que a la postre más útil le era la justicia que le cerraba el paso que no la influencia de un poderoso que todo se lo permitía.
Poca cosa era eso; pero el que es fiel en lo poco lo será también en lo mucho (Lc 16, 10); y nunca será vana la palabra de verdad que nos vino de ti cuando dijiste: Si no habéis sido fieles con la riqueza mal habida ¿quién os encomendará la riqueza verdadera? Y si no habéis sido fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo que es vuestro? (Lc 16, 11-12).
Tal era entonces Alipio, unido a mí por estrechísima amistad. Ambos estábamos en la perplejidad y ambos nos preguntábamos qué género de vida teníamos que llevar.
Nebridio, por su parte, había dejado su ciudad natal, cercana a Cartago y a Cartago misma que con frecuencia solía visitar; había dejado también su casa y renunciado a la herencia de un magnífico campo de su padre. Su madre no quiso seguirlo cuando él se vino a Milán no por otra razón, sino porque quería vivir conmigo en el mismo fervoroso empeño por alzanzar la verdad y la sabiduría. Nebridio participaba en nuestras vacilaciones y ardoroso como era y escrutador acérrimo de las cuestiones más difíciles suspiraba a una con nosotros por la consecución de una vida feliz. Eramos tres indigentes con la boca llena de hambre, que mutuamente se comunicaban su pobreza y sus anhelos, en la esperanza de que tú les dieras el alimento en el tiempo oportuno (Sal 144, 15). Y en medio de la amargura que por misericordia tuya se producía de nuestra mundana manera de vivir, cuando considerábamos el fin que con todo ello nos proponíamos se abatían sobre nosotros las tinieblas. Nos volvíamos gimiendo hacia otra parte y decíamos: "¿Cuánto durará todo esto?". Así decíamos con mucha frecuencia; pero por mucho que lo dijéramos no nos resolvíamos a dejar nuestro modo de vida, pues no alcánzabamos a ver una luz cierta que dejándolo todo pudiéramos seguir.
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CAPITULO XI
1. Admirábame yo considerando el largo tiempo transcurrido desde que yo, a los diecinueve años, con tanto ardor había comenzado el estudio de la sabiduría con el propósito firme, si la encontraba, de abandonar a las falaces esperanzas y a la mentida locura de los falsos placeres. Y ya andaba en los treinta años ahora y no salía del lodazal.
Desde mis diecinueve años estaba yo entregado al goce de los bienes del momento presente, que se me escurrían entre las manos dejándome distraído y disperso. Y yo me decía: "Mañana la tendré, mañana se me aparecerá y me abrazaré a ella, mañana llegará Fausto y me lo explicará todo". ¡Oh, varones ilustres de la Academia que decís que ninguna certidumbre podemos alcanzar para dirigir la vida! Pero no. Debemos, bien al contrario, buscar con mayor diligencia y sin desesperar. Ya no me parecen absurdas en los libros eclesiásticos las cosas que antes me lo parecían y que pueden ser entendidas con toda honradez de otra manera. Asentaré entonces mis pies en el paso en que de niño me pusieron mis padres, en espera de que la verdad se me haga ver claramente.
2. Pero, ¿dónde y cuándo buscar la verdad? Ambrosio no tiene tiempo y yo no tengo facilidades para leer. ¿En dónde podría yo conseguir los códices, en dónde comprarlos o a quién pedirlos prestados? Y será, además, preciso determinar un tiempo y señalar horas fijas para dedicarlas a la salud de mi alma.
Todo esto me decía, pues se había levantado en mi alma una grande esperanza desde el momento en que comprobé que la fe católica no afirma los errores de que vanamente la acusábamos. Sus doctores reprueban resueltamente la idea de que Dios tenga figura corporal de hombre y que en ella se termine. ¿Cómo dudar entonces de que inquiriendo más las demás puertas también se me tenían que abrir? Y me decía para mí mismo: "Las horas de la mañana me las ocupan los estudiantes y no me quedan para el estudio de la verdad sino las horas de la tarde. Pero, por otra parte, sólo por la tarde puedo saludar a mis amigos y visitar a las personas importantes cuya ayuda necesito y sólo por las tardes puedo preparar los trabajos que me compran mis alumnos. Además, sólo por las tardes puedo reparar mis fuerzas descansando de la tensión de mis preocupaciones".
Así me hablaba a mí mismo. Pero decidí que no. Me dije: "Que todo se pierda, si se ha de perder; pero tengo que dejar todas estas vanidades para consagrarme al estudio de la verdad. Esta vida es miserable, la muerte es algo incierto; si se me viene encima de repente, ¿cómo saldré de todo esto y en dónde aprenderé lo que no aprendí en esta vida? ¿No tendría yo que pagar por semejante negligencia? ¿Y qué, si la muerte da fin a todos nuestros cuidados amputándonos el sentimiento? Todo esto lo tengo que averiguar. Pero no es posible semejante anulación, pues las cosas, tantas y tan grandes que Dios ha hecho por nosotros no las hiciera si con la muerte del cuerpo viniera también la aniquilación del alma; ni es cosa vana y sin sentido la grande autoridad del crisitanismo por todo el orbe. ¿De dónde me viene pues esta vacilación para dejar de lado las esperanzas del mundo y consagrarme a la búsqueda de Dios y de la vida feliz?".
3. "Pero, aguarda: todas estas cosas mundanas son agradables y tienen su encanto; no sería prudente cortarlas con precipitación, ya que existe el peligro de tener que volver vergonzosamente a ellas. No me sería difícil conseguir algún puesto honorable y más cosas que pudiera desear; tengo muchos amigos influyentes que podrían fácilmente conseguirme una presidencia. Podría yo también casarme con una mujer que tuviera algún patrimonio, para que no me fuera gravosa con sus gastos y con esto tendría satisfechos todos mis deseos. Hay, además, muchos varones grandes y dignos de imitación, que no obstante vivir casados han podido consagrarse a la sabiduría".
4. Mientras todas estas razones revolvía yo en mi mente con muchos cambios de viento que empujaban mi corazón de aquí para allá, dejaba pasar el tiempo y difería mi conversión. Dejaba siempre para mañana el vivir en ti y esta dilación no me impedía morir en mí mismo un poco cada día. Deseando la vida feliz, tenía miedo de hallarla en su propia sede y huía de ella mientras la buscaba. Pensaba que sin los abrazos de una mujer sería yo bien miserable pues para nada pensaba, por no haberla experimentado, en la medicina de tu misericordia para sanar la enfermedad de la concupiscencia. Tenía la idea de que la continencia es posible naturalmente para quien tiene fuerza de carácter y yo no tenía la menor conciencia de poseerla. En mi necedad, ignoraba yo que tú habías dicho: Nadie puede ser continente si tú no se lo concedes (Sb 8, 21). Y la continencia me la habrías ciertamente concedido de pulsar yo con gemidos interiores la puerta de tus oídos, arrojando en ti, con sólida fe, todos mis cuidados.
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CAPITULO XII
1. Alipio me disuadía de tomar mujer. Pensaba que la vida del matrimonio no era compatible con una tranquila seguridad en el amor de la sabiduría, que era el ideal que nos habíamos propuesto. Es de notar que entonces era Alipio de una castidad admirable. Había ciertamente tenido en su adolescencia conocimiento de lo que es el concúbito, pero no se había quedado ahí, sino que más bien se había dolido de ello; lo había menospreciado y había vivido desde entonces en estricta continencia. Pero yo le resistía, alegando el ejemplo de hombres casados que habían merecido favores de Dios, se comportaban con fidelidad y amaban a sus amigos. Muy lejos andaba yo de tal grandeza de ánimo. Esclavizado por el morbo de la carne y sus mortíferas suavidades arrastraba mis cadenas con mucho miedo de romperlas y, así como una herida muy maltratada rehúsa la mano que la cura, así yo rechazaba las palabras del buen consejero que quería soltar mis cadenas.
2. Pero además, la serpiente le hablaba a Alipio por mi medio; por mi boca le presentaba y sembraba en su camino lazos agradables en los que pudieran enredarse sus pies honestos y libres. Porque él se asombraba de que yo, a quien en tanta estima tenía, estuviera tan preso en el engrudo de los torpes placeres y, que cuantas veces tocábamos el tema, le dijera que no me era posible vivir en el celibato. Le asombraba el que yo me defendiera de su extrañeza afirmando que no había comparación posible entre su experiencia y las mías. La suya, decía yo, había sido furtiva, no continuada y, por eso no la recordaba ya bien y podía condenarla con tanta facilidad; la mía, en cambio, era una recia costumbre del deleite y si se legalizaba con el honesto nombre de matrimonio, debía serle comprensible que no desdeñara yo ese género de vida.
Entonces comenzó él mismo a desear el matrimonio no vencido por la lujuria, sino por mera curiosidad. Decía tener vivo deseo de saber qué podía ser aquello sin lo cual mi vida, para él tan estimable, para mí no era vida, sino condena.
3. Libre como era, sentía una especie de estupor ante las ataduras de mi esclavitud y por esta admiración iba entrando en él el deseo de conocer por sí mismo una experiencia que de haberla él tenido habría acaso dado con él en la misma servidumbre en que yo estaba; pues quería también él hacer un pacto con la muerte y el que ama el peligro en el perecerá (Si 3, 26). Ni él ni yo le concedíamos real importancia a lo que hace la dignidad del matrimonio, que es la compostura de la vida y la procreación de los hijos. A mí, en mi esclavitud, me atormentaba con violencia la costumbre de saciar una concupiscencia insaciable; a él lo arrastraba hacia el mal aquella su admiración por mí. Y así fuimos, hasta que tú, ¡oh, Señor Altísimo!, tuviste misericordia de nuestra miseria y por admirable manera viniste a socorrernos.
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CAPITULO XIII
1. Muy vivas instancias se me hacían para que tomase mujer. La pedía yo y me la prometían. De esto se ocupaba sobre todo mi madre, que veía en mi matrimonio una preparación para el bautismo saludable. Sentía con gozo que estaba yo cada día mejor dispuesto para él y esperaba que llegado yo a la fe se cumplirían sus votos y las promesas que tú le habías hecho. Y un día, por mis ruegos y por su propio vivo deseo te pidió con clamores del corazón que le indicaras algo en sueños sobre mi futuro matrimonio, pero tú no quisiste.
2. Algunas visiones tenía, vanas y fantásticas como las que suele engendrar por su propio ímpetu el espíritu del hombre y me contaba estos sueños, pero no con la confianza con que solía cuando tú le mostrabas las cosas. Y yo no le hacía caso. Decíame ella que podía discernir, por no sé qué misterioso sabor imposible de explicar, la diferencia entre sus revelaciones y sus propios sueños. De todas maneras, seguía ella en su insistencia y hasta llegó a pedir para mí a una doncellita dos años menor de lo necesario para casarse; era ella muy agradable y esperábamos que creciera hasta llegar a la edad núbil, para casarme con ella.
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CAPITULO XIV
1. Habíamos discutido con frecuencia en un grupo de amigos sobre lo molesta y detestable que era aquella vida turbulenta y revolvíamos en el ánimo el proyecto de alejarnos de la multitud para llevar en la soledad una vida tranquila y fecunda. Habíamos pensado contribuir con lo que cada uno tuviera para formar con lo de todos un patrimonio común, de modo que por nuestra sincera amistad no hubiera entre nosotros tuyo y mío, sino que todo fuera de todos y de cada uno. Hasta diez personas podíamos asociarnos en esta compañía y entre nosotros los había que eran bien ricos; especialmente Romaniano, paisano mío y amigo desde la infancia, que por asunto de sus negocios había venido a la corte. El era el más entusiasta y su insistencia tenía grande autoridad precisamente porque su fortuna superaba la de los otros.
2. También teníamos planeado que dos de entre nosotros se turnaran cada año, como lo hacen los magistrados, en el cuidado de lo necesario al bien común, para que los otros pudieran estar quietos y descuidados. Pero en un momento dado nos tuvimos que preguntar si tal proyecto nos lo iban a permitir las mujeres; pues algunos ya tenían la suya y yo esperaba tener la mía. Entonces todo el proyecto se nos deshizo entre las manos, se vino por tierra y fue desechado. Y con esto volvimos al gemido y al suspiro. Volvieron nuestros pasos a transitar los trillados caminos del mundo. En nuestros corazones iban y venían los pensamientos, al paso que tu consejo permanece eternamente (Sal 32, 11). En tu consejo te reías de lo nuestro y preparabas lo tuyo, pues nos ibas a dar el alimento en el tiempo oportuno, abriendo tu mano para llenar nuestra almas de bendición.
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CAPITULO XV
Mientra tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había regresado a Africa no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz, no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo amante del matrimonio mismo, sino sólo escalvo de la sensualidad, me procuré otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un dolor seco y desesperado.
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CAPITULO XVI
1. A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a sacarme del cieno y lavarme, pero yo no lo sabía. Lo único que me estorbaba hundirme todavía más en la ciénaga de los placeres carnales era el temor a la muerte y a tu juicio después de ella, que nunca, no obstante la volubilidad de mis opiniones, llegué a perder. Y conversaba con Alipio y Nebridio, mis amgios, sobre los confines del bien y del mal y en mi ánimo le hubiera dado la palma a Epicuro si no creyera lo que él nunca quiso admitir, que muerto el cuerpo, el alma sigue viviendo.
2. Y me decía a mí mismo: "Si fuéramos inmortales y viviéramos en una continua fiesta de placeres carnales sin temor de perderlos, ¿no seríamos, acaso, felices? ¿Qué otra cosa podríamos buscar?". Ignoraba yo que pensar de este modo era mi mayor miseria. Ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior. Ni consideraba, mísero de mí, de qué fuente manaba el contento con que conversaba con mis amigos aun sobre cosas sórdidas; ni que me era imposible vivir feliz sin amigos, ni siquiera en el sentido de abundancia carnal que la felicidad tenía entonces para mí. Pues a estos amigos los amaba yo sin sombra de interés y sentía que de este modo me amaban también ellos a mí.
3. ¡Oh, tortuosos caminos! ¡Desdichada el alma temeraria que se imaginó que alejándose de ti puede conseguir algo mejor! Se vuelve y se revuelve de un lado para otro, hacia la espalda y boca abajo y todo le es duro, pues la única paz eres tú. Y tú estás ahí, para librarnos de nuestros desvaríos y hacernos volver a tu camino; nos consuelas y nos dices: ¡Vamos! ¡Yo los aliviaré de peso, los conduciré hasta el fin y allí los liberaré!