CAPÍTULO V

TODA LA FORMA ANTIGUA DEL REGIMEN ECLESIÁSTICO HA SIDO DESTRUIDA POR LA TIRANÍA DEL PAPADO

l. Quiénes y cuáles son los que se llama al episcopado en la Iglesia romana
Es menester ahora exponer el orden del gobierno eclesiástico que actualmente sigue la corte romana y cuantos de ella dependen, y el modelo de su jerarquía, de que ellos tanto se jactan, para comparado con el que hemos demostrado que se observaba en la Iglesia antigua. Por esta comparación se verá claramente qué Iglesia tienen los que se ufanan y glorían de tener la exclusiva de este título, y tan orgullosos se muestran para oprimimos y hundimos del todo.
Será conveniente comenzar por la vocación, para que se vea quiénes y de qué clase son los llamados al ministerio, y por qué medios llegan a él. Después veremos cómo desempeñan su oficio.
Daremos el primer lugar a los obispos, aunque con ello no van a ganar mucha honra. Ciertamente mi deseo sería que el comenzar por ellos les sirviese de título de honor; pero la materia es tal, 'que no se puede tocar sin que de ello se siga una ignominiosa afrenta. Sin embargo, no olvidaré hacer lo que he propuesto: o sea, enseñar simplemente, y no hacer largas invectivas, de lo que me abstendré en lo posible.
Para entrar ya en materia, desearía que alguien, que no sea un descarado, me respondiese qué obispos son los que hoy comúnmente se eligen. Examinar su doctrina es evidentemente algo ya muy viejo y casi inexistente. Y si en algo se tiene en cuenta la doctrina, no es sino para elegir a algún jurista, el cual entiende más de juicios y de cancillerías, que de predicar en el templo. Es una cosa bien sabida, que de cien años a esta parte, apenas se hallará uno entre cien obispos que esté versado en la Sagrada Escritura. Y no hablo de lo que antes sucedía; no porque las cosas estuviesen mejor, sino porque nuestra discusión versa sobre el estado de la Iglesia actual.
Si miramos su vida, veremos que no ha habido muchos, o casi ninguno, que no hubiera sido juzgado indigno del oficio a tenor de los cánones antiguos. El que no ha sido borracho, ha sido lascivo; y si alguno estaba limpio de todos estos vicios, o se entregaba a jugar a las cartas, o a la caza; o eran de vida disoluta. Sin embargo, los cánones antiguos, por faltas menores que éstas prohíben a uno ser obispo.
Pero aún es mucho más absurdo, que niños de apenas diez años sean obispos. Y ha llegado a tal punto la desvergüenza o necedad, que sin reparo han admitido una cosa tan torpe y monstruosa, que va contra todo sentimiento y razón. Por aquí se puede ver cuán santas habrán sido sus elecciones, en las que ha existido una negligencia tan supina.

2. El pueblo despojado de sus derechos en la elección de los obispos
Además, se ha perdido toda la libertad que el pueblo tenía en la elección de los obispos. Ya no existe ni el recuerdo de voces, ni votos, de consentimiento o aprobación, ni cosas semejantes. Toda la autoridad reside en los canónigos. Ellos dan los obispados a quien les place. Al elegido, lo muestran al pueblo; mas, ¿para qué?; será para que lo adoren, no para examinado.
Ahora bien, León es contrario a todo esto al decir que va contra toda razón, y que es una introducción violenta y forzada. Y san Cipriano, cuando dice que es de derecho divino que la elección no se haga sin el consentimiento del pueblo, da a entender que todas las elecciones hechas de otra manera se oponen a la Palabra de Dios. Existen muchos decretos y concilios que estrictamente prohíben esto; y ordenan que si se hace, la elección sea inválida. Si todo esto es verdad, se sigue necesariamente que en el papado no hay elección alguna canónica que se pueda aprobar, ni en virtud del derecho divino, ni del humano.
Aunque no hubiese ningún otro mal que éste, ¿cómo podrían excusarse de haber despojado a la Iglesia de su derecho? Dicen que la corrupción del tiempo así lo exigía, pues el pueblo en general más se deja llevar del afecto o del odio en la elección de los obispos que del buen juicio; y por eso esta autoridad se da a unos pocos: al Cabildo de Canónigos.
Aun concediendo que esto fuera remedio para un mal desesperado, sin embargo viendo ellos que el remedio hace más daño que la misma enfermedad, ¿por qué no procuran también remediar este mal? Responden a esto que los cánones prescriben estrictamente a los canónigos el orden que han de guardar en la elección. Dudamos que el pueblo no comprendiera antiguamente que estaba sujeto a leyes muy santas, cuando veía la regla que le era impuesta por la Palabra de Dios para elegir a los obispos. Porque una sola palabra que Dios dijese debía, con toda razón, estimada más sin comparación que cuantos cánones puedan existir. Sin embargo, corrompido por la maldita pasión, no tuvo en cuenta la ley, ni la razón.
De esta misma manera actualmente, aunque hay muy buenas leyes escritas, permanecen arrinconadas y enterradas en el papel. Y entretanto la mayoría observa la costumbre de no ordenar pastores eclesiásticos más que a borrachos, lascivos y jugadores. Y aún es poco lo que digo, pues los obispados y oficios eclesiásticos han sido salario de adulterios y alcahueterías. Porque cuando se dan a cazadores y monteros, la cosa todavía marcha bien. Es inútil defender tales cosas con los cánones.
Repito que el pueblo seguía antiguamente un canon muy excelente cuando la Palabra de Dios le mostraba que el obispo debe ser irreprensible, de sana doctrina, no violento, ni avaricioso (l Tim. 3,2). ¿Por qué, entonces, el cargo de elegir obispo se ha transferido del pueblo a estos señores? Solamente se les ocurre responder que porque la Palabra de Dios no era escuchada entre los tumultos y facciones del pueblo. ¿Por qué, entonces, no se quita actualmente a los canónigos, que no solamente violan todas las leyes, sino que con todo descaro confunden el cielo con la tierra mediante su ambición, su avaricia y sus desordenados apetitos?

3. En cuanto a que esto se introdujo como remedio, no es verdad. Ciertamente leemos que los antiguos tuvieron muchas veces contiendas a causa de las elecciones de los obispos; sin embargo ninguno de ellos pensó jamás en quitar la elección al pueblo, porque tenían otros remedios para impedir este mal, o para remediarlo cuando aconteciese.
La verdad es que el pueblo con el correr del tiempo se fue desentendiendo de la elección, dejando todo el cuidado de la misma a los presbíteros. Estos, al presentárseles la ocasión, abusaron de ella para alcanzar la tiranía que actualmente ejercen, y que han confirmado mediante nuevos cánones. La manera que tienen de ordenar o consagrar a los obispos, no es más que una pura farsa. Porque la apariencia de examen que usan es tan frívola y yana, que no tiene ni fuste para engañar al mundo.
Lo que en algunas partes los príncipes han conseguido de los papas mediante pacto mutuo, para poder nombrar obispos, en esto la Iglesia no ha recibido daño nuevo alguno. Solamente se quita la elección a los canónigos, quienes costra toda ley y razón la habían cogido para si mismos; o mejor dicho, la habían robado. Evidentemente es un ejemplo malo y pernicioso, que sean los cortesanos quienes hacen los obispos. La obligación de un buen príncipe sería abstenerse de semejante corruptela. Es un abuso impropio e inicuo que sea nombrado obispo de una ciudad alguien a quien los ciudadanos nunca han pedido, o por lo menos libremente aprobado. El procedimiento desordenado y confuso que desde hace mucho tiempo se ha mantenido en la Iglesia, es lo que ha dado ocasión a los príncipes para arrogarse el derecho de presentación de los obispos. Porque ellos prefirieron tener la autoridad de conferir los obispados, a que la ejercieran los que tenían menos derecho que ellos, y no menos abusaban de la autoridad.

4. Abusos en la elección de los presbíteros y diáconos
Tal es la alta vocación por la cual los obispos se jactan de ser los sucesores de los apóstoles.
En cuanto a la elección de los presbíteros, dicen que les compete a ellos de derecho; sin embargo esto lo hacen contra la costumbre antigua. Porque ellos ordenan sus presbíteros, no para enseñar, sino para sacrificar. Asimismo, cuando ordenan a los diáconos, no se trata de un oficio propio y verdadero; simplemente los ordenan para ciertas ceremonias, como presentar el cáliz y la patena.
Pero el Concilio Calcedonense ordena que no se hagan órdenes absolutas; quiere decir, que no se ordene a ninguno, sin que se le señale el lagar donde ha de servir. Este decreto es muy útil por dos causas. La primera, para que las iglesias no se carguen de cosas superfluas, y para que lo que se debe repartir entre los pobres no se gaste en mantener gente ociosa. La segunda, para que los que son ordenados entiendan que no son promovidos a honores, sino colocados en un oficio, al cual se obligan mediante un solemne compromiso.
Pero los doctores del papado, que solamente tienen en cuenta su vientre, y que piensan que de ninguna otra cosa debe preocuparse la cristiandad, interpretan que es menester tener título para ser recibidos; quieren decir, renta para ser mantenidos, o por beneficio o por patrimonio. Por esto cuando en el papado ordenan un diácono o un sacerdote sin tener en cuenta dónde ha de servir, no se oponen a recibirlo, con tal que sea suficientemente rico para mantenerse. Pero, ¿quién puede creer que el titulo que exige el Concilio es una renta anual para poder mantenerse?
Asimismo, como los cánones que han hecho después condenaban a los obispos a mantener a los que hubiesen ordenado sin título suficiente, para corregir la excesiva facilidad en recibir a todos los que se presentaban, han inventado un nuevo subterfugio para evitar el peligro; y consiste en que el que pide ser ordenado muestre un título o beneficio cualquiera, prometiendo darse con él por satisfecho. De este modo pierde el derecho a reclamar del obispo el ser alimentado.
Omito infinidad de trampas que aquí se hacen, como cuando algunos amañan falsos títulos de beneficios, de los cuales no podrán obtener cuatro reales de renta al año. Otros toman beneficios prestados con la promesa secreta de restituirlos inmediatamente, aunque muchos no lo hacen; y otros misterios semejantes.

5. Presbíteros y diáconos son nombrados sin funciones definidas y sin preparación suficiente
Mas aunque se suprimiesen estos graves errores, ¿no seria bien absurdo ordenar a un presbítero sin asignarle lugar? Ellos solamente lo ordenan para sacrificar; sin embargo la legítima ordenación de un presbítero es para que gobierne la Iglesia; y la de un diácono, para ser procurador de los pobres. Ellos disponen muy bien cuanto hacen, con mucha pompa y ceremonias, para engañar a los simples fieles y moverlos a devoción; pero, ¿de qué sirven estos engaños entre personas juiciosas, cuando no hay en ello cosa sólida y verdadera? Porque las ceremonias que usan, en parte las han tomado de los judíos, yen parte son inventadas por ellos mismos, cuando valdría más dejarlas a un lado.
Por lo que hace al verdadero examen, al consentimiento del pueblo y a todas las demás cosas verdaderamente necesarias, no se ve de ello ni rastro. De las apariencias que simulan yo hago bien poco caso. Llamo apariencias a todas las necias actitudes y gestos que usan para querer hacer ver que proceden de acuerdo con la costumbre antigua. Los obispos tienen sus provisores o vicarios, que examinan la doctrina de los que piden ser ordenados. ¿Y qué? Preguntan si saben decir bien la misa, si saben declinar un nombre corriente, conjugar un verbo, el significado de una palabra; cosas todas que se preguntan a un muchacho de escuela; pues no es ni necesario que sepan traducir un solo versículo. Y lo que es peor, aun aquellos que no saben dar razón de los primeros rudimentos propios de niños, no serán con todo rechazados, con tal que traigan algún presente, o alguna carta de recomendación.
Otra cosa parecida es lo que sucede, cuando los ordenandos se presentan ante el altar, y les preguntan tres veces en latín si son dignos de aquel honor; y uno, que no los conoce ni jamás los ha visto, responde que lo son. Y esto en latín, aunque el que responde no lo entienda; ni más ni menos que un actor representa su papel en una comedia.
¿De qué se puede acusar a estos santos padres y venerables prelados, sino de que al jugar con estos horribles sacrilegios, se burlan abiertamente de Dios y de los hombres? Pero les parece que como tienen la posesión desde hace tanto tiempo, les es licito cuanto se les antojare. Porque si alguno alza la voz contra una impiedad tan execrable pone en grave peligro su vida, como si hubiese cometido un crimen enorme. ¿Harían esto si pensasen que hay un Dios en el cielo?

6. La colación de los beneficios
En cuanto a la colación de los beneficios, lo cual antiguamente iba unido a la promoción, de la cual ahora se separa completamente, ¿se conducen mejor? Respecto a esto hay procedimientos diversos. No sólo son los obispos los que dan beneficios; y aun cuando ellos los confieran, no siempre tienen autoridad absoluta, pues hay otros que tienen la presentación. En suma, cada uno se lleva lo que puede. Hay también nombramientos para los graduados. Asimismo, resignaciones, unas veces simples, otras con permutación; mandatos, prevenciones, y otras cosas semejantes. En cualquier caso todo sucede de tal manera que ni el Papa, ni los nuncios, obispos, abades, priores, canónigos, ni los patronos’ pueden reprocharse nada el uno al otro.
De esto concluyo que entre ciento apenas se da un soto beneficio en el papado sin simonía, si por simonía entendemos lo que los antiguos entendían. No digo que todos los beneficios se compren con dinero contante y sonante; pero sí desafío a que me muestren uno entre veinte que posea un beneficio sin haberlo adquirido por algún procedimiento ilegitimo. Unos por parentesco, otros por afinidad, otros por el crédito y autoridad de sus padres, y otros por servicios prestados; en resumen, se dan los beneficios no para proveer a las iglesias, sino a los hombres que los reciben. Y por eso se les llama beneficios, declarando abiertamente con la palabra misma, que únicamente se los estima en cuanto presentes gratuitamente otorgados, o como recompensa. Y quiero decir que muchas veces los beneficios son el salario de barberos, cocineros, muleros, y otra gentuza por el estilo.
Además no hay actualmente materia que dé lugar a tantos pleitos y procesos como los beneficios. Hasta tal punto que se puede decir que es la presa tras la cual corren los perros. ¿Es tolerable que se llame pastor de una iglesia a un hombre que ha tomado posesión de ella como si fuera tierra conquistada al enemigo, o que la haya ganado en un pleito, o comprado con dinero, o mediante servicios deshonestos? ¿Y qué decir de los niños recién nacidos, que tienen ya beneficios de sus tíos o parientes, como por sucesión; e incluso a veces, los bastardos los reciben de sus padres?

7. La acumulación de beneficios
¿Se ha visto jamás que el pueblo, por malo y corrompido que fuese, se tomase semejante licencia? Pero es aún más monstruoso que un hombre solo — no digo quién, pero un hombre que no puede gobernarse a sí mismo — tenga a su cargo el gobierno de cinco o seis iglesias. Se pueden ver hoy en día en las cortes de los príncipes, jóvenes alocados que tendrán un arzobispado, dos obispados, tres abadías. Es cosa corriente entre canónigos tener seis o siete beneficios, de los cuales el único cuidado que tienen es cobrar sus rentas.
No les echaré en cara que la Palabra de Dios va contra todo esto, pues hace ya mucho tiempo que les importa bien poco. Tampoco les objetaré que los Concilios antiguos dieron numerosos decretos, castigando rigurosamente tales desafueros, porque se burlan de tales cánones y decretos, cuando bien les parece. Pero sí afirmo que es abominación contra Dios, contra la naturaleza y contra el gobierno de la Iglesia, que un bandido o un ladrón posea él solo varias iglesias, y que se llame pastor a un hombre que no puede ni estar con su rebaño, aunque lo quisiese. Sin embargo, su desvergüenza llega a encubrir con el nombre de la Iglesia suciedades tan hediondas, para que nadie las condene. Y lo que es peor, esta famosa sucesión que alegan, diciendo que la Iglesia se ha conservado entre ellos desde el tiempo de los apóstoles hasta nuestros días, permanece encerrada en estas maldades.

8. Los sacerdotes-monjes están en la incapacidad de cumplir un verdadero ministerio
Veamos ahora con qué fidelidad desempeñan su ministerio; lo cual es la segunda señal por la que se reconoce a los verdaderos pastores.
De los sacerdotes que ordenan, a unos llama’ frailes, a otros seculares. Los primeros fueron por completo desconocidos en la Iglesia antigua. Y de hecho, el oficio de sacerdote de tal manera se opone a la profesión monacal, que cuando en tiempos pasados elegían a un fraile como clérigo, dejaba su primer estado. El mismo san Gregorio, en cuyo tiempo sin embargo ya habían penetrado en la Iglesia muchas corruptelas, no puede sufrir semejante confusión. ti quiere que si uno es elegido abad, abandone el estado clerical; porque, según él dice, nadie puede ser fraile y clérigo a la vez, pues lo uno no se aviene con lo otro.1
Si ahora preguntamos a esta gente cómo cumplirá con su deber aquel a quien los cánones declaran no idóneo para un oficio, ¿qué responderán? Supongo que alegarán los decretos abortivos de Inocencio y de Bonifacio, que admiten a los monjes a la ordenación sacerdotal, con tal que permanezcan en sus monasterios. ¿Pero es razonable que un asno cualquiera sin formación ni prudencia, por el hecho de sentarse en la sede de Roma eche por tierra todos los decretos antiguos? Pero de esto hablaremos después. Baste al presente afirmar, que cuando la Iglesia no estaba tan corrompida como ahora, se tenía por cosa absurda que un fraile fuese sacerdote. San Jerónimo niega que desempeña el oficio de sacerdote mientras vivía entre monjes, sino que se equipara a los fieles, para ser gobernado por los sacerdotes.2
Mas, aun perdonándoles esta falta, ¿cómo desempeñan su cargo? Algunos entre los mendicantes, y otros, predicando; los demás, no sirven más que para cantar o murmurar entre dientes sus misas en sus cavernas. Como si Jesucristo hubiera querido que sus presbíteros fueran ordenados para esto, o el oficio lo llevase naturalmente consigo. La Escritura dice bien claramente que el oficio y la obligación del presbítero es gobernar la Iglesia (Hch. 20, 28). ¿No es, pues, una impía profanación torcer a otro fin, o mejor dicho, cambiar y obstruir del todo la santa institución del Señor? Porque cuando los ordenan, expresamente les prohíben lo que el Señor manda que hagan todos sus presbíteros. Y que esto es así, se ve por esta lección que les recitan: el fraile debe contentarse con permanecer en su monasterio; no intente enseñar, ni administrar los sacramentos, ni ejercer oficio alguno público.3
Nieguen, si se atreven, que es burlarse abiertamente de Dios hacer a uno presbítero, para que jamás ejerza su oficio, y que un hombre tenga el título de una cosa que no puede conseguir.

1 Gregorio Magno, Carta XI.
2 Carta de Epifanio de Chipre al obispo Juan de Jerusalem, traducida por Jerónimo, Carta LI.
3 Pseudo-Basilio de Cesárea, Constituciones Monásticas, cap. IX.

9. La mayoría de los sacerdotes seculares, no se ocupa de ningún ministerio verdadero
En cuanto a los sacerdotes seculares, unos son beneficiados, como ellos los llaman; es decir, que ya tienen beneficios con que proveer a sus estómagos; los otros, sin beneficios, jornaleros que ganan su vida cantando, diciendo misas, oyendo confesiones, enterrando muertos, y haciendo cosas semejantes.
De los beneficios, unos tienen cura de almas, como los obispos y los párrocos; otros son salario de gente cómoda que vive cantando, como prebendas, canongías, dignidades, capellanías y cosas similares. Pero todo anda tan descompuesto, que las abadías y prioratos se dan no solamente a sacerdotes seculares, sino incluso a niños; y esto se hace por privilegio, hasta convertirse en una costumbre ordinaria.
En cuanto a los sacerdotes mercenarios, que se ganan su jornal, ¿qué podrían hacer, sino lo que hacen, a saber, alquilarse para desempeñar oficios tan vergonzosos? Y son tantos estos mercenarios, que está el mundo lleno de ellos. Y como les da vergüenza andar mendigando públicamente, y además piensan que no van a ganar mucho de ese modo, andan corriendo por el mundo, como perros hambrientos, y con su importunidad, como con ladridos, sacan por fuerza de unos y otros con qué llenar su estómago.
Si quisiera demostrar aquí la deshonra que es para la Iglesia que el estado presbiterial se encuentre tan por los suelos, no acabaría nunca. No emplearé muchas lamentaciones para exponer cuán grande vergüenza es. Solamente diré, que si el oficio del presbítero es apacentar la Iglesia y administrar el reino espiritual de Jesucristo (1 Cor. 4, 1), como lo ordena la Palabra de Dios y lo exigen los cánones antiguos, todos los sacerdotes que no tienen otra cosa que hacer que andar comerciando con sus misas, no solamente dejan de cumplir con su deber, sino que además no tienen oficio legítimo en el cual ejercitarse; porque no les permiten enseñar, ni les señalan ovejas que apacentar. En resumen, no tienen más que el altar, para ofrecer a Jesucristo en sacrificio; lo cual no es sacrificar a Dios, sino al Diablo, según luego se verá.

10. Lo mismo sucede con los canónigos, deanes, capellanes, prepósitos, chantes, etc.
No me refiero aquí a las faltas de las personas, sino solamente al mal que dimana de la misma institución, y que no se puede desarraigar.
Añadiré unas palabras, que resultarán muy desagradables a sus oídos; pero es preciso decirlo, porque es la verdad; y es que en la misma estima hay que tener a los canónigos, deanes, capellanes, prepósitos, y cuantos viven ociosamente de sus beneficios. Porque, ¿qué servicio prestan a la Iglesia? Se han descargado de la predicación de la Palabra de Dios, del cuidado de la disciplina, y de la administración de los sacramentos, como cosas muy penosas. ¿Qué les queda, entonces, para poder gloriarse de ser verdaderos presbíteros? Ellos se ocupan del canto, de la pompa y majestad de las ceremonias. Pero, ¿de qué sirve todo esto? Si ellos alegan en su favor la costumbre, el uso y la prescripción del tiempo inmemorial, yo apelo a la sentencia de Cristo, en la cual nos ha declarado cuáles son los verdaderos presbíteros, y cómo deben de ser los que por tales quieren ser tenidos. Si no pueden tolerar una condición tan dura como es someterse a la regla de Jesucristo, por lo menos que consientan que esta causa se determine y juzgue por la autoridad de la Iglesia primitiva; aunque su condición no será mejor, si esta causa es fallada por los cánones antiguos. Los canónigos deberían ser presbíteros del pueblo, corno lo fueron en tiempos pasados, para gobernar la Iglesia de común acuerdo con el obispo, y ser sus coadjutores en el oficio pastoral. Ninguna de las dignidades de los cabildos tienen nada que ver con el gobierno de la Iglesia, y mucho menos las capellanías, y demás zarandajas. ¿En qué estima, pues, podemos tenerlos a todos ellos? Ciertamente la Palabra de Jesucristo y la disciplina de la Iglesia antigua los arrojan del todo del orden del presbiterio; sin embargo, ellos sostienen que son presbíteros. Es, pues, necesario quitarles la máscara; así se verá que su profesión es totalmente diversa del oficio presbiterial y extraña al mismo, según las declaraciones de los apóstoles y el uso antiguo de la Iglesia.
Por tanto, todas las órdenes y estados, cualquiera que sea e título con que los hayan adornado y compuesto para ensalzarlos, como quiera que se han inventado posteriormente, o por lo menos no se fundan en la institución del Señor ni se usaron en la Iglesia antigua, no deben tener lugar alguno en la descripción del gobierno eclesiástico, que ha sido ordenado por boca del mismo Dios y recibido de la Iglesia. O si quieren oírlo más claramente; puesto que los canónigos, deanes, prepósitos y demás estómagos ociosos, ni con el dedo meñique tocan una mínima parte de lo que necesariamente se requiere en el oficio presbiterial, no se les debe consentir de ningún modo que usurpando falsamente el honor, violen la santa institución de Jesucristo.

11. Los obispos y los párrocos con frecuencia no residen en sus parroquias
Quedan los obispos y beneficiados que tienen cura de almas, los cuales nos darían una gran alegría, si se tomasen la molestia de mantener su estado; porque de buena gana les concederíamos que su oficio y estado es santo y honorable, con tal que lo ejerciesen. Mas, cuando descuidan las iglesias que tienen a su cargo, y echan la carga sobre las espaldas de otros, y sin embargo quieren ser tenidos por pastores, quieren darnos a entender que el oficio de pastor consiste en no hacer nada. Si un usurero, que jamás en su vida ha salido de la ciudad, dijese que era campesino o viñador; si un soldado que hubiese pasado toda su vida en la guerra y no hubiese saludado un libro en toda ella, y sin haber contemplado un juicio se jactase e hiciera pasar por doctor en leyes o abogado, ¿quién podría aguartar semejantes pretensiones? Pues más locos son éstos, al querer que se los tenga por legítimos pastores de la Iglesia, sin querer serlo. Porque, ¿quién de ellos desea al menos parecer que cumple su deber en su iglesia? La mayor parte se pasan la vida comiendo las rentas de las iglesias que jamás vieron; otros van una vez al año o envían a su mayordomo a recoger las rentas, para no perder nada. Cuando comenzó a introducirse esta corrupción, los que querían gozar de estas vacaciones o no residencia, se eximían con privilegios. Ahora es cosa muy rara que uno resida en su iglesia. Sus parroquias las tienen como granjas, y en ellas ponen a sus vicarios, como administradores. Ahora bien, repugna a la naturaleza que se tenga a un hombre como pastor de un rebaño, del cual jamás ha visto una sola oveja.

12. No predican ni enseñan al pueblo
Parece que esta mala semilla de que los pastores se hiciesen negligentes en predicar y enseñar al pueblo, comenzó a crecer en tiempo de san Gregorio; de lo cual se queja diciendo: “El mundo está lleno de sacerdotes; y sin embargo, muy pocos obreros se hallan en la mies. Es Verdad que nosotros tomamos el oficio; pero no cumplimos con nuestro deber”. Y: “Como los sacerdotes no tienen caridad, por eso quieren ser tenidos por señores, y no se reconocen como padres: así cambian la humildad en orgullo y señorío”. Igualmente: “Mas nosotros, pastores, ¿qué hacemos, que recibimos el jornal, y no trabajamos? Nos entregamos a ocupaciones que no nos pertenecen; hacemos profesión de una cosa, y nos aplicamos a otra; dejamos la carga de la predicación y, por lo que veo, somos llamados obispos para nuestro mal, porque tenemos el título de honor, pero no la virtud.”1
Y si tan duro se mostraba contra los que no cumplían sino a medias su deber, ¿qué, pregunto yo, diría actualmente, si viera que apenas hay obispo que suba en su vida una vez al púlpito para predicar, y de los beneficiados apenas uno entre ciento? Porque ha llegado a tal desvarío la situación, que el predicar les parece una cosa ignominiosa y degradante para la dignidad episcopal.
En tiempo de san Bernardo las cosas estaban aún peor; y vemos qué amargas reprensiones dirige al estado eclesiástico, aunque es verosímil que no estaba tan perdido y corrompido cono en la actualidad.

1 Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, hom. XVII, 3; 4; 8; 14.

13. En vano apelan a la sucesión apostólica y a la jerarquía para ocultar tales escándalos
Y si alguno mira y considera detenidamente toda la manera del gobierno eclesiástico que actualmente vige en el papado, verá que no hay en el mundo bandidos más desvergonzados. Todo es tan contrario a la institución de Jesucristo, y tan opuesto a ella; tan diferente de la costumbre antigua, y tan contra la naturaleza y la razón, que no se podría hacer mayor injuria a Jesucristo, que servirse de su nombre para dorar un régimen tan confuso y desordenado.
Nosotros, dicen, somos los pilares de la Iglesia, los prelados de la cristianidad, vicarios de Jesucristo, cabeza de los fieles, porque tenemos el poder y la autoridad de los apóstoles por sucesión. Continuamente se glorían de todas estas tonterías, como si hablasen con troncos. Mas cuando recurren a tales jactancias, yo les pregunto qué tienen de común con los apóstoles. Porque la cuestión no es la dignidad hereditaria, que le viene al hombre incluso durmiendo, sino el oficio de predicar, que tanto rehuyen.
Asimismo, cuando nosotros decimos que su reino es la tiranía del Anticristo, al momento replican que no es sino la santa y venerable jerarquía, que los Padres antiguos tanto ensalzaron y estimaron. Como si los Padres al apreciar y ensalzar la jerarquía eclesiástica o gobierno espiritual que los apóstoles hablan dejado, hubiesen soñado este abismo y confusión tan deforme, en la cual los obispos no son más que asnos, que no saben los primeros rudimentos de la religión cristiana, que cualquier simple fiel está obligado a saber; o bien, son niños, que apenas han salido del cascarón; o si algunos de ellos son doctos, — que son bien pocos — creen que el obispado no es otra cosa que un título honorífico de fausto y de magnificencia, en el que los pastores de la Iglesia no piensan ni se preocupan de apacentar su ganado, más que un zapatero de arar la tierra; donde todo está tan disipado, que apenas se encuentra una señal del modo de gobierno que los Padres antiguos tuvieron.

14. Costumbres del clero
¿Y si examinamos sus costumbres y su vida? ¿Dónde estará aquella luz del mundo que Jesucristo exige? ¿Dónde la sal de la tierra? (Mt. 5, 13-14). ¿Dónde encontrar una santidad tal que pueda servir de regla perpetua de vida honesta? No hay actualmente estado mas sumergido en superfluidades, vanidad, diversiones, y todo género de disoluciones que el eclesiástico. No hay estado en el que se hallen hombres más aptos y expertos en la ciencia del fraude, el engaño, la traición y la deslealtad. No hay hombres más sutiles y más desvergonzados para hacer el mal. Dejo a un lado el orgullo, la altivez, avaricia, rapiña y crueldad; ni hablo de la desordenada licencia que siempre se toman; todo lo cual hace tanto que el mundo lo viene soportando, que no hay miedo que yo lo amplifique excesivamente. Sólo diré una cosa, que ninguno de ellos podrá negar; y es que apenas hay uno entre sus obispos, y de sus beneficiados uno de ciento, que no sea digno de ser excomulgado, o por lo menos privado de oficio, si hubiese que juzgarlos según los cánones antiguos. Esto, como la disciplina que se usaba antiguamente hace mucho que ha caído en desuso y está como enterrada, puede que parezca increíble; pero es así.
Así pues, que todos los servidores y secuaces del Papa se gloríen de su orden sacerdotal. Ciertamente, el orden que tienen no lo han recibido ni de Jesucristo, ni de sus apóstoles, ni de los santos doctores, ni de la Iglesia antigua.

15. El ministerio de los diáconos y la administración de los bienes
Vengan ahora los diáconos con la santa distribución que hacen de los bienes eclesiásticos. Aunque ellos no ordenan sus diáconos para esto. Porque no les encargan más que servir al altar, cantar el evangelio y otras niñerías semejantes. En cuanto a las limosnas y el cuidado de los pobres y de todo aquello en que en tiempos pasados se ocupaban los diáconos, no queda ni el recuerdo. Y me refiero a la institución misma que tienen como regla verdadera; porque si nos fijamos en lo que hacen, el orden de diácono entre ellos no es oficio, sino solamente un grado para llegar al sacerdocio.
Hay una cosa en la que los que hacen de diáconos en la misa representan un espectáculo ridículo de la antigüedad; y es recibir las ofrendas que se hacen antes de la consagración. La costumbre antigua era que los fieles antes de comunicar en la Cena se besaban los unos a los otros, y luego ofrecían sus limosnas para el altar. De esta manera daban testimonio de su caridad, primeramente por la señal, y después por la obra. El diácono, que era el procurador de los pobres, recibía la ofrenda para distribuirla a los pobres. Actualmente de todo lo que se ofrece, ni un céntimo va a parar a los pobres; ni más ni menos que silo arrojasen al fondo del mar. Y sin embargo, se burlan de la Iglesia con este vano pretexto de mentira que emplean en el oficio de los diáconos. Ciertamente no hay en él nada que se parezca a la institución de los apóstoles, ni a la costumbre antigua.
En cuanto a la administración de los bienes, lo han transferido por completo a otro uso; y de tal manera está ordenado, que no se podría imaginar nada más desordenado. Como los salteadores, después de dar muerte a los caminantes, dividen la presa, así ni más ni menos, esta buena gente, después de haber extinguido la claridad de la Palabra de Dios, como si hubieran cortado la cabeza a la Iglesia, piensan que todo cuanto estaba dedicado a usos sagrados pueden cogerlo como botín de su rapiña; y, en consecuencia, el que más puede más coge.

16. De esta manera la costumbre antigua no solamente está cambiada, sino también arruinada. La parte principal la cogen los obispos y los sacerdotes de la ciudad, que enriquecidos con este botín se han convertido en canónigos. Sin embargo, es evidente que sus repartos no se han hecho sin disputas, pues no hay cabildo que no tenga pleito con su obispo. Sea de ello lo que fuere, están todos ellos tan de acuerdo, que ni un céntimo va a parar a los pobres, quienes al menos debían tener la mitad, como antes se hacía. Porque los cánones expresamente les asignaban la cuarta parte, y la otra cuarta parte para el obispo, a fin de que pudiese socorrer a los extranjeros y a los pobres. Dejo a los clérigos decidir qué deberían hacer con su cuarta parte, y en qué deberían emplearla. En cuanto a la última parte, que se destinaba a la reparación de los templos y otros gastos extraordinarios, ya hemos visto que en tiempo de necesidad era toda para los pobres.
Si esta gente tuviera siquiera una centella de temor de Dios en sus corazones, ¿podrían vivir una sola hora en reposo, viendo que cuanto comen, beben, con lo que se visten y calzan, les viene no solamente de latrocinio, sino también de sacrilegio? Mas como el juicio de Dios no les conmueve mayormente, desearía que pensasen que aquellos a quienes quieren convencer de que su jerarquía está tan bien ordenada, que no lo puede estar mejor, son hombres dotados de sentido y de inteligencia para juzgar. Respondan en pocas palabras: ¿el orden del diaconado es una licencia para robar y asaltar? Si lo niegan, se verán forzados a confesar que este orden ha cesado ya entre ellos, puesto que la dispensación de los bienes eclesiásticos se ha convertido entre ellos en un manifiesto latrocinio lleno de sacrilegio.

17. Pompa y suntuosidad de la Iglesia
Pero ellos emplean un bonito pretexto; dicen que la magnificencia que usan es un medio honesto y conveniente para conservar la dignidad eclesiástica. Y algunos son tan desvergonzados que se atreven a decir que cuando los eclesiásticos son semejantes a los príncipes en pompa y suntuosidad, cumplen con ello las profecías que prometen que en el reino de Cristo habrá tal gloria. No sin razón, dicen, Dios ha hablado así a su Iglesia; Los reyes vendrán y ofrecerán presentes; todos los reyes se postrarán delante de Él (Sal. 72, 10-11). “Despierta, despierta, vístete de poder, oh Sión; vístete tu ropa hermosa, oh Jerusalem, ciudad santa”; “. . .vendrán todos los de Saba; traerán oro e incienso, y publicarán alabanzas de Jehová; todo el ganado de Cedar será juntado para ti. . . (Is 52,1; 60,6-7).
Si me detuviese a refutar esta desvergüenza, temo que me tacharan de inconsiderado. Por tanto, no emplearé muchas palabras en vano. Sin embargo, les pregunto; Si algún judío objetase estos testimonios de la Escritura a este propósito, ¿qué le responderían? Evidentemente reprenderían su necedad, por aplicar a La carne y a las cosas mundanas lo que se ha dicho espiritualmente del reino espiritual de Jesucristo. Porque bien sabemos que los profetas han representado la gloria celestial de Dios, que debe resplandecer en la Iglesia bajo la figura de cosas terrenas. Y que esto es así, se comprueba porque jamás la Iglesia abundó menos en estas bendiciones terrenas prometidas por los profetas, que en tiempo de los apóstoles; y sin embargo, el reino de Jesucristo estuvo entonces en su cumbre,
¿Qué significan entonces estas sentencias de los profetas?, dirá alguno. Respondo que el sentido es que todo cuanto hay de precioso, alto y excelente debe estar sometido a Dios. Y en cuanto a lo que expresamente se dice de los reyes, que someterán sus cetros a Cristo, que pondrán sus coronas a sus pies y dedicarán todas sus riquezas a la Iglesia, ¿cuándo se cumplió esto más plenamente que cuando el emperador Teodosio, quitándose su manto de púrpura y toda su pompa se presentó como si fuera un simple hombre del pueblo a san Ambrosio, para hacer penitencia pública; o cuando él y otros príncipes cristianos tanto se esforzaron en mantener la pura doctrina de la Iglesia; en sostener y defender a los buenos doctores? Y que los presbíteros de aquel tiempo no tuvieron grandes riquezas se ve por lo que se dice en las actas del Concilio de Aquilea presidido por san Ambrosio. Allí se dice: “La pobreza es en los ministros de Jesucristo gloriosa y honrosa”. Ciertamente, entonces los obispos tenían en sus manos las rentas de las que podían servirse para vivir con fausto y gran majestad, si hubieran pensado que en esto consistía el verdadero ornato de la Iglesia; pero como sabían que no hay nada más contrario al oficio de un pastor que las mesas exquisitas, los vestidos lujosos, los ricos palacios, seguían y guardaban la humildad y modestia, que Jesucristo consagró en todos sus ministros.

18. El lujo de las iglesias
Pero para no ser prolijos en esta materia, digamos en resumen cuánto esta dispensación, o por mejor decir, disipación de bienes eclesiásticos, que al presente se usa, está lejos del verdadero ministerio de los diáconos, tal como lo muestra la Palabra de Dios, y como la Iglesia antiguamente lo observó.
Afirmo que lo que se gasta en adornar los templos está muy mal gastado, si no se observa la moderación que la naturaleza y propiedad del culto divino y de los sacramentos cristianos requieren, como los apóstoles y doctores antiguos, tanto con sus enseñanzas como con los hechos, han mostrado. ¿Qué hay y qué se ve actualmente en los templos, que esté de acuerdo con esto? Todo lo que es moderación es arrojado de los templos; y no ya tomando como norma la sobriedad de la Iglesia primitiva; hablo simplemente de una honesta medianía. Ninguna cosa resulta agradable en nuestro tiempo, sino lo que huele a corrupción y superfluidad. Y mientras tanto, tan lejos se está de preocuparse de los templos verdaderos y vivos, que antes consentirán en que perezcan cien mil pobres de hambre, que fundir un solo cáliz o romper un vaso de plata para socorrer una necesidad.
Y para no decir por mí mismo nada que pueda parecer áspero en demasía, ruego a los lectores que consideren lo que voy a decir. Si fuese posible que los santos obispos, que ya hemos citado; a saber, Exuperio, Acacio y san Ambrosio resucitasen de entre los muertos, ¿qué dirían? Ciertamente no aprobarían que, hallándose en tanta necesidad los pobres, se gastasen los bienes de la Iglesia en otras cosas que no sirven para nada. Por el contrario, se ofenderían grandemente al ver que se gastaban en abusos perniciosos, aunque no hubiese pobres a quien darlos. Pero dejemos el juicio de los hombres.
Estos bienes están dedicados a Jesucristo; por tanto deben dispensarse según su voluntad. Por lo cual de nada servirá poner a cuenta de Jesucristo lo que se hubiere gastado contra su mandamiento, porque El no lo aprobará. Aunque, a decir verdad, no es tan grande el gasto ordinario de la Iglesia en capas, vasos, imágenes y otras cosas. Porque no hay obispados tan ricos, ni abadías tan pingües, y, en una palabra, beneficios tan grandes, que basten a satisfacer la voracidad de quienes los poseen. Por esto ellos, para poder guardar, inducen al pueblo a la superstición de hacerles convertir lo que habían de dar a los pobres, en edificar templos, hacer imágenes, y dar cálices y ornamentos costosísimos. Este es el abismo que consume todas las ofrendas y limosnas que cada día se hacen.

19. Obispos y abades llevan una vida de príncipes
En cuanto a la renta que perciben de herencias y posesiones, ¿qué más puedo decir de lo que he dicho, y cada uno ve con sus propios ojos? Vemos con qué conciencia y fidelidad los que se llaman obispos y abades administran la mayor parte de los bienes eclesiásticos. Sería, pues, un despropósito buscar entre ellos un orden auténtico. ¿Es justo que los obispos y abades se quieran igualar con los príncipes en la multitud de criados, en el fausto, los vestidos y la suntuosidad de la mesa y de la casa, cuando su vida debería ser un ejemplo y un dechado de sobriedad, templanza, modestia y humildad? ¿Es propio de un pastor adueñarse no solamente de ciudades, villas y castillos, sino también de grandes condados y ducados, y finalmente poner sus garras sobre reinos e imperios, cuando el mandamiento inviolable de Dios les prohíbe toda codicia y avaricia y les ordena vivir sencillamente?
Y si no hacen caso de la Palabra de Dios, ¿qué responderán a los Concilios que mandan tener una casa pequeña cerca de la iglesia, una mesa frugal, y que sus ornamentos no sean suntuosos? ¿Qué declaró el Concilio de Aquilea?: la pobreza es honrosa y gloriosa en los obispos cristianos. Lo que san Jerónimo1 dice a Nepociano, que los pobres y extranjeros tengan entrada y sean recibidos en su mesa, y Jesucristo juntamente con ellos, es posible que no lo admitan, como cosa muy dura y austera. En cambio se avergonzarán de negar lo que luego sigue; “La gloria de un obispo es proveer a los pobres, y es gran afrenta para los sacerdotes buscar su propia comodidad y bienestar particular”. Mas no pueden admitir esto sin condenarse a sí mismos de ignominia.
Pero no hay necesidad de perseguirlos ahora mas ásperamente, ya que mi intento ha sido únicamente mostrar que el orden de los diáconos está arruinado entre ellos desde hace mucho tiempo; a fin de que no se jacten tanto de este título para ensalzar a su Iglesia. Creo que este punto está suficientemente tratado.

1 Carta LII, 5 y 6.

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POR JUAN CALVINO

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