CAPÍTULO VI

EL PRIMADO DE LA SEDE ROMANA

1. Pretensión de que la Sede romana garantiza la autenticidad de la Iglesia católica
Hasta ahora hemos tratado de los órdenes y estados que había antiguamente para el gobierno de la Iglesia, los cuales, corrompidos con el tiempo y cada vez más pervertidos, al presente solamente retienen el título y el nombre de Iglesia papista; pero por lo demás no son más que un mero disfraz. Lo he hecho así para que los lectores puedan juzgar con esta comparación qué especie de Iglesia tienen los papistas actualmente, ya que quieren hacernos cismáticos, por habernos separado de ellos. Pero aún no hemos tocado la cabeza y la cumbre de toda su organización; o sea, el primado de la Sede romana, con la cual se esfuerzan en probar que no hay Iglesia católica fuera de ellos.
La razón de no haber hablado aún de ella es porque no tiene su origen ni principio en la institución de Jesucristo, ni en el uso de la Iglesia primitiva, como lo tuvieron los estados y oficios de que he hablado, y acerca de los cuales he demostrado que descienden de la Iglesia primitiva, y que solamente en el transcurso del tiempo han declinado de su pureza; o por mejor decir, han sido del todo alterados.
Sin embargo nuestros adversarios se esfuerzan, como ya he dicho, en persuadir al mundo que el principal, y casi el único vínculo de la unión eclesiástica es unirse a la Sede romana Y perseverar en su obediencia. He aquí el fundamento en que se apoyan para querer quitarnos la Iglesia y ponerla de su parte: que ellos retienen la cabeza, de la cual depende la unidad de la Iglesia, y sin la cual no puede por menos de disiparse y fragmentarse. Ellos defienden la fantasía de que la Iglesia es un tronco sin cabeza, si no se somete a la Iglesia romana, como a su cabeza. Y por  esto, cuando disputan de su jerarquía siempre comienzan por este principio: que el Papa preside la Iglesia universal en lugar de Jesucristo, como vicario suyo, y que la Iglesia no puede estar de ningún modo bien organizada, si esta Sede no tiene el primado sobre las otras. Por tanto, es preciso examinar esta materia, para no dejar atrás nada que se relacione con el régimen total de la Iglesia.

2. El primado de la Sede romana no puede apoyarse en el sacerdocio del Antiguo Testamento
El punto central de este litigio es el siguiente: Si es necesario para la verdadera jerarquía o gobierno de la Iglesia, que una Sede tenga preeminencia sobre todas las demás en dignidad y poder, de tal manera que sea la cabeza de todo el cuerpo.
Evidentemente sometemos a la Iglesia a una condición muy dura e inicua, si queremos obligarla a esta necesidad, sin la Palabra de Dios. Por tanto, si nuestros adversarios quieren salirse con la suya, ante todo deben probar que este orden ha sido instituido por Jesucristo. A este fin alegan el sumo sacerdocio de la Ley y la suprema jurisdicción del Sumo Sacerdote que Dios había constituido en Jerusalem. Mas la respuesta es fácil; y lo que es más, hay varias soluciones, por si alguna les satisface.
En primer lugar no es muy razonable extender a todo el mundo lo que ha sido útil y provechoso a una nación. Al contrario, existe una gran diferencia entre el resto del mundo y una nación en particular. Como lo judíos estaban rodeados por todas partes de idólatras, Dios, temiendo que se sintiesen atraídos por aquella diversidad de religiones, había colocado la sede del culto y de su servicio en el centro del país, y allí había instituido un sacerdote, al cual todos debían someterse, para mejor pode conservar su unidad. Pero ahora que la religión está extendida por toda la tierra, ¿quién no ve que es un gran disparate dar a un solo hombre e gobierno de Oriente y de Occidente? Esto sería como tratar de que todo el mundo estuviese gobernado por un solo señor, porque cada nación tiene el suyo.
Pero hay aún otra razón de que lo que ellos concluyen no tiene ningún valor. No hay quien ignore que el Sumo Sacerdote de la Ley fue figura de Jesucristo; y habiendo sido ahora traspasado el sacerdocio (Heb. 7, l2) conviene que este derecho lo sea también. ¿Y a quién es traspasado? Evidentemente no al Papa, como él se atreve desvergonzadamente a gloriarse, alegando este pasaje en provecho propio, sino a Jesucristo; y como éste ejerce por sí solo su oficio sin vicario ni sucesor alguno, en nadie resigna su honor. Porque este sacerdocio figurado en la Ley no consiste solamente en la predicación o doctrina, sino también en la reconciliación de Dios con los hombres, que Jesucristo realizó con su muerte y con la intercesión mediante la cual se presenta a su Padre por nosotros, para darnos acceso y entrada a Él. No deben, pues, forzar este ejemplo que vemos fue algo temporal, como si se tratara de una ley perenne.

3. Explicación de Mateo 16,18-19
Del Nuevo Testamento no tienen gran cosa que alegar en su favor, sino que Jesucristo dijo a un solo hombre: "... tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia... y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en los ciclos" (Mt.16, 18-19). Y también: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pastorea mis ovejas" (Jn. 21, 16).
Si ellos quieren que estas pruebas que alegan tengan solidez, deben demostrar primeramente que cuando se dijo a un hombre que apacentase el ganado de Cristo, se le dio por ello dominio y autoridad sobre todas las iglesias; y que atar y desatar no es otra cosa que presidir sobre todo el mundo. Pero resulta que Pedro, que había recibido este encargo del Señor, exhorta él mismo a todos los otros presbíteros a que apacienten la Iglesia (1 Pe.5,2). De ello se deduce fácilmente que al ordenar Jesucristo a san Pedro que apacentase sus ovejas, no le ha dado ningún poder especial sobre los otros; o que el mismo Pedro ha comunicado a los demás el derecho que él había recibido.
Mas para no hacer largas disquisiciones, en otro texto tenemos la verdadera interpretación, hecha por boca del mismo Cristo, donde nos declara qué entiende por atar y desatar; a saber, retener los pecados o perdonarlos (Jn. 20, 23). La forma de atar y desatar se puede entender por muchos lugares de la Escritura, pero principalmente por uno de san Pablo, cuando dice que los ministros del Evangelio tienen el cargo de reconciliar a los hombres con Dios y el poder de castigar a todos aquellos que hayan rehusado tal beneficio (2 Cor. 5,18; 10,6).

4. El poder de las llaves era común a todos los apóstoles
Ya he advertido cuán malamente depravan los textos en que se hace mención de atar y desatar; y aún habrá que exponerlo más ampliamente. De momento fijemos nuestra atención en lo que ellos concluyen de la respuesta de Jesucristo a san Pedro.
El le promete darle las llaves del reino de los cielos, y que todo cuanto atare en la tierra será atado en el cielo. Si podemos ponernos de acuerdo en lo que se entiende por las llaves y la manera de atar, no hay motivo para seguir discutiendo. En efecto, el Papa renunciada de buena gana a este cargo que nuestro Señor ha confiado a sus apóstoles, porque está lleno de trabajo y molestias, y le priva de sus pasatiempos, sin procurarle ningún provecho. Como por la doctrina del Evangelio los cielos nos son abiertos, la comparación de las llaves le conviene muy bien. Ahora bien, tenemos que nadie es atado o desatado delante de Dios, sino en cuanto que unos son reconciliados por la fe, y los otros, por su incredulidad, son mucho más atados. Si el Papa se contentase con esto, no habría quien le envidiase ni le contradijese.
Mas como esta sucesión llena de trabajo y sin fruto alguno, no le agrada mucho al Papa, de ahí que debamos primeramente discutir este punto: qué es lo que Jesucristo ha prometido a san Pedro. Bien claro se ve que ha querido engrandecer el estado apostólico, cuya dignidad es inseparable del cargo mismo. Porque si la definición que hemos dado es buena, y no puede ser rechazada, sino desvergonzadamente, Cristo no ha dado cosa alguna a san Pedro en este lugar, que no fuese común a los doce apóstoles; porque no sólo se les perjudicaría en sus personas; sino que incluso la majestad de la doctrina sufriría menoscabo. Los papistas gritan bien alto en contra. Pero, ¿de qué les sirve darse con la cabeza contra esta roca? Porque nunca conseguirán que, así como la predicación del Evangelio ha sido común a todos los apóstoles, igualmente no hayan estado adornados de la misma autoridad de atar y desatar.
Jesucristo, dicen, al prometer a san Pedro darle las llaves, lo constituyó prelado de toda la Iglesia. Respondo que lo que el Señor ha prometido en este lugar a Pedro solo, lo dio después a todos en común; y, por así decirlo, lo puso en las manos de todos. Si la misma prerrogativa que se promete a uno es otorgada a todos, ¿cómo uno puede ser superior a los demás?
La preeminencia, dicen, consiste en que Pedro en común, y además él solo aparte recibió lo que los demás recibieron sólo en común. ¿Y si respondo como san Cipriano y san Agustín, que Jesucristo no hizo esto para anteponer Pedro a los demás, sino para mostrar la unidad de la Iglesia? Las palabras de san Cipriano son éstas: “Nuestro Señor en la persona de un hombre ha dado las llaves a todos, para notar la unión de todos. Lo mismo eran los otros que Pedro, compañeros en honor y potestad; mas Jesucristo comienza por uno, para mostrar que la Iglesia es una.”1 Por su parte san Agustín dice; “Si la figura de la Iglesia no hubiera estado en Pedro, el Señor no le hubiera dicho: Yo te daré las llaves. Porque si esto se dijo a Pedro solo, la Iglesia no tiene llaves. Y si la Iglesia las tiene, fue figurada en la persona de Pedro.” Y en otro lugar: “Siendo así que todos habían sido preguntados, y Pedro solo responde: Tú eres Cristo; a él se le dijo; Yo te daré las llaves, como si la autoridad de atar y desatar se le hubiera dado a él solo; mas como él había respondido por todos, así recibe las llaves con todos, como quien representaba la persona de unidad. Es, pues, nombrado por todos, porque hay unión entre todos.”2

1 De la unidad de la Iglesia católica, cap. IV.
2 Sobre el evangelio de san Juan, trat. L, 12 y CXVIII, 4.

5. Jamás Pedro tuvo poder sobre los otros apóstoles
Pero arguyen; lo que se añade a estas palabras; sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt. 16,18), no se dijo jamás a ninguno de los demás. ¡Como si Jesucristo dijese aquí de san Pedro otra cosa que lo que el mismo san Pedro y san Pablo dicen de todos los cristianos! En efecto, san Pablo dice que Jesucristo es la piedra principal angular que sustenta todo el edificio, sobre la cual son puestos todos aquellos que son edificados como templo santo para el Señor (Ef. 2, 20). Y san Pedro manda que seamos piedras vivas, teniendo por fundamento a Jesucristo, la piedra por excelencia, elegida para ser unidos y juntados con Dios y entre nosotros mediante ella (1 Pe. 2,5).
San Pedro, dicen, ha estado por encima de los demás, en cuanto que ha sido especialmente nombrado. De mil amores concedo el honor a san Pedro de ser colocado en el edificio de la Iglesia entre los primeros, y si así lo prefieren, el primero de todos- Sin embargo no consiento que deduzcan de ahí que tiene el primado sobre los demás. Porque, ¿qué especie de argumentación seria ésta: san Pedro precede a todos los demás en fervor, celo, doctrina y animosidad; luego se sigue que tenía la preeminencia sobre todos? Como si yo no pudiera concluir, y con mayor motivo, que Andrés precede en orden a Pedro, porque le precedió en tiempo y que él lo ganó y lo llevó a Cristo (Jn. 1,40-42). Pero dejo esto a un lado. Concedo que san Pedro precede a los otros; sin embargo, hay gran diferencia entre el honor de preceder, y el tener autoridad sobre los demás. Vemos que los apóstoles concedieron ordinariamente a san Pedro el honor de que hablase el primero en la asamblea de los fieles, como para dirigir los asuntos, advirtiendo y exhortando a sus compañeros; pero de su autoridad sobre los demás, no leemos una sola palabra.

6. La piedra sobre la cual se funda la Iglesia
Aunque no hemos entrado aún a disputar sobre ello, quiero al presente demostrar que argumentan muy sin razón al querer establecer a un hombre por encima de toda la Iglesia, fundándose únicamente en el nombre de Pedro. Porque las infundadas y necias razones que alegaban al principio para engañar al mundo, no merecen ni citarse. Así por ejemplo: que la Iglesia ha sido fundada sobre san Pedro por cuanto a él se le ha dicho: sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Se defienden, diciendo que así lo han interpretado algunos Padres. Mas, como quiera que toda la Escritura les contradice, ¿de qué les sirve escudarse en la autoridad de los hombres, contra Dios?
Mas, ¿a qué discutir sobre el sentido de las palabras, como si fuese oscuro y dudoso, cuando nada se puede decir más cierto y claro? Pedro, tanto en su nombre como en el de sus hermanos, había confesado que Cristo es el Hijo de Dios (Mt. 16,16). Sobre esta piedra’ Cristo edifica su Iglesia, por ser el único fundamento, como lo atestigua san Pablo (1 Cor. 3,11), fuera del cual ningún otro puede ponerse. Y no es que yo rechace la autoridad de los Padres sobre este punto, como si no tuviese a ninguno de mi parte si quisiera citados, sino que no quiero, según lo he dicho ya, importunar a los lectores alargando excesivamente esta cuestión; y también, porque otros la han tratado ya muy por extenso y con plena competencia.

7. El lugar de san Pedro en el Nuevo Testamento
Aunque en verdad, no hay nadie que pueda resolver mejor esta cuestión que la misma Escritura, si comparamos todos los pasajes de la misma donde se habla del oficio y autoridad de san Pedro entre los apóstoles, cómo él se ha conducido respecto a ellos, y en qué estima ellos lo han tenido a él. Que lo examinen muy bien de la primera a la última página, y verán que no pueden encontrar sino que fue uno de los doce, igual que ellos, compañero, y no señor suyo.
Es verdad que propone en la asamblea lo que se debe hacer y amonesta a los otros; pero también los escucha a ellos; y no solamente les permite emitir su opinión, sino que ordenen y determinen lo que bien les pareciere (Hch. 15,7-29). Y cuando ellos han determinado alguna cosa, él obedece y la sigue.
Cuando escribe a los pastores no les manda con autoridad, como superior, sino que los trata como a compañeros; los exhorta amablemente, como suele hacerse entre iguales (1 Pe. 5,1).
Cuando es acusado de haber mantenido relaciones con los gentiles, aunque equivocadamente, él responde y se excusa (Hch. 11,3-18).
Cuando le envían sus compañeros que vaya juntamente con Juan a Samaria, él no rehusa ir (Hch.8, 14). Al enviarle los apóstoles, muestran que no lo tienen por superior. Al obedecer y aceptar el encargo que le dan, admite que se tiene por uno del grupo; no por señor, sino por igual.
Y aunque no conociésemos ninguna de estas cosas, bastaría la epístola a los Gálatas para quitar toda duda. En ella san Pablo casi en dos capítulos enteros (Gál. 1 y 2), no hace otra cosa que mostrar que él es igual a san Pedro en la dignidad del apostolado. Refiere que fue a ver u san Pedro, no para prestarle obediencia, sometiéndose a él, sino para comprobar la conformidad de doctrina que había entre ellos (Gál. 1, 18); e incluso que san Pedro no le exigió esto, antes bien le dio la mano en señal de que lo tenía por compañero, para trabajar juntamente con él en la viña del Señor. Y además afirma que Dios le había dado la gracia a él entre los gentiles, como se la había dado a Pedro entre los judíos. Finalmente, que como san Pedro no se había conducido muy rectamente le reprendió, y que Pedro aceptó su reprensión (Gál, 2, 7-14).
Todas estas cosas muestran claramente que existía igualdad entre san Pedro y san Pablo; o por lo menos que san Pedro no tenía más autoridad sobre los otros apóstoles que la que ellos tenían sobre él. Y ciertamente ésa es la intención de san Pablo; demostrar que no debe ser tenido por inferior en su apostolado ni a Pedro, ni a Juan, porque todos son iguales a él y compañeros suyos, y no sus señores.

8. El ejemplo personal de Pedro no da pie a ninguna generalización
Mas aunque yo les concediese, según piden, que san Pedro fue príncipe de los apóstoles, y que les precedía en dignidad, sin embargo no hay fundamento para establecer una regla general de un ejemplo particular, y hacer que valga para siempre lo que una vez se hizo, cuando la razón es muy diversa.
Hubo una principal entre los apóstoles; la razón es que eran pocos. Si uno preside sobre doce, ¿se sigue de ahí que uno pueda presidir sobre cien mil? Que entre los doce se haya elegido a uno para dirigirlos, no es de extrañar. Es una cosa que está de acuerdo con la naturaleza misma y con la razón humana, que en cualquier sociedad, aunque todos sean iguales en poder, haya uno que sea el conductor y el guía, por quien los otros se dejen gobernar. No hay Senado, ni Cancillería, no hay Colegio, que no tenga su presidente; no hay compañía de soldados que no tenga un capitán. Por eso no hay inconveniente alguno en admitir que los apóstoles concedieron tal primado a san Pedro. Pero lo que tiene lugar respecto a un número pequeño no puede hacerse extensivo a todo el mundo, al cual es imposible que un solo hombre gobierne.
Pero el orden de la naturaleza, replican ellos, nos enseña que en todo cuerpo debe haber una cabeza. En confirmación de esto traen el ejemplo de las grullas y de las abejas, que siempre eligen un rey o gobernador entre ellas. Admito de buen grado los ejemplos aducidos. Pero pregunto a mi vez si todas las abejas del mundo se juntan en un lugar para elegir un rey común. Evidentemente cada rey se da por satisfecho con serlo de su colmena; e igualmente cada banda de grullas tiene su guía propio. ¿Qué concluiremos de aquí, sino que cada iglesia debe tener su obispo?
Aducen también el ejemplo de los principados civiles, y acumulan dichos de los poetas y los historiadores para ensalzar ese orden y monarquía. A todo esto podemos responder fácilmente que la monarquía no es alabada por los escritores paganos en el sentido de que un solo hombre deba gobernar a todo el mundo; solamente quieren decir y afirman, que ningún príncipe puede tolerar otro igual a él en el gobierno.

9. Cristo solo es el jefe de la Iglesia. Él no tiene vicario
Mas, concediendo que como ellos quieren, sea bueno y útil que todo el mundo sea reducido a una monarquía única — lo cual es inadmisible—; aun cuando así fuese, no les concedería que es bueno en el gobierno de la Iglesia; porque la Iglesia tiene a Jesucristo como única Cabeza (Ef. 4,15-16), bajo cuyo principado todos nos reunimos de acuerdo con el orden y la forma de gobierno que Éi ha establecido. Por lo tanto, los que quieren dar la preeminencia sobre toda la Iglesia a un hombre solo, so pretexto de que no puede prescindir de tener una Cabeza, hacen grandísima injuria a Cristo, que es la verdadera Cabeza, al cual, como dice san Pablo, todo miembro debe adherirse, para que todos a la vez conforme a la medida y facultad que le es otorgada crezcan en Él (Ef. 4, 13 ss.). Vemos que en el cuerpo pone a todos los hombres del mundo, sin exceptuar a ninguno, reservando a Jesucristo solo la honra y el nombre de Cabeza. Vemos que señala a cada miembro cierta medida y un oficio determinado, a fin de que tanto la perfección de la gracia, como el supremo poder de gobernar, resida en Jesucristo solamente.
Sé muy bien lo que suelen responder, cuando se les dice esto: que Jesucristo es llamado Cabeza única en sentido propio, en cuanto que Él solo gobierna en su nombre y con su autoridad; pero que esto no impide que haya otra cabeza subordinada a Él en relación al ministerio, que haga sus veces en la tierra y sea su vicario. Pero de poco les aprovechan tales cavilaciones, si no prueban primero que Cristo ha instituido esta cabeza, que ellos denominan ministerial. Porque el Apóstol enseña que la administración es distribuida entre todos los miembros, y que la virtud procede de aquella sola Cabeza celestial, Cristo (Ef. 1,22-23; 4,15-16; 5,23; Col. 1, 18; 2. 10). O bien, si prefieren que hable más claramente, digo que la Escritura atestigua que puesto que Jesucristo es la Cabeza, y a Él solo atribuye y da este honor, no se debe transferir a persona ninguna, sino a quien Jesucristo hubiere constituido vicario suyo. En cuanto a que Jesucristo haya dejado vicario, no solamente no se lee en ninguna parte de la Escritura, sino que por muchos lugares de la misma se puede ampliamente refutar.

10. San Pablo no habla jamás de un vicario de Cristo
San Pablo nos ha pintado a veces al vivo la imagen de la Iglesia; sin embargo no hace mención ni le pasa por el pensamiento la idea de una cabeza visible. Más bien se puede inferir de la descripción que él hace, que tal cosa no está de acuerdo con la institución de Jesucristo, quien al subir al cielo nos privó de su presencia visible; y sin embargo, Él ha subido “para llenarlo todo” (Ef.4, 10). De esta manera lo tiene aún presente, y lo tendrá siempre.
Cuando san Pablo nos quiere mostrar el medio por el cual gozamos de su presencia, trae a nuestra memoria los ministerios que usa, diciendo: El Señor Jesús está en nosotros según la medida de la gracia que ha dado a cada miembro; por esto “constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros” (Ef.4,7. 11). ¿Por qué no dice el Apóstol que el Señor ha constituido a uno sobre todos, para que sea su vicario? Pues la materia que trata lo pedía; y no hubiera dejado de decirlo, si ello fuera verdad. Cristo, dice el Apóstol, nos asiste. ¿De qué manera? Por el ministerio de los hombres a quienes ha encomendado el gobierno de la Iglesia. ¿Por qué no dice más bien que por la cabeza ministerial que ha puesto en su lugar? Es verdad que habla de unión, ¿mas en quién? En Dios yen la fe de Jesucristo. En cuanto a los hombres, no les deja nada más que el ministerio ordinario, y a cada uno su medida particular.
Al encomendarnos la unión, diciendo que somos un cuerpo y un espíritu, que tenemos una misma esperanza de vocación, un Dios, una misma fe y un bautismo (Ef. 4,4-5), ¿por qué no añade luego que tenernos un Sumo Pontífice, que mantiene la unidad de la Iglesia? Porque si ello fuera así, no podría decir nada que viniera mas a propósito. Ponderen bien este pasaje, y tomen nota de él. No hay duda que en él se nos ha querido describir el gobierno espiritual de la Iglesia, al cual los que después vinieron llamaron jerarquía. Ahora bien, él no admite monarquía ni principado alguno de un hombre solo entre los ministros. Al contrario, da a entender que no lo hay.
Ni tampoco se puede dudar que ha querido exponer la manera de unión con que los fieles están unidos con Jesucristo, su Cabeza. Pues bien, no solamente no hace mención de una cabeza ministerial, sino que atribuye a cada miembro su operación particular conforme a la medida de la gracia que a cada uno le es dada.
La comparación que establecen entre jerarquía celeste y terrena es frívola. De la jerarquía celestial no necesitamos saber más que lo que la Escritura dice; y para constituir el orden que tenemos sobre la tierra no debemos seguir otro modelo que aquel que el Señor mismo nos ha dado.

11. Aun suponiendo que Pedro debiera tener un sucesor, ¿por qué iba a ser el de Roma?
Mas, aunque yo les conceda este punto, que jamás admitirá ninguna persona sensata: que san Pedro tuvo el primado de la Iglesia con la condición de que este primado permaneciese siempre en ella, y que fuese transmitiéndose por sucesión ininterrumpida, ¿de dónde se concluye que la Sede romana ha sido tan privilegiada, que todo el que sea obispo de ella debe presidir y ser cabeza de todo el orbe? ¿Con qué derecho o título asignan esta dignidad a un lugar determinado, cuando a san Pedro se le dio sin especificar ni nombrar lugar alguno?
Dicen que san Pedro residió en Roma, y allí murió. Pues bien, ¿Jesucristo no ha ejercido el oficie de obispo de Jerusalem mientras vivió? ¿Y en su muerte no ha cumplido todo cuanto era preciso para el Sumo Sacerdocio? El Príncipe de los Pastores, el Obispo Supremo, la Cabeza de la Iglesia, no pudo adquirir el honor de primado para el lugar donde residió; ¿cómo, entonces, pudo adquirirlo san Pedro, sin comparación inferior a Cristo? ¿No es una locura y una frivolidad hablar de esto? Jesucristo dio el honor de primado a san Pedro; Pedro tuvo su sede en Roma; luego de ahí se sigue que fijó su primado en Roma. Por la misma razón el pueblo de Israel debía antiguamente colocar su primado en el desierto, porque Moisés, gran doctor y príncipe de los profetas, ejerció allí su oficio y allí murió (Dt. 34, 5).

12. Mas veamos el gracioso argumento que forman. Pedro tuvo el primado entre los apóstoles; luego la iglesia en la que tuvo su sede debe gozar del mismo privilegio. Yo les pregunto: ¿De qué iglesia fue Pedro obispo primeramente? Responden que de Antioquía. Entonces de aquí concluyo yo que el primado de la Iglesia conviene de derecho a Antioquía.
Ellos admiten que la Iglesia de Antioquía fue la primera; pero dicen que san Pedro al irse de allí trasladó a Roma la dignidad del primado, que había llevado consigo. Porque existe en los Decretos una carta del papa Marcelo escrita a los presbíteros de Antioquia, que dice así: “La silla de Pedro al principio estuvo en vuestra ciudad, pero después por mandato de Dios fue trasladada aquí. De esta manera la ciudad de Antioquía, que al principio fue la primera, cedió su vez a la sede de Roma”.1 Mas yo pregunto: ¿en virtud de qué revelación supo aquel buen hombre que Dios lo mandó así?
Si esta cuestión se ha de tratar y debatir conforme al derecho, es preciso que me respondan si el privilegio dado a Pedro es personal, real o mixto. No pueden por menos que decidirse por una de estas tres distinciones, de acuerdo con todos los juristas. Si dicen que es personal, entonces no tiene nada que ver con el lugar. Si real, no se puede quitar al lugar al que se dio, ni por muerte de la persona, ni por partida de la misma. Resta, pues, que sea mixto. Pero entonces no hay que considerar simplemente el lugar sin correspondencia con la persona. Que se decidan por lo que quieran; yo concluiré luego fácilmente que Roma no puede de ningún modo atribuirse el primado.

1 Graciano, Decretos, parte II, causa xxiv, qu. 1, dist. 15.

13. Las afirmaciones de Roma se destruyen por el absurdo
Mas, concedámosles esto, y supongamos que el primado fue trasladado de Antioquía a Roma. Pregunto: ¿cuál es la razón de que Antioquía no haya conservado al menos el segundo lugar? Porque si Roma es la primera en virtud de que Pedro fue en ella obispo hasta su muerte, ¿cuál debe ser la segunda, sino aquella donde tuvo su primera sede? ¿Cuál fue, pues, la razón de que Alejandría precediese a Antioquía? ¿Es razonable que la sede de un simple obispo preceda en dignidad a la silla de Pedro?
Si a cada iglesia se la debe honrar y estimar conforme a la dignidad de su fundador, ¿qué diremos de las otras iglesias? San Pablo nombra tres apóstoles, que eran reputados por columnas: a saber, Santiago, Pedro y Juan (Gál. 2,9). Si atribuyen el primer lugar a la silla de Roma en honor de Pedro, Éfeso y Jerusalem, donde Juan y Santiago tuvieron sus sedes, ¿no merecen, y con todo título, el segundo y tercer lugares? Sin embargo, entre los patriarcas, el de Jerusalem fue antiguamente el último; el de Éfeso, nulo; y lo mismo los de las iglesias que san Pablo fundó, y los de aquellas que presidieron los demás apóstoles. La sede de san Marcos, que no fue más que uno de tantos discípulos, tuvo la dignidad sobre todas las otras.
Confiesen que este orden es bien extraño; o bien concedan que no hay correspondencia entre el grado de honor que se concede a una iglesia y la dignidad de su fundador.

14. Por lo demás, no es cierto que Pedro haya sido obispo de Roma
Además, todo lo que cuentan respecto a que san Pedro fue obispo de Roma, a mi parecer no es cosa muy cierta.
No hay duda que lo que Eusebio dice1, que san Pedro estuvo en Roma veinticinco años, se puede refutar sin dificultad alguna. Por los capítulos primero y segundo de la Carta a los Gálatas se ve claramente que estuvo en Jerusalem casi veinte años después de la muerte de Jesucristo, y que de allí fue a Antioquía, donde estuvo algún tiempo, no se sabe cuanto. Gregorio dice siete años.2 Eusebio, veinticinco. Ahora bien, después de la muerte de Jesucristo hasta el fin del imperio de Nerón, quien, según ellos, hizo matar a san Pedro, no hay más que treinta y siete años. Porque nuestro Señor padeció el año dieciocho del emperador Tiberio. Si se quitan veinte años, que san Pablo afirma que san Pedro permaneció en Jerusalem, no quedan a lo sumo más que diecisiete años, que hay que repartir entre los dos obispados. Si fue mucho tiempo obispo de Antioquía, no pudo serlo de Roma más que muy poco. Pero esto se puede exponer de una manera aún más sencilla.
San Pablo escribió su Carta a los Romanos camino de Jerusalem, donde fue preso y llevado a Roma (Rom. 15,25). Por tanto es verosímil que esta carta fuese escrita cuatro años antes de que él fuera a Roma. En la carta no se hace mención alguna de Pedro, lo cual no hubiera omitido de ser Pedro obispo de Roma. Hacia el final de la misma enumera una multitud de fieles a los que saluda, haciendo una especie de catálogo de los que él conocía (Rom. 16,1-16); y tampoco hace mención alguna de san Pedro. Tratando con gente de buen juicio no serán precisas grandes sutilezas ni disputas. La materia y el argumento mismo de la carta prueban claramente que san Pablo no hubiera dejado de ninguna manera de hacer mención de san Pedro de haberse encontrado éste en Roma.

1 Crónica, lib. II.
2 Gregorio Magno, Carta XL.

15. Después san Pablo fue llevado prisionero a Roma. Refiere san Lucas (Hch. 28,13-16), que fue recibido por los hermanos; de Pedro no hace mención. Estando san Pablo en Roma prisionero escribió a muchas iglesias. En algunas de estas cartas envía saludos en nombre de los fieles que con él estaban en Roma; pero en ellas no se dice una sola palabra por la que se pueda conjeturar o sospechar que san Pedro estuviera en Roma. Pregunto yo; ¿quién puede creer que si San Pedro hubiera estado allí no lo iba a nombrar san Pablo entre los otros fieles?
Más aún; en la Carta a los Filipenses, después de decir que no tenía persona alguna que cuidara tan fielmente de la obra del Señor como Timoteo, se queja de que cada uno busca su provecho particular (Flp. 2,20-21). Y escribiendo al mismo Timoteo se le queja más amargamente aún de que ninguno le había asistido en la primera defensa, sino que todos le habían abandonado (2 Tim. 4, 16). ¿Dónde estaba entonces san Pedro? Porque si se encontraba en Roma, san Pablo le imputa un grave cargo, al decir que había desamparado el Evangelio; y que habla de los fieles se ve en que luego dice; Que Dios no se lo impute. ¿Cuánto tiempo, pues, ha gobernado Pedro la iglesia de Roma?
Dirán que es opinión común que vivió en Roma hasta su muerte. Yo replico que los escritores antiguos no están de acuerdo en cuanto al sucesor. Los unos dicen que fue Lino; otros, que Clemente. Además refieren una multitud de fábulas necias sobre la disputa entre san Pedro y Simón Mago. El mismo san Agustín, hablando de supersticiones no disimula que la costumbre que se guardaba en Roma de no ayunar el día que se creía haber ocurrido la victoria contra Simón Mago procedía de un cierto rumor y de una opinión concebida muy a la ligera.1 En conclusión, los sucesos de aquel tiempo son tan confusos y hay tal diversidad de opiniones, que no se debe aceptar a la ligera todo cuanto se dice.
A pesar de todo, puesto que los escritores están de acuerdo en que san Pedro murió en Roma, no lo contradiré. Pero que haya sido obispo de Roma, sobre todo por mucho tiempo, no hay quien me lo pueda hacer creer. Por lo demás, tampoco me preocupa gran cosa, puesto que san Pablo afirma que el apostolado de san Pedro pertenecía especialmente a los judíos, y el suyo a los gentiles, que somos nosotros. Por tanto, si queremos estar de acuerdo con el convenio que ellos establecieron, o por mejor decir, con lo que el Espíritu Santo ha ordenado, hemos de reconocer que nosotros más pertenecemos al apostolado de san Pablo, que al de san Pedro; porque el Espíritu Santo dividió sus tareas de tal forma, que a san Pedro lo destinó a los judíos, y a san Pablo, a nosotros.
Busquen, pues, los romanistas su primado en otra parte, y no en la Palabra de Dios, porque no lo hallarán en ella.

16. Pasemos ahora a la Iglesia antigua, a fin de que se vea claramente que nuestros adversarios no yerran menos al decir que la tienen de su parte, que al gloriarse de que la Palabra de Dios confirma su opinión.
Cuando alegan este su articulo de fe, que la Iglesia no puede permanecer de ningún modo unida sin tener una cabeza suprema en la tierra, a la cual todos los demás miembros deben estar sujetos, y que por esta razón nuestro Señor ha dado el primado a Pedro, y en él a sus sucesores para que permanezca siempre en Roma, aseguran que esto se ha hecho así desde el principio.
Como quiera que ellos acumulan muchos testimonios, retorciéndolos, para hacerles decir lo que ellos quieren, yo declaro ante todo que no pretendo negar que los antiguos escritores hablan siempre con mucha estima y reverencia de la iglesia romana. Ello se debe, a mi entender, a tres causas.
Primeramente, la opinión común de que san Pedro había sido su fundador sirvió de mucho para darle crédito y autoridad. Por esto las iglesias occidentales la han llamado por honor Sede Apostólica.
La segunda causa es porque Roma era la cabeza del imperio, y por esta razón era verosímil que hubiera en ella hombres más excelentes en conocimientos y en prudencia, y con mayor experiencia que en ninguna otra parte del mundo; se tenía cuidado, y con toda razón, de no menospreciar la nobleza de la ciudad, y los otros dones de Dios que en ella había.
La tercera era que, al ser arrojados los buenos obispos de sus iglesias, se acogían a Roma como a un santuario y refugio. Porque así como los pueblos de occidente no son tan dados a ingeniosidades ni sutilezas como los de Asia y África, tampoco son tan ligeros ni ansiosos de novedades.
Así pues, todo esto acrecenté notablemente la autoridad de la iglesia romana, porque mientras las demás iglesias eran presa de tantas disensiones, ella permaneció constante en la doctrina que una vez había recibido, como luego más ampliamente declararemos.
Digo, pues, que por estas tres causas la Sede romana ha sido mas estimada por los antiguos.

1 Agustín. Las antiguas ediciones remiten a la Carta II a Jenaro. Hay que leer: Carta XXXVI, 9.

17. Los antiguos no conocían el primado de la Sede romana
Mas cuando nuestros adversarios quieren servirse de esto para otorgarle el primado y la autoridad suprema sobre las demás iglesias, se engañan grandemente, según he dicho. Y para que esto se entienda mejor, demostraré brevemente en primer lugar qué es lo que han entendido los antiguos por esta unidad en la que tanto insisten nuestros adversarios.
San Jerónimo, escribiendo a Nepociano, después de alegar muchos ejemplos de unidad, llega finalmente a la jerarquía de la Iglesia y dice: “En cada iglesia hay un obispo, un arcipreste, un arcediano; y todo el orden de la iglesia consiste en estos gobernadores”.1 Notemos que quien esto dice era presbítero romano, que alaba la unión de la Iglesia en el orden eclesiástico. ¿Por qué no dice que todas las iglesias están unidas por medio de una cabeza, como por un vínculo? Nada podía venir más a propósito que esto. Y no se puede decir que lo haya omitido por olvido; porque nada hubiera hecho con más placer, si hubiera habido lugar.
Es, pues, evidente que se daba perfectamente cuenta de que el verdadero modo de unión es el que san Cipriano describe diciendo; “No hay más que un solo obispado del cual cada obispo participa plenamente; no hay más que una sola Iglesia, la cual con su fructífero crecimiento está extendida por todas partes; como los rayos del sol son muchos, pero la luz es una sola; y en un árbol hay muchas ramas, aunque el tronco es uno y se apoya en sus firmes raíces; y como de una fuente corren muchos arroyos sin que su multitud impida que la fuente sea una. Separad los rayos del cuerpo del sol; la unidad de la luz no sufre división. Quebrad un ramo del árbol; el ramo quebrado no brotará. Así, ni más ni menos, la Iglesia, alumbrada con luz divina, extiende sus rayos por todo el mundo; y sin embargo, no hay más que una sola luz que se extiende por todo sin que la unidad del cuerpo quede destruida.” Y poco más abajo, después de haber dicho esto, concluye que todas las herejías y cismas provienen de que no se va a la fuente de la verdad, que no se busca la Cabeza, ni se tiene encuentra la doctrina del Maestro celestial.2
Bien claro se ve cómo este santo varón hace a Cristo solamente obispo universal, que comprende en sí a toda la Iglesia; y que todos los que bajo esta Cabeza principal, que es Cristo, son obispos tienen por entero las partes de este obispado suyo. ¿Dónde está, entonces, el primado de la Sede romana, si la plenitud del obispado reside únicamente en Cristo, y cada uno tiene su parte?
He citado este texto para hacer comprender a los lectores que la máxima que los romanistas tienen por artículo de fe, de que en la jerarquía de la Iglesia se requiere de necesidad que haya una cabeza en la tierra, ha sido ignorada por los antiguos.

1 Carta CXXV, 15.
2 Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, cap. v, 3.

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