Capítulo II
El jansenismo regalista en el siglo XVIII
- VII -
Reinado de Carlos IV. -Proyectos cismáticos de Urquijo. -Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. -Tavira.
En tiempo de Carlos IV, el jansenismo había arrojado la máscara y se encaminaba derechamente y sin ambages al cisma. Los canonistas sabían menos que Campomanes o Pereira y los hombres políticos eran deplorables, pero, en cambio, la impiedad levantaba sin temor la frente y las ideas de la revolución francesa encontraban calurosos partidarios y simpatías casi públicas. En aquel afán insensato de remedarlo todo no faltó quien quisiera emular la Constitución civil del clero.
Para honra de Godoy, debe decirse que no fue él el principal fautor de tales proyectos, sino otros gobernantes aún más ineptos y desastrosos que desde 1798 hasta 1801 tiranizaron la Iglesia española con desusada y anárquica ferocidad. Era el principal de ellos D. Mariano Luis de Urquijo, natural de Bilbao y educado en Francia, diplomático y ministro a los treinta años gracias al favor del conde de Aranda, personaje ligero, petulante e insípido, de alguna instrucción, pero somera y bebida por lo general en las peores fuentes; lleno de proyectos filantrópicos y de utopías de regeneración y mejoras; hombre sensible y amigo de los hombres, como se decía en la fraseología del tiempo; perverso y galicista escritor, con alardes de incrédulo y aun de republicano; conocido, aunque no con gloria, entre los literatos de aquel [465] tiempo por una mala traducción de La muerte de César, de Voltaire, que el abate Marchena fustigó con un epigrama indeleble, aunque flojamente versificado:
Ayer en una fonda disputaban
de la chusma que dramas escribía
cuál entre todos el peor sería.
Unos: «Moncín»; «Comella», otros gritaban;
el más malo de todos, uno dijo,
es Voltaire, traducido por Urquijo.
A su lado andaban el conde de Cabarrús, aventurero francés, de quien se volverá a saber en el capítulo que sigue, arbitrista mañoso, creador del Banco de San Carlos, y el marqués Caballero, ruin cortesano, principal agente de las persecuciones de Jovellanos y hombre que se ladeaba a todo viento. Caballero alardeaba de canonista y los otros dos de filósofos. A Urquijo le importaban poco los cánones, si es que alguna vez los había aprendido; pero, como enfant terrible de la Enciclopedia, quería hacer con la Iglesia alguna barrabasada que le diera fama de librepensador y de campeón de los derechos del hombre. Y como el jansenismo regalista era por entonces la única máquina ad hoc conocida en España, del jansenismo se valió, resucitando los procedimientos de Pombal y la doctrina de Pereira, de Tamburini y de Febronio.
Para esto comenzó por mandar enajenar en 15 de marzo de 1798, todos los bienes raíces de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de huérfanos y expósitos, cofradías, obras pías, memorias y patronatos de legos, conmutándolos con una renta del 3 por 100 (ley 24, tít. 6. 1.1 de la Novísima).
En seguida determinó abrir brecha en la Universidad católica, proponiendo a Carlos IV, para resolver las dificultades económicas, admitir a los judíos en España, creyendo cándidamente, o aparentando creer, que con sólo esto, el comercio y la industria de España iban a ponerse de un salto al nivel de las demás naciones. El ministro de Hacienda Varela, presentó a Carlos IV una memoria aconsejándole que entrase en negociaciones con algunas casas hebreas de Holanda y de las ciudades anseáticas para que en Cádiz y otros puntos estableciesen factorías y sucursales (2300). Pero este proyecto pareció demasiado radical y no pasó de amago.
Falleció entre tanto, prisionero de los franceses, el papa Pío VI (29 de agosto de 1799), y Urquijo y Caballero y los suyos vieron llegada la ocasión de arrojarse a un acto inaudito en España y que les diera una celebridad semejante a la de los Tamburinis, Riccis y demás promotores del conciliábulo de Pistoya, condenados por el difunto pontífice en la bula Auctorem fidei. La idea era descabellada, pero tenía partidarios en el episcopado [466] español, duro es decirlo, y veíase llegado por muchos el ansiado momento de romper con Roma y de constituirnos en Iglesia cismática, al modo anglicano. Además, con esto se daba gusto a los franceses, cuya alianza procuraban entonces los nuestros con todo género de indignidades.
Leyeron, pues, con asombro los cristianos viejos en la Gaceta de 5 de septiembre de 1799 un decreto de Carlos IV que a la letra decía así:
«La divina Providencia se ha servido llevarse ante sí, en 29 de agosto último, el alma de nuestro santísimo Padre Pío VI, y, no pudiéndose esperar de las circunstancias actuales de Europa y de las turbulencias que la agitan que la elección de un sucesor en el pontificado se haga con aquella tranquilidad y paz tan debidas, ni acaso tan pronto como necesitaría la Iglesia; a fin de que entre tanto mis vasallos de todos mis dominios no carezcan de los auxilios precisos de la religión, he resuelto que, hasta que yo les dé a conocer el nuevo nombramiento de papa, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispensas matrimoniales y demás que le competen... En los demás puntos de consagración (sic) de obispos y arzobispos... me consultará la Cámara por mano de mi primer secretario de Estado y del despacho, y entonces, con el parecer de las personas a quienes tuviere a bien pedirle, determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios hasta una orden mía.»
¡Extraño documento, donde la ciencia corre parejas con la ortodoxia! ¡Tendrían que ver el rey y el primer secretario del despacho consagrando obispos! Para Urquijo lo mismo daba confirmación que consagración; no se hablaba de esto en la Pucelle d'Orleans y en los Cuentos de mi primo Vadé, que eran sus oráculos. Siquiera el marqués Caballero tenía más letras canónicas, como que quiso mutilar los concilios de Toledo.
A este decreto increíble acompañaba una circular a los obispos, escrita medio en francés, la cual terminaba así: «Espera Su Majestad que V. S. I. se hará un deber el más propio en adoptar sentimientos tan justos y necesarios..., procurando que ni por escrito, ni de palabra, ni en las funciones de sus respectivos ministerios se viertan especies opuestas que puedan turbar las conciencias de los vasallos de Su Majestad y que la muerte de Su Santidad no se anuncie en el púlpito ni en parte alguna sino en los términos expresos de la Gaceta, sin otro aditamento.» Y como si temieran que alguna voz se alzase desde la cátedra evangélica a protestar contra los republicanos franceses, verdugos del Padre Santo, encarga el marqués Caballero, que firma la circular, escrupulosa vigilancia sobre la conducta de los regulares, sin duda para que no trajesen compromisos internacionales sobre aquel miserable Gobierno.
Pero lo más triste no son el decreto ni la circular; lo que [467] más angustia el ánimo y muestra hasta dónde había llegado la podredumbre y de cuán hondo abismo vino a sacarnos providencialmente la guerra de la Independencia son las contestaciones de los obispos. Me apresuro a consignar que no tenemos el expediente entero y que la parte de él publicada lo fue por un enemigo juramentado de la Iglesia, sospechoso además de mala fe en todos sus trabajos históricos (2301). Sólo diecinueve contestaciones de obispos insertó Llorente en su Colección diplomática; lícito nos es, pues, decir que la mayoría del episcopado español todavía estaba sana y que respondió al cismático decreto con la reprobación o con el silencio. Además, no todas las diecinueve contestaciones son igualmente explícitas; las hay que pueden calificarse de vergonzantes evasivas. El arzobispo de Santiago, D. Felipe Fernández Vallejo, doctísimo ilustrador de las antigüedades del templo toledano, sólo contestó que obraría con el posible influjo «para cortar de raíz las máximas y opiniones contrarias a la pureza de la disciplina eclesiástica». «Quedo enterado de las soberanas intenciones de Su Majestad -dijo el obispo de Segovia-, y conforme a ellas y a lo que previenen los cánones y a la más sana y pura disciplina (no-dice cuál) de la Iglesia arreglaré puntualísimamente el uso de las facultades que Dios y la misma Iglesia me han confiado.» «Quedo en cumplirlo puntualmente, según se me ordena», dijo el de Zamora. «En el uso de las dispensas procederé con la economía prudente que exijan las necesidades, conforme al espíritu de los cánones antiguos», añadió el de Segorbe. El de Jaca llamó sabio al decreto. El de Urgel ofreció cumplirlo, «por que Su Majestad lo manda y porque es justo y conforme a las circunstancias, a los verdaderos sentimientos de la Iglesia y a la disciplina genuina y sana». El obispo prior de San Marcos, de León, se limitó a glosar las palabras del decreto, y dijo que viviría cuidadoso y daría arte de lo que ocurriera. «Si algún desgraciado se olvidare o desviare de su deber, daré parte a V. E. en seguida», escribió el obispo de Palencia. «Espero que en esta diócesis no han de ocurrir muchos de semejantes delitos, porque apenas se tiene en ella noticia de las ideas que tanto daño han acarreado a la subordinación, tranquilidad y orden público», advirtió el de Guadix. El de Ibiza procuró tranquilizar su conciencia, no del todo aquietada con la antigua disciplina, recordando que «las mismas reservas pontificias, según la más común y más fundada opinión, exigen que los ordinarios usen libremente de sus facultades cuando no se puede solicitar de otra parte el auxilio o remedio».
Otros anduvieron mucho más desembozados. El cardenal Sentmanat, patriarca de las Indias, se quedó extasiado ante la sabiduría y el celo de Su Majestad. El inquisidor general, arzobispo de Burgos, D. Ramón José de Arce, hechura y favorito [468] de Godoy, prometió el más escrupuloso. cumplimiento de aquellas sabias y prudentes reglas. Estos siquiera, a título de prelados cortesanos, no se metieron en dibujos canónicos ni pasaron del voluntas principis, pero otros ensalzaron y defendieron la circular y el decreto como hombres de escuela. Así, el obispo de Mallorca, que en su respuesta dice: «Obraré por principios y convicción, y, por consiguiente, poco mérito creeré contraer en adoptar y practicar una doctrina que por espacio de doce siglos, y hasta que la ignorancia triunfó de la verdad, tuvo adoptada toda la iglesia católica.» El arzobispo de Zaragoza, don Joaquín Company, dio una pastoral (16 de septiembre de 1799) en favor del decreto, que él juzgaba «propio de la suprema potestad que el Todopoderoso depositó en las reales manos de Su Majestad para el bien de la Iglesia.» El obispo de Barcelona escribió una Idea de lo que convendrá practicar en la actual vacante de la Santa Silla, y cuando esté plena, para conservar los derechos del rey, y para el mayor bien de la nación y de sus iglesias; papel en que aboga por que las dispensas sean raras y gratis.
En una pastoral de 25 de enero de 1800, el obispo de Barbastro, D. Agustín de Abad y Lasierra, tronó contra las falsas decretales de Isidoro Mercator, y dijo que la Santa Sede sólo tenía, en cuanto a las reservas, el título de una posesión antiquísima, de cuyo valor y fuerza no debe disputarse. Por lo cual redondamente afirmó que «la autoridad suprema que nos gobierna puede variar y reformar en la disciplina exterior o accidental de la Iglesia lo que considere perjudicial, según lo exijan los tiempos».
También el obispo de Albarracín, luego abad de Alcalá la Real, Fr. Manuel Truxillo, salió a la defensa de la circular contra los genios inquietos y sediciosos que ponían en cuestión su validez, y recomendó la lectura de las obras de Pereira, «sabio de primer orden, eruditísimo y muy versado en concilios, cánones, Escrituras y Santos Padres, aunque no se puede negar que habla del papa y de la curia con demasiada libertad».
En el mismo catecismo, o en otros peores, había aprendido el famoso obispo de Salamanca, antes capellán de honor, don Antonio Tavira y Almazán, tenido por corifeo del partido jansenista en España, hombre de muchas letras, aun profanas, y de ingenio ameno; predicador elocuente, académico, sacerdote ilustrado y filósofo, como entonces se decía; muy amigo de Meléndez y de todos los poetas de la escuela de Salamanca (2302), y muy amigo también de los franceses, hasta afrancesarse durante la guerra de la Independencia, logrando así que el general Thibaut, gobernador y tirano de Salamanca, le llamase el Fenelón español. [469]
Tavira, pues, no se contentó con afirmar que «sólo por olvido de las máximas de la antigüedad y por el trastorno que produjeron las falsas decretales de Isidoro habían nacido las reservas, faltando así el nervio de la disciplina y haciéndose ilusorias las leyes eclesiásticas», sino que se desató en vulgares recriminaciones contra Roma, «que tanta suma de dineros llevaba», encareciendo hipócritamente los siglos de los Leones y Gregorios, «en que la Iglesia carecía aun de todas las ventajas temporales, de que toda la serie de sucesos de las presentes revoluciones la ha privado ahora», como alegrándose y regocijándose en el fondo de su alma del cautiverio de Pío VI y de la ocupación del Estado romano por los franceses.
No a todos parecieron bien la respuesta y el edicto de Tavira. Un teólogo de Salamanca le impugnó en una carta anónima y muy respetuosa (2303), pero en que le acusa de querer trastornar todo el orden jerárquico de la Iglesia. En realidad, la cuestión de las dispensas era sencilla: cuando el recurso a la Sede Apostólica es absolutamente imposible, ¿quién duda que los obispos pueden dispensar por una jurisdicción tácitamente delegada? Pero no se trataba de eso; en primer lugar, el recurso estaba libre, y el conclave iba a reunirse canónicamente para elegir nuevo papa, a despecho de la tiranía francesa. Y luego, lo que pretendían Tavira y otros no era hacer uso de jurisdicciones delegadas, sino de la facultades que en virtud del carácter episcopal creían pertenecerles, fundando tales facultades no en pruebas de razón ni en la disciplina corriente desde el concilio de Trento, sino en cánones añejos y caídos en desuso, y en pocos, antiguos y mal seguros testimonios, que tampoco establecían el derecho, sino el hecho. «Los secuaces de estas máximas... -dice el anónimo impugnador-, teniendo siempre en su boca los tiempos de la primitiva Iglesia..., están muy lejos en sus corazones del espíritu de ella.»
A esta carta respondieron con virulencia increíble el doctor D. Blas Aguiriano, arcediano de Berveriago, dignidad y canónigo de la catedral de Calahorra y catedrático de disciplina eclesiástica en los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, gran vivero de jansenistas, y un anónimo de Salamanca, quizá el mismo Tavira, en cinco cartas que coleccionó Llorente (2304). Uno y otro trabajaron con relieves y desperdicios del libro de Pereira. Aguiriano llega a rechazar el concilio Florentino porque declaró que el papa es padre y doctor de todos los cristianos; lo cual a él le parece muy mal, así como los especiosos títulos de vicario de Dios y vicario de Cristo. Todo el nervio de su argumentación consiste en establecer sofísticas distinciones entre los derechos del primado pontificio y los que pertenecen al papa como primado de Occidente. Lo mismo decían los jansenistas de la pequeña iglesia de Utrecht, Harlem y Daventer, a quienes el [470] autor elogia mucho, y cuyo catolicismo defiende aun después de condenados y declarados cismáticos por Clemente XI. Ni le detiene tampoco el juramento que los obispos hacen de acatar las reservas pontificias y cumplir los mandatos apostólicos, porque esto sólo se entiende «en cuanto el rey, como protector de la disciplina eclesiástica, no les mande lo contrario o les excite a usar de sus derechos primitivos». ¡Estupenda teología, que pone al arbitrio de un Godoy o de un Urquijo la Iglesia de España! El otro impugnador es menos erudito, pero más redundante y bombástico; quiere que las reservas cesen de todo punto, y, entusiasmado, exclama: «La verdad, oscurecida durante largos siglos por la ignorancia y por la superstición, una vez descubierta, debe subir de nuevo a su trono; sus derechos sagrados no pueden ser aniquilados por la prescripción de muchas edades.»
Por entonces hizo también sus primeras armas canónicas el famoso D. Juan Antonio Llorente, con quien tantas veces hemos tropezado y tantas hemos de tropezar aún, y nunca para bien, en esta historia. Este clérigo riojano, natural de Rincón de Soto, en la diócesis de Calahorra, era allá para sus adentros bastante más que jansenista y que protestante, pero hasta entonces sólo se había dado a conocer por trabajos históricos y de antigüedades, especialmente por sus Memorias históricas de las cuatro provincias vascongadas, que escribió asalariado por Godoy para preparar la abolición de los fueros y loables costumbres de aquellas provincias, mal miradas por el Gobierno desde la desastrosa guerra con la república francesa, que acabó en la paz de Basilea. Tenía Llorente razón en muchas cosas, mal que pese a los vascófilos empedernidos; pero procedió con tan mala fe, truncando y aun falsificando textos y adulando servilmente al poder regio, que hizo odiosa y antipática su causa harto más que la débil refutación de Aranguren.
Llorente era entonces de los que más invocaban la pura disciplina de nuestra Iglesia en los siglos VI y VII, que él llama sublime Iglesia gótico-española, y clamaba por el restablecimiento íntegro de los cánones toledanos, con licencia del rey, aunque fuera sin asenso de Roma (2305). Por de contado que ni él mismo tomaba por lo serio estas descabelladísimas, pedantescas y anacrónicas lucubraciones; pero, como hombre ladino y harto laxo de conciencia, quería hacer efecto con su paradojal goticismo e ir medrando, ya que los vientos soplaban por esa banda.
Además de Llorente escribieron en pro del decreto de 5 de septiembre el obispo de Calahorra y La Calzada, D. Francisco Mateo Aguiriano, pariente, sin duda, del canonista de Madrid y hermano gemelo suyo en ideas; D. Joaquín García Domenech, [471] que imprimió una Disertación sobre los legítimos derechos de los obispos, y D. Juan Bautista Battifora, abogado de los Reales Consejos y catedrático de Cánones en la Universidad de Valencia, que publicó allí, en 1800, un Ensayo apologético a favor de la jurisdicción episcopal por medio de una breve y convincente refutación del sistema que fija en la Santa Sede la soberanía eclesiástica absoluta y hace a los obispos sus vicarios inmediatos (2306). Ambos se distinguen por la templanza; el primero llama a la doctrina firme y ortodoxa hediondez pestilente que corrompe los sentidos y cenagoso charco de inmundicia, y se encara con el tan traído y llevado Isidoro Mercator o Peccator y le apostrofa, llamándole impostor malicioso, poseído de un sórdido interés, hombre vil y despreciable; indignación verdaderamente cómica tratándose de un copista del siglo IX, que acaso no hizo más que trasladar las falsedades de otros.
Los jansenistas andaban entonces desatados, fue aquélla su edad de oro, aunque les duró poco. Urquijo y Caballero hicieron imprimir subrepticiamente el Febronio De statu Eclesiae, en hermosa edición por cierto, hecha en Madrid, aunque la portada no lo dice (2307), y quisieron vulgarizar la Tentativa, de Pereira, y el Ensayo, del abate italiano Cestari, sobre la consagración de los obispos, autorizados con un dictamen del Consejo, pero en éste los pareceres se dividieron, y por diecisiete votos contra trece se determinó que la impresión no pasara adelante (2308).
El nuncio, D. Felipe Cassoni, había protestado contra el decreto de 5 de septiembre, y Urquijo le había dado los pasaportes, pero Godoy se interpuso y mudó el aspecto de las cosas. Entre tanto, la elección de Pío VII, canónica y tranquila contra lo que se había augurado, hizo abortar aquella y otras tentativas cismáticas por el estilo en varias partes de Europa, y nuestro Gobierno tuvo que cantar la palinodia en la Gaceta de 29 de marzo de 1800, volviendo las cosas al antiguo ser y estado. El nuevo pontífice se quejó amarguísimamente a Carlos IV de la guerra declarada que en España se hacía a la Iglesia, de las malas doctrinas y de la irreligión que públicamente se esparcían y, sobre todo., de la conducta de los obispos. Carlos IV, que al fin era católico, se angustió mucho y conoció que Urquijo le había engañado. Caballero, viendo que su amigo iba de capa caída, se puso del lado de los ultramontanos. El Príncipe de la Paz, por aquella vez siquiera, aconsejó bien al rey, y de sus consejos resultó la caída de Urquijo y el pase de la bula Auctorem Fidei, en que Pío VI había condenado a los jansenistas del conciliábulo de Pistoya; bula retenida hasta entonces por el Consejo (10 de diciembre de 1800). [472]
- VIII -
Aparente reacción contra los jansenistas. -Colegiata de San Isidro. -Procesos inquisitoriales. -Los hermanos Cuesta. -«El pájaro en la liga». -Dictamen de Amat sobre las «causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. -La Inquisición en manos de los jansenistas.
La Inquisición en tiempo de Carlos III apenas había dado señales de vida. Llorente asegura que la mayor parte de las causas no pasaron de las diligencia preliminares y que no se procedió contra Aranda, Roda, Floridablanca y Campomanes, aunque se recibieron delaciones acerca de sus dictámenes del Consejo; ni contra los arzobispos de Burgos y Zaragoza y los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela, acusados de jansenismo por su informe sobre los bienes de los jesuitas. Por entonces vino a Madrid un M. Clément, clérigo francés, tesorero de la catedral de Auxerre, galicano inflexible, que muy pronto se hizo amigo de todos los nuestros y sugirió a Roda un proyecto para reformar la Inquisición, poniéndola bajo la dependencia de los obispos, y reformar las universidades, quitando los nombres y las banderías de tomistas, escotistas etc. M. Clément fue denunciado al Santo Oficio (2309) y Roda le aconsejó que saliese de la corte y de España.
Urquijo pensó en abolir el Santo Oficio o reformarle, a lo menos, con ayuda y consejo de Llorente, que había sido desde 1789 a 1791 secretario de la Suprema. El decreto llegó a presentarse a la firma del rey, pero Urquijo cayó, y en su caída arrastró a todos sus amigos jansenistas. Ya en 1792 había sido denunciado uno de ellos, D. Agustín Abad y Lasierra, obispo de Barbastro, como sospechoso de aprobar la Constitución civil del clero de Francia, dada por la Asamblea Constituyente, y de mantener correspondencia con muchos clérigos juramentados; pero la Inquisición de Zaragoza no se atrevió a proceder contra él o no halló pruebas bastantes. Verdad es que era entonces inquisidor general su hermano D. Manuel, arzobispo de Selimbria (2310), jansenista asimismo y muy protector del secretario Llorente, cuyos planes no llegó a poner en ejecución por su caída y confinamiento en el monasterio de Sopetrán en 1794.
El principal foco de lo que se llama jansenismo estaba en la tertulia de la condesa de Montijo, D.ª María Francisca Portocarrero, traductora de las Instrucciones cristianas sobre el sacramento del matrimonio, que Climent exornó con un prólogo. A su casa concurrían habitualmente el obispo de Cuenca, don Antonio Palafox, cuñado de la condesa; el de Salamanca, Tavira; D. José Yeregui, preceptor de los infantes; D. Juan Antonio Rodrigálvarez, arcediano de Cuenca, y D. Joaquín Ibarra [473] y D. Antonio de Posada, canónigos de la colegiata de San Isidro (2311). Esta colegiata, fundada en reemplazo de los jesuitas, era cátedra poco menos que abierta y pública de las nuevas doctrinas. Un canónigo de la misma colegiata llamado D. Baltasar Calvo, hombre tétrico y de malas entrañas, instigador en 1808 de la matanza de los franceses en Valencia, si hemos de creer al conde de Toreno (2312), denunció desde el púlpito a sus cofrades. Otro tanto hizo el dominico Fr. Antonio Guerrero, prior del convento del Rosario, publicando en términos bastantes claros que en la casa de una principal dama juntábase un club o conciliábulo de jansenistas. El nuncio informó a Roma de lo que pasaba, y por fórmula hubo que hacer aquí un proceso irrisorio. Los inquisidores de Madrid eran en su mayor parte tan jansenistas, o digámoslo mejor, tan volterianos como los reos. Baste decir que regía entonces la Suprema uno de los favoritos de Godoy y cómplice de sus escándalos, asiduo comensal suyo, hombre que por medios nada canónicos, y tales que no pueden estamparse aquí, había llegado, según cuentan los viejos, a la mitra de Burgos y al alto puesto de inquisidor general. Tal era D. Ramón José de Arce, natural de Selaya, en el valle de Carriedo, muy elogiado por todos los enciclopedistas de su tiempo como hombre de condición mansa y apacible y de espíritu tolerante; afrancesóse luego, abandonó malamente su puesto y vivió emigrado en París hasta cerca de mediar el siglo XIX.
Con tal hombre, el peligro de los jansenistas no era grande desde que Godoy los protegía. Así es que los canónigos de San Isidro y el obispo de Cuenca salieron inmunes a pesar de una representación que dirigieron al rey contra los jesuitas (2313). Al capellán de honor, D. José Espiga, a quien se atribuía la redacción el decreto de Urquijo, se le obligó a residir en la catedral de Lérida, donde era canónigo. La condesa de Montijo se retiró a Logroño, y allí vivió el resto de sus días, hasta 1808, en correspondencia con Grégoire, el obispo de Blois, y con otros clérigos revolucionarios de los que llamaban juramentados (2314).
Más resonancia y consecuencias más serias tuvo el proceso de los hermanos Cuesta (D. Antonio y D. Jerónimo), montañeses entrambos y naturales de Liérganes, arcediano el uno y penitenciario el otro de la catedral de Ávila. Del primero dice Torres Amat, autoridad nada sospechosa, que «disimulaba bien poco sus opiniones, mucho menos de lo que debiera». Por otra [474] parte, su rectitud en el tiempo que fue provisor de Ávila le atrajo muchos enemigos, que tomaron de él y de sus hermanos fácil venganza cuando llegó a la silla de Ávila D. Rafael Muzquiz, arzobispo de Santiago, después confesor de María Luisa, al cual Villanueva maltrata horriblemente en su Vida literaria. Muzquiz delató al arcediano Cuesta a la Inquisición de Valladolid en 1794, y por entonces no se pasó adelante; pero a fines de 1800 hízose nueva información, no en Valladolid, sino en la Suprema, instando Muzquiz con calor grande por el castigo de ambos hermanos, que le traían su iglesia desasosegada. Dictóse auto de prisión; pero, al ir a ejecutarle en la noche del 24 de febrero de 1801, el arcediano logró ponerse en salvo; trabajosamente atravesó el Guadarrama, cubierto de nieve, y vino a esconderse en Madrid, en casa de la condesa de Montijo, castillo encantado de los jansenistas, de donde a pocos días se encaminó a Francia escoltado por unos contrabandistas. Se le buscó con diligencia; pero, como tenía altos y poderosos protectores, pasó sin dificultad la frontera, y el 9 de mayo de 1801 le recibía en Bayona el conde de Cabarrús.
Su hermano el penitenciario se defendió bien; logró que cinco teólogos de San Gregorio, de Valladolid, declarasen sana Su doctrina y que aquella inquisición se conformase con su dictamen en sentencia de 18 de abril de 1804, y como todavía apelasen sus enemigos a la Suprema, él impetró recurso de fuerza, y al cabo de dos años obtuvo una real orden (de 7 de mayo de 1806) en que Carlos IV, ejerciendo su soberana protección, le rehabilitaba del todo y mandaba darle plena satisfacción en el coro de la catedral de Ávila y en día festivo para que no le parasen perjuicio ni infamia su prisión y proceso. Torres Amat dice que «entrambos hermanos aplaudían las máximas de la revolución francesa» (2315).
Hay algo de político en este proceso, no bien esclarecido aún. Parece que Muzquiz fue instrumento de la venganza de Godoy contra los Cuesta; pero, amansado luego el Príncipe de la Paz o convencido de que el arcediano no conspiraba contra su Gobierno, hizo pagar caro a Muzquiz el servicio, imponiéndole una multa de 8.000 ducados y otra de 4.000 al arzobispo de Valladolid. ¡Miserable tiempo, en que no valían más los regalistas que los ultramontanos!
También el obispo de Murcia y Cartagena, D. Victoriano López Gonzalo, se le acusó en 1800 de jansenismo por haber permitido defender en su seminario cierta tesis sobre la aplicación del santo sacrificio de la misa y sobre los milagros. A los calificadores les parecieron mal, pero el obispo quedó a salvo, dirigiendo en 4 de noviembre de 1801 una enérgica representación [475] al inquisidor general (2316), y echando la culpa de todo a los jesuitas, según la manía del tiempo.
Los restos de aquella gloriosa emigración habían logrado volver a España, como clérigos seculares, aprovechando un momento de tolerancia (desde 1799 a 1801), y veintisiete de ellos murieron gloriosamente asistiendo a los apestados de la fiebre amarilla, que en el primer año del siglo devastó a Andalucía. Con la vuelta y el prestigio de los expulsos, ganado a fuerza de heroica virtud y de ciencia, comenzó a decrecer el exótico espíritu jansenista y a dejarse oír las voces del bando opuesto. Tradújose un folleto del abate italiano Bónola, intitulado La liga de la teología moderna con la filosofía en daño de la Iglesia de Jesucristo, descubierta en la carta de un párroco de ciudad a un párroco de aldea (Madrid 1798, sin nombre de traductor), opúsculo encaminado a demostrar que los llamados jansenistas formaban oculta liga contra la Iglesia con los filósofos y partidarios de la impiedad francesa y que de esfuerzos combinados había nacido la extinción de la Compañía.
Los jansenistas se alarmaron, y alguno de los más caracterizados en la Iglesia procuró que se refutase al abate Bónola, valiéndose para ello de la fácil pluma del agustiniano Fr. Juan Fernández de Rojas, fraile de San Felipe el Real, continuador oficial de la España Sagrada, aunque poco o nada trabajó en ella; adicionador del Año cristiano, del P. Croiset, con las vidas de los santos españoles, y más conocido que por ninguno de estos trabajos serios por la amenidad y sal ática de su ingenio, manifiesta en la Crotalogía o ciencia de las castañuelas, burla donosísima del método analítico y geométrico, que entonces predominaba gracias a Condillac y a Wolf (2317). El P. Fernández, ingenio alegre y donairoso, aprovechó aquella nueva ocasión más bien para gracejar que para mostrar jansenismo, y escribió El pájaro en la liga o carta de un párroco de aldea, papel volante de más escándalo que provecho.
Urquijo tomó cartas en el asunto y pasó a examen del Consejo la Liga y su impugnación, prejuzgando ya el dictamen, puesto que en la real orden se decía: «Ha visto el rey con sumo dolor que en sus dominios han vuelto a excitarse de poco acá los partidos de escuelas teológicas, que han embrollado y oscurecido nuestra sagrada religión, quitándola el aspecto de sencillez y verdad... El objeto del libro del abate Bónola es el de establecer una guerra religiosa, atacando a las autoridades soberanas, cuyas facultades están prescritas por el mismo Dios y [476] que se han reconocido y defendido en tiempos claros y de ilustración por los teólogos que llama el autor modernos, y son sólo unos sencillos expositores de las verdades del Evangelio... El otro papel intitulado El pájaro en la liga, si bien está escrito con oportunidad y la ataca del modo que se merece, refutándola por el desprecio, con todo, da lugar a que en el cotejo haya partidos y disputas y se engolfe la gente en profundidades peligrosas en vez de ser útiles y obedientes vasallos» (2318). Por todo lo cual se mandó recoger a mano real los ejemplares de uno y otro libro, advirtiendo al Consejo que de allí en adelante procediera con más cautela en dar permiso para la impresión de semejantes papeles, o más bien que los remitiera antes a la primera Secretaría de Estado para que viera Su Majestad si convenía la impresión. Así se dispuso con fecha de 9 de febrero de 1799.
Por culpa de esta intolerancia no pudo correr de molde hasta 1803 la obra de Hervás y Panduro Causas de la revolución de Francia en el año 1799 y medios de que se han valido para efectuarla los enemigos de la Iglesia y del Estado, y aun entonces se imprimió subrepticiamente con el título de Revolución religionaria (sic) y civil de los franceses, y fue delatada por los jansenistas a la Inquisición, que estaba ya en manos de los fieles de su bando (2319). El inquisidor Arce sometió el libro a la censura del arzobispo Amat, y éste opinó rotundamente por la negativa, fundado en que la obra contenía expresiones injuriosas al Gobierno francés y, sobre todo, en que llamaba inicua a la expulsión de los jesuitas y quería desenmascarar la hipocresía del jansenismo. El arzobispo de Palmira, muy picado de aquella tarántula, responde que no todo jansenista es hereje, porque «puede defender sólo alguna proposición que, aunque condenada, no lo sea con la nota de herética, o tal vez oponerse, con cualquier pretexto que sea, a las bulas y demás leyes de la Iglesia sobre jansenismo... Mil veces se ha dicho que los molinistas y jesuitas muy de propósito han procurado que la idea del jansenismo sea horrorosa, pero oscura y confusa, para que pueda aplicarse a todos los que sean contrarios de las opiniones molinianas sobre la predestinación y gracia y a todos los que antes promovieron la reforma o extinción de la Compañía y ahora embarazan su restablecimiento». Flaco servicio hizo el obispo de Astorga a la memoria de su tío con la publicación de este informe, en que vieron todos una solapada defensa de lo que Hervás impugnaba. El entusiasmo por los libros de Port-Royal [477] había llegado a tales términos, que se quitaron del Índice las obras de Nicole gracias al informe favorable que de ellas dio una junta de teólogos formada por D. Joaquín Lorenzo Villanueva; Espiga; el canónigo de San Isidro, Santa Clara, el P. Ramírez, del Oratorio del Salvador, y tres frailes de los que el vulgo llama jansenistas (2320). Así lo cuenta el mismo Villanueva, que era entonces consultor del Santo Oficio. ¡En buenas manos había caído la Inquisición!
- IX -
Literatura jansenista, regalista e «hispanista» de los últimos años del siglo. -Villanueva, Martínez Marina Amat, Masdéu.
Por entonces comenzaron a escribir y a señalarse, y aun llegaron al colmo de su fortuna eclesiástica, aunque no publicasen todavía sus obras más graves hoy incluidas en el Índice, los tres más notables teólogos y canonistas que jansenizaron o galicanizaron en España.
Era el primero de ellos D. Joaquín Lorenzo de Villanueva, natural de Játiva (10 de agosto de 1757) y educado en la Universidad de Valencia, discípulo predilecto del insigne historiador del Nuevo Mundo, D. Juan Bautista Muñoz, de quien tomó la afición a nuestros clásicos y el elegante y castizo sabor de su prosa. Sobran datos para juzgar de su vida y opiniones; por desgracia son contradictorias. Entre la propia defensa, o más bien panegírico, que él hizo en su autobiografía, publicada en Londres en 1825, y las horrendas y feroces invectivas con que su enemigo Puigblanch le zahirió y mortificó, o más bien le despedazó y arrastró por todos los lodazales de la ignominia en los Opúsculos gramático-satíricos, el juicio imparcial y desapasionado es difícil. Mucho hemos de hablar aún de Villanueva y mucho de Puigblanch en esta historia; ahora baste hacer la presentación de entrambos personajes, trasladando el retrato picaresco que el segundo hizo del primero: «Es el Dómine Gafas así le llamaba) por naturaleza entreverado de valenciano y de italiano, y por estado, sacerdote de hábito de San Pedro, y sacerdote calificado. Es alto, bien proporcionado de miembros y no mal carado...; da autoridad a su persona no una completa calva, pero sí una bien nevada canicie, de modo que no le hubiera sentado mal la mitra que le tenía preparada el cielo; pero quiso el infierno que, hallándose con los que regían la nave del Estado, se moviese una marejada que él no previó, y que, al desprenderse de las nubes la mitra, en vez de sentar en su cabeza, diese en el agua. Su semblante es compungido como de memento mori, aunque no tanto que le tenga macilento la memoria de la muerte. Su habla es a media voz y como de [478] quien se recela de alguien, no porque haya quebrado nunca ningún plato, ni sea capaz de quebrarlo, sino por la infelicidad de los tiempos que alcanzamos... Tiene unas manos largas y unos dedos como de nigromántico, con las que y con los que todo lo añasca, extracta y compila, de modo que puede muy bien llamársele gerifalte letrado, y aun a veces lo hace de noche, como a los metales la urraca... Pondrá un argumento demostrativo en favor o en contra de una misma e idéntica proposición según que el viento esté al norte o esté al sur... Es implacable enemigo de los jesuitas, en quienes no halla nada bueno o que debe imitarse por nadie, y mucho menos por él, excepto el semblante compungido, el habla a media voz y la monita» (2321).
Puigblanch era un energúmeno procaz y desvergonzadísimo, y no ha de creérsele de ligero cuando se relame y encarniza llamando a Villanueva «clérigo ambicioso y adulador nato de todo el que está en candelero, hombre de corrompido e inicuo fondo, hipócrita hasta dejarlo de sobra y de lo más réprobo que jamás se haya visto». Pero es indudable que Villanueva brujuleaba una mitra, prevalido de su aspecto venerable, que no parecía sino de un San Juan Crisóstomo o un San Atanasio (2322), y de sus muchas letras, que Puigblanch malamente le niega, No era tan vestigador ni tan erudito como su hermano el dominico P. Jaime Villanueva, a quien pertenece exclusivamente el Viaje literario a las iglesias de España, por más que los cinco primeros tomos saliesen con el nombre de D. Joaquín Lorenzo, más conocido y autorizado en los círculos de la corte. Pero escribía mejor que él y era hombre de más varia lectura y de juicio penetrante y seguro, siempre que la pasión o el propio interés no le torcían. Las obras que publicó antes de 1810 poco tienen que reparar en cuanto a pureza de doctrina, sobre todo su hermoso Año cristiano de España (2323), el más crítico o, por mejor decir, el único que tenemos escrito con crítica, aunque Godoy Alcántara (2324) le tacha de severidad jansenista. Tradujo con mediano estro poético y en versos flojos el poema de San Próspero contra los ingratos, es decir, contra los pelagianos, que negaban la gracia eficaz; libro que habían puesto en moda los adversarios del molinismo y del congruismo (2325). Y como alardeaba de rígida e incontaminata austeridad, divulgó dos trata, dos: De la obligación de celebrar el santo sacrificio de la misa con circunspección y pausa y De la reverencia con que se debe asistir a la misa y de las faltas que en esto se cometen (2326), por los cuales, si otra cosa de él no supiéramos, habríamos de declararle [479] monje del yermo o ermitaño de la primitiva observancia; tal recogimiento y devoción infunden. Quizá esforzó demasiado la conveniencia de leer la Biblia en romance; pero con todo eso, su tratado De la lección de la Sagrada Escritura, en lenguas vulgares (2327) es sólido, ortodoxo y eruditísimo, aunque en su tiempo le motejaron algunos con más violencia que razón, cuando después de todo no hacía más que comentar el breve de Pío VI al arzobispo de Martini.
Hase dicho que Villanueva comenzó por ser ultramontano. No es exacto: Villanueva, jansenizó siempre, pero no fue liberal hasta las Cortes de Cádiz, y de aquí procede la confusión. El Catecismo de estado según los principios de la religión, publicado en 1793, en la Imprenta Real, y escrito con el declarado propósito de «preservar a España del contagio de la revolución francesa», es libro adulatorio de la potestad monárquica, por méritos del cual esperaba obispar, aunque luego le rechazó condenó (en su Vida literaria) viendo que a ultramontanos y liberales les parecía igualmente mal, aunque por motivos diversos. El Filósofo rancio dijo que, leído un capítulo, no había sufrimiento para leer más; y el penitenciario de Córdoba, Arjona, que frisaba en enciclopedista, se mofó de la afectada severidad de Villanueva con este zonzo epigrama:
Toda España de ti siente
ser tu piedad tan sublime,
que es cuanto por ti se imprime
catecismo solamente.
De tus obras afirmé
que eran catecismo puro;
lo confirmo, aunque aseguro
que hay mucho que no es de fe.
Las Cartas de un obispo español sobre la carta del ciudadano Grégoire, obispo de Blois, publicadas con el seudónimo de don Lorenzo Astengo, que era su apellido materno (2328), son una calurosa defensa del Santo Oficio, al cual sirvió en tiempo de Arce, y contra el cual se desató en las Cortes de Cádiz, sin reparar mucho en la contradicción. «Yo nunca sospeché -dice en su Vida literaria (2329)- que el poder real llegara a convertirse en arma para abatir y arruinar la nación que la hipocresía vistiese el disfraz de la religión para infamarla y perseguirla.» No obstante, quien con atención lea aquellos primeros escritos, no dejará de descubrir en germen al futuro autor de El jansenismo, de las Cartas de D. Roque Leal, de Mi despedida de la curia romana y de La bruja. Repito que muchas veces hemos de volver a encontrarle, y nunca para bien.
Don Francisco Martínez Marina, canónigo de la colegiata de San Isidro, donde todos menos uno picaban en jansenistas, [480] era hombre muy de otro temple, digno de la amistad de su paisano Jovellanos. Español a las derechas, estudioso de veras, sabedor como ningún otro hasta ahora de la antigua legislación castellana, austerísimo, no por codicia de honores y de mitras, sino por propia y nativa severidad y bien regida disciplina de alma, pensaba con firmeza y escribía con adusta sequedad y con nervio, asemejándose algo al moderno portugués Alejandro Herculano. El Martínez Marina del tiempo de Godoy no era aún el doctor y maestro de Derecho constitucional, cuya Teoría de las cortes o grandes juntas nacionales fue Alcorán de los legisladores de Cádiz y tantas cabezas juveniles inflamó de un extremo a otro de España. Tampoco era el sacerdote ejemplar que en los últimos años de su vida, retraído en Zaragoza y desengañado de vanas utopías, dictó la hermosísima Vida de Cristo. Pero ya bajo el reinado de Carlos IV difería hondamente de todos los demás regalistas, y especialmente de Sempere y Guarinos, fervoroso defensor de la potestad real, como buen jurisconsulto (2330), en su espíritu más democrático y admirador de las antiguas Cortes. El germen de la Teoría está en el Ensayo crítico sobre la antigua segregación castellana, que en la Academia de la Historia no quiso poner al frente de su edición de las Partidas, y que el autor publicó suelto en 1808. El espíritu de este libro en cosas eclesiásticas es desastroso. Asiendo la ocasión por los cabellos, cébase Martínez Marina en la Primera partida, acusándola de haber propagado y consagrado las doctrinas ultramontanas relativas a la desmedida autoridad del papa, al origen, naturaleza y economía de los diezmos, rentas y bienes de la Iglesia, elección de los obispos, provisión de beneficios, jurisdicción e inmunidad eclesiástica y derechos de patronato, despojando a nuestros soberanos de muchas regalías que como protectores de la Iglesia gozaron desde el origen de la monarquía, v. gr., erigir y restaurar sillas episcopales, señalar o fijar sus términos, extenderlos o limitarlos, trasladar las iglesias de un lugar a otro, agregar a éste los bienes de aquéllas en todo o en parte, juzgar las contiendas de los prelados, terminar todo género de causas y litigios sobre agravios, jurisdicción y derecho de propiedades. Por el contrario, el derecho canónico vigente trajo el trastorno de la disciplina, la relajación de los ministros del santuario, la despoblación del reino... El célebre concordato de 1753 se reputó como un triunfo, sin embargo, que hace poco honor a la nación, y todavía los reyes de Castilla no recobraron por él los derechos propios de la soberanía (2331). Todo esto dicho así, con este magistral desenfado y sin más prueba histórica que referirse en tumulto, no ya a los concilios toledanos, porque a Marina no le parecía [481] del todo bien la teocracia, sino a las excelentes leyes municipales, a los buenos fueros y a las bellas y loables costumbres de Castilla y León, que en su mayor parte nada tiene que ver con el punto de que se trata. ¡Engañoso espejismo de erudito querer encontrarlo todo en los fueros y en los cuadernos de cortes porque habían sido predilecto objeto de sus vigilias!
No se aventuraba tanto el confesor de Carlos IV, abad de San Ildefonso y arzobispo de Palmira in partibus, D. Félix Amat, nacido en Sabadell en 1750, catalán de prócer estatura venerable y prelaticio aspecto, ejemplo raro de severidad y templanza en la corte de María Luisa y al lado de los Arce y los Muzquiz. Su sobrino, el obispo de Astorga D. Félix Torres Amat, escribió con piedad cuasi filial su vida en dos grandes volúmenes, que merecen leerse, aunque a veces por la prolijidad de los detalles recuerdan un poco aquella biografía del obispo de Mechoacán de que habla Moratín en El sí de las niñas (2332). Educado por Climent, de quien había sido familiar, y por el agustino padre Armaya, ilustre arzobispo de Tarragona, Amat galicanizaba ex toto corde. No había llegado hasta el sínodo de Pistoya, pero [482] estaba aferrado a Bossuet y a su Declaración del clero francés. Afectaba, con todo eso, moderación relativa, y en ella se mantuvo hasta que escribió las Observaciones pacíficas, prohibidas en Roma, como a su tiempo veremos. En 1808 no se le conocía aún más que por su Historia de la Iglesia (en trece volúmenes), compendio bien hecho, aunque extractado por la mayor parte de Fleury y del cardenal Orsi. En los últimos tomos se desembozó algo más. Así, v. gr., en el 11 (1.5 c. 2 n. 67 viene a aplaudir, aunque en términos ambiguos e impersonales, la expulsión de los jesuitas, escribiendo estas capciosas frases: «Eran antiguos los clamores de gente sabia y timorata contra algunas opiniones y máximas de gobierno de la Compañía y los deseos de que se reformase. Eran fáciles de atinar algunas causas que influían en que se creyese entonces la reforma más necesaria y menos asequible, y, por consiguiente, convenientísima la expulsión. Era además cosa ridícula e injusta cerrar los ojos para no ver la buena intención con que muchas personas respetables por todas sus circunstancias procuraban la destrucción de la Compañía, como útil entonces a la Iglesia y a los estados. Y por lo mismo es un verdadero fanatismo atribuirla a manejos ateístas, manejos cuya existencia no se funda sino en leves sospechas y cuya eficacia en aquellos tiempos y circunstancias era del todo inverosímil.» ¡Leyes sospechosas le parecían al arzobispo de Palmira las explícitas confesiones de D'Alembert!
Así procede Amat en todos los puntos de controversia, tímido y ecléctico, como quien camina per ignes suppositos cineri doloso. Pero no se guarda de disimular sus simpatías hacia «los famosos solitarios de Puerto-Real; le cuesta trabajo llamarlos herejes; sólo les culpa de falso celo y espíritu de partido. ¡Tan blando con Arnauld y Nicole, él, que en 1824 había de llamar iluso y fanático a José de Maistre! (2333)
La Historia eclesiástica pasó sin tropiezo, aunque un fraile delató los primeros tomos a la Inquisición, no por el virus del jansenismo, sino por otros reparos menudos. Arce desestimó la delación y sólo se mandó corregir una que parece errata de imprenta.
Amat aprobó, si no públicamente, en unas Observaciones que corrieron manuscritas, y que su sobrino publicó muchos años después, bien en detrimento de la buena memoria del tío, el decreto de Urquijo sobre dispensas, y aun insinuó que, «siendo uno de los mayores obstáculos para la reunión de las sociedades cristianas, separadas por el cisma o la herejía, el horror con que miran la dependencia del papa, parece que facilitaría mucho la conversión de herejes y cismáticos el espectáculo de un reino [483] católico, como España, en que la primacía del papa quedase ceñida a sus derechos esenciales y los obispos gozasen de su antigua libertad en el gobierno de las iglesias» (2334). Es decir, que los cismáticos vendrían a nosotros si promovíamos nosotros un nuevo cisma. ¡Excelente lógica! Por eso se inclinaba no a la abolición total y de un golpe de las reservas, sino a que éstas se fueren restringiendo, pero no por la voluntad aislada de cada obispo en su diócesis.
Aunque a Amat le parecía sabia y de sólida doctrina la Tentativa, de Pereira, cuando se trató de imprimirla traducida, y el Consejo se dividió, y el cabildo de curas de Madrid la reprobó, al paso que los canónigos de San Isidro instaban por la publicación inmediata, el arzobispo de Palmira, acostándose en esto al parecer de D. Luis López Castrillo, único prebendado de aquella colegiata que en esto difería de los restantes, opinó que las cosas no estaban bastante maduras en España para arrojarse a tal publicación (2335). Así y todo, el libro portugués corrió profusamente entre la juventud de las universidades, haciendo no poco estrago. ¿Y cómo no, si los obispos lo recomendaban en sus pastorales? Por el contrario, todo libro de tendencia opuesta era severamente recogido o se atajaba su impresión. Así hizo Amat con el de Hervás y Panduro. Así más adelante con la Historia universal sacroprofana, del jesuita D. Tomás Borrego (2336), a la cual había añadido un tomo de reparos el fiscal don Juan Pablo Forner, buen católico, pero jurisconsulto regalista. Forner se inclinaba a que la obra se imprimiera corrigiendo algunas cosas. Amat se opuso por la manera como en el libro se hablaba de jesuitas, de jansenismo y de potestad de los papas, «en términos muy imprudentes, capaces de excitar disturbios muy terribles contra la pública tranquilidad». Y el libro de Borrego se quedó inédito e inédito yace todavía.
No todos los jesuitas opinaban como Hervás y Borrego. Hubo uno de ellos, de quien no diré que fuera galicano, porque mayor enemigo de Francia y de sus cosas no ha nacido en España, pero sí que hispanizó terriblemente, afeando con ésta y otras manías, propias de su genio áspero, indómito y soberbio, una obra extraordinaria, monumento insigne de ciencia y paciencia. Tal es la Historia crítica de España, de la cual llegó a publicar veinte tomos el P. Juan Francisco Masdéu desde 1784 a 1805 (2337). Libro es éste de muy controvertido mérito, y, sin embargo, irreemplazable, y para ciertas épocas único, no tanto por lo que enseña como por las fuentes que indica, por los caminos que abre y [484] hasta por las dudas racionales que hace nacer en el espíritu. Más que historia son disertaciones críticas previas y aparato e índice de testimonios para escribirla. Las notas valen más y son más útiles que el texto. Pero cuando Masdéu empuña el hacha demoledora y empieza a descuajar el bosque de nuestra historia con el hierro no de la crítica, sino de la negación arbitraria y del sofismo; cuando duda no más que por el prurito de dudar, tala implacable los personajes y hechos que no le cuadran en o le son antipáticos o no encajan en su sistema, o declara a carga cerrada apócrifos cuantos privilegios y documentos se le oponen o le estorban, duélese uno profundamente de que tanto saber y tanta agudeza fuesen tan miserablemente agotados por el viento iconoclasta de aquel siglo. Masdéu es en historia la falsa, altanera y superficial crítica del siglo XVIII encarnada.
Esta crítica tocó a la jerarquía eclesiástica como a todo lo demás. Los tomos 8, 11 y 13 abundan en proposiciones aventuradísimas, que les han valido ser puestos en el Índice de Roma donec corrigantur. En España se levantó general clamoreo contra él y hubo quien le supusiese comprado por los jansenistas. Nada más falso; Masdéu era harto independiente y recto para venderse y amaba bastante a la Compañía de Jesús, en la cual vivió y murió, para hacerle traición coligándose con sus más venenosos enemigos. Pero Masdéu adolecía de una ilusión histórica y de una soberbia científica desmedida. Como a muchos de aquel tiempo, púsosele en la cabeza, entusiasmado con las glorias de la primitiva Iglesia española, que era posible restablecer en su pureza aquella antigua disciplina, única verdadera y sana; de donde dedujo que todo cuanto había acaecido en España desde las reforma cluniacenses y la venida de los monjes galicanos la abolición del rito mozárabe eran usurpaciones e intrusiones de la corte romana, favorecida y ayudada por los franceses. Esta es la tesis que late en toda la Historia de Masdéu, repetida y glosada hasta la saciedad no sólo en los tomos impresos, sino en cuatro más que existen inéditos (2338) y en un opúsculo titulado Religión española, escrito en Barcelona en los primeros meses de 1816, cuando el autor estaba ofendido y agraviado por disgustos de intra claustra. Este manuscrito acaba de publicarse en la Revista de Ciencias Históricas de Barcelona, con no muy buen acuerdo (2339). Tiene más de escandaloso que de útil; las regalías son hoy vejeces; en iglesias nacionales nadie piensa; y para conocer a Masdéu, nada añade ese papel que no supiéramos por su Historia crítica y por la Apología católica, en que, queriendo sincerarse, empeora su causa, como incapaz de guardar término ni mesura en nada (2340). En su historia de la España gótica [485] todo está sacado de quicio y envenenado; véase, por ejemplo, cómo narra él las supuestas disputas de San Braulio y San Julián con la Santa Sede. Quien siga extensamente el tomo primero de esta nuestra obra, hallará otros ejemplos de este ciego furor con que Masdéu interpreta la historia, siempre que se atraviesan regalías, inmunidad personal o local, concilios nacionales, jurisdicción pontificia, liturgia gótica, etc.
¿Y todo para qué? Y esto es lo más triste. Con ese fantasma de Iglesia española se amparaban decretos como el de Urquijo, y venía a renglón seguido el estupendo canonista marqués de Caballero, que los suscribía, preguntando con gran misterio si la publicación de los concilios de Toledo en la colección canónica que preparó el P. Burriel, y que iba a imprimir la Biblioteca Nacional, contendría algunas especies perjudiciales a la potestad real o a la paz del Estado. Oportunamente le advirtió el fiscal Sierra que los tales cánones eran más conocidos que la ruda, como que los habían impreso García de Loaysa, Aguirre y Villanuño, por lo menos. Si no aciertan a ser del dominio público, Caballero, Urquijo y Godoy los prohíben y los mutilan por revolucionarios, teocráticos y antirregalistas (2341), a la manera que reservadamente mandaron en 2 de junio de 1805 quitar de la Novísima recopilación las leyes en que se habla de cortes o se cercena algo de las facultades del monarca. «Conviene más sepultar tales cosas en un perpetuo olvido -decía Caballero- que exponerlas a la crítica de la multitud ignorante.»
A tan vergonzoso estado de abyección y despotismo ministerial había llegado España en los primeros años del siglo XIX. La centralización francesa había dado sus naturales frutos, pero era sólo ficticia y aparente. La masa del pueblo estaba sana. El contagio vivía sólo en las regiones oficiales. Todo era artificial y pedantesco; remedo y caricatura del jansenismo y del galicanismo francés, como lo habían sido en Italia el regalismo de la Historia civil de Nápoles, de Giannone, o las reformas de Escipión Ricci, o la farsa semisacrílega de Pistoya. Aquellos goticismos e hispanismos cayeron en la arena y no fructificaron. La rueda superior que dirigía toda aquella máquina, ya la descubriremos en el capítulo siguiente. [486]