PREFACIO
Las conferencias de este volumen fueron pronunciadas en el otoño de 1897, en el Western Theological Seminary, Allegheny, Pennsylvania, U.S.A., como el cuarto curso de una serie de conferencias patrocinadas por el Elliot Lectureship Fund, Ahora son publicadas a petición del profesorado del College, prácticamente tal como fueron pronunciadas, sólo con cambios ligeros de forma, no de sustancia. No hay que decir que en esta obra no se intenta tratar la Historia de la Doctrina de modo exhaustivo. El propósito de las conferencias no va más allá de proveer bosquejos amplios, que puedan bastar para ilustrar los principios expuestos al comienzo, y servir como una introducción al tema. Las conferencias fueron bien recibidas, y el autor espera que puedan ser útiles a algunos que, sin ser eruditos o especialistas, sientan un interés inteligente en el curso y tendencias del pensamiento teológico durante los siglos. Se conseguirá su objeto si se implanta la convicción de que aquí hay también un «propósito creciente», a través de los siglos, y que la labor de miles y miles de mentes en la formación del dogma no ha sido, como muchos creen en nuestros días, totalmente fatua, y un forjar cadenas para el espíritu humano.
La literatura sobre el tema que se trata es enorme, y se han hecho valiosas ediciones a la misma, incluso después de ser pronunciadas las conferencias. El material de las conferencias es el resultado de la acumulación de años de pensamiento y estudio, y ni tan sólo se ha intentado reconocer en detalle las fuentes inmediatas, pues habría sido imposible, Este curso no era para especialistas, en todo caso, sino para principiantes, por lo que no había oportunidad para entrar en referencias minuciosas a la literatura. Por esta razón, las notas son escasas, y la mayor parte son de obras en inglés o traducidas al inglés. Las citas se dan de modo invariable en su traducción, por las razones indicadas. Hay más profusión de referencias a obras como la Historia del Dogma de Hamack, por la razón obvia de que uno de los objetivos de las conferencias es combatir ciertas posiciones de este brillante autor.
Al tratar material de un campo tan amplio que implica una masa inmensa de detalle histórico y literario, el autor no puede esperar que haya detectado todos los errores, por lo que los expertos notarán los que haya, Sólo desea que lo erróneo sean puntos de menos importancia. Se da perfecta cuenta de que su punto de vista general no está en armonía con las tendencias prevalecientes, y no se sorprenderá de encontrar opiniones discordantes para muchas de sus afirmaciones y conclusiones. Pero es precisamente a causa de estas diferencias de opinión que fueron redactadas las conferencias. No les queda más recurso que apoyarse en su propio poder para producir convicción.
Si se desea un tratamiento más a fondo de los puntos teológicos, el autor puede referirse a su volumen en The Christian View of God and the World (5a edición, Andrew Elliot, Edinburgo); y si se quiere un bosquejo de la historia y literatura del período primitivo, a un libro de rudimentos que acaban de publicar Hodder and Stoughton, en The Early Church: Its History and Literature se puede seguir un acuerdo general entre esta obra y las conferencias presentes, pues siguen líneas de pensamiento similares.
He de agradecer al Rev. J. M, Wilson, B.D. Glasgow, la corrección de las pruebas, su amabilidad en las pruebas.
JAMES ORR
Glasgow, 1901.


Capítulo I
Idea del curso:
--Relación del dogma a su historia-- Paralelismo del desarrollo lógico e histórico.
Permítaseme, al presentar este curso, expresar mi placer por poder hablar a esta audiencia, como una voz del otro lado del Atlántico, sobre algunos de los temas más elevados que pueden ocupar el pensamiento humano. Se insiste cada vez más en la idea de la gran hermandad de las naciones, los vínculos de la cual nos regocijamos en ver que se estrechan cada día, y cuya influencia unificadora de modo supremo es la fe de los hombres en Jesucristo. Separados por la situación geográfica, con historias y vocaciones distintas, mantenidos aparte por intereses absorbentes, con frecuencia rivales, que son propios de la vida de los pueblos independientes, nos hallamos de nuevo unidos por esa fe que acariciamos en un mismo Señor viviente, al compartir la comunión mundial de su Iglesia, y por nuestras labores comunes dedicadas a los objetivos de su reino. Se dice en uno de los escritos más hermosos de la Iglesia primitiva -la Epístola a Diogneto- que «lo que el alma es en el cuerpo, los cristianos lo son en el mundo» (cap. VI). Esta alma palpita en Escocia; palpita en Norteamérica; y el corazón que alimenta sus pulsaciones es el mismo en los dos países: el Cristo que vive, y murió, y he aquí está vivo por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 1:11). Si procuro ayudar a vuestra fe y conocimiento respecto a la gran herencia de la verdad que nos ha llegado del pasado, que ha adquirido su forma presente a lo largo de conflictos prolongados entre fuerzas opuestas, y está personificado como la expresión de nuestra fe en los credos históricos sobre los que reposan nuestras iglesias, tengo confianza que puedo contar con vuestra simpatía y vuestro deseo de obtener una idea tan clara como sea posible de este sector de los estudios cristianos.
Porque, expresándolo brevemente, éste es el tema sobre el cual tendré el honor de hablaros: en qué forma se ha formado el dogma en la historia, qué ley ha guiado su desarrollo, y qué valor permanente poseen sus productos. No me propongo discutir la historia del dogma en un espíritu estrictamente histórico, o como cuestión de mero interés para amantes de antigüedades. He de preguntar si hay alguna ley reconciliable en el progreso del dogma, y si la hay, qué ayuda nos proporciona para determinar nuestra actitud hacia un sistema teológico hoy, y para guiar nuestros pasos en el futuro. Esta es una pregunta que sin duda es práctica y urgente.
Pero, ¿hacemos bien hablando de un sistema de verdad dogmática? Hay sistemas, naturalmente, que son venerables, productos del desarrollo de siglos; pero, ¿son la verdad? Como sabéis muy bien, la Dogmática --un sistema teológico- en estos días no es muy bien recibida. Es como un barco entre arrecifes, atrapado por corrientes adversas, batido y sacudido por las olas por todas parles. ¿Va a sobrevivir a los embates? 0 bien ¿cederán los maderos de su quilla? ¿Se partirán sus mástiles? ¿No va a desmoronarse su estructura respetada por los siglos y quedará hecha una ruina melancólica? Esto es lo que muchos esperan y que otros temen; y vosotros, que sois los maestros del futuro, sin duda os dais cuenta de la gravedad de la crisis. Para cobrar aliento, demos una mirada tan imparcial como podamos a la situación, y observemos los sectores desde los cuales amenazan los peligros principales. Hay algunos, primero, que quisieron excluir totalmente el dogma del Cristianismo, insistiendo en que no tiene lugar legítimo en el mismo. El vínculo de la unión en la religión de Cristo, nos dicen, no se halla en conceptos intelectuales, sino en la participación en el espíritu de Cristo. El hacer depender el Cristianismo, en el grado que sea, de «doctrinas» o «dogmas» es falsificar la esencia del Evangelio de Cristo. Las disputas sobre doctrina --que dividen, desorientan y escinden la Iglesia-- no han contribuido al progreso del Cristianismo, sino que han sido una fuente copiosa de ira, falta de caridad, acerbidad y persecución. Según este modo de ver, el desarrollo del dogma que intentamos estudiar, en vez de llevar a resultados estables en la mejor captación de la verdad cristiana, es un monumento descomunal a la locura humana, una aberración monstruosa del espíritu del hombre, un duende o íncubo en el progreso intelectual y moral de la raza. Este tipo de objeción al dogma probablemente se considerará que se elimina a sí mismo por su exageración manifiesta. Son pocos los que reflexionan seriamente sobre el Cristianismo que no concedan que hay en él ciertos elementos de doctrina, por nebulosos que se consideren; o que no admitan que es inevitable que el espíritu humano busque alguna «forma» para concebir su fe, apropiado a su nivel de conocimiento y cultura. La cuestión de la «doctrina» o «dogma» se reduce, en gran parte a lo consideremos el contenido del Cristianismo.
Hay una segunda clase que no va tan lejos. Conceden que es radicales se pasan de la raya, pero todavía consideran que el curse dogma, si no exactamente una equivocación -siendo así que ha un curso de necesidad histórica-, es una desviación amplia de original del Cristianismo, hasta el punto que es un proceso «patológico» en vez de normal y sano. El dogma, tal como lo conocemos, dic resultado de un malentendido inicial del Cristianismo, que ha viciado su desarrollo; una amalgama de ideas cristianas primitivas con e pedidos prestados a las escuelas griegas; «una obra del espíritu» según la describe el profesor Harnack, «sobre el terreno del Evangelio» resultado general de la cual fue «la helenización del Cristianismo». En Este proceso el Evangelio contribuye su parte, sin duda; pero el espíritu obrando con sus propios instrumentos intelectuales, e importando a cada punto sus nociones filosóficas, es realmente el factor dominante, y el elemento cristiano -una gota, diríamos en un vaso de líquido extra halla tan manipulado, diluido, cambiado, que a menudo es reconciliable con dificultad. La pretensión de los que defienden estas ideas, en consecuencia, es que, rompiendo con el pasado, empecemos «de novo», v hacia atrás, incluso a los apóstoles, y, empezando a partir de la in inmediata del Cristo histórico, emprendamos la construcción de «una nueva teología», que se hallará libre de presupuestos metafísicos. El ambiente está saturado del clamor que pide «una nueva teología»; sólo que la teología que exige la edad no parece cuajar todavía. Como dice de ella un representante norteamericano, «no es una teología, sino una tendencia» Los intentos --continentales y transatlánticos-- que se han hecho para darle forma muestran principalmente lo poco que están de acuerdo entre sí sus adherentes. No pocas de las nuevas teologías parecen estar dispuestas a combinarse con la filosofía y la ciencia, con tal que el santo y seña o lema sea bastante moderno; las mejores existentes en modo alguno están libres de críticas. La suposición fundamental de esta escuela, es decir, que la historia del dogma ha sido un desviarse persistente en los caminos del error, será considerada en el curso de las conferencias.
Finalmente -para aludir sólo a otra fase del ataque-, no sólo se impugna el edificio completado, sino la certeza de los mismos fundamentos del dogma; porque en las ideas de muchos, el criticismo ha sido traído en juego con un efecto tan mortífero en el contenido del Antiguo y del Nuevo Testamento -las viejas concepciones de la revelación y la inspiración han sufrido tal daño, y el progreso del conocimiento científico ha hecho tan difícil defender incluso la posibilidad de las ocurrencias sobrenaturales que la estructura del dogma edificada en una base tan insegura no puede tener, se piensa, ninguna aceptación racional --no ya seguir en el rango de las ciencias, y menos jactarse de ser la reina de las mismas--. Llegamos aquí a una línea divisoria real, lo admito; porque si realmente los fundamentos de la religión histórica son subvertidos; si Dios, en verdad, no ha entrado de palabra y de hecho en la historia, y dado al hombre un conocimiento seguro y de confianza respecto a sí mismo, su carácter y su propósito; si el Hijo no ha venido verdaderamente como Salvador del mundo, y si la promesa del Espíritu de guiamos a toda la verdad no se ha cumplido realmente, entonces, sin la menor duda, la legitimidad, y aun la posibilidad de dogma -sobre todo la legitimidad de un desarrollo del dogma tal como la historia nos lo presente-, cae por los suelos. Pero con esto falla también toda la fe cristiana.1 Al presente, apelo, sin embargo, no a los que no poseen esta fe, sino a los que la poseen; los que, conociendo algo de los resultados del criticismo en el pasado, retienen una confianza razonable de que de los movimientos críticos del presente no va a surgir finalmente nada que pueda afectar materialmente a nuestras concepciones de los grandes perfiles de la revelación histórica de Dios u obliterar las evidencias de un organismo de verdad en la Escritura que se impongan, casi sin buscarlas, a la mente observadora.
¿Debe, pues, la teología, cuyo hijo es el «dogma», a la vista de estas fuerzas hostiles, abandonar su trono y resignar a sus pretensiones p tener algunos resultados seguros y verificables que presentar a los h Esto es lo que se dice con frecuencia, pero yo estoy muy lejos d que sea correcto. Aunque espero que soy consciente de los límites del pensamiento en un tema así, creo, como siempre he creído, que hay para la teología doctrinal y necesidad de ella; que hay una verdad de verdades, implicada en la revelación bíblica, a la cual la Iglesia deber de dar testimonio; que el Cristianismo no es algo totalmente y vago, sino que tiene un contenido que se puede averiguar y declarar, que le corresponde a la Iglesia el hallarlo, presentarlo, defenderlo y, con mayor perfección, procurar desplegarlo en la conexión de sus en relación con el conocimiento que adelanta; que su contenido de verdad no es algo que se pueda manipular y ser modelado según la fan hombre, sino algo con respecto a lo cual no creemos imposible conseguir acuerdo en una gran parte, si es que, en realidad, las protestantes no lo han conseguido ya. Creo también --y esto en más directa a nuestro tema presente-- que la historia del dogma, ser fatua, ilusoria, según muchos suponen, está regida por una v ley y lógica que subyacen en su progreso, hay un verdadero propósito y guía divinos en sus desarrollos, una comprensión más profunda y completa en sus relaciones múltiples que va siendo obrada por sus labores; y que su progreso no ha sido sin mucho conflicto, mucho error, mucha implicaciones con el pecado y la debilidad humanas, y aunque dista m haberse completado, este progreso ha sido en su mayor parte hacia y ha producido resultados que ningún progreso posterior puede s del mismo modo que ningún futuro desarrollo de la ciencia va a s digamos, los descubrimientos de la circulación de la sangre o de la ley la gravitación universal.
Persiste el hecho, sin embargo, de que el dogma, tal como lo t es un desarrollo en el tiempo, una obra del espíritu humano operando en material provisto por la fe en la revelación divina. ¿Le perjudica más bien, ¿no es un testimonio singular de la profundidad y la plenitud de la revelación divina el que tenga esta significación prolongada --un contenido que incluso el curso de los siglos no ha podido llegar a agotar? Me esforzaré, durante el resto de esta conferencia, en ilustrar un poco las relaciones del dogma con su historia, lo cual nos ayudará a contestar esta pregunta, y hará luz, en una forma preparatoria, sobre lo que quiero decir con una ley de progreso en el dogma, y mostrará que esto admite el ser aplicado en corroboración o corrección del sistema teológico.
I. Estoy convencido que las afirmaciones que he hecho en los párrafos anteriores respecto al dogma --especialmente la de la estabilidad de muchos de sus productos-- va a sonar a muchos como desatinada. Con todo, incluso en este párrafo, permítaseme observar que, como ya he indicado, no afirma nada que no vaya implicado en cualquier aseveración de que la teología sea una ciencia. Porque la ciencia parte universalmente de la hipótesis de que hay algo en el tema de que trata que pueda ser conocido, y que, si se emplean los métodos adecuados, se pueden esperar resultados seguros. Tendría que renunciar a su pretensión de ser una ciencia si su curso fuera un descubrimiento perpetuo de que todos los pasos previos han sido equivocados, que no hay nada en ella que pueda ser averiguado y sentado como cierto. El científico, por ejemplo, no trabaja bajo la hipótesis de que probablemente la ley de gravitación va a resultar una especulación infundada; que la química se demostrará que es tan ilusoria como la alquimia, o que la astronomía resultará igual a la astrología. Se dirá, naturalmente, que, aunque esto es verdad de las ciencias experimentales, la teología se halla en una situación distinta. En muchas maneras sí, pero su carácter científico a pesar de ello depende, tanto como el otro caso, de la posibilidad de lograr resultados concretos y dignos de confianza, a partir de los cuales puede seguir progresándose. La ciencia física reconoce también la ley del progreso. Prosigue por medio de pequeños incrementos de conocimiento; puede haber, y en realidad hay constantemente, equivocaciones, teorizaciones precipitadas, tentaciones a desviarse siguiendo pistas falsas, a exagerar las conclusiones; pero estos errores son corregidos por la experiencia, y la suposición que hay en todo ello es que un progreso sólido, la edificación de una estructura estable, es posible y se está consiguiendo mediante la lenta adición de verdad tras verdad. Lo que afirmo es que éste ha de ser el caso también de la teología, si ha de dar validez a su pretensión de ciencia. Si tengo razón al pensar que la cosa es así, y que la historia dogma se nos presenta con un avance análogo, es sin duda una ve es conveniente proclamar en los días que corremos, en que todo lo t es echado en el crisol, y las doctrinas, desgajadas de su contexto en la historia y en el sistema de la fe, son tratadas con frecuencia del modo más arbitrario, en plan de aficionado; o es posible que se les cambie todo su carácter por la influencia de alguna teoría semicientífica o simifilosófica, al mismo tiempo, quizá, que se protesta contra la importación de metafísica en el Cristianismo.
Pero, primero, ¿qué es precisamente el dogma? He usado el término hasta aquí sin definirlo, pero es deseable, antes de seguir adelante, llegar definición más precisa. En el uso corriente la palabra es empleada evidentemente en un sentido amplio y otro estrecho. Cuando el profesor Harnack, por ejemplo, rebatiendo la posición de Sabatier, dice que «el Cristianismo sin dogma, sin una expresión clara de su contenido, es inconcebible» que el Cristianismo «no sólo despierta el sentimiento, sino que un contenido definido que determina, o debiera determinar, el sentimiento» es evidente que no usa la palabra «dogma» en el sentido más estricto usual en que él mismo lo hace, sino que lo emplea prácticamente como sinónimo de «doctrina». En general, «dogma» se usa, a distinción de este para las formulaciones de la doctrina cristiana que han sido reconocidas autorizadamente en amplios sectores de la Iglesia, y se hallan personificadas en los credos históricos. Hay, en realidad, tres términos: «doctrina» «dogma» y «teología», que están estrechamente relacionados, pero entre los cuales habría que marcar diferencias; tanto más, por el hecho de que se han conectado prejuicios con el «dogma» que no se asocian en el mismo grado con los otros dos. La «doctrina», como dice Harnack muy bien en el pasaje anterior, es esencial en el Cristianismo; es la expresión directa, cándida, por la fe cristiana del conocimiento que posee, o de las convicciones que sostiene, con respecto a Dios y las cosas divinas. Proporciona su base y material a la «teología», la cual, a su vez, es doctrina --doctrina en forma elaborada--. La «teología» puede ser descrita como el ejercicio reflexivo de la mente sobre las doctrinas de la fe. Intenta dar una cuenta precisa y correcta de la doctrina cristiana, dándole forma y base científica, reduciéndola a un sistema a la luz de un principio central; explorar los problemas que sugiere, y exhibir, en cuanto posible, su racionalidad y relaciones con otros departamentos de la verdad. La teología, como la doctrina, por tanto, antecede y tiene un alcance más amplio que el «dogma», el cual, como se ha indicado, se entiende propiamente como las formulaciones de la doctrina cristiana que han sido sancionadas eclesiásticamente, y se hallan personificadas en los credos. Consideradas así, las labores de la teología se ve que son la presuposición del dogma; este último, a su vez, pasa a ser la base de nuevos esfuerzos teológicos. Pero hay mucho teologizar que nunca alcanza el rango de dogma acreditado. De modo injustificado, según me parece a mí, el profesor Harnack restringe lo que él llama la «génesis» del dogma a los tres primeros siglos, y lo considera de modo peculiar la obra del espíritu griego. La teología de Agustín, por ejemplo, es tan trascendental realmente como la de los Padres de Nicea, y en modo alguno puede caracterizarse como griega, sino que es más bien lo opuesto. Es igualmente inadmisible su intento de restringir el dogma a la Iglesia Católica. El Protestantismo ha tenido también una participación invaluable en esta obra. Incluso las labores de la teología a partir de la época de la Reforma --especialmente los ricos y fructíferos desarrollos del siglo pasado-- no pueden ser excluidas de esta evaluación; porque si no ha emanado ningún credo de estas labores, con todo, han alterado, profundizado y ampliado la interpretación de los credos antiguos, y han preparado efectivamente el camino para la «reconstrucción» del dogma a la luz de las necesidades modernas que llegarán a su debido tiempo.
Una ventaja principal que puede esperarse que proporcione el estudio de las relaciones del dogma a su historia es la prueba o test de que la historia del dogma nos capacita a aplicar el mismo dogma. De lo que siente principalmente necesidad nuestra época, me atrevo a decir, en medio de las confusiones que la asedian, es, de alguna manera, de llevar las doctrinas teológicas a una verificación más elevada que el juicio individual. Hay muchas teorías circulando; nuevas especulaciones, nuevas construcciones de doctrina; cada uno reclamando el derecho de poner a un lado el pasado y reemplazarlo con su fantasía recién acuñada. ¿Hay alguna manera d llevar estas opiniones conflictivas a una decisión objetiva, o en teología ocurrir algo distinto de lo característico de las demás ciencias, a sabe homines, tot sententiae? Han pasado los días en que podemos apelar, con la Iglesia primitiva, a una tradición apostólica reciente; rehusamos in nos, como se hacía en la Edad Media, a las decisiones de los concilios y los canonistas; repudiamos la suposición romanista de una cabeza infalible de la Iglesia; declinamos, al revés de los racionalistas, el someterlo la regla de la razón natural. Con todo, en la evolución del dogma es imperativa la necesidad de algún criterio por el cual se puedan discriminar los desarrollos sanos y saludables, de los que no lo son. ¿Existe un criterio así?
Naturalmente, la mente se dirige aquí inmediatamente a la Escritura, que siempre ha de ser la prueba definitiva. Hay por lo menos un uso al que se puede aplicar siempre la Escritura --negativo, y, con todo, de inmensa importancia para clarificar gran parte de lo que no pertenece al sistema de verdades que la Iglesia se ve llamada a defender--. Puede haber di sobre la autoridad de las Escrituras; pero no debería haberlas sobre esto: que todo lo que no se halla en las Escrituras, o que no puede deducirse legítimamente de ellas, no es parte de la verdad de la revelación, de la cual la Iglesia es puesta como «columna y baluarte» (1ª Timoteo 3:15). Esto considero, es la distinción entre el Protestantismo y el Catolicismo romano, y nos autoriza a rechazar directamente una gran masa de lo que pasa como dogma católico, y corta, no menos, las raíces de muchas de las teorías del protestantismo moderno. En el lado positivo, igualmente, la Sagrada Escritura es la fuente última de nuestro conocimiento de los hechos y de la revelación divina. Pero, aparte de las dificultades a que hemos referido antes, queda el hecho de que todos los sistemas apelan igualmente a la Escritura, y que parece haber la necesidad de un tribunal que decida sobre esta apelación. Es fácil hablar de apelación a las Escrituras, pero hay que recordar que esta misma aplicación de las Escrituras no puede divorciarse de esta comprensión profunda en su plan y propósito --en la unidad orgánica y la armonía fundamental de su contenido doctrinal--, que es el resultado, en parte, de nuestro método mejorado de usarlas, pero, en también, de esta misma historia del dogma que nos proponemos poner a prueba por medio de ella. Dependemos del pasado más de lo que pensamos incluso en nuestra interpretación de las Escrituras; y sería tan fútil que alguien intentara sacar su sistema de doctrina de primera mano de la Escritura, como lo sería el que un hombre de ciencia sacara su conocimiento científico directamente de la naturaleza, sin la ayuda de libros de texto o las minuciosas investigaciones de miles y miles de estudiosos en el mismo campo o departamento.
Hay criterios secundarios de lo sano de un sistema doctrinal que no tengo intención de despreciar en modo alguno, es más, son de hecho de un gran valor. Hay, por ejemplo, una coherencia interna y correlación de partes en el sistema en sí -su unidad orgánica- que es un freno contra el que un miembro del sistema sea manipulado o separado del resto. Hay, además, la correlación de las doctrinas del sistema con la experiencia vital cristiana, por la cual quiero decir no simplemente la experiencia casual del individuo, sino la experiencia de la Iglesia como conjunto --de sus almas más grandes como de las más humildes: sus Agustines y Anselmos, sus Bernardos y Luteros, así como los santos más oscuros, y de entre éstos, sus estados de ánimo más elevados así como los más deprimidos-. Sólo puede ser verdad lo que es apto para sostener esta experiencia, para bucear sus profundidades y para proporcionar la provisión plena de sus necesidades. Una especie de juicios de valores, éstos, a los cuales nadie objetará. Hay, además, la apelación a los efectos prácticos, la verificación por los resultados. Una forma simple en que se puede aplicar esta prueba --aparte de sus frutos morales--- es el hecho de que sea operable. Hay denegaciones, según todos sabemos, a casi todas las grandes doctrinas de los credos evangélicos --de la divinidad del Salvador, de su obra expiatoria, de la regeneración por el Espíritu, de la justificación por la fe--, pero es singular que los responsables de estas denegaciones raramente intentan establecer una Iglesia sobre ellas. Cuando lo hacen, no prosperan. Las mismas iglesias en que los impugnadores de las doctrinas promulgan sus denegaciones reposan en la profesión pública de las doctrinas que ellos mismos tratan de subvertir, y perderían su vitalidad y poder si se les cortara de la fe en ellas.
Estas pruebas son todas ellas valiosas, y no digo que sean insuficientes. Con todo, se puede pensar que, en el estado divergente de opinión que nos rodea, no eliminan, después de todo, de modo suficiente, el elemento subjetivo: que hay necesidad todavía de un criterio más objetivo, un criterio que nos eleve por encima de las incertidumbres y la fiabilidad del juicio individual, y nos coloque los pies en un terreno más estable. ¿Existe un criterio así? No existe, naturalmente, en el sentido absoluto, pero el enfoque más cercano al mismo es probablemente el método que me propongo seguir en las conferencias presentes: el de una apelación al veredicto prácticamente infalible de la historia, que es imparcial y riguroso, casi podría decirse, si se le concede suficiente tiempo. Aquí hay un tribunal ante el cual la ecuación personal del juicio individual es cancelada; los elementos accidentales en el pensamiento de una época se desprenden, y sólo es retenida la contribución permanente a la verdad. Estamos familiarizados con el dicho de Schiller que la historia del mundo es el juicio del mundo. Es verdad, por lo menos, que la historia del dogma es el juicio del dogma. De un cosa estoy persuadido de modo absoluto, y es que, por imperfecciones inherentes que haya en nuestros credos existentes, no hay fase de ninguna doctrina la Iglesia haya rechazado con plena deliberación --y que, en cada ocasión de su reaparición, ha persistido en rechazar-- que pueda levantar la cabeza ahora con esperanzas de que será aceptada de modo permanente. Y este principio solo, como veremos, nos lleva muy lejos. La historia del dogma critica al dogma; corrige equivocaciones, elimina elementos temporales, suplementa defectos; incorpora las ganancias del pasado, al mismo tiempo que abre horizontes más amplios para el futuro. Pero su reloj nunca vuelve atrás. Nunca vuelve sobre sí mismo para recoger como parte de su credo lo que ha rechazado de modo formal y con plena conciencia en algún estadio previo.
A veces pienso que, en nuestra rebeldía o repudia al «dogma» tradicional, se da poco peso al hecho de que el sistema de doctrina personifica nuestros credos es el producto de siglos de desarrollo y pruebas prolongadas en los fuegos de la controversia. Espero que antes de haber terminado este curso de conferencias será aparente que no estoy en oposición al progreso real en la teología. Me sitúo aquí, en realidad, en la más moderna de las doctrinas, la doctrina de la evolución, que algunos suponen fatal a la permanencia del dogma. Ha habido evolución de la doctrina en el pasado, y la habrá en el futuro. Pero evolución significa que ha habido algo formándose; y por tanto, si la evolución no ha sido totalmente fatua, que haber, como hicimos notar sobre la ciencia, resultados de este p a la vista. De lo que me quejo es que muchos de los apóstoles de la «teología», esto es, en su afán por lo nuevo, no hacen caso realmente d artículo primario de su propio credo. Porque, después de todo, no empezamos de novo en nuestra búsqueda de un sistema teológico, como hacemos en la ciencia, en su estudio de la naturaleza, empezando en el mundo deshabitado. Aquello con que nos enfrentamos cuando consideramos la cuestión es que en todas las grandes Iglesias protestantes hay un sistema de doctrina que rige, un sistema que se supone está basado en la Escritura, y personificado, en sus puntos esenciales, en los credos reconocidos de la Reforma. No pretendo, naturalmente, que, debido a que una doctrina se halle en uno o en todos estos credos, tenga que ser verdadera por necesidad; pero lo que digo es que cuando estamos en busca de un criterio para decidir lo que pertenece y lo que no pertenece al contenido doctrinal genuino del Cristianismo, este cuerpo de doctrina admitido prácticamente en los credos de las grandes iglesias es un hecho que no puede ser pasado por alto --es, en realidad, un hecho de peso por el que empezar--, un hecho que da a este cuerpo de doctrina un derecho sólido prima facie para que lo tengamos en consideración. El hecho de que estos credos sean, los productos de un desarrollo histórico, como se nos recuerda a menudo en detrimento de los mismos, es precisamente el hecho que les da su valor peculiar como testigos, a mi modo de ver. No son la creación de mentes individuales. Tienen siglos de desarrollo, de conflicto, de testimonio ofrecido, tras ellos. Su éxito en la historia es la contrapartida del fallo de puntos de vista opuestos para recomendarles el que hayan sostenido su terreno en la batalla. Representan la «supervivencia de los más aptos» en la doctrina bajo la presión más severa posible. Ni una de estas doctrinas ha dejado de ser combatida encarnizadamente, de modo que si no hubiera sido fundada en la palabra de Dios y se hubiera visto que era verdadera a la experiencia cristiana, ya habría dado el último suspiro haría muchos años. Con todo, los hombres se desentienden de ella y la echan a un lado como si el mero hecho de que es vieja --ha sobrevivido a todo este combate-- fuera suficiente para condenarla sin más. No se explica por qué, en todas las demás esferas, el producto que sobrevive en un proceso evolutivo se considera el más apto, y sólo el dogma ha de ser una excepción.
Hay una respuesta que va a darse a esta línea de argumentación y es que, considerando que el proceso revolucionario no es completo todavía, no podemos decir lo que nos traerá el futuro qué cambios, qué transformaciones--; es más, al adherimos a lo viejo y anticuado, detenemos el progreso futuro, y negamos el hecho mismo de la evolución. Tras esta objeción me parece a mi que hay una doble falacia. Primero, hay una falacia en la hipótesis inicial de que un proceso evolutivo haya de tener un flujo y cambio ilimitado, y no rinda productos estables en su curso -una hipótesis contraria a todo principio de la ciencia-; y segundo, se pasa por alto el hecho de que una evolución verdadera es orgánica, es decir, es una continuación de los desarrollos del pasado, no una reversión de los mismos. La evolución genuina ilustra una ley de continuidad. No es un romper violento con las formas precedentes, sino que prueba su legitimidad por su capacidad de adaptarse a un desarrollo que quizá ya se ha realizado en gran medida. De la misma manera, la prueba del sano desarrollo teológico no es su independencia de lo que ha tenido lugar antes, sino el grado de su respeto por el mismo, la profundidad de su comprensión del mismo, y su capacidad de unirse con él y de hacerlo avanzar a un estadio más allá hacia su cumplimiento y perfección.
II.Sin embargo, aunque hablo en estas conferencias de la historia de la doctrina como una prueba de un sistema teológico y de una ley o de esta historia, deseo decir ahora que tengo a la vista algo mucho más específico que estos principios generales implicados en todo desarrollo. El Dr. J. H. Newman, por ejemplo, en su famoso ensayo sobre el Development of Christian Doctrine, estableció lo que hemos de reconocer son principios generales sanos --los más sanos-- por mucho que discrepemos de la aplicación de los mismos. El primer punto de un desarrollo genuino nos dice, es la Preservación del tipo; el segundo es la Continuidad del principio, el tercero, el Poder de asimilación; el cuarto, la Continuidad lógica; quinto, la Anticipación del futuro; el sexto, la Acción conservadora pasado; el séptimo, el Vigor persistente (cap. V). Los principios son excelentes, con su ayuda creo que podemos refutar con éxito gran parte de las opiniones del mismo Dr. Newman. Con todo, precisamente debido generalidad, es cierto que, si no tuviéramos nada más, nos quedaríamos al fin de nuestra búsqueda muy cerca de donde estábamos antes de empezar. La idea que deseo ilustrar en estas conferencias es distinta. No es recóndita en su naturaleza; con todo, en cuanto he observado, no ha sido muy en las discusiones sobre la historia del dogma. No son principios generales de la evolución los que estamos buscando, sino la ley inmanente historia real; y cuando captemos la naturaleza de esta ley, según creo, no sólo nos impedirá para siempre considerar el desarrollo del dogma un laberinto de irracionalidad, sino que veremos que nos proporciona una corroboración del mismo, y hasta cierto punto una razón explicativa de nuestros credos evangélicos protestantes; nos dará una clave para su comprensión correcta, y, lo que no es menos importante, una ayuda para su perfeccionamiento ulterior.
¿Habéis pensado alguna vez, pues --algo que no hallaréis en los 1ibros corrientes, pero estoy seguro que ha atraído vuestra atención sin que hayáis percibido que en ello hay más de lo que se ve a primera vista--, que hay un paralelo singular entre el curso histórico del dogma, por un lado, y el orden científico de los libros de texto sobre la teología sistemática por La historia del dogma, como se descubre pronto, es simplemente el sistema de teología total esparcido a lo largo de los siglos --teología desmenuzada--, y esto no sólo por lo que se refiere al contenido general, sino incluso respecto a la sucesión concreta de sus partes. El orden temporal y el lógico se corresponden. La distribución del sistema en los libros de texto es la misma distribución del sistema en su desarrollo en la historia. Pongamos, por ejemplo, cualquier libro de texto teológico acreditado y observemos el orden de su tratamiento. Lo que hallamos en general es lo siguiente. Sus secciones iniciales las ocupan probablemente las materias de los Prolegómena Teológicos --con la apologética, la idea general de la religión, la revelación, la relación de la fe y la razón, la Sagrada Escritura, y otras así--. Luego siguen las grandes divisiones del sistema teológico: la Teología propia, o sea la doctrina de Dios; la Antropología, o la doctrina del hombre, incluyendo el pecado (algunas veces una división aparte); la Cristología, o doctrina de la persona de Cristo; la Soteriología (objetiva) o sea la doctrina de la obra de Cristo, especialmente la expiación; la Soteriología subjetiva, o la doctrina de la aplicación de la redención (justificación, regeneración, etc.); finalmente, la Escatología, o doctrina de las postrimerías. Si ahora nos situamos al término de la edad apostólica y damos una mirada hacia el curso de los siglos que se suceden, hallamos, tomando como una guía fácil las grandes controversias históricas de la Iglesia, que lo que vemos es simplemente la proyección de este sistema lógico en una vasta pantalla temporal. Una mirada a los temas de mis conferencias, con los detalles que seguirán inmediatamente, debería convencer a cualquiera de este punto. Entretanto, suponiendo de momento que las cosas son como digo, quisiera pediros que reflexionéis sobre lo que implica esta notable coincidencia. Creo que nos muestra una cosa indiscutiblemente: que no se trata de una ordenación arbitraria en uno ni otro --que hay una ley y una razón subyacente--; y otra cosa que se nos hace evidente es que la ley de estos dos desarrollos --el lógico y el histórico-- es la misma. Me hago cargo de que puede que alguien vea con suspicacia todo intento de forzar la historia en categorías sistemáticas. Hegel lo intentó con la historia en general, y Baur aplicó el mismo método, con gran ingenio, a este mismo campo de la historia y doctrina de la Iglesia. Sin embargo, no es en este sentido metafísico que os pido que consideréis la presencia de una ley en la historia. Los hechos que señalo no necesitan manipulación por mi parte para que se ajusten a las exigencias de una teoría particular. Yacen en la misma superficie, y exigen una explicación de quien los observe con atención. Probemos, en primer lugar, de entender la ley que se deja ver en la ordenación lógica, luego consideremos lo cercano del paralelo histórico.
En el bosquejo que hemos dado de la ordenación del sistema teológico, el orden seguido no sólo es el corriente, sino que se puede ver que hay una razón para este orden, un principio lógico que lo determina. El método, diciéndolo brevemente, es tomar simplemente las doctrinas en el orden de su dependencia lógica; en la que una forma el presupuesto de la otra. La doctrina de la redención, por ejemplo, presupone la de la persona del Redentor, y, antes de ésta, la doctrina del pecado, la doctrina del pecado, a su vez, nos lleva a la doctrina general del hombre, y también al carácter, ley y administración moral de Dios; la doctrina de Dios, por otra parte, se halla en la base de todo: la doctrina del hombre, del pecado, de Cristo, de la salvación, del propósito del mundo, del destino humano. Es posible alterar o invertir este orden, indudablemente; empezar, por ejemplo, como hace el Dr. Chalmers, con el pecado como la enfermedad a la que se provee remedio, o como hacen algunos teólogos recientes, empezar con el Reino de Dios como el objetivo del propósito divino. Es verdad también que es sólo a la luz de las últimas doctrinas que se pueden descubrir plenamente la riqueza y alcance de las primeras. Con todo, en el orden lógico de dependencia, la ordenación es la que hemos indicado. Tal como en la naturaleza se vería que es imposible explicar la química adecuadamente sin el conocimiento precedente de la física, o la biología sin algún conocimiento de química y de física, del mismo modo en teología la doctrina derivativa no puede exponerse de modo exhaustivo hasta que las que la presuponen han sido explicadas, por lo menos hasta cierto punto. Este es, realmente, el principio adoptado en la clasificación de las ciencias naturales -lo más simple precede a lo más complejo-, y el intento de proceder de otro modo en teología, el considerar, por ejemplo, la doctrina del pecado, o de la expiación, sin una investigación previa de las doctrinas escriturales de Dios, del hombre y de las relaciones entre los dos, sólo puede terminar en la superficialidad y el error.
Tal es, pues, el sistema lógico, el principio sobre el cual está construido. Mirando luego el desarrollo de la doctrina, tal como se halla ante nosotros en la amplia página de la historia, ¿qué es lo que encontramos? Como dijimos antes, simplemente este sistema lógico proyectado en una vasta pantalla temporal. El curso entero de conferencias será una extensa ilustración de esta tesis, de modo que sólo se necesita aquí dar una indicación general. Usando, pues, las controversias que impulsaron a la Iglesia a la formación de su credo como una pauta, nótese, en una ojeada rápida, la exactitud del paralelo. El siglo segundo en la historia de la Iglesia, ¿en qué consistió? Fue la época de la Apologética y de la reivindicación de las ideas fundamentales de toda religión --de la cristiana en especial-- en conflicto con el Paganismo y con los gnósticos. Esta fue la doble batalla de la Iglesia en aquella edad. Por una parte, tenía que reivindicar en sus apologías su derecho a existir y a ser tolerada en el Imperio; y por otra, tenía que defender sus concepciones esenciales contra las especulaciones desbordadas y las tendencias desintegrantes de una filosofía religiosa fantástica. No fueron las doctrinas de la fe cristiana todavía las que estaban en discusión -aunque éstas se vieron arrastradas parcialmente a la misma---, sino más bien las verdades más amplias que subyacen a toda religión: la unidad, espiritualidad y el gobierno moral de Dios, la libertad y responsabilidad del hombre, la certeza del juicio, la necesidad de arrepentimiento, la idea de la revelación, el canon de la Escritura, la reivindicación de los hechos primarios del Evangelio contra los que alegorizaban estos hechos en sucesos del mundo de los espíritus, etc. El profesor Harnack y su escuela reprochan a los apologistas del siglo segundo el que convirtieran el Cristianismo en una teología natural. Sin duda, hay mucha verdad en la acusación de que lo que llamamos teología natural ocupó mucho espacio en los tratados dirigidos a los paganos, lo cual fue así por la necesidad del caso. Pero lo que he de indicar ahora es la forma en que todo esto se halla todavía en la antesala de la teología; tal como, en el mismo lugar en el esquema lógico, o disciplina preparatoria a la misma, encontramos la teología natural, la apologética, la canónica, las ideas de religión y revelación, y la historicidad de los hechos cristianos. Las cuestiones más fundamentales, en resumen, son las que son puestas en tela de juicio primero en el juicio de la Iglesia.
Si pasamos al próximo estadio del desarrollo, ¿qué es lo que encontramos? Precisamente lo que viene después en el sistema teológico --la Teología en sí--: la doctrina cristiana de Dios, y especialmente la doctrina de la Trinidad. Este período queda cubierto por las controversias monarquiana, adriana y macedoniana de los siglos tercero y cuarto, en las cuales la Iglesia se vio obligada a impugnar estas formas variadas de error; primero, en oposición a las tergiversaciones unitaria, patripasiana, y sabeliana, reivindicando la doctrina general de la Trinidad personal; segundo, contra las negaciones del Arrianismo, defendiendo la divinidad verdadera y esencial del Hijo; y tercero, contra el Macedonianismo, afirmando la verdadera divinidad y personalidad del Espíritu Santo. Estas controversias clásicas, como puede observarse, siguen el orden lógico de Padre, Hijo y Espíritu, y representan posiciones conquistadas al enemigo, fortalezas fronterizas capturadas, líneas establecidas, de las cuales la Iglesia cristiana no ha sido desalojada nunca, y probablemente nunca lo será. Sus resultados han entrado en todos los grandes credos, y forman, por lo que podemos creer, una posesión inalienable de la teología.
¿Qué viene luego? Así como en el sistema lógico la Teología va seguida por la Antropología, igualmente en la historia del dogma las controversias que hemos mencionado son seguidas, a comienzos del siglo quinto, por las controversias agustiniana y pelagiana, en las cuales, correspondiendo al cambio de actividad teológica del Oriente al Occidente, el centro de interés se desplaza de Dios al hombre, de las discusiones trascendentes sobre la Trinidad a las cuestiones intensamente reales y prácticas del pecado y la gracia, que el Oriente, con su sentido más fuerte de libertad, se sentía tentado a pasar por alto demasiado superficialmente. En la Iglesia latina, por otra parte, desde los días de Tertuliano --pasando por Cipriano, Hilario y Ambrosio-- había ido preparándose el camino para el estudio serio de estas cuestiones. Pero fue la mente poderosa de Agustín, iniciado en sus profundidades por una experiencia costosa, y llevada a una formulación más precisa de las cuestiones a través del conflicto con el Pelagianismo, quien las llevó por primera vez a la maduración. A pesar de sus innegables limitaciones, no se ha levantado en la Iglesia cristiana una figura mayor que la de Agustín, un hombre educado de modo peculiar y providencialmente apto para la obra que tenía que hacer, como el mismo apóstol Pablo. El también ganó para la Iglesia posiciones de las que las doctrinas protestantes de la gracia son el desarrollo consecuente; en tanto que el Catolicismo, después de reconocer su supremacía prácticamente durante toda la Edad Media, se ha vuelto a hundir en una especie de semipelagianismo.
El Agustinismo, sin embargo, en conflicto con el Pelagianismo, no es el único gran desarrollo de la época posterior a Nicea. Como en el sistema teológico la Cristología sigue a la Antropología, y forma la transición de la última a la Soteriología, lo mismo vemos aquí. A partir de la muerte de Agustín vemos a la Iglesia que entra en aquella larga y confusa serie de controversias conocidas como cristológicas --nestoriana, eutiquiana, monofisita, monotelita-- que la tuvieron en continua efervescencia, y la dividieron en apasionamientos muy poco cristianos durante los siglos quinto y sexto, hasta casi el fin del siglo séptimo. Esta es quizá la serie de disputas más insidiosas, excepto quizá algunas en la Iglesia Luterana, y es triste reflexionar que es precisamente la persona del Salvador la que dio ocasión a las mismas (ibid.). Sin embargo, incluso aquí, como nos convencerá una inspección imparcial, había lógica en el proceso; los hombres más entendidos conocían la importancia de las cuestiones por las que pugnaban, y las decisiones de Calcedonia han sido aceptadas por la mayoría de las iglesias, si no como una formulación final --porque ¿qué fórmula puede ser considerada como final en un tema así?--, por lo menos delimitando los límites dentro de los cuales se ha de mover la verdadera doctrina de la persona del Señor.
Esto concluye el desarrollo de la doctrina en la Iglesia antigua. Entretanto, creciendo junto a ella, y amenazando con detener todo nuevo progreso en una dirección sana, había un vasto sistema sacerdotal, con conceptos teológicos propios, cuya influencia nefasta siguió intacta hasta la gran revuelta de la Reforma. Con todo, el progreso de la doctrina no quedó detenido durante este intervalo. La Teología, la Antropología, la Cristología habían tenido su apogeo, cada una, en el orden del sistema teológico, que la historia todavía sigue cuidadosamente: ahora le tocaba el turno a la Soteriología. Hasta aquí, la doctrina de la expiación, aunque siempre manteniéndose firme y central en la fe de la Iglesia, como se verá, nunca había sido investigada teológicamente como las otras doctrinas lo habían sido, y se habían mantenido muchas concepciones crudas y provisionales junto con las aprensiones más profundas. Ahora, con Anselmo, en su Cur Deus Homo, el problema entró definitivamente en la mente de la Iglesia para su examen y solución, y las cuestiones cristológicas fueron puestas formalmente en relación con la Soteriología. La teología de Anselmo, aunque personificaba elementos de profunda verdad, tenía los defectos inevitables de los primeros grandes intentos, y se requirió la explícita antítesis de Abelardo, que representa el principio de la teoría moral contra las de la satisfacción en la expiación, para traer claridad a la naturaleza de las cuestiones implicadas. El problema, sin embargo, quedó ahora definitivamente enfocado. Bernardo y Tomás de Aquino trabajaron en él no sin resultado; hasta que, en la Reforma, cuando la muerte de Cristo fue captada en su pleno significado en relación con la ley divina, como la base de la justificación del pecador, se puede decir que la doctrina alcanzó en lo esencial la forma en que ha entrado en los grandes credos protestantes.
La Soteriología, pues, ocupa el lugar que deberíamos esperar en la teoría del paralelismo del desarrollo lógico e histórico; pero, si nuestra hipótesis es válida hasta ahora, no es refutada por el próximo paso, tomado por los reformadores en el desarrollo de la doctrina de la Aplicación de la Redención. Esta, como vimos, es la próxima gran división en el sistema teológico --Soteriología subjetiva, como algunos la llaman-- que incluye las doctrinas de la justificación, la regeneración, la santificación y la nueva vida. El paralelo aquí es tan evidente que no tengo por qué poner énfasis en esto. Los reformadores, como a veces se indica, como reproche, no del todo justificado, adoptaron prácticamente los resultados intactos de los desarrollos previos en la doctrina: la Teología, la Antropología, la Cristología, y la doctrina de la expiación en la Iglesia más antigua; pero concentraron toda su energía en lo que se refiere a la redención en la relación de Dios con el pecador individual: en la Justificación, en la Regeneración, en la Santificación y en las buenas obras. Estas, como se sabe bien, fueron las grandes cuestiones vitales del período de la Reforma --su contribución especial a la historia de la doctrina--. Y sus resultados también permanecen.
¿Qué diré ahora de la rama restante del sistema teológico, la Escatología? Había, indudablemente, una Escatología en la Iglesia primitiva, pero no era concebida teológicamente; y una Escatología mística existía en la Iglesia medieval --una Escatología del Cielo, del Infierno y del Purgatorio--, a la cual me referiré más adelante. Pero la Reforma se desembarazó de todo esto, y, con sus estados contrastados abruptamente de bienaventuranza y miseria, apenas se puede decir que puso nada en su lugar, o incluso que hizo frente, verdaderamente, a las dificultades del problema según se impone a la mente moderna, con su perspectiva más amplia en los caminos de Dios y la providencia. Es probable que no me equivoque al pensar que, además de la necesaria revisión del sistema teológico como conjunto, que no podía ser propiamente emprendida hasta que el desarrollo histórico que he bosquejado hubiera seguido su curso, la mente moderna se ha entregado con un interés especial a las cuestiones escatológicas, movida a ello, quizá, por la solemne impresión de que en su tiempo ha llegado el final del mundo y que se está acercando alguna crisis en la historia de los asuntos humanos. Incluso aquí, no espero que los grandes hitos de la doctrina cristiana hayan de sufrir algún cambio serio. El resultado principal puede ser enseñarnos precaución al hablar sobre un tema del que muchos de sus elementos se hallan más allá de nuestro alcance.
III. Confío haber conseguido mostrar en perfil lo que quiero decir cuando hablo de un paralelo entre el sistema teológico y el desarrollo histórico del dogma y de una ley lógica subyacente en los dos. La ley es, indudablemente, la misma en los dos casos. El desarrollo no es arbitrario, pero está modelado por la razón y necesidad internas del caso. Lo simple precede a lo más complejo; las doctrinas fundamentales preceden a las que necesitan a aquéllas como su base; los problemas, en el orden en que surgen de modo natural e inevitable en la evolución del pensamiento. El resultado es que, en vez de una confusión inextricable en la historia, vemos la creación de un organismo-, en vez de fatuidad y error, la evolución gradual y la reivindicación de un sistema de verdad. Así se crea una prueba del valor no simplemente del sistema doctrinal existente, sino de cualquier teoría que pretenda ser una ampliación de las antiguas formas de la fe o su sustituto. No discuto, ni mucho menos, que hay todavía lugar para nuevos desarrollos en la teología. Los sistemas existentes no son los últimos; como obras del entendimiento humano tienen que ser por necesidad imperfectas; no hay ninguna que en algún grado no esté afectada por la naturaleza del ambiente intelectual, y los factores que la mente tenía a su disposición, al mismo tiempo de su formación. No pongo en duda, pues, que hay todavía lados y aspectos de la verdad divina a los que no se ha hecho aún plena justicia, mejorías que se pueden hacer en nuestra concepción y formulación de todas las doctrinas, y en su correlación una con otra. Todo lo que digo es que un desarrollo así será dentro del Cristianismo y no alejándose de él; que reconocerá su conexión con el pasado y se unirá orgánicamente con él; y que no despreciará el desarrollo pasado como si no se hubiera conseguido con él nada de valor permanente. Como ya he intentado mostrar, lejos de que esta actitud despectiva hacia el pasado esté en armonía con el espíritu de la verdadera ciencia evolutiva, es una desviación flagrante de la misma. Todo descubrimiento de una nueva ley en la ciencia encaja con los desarrollos previos, y lleva a éstos a un estadio más adelante; se vale de las generalizaciones pasadas como una ayuda a nuevos progresos; y los comprueba por medio de verdades nuevas y más amplias a las que guía. En cuanto una teoría es verdadera, al mismo tiempo explica los hechos previos y es comprobada por ellos.
Con todo, aquí de nuevo, quizá, haya necesidad de unas palabras de precaución. No estoy seguro de no errar, como hacemos a menudo, al hablar de lugar para el avance en la teología como si fuera algo indefinido de modo absoluto; como si la parte principal de la tarea de la teología se hallara delante todavía; como que queda tanto por hacer como si nuestros padres no hubieran entrado en liza; como si, en resumen, la obra de la teología estuviera aún sólo en sus comienzos. No siempre se recuerda que en todo departamento del conocimiento, la teología incluida, tenemos, como en la agricultura, que aceptar una ley de resultados disminuidos. En el arte y en la ciencia esta ley es válida. En la arquitectura, no podemos hacer planos y edificar como si los griegos y los romanos, los normandos y los teutones, no hubieran edificado antes que nosotros; en música no esperamos superar las creaciones de Handel y de Haydn, de Mozart y de Beethoven; en ciencia no es cierto que los descubridores e inventores del siglo veinte tendrán un campo para sus operaciones tan amplio y claro como sus predecesores. Las grandes líneas de las ciencias, en todo caso, están señaladas, sus fundamentos están puestos, gran parte de su estructura edificada, y ésta es una obra que no ha de hacerse de nuevo jamás. Así, en la teología, creo, tenemos que reconocer el hecho de que nuestros padres han laborado, y que nosotros hemos entrado en sus labores; que la historia ha estado de parto con estos temas durante los diecinueve siglos que nos preceden, y ha dado a luz bastante más que viento; que no estamos tratando con meras especulaciones humanas, sino con una revelación divina, cuyo testimonio ha estado en las manos de los hombres desde el principio, y sobre la cual la mente de los hombres se ha dirigido con deseo intenso y orando, pidiendo luz, y que Cristo prometió a sus discípulos que el Espíritu los guiaría a toda la verdad, y esto no fue empezando por los eruditos del siglo diecinueve; y que hay que asumir -por no decir tener la certidumbre-- que los hitos decisivos de la teología ya están fijados, y que no se nos llama a quitarlos de su lugar ni tampoco podríamos. Naturalmente, siempre está abierta, incluso en la ciencia, la posibilidad de que el hombre elabore una teoría que proceda de la suposición de que todos los desarrollos del pasado están equivocados esto es, por ejemplo, que la Tierra no es una esfera, que la teoría de Copérnico es falsa--, pero en general no le consideraríamos a este hombre como sabio. Dentro de ciertos límites, lo mismo hemos de decir respecto a la teología. Los hombres que nos han precedido han puesto los cimientos, y nosotros hemos de contentamos, considero, en edificar sobre los fundamentos que ellos han puesto. Esto nos deja mucho trabajo por hacer, pero no es el que hicieron ellos. No hemos de hacer menos progresos por el hecho de damos cuenta que hay un cimiento bien sólido en el pasado del cual hemos de partir. Podemos sentir aliento de los que nos han precedido de que nuestra labor no tiene por qué ser en vano.
***

Capítulo II

Ideas primitivas apologéticas y religiosas fundamentales --Controversia con el Paganismo y el Gnosticismo
(siglo segundo)
Se ha afirmado en el capítulo anterior que la historia del dogma, entendida debidamente, no es sino el elaborar la solución del problema de lo que pertenece al contenido esencial del Cristianismo. Los artículos doctrinales complicados que se hallan incluidos en nuestros credos en realidad parecen hallarse muy lejos de la simplicidad del evangelio original, y en un sentido están aparte del mismo. Con todo, tienen que ser juzgados por su pretensión a desplegar y exhibir, en una forma que ha resistido la prueba del tiempo, el contenido de esta revelación original --para dejar desarrollado o explícito lo que está implícito, o sólo expresado de modo fragmentario y no sistemático, en los testimonios escriturales--. Sin embargo, tratando, como me propongo, sólo las épocas principales, puedo permitirme pasar por alto los estadios preliminares y entrar de pleno en el siglo segundo, que ya he descrito como la época de los Apologetas, y la polémica contra el Gnosticismo. Se hallará que hay una identidad más profunda entre estas formas de conflicto de la que aparece a primera vista. En una y otra el Cristianismo está luchando por su misma existencia. En una y otra, también, se ve forzado a la defensa en la reivindicación de las ideas que se hallan en la base tanto de la religión natural como la revelada. Me propongo mostrar en esta conferencia la forma en que se dirimió el conflicto, e ilustrar su carácter típico y el valor permanente de sus resultados para la teología.
I. La aparición de la apología escrita en el siglo segundo está relacionada íntimamente con las características de la edad en que nació. Era una edad de predicación, enseñanza, discursos, declamatoria más allá de todo precedente. Los fundamentos del nuevo orden fueron puestos en el siglo anterior por el emperador Vespasiano, el cual, aunque él mismo en modo alguno un literato, concibió la idea de establecer una alianza entre los filósofos y el Estado, e instituyó una jerarquía de maestros asalariados en Roma y las ciudades provinciales. La simiente sembrada de esta forma pronto dio su fruto en la época de los Antoninos. Renan califica acertadamente el reinado de Marco Aurelio llamándolo «El reino de los filósofos». En este reinado, por una vez en la historia mundial, llegó casi a realizarse el sueño de Platón; el Estado tenía a un filósofo como su soberano, y los filósofos monopolizaban casi todos los lugares de poder. Era inevitable que, apareciendo en esta edad, la apología adquiriera una forma literaria y filosófica --llevara, lo que tiene en Justino y la mayoría de los otros apologistas, el garbo de una «nueva filosofía»-. Lo significativo es que apareciera en absoluto. «Muestra», como he dicho en otro punto, «no sólo que el espíritu de la edad había afectado al Cristianismo, sino también que el Cristianismo se había abierto paso en los círculos literarios y ya estaba atrayendo su atención. Deja claro que los cristianos estaban empezando a tener confianza en sí mismos; ya no se contentaban siendo "unos tontos cuchicheando por los rincones" como los describían despectivamente sus enemigos, sino que se habían armado de valor para presentar su caso al foro abierto de la opinión pública, y a reclamar un veredicto a su favor en base a su inherente racionalidad».
La cantidad y alcance de la literatura apologética que ha Regado hasta nosotros de este período despierta nuestra admiración y sorpresa. La mayoría de los escritores son hombres de conocimientos y cultura; no pocos eran filósofos y retóricos de profesión. Los primeros son Quadratus y Arístides en el reinado de Adriano. Justino Mártir es el centro de un distinguido grupo en la época de los Antoninos. Entre ellos se hallan Taciano, discípulo de Justino; Atenágoras, Teófilo de Antioquía, Melito de Sardis, con Minucio Félix, fundador de la Apología Latiria, cuyo diálogo Octavius Renan califica de «perla de la literatura apologética en el reinado de Marco Aurelio». Tertuliano, hacia el fin del siglo, forma la retaguardia. Orígenes podría ser incluido legítimamente en nuestra lista, porque, aunque pertenece al siglo siguiente, su gran clásico es una réplica a Celso, de este siglo. Las obras de estos escritores representan una extensa área. Hay dos o tres de Atenas; varias de Roma; dos son del Asia Menor, una es de Siria; una de Pella, en Macedonia. Por lo menos siete de estas apologías son dirigidas a emperadores; algunas, como las de Teófilo y de Minucio Félix, van dirigidas a individuos particulares; otras son generales, como la de Taciano: A los griegos. Además, en la mayoría de ellas alienta un espíritu noble y elevado: el tono de hombres que se dan cuenta de la historia que se acerca. Qué dignidad delicada, por ejemplo, marca el exordio de la primera apología de Justino: «Al Emperador Antonino Pío, y a su hijo Verissimus (Marco Aurelio), el filósofo, y a Lucio, el filósofo, el hijo adoptado de Pío, y al sagrado Senado, con todo el pueblo de los romanos, yo, Justino, el hijo de Prisco, el nieto de Bacchius, natural de Flavia Neapolis, en Palestina, presenta este discurso y petición en favor de aquellos de todas las naciones que son odiados injustamente y maltratados inexcusablemente, contándome yo entre ellos». «Porque», sigue, «hemos venido no a halagarte con este escrito, ni a complacerte con nuestro discurso, sino a pedirte que pases juicio después de un examen a fondo y preciso, no halagado por prejuicios, o por el deseo de agradar a hombres supersticiosos, ni inducido por un impulso irracional o por rumores malignos que han prevalecido desde hace tiempo, para que des una decisión que sea contra vosotros mismos. Porque nosotros, consideramos que no se nos puede hacer ningún daño, a menos que seamos convictos como malhechores, o se pruebe que somos hombres malvados; y tú puedes matamos, pero no hacemos daño.» Esta es una nueva manera de dirigirse a los emperadores. Nada de adulación ni sumisión aquí; sino palabras nobles, osadas pero dignas; el lenguaje de una hombre que defiende la verdad más bien que el pellejo; el tono que corresponde a un verdadero hombre libre en Cristo.
Es una expresión común decir que cada edad requiere una apologética apropiada a la misma. Por una ilusión muy natural, tenemos tendencia a pensar que las exigencias hechas a un apologista en el siglo diecinueve son más severas y arduas que en períodos precedentes. No estoy convencido de que esta idea sea correcta. El carácter del ataque es distinto; las condiciones de la defensa han variado; pero pongo en duda el hecho de que la Iglesia Cristiana tenga una tarea más pesada a realizar hoy que la que tenía la Iglesia del siglo segundo. Una simple reflexión va a mostramos que era una apologética muy compleja, realmente, la que tenía que emprender la Iglesia de aquella época; y si lo consideramos imparcialmente, nuestro sentimiento, creo, será de admiración por el hecho de que, a pesar de todos los obstáculos, la tarea fuera realizada tan bien. Es fácil, sin duda, enjuiciar la obra de hombres con la ayuda de cuyas espaldas nos hemos encaramado a la altura que ocupamos hoy; que fueron las avanzadillas de sus respectivos departamentos. La obra de Justino, por ejemplo, podemos admitir que presenta defectos en muchas formas. No es sistemática, ni crítica, sino que avanza al azar. Su exégesis es a menudo caprichosa; el uso de la alegoría es excesivo. Funda argumentos en el texto griego que el hebreo no sostiene. Pero incluso estas críticas pueden exagerarse. La apología de Justino no nos serviría; pero me atrevo a decir que, con todas sus faltas, sus libros contienen una masa ingente de razonamientos, partes de los cuales ni aun hoy son anticuados. Los que menosprecian su originalidad deben recordar lo poco que se había hecho todavía en la dirección de la apologética o la teología. Muchos de sus argumentos los juzgamos comunes sólo por el hecho de que ahora nos son familiares. Me parece que Justino prepara su argumento, tomándolo en conjunto con gran destreza; y que muchos de sus pensamientos --por ejemplo el de la palabra espermática-- son a la vez originales y profundos. Haremos mayor justicia a la complejidad y dificultad de este segundo siglo apologético si reflexionamos en el doble conflicto que tenía que sostener la Iglesia de aquel tiempo. Tenía que defenderse como un cuerpo proscrito contra los ataques externos hechos contra ella en nombre de las leyes, y esto en unos días en que su número era reducido, su prestigio nulo, y la nube de odio y calumnia que la envolvía parecía casi impenetrable; y tenía que defenderse contra los ataques vivos y poco escrupulosos de contrincantes como Fronto, Celso y Luciano, que luchaban con armas intelectuales. En lo que sigue será conveniente que consideremos los ataques literarios primero; luego miremos la apología con que eran contestados éstos y otros ataques, a medida que se iba formando bajo las condiciones reales de su ambiente.
Hallamos, pues, que las condiciones literarias de la edad ya pueden llevamos a esperar que la aparición de la apología tenga como contrapartida ataques escritos contra la religión cristiana. Nos equivocaríamos mucho si no diéramos la importancia que merecen a la agudeza o la habilidad intelectual de estos ataques. Celso (e. 160 d. de J.) es el representante clásico. Baur no exagera cuando dice: «En agudeza, en aptitud dialéctica, en cultura madura y versátil, tanto filosófica como general, Cleso no se queda atrás de ninguno de los oponentes al Cristianismo. Su obra Palabra verdadera, en la que ataca la fe cristiana, nosotros la conocemos sólo a través de extractos de la misma en Orígenes, pero éstos son tan copiosos, y con frecuencia empleando las mismas palabras de Celso, que es posible reconstruir la mayor parte de la obra, labor que ha realizado, en efecto, Keim. El plan, en particular, se echa de ver fácilmente. Haciendo uso de considerable ingenio, Celso hace salir primero a un judío, cuya tarea es presentar contra el Cristianismo todas las objeciones y calumnias que puede acumular desde el punto de vista de la sinagoga. Una vez lo ha hecho, el judío es despedido y Celso dirige el argumento a su propia persona. Ahora miremos el tema desde el punto de vista de la verdadera filosofía. Judíos y cristianos son antagonistas que se neutralizan el uno al otro, pero a los ojos del sabio pagano, sus posiciones son las dos absurdas. La idea del mundo de la que procede Celso es en algunos aspectos distinta de la moderna; en otros, tiene un aspecto sorprendentemente moderno. Excluye de antemano toda revelación, encarnación y milagros. El mundo está ceñido por los lazos férreos de la necesidad, y su curso no puede ser alterado. En un sistema así, dice Orígenes, «la libre voluntad o libre albedrío queda aniquilada». La materia es la fuente de todo mal, y la cantidad de mal es fija e inalterable (iv. 62). Con estas ideas, Celso se dirige al Cristianismo, y todo lo que halla en él, por necesidad es inaceptable. Apenas se le escapa nada en el curso de sus objeciones. Las críticas de escritores posteriores contrarios a los Evangelios --como los Deístas, Voltaire, Strauss-- se ven presentadas aquí casi de modo completo. Pero es en la doctrina de la redención que vierte su máximo desprecio. La redención era para Celso algo increíble, porque la consideraba como una imposibilidad. Si la suma de los males es una cantidad fija, es indudablemente imposible que nadie tenga el poder de disminuirla en nada. Es prácticamente inconcebible un cambio de malo a bueno en la naturaleza humana (iii. 67-69). El perdón del pecado no tiene lugar en su sistema. Que el mundo fuera creado, o sea gobernado, para el beneficio del hombre le parece la más ridícula de las ideas. Para atacar al Evangelio no vacila en degradar al hombre en la escala de la creación por debajo del rango de los brutos (iv. 23-25, 78, 79). Considera una ofensa peculiar que el Cristianismo sea una religión de pecadores. La proclamación en los Misterios es a aquellos que son de puro corazón y vida íntegra; pero el Evangelio invita a los malvados, indignos y ruines. No hay necesidad de proseguir su ataque en mayor detalle, pero, teniendo en consideración su época, se puede decir sin vacilar que era una critica formidable y efectiva, tanto o más que la que procede de la artillería pesada de la incredulidad de nuestros días.
Sin embargo, lo singular es que, en cuanto sabemos, esta obra de Celso hizo muy poco impacto en su tiempo. Ni tan sólo oímos hablar de su existencia hasta ochenta o noventa años más tarde, cuando Orígenes, a instancias de un amigo, emprende su refutación. En todo caso no consiguió detener la marcha triunfal del Cristianismo hacia la victoria en el Imperio. ¿Por qué? ¿Por qué un libro tan agudo y hábil, escrito por un hombre tan inteligente --un libro que ya había recogido casi todas las objeciones principales al Cristianismo según hemos indicado-, falló en su objetivo? No puedo aquí ni intentar bosquejar la línea de la réplica magnífica de Orígenes, pero hay unas pocas razones que se hallan sobre la superficie que hacen resaltar, creo, por lo menos las causas principales de su fracaso, y por esta razón son instructivas. Una razón, se puede afirmar confiadamente, era la evidente parcialidad del libro. Celso, ni tan sólo intenta ser imparcial. Se dedica con afán a retorcer, ridiculizar, desfigurar, dar la peor idea posible de todo. Esto podía divertir a los paganos, pero no podía producir efecto alguno en los cristianos o aquellos que sabían cómo vivían los cristianos. Estos no necesitaban argumentos para refutar a Celso. Los creyentes sabían por su propia experiencia que no decía la verdad; no hacía justicia a sus libros, su religión, su moral, sus vidas. Semejante a ésta, hay una segunda razón, que es la extraña ceguera en el libro a la grandeza moral y espiritual del Cristianismo. Celso no la ve en absoluto, o si la ve, no la reconoce. Pero los demás no eran tan ciegos, y cuando la verdad en Jesús era puesta delante de los hombres, éstos contemplaban su gloria espiritual y sentían su poder salvador. En presencia de una visión así las objeciones de Celso se desvanecían como fantasmas al amanecer. Una tercera razón para explicar el fracaso era la inadecuación de las explicaciones que Celso tenía para ofrecer acerca del Cristianismo. Esta es la prueba que todos los sistemas de incredulidad tienen que pasar. No basta con refutar al Cristianismo; hay que explicarlo, y Celso no tiene explicación satisfactoria que ofrecer. Forzado a hacerlo, no tiene mejor hipótesis a sugerir que impostura por parte de Jesús y sus discípulos. Pero la conciencia humana nunca se reconciliará con esto como una explicación adecuada de un sistema como el Cristianismo. Se aparta de ella, retrocede, y a menos que la incredulidad se desentienda de esta idea, y en formas más sutiles o más burdas nunca lo ha logrado, no conseguirá el asentimiento general. Una cuarta razón a dar por el fracaso del libro es la extraña perversidad con que Celso convierte las cosas que son la gloria del Cristianismo en un argumento en contra del mismo. Esto se aplica a su invitación a los pobres, los ignorantes, los pecadores, que para Celso era la principal «piedra de escándalo». Una última razón se puede dar en que Celso, si bien rechaza el Cristianismo, no tiene sustituto que ofrecer. Su idea del mundo no era defendible, ni a la luz de la razón ni ante las necesidades del corazón, frente a la del cristiano. Los hombres creían que en la doctrina de un Dios-Padre que los amaba, y que había enviado a su Hijo para salvarlos, y los llamaba a ser sus hijos, tenían algo que el frío racionalismo o el implacable fatalismo de Celso no podía ofrecerles. El espíritu de Celso no les atraía si el Cristianismo fallaba. Así su argumento quedaba desvirtuado y el Evangelio siguió su camino sin sufrir mella. El caso es típico. Las mismas causas que explican la derrota de Celso dan la razón por la que la historia de la cruz halla su entrada cada semana en miríadas de corazones, en tanto que los tomos eruditos en que se pretende triturar la religión cristiana van acumulando polvo en los estantes de las bibliotecas, sin que nadie los lea.
Esto me lleva ahora a hablar de la tarea de la Apología cristiana en sí. He dicho que si consideramos imparcialmente la magnitud y dificultad de esta tarea, nos sentimos llenos de admiración por la habilidad con que la ejecutaron. Comprenderemos mejor la forma que asumió si damos una mirada a la misma a la luz de su triple objetivo, que es defensivo, agresivo y positivo. En primer lugar, el Cristianismo había de reivindicar su derecho a la existencia, librarse de las calumnias y aspersiones que se le echaban encima, fuera por ignorancia o por malicia. Esta era su tarea defensiva. Tenía que emprender esta tarea con respecto a judíos y gentiles. Tenía que contrarrestar y refutar las calumnias y falsificaciones del antiguo pueblo judío, sus tergiversaciones de los hechos del Evangelio, su negativa de la mesianidad de Jesús. Tenía una tarea más difícil aún en relación con los gentiles. Aquí el Cristianismo se hallaba fuera de la protección de las leyes, y, como religión proscrita y perseguida, tenía que suplicar tolerancia, el mero derecho a existir. Tenía que mostrar el motivo por el que los decretos contra ellos tenían que ser abrogados, y ellos habían de recibir reconocimiento legal pleno. Al hacerlo tenía que enfrentarse, como señalamos, a una masa de superstición, odio, prejuicios, ignorancia, de cuya densidad ahora nos es difícil hacemos cargo. Levantó la voz pidiendo justicia frente a todo el poder del Estado romano en contra de él. Esta primera parte de su labor apologética hay que admitir que la Iglesia primitiva la realizó con nobleza y con éxito. La reivindicación de la fe cristiana de las acusaciones calumniosas que se hacían a sus adherentes ocupa mucho espacio en todas las Apologías (Justino, Tertuliano, etc.). Las acusaciones son contrarrestadas señalando la ausencia de evidencia en apoyo de las acusaciones; mostrando la inconsecuencia de conducta alegada con el espíritu y preceptos del Evangelio; sobre todo apelando al testimonio público de los caracteres y vidas de los cristianos, que presentaban un contraste tan marcado con los de los paganos, relajados y disolutos, que les rodeaban.
La segunda parte de la Apología cristiana era agresiva, y aquí su relación con el Judaísmo difiere por necesidad de su relación con el Paganismo. Los cristianos reconocían la realidad de la revelación del Antiguo Testamento. Por tanto, hasta cierto punto, tenían un terreno común con los judíos, y es en este terreno común que es hilvanado el argumento. Lo que tenían que mostrar a los judíos era que la Ley mosaica, cuyo origen divino admitían, era temporal por su misma naturaleza; que había habido una dispensación anterior en que los padres no observaban la ley; y que sus propias Escrituras predecían un día en que Dios haría un nuevo pacto con su pueblo y traería un sistema más espiritual. Esto ponía sobre el apologista la tarea de distinguir entre los elementos temporales y eternos de la ley; de demostrar su carácter de tipo y de sombra; de demostrar la mesianidad de Jesús, puntos todos ellos que requerían un manejo delicado y cuidadoso, y al tratar con los cuales no tenemos que sorprendemos si los defensores del Cristianismo tropezaran de vez en cuando. En relación con el Paganismo, la primera actitud del apologista era por necesidad polémica. Tenía que limpiar el terreno de los errores existentes, para conseguir que se le escuchara. Todos los apologistas, en consecuencia, dedican mucha atención a la exposición de la locura y absurdidad de la idolatría, y el carácter pueril e inmoral de la mitología pagana. En esto obtuvieron ayuda abundante de los mismos poetas y filósofos paganos. Una verdadera apología, sin embargo, no puede ser enteramente negativa. Los escritores cristianos, pues, no se contentaron con atacar simplemente a las religiones paganas, sino que presentaron por su parte las grandes verdades de la religión natural. Proclamaron, con una claridad y seguridad en sorprendente contraste con la vacilación de las escuelas, las grandes doctrinas de la unidad de Dios, de su providencia universal, de su gobierno moral, de la vida venidera, del juicio futuro. Para muchas de estas doctrinas podían también aducir el testimonio de escritores paganos; pero aquí aparece una marcada diferencia en los rangos de los distintos apologistas. Una escuela --en la cual se pueden considerar como típicos Taciano, Teófilo y Tertuliano-- adoptó una actitud francamente hostil a la filosofía y estudios paganos. Su obra había terminado cuando mostraban los errores, contradicciones y absurdos en que habían caído los escritores paganos. Otra escuela, de más enjundia --representada principalmente por Justino y Orígenes-, adoptaba una posición más liberal con respecto a la filosofía, y de buena gana se valían de todo rayo de que hallaran en la sabiduría pagana. Reconocían tan claramente como los demás lo inadecuado de la guía de la razón, y no dejaban de mostrar la naturaleza confusa y conflictiva de las opiniones de los antiguos paganos. Pero su relación a la sabiduría pagana no se agotaba en esta actitud negativa. Con Pablo no despreciaban el argumento: «Como ha dicho alguno de vuestros poetas» (Hechos 18:28). Aquí se incluye la doctrina de Justino de la palabra espermática, que ya hemos mencionado. Todos los hombres, dice, tienen en sí una porción de la palabra divina. «Todas las cosas», por tanto, se atreve a afirmar, «que han sido dichas con rectitud entre los hombres son propiedad de nosotros los cristianos». Los sabios y los legisladores tenían una porción de esta Palabra; en Cristo poseemos toda la Palabra. Cristo, pues, proporciona el canon por el cual distinguimos lo verdadero de lo falso en la enseñanza de la antigüedad.
Pero, finalmente, la tarea de esta apologética era también en parte positiva --en relación, quiero decir, con el Cristianismo mismo-. No era bastante denibar los sistemas rivales idólatras, o incluso que quedaran establecidas en su lugar las verdades de la religión natural. El carácter positivo del Cristianismo como una revelación de Dios debía también ser defendido. Los apologistas afirmaban la divinidad, la mesianidad, el nacimiento sobrenatural, la resurrección, el reinado celestial de Jesús, y sostenían que, por medio de El, Dios había dado a los hombres una revelación nueva y definitiva. Una parte indispensable de su obra apologética, pues, era establecer la realidad de esta revelación aducida, y aquí las líneas de evidencia se caracterizaban como sigue. El lugar principal lo ocupaba siempre el argumento de la profecía, y puede decirse que la fori-na en que los apologistas manejaban este argumento, si bien era poco crítica, era, en lo sustancial, sana. Los pasajes en que insistían principalmente eran aquellos que la Iglesia siempre ha considerado como mesiánicos (por ej. Isaías 53), y que probablemente retendrán este carácter a pesar de la luz vertida por el criticismo sobre sus relaciones históricas. No se ponía el mismo énfasis sobre los milagros como en tiempos posteriores, principalmente debido a que los milagros no eran impugnados, sino adscritos a brujería. Pero Quadratus, el primer apologista (Eusebio iv. 3), y Orígenes, en su respuesta a Celso, muestran bien que no es el milagro como mera obra de poder, sino el milagro en su carácter moral, y en su relación con el agente, que ofrece la prueba de ser divino (i. 68; ii. 49-51). Se hace apelación, además, repetidamente, por parte de Justino y Orígenes, por ejemplo, a la notable difusión del Cristianismo como evidencia de su inherente energía espiritual. Este argumento tiene fuerza peculiar en un tiempo en que el Paganismo usaba todos los medios violentos a su disposición para frenar su progreso victorioso, si bien acaba triunfando sobre todos. Pero el argumento cumbre era la apelación al cambio en el carácter y vida de los seguidores de Cristo --los milagros morales obrados por el Evangelio en las almas de los hombres-. Con el cambio de vida venían relaciones cambiadas: un nuevo ideal en el matrimonio, una vida de familia purificada, una nueva concepción del deber social, nuevas obras de amor, etc. El argumento era irresistible, ya que una religión que producía estos frutos no podía ser otra cosa que divina.
En este punto, sin embargo, aparece una cuestión de considerable importancia para la recta comprensión de los apologistas y de su obra. Se trata de la cuestión presentada por el profesor Harnack y los que piensan como él, sobre: hasta qué punto los apologistas que estamos estudiando habían captado debidamente la naturaleza distintiva del Cristianismo, después de todo. Según este erudito, casi todos ellos se han quedado cortos de una captación apropiada del evangelio cristiano. La sustancia del Crisúanismo, dice, para ellos se hallaba sólo en el contenido racional --en las doctrinas de Dios, de la virtud y la vida futura-, y el único valor de los hechos objetivos del Cristianismo (la encarnación, resurrección, etc.) es dar certificación y confirmación de estas doctrinas. El Cristianismo es un sistema de religión natural con sanciones sobrenaturales. Las doctrinas que he clasificado como de la religión natural --Dios, inmortalidad, virtud son la esencia de la cuestión, todo lo demás es la maquinaria de la revelación y la atestación. Como no puedo estar de acuerdo con este veredicto, por lo menos sin considerables modificaciones, es propio que dé una o dos razones por mi disconformidad.
Es una consideración preliminar obvia que las obras que consideramos eran apologías, y no tratados doctrinales. Son, pues, libros escritos con un objetivo perfectamente definido, a saber, refutar las calumnias lanzadas contra los cristianos, y reivindicar para ellos el derecho de vivir quieta y pacíficamente bajo las leyes, en obediencia a sus propias conciencias. Dirigidas a los paganos e idólatras, adoptan naturalmente las líneas de argumentación más apropiadas a esta audiencia. No entran en las especialidades de la religión cristiana, sobre las cuales los paganos no sabían nada y aun les importaban menos, sino que se mantenían en las verdades amplias en que el contraste entre su propia fe y el de la idolatría establecida era más palpable. Lo mismo podría ser acusado Pablo por confinar su predicación ante Félix a la justicia, la templanza y el juicio venidero (Hechos 24:25), o por empezar en la base de la religión natural en su discurso a los atenienses (Hechos 17:22 y sig.; ver 14:15-17), que estos apologistas por no discutir las doctrinas interiores del Cristianismo ante personas que todavía no estaban convencidas de las verdades elementales del teísmo. Los escritores de nuestros propios días no suelen discutir los misterios de la justificación o la regeneración en tratados que tienen por objeto refutar el agnosticismo de Huxley o de Spencer.
Con esta reserva, se puede admitir libremente que los apologistas dan prominencia a lo que he llamado los artículos fundamentales de la religión, y con unanimidad se esfuerzan en convencer a sus oponentes de la verdad y razonabilidad de los mismos. Las verdades que declaraban, pues, incluían el ser, la unidad y la espiritualidad de Dios; su creación libre del mundo y la dependencia del mismo de El para su existencia continuada; su providencia y administración moral. La realidad e inmutabilidad de la ley moral; la certidumbre del día del juicio, y de un estado futuro de recompensas y castigos. Es evidente que éstas eran verdades que era necesario sacar a relucir y hacer hincapié enérgicamente en ellas frente a la idolatría prevaleciente, el ateísmo epicúreo, el panteísmo y fatalismo estoico, la negación por todos de la creación, y con frecuencia también de la providencia. Sería muy aventurado inferir de esto, sin embargo, que los apologistas no sabían nada de doctrinas cristianas más específicas, o que no discutían estas doctrinas con sus compañeros cristianos. Hamack mismo lo admite 2 aunque esto deja romo en gran parte el filo de su propio argumento. No era contra las doctrinas específicas de los cristianos que se objetaban generalmente, sino contra el hecho de que no dieran cumplimiento al culto establecido, el que no usaran imágenes, templos, etc. Cuando se hacían objeciones contra doctrinas especiales, como en el caso de Celso, eran aceptadas y contestadas por los apologistas. Pero incluso los ocho libros de respuesta de Orígenes a Celso nos darían una idea muy pobre del contenido de la teología de Orígenes. Un hecho ulterior sobre el que es necesario insistir es que las doctrinas mencionadas, puestas en primer plano por los apologistas, son partes muy reales del sistema cristiano. Una verdad no deja de ser cristiana por el hecho de que esté en consonancia con la razón, aunque esto podría parecer que es precisamente la idea de gran parte del criticismo de los apologistas. Las doctrinas de la unidad de Dios, de su gobierno moral, del juicio venidero, del estado futuro de recompensas y castigos, son partes fundamentales del sistema bíblico, y como tales exigen ser explicadas, defendidas y puestas en vigor. Es verdadero también que estas doctrinas no eran clara y finamente captadas por el mundo pagano, y que el Cristianismo puso nueva claridad, precisión y certeza en ellas. ¿Por qué no habían de darles prominencia los apologistas? Estas son, verdaderamente, las doctrinas fundamentales, y hasta que sean reconocidas no es posible hacer progresos.
Hasta aquí me he basado en el supuesto de que los apologistas, como se dice, no contienen esencialmente nada más que una teología y cosmología racionales --la doctrina del Logos, en este sentido, siendo parte de la cosmología-. Sin embargo, ahora quisiera dar un paso más e impugnar la justicia de esta suposición. El profesor Harnack ha de modificar su juicio atrevido, y reconocer que en el caso de Justino por lo menos (ii. pp. 203, 220), si no de otros (p. 169), hay muchos elementos de carácter más específico. Pero de nuevo se retracta de esta admisión, y la doctrina de Justino se reduce a «moralismo», con la explicación de que en Justino, Cristo aparece sólo como un maestro que revela las verdades antes mencionadas, mediante cuyo conocimiento el hombre es capaz en su propio poder de alcanzar el arrepentimiento y la virtud, y con ello hacerse digno de la vida eterna. Cristo ha dado a los hombres la ley perfecta. Estos son salvos por la obediencia a la misma, y no tienen necesidad más allá de esta recta instrucción (ii. pp. 221, 227; ver pp. 216-20). Se requerirían razones muy poderosas para poder atribuir al autor de las Apologías y el Diálogo con Trifón este frígido legalismo --la doctrina de la salvación por medio de los esfuerzos independientes de uno inismo, que es una subversión total de la gracia, y ciertamente sería un relapso en los peores errores del Judaísmo. Pero no puedo estar de acuerdo en que sea justo acusar a Justino de esta doctrina. La teología de Justino.tiene muchos defectos, pero no pertenece a ellos el considerar la encarnación, vida, muerte y resurrección de Cristo como teniendo por objeto sólo el dar confirmación a un esquema racional de verdades, o que ignore una redención objetiva. Su enseñanza tiene muchos elementos positivos cristianos. Con los demás apologistas hizo mucho para poner los fundamentos de la doctrina de la Trinidad. Es explícito sobre la encarnación. Reconoce, por más que de modo inadecuado, la debilidad de las potencias de la naturaleza humana a causa del pecado, y habla del hombre en su estado caído como el hijo de la necesidad y la ignorancia.' Sus escritos abundan en afirmaciones que muestran que atribuía una eficacia redentora a la muerte de Cristo, y esto no simplemente por medio de su efecto moral, sino objetivamente, y en sí misma. Conoce la llamada al arrepentimiento y la fe, y la remisión de pecados por la gracia gratuita de Dios, como resultado de la obediencia a esta llamada. El bautismo es para él «regeneración» o «nuevo nacimiento»; y en su enseñanza eucarística afirma una incorporación mística con Cristo. Incluso las doctrinas a que hemos aludido antes, si bien se insiste en su carácter racional, no son presentadas por Justino y sus compañeros apologistas como verdades escuetas de la religión natural, sino que son exhibidas como verdades de revelación, y son vinculadas con elementos específicos cristianos. La creación del mundo, por ejemplo, es conectada con el Logos, que históricamente pasó a encarnarse en Jesucristo; la doctrina de la inmortalidad es asociada a la resurrección y las esperanzas cristianas; hay un juicio, pero Cristo es el juez, etc. Lo que se puede decir legítimamente como crítica de los apologistas creo que es lo siguiente: 1. Que la fon-nación filosófica de algunos, mezclándose con el hábito de pensar de la época, daba un matiz predominantemente filosófico a sus escritos y les llevaba a ver el Cristianismo más bien como una «nueva filosofía» que como un método de salvación; y 2. Que entonces, como ocurre hoy todavía, el interés peculiar del apologista tiende a desviar sus ojos de las doctrinas más características del Cristianismo a las que pueden ser racionalmente defendidas, y de esta manera causa perjuicio a las proporciones de la verdad. Pero sólo es en un sentido relativo que esto se puede afirmar de ellos; y contra esto hay que poner de relieve el servicio que rinden al unir el Cristianismo con el pensamiento mejor y más verdadero del mundo antiguo respecto a Dios, el alma, la virtud y la vida venidera.
Como evaluación del conjunto creo que es evidente, como dije al principio, que no tenemos motivos por los que hayamos de avergonzamos de este segundo siglo apologético. Tenían una tarea difícil de realizar, y la hicieron bien. No eran superficiales. No fue una apologética superficial y escasa, sino copiosa y compleja, tratando a muchos adversarios, y con gran variedad de lados de la verdad. Fue una apologética, además, que tenía toda la fuerza de la realidad. Los hombres se daban cuenta que estaban enzarzados en una lucha de veras, mortal, y no tenían tiempo para esgrima. Escribían con intención, y su propósito daba poder y decisión a sus plumas. La Iglesia entonces les estuvo agradecida, y nosotros podemos recordarles hoy con gratitud.
II. Voy ahora a hacer notar que, en tanto que los apologistas iban peleando la batalla que he descrito contra los ataques del paganismo de fuera, la Iglesia estaba expuesta a un peligro más sutil y más mortífero y tenía que afianzarse para una lucha más onerosa dentro, en su controversia con lo que es conocido como Gnosticismo. Si la primera lucha --la de los apologistas-- representa el conflicto de la verdad con el error en su aspecto racional y ético, la lucha con el Gnosticismo puede decirse que representa este conflicto en su lado religioso; porque las cuestiones de la pugna gnóstica indudablemente van más adentro, y tocan al Cristianismo en sus partes más centrales y vitales. Aquí entramos más a fondo de lo que hemos hecho hasta ahora en la teoría del origen griego del dogma. Según las ideas del profesor Harnack, los gnósticos no eran herejes en absoluto; él los levantaba a tronos de honor como «los primeros teólogos cristianos» (i. pp. 227, 255 [trad. inglJ). Harnack cree que procuraban conseguir en forma rápida la helenización del Cristianismo que la Iglesia llevó a cabo después a través de un proceso más gradual (i. pp. 226, 227). He de admitir que veo difícil saber cómo hay que entender la teoría del Cristianismo implicada en esta afirmación. El prof. Harnack pierde de vista que hay teología y «teología». Hay una teología que mantiene viva la base de los hechos cristianos, y procura interpretarlos al conocimiento; y hay una teología, cuyo centro de gravedad se halla por completo fuera del Cristianismo, que intenta subvertir estos hechos y disipar el Cristianismo en una nube de imaginaciones humanas. La mayoría de pensadores de casi cada escuela están de acuerdo en admitir que el triunfo del Gnosticismo, a pesar de los gérmenes de verdad de algunos de los sistemas más elevados, habría significado la disolución del Cristianismo histórico y la doctrina cierta de la Iglesia. «La crisis», dice el Dr. Hatch, «era de una gravedad tal, que es difícil evaluarla con exageración. Ha habido crisis desde el comienzo de la historia del Cristianismo, pero no hay ninguna que iguale a ésta en importancia, de cuyo resultado dependía, de modo definitivo, el que el Cristianismo fuera un cuerpo de doctrina revelada, o bien el caput mortuum de un centenar de filosofías: si la base del Cristianismo debería ser un credo concreto, interpretado de modo concreto, o un caos de especulaciones». No acabo de entender en qué forma puede ser considerado como un estadio legítimo en el desarrollo del dogma dentro del Cristianismo, lo que habría dado lugar a la destrucción del Cristianismo y la subversión de la posibilidad del dogma.
El Gnosticismo es uno de los fenómenos más singulares del siglo segundo y de cualquier edad. Hemos visto algo del carácter literario de este siglo en su primera parte. Pero, más allá de esto, se trataba de una edad de sincretismo, de choque y conflicto de sistemas, de reunión y mezcla de corrientes de Oriente y de Occidente, de entusiasmo inquieto y febril en el pensamiento y en la religión, una edad marcada por una gran efervescencia de opinión sobre todos los temas, humanos y divinos. El aire estaba emponzoñado por la superstición; con todo, en medio de la confusión había anhelos religiosos profundos, pero insatisfechos, y un fuerte deseo por parte de las mentes más osadas de captar el secreto de la existencia, que, a pesar de la filosofía griega y los misterios orientales, parecía esquivarles. El Cristianismo entró en esta masa de opiniones conflictivas como un fermento poderoso, y la intensidad del fermento se puede medir mejor por la magnitud de los efectos que produjo.' Los elementos de los sistemas prevalecientes empezaron a adaptarse en nuevas relaciones bajo la acción de las ideas cristianas; surgieron sistemas del carácter más extraño y estrafalario imaginable, y se multiplicaron como hongos en su rapidez; finalmente se formaron vastas y complicadas teorías cuyo objetivo era a la vez ser una filosofía de Dios y del Universo, una teodicea divina, una filosofía de la revelación judaica y cristiana, y una base de práctica religiosa. Baur ha dicho en verdad: «El Gnosticismo da la prueba más clara de que el Cristianismo ahora había pasado a ser uno de los factores más importantes en la historia de la época; y --nuestra especialmente qué tremendo poder de atracción poseían los nuevos principios cristianos para la vida intelectual más elevada que entonces se hallaban en el mundo pagano o el judío.»
Sin embargo, se nos escapará del todo el significado de este notable fenómeno si lo consideramos como una mera tergiversación, una locura y una alucinación inexplicable. El Gnosticismo era, a su propia manera, un intento de explicarlas cosas, y las cuestiones que trataba eran, en su mayor parte, las que brotan de la naturaleza de nuestra inteligencia, y no pueden por menos que grabarse en la mente reflexiva. Estas cuestiones eran: la relación de lo infinito y lo finito, la explicación del mal y la imperfección del mundo, el significado de este gemir y suspirar en busca de liberación que es, en medio de todas las cosas, la naturaleza de la revelación y la filosofía general de la historia, la manera y naturaleza de la redención. En todas estas cuestiones, los gnósticos no se conformaban con respuestas comunes. Ellos sentían un desprecio aristocrático por las respuestas que circulaban en la Iglesia. No se contentaban con oír que Dios había creado el mundo. ¿Cómo podía lo infinito crear lo finito? ¿De dónde venía la materia, la misma antítesis, según ellos la concebían, del espíritu? No bastaba referirles la historia de la serpiente que tentó a la mujer en el Edén. Ellos querían ir tras esto. ¿De dónde venían este mal e imperfección que parecían inherentes a la misma naturaleza de las cosas? No bastaba decir, Cristo ha venido al mundo para redimirlo. ¿Qué hay en el hombre que le hace capaz de redención? ¿Cómo llegó el hombre a ser lo que es, y cuál es la explicación de las diferencias que existen entre los hombres en cuanto a dones, fortuna, posición y capacidad espiritual? ¿De dónde vienen estos anhelos del alma, que parece hay tantos que comparten, por la verdad, la bienaventuranza y la libertad? Admitida la realidad de la revelación, ¿cómo explicar los contrastes entre la antigua revelación y la nueva? ¿Y cómo se relaciona el conjunto con la teoría general del universo? Estos son los problemas, profundos e importantes, y también legítimos, con tal que nos contentemos con las respuestas que son posibles y hagamos las preguntas con la debida humildad. La falta del gnóstico se halla no en sus preguntas, sino en sus respuestas, lo impropio de sus métodos y las imaginaciones vanas de su fantasía, que ponía en lugar de conocimiento.
El Gnosticismo, pues, como el nombre denota, profesa dar «conocimiento», un conocimiento absoluto, que sólo pueden apropiarse las mentes de clase más elevada. Las formas infinitamente variadas asumidas por los sistemas hacen casi imposible el clasificarlos, o incluso dar un informe de sus ideas principales que no esté abierto a objeciones. Lo mismo podríamos intentar clasificar los productos de una selva tropical, o las formas y matices de las nubes en el ocaso, que cambian bajo nuestra vista cuando las mirarnos. Hay las formas tempranas e incipientes de Gnosticismo, con sus raíces en la época apostólica, de las cuales nombramos a Cerinto como representante; hay los sistemas incoados o semi-desarrollados, de los cuales el grupo principal es el Ofita (llamado así por el papel de la serpiente en la mitología); finalmente, hay los sistemas plenamente desarrollados, los de Basflides, Valentino y Marción, con sus escuelas respectivas. Estos últimos --por lo menos los sistemas de Basflides y Valentino, porque Marción queda aparte-- eran realmente, como se ha sugerido, grandes filosofías religiosas, los prototipos de los sistemas absolutistas que han brotado en Alemania en nuestro propio siglo, con la pretensión de explicarlo todo. Basítides, con su poderoso alcance especulativo y su proceso evolutivo que lo abarca todo, podría ser llamado el Hegel del movimiento; Valentino, con su ropaje de fantasía y su triple caída y redención, era su Schelling; Marción, con su tendencia práctica severa, su doctrina de la fe y su antítesis del justo Dios y el bien, podría ser llamado su Ritsclil, sin foizar las cosas.' Lo que más destaca en estos sistemas es el ropaje mitológico con el cual se revisten las concepciones que en el fondo son metafísicas. No es fácil decir hasta qué punto esto pertenece a la esencia del pensamiento o es un velo poético o alegórico echado conscientemente sobre sus concepciones por los inventores de los sistemas. Es difícil creer, por ejemplo, que las aventuras de la mística Sofía en Valentino se puedan tomar como historia literal, y no más bien como una parte de un gran poema divino --la simbolización de las verdades o ideas que, de otro modo, no podrían ser tan bien expresadas-. Es como si, pongamos por caso, las categorías de la lógica hegeliana fueran traducidas al lenguaje de la emanación, y representadas como eones desarrollados el uno del otro en series.
No hay rasgos comunes absolutos en los sistemas gnósticos; sólo podemos presentar rasgos típicos destacados. En general, Dios es concebido como un Abismo insondable entre el cual y la creación finita hay interpuesta una larga cadena de eones o poderes,' emanaciones de lo divino, que constituyen en su totalidad el Pleroma o Plenitud de la esencia divina. El mundo no es una creación del poder divino, sino el resultado de una ruptura o fallo en el Pleroma. En algunos sistemas la materia se hallaba al lado de Dios como un poder malo independiente; en otros es explicada como un resultado del desarrollo, o es derivada de una caída espiritual. En todos los sistemas se hace una distinción entre el Demiurgo, que forma esta creación visible, o sea el Dios del Antiguo Testamento, y el Dios supremo, revelado en la plenitud de los tiempos en Cristo. El Dios del Antiguo Testamento es un ser inferior e imperfecto --limitado, apasionado, vengativo-, en tanto que el Dios de Cristo es identificado con la fuente primaria de virtud, bondad y verdad. Cristo mismo es, o bien un ser celestial, un Eón, que aparece en un cuerpo fantasmal entre los hombres para redimirlos (Docetismo), o es el Jesús terreno, con quien se asocia temporalmente el poder más elevado. Los hombres se distinguen en dos clases: espirituales y físicos; algunas veces en tres: espirituales, hílicos (materiales), y psíquicos (anímicos), que es una clase intermediaria. Sólo el espiritual es capaz de conocimiento elevado, en lo cual consiste la salvación. La influencia práctica del sistema era doble, según, por un lado, se hiciera, de la doctrina del mal de la materia, la base de la práctica ascética; o bien, por otro, el espíritu procurara mostrar su superioridad a la carne, restringiendo la indulgencia y el libertinaje. El sistema de Marción evitaba el trascendentalismo de los eones, pero oponía el Dios del Antiguo Testamento al del Nuevo, y era docético en sus ideas sobre Cristo.
Así pues, había aquí una crisis que amenazaba la misma vida de la Iglesia, que requería los esfuerzos más denodados de las mentes más poderosas para resistirla. Las sectas gnósticas --algunas de las cuales poseían la dignidad de escuelas influyentes-- tienen que haber abarcado una porción considerable de la membresía total de la Iglesia de aquel tiempo. Minaban por todas partes y direcciones a la Iglesia, y con sus especulaciones seductoras atraían a la «élite» que deseaba combinar la filosofía y la cultura con el Cristianismo. Podemos ver mejor la forma en que el Gnosticismo hacía sentir su peso en la conciencia del período, al observar el espacio que ocupa en la literatura del mismo. Con ligeras excepciones, al hablar de herejía los Padres del final de siglo segundo y principios del tercero entienden simplemente Gnosticismo. «Todo Ireneo, gran parte de Tertuliano, todo Hipólito prácticamente, y gran parte de Clemente de Alejandría está dedicado a su refutación. Esto no trae a la cuenta los tratados perdidos». Pero la obra que emprendieron los Padres fue realizada con eficacia. La mayor parte del cuerpo de la Iglesia se mantuvo firme y resueltamente resistió a los teoristas gnósticos. Después del hecho de su rápido crecimiento en consecuencia, lo más notable sobre el Gnosticismo es su carácter efímero. Tuvo un curso brillante, meteórico, pero la crisis aguda, relacionada con él, en todo caso, pronto pasó. Brotó hacia el fin del primer siglo; alcanzó su acmé hacia la mitad del segundo; ya se hallaba en decadencia hacia el final del mismo, aunque era todavía una fuerza con la que había que contar; después desapareció, dejando sólo huellas oscuras de sí mismo esparcidas por las sectas? Sólo tuvo un avivamiento importante, el Maniqueísmo, en el siglo tercero, si puede describirse así esta aparición en el suelo de Persia. El Gnosticismo, de hecho, fue el producto de una edad peculiar, y de una serie peculiar de condiciones de esta edad, y cuando éstas cambiaron, se desvaneció como una pesadilla. Sólo podemos compararlo a las emanaciones de un pantano o ciénaga, que producen luces extrañas y variadas, fuegos fatuos que se desvanecen al amanecer.
Un movimiento de esta clase, sin embargo, no podía venir y desaparecer sin efectos reactivos poderosos en la Iglesia y ganancias duraderas para el desarrollo teológico. Inevitablemente, en el curso de este conflicto, la Iglesia se vio forzada a afianzarse en las capas más profundas de sus convicciones religiosas, y obligada a formular y defender las ideas que se hallan en los cimientos de toda religión, y más las reveladas. Esto es lo que el profesor Hamack llama la «helenización» del Cristianismo, y que considera en el mismo plano que los esfuerzos de los gnósticos mismos.' Según Harnack, los Padres simplemente cayeron en el error de sus contrincantes al valerse de las armas de la filosofía griega, y, especialmente a través de su doctrina del Logos, dieron al Cristianismo un carácter intelectual que difería en la clase, pero no en el grado, del Gnosticismo que combatía. También aquí creo que se requeriría evidencia sólida para hacer aceptable una teoría intrínsecamente tan improbable; y esta evidencia, estoy persuadido que no va a proporcionarla el estudio imparcial de los hechos. Si fuera verdad, los Padres mismos tienen que haberse engañado de modo extraño, porque, según la admisión del propio profesor Harnack, para ellos la filosofía griega era la madre de todas las herejías. El objetivo principal que estos Padres del antiguo período católico tenían a la vista era la conservación --la preservación de la fe tal como la habían recibido-, y lo último que habrían intentado habría sido entregar el Cristianismo a la filosofía, o construir un nuevo Gnosticismo en lugar del que combatían.' En cumplimiento de su tarea no podían por menos que sentirse impelidos a oponer a los sistemas gnósticos --que, como vimos, eran simplemente filosofías egregiamente iluminadas de Dios, el hombre y el universo-- su propia concepción de lo que podría ser llamada la filosofía cristiana del mundo, y esto estaba en la dirección de un desarrollo sano, y no implicaba un abandono de las bases cristianas, a menos que se pueda mostrar que el Cristianismo fue interpretado equivocadamente. ¡Y esto no se consigue simplemente alegando en contra la doctrina del Logos!
Fue una necesidad desgraciada de su posición en esta controversia que la Iglesia tuviera que entrar en el conflicto con sus formidables adversarios desprovista de la mayoría de las defensas que después poseía contra el error --sin un canon de la Escritura fijado, sin un credo generalmente reconocido, incluso sin un tribunal de apelación eclesiástico, tal como pasaron a ser más adelante los concilios-. Todo estaba por hacer --por lo mcnos por definir-; y resultó ser precisamente una de las ganancias de la controversia gnóstica el que la Iglesia se viera obligada a procurarse estos medios de defensa y erigiera baluartes contra las incursiones de la especulación no autorizada, que no sólo servía al fin inmediato de la seguridad sino que era de valor permanente. Sé que en esta región muchas cosas aún son disputadas, pero los expertos competentes están tolerablemente de acuerdo en cuanto al resultado? El Dr. Hatch con razón atribuye a Irenco y a Tertuliano el mérito de haber dado con la concepción de lo «apostólico» como lo que debía guiar a la Iglesia en esta crisis; pero no es menos importante observar que, al hacer hincapié en esta concepción, estos Padres no pretenden haber introducido nada nuevo, sino solamente expresar lo que la Iglesia siempre había reconocido, pero que no había tenido ocasión de expresar de modo explícito.
La primera ganancia importante para la Iglesia como resultado de la controversia en que se había lanzado, fue la colección de un cuerpo de Escrituras del Nuevo Testamento, o sea la formación de un canon del Nuevo Testamento. No es que la Iglesia no supiera antes de este tiempo que se hallaba en posesión de escritos inspirados y autoridad.' Los Evangelios en particular hacía mucho tiempo que eran usados en las iglesias, y se habían hecho colecciones muy temprano de las Epístolas de Pablo. Estas colecciones, sin embargo, se incrementaron de modo no oficial, con miras a propósitos de edificación, y sin una idea consciente presente al forinarlas de lo que nosotros queremos decir por Canon de la Escritura. Sólo hemos de recordar lo cercana que estaba la Iglesia del segundo siglo de la Edad Apostólica, y qué énfasis se ponía todavía en la tradición viva apostólica, para ver hasta qué punto se hallaría lejos de la mente de los hombres el erigir estos escritos de los apóstoles y hombres apostólicos en una regla de fe y práctica permanente para toda la Iglesia. Ahora, bajo la presión de la controversia gnóstica, cuando la Iglesia se vio enfrentada por el Canon mutilado de Marción, y vio sus fronteras invadidas por producciones seudónimas y apócrifas, era inevitable que se sintiera impulsada a emprender seriamente la tarea de hacer una colección de los libros que eran considerados como apostólicos --que sabía por su historia y su uso establecido desde mucho tiempo que lo eran-, y que éstos debían ser separados definitivamente de la masa flotante y elevados a una posición de autoridad exclusiva. A esto se añade otro motivo: el de hallar en estas Escrituras --coleccionadas así y unificadas-- una base desde la cual asaltar las teorías de sus contrincantes, y defender la doctrina de la Iglesia contra sus ataques. Con miras a conseguirlo, era necesario hacer hincapié en que en los escritos que les daban su autoridad --a saber, su carácter apostólico, u origen, fuera directamente de los apóstoles o de hombres pertenecientes a los primeros círculos apostólicos, y teniendo la sanción apostólica para su obra-. Así fue formándose hacia el fin del segundo siglo la concepción de una colección de las Escrituras del Nuevo Testamento --de un Nuevo Testamento, como ahora empezó a ser llamado---, que a partir de entonces ocupa su lugar al lado del Antiguo Testamento como de igual validez y autoridad. Se hacen listas de los libros sagrados, y los Padres de la Iglesia del período muestran de modo bien claro que saben están tratando con un código de escritos de origen apostólico, de carácter inspirado y de autoridad normativa.
Pronto se hizo aparente, sin embargo, que no bastaba meramente con fijar el Canon de la Escritura. Apareció luego la cuestión de la interpretación de las Escrituras, cuando los hombres las tuvieron. Los gnósticos no podían ser reducidos al silencio mediante una simple apelación a un libro. No siempre admitían la autoridad de las Escrituras, pero, incluso cuando lo hacían, tenían sus propias maneras de sacar de ella el sentido que deseaban. Los escritos de los Padres están llenos de ejemplos de la exégesis extraordinaria por medio de la cual sus oponentes conseguían sacar concepciones mitológicas estrafalarias de las palabras más simples de la Escritura. Los mismos Padres distan mucho de estar libres del vicio de la interpretación alegórica; pero, como puede verse al comparar, su uso de la Escritura era la sobriedad misma comparado con el de los gnósticos a quienes combatían.' La cuestión, simplemente, no era ya sobre el Canon de la Escritura, sino sobre el sentido que había que sacar de ella. Fue aquí que los Padres retrocedieron a una segunda línea de defensa, buscada por ellos no en la filosofía griega, sino en lo que llamaban la Regla de la Fe--- en la tradición constante y firme de la fe que había sido mantenida en las Iglesias desde los días apostólicos-. Decían: Hay algo anterior a las Escrituras. La Iglesia fue fundada por la palabra oral de los apóstoles y sus seguidores. Su testimonio había sido transmitido en todas las grandes Iglesias; había adoptado modelo definido en las formas prácticamente anuentes de sus confesiones bautismales. Consúltese allí y se hallará que es uniforme y único: una tradición católica definida, que poseían todas la Iglesias, y que ellos trazaban unánimes a una fuente apostólica. Ayudaba a esta apelación el que hacia la mitad del siglo segundo la fórmula bautismal de las Iglesias ya había cristalizado en una forma tolerablemente fija ---en una forma sustancialmente idéntica a nuestro Credo apostólico-. En otras palabras, a la especulación desenfrenada de los que procuraban imponer a la Escritura un sentido que no tenía, oponía el testimonio anuente de todas las grandes ramas de la Iglesia desde los días de los apóstoles en adelante. Esto, sin duda, era la introducción del principio de tradición, que en su desarrollo posterior causó tanto daño. Pero era un uso legítimo del principio en un tiempo en que la tradición estaba todavía viva. Fue usado no para sobreseer o poner a un lado las Escrituras, sino para corroborarlas; no para establecer una autoridad rival, sino para actuar como freno al desenfreno y extravagancia de una interpretación que de otro modo no habría tenido límite.
De utilidad más dudosa era la tercera línea de defensa establecida, en el intento de asegurar, a su vez, una garantía para la pureza de la tradición: un obispado histórico continuo, concebido como depositario y guardián de la verdad, por ordenanza divina. De modo preeminente, como es natural, la verdad había que buscarla en las grandes Iglesias, por ejemplo, Roma, Antioquia, Corinto, que se creía habían sido fundadas por los apóstoles; y se dan listas de sucesión de obispos en algunas de estas Iglesias, con sumo cuidado, en prueba de la posibilidad y realidad de esta transmisión de la doctrina apostólica. No se puede negar que hay una importante verdad en esta concepción de una cadena de testigos fieles de la tradición apostólica; pero la forma precisa que se le dio de una sucesión de obispos ha de ser impugnada. No es necesario aceptar la sucesión episcopal apostólica para ver en la victoria sobre el Gnosticismo un triunfo de la fides catholica et apostólica.

Las ganancias para la teología doctrinal como resultado de este conflicto del segundo siglo contra el Gnosticismo no son menos notables. La primera parte de la obra de los grandes Padres antignósticos: Ireneo, Tertuliano, Clemente, Hipólito, etc., era, como la de los apologistas, polémica. Tenían que llevar la guerra al campo enemigo --mostrar la falta de base, el carácter no cristiano, las tendencias inmorales de las fantasías gnósticas-. Nadie que estudie la gran obra de Ireneo Contra las Herejías, o del poderoso tratado de Tertuliano Contra Marción, puede negar la capacidad con que fue ejecutada esta obra. Pero la tarea principal impuesta a la Iglesia fue positiva; y aquí lo concienzudo del ataque gnóstico --el carácter fundamental de las preguntas hechas, algunas de las cuales, como la de la relación entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, la Iglesia se había sentido tentada a pasar por alto, o a deslizarse fácilmente por encima de ella-- obligó a sus representantes a escarbar en los problemas teológicos más profundos. Tenía que rescatar la idea cristiana de Dios de las especulaciones mitológicas que la deformaban; asegurar la idea de la creación contra la de la emanación involuntaria; reivindicar, como había hecho Pablo antes, la gloria del Hijo contra la tendencia a fundirle en un enjambre de cones; defender, con Juan, la verdadera humanidad de Cristo contra una variedad de negaciones docéticas; sostener la unidad de la revelación y la identidad de Dios en el Antiguo Testamento con el Dios del Evangelio; presentar batalla por la historicidad de los grandes hechos de la vida de Cristo --su nacimiento virginal, sus milagros, su muerte, su resurrección-- contra teorías que los resolvían en alegorías; y reivindicar la receptividad universal de los hombres al Evangelio, en contra del exclusivismo y orgullo gnósticos. ¿Habrá alguien que diga que esta obra no fue bien realizada, o que los resultados tienen alguna semejanza real con las ideas de la filosofía griega? No tengo interés en negar que en las especulaciones de algunos Padres ---en la escuela de Alejandría especialmente-- hay una influencia perceptible de Platán y los estoicos en la construcción cristiana. Incluso esto no tiene por qué ser condenado como un mal en sí, porque el Cristianismo tiene parentesco con los pensamientos más elevados de todas las filosofías, y derecho a asimilarlos. Pero se hallará que es precisamente el elemento que era más funesto para el Platonismo --su concepción de Dios como un ser abstracto, exaltado por encima de todos los predicados definidos-- que la teología posterior trabajó para vencer. Si, por otra parte, tomamos la teología de un Ireneo como un tipo de obra constructiva del período, hallamos, a pesar del hecho de que sus ideas no son presentadas de modo sistemático en absoluto, una riqueza de pensamientos profundos, algunos de los cuales la teología moderna está sólo empezando a apreciar plenamente. Tendremos que volver a este sistema más adelante (capítulo VII). Entretanto, sólo hago observar que una teología que toma la encarnación como su centro; que la usa como la clave de las doctrinas de Dios, de la creación, del hombre, de la redención, del resultado final de las cosas; que une la creación en la forma más íntima con la redención; que ve en Cristo la « recapitulación » de la humanidad --su gran Personaje y su Nueva Cabeza-; que le representa reuniendo todas las cosas creadas en una, en sí mismo (Efesios 1:10); que explica la redención de los pecadores mediante el mismo principio de Uno que represente a todos en la obediencia que El rinde a Dios, su victoria sobre Satanás, y su sufrimiento de lo que era debido a la justa ordenanza de Dios que conectaba la muerte con el pecado, es una teología de tal calibre, digo, que no es presuntuoso sostener que la Iglesia tiene que andar mucho trecho si quiere dejarla detrás.
***
El Progreso del Dogma
por Dr. James Orr

Índice:
Prefacio
Capítulo I: Idea del Curso, Relación del dogma a su historia, Paralelismo del desarrollo lógico e histórico.
Capítulo II: Ideas primitivas apologéticas y religiosas fundamentales --Controversia con el Paganismo y el Gnosticismo (siglo segundo)
Capítulo III: La doctrina de Dios; la Trinidad y la Divinidad del Hijo y del Espíritu - Controversias Monarquiana, Arriana y Macedónica - (siglos tercero y cuarto)
Capítulo IV: Continuación del mismo tema. - Las controversias arriana y macedoniana (siglo cuarto)
Capítulo V: La doctrina del hombre y del pecado; la gracia y la predestinación - La controversia agustiniana y pelagiana (siglo quinto)
Capítulo VI: La doctrina de la Persona de Cristo, Las controversias cristológicas:  Apolinaria, Nestoriana, Eutiquiana, Monofisita, Monotelita (siglos quinto al séptimo)
Capítulo VII :La doctrina de la expiación -Desde Anselmo y Abelardo a la Reforma -(siglos once al dieciséis)
Capítulo VIII: La doctrina de la aplicación de la redención; la justificación por la fe; la regeneración, etc. - El Protestantismo y el Catolicismo Romano - (siglo dieciséis)
Capítulo IX: La teología posterior a la Reforma; Luteranismo y Calvinismo - Nuevas influencias activas sobre la Teología y sus resultados en el Racionalismo (siglos diecisiete y dieciocho)
Capítulo X: Reformulación moderna de los problemas de la Teología - La doctrina de las postrimerías (siglo diecinueve)
APÉNDICE

www.iglesiareformada.com
Biblioteca