Capítulo IX
La teología posterior a la Reforma;
Luteranismo y Calvinismo
- Nuevas influencias activas sobre la Teología y sus resultados en el Racionalismo
(Siglos diecisiete y dieciocho)
Para el profesor Hamack la historia del dogma se termina en la Reforma. La teología protestante, por motivos distintos, ha operado prácticamente bajo la misma hipótesis. Se planta en los credos de los siglos dieciséis y diecisiete, y considera que toda desviación de los mismos, o el mero hecho de tocarlos, es una especie de defección. Hay, hasta cierto punto, justificación para el modo de ver de Hamack, según el cual, con la excepción del dogma de la Infalibilidad papal, promulgado por el Concilio Vaticano en 1870, que él considera, no ha habido intento alguno desde el período de la Reforma de formular una nueva doctrina en documentos que tengan autoridad general. Los credos protestantes posteriores a la Reforma -los Cánones del Sínodo de Dort, y la Confesión de Westminster, por ejemplosólo refuerzan la retaguardia del movimiento protestante, y hacen poco más que reproducir o cristalizar sus resultados. Con todo, no hay quien conozca la historia de la Teología que no se dé cuenta de que el desarrollo de la doctrina no termina con el siglo dieciséis. Ha pasado fases de trascendental importancia desde entonces, y está todavía en marcha bajo la acción de ideas e influencias que continúan modificándolo profundamente.
Hay una rama de la Teología, en realidad, que aún no he tocado, a saber, la Escatología. Porque aunque la doctrina de las postrimerías ha tenido por necesidad siempre un lugar en el pensamiento y especulación de la Iglesia -incluso tuvo en la Iglesia medieval un desarrollo mitológico extraordinario2 -, apenas se puede decir que haya tenido una «época» o período en que fuera discutida de modo exhaustivo como lo han sido otras doctrinas. He presentado la sugerencia (ver cap. 1) de que, si hay algún período que pueda ser nombrado como una «época» para esta doctrina, es la nuestra presente, en que se ha ampliado la perspectiva general del universo, con sus concepciones más extensas del amor divino, su conocimiento superior del paganismo, su sentimiento tipo fin de siéc1e -todo lo cual se ha combinado para apremiar en él con intensidad peculiar las cuestiones del destino futuro del individuo y de la raza-. En todo caso, el tema es tal, que sólo puede ser discutido provechosamente como el resultado de una aprehensión inteligente de todas las demás doctrinas del sistema cristiano. Lo dejo, pues, hasta la última conferencia. Entretanto, prosigo considerando las causas generales que han tendido a modificar la doctrina desde la época de la Reforma, y algunos de sus efectos principales.
I. Ya he indicado que la edad de la Reforma se destacó por su productividad de credos. Haremos bien si no menospreciamos la ganancia que resulta para nosotros de estas creaciones del espíritu del siglo dieciséis. Nos equivocaremos gravemente si, siguiendo una tendencia prevaleciente, nos permitimos creer que son sólo curiosidades arqueológicas. Estos credos no son productos resecos como el polvo, sino que surgieron de una fe viva, y encierran verdades que ninguna Iglesia puede abandonar sin serio detrimento de su propia vida. Son productos clásicos de una época que se complacía en formular credos, con lo cual quiero decir una época que posee una fe que es capaz de definirse de modo inteligible, y por la cual está dispuesta a sufrir si es necesario -y que, por tanto, no puede por menos que expresarse en formas que tengan validez permanente-. Estas épocas no surgen por decreto humano, y hasta que vienen, el proceso de redactar credos, o juguetear con ellos, no tiene mucho éxito. Es un hecho significativo que los credos de la época de la Reforma permanecen intactos prácticamente como he dicho, hasta el día de hoy, como bases doctrinales de las grandes Iglesias protestantes. Las modificaciones que se han hecho en ellos no son importantes, y los esfuerzos para desplazarlos por nuevos símbolos no han prosperado. La Iglesia Luterana, por ejemplo, a pesar del racionalismo que ha abundado dentro de su recinto, sigue todavía basada en lo esencial en su Confesión de Augsburgo; la Iglesia Anglicana en sus Treinta y nueve Artículos; nuestras Iglesias Presbiterianas en la Confesión de Westminster, y otras similares. Estos credos se han mantenido erguidos como testigos, incluso en períodos de decaimiento, a las grandes doctrinas sobre las cuales fueron establecidas las Iglesias; han servido como baluartes contra los asaltos y la desintegración; han formado un núcleo de reunión y reafirmación en tiempos de avivamiento; y quizá han representado siempre con precisión sustancial la fe viva de la parte espiritual de sus miembros.
Hay otro punto, sin embargo, por el cual estos credos nos afectan más de cerca. Se sigue de la línea de ideas que me he esforzado en proseguir en estas conferencias, que sólo ahora ha conseguido la Iglesia una posición en la que le es posible exhibir en la forma de un credo el conjunto de la doctrina cristiana. Hasta aquí, por ejemplo, en tanto la Iglesia estaba ocupada sólo con cuestiones teológicas---esto es, con la doctrina de Dios y de la Trinidad-, sólo podía dar expresión a los resultados alcanzados en este departamento; en tanto estaba afectada sólo por los problemas cristológicos, sólo podía formular los resultados cristológicos; no fue hasta que se hubo hecho un examen prácticamente completo del conjunto de las doctrinas cristianas que fue posible producir credos que personificaran el sistema cristiano en conjunto. Esta es la peculiaridad de los credos de la Reforma. Los credos de la Reforma dan, y esto prácticamente por primera vez, una exposición conjunta de todos los grandes artículos de la doctrina cristiana. Enmarcados como fueron para dar una referencia especial de la justificación por la fe y sus doctrinas afines, no podían por menos que hacerlo. Porque estas doctrinas miran y presuponen la afirmación de todas las doctrinas precedentes. Por la misma razón, la Iglesia de Roma, al redactar su símbolo antitético de Trento, se vio en la necesidad, por primera vez, de formular un credo que cubriera el conjunto de la doctrina.
No seremos justos con los reformadores -permítaseme añadir- si fallamos en notar otro gran hecho acerca de estos credos, a saber, su referencia explícita a la Escritura. No es raro oír que se diga que, en tanto que las partes de los credos de la Reforma que surgieron de la conciencia evangélica de la edad -la doctrina de la justificación y otras relacionadas- son vitales y frescas, no se puede decir lo mismo de las partes restantes, que fueron tomadas sin alteración de la tradición católica. Se hace el reproche a los que redactaron estos credos, por ejemplo, de que simplemente se plantaron en el camino de las decisiones anteriores sobre la Trinidad y la Persona de Cristo, y no intentaron una reconstrucción de estas doctrinas a la luz del nuevo principio evangélico. No puedo estar de acuerdo en que este reproche esté bien fundado. Es cierto, no cabe duda, que los reformadores se adhieren a las antiguas definiciones de la Iglesia respecto a la Trinidad y la Persona del Redentor, pero las razones son evidentes. En primer lugar, necesitaban estas doctrinas como los fundamentos de su propia fe evangélica. Un Salvador que fuera Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre -y no menos un Espíritu divino que procediera del Padre y del Hijo- era una necesidad absoluta como la base de sus doctrinas de la redención, la justificación y la regeneración. Pero, en segundo lugar, no tomaron estas doctrinas simplemente de la tradición, sino que las aceptaron por razón de una clara percepción de que eran escriturales y ciertas. Nadie ha estado menos dispuesto que ellos a aceptar doctrinas a base de la simple tradición. Barrieron montones de errores que formaban parte del sistema de la Iglesia existente, algunos con venerables canas por su antigüedad, y todo por no hallar apoyo para ellos en la Escritura. Si se asieron a estas doctrinas ecuménicas del Hijo y del Espíritu, fue precisamente porque percibieron claramente que las Escrituras las enseñaban. Y como ésta fue la base sobre la cual fueron construidos sus credos, es justo que ésta sea la prueba por la que ahora sean examinados. Podemos presentar reto, si queremos, a la suficiencia de la Escritura como base de la doctrina, pero deberíamos por lo menos recordar que la Escritura es el terreno sobre el cual profesan reposar estas exhibiciones de doctrina, y es justo que se las examine, si quiere hacerse, en primer lugar, por lo que pretenden ser ellas mismas.
II. Voy, a continuación, a hablar positivamente de los desarrollos teológicos que han tenido lugar en base a estos credos de la Reforma, y dentro de las Iglesias que ellos representan. Es evidente que la tarea teológica en este período difiere en un sentido importante de la de épocas anteriores. Entonces, como hemos visto, muchas de las doctrinas no habían sido aún desarrolladas o estaban sólo en proceso de desarrollo; ahora, cada una de ellas --con la excepción de la escatología- había pasado por una fase de formación, y los resultados estaban cuajados en credos aceptados. Esta obra, hecha ya, no había por qué hacerla de novo. Podía darse el caso de que en el futuro hubiera decaimiento de los logros ya alcanzados, caídas en errores de antaño o renovaciones de los mismos bajo nueva guisa, o bien podía haber adelanto positivo; pero, fuera la que fuera la forma asumida por su desarrollo, tenía que ser condicionada por el hecho de que la Iglesia ahora poseía toda la gama doctrina delante y podía ver el desarrollo desde su comienzo a su término. Esto, como es natural, tuvo un efecto en la idea del sistema. En la construcción de sus doctrinas, una por una, en la historia, la Iglesia no fue guiada por la idea de un sistema. El sistema estaba incluido en la naturaleza del caso, no en alguna percepción de la Iglesia hacia la cual el proceso tendía. Las doctrinas anteriores no estaban formuladas con algún conocimiento de las controversias que más adelante surgirían. No había vocación o intento, pues, de encajar la una primorosamente en la otra, según fuera la idea de un sistema perfecto requerido. Había, naturalmente, en todo momento un sentimiento de la unidad de la fe, que ejercía cierta influencia reguladora, pero no podía suplir la función de un esfuerzo dirigido de modo consciente. Ahora, en cambio, que se había alcanzado una meta provisional, había oportunidad y necesidad de revisión y reajuste del sistema doctrinal en su totalidad. Ahora cada una de las partes podía ser reajustada con más precisión en las otras, se podían notar los puntos flacos, hacerse modificaciones, en tanto que las nuevas cuestiones que surgían a la luz de la construcción del conjunto, o con los nuevos adelantos en el conocimiento y el pensamiento, hacían posible llevar el desarrollo más adelante. No quiero decir, naturalmente, que la teología sistemática no tuviera existencia antes de la Reforma. Tuvo su punto de partida ya en tiempos de Orígenes, aunque como una disciplina especial data realmente del tiempo de los escolásticos. Estos edificaron sistemas enormes, aunque muy imperfectos, a base de las Sentencias de Pedro el Lombardo u obras similares. Pero con la Reforma entró en una fase claramente nueva, que correspondía en su carácter más perfecto al estado más completo que había alcanzado en la aprehensión de la doctrina. Entonces, en el terreno de las dos Iglesias, la Luterana y la Reformada, surgieron inmensos sistemas de dogmática, y aparecieron multitud de cuestiones que ocuparon la mente de los hombres con toda la agudeza de las antiguas disputas escolásticas. Hay que notar que hubo una diferencia entre una y otra en el hecho de que los luteranos del siglo dieciséis no se destacaron por su don de sistematización, y apenas fueron más allá de los Loci, o tratamiento tópico de las doctrinas, en tanto que la Iglesia Reformada tuvo un genio sistemático de primer orden en Calvino.
Pero, además de estas causas de desarrollo en la Iglesia en sí, había otras influencias, todavía más poderosas, que entraron en liza desde fuera, cuyo efecto pleno sólo se hizo notar más adelante. Me refiero al gran despertamiento intelectual que la Reforma trajo consigo; o mejor, que empezó en el renacimiento del saber en el siglo precedente, y que ahora recibió un poderoso impulso a partir de la liberación mental implicada por la doctrina de la Reforma en el derecho del juicio privado u opinión personal. Todo contribuía a intensificar este impulso. El pasado se había hecho patente en la recuperación de los tesoros literarios de Grecia y Roma; la concepción del mundo se había ampliado con el descubrimiento de un nuevo continente y con la circunnavegación del Globo; y todavía se dio una expansión más vasta a las ideas que tenía el hombre del espacio, mediante la promulgación de la teoría copernicana del universo. La imprenta había provisto de alas al saber; la era de la ciencia física, con Lord Bacon por profeta, alboreaba; la filosofía se hallaba en vísperas de empezar el poderoso ciclo sólo completado en nuestro propio siglo (diecinueve); la sociedad emergía del estadio del feudalismo en las monarquías modernas. Todo estaba en pleno trastorno; las antiguas instituciones y concepciones eran sacudidas; se dejaban en libertad fuerzas, a veces destructivas, otras sanas y creadoras. A este nuevo espíritu del tiempo, en todas sus formas de operación, tuvo que adaptarse la teología de la Reforma. Creo que apenas podemos comprender la magnitud de su tarea en comparación con lo que nosotros consideramos grandes dificultades de nuestra propia edad. Era imposible pasar por un proceso semejante sin encontrar muchos riesgos, muchas tentaciones a desviarse a derecha o a izquierda. Y tampoco era posible cruzarlo sin enormes ganancias y avivamiento en todas direcciones. Voy a intentar trazar un bosquejo del camino que fue seguido en la realidad.
Ya hemos dado una mirada a las disputas internas que agitaron a la Iglesia Luterana hasta la compilación de la Fórmula de Concordia en 1577. En un doble aspecto, aparte de las distinciones en el culto y el gobierno, la Iglesia Luterana marcó su diferencia con la Reformada: primero, recayendo, bajo la guía de Melanchthon, en un punto de vista sobre la predestinación menos riguroso, pero, como suele admitirse, lógicamente inconsecuente; y segundo, en su insistencia sobre la presencia real, corpórea, de Cristo en la Eucaristía, y en la doctrina de la ubicuidad de la humanidad de Cristo, conectada con ella. Es a la última de estas divergencias que se deben las peculiaridades del Luteranismo posterior. La cristología de los luteranos, de hecho, no es un desarrollo independiente, sino condicionado del todo por la doctrina de la Cena del Señor. Si se mantiene la presencia real de la carne y sangre de Cristo, «en, con y bajo» los elementos de la Cena (consustanciación), parece evidente que hay que afirmar una ubicuidad del cuerpo de Cristo -una omnipresencia, o por lo menos una multipresencia-. Una base doctrinal para esto hay que buscarla en la idea de una communicatio idiomatum, o participación perfecta de la humanidad de Cristo en todos los atributos de la deidad, incluida la omnipresencia. Aparecieron inevitablemente disputas respecto a la naturaleza de esta ubicuidad, y luego tenemos controversias como las que hubo entre Brentz y Chemnitz --el primero defendiendo una omnipresencia de la humanidad glorificada de Cristo, el último contendiendo en favor de una ubicuidad relativa, esto es, una ubicuidad dependiente de la voluntad de Cristo, aunque evidentemente esto implicaba una omnipresencia absoluta en potencia-. Una controversia afin es la del siglo diecisiete entre los teólogos de Giessen y Tubinga, con respecto a la manera de la posesión de Cristo, o más bien uso, de este atributo en la tierra. La Iglesia Reformada evitó estas filigranas de especulación por tener una interpretación más sobria de la Cena, aunque se inclina al error opuesto, quizá, de una separación demasiado severa entre las naturalezas divina y humana? Incluso entre las dos secciones de la iglesia, sin embargo, es sorprendente ver hasta qué punto la controversia se resolvió al final en una cuestión de palabras. Requeridos a explicarlo, los luteranos tuvieron que reconocer que no querían decir que Cristo se hallaba en todas partes presente en una forma crasa, material, sino sólo que estaba presente dinámicamente, en alguna forma invisible, incomprensible, en poder o energía --en la virtud, no en la sustancia de su cuerpo-. En este caso no es fácil ver en qué forma difiere esta doctrina esencialmente de la de los calvinistas, que admiten también que Cristo está presente en su pueblo y con su pueblo en el poder de su vida de resurrección como Señor de todos.
A la resolución de la doctrina en base a la Formula de Concordia siguió en Alemania un siglo de ortodoxia luterana casi sin perturbación -siendo la principal controversia la de los teólogos de Giessen y Tubinga sobre la humillación del Señor ya referida-. Este es el período conocido como el Escolasticismo Luterano, en que la teología, aunque cultivada por hombres de reconocido saber y capacidad, tendió progresivamente a volverse árida y formal ---en que la ortodoxia de la letra pasó a ser la preocupación principal, y la piedad del corazón fue puesta relativamente en un plano posterior-. Con todo, también aquí hemos de procurar no exagerar. Las figuras importantes de las universidades fueron, muchos de ellos, hombres de piedad genuina; junto al Luteranismo rígido había tendencias moderadas y, más católicas --en la escuela Calixtina, por ejemplo-; el misticismo dio nacimiento a un genio como el zapatero de Górlitz, Jacob BÓhme; entretanto, que subsistía una piedad cálida y viva en los corazones del pueblo en aquellos años difíciles -incluso en la parte menos espiritual de los mismos, a saber, durante la guerra de los Treinta Años (1618-1648), en que la religión parecía pisoteada entre las pasiones implacables y las devastaciones indescriptibles- lo evidencia la rica producción de himnos y cánticos, que constituye un rasgo especial del período. Muchos de los himnos alemanes más populares proceden de este manantial al parecer poco prometedor. Gradualmente esta subcorriente de sentimiento religioso sincero reaccionó contra una dogmática que había cesado de ministrar a la vida, y antes de fines del siglo había traído la era del Pietismo, que, con el devoto Spener y Francke -filántropo enamorado de la Biblia- como líderes, y la nueva Universidad de Halle como centro operativo, consiguió una ascendencia temporal después de muchas luchas. Pero el Pietismo falló, a la larga, por la razón que le había dado empuje: su subjetividad. Poniendo, como era apropiado, el acento principal en la religión personal, en las obras de amor y en el guardar realmente los mandamientos de Cristo, y exaltando el estudio bíblico, pero, por otra parte, menospreciando el saber humano y mirando de soslayo la teología doctrinal, que se había hecho desabrida a causa de sus sutilezas estériles, y la sustitución de la vida por la ortodoxia. Esta unilateralidad del movimiento, una vez se hubo agotado el cálido impulso inicial, trajo consigo su propio castigo. Cayó en decadencia después de la muerte de sus líderes, y lo que había empezado como verdadera obra de Dios se hizo notorio por la estrechez, pobreza y esterilidad de espíritu. La sana objetividad de la piedad de los reformadores fue sustituida por una mórbida cavilación sobre los estados subjetivos, en tanto que, en el aspecto científico, no podía ofrecer satisfacción a mentes despertadas para pedir cuál era el significado de las doctrinas cristianas, y sus relaciones con los vastos campos del saber abiertos a su alrededor. No puede considerarse sorprendente, pues, que por estas causas y otras a que nos referiremos, tanto el Pietismo como la antigua ortodoxia, que se había vuelto en gran parte una especie de intelectualismo hacia mediados del siglo dieciocho, fueran presa del racionalismo que en aquel tiempo se extendía por Europa.
De esta ojeada al Luteranismo, volvamos a considerar el desarrollo más fuerte: el Calvinismo. Las Instituciones de Calvino fueron publicadas en 1533, y la relación del reformador con la ciudad de Ginebra, que rápidamente le elevó a la posición de dictador teológico de las Iglesias Reformadas de Europa, comenzó en 1536. La amplitud, comprensión y cohesión lógicas extraordinarias del pensamiento de Calvino dieron a su sistema un dominio sobre las mentes y conciencias de los hombres que, en unión de un tipo más flexible de organización en la Iglesia, le permitieron esparcirse y echar raíces bajo diversas condiciones nacionales, cosa que no pudo hacer el Luteranismo. Apenas es necesario, en un bosquejo sumario de esta clase, entrar en la defensa del Calvinismo frente a las críticas superficiales y con frecuencia muy ignorantes que se le han hecho. Basta decir que son los pensadores más profundos y los estudiosos de la historia más capaces los que rinden al mismo y a su influencia la mayor justicia. Permítaseme citar las palabras siguientes, que he usado en otra parte: «El sistema de Calvino es el reflejo de su mente -severa, grande, lógica, osada- para encumbrarse a las alturas; con todo, humilde, en su reversión constante a las Escrituras como su base. Montando en el trono de Dios, Calvino lo lee todo a la luz del decreto eterno divino. El hombre en su estado de pecado ha perdido su libertad espiritual y el poder de hacer nada verdaderamente bueno, aunque Calvino admite libremente la existencia de la virtud natural, y la atribuye a la operación de la divina gracia incluso en su estado no regenerado (Instit. ii. 2. 12-17). La providencia de Dios lo gobierna y lo abarca todo, natural y espiritual. Todo lo que sucede es, de este modo, el alumbrar parte del consejo eterno. Todo el que es traído al reino de Dios lo es por un acto libre de la gracia, y aun la omisión de los no salvos debe ser adscrita a un origen en la voluntad divina eterna, por misteriosa que sea. La voluntad de Dios, de este modo, contiene en sí las razones últimas de todo lo que es. No es arbitraria, sino una voluntad santa y buena, aunque las razones de lo que ocurre en realidad en el gobierno del mundo son para nosotros inescrutables... La comunidad de su Iglesia se extiende a muchos países. Su sistema, entrando como el hierro en la sangre de las naciones que le recibieron, se levantó en los hugonotes franceses, los puritanos ingleses, los escoceses, los holandeses, los de la Nueva Inglaterra, gente valerosa, libre, temerosa de Dios. Postrando al hombre delante de Dios, pero exaltándole de nuevo en la conciencia de una libertad, nacida de nuevo en Cristo; mostrándole su esclavitud a causa del pecado, pero restaurándole a su libertad mediante la gracia; guiándole para que vea todas las cosas a la luz de la eternidad, ha contribuido a formar un tipo grave, pero noble y elevado de carácter, ha criado una raza que no se amilana de levantar la cabeza delante de los reyes. »
El núcleo ofensivo del sistema de Calvino es indudablemente su doctrina de la predestinación. En la conferencia sobre Agustín intenté mostrar la forma en que se puede contestar a algunas de las objeciones a esta doctrina y con ello eliminar o aliviar sus apariencias de arbitrariedad, al obtenerse una visión más orgánica del propósito divino. Hay que notar, además, que, por fundamental que sea esta doctrina en Calvino, no es traída como arquitrabe del sistema, y por tanto no ocupa el lugar prominente que tiene en la Confesión de Westminster, por ejemplo, sino que aparece hacia el final de su tercer libro, como corolario de su exposición de la obra del Espíritu Santo en la regeneración y la santificación.
Es verdad, con todo, en un sentido teológico, que hay indudablemente aquí, en el sistema de Calvino, un lado que requiere urgentemente rectificación y suplemento. Y, por otra parte, desde la posición más favorable que nosotros ocupamos, no creo que sea difícil poner el dedo en lo que ha de considerarse como su defecto especial. Este defecto no se halla simplemente en la doctrina de la predestinación. Se halla más bien en la idea de Dios tras esta doctrina. He hablado de la corrección que hay que hacer mediante una visión más orgánica del propósito de Dios en la historia; pero esta visión orgánica ya implica un punto de vista alterado en el pensar sobre Dios mismo. Calvino exalta la soberanía de Dios, y en esto va bien. Pero yerra al colocar su idea básica de Dios en su voluntad soberana, más bien que en el amor. El amor está subordinado aquí a la soberanía, en vez de estarlo la soberanía al amor. La voluntad de Dios, ciertamente, no es para Calvino una voluntad arbitraria. En el pasaje en que habla más fuertemente sobre el tema, repudia de modo expreso la idea de que la voluntad de Dios es exlex. Es una voluntad santa, sabia y buena -a lo largo de una línea definida, aparte de la generosidad y misericordia natural que es hacia todos, incluso una voluntad amante-; pero el amor, en este sentido más especial, toma la dirección que le da la soberanía -no regula a la soberanía-. La concepción es que Dios quiere, como el más alto de sus objetivos, su propia gloria; esto es, la manifestación de todo su carácter, ira, así como amor; y el plan del mundo va dirigido con sabiduría infinita a la consecución de este fin. Su objetivo supremo, realmente, es la salvación de los escogidos a la vida eterna; pero a lo largo de esto se halla la sombra oscura proyectada por el destino de los otros en quienes Dios se ha complacido en revelar su ira. Estos pueden ser el objeto de la bondad y longanimidad de Dios en otros aspectos, y su ruina nunca se ve si no es en conexión con su pecado. Pero la gracia soberana no los ha escogido para su salvación; no son los objetos del amor de Dios en el sentido más especial. Ahora bien, creo que se puede decir con razón, que esto no es una concepción en que la mente cristiana pueda reposar de modo pennanente. Nuestra penetración más profunda en la doctrina de Cristo de Dios como amor, así como el testimonio expreso de la Escritura respecto al carácter y amor de Dios al mundo, lo prohíbe. No va a reconciliamos con esta doctrina ni la desconfianza que podamos sentir hacia nuestra propia razón, ni aun la reflexión de que Calvino está considerando sub specie aeternitatis lo que en realidad está sucediendo en el tiempo. Estamos seguros de que si bien Dios es soberano, no es la soberanía, sino el amor, lo que debe ser entronizado como el principio central de su carácter; que como ha dicho Martensen: «Todos los atributos divinos se combinan en el amor como en su centro y principio vital. La sabiduría es su inteligencia; el poder, su productividad; la creación natural entera, y la revelación entera de su justicia en la historia, son medios por los cuales alcanza sus objetivos teológicos.»2 Con esto se relaciona la concepción teológica de la historia de que ya he hablado. El amor se halla tras el plan divino; pero incluso el amor sólo puede obrar sus designios en estadios graduales, en armonía con la justicia, y con relación a las leyes de la naturaleza y libertad humanas. El pecado, pues, no puede ser simplemente abolido mediante un acto de poder. Hay que dejarle que se desarrolle -manifieste toda su naturaleza- para que pueda, a la larga, ser vencido de modo más efectivo. La sabiduría soberana de Dios es exhibida en la determinación de las líneas a lo largo de las cuales se permite que tenga lugar este desarrollo; y la gracia soberana se despliega en el hecho de contrarrestar este mal y proseguir adelante hacia los fines del Reino de Dios, mediante naciones e individuos preparados para este servicio, y, a la sazón debida, llamados a realizar su tarea. Por tanto, no disminuyo en nada la soberanía de Dios en la elección, llamamiento y salvación de los que se salvan; pero creo firmemente que esta elección de Dios no debe ser desgajada del contexto en que es puesta en el propósito histórico de Dios, que, arraigada en su amor, abraza la bendición más amplia posible para todo el mundo. Creo tan firmemente como Agustín o Calvino que sólo cuando Dios escoge a los hombres, éstos van a escogerle a El; sólo cuando la gracia hace su obra salvadora en ellos, van a ser llevados al arrepentimiento, la fe y la vida eterna; pero si el método de Dios es por ello, necesariamente, un método de elección, es con miras a que en cada alma salvada El pueda poner un nuevo centro -un punto de ventaja, diré, escogido con sabiduría infinita desde el cual pueda obrar con mayor efecto para el cumplimiento de sus fines más amplios.
Era inevitable que el aspecto riguroso y exclusivo del sistema de Calvino indicado provocara una reacción, y el peligro de esta reacción era, ocurriendo en un período de comprensión espiritual más débil y una experiencia menos profunda, que se tendiera a aflojar los fundamentos incluso de lo que era fuerte y verdadero en el Calvinismo. Esto, pues, es lo que ahora vemos realizándose en la protesta arminiana en Holanda. En el Luteranismo el rigor de la doctrina de la predestinación había sido mitigado a expensas de la consecuencia lógica, bajo la influencia humanista moderada de Melanchthon. En las manos de los discípulos de Calvino, por otra parte, tendió a hacerse más severo, exclusivo e inflexible de lo que Calvino concibió. Con Calvino, como hemos dicho, la predestinación es un corolario de la experiencia de la salvación, y así es tratado en las Instituciones. Con su sucesor, Beza, y después de él con Gomar de Leyden, la predestinación es colocada a la cabeza del sistema teológico, y tratada de tal forma que todo lo demás ~-creación, providencia y gracia- es como un medio para el cumplimiento de este propósito inicial. A partir de ahora hay que distinguir dos escuelas de opinión entre los calvinistas: la moderada, o infralapsaria, que, empezando con el hombre como ya caído, desde el punto de vista divino, considera la elección como interponiéndose para salvar una porción de esta raza caída, y la más severa, o supralapsaria, que, remontándose a un punto antecedente de la misma creación, ve la creación, la caída, el pecado y todos los sucesos en la providencia, igual que la redención, como enlaces o anillos en la ejecución del decreto original de la predestinación de algunos a la vida, y la ordenación de otros a la ira. Una doctrina de este tipo, que nos hace pensar en seres que no han sido concebidos aún, ni creados (y por tanto sólo possibles) -y aún no pecadores-, como puestos aparte para la bendición o la desgracia eterna, y de la caída y redención como simplemente el medio para efectuar este propósito, es una doctrina que ninguna apelación a la consecuencia lógica va a conseguir que sea aceptada, y que ha de provocar rebeldía contra todo el sistema con que está asociada. 1 Desde el principio hubo en Holanda, donde la Iglesia había adoptado el Calvinismo con credos doctrinales relativamente moderados, quienes mantuvieron la protesta contra los aspectos más severos de este sistema, y especialmente su tesis de la predestinación (por ej. Koornheert de Haarlem, y Koolhaus de Leyden), y éstos tuvieron muchos simpatizantes y seguidores entre los legos. El individuo en quien la oposición acabó siendo decidida fue Jaime Arminio, de Arristerdarri (1558),un discípulo de Beza. Seleccionado para confutar a Kocirnheert sobre la doctrina de la elección, este hombre tan capaz fue llevado a cambiar su propio punto de vista, y empezó, aunque con precaución, a declarar la condicionalidad de la predestinación y la universalidad de la gracia. Su transferencia a Leyden como profesor en 1603, dio un ámbito más amplio a su actividad, y pronto estuvo la Iglesia en efervescencia, que las convenciones y debates de los líderes no consiguieron aminorar. Después de la muerte de Arminio en 1609, el partido fue más adelante, y bajo Episcopius presentó a los Estados de Holanda (1610) su famoso «Mernorial de Protesta» (Remonstrance), en el cual se mostraba como un cuerpo con una posición adoptada concreta. En su parte primera o negativa, la declaración establecida; en la segunda parte daba los «cinco puntos» de su propia doctrina. En comparación con el Arminianismo posterior, la «Protesta» está redactada con moderación, afirmando, por ejemplo, la necesidad de la operación del Espíritu para la regeneración y para la producción de todo lo espiritualmente bueno en el hombre, y declina pronunciarse sobre la cuestión de la perseverancia, igual que Arminio había hecho. En cuanto a la limitación calvinista, se declaraba en favor de la universalidad de la expiación -«que Jesucristo», según expresaba, «había hecho expiación por los pecados de la humanidad en general y para cada individuo en particular»-, y, por implicación, por la universalidad de la gracia. Su antítesis más directa al Calvinismo se ve en que basa la predestinación en la presciencia de la fe (Art. 1) y en su declaración a la resistibilidad de la gracia (Art. 5). Esta última frase no es muy acertada, porque todos tienen que admitir que en algún sentido la gracia es resistible; el único punto a debatir es la naturaleza del poder que, en el caso del regenerado, vence eficazmente esta resistencia.
Es evidente que esto no es en ningún sentido una nueva controversia, sino que es en principio una renovación de la antigua disputa entre Agustín y, si no los Pelagianos, por lo menos una sección de sus oponentes, los Semipelagianos. Por tanto, no es de sorprenderse que, cuando al fin, después de muchas demoras, se convino un sínodo general, el célebre Sínodo de Dort (1618-1619),1 fue prácticamente con unanimidad que se condenó el plan arminiano y se formularon sus cánones en el interés calvinista opuesto. Si bien condenó este plan o sistema, sin embargo es propio hacer notar que lo hizo en el interés de la sección calvinista más moderada, y no de los Gomaristas; además de que, si bien conectaba la muerte de Cristo eficazmente con la salvación de los elegidos por el decreto divino, afirmaba de modo tan fuerte como los «remonstrantes» la suficiencia infinita de la muerte de Cristo para expiar los pecados de todo el mundo. Cristo murió sufficienter para todos los hombres, pero efficienter sólo para los elegidos (Canon 2). Siendo así que el punto de vista arminiano no va más allá de la «suficiencia», la expiación no asegura la salvación a ninguno, excepto sólo colocando a todos en un estado «salvable» -el Dr. Schaff parece justificado al decir que «después de estas admisiones la diferencia entre las dos teorías (en cuanto a la expiación) es de poca importancia práctica».
Si, tal como entiendo, el Sínodo de Dort tenía razón en sostener contra el Arminianismo el principio de la gracia eficaz, que constituye el nervio de las ideas agustinianas calvinistas, es igualmente evidente que dejaba las antinomias reales del sistema calvinista sin resolver; y, en la afirmación sin paliativos de una soberanía divina no armonizada con amor respecto al mundo, preparaba el camino para nuevas controversias. El «universalismo hipotético» de la escuela de Saumer (Amyraldismo) --esto es, la doctrina de un decreto general de salvación condicional en la fe, con un ejercicio particular de la gracia eficaz en el caso de los elegidos para producir la fe-, por más que se hiciera con el mejor de los motivos, sólo sirvió para introducir nuevas infracciones a la lógica. Por otra parte, si bien el Arminianismo tenía su justificación relativa en los defectos antes mencionados en el sistema calvinista, su historia subsiguiente ha mostrado de modo claro la inseguridad y debilidad de sus propios fundamentos teológicos. El lustre de sus grandes nombres -Episcopius, Grocius, Curcellaetis, Limborch-, y su elaboración en tomos imponentes de material dogmático, no pueden esconder el hecho de que quitó dimensión a todas las grandes doctrinas, ni sus tendencias crecientes en dirección a Arrio, Pelagio y Socinio. Esto se nota especialmente en Curcellaeus, pero en Limborch también hallamos una minimización impropia de los efectos del pecado sobre la naturaleza humana, la exaltación de los poderes naturales del hombre, la debilitación de la gracia en la salvación, y, como consecuencia, una idea precaria y mal fundada de la expiación y una reducción de la justificación a una aceptación divina, por amor a Cristo, del arrepentimiento, fe e imperfecta obediencia del hombre. Así pues, el Arminianismo tendía a un tipo de doctrina no muy distinto del Socinianismo, para lo cual estaba preparado el camino tanto en Holanda como en Inglaterra. El Wesleyanismo, en este último país, a veces es clasificado como Arminianismo; pero difiere esencialmente de él en el lugar central que da a la obra del Espíritu de Dios en la regeneración?
No obstante, el Arminianismo tuvo un producto doctrinal que no puede pasarse por alto sin mención especial. Me refiero al nuevo intento de construcción de la doctrina de la expiación por Grocio en líneas que son conocidas como la teoría Gubernamental. Vimos antes que los reformadores buscaron una base para su doctrina en el hecho de que la ley eterna es una con la naturaleza de Dios; pero Grocio, en armonía con el genio del Arminianismo, derivó hacia otro terreno, y buscó una nueva justificación de ella como un expediente gubernamental. Sostiene que, por lo que se refiere a cualquier agravio a Dios, o infracción de la ley moral, el pecado podría ser pasado por alto; pero el bien público, cuya consideración pasa a ser el principio supremo del gobierno divino, requiere que las penas adscritas al pecado no sean remitidas a la ligera. Sin embargo, como el pecador no podía por sí mismo resistirlas sin su destrucción, la misericordia divina (o, como la llama Grocio, la sabiduría rectora de Dios) designó que Cristo fuera ofrecido como un ejemplo penal en su lugar. A la objeción basada en que el inocente sufre por el culpable, Grocio, además de citar casos de sufrimiento de este tipo en la Biblia, replica, no sin fuerza lógica, insistiendo en la relación peculiar de Cristo con los creyentes como la Cabeza con los miembros. Renuncia a la expiación como algo hecho necesario por la relación esencial de Dios con el pecador, y la pone al nivel de un designio rector, que no tiene fundamento en la justicia esencial, sino que tiene por objeto solamente producir una impresión en la mente del que lo contempla. El castigo, en este caso, no es concebido como algo inherentemente debido al pecado -inherentemente merecido-, sino como una imposición arbitraria que tiene por objetivo único disuadir a los demás de obrar mal. Los sufrimientos de Cristo, en realidad, se refieren, no a pecados pasados, para expiarlos, sino a pecados futuros, para evitarlos. Esto, pues, es cambiar totalmente el carácter del castigo; vitalmente también cambia el significado de la muerte de Cristo como una expiación por el pecado. El primer elemento en un castigo justo es que, aparte de todas las consideraciones sobre la impresión que produzcan en otros, sea merecido --que es lo merecido por el pecador, o debido por él, a causa de sus transgresiones-, y sólo cuando se ha reconocido esto, y la conciencia sanciona el castigo como justo en sí, puede producir la impresión moral deseada. Por tanto, cuando Cristo se une a nuestra raza en su condenación, y se somete a la muerte, es la esencia de su expiación el que El reconozca que es un juicio justo al cual El se somete con nosotros, y que, como nuestra Cabeza sin pecado, en su amor sustitutivo, está llevando por nosotros. La teoría de Grocio, pues, debe decirse que nos hace retroceder de modo claro y nos aleja del punto de vista de la Reforma.
Tanto en el Luteranismo como en la Iglesia Reformada, el siglo diecisiete es preeminentemente una edad de escolasticismo. En tanto que Inglaterra cayó en el Arminianismo, Holanda, después del Sínodo de Dort, pasó a ser de modo progresivo el centro de luz de las Iglesias formadas en el modelo calvinista, y dio un impulso al estudio y elaboración de la teología que se extendió a Francia, Suiza, Escocia y muchos otros países. Voecio, profesor de Utrecht desde 1634 a 1676, llevó la parte principal en estas labores, así como en oposición a las influencias de la nueva filosofía cartesiana, que ya empezaban a sentirse en teología. Sin embargo, como ya vimos en el Luteranismo que la rigidez de la dogmática ortodoxa evocó una reacción en el Pietismo, con sus tendencias subjetiva y bíblica, así también en Holanda se vio una reacción en el interés bíblico en la escuela de Coccejus, el cual contribuyó grandemente a dar a la teología la estampa de Federalismo» que ha retenido hasta hace poco. La pretensión aducida varias veces por Coccejus de ser el fundador de la Teología del Pacto sólo puede ser admitida en parte. Lo cierto es que las ideas directrices de esta teología se hallan en escritores muy anteriores a él? La Confesión de Westminster, por ejemplo, que se basaba en el contraste de un pacto de obras y un pacto de gracia, apareció en 1647, un año antes de la publicación de la obra de Coccejus sobre el tema. En esta obra, no obstante, Coccejus da indudablemente la idea en forma extensa y con un desarrollo sistemático que la elevó a un lugar de importancia en teología que nunca había tenido antes. No sólo la hace la idea dirigente de su sistema; no tiene meramente la división general en un pacto de obras y un pacto de gracia; sino que en su tratamiento todo el desarrollo de la historia sagrada es gobernado por esta idea. El pacto de gracia --que cubre todo el período posterior a la caída- tiene tres economías -la patriarcal, la mosaica y la cristiana-; y la historia del reino de Dios en la Iglesia Cristiana es distribuida en siete períodos, correspondientes a las epístolas, trompetas y sellos del Apocalipsis. Una exhibición más conocida del tipo de teología «federal» es la de Witsius, en su obra sobre los Pactos. Es indudable que hay una idea escritura] en el corazón de esta concepción, y tuvo el mérito conspicuo de introducir la idea de progreso histórico en el estudio de la revelación bíblica. Puso el propósito divino en conexión con el tiempo y le dio algo de la flexibilidad y movimiento -el carácter dinámico--- que describimos como el correctivo a las concepciones estáticas del decreto eterno. Al mismo tiempo fallaba en captar la verdadera idea del desarrollo, y por un sistema artificial de tipología e interpretación alegorizante, procuró volver a leer prácticamente todo el Nuevo Testamento en el Antiguo. Pero su defecto más evidente era que, al usar la idea del Pacto como una categoría exhaustiva, e intentar forzar en él todo el material de la teología, creó un esquema artificial que sólo podía ser repelente a las mentes deseosas de nociones simples y naturales. Es imposible, por ejemplo, justificar mediante prueba escritural la elaboración detallada de la idea de un pacto de obras en el Edén, con sus pactantes, condiciones, promesas, amenazas, sacramentos, etc. Así también la Teología Reformada ---cuanto más por haber asumido esta forma artificial y rígida falló en satisfacer al intelecto progresivo de la época, que, bajo la influencia de las nuevas condiciones filosóficas, ya había adquirido una tendencia racionalista.
III. Es a este nuevo movimiento en la filosofía que hemos de dedicamos ahora si deseamos entender el cambio extraño que tuvo lugar en la figura de la teología hacia la mitad del siglo dieciocho. El origen real del movimiento va mucho más atrás. El despertar del intelecto en el escolasticismo en el acmé de la Edad Media iba asociado, por lo menos ostensiblemente, con profunda reverencia para la autoridad de la Iglesia. Con la Reforma, este vínculo quedó finalmente roto. La renovación del saber ya había estimulado el pensamiento independientemente, y había llevado a los hombres de nuevo al estudio de las antiguas filosofías. La Reforma completó esta emancipación al desvirtuar la idea de la autoridad de la Iglesia y establecer el principio del juicio privado. Incluso pensadores que se hallan dentro de la Iglesia Católica --como Descartes- sintieron el nuevo impulso y empezaron un curso de especulación independiente. Fue, en efecto, la fundación de una nueva era el que Descartes (1596-1650) enunciara como el principio de la filosofía la máxima de la duda universal. Había que dudar de todo hasta que, en el proceso del pensamiento, llegáramos a algo de lo que ya no es posible dudar racionalmente. A partir de esta base de certeza inasaltable --que Descartes halla en la conciencia de la propia existencia de uno-- tiene su comienzo la obra de reconstrucción, y sólo se puede edificar con materiales que la razón dé garantías de que son verdaderos de modo demostrable. La prueba de la verdad es la claridad con que se perciben las nociones como verdaderas. Hay que creer en Dios porque su existencia se ve que se halla implicada en la idea de un Ser perfecto, presente en nuestras conciencias. Descartes se había establecido en Arristerdam en 1629, y sus ideas hallaron pronta aceptación en Holanda. y afectaron considerablemente a la teología, especialmente entre los adherentes de la escuela de Coccejan. Sin embargo, la filosofía no siempre era idealista como la suya, ni siempre se hallaba en alianza amistosa con la religión. El Panteísmo sólido de Spinoza, ciertamente, sólo tuvo influencia posteriormente; pero desde el tiempo de la renovación del saber nunca había faltado un escepticismo virulento y agresivo -que ahora derivó al liberúnismo, asumiendo en este momento los colores más oscuros del ateísmo materialista---. En contra de estos adversarios, pensadores como Cudworth en Inglaterra (1678) y Leibnitz (1646-1716) en Alemania emprendieron la tarea de establecer una base racional para la creencia en Dios y el gobierno moral del mundo, por medio de argumentos elaborados y erudición impresionante, en tanto que Christian Wolff (1679-1754) y su escuela fueron más allá al intentar presentar demostraciones racionales de las doctrinas especiales del Cristianismo. En vista de esta defensa racional de la religión, la infidelidad cambió por completo de frente. Los filósofos y los teólogos habían demostrado que había lo que llamaban una religión racional. Los adversarios, como ha dicho un escritor sobre el tema, «ahora adoptaron este sistema de religión natural que otros habían razonado para ellos como suyo propio, declararon sus pruebas como claras y convincentes y que sólo los artificios del clero podían haberlas oscurecido, y contendieron que la revelación debía ser puesta a un lado al instante, como superflua y engorrosa para su perfección». Así surgió el Deísmo inglés, con su lema de retorno a la religión natural, aunque en su ascendencia a Herbert de Cherbury, un abogado de la doctrina de las ideas innatas en el siglo anterior, se puede mostrar que tenía raíces antiguas locales. Al Deísmo se opusieron en Inglaterra los apologistas del siglo dieciocho, que se basaban principalmente en las evidencias externas, como los milagros y la profecía, en tanto que la influencia del movimiento se esparció por medio de traducciones y otros medios en Francia y Alemania, que rápidamente empezaron también a desarrollar movimientos racionalistas suyos propios.
El resultado de estas influencias distintas se puede predecir fácilmente. La exaltación de la razón en la escuela de Wolff en Alemania; el efecto álgido del esparcimiento de las ideas socinianas en Holanda y otros puntos; el decaimiento del ardor religioso del Pietismo; lo inerme de una ortodoxia que se había vuelto formal, y que se había desprendido de la mitad de su contenido, todo ello sólo podía tener un resultado: el decaimiento y caída del dogma positivo, y su sustitución por una filosofía superficial que entró en boga en la segunda mitad del siglo dieciocho, cuyas principales características eran la confianza engreída en su propio entendimiento, y la idea imaginaria de que poseía un amplio depósito de nociones claras sobre las cuestiones fundamentales de la religión y la moral, que hacía superflua la luz de la revelación. En Alemania, el efecto se vio en el triunfo del tipo popular de filosofía conocido como la «llustración» (Aujklárung); en Francia, el naturalismo sentimental de Rousseau y los ataques escépticos de Voltaire y de los Enciclopedistas barrieron todo lo que se les ponía delante. La teología positiva fue arrastrada en la corriente, pues el sobrenaturalismo de una sección de sus defensores formaba sólo un baluarte endeble, ya que se hacían pocos esfuerzos para defender nada más allá de una creencia cuyo contenido se consideraba racional. Los únicos clamores que hallaban favor eran los de retorno a la naturaleza, la suficiencia de la razón, 1.1 perfectibilidad del hombre. No había manera de conseguir ser oído excepto para lo que se mostraba claro y útil en conformidad con los estándares del momento.
La perspectiva era realmente poco alentadora; no obstante, en medio de todo ello, el ojo discerniente podía descubrir la «promesa y potencia» de cosas mejores. La razón no podía mantener mucho tiempo este engaño de autosuficiencia. Tenía que llegar un momento de despertamiento en que se pondría al descubierto la vacuidad y superficialidad de la sabiduría de que se jactaban. El anhelo de volver a lo real, del contacto con la naturaleza en el verdadero sentido de la palabra, tenía que afianzarse otra vez. Y no faltaban profecías, si no había otra cosa, que auguraban este mañana mejor. La cultura delicada y el humanismo genial de un Lessing y un Herder revelaron tendencias que habían de florecer en fecha no distante en nuevas creaciones de verdad y belleza. En la atmósfera espiritual no todo era muerte. El Wesleyanismo tenía un gran futuro en la mano en Inglaterra; y los fundamentos de la disconformidad evangélica se habían puesto en Escocia. Pero incluso en Alemania, bajo la reluciente secularización de la superficie, todavía se sentía una piedad genuina en numerosos círculos privados: en personajes como Lavater, en maestros como Bengel, que ejercían una influencia quieta, pero santa, sobre sus discípulos devotos, en poetas como Klopstock, en comunidades como los Moravios, noblemente representados por Zinzendorf, había una corriente fervorosa de piedad que todavía podía sentirse que fluía por el país. Sin embargo, no fue hasta el mismo fin del siglo que vemos evidencias decisivas de un cambio, o de una transición clara a la era del gran movimiento teológico moderno, cuyo pulso aún está latiendo. Entonces, con la caída del racionalismo dogmático prevaleciente bajo los hachazos de la filosofía de Kant; y la fuerza creciente del espíritu científico, con su llamada a los hombres a la naturaleza; en el aliento de un sano humanismo, representado por Goethe y Schiller; en las sacudidas de la gran Revolución francesa, rebosante de desilusión, pero profética de tanta cosa nueva; sobre todo, en el anhelo general que ahora empezó a manifestarse de una reconciliación con el Cristianismo positivo, y una comprensión más profunda de su significado: en éstas y otras muestras similares, marcamos el comienzo de lo que en justicia debe ser considerado una era de resurrección del espíritu humano.

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El Progreso del Dogma
por Dr. James Orr

Índice:
Prefacio
Capítulo I: Idea del Curso, Relación del dogma a su historia, Paralelismo del desarrollo lógico e histórico.
Capítulo II: Ideas primitivas apologéticas y religiosas fundamentales --Controversia con el Paganismo y el Gnosticismo (siglo segundo)
Capítulo III: La doctrina de Dios; la Trinidad y la Divinidad del Hijo y del Espíritu - Controversias Monarquiana, Arriana y Macedónica - (siglos tercero y cuarto)
Capítulo IV: Continuación del mismo tema. - Las controversias arriana y macedoniana (siglo cuarto)
Capítulo V: La doctrina del hombre y del pecado; la gracia y la predestinación - La controversia agustiniana y pelagiana (siglo quinto)
Capítulo VI: La doctrina de la Persona de Cristo, Las controversias cristológicas:  Apolinaria, Nestoriana, Eutiquiana, Monofisita, Monotelita (siglos quinto al séptimo)
Capítulo VII :La doctrina de la expiación -Desde Anselmo y Abelardo a la Reforma -(siglos once al dieciséis)
Capítulo VIII: La doctrina de la aplicación de la redención; la justificación por la fe; la regeneración, etc. - El Protestantismo y el Catolicismo Romano - (siglo dieciséis)
Capítulo IX: La teología posterior a la Reforma; Luteranismo y Calvinismo - Nuevas influencias activas sobre la Teología y sus resultados en el Racionalismo (siglos diecisiete y dieciocho)
Capítulo X: Reformulación moderna de los problemas de la Teología - La doctrina de las postrimerías (siglo diecinueve)
APÉNDICE

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