Capítulo V
La doctrina del hombre y del pecado;
La gracia y la predestinación
- La controversia agustiniana y pelagiana
(Siglo quinto)
El próximo paso importante en el desarrollo de la doctrina se asocia con el nombre de Agustín. Con la teología de Agustín pasamos del Oriente al Occidente, y de la región de la teología en sí a la de la antropología. No es que este gran Padre no fuera un teólogo en el sentido más estricto también. Ningún hombre se ha hundido más adentro que él en los misterios de la naturaleza divina en sus discusiones sobre la Trinidad; o se ha encumbrado más alto en la captación de las cuestiones especulativas implicadas en la relación de Dios con el mundo y el tiempo. Siguió firmemente por la senda marcada por las decisiones de Nicea; pero, debido a sus estudios más profundos sobre el pecado y la gracia, pudo llevar sus investigaciones en la doctrina de Dios a regiones no exploradas todavía. La teología griega se había ocupado principalmente de lo que algunas veces llamamos determinaciones «metafísicas» de la Divinidad: la Trinidad y las relaciones de las personas divinas entre sí. Pero hay cuestiones más profundas y desconcertantes incluso que las relaciones trinitarias -cuestiones que aparecen en el momento en que empezamos a reflexionar en el hombre y la libertad en sus relaciones con Dios, y en los problemas del pecado y la gracia-, las cuales, también debido a que están vinculadas a los intereses prácticos de nuestra salvación, nos afectan de modo más vital, y evocan emociones que la contemplación especulativa de la vida interna de la Divinidad no estimula. Es evidente que estas cuestiones no podían ser investigadas satisfactoriamente hasta que la doctrina general de Dios hubiera quedado establecida firmemente -que, en orden lógico, vienen después-. Es claro también que hasta que hubiesen sido ventiladas no se podía hacer progreso satisfactorio en la Cristología o la Soteriología. Porque la primera requiere la investigación de la naturaleza del hombre así como la de Dios; y la última tiene como sus presupuestos concepciones adecuadas de la del pecado y la gracia, y la relación de Dios con una y otro.
Este grupo de cuestiones antropológicas, en consecuencia, es el que, en la providencia de Dios, es traído ahora para su determinación en la Iglesia; y que la «hora» había llegado para ellas --que estaban «en el aire», esperando ser discutidas- se ve en la aparición simultánea de los dos hombres que representan los polos de doctrina opuestos en este tema: Agustín y Pelagio. Lo que fueron Atanasio y Arrio en la controversia arriana; lo que fueron Anselmo y Abelardo en la controversia soteriológica; lo que Calvino y Arminio fueron en la controversia posterior a la Reforma en cuanto a la aplicación de la Redención, esto lo fueron Agustín y Pelagio en la controversia antropológica. Por tanto, es una señal de debilidad en un teólogo el menospreciar el significado de la teología occidental o agustiniana en comparación con la oriental. El hecho de que la elaboración de este aspecto de la teología fuera concedida a la Iglesia latina, y en especial a Agustín, se relaciona con la diferencia de tendencia en Occidente y Oriente, respectivamente. En general, la teología latina se distingue de la griega por su menor sutileza y carácter especulativo -aunque en Agustín la facultad especulativa está combinada con la práctica en un grado notable, por su adherencia más fuerte a la tradición, por su preferencia al tratamiento de la clase de doctrinas que he llamado antropológicas- las doctrinas de la naturaleza humana, y del pecado y la gracia-, en vez de interesarse, como en la Iglesia griega, en las de la Trinidad y la Persona de Cristo. La teología agustiniana nunca echó raíces en la Iglesia griega; de ahí en gran parte su esterilidad y su estancamiento. Por otra parte, el movimiento rico y progresivo de la teología en el suelo de Europa, su vitalidad y productividad, son en gran parte debidos al hecho de revolverse en ella las profundidades del pensamiento humano mediante la teología agustiniana, y la impregnación de la mente occidental con sus ideas. El camino para Agustín había sido preparado ya, sin duda, por los Padres latinos que le precedieron, especialmente Tertuliano, Hilario y Ambrosio. Tertuliano había puesto énfasis en los hechos del pecado, la corrupción hereditaria, la servidumbre moral y la necesidad de la gracia divina para redimir al hombre de ellas; en tanto que, como hizo después Agustín, no falló en insistir en la relación inherente e indestructible a Dios del alma, y su capacidad para la salvación. Pero los pensamientos que en estos Padres con frecuencia carecen de profundidad, y sólo son unificados de modo imperfecto, en Agustín están desarrollados totalmente y exhaustivamente en un sistema maravilloso, en que cada parte rebosa vida y poder en conexión con su propia experiencia. Este sistema, como se verá, tiene aspectos de limitación e inconsecuencia, pero no por ello deja de ser un esfuerzo inmenso, gigantesco, que asegura para este Padre una supremacía bien merecida por encima de las mentes de los hombres en la Edad Media, y gana para sus concepciones una nueva época de vida en forma aún más vigorosa en la Reforma.
I. La teología de Agustín, como ya hemos indicado, es sólo comprensible por referencia a la experiencia de Agustín. La biografía aquí es más que información; es comentario y clave. Por fortuna, para conocer la experiencia de Agustín no necesitamos viajar más allá de sus propias y maravillosas Confesiones, un testimonio en que son expuestos los secretos de su corazón y de su vida con una fidelidad sin paralelo en la literatura. No hay ostentación, no hay amor a la exhibición mórbida o postura personal, en estas revelaciones de los desvaríos y recuperación de un alma, sino la más completa humildad, unida a una alabanza y adoración a la gracia que le rescató del laberinto casi sin esperanza de sus errores morales e intelectuales, y le restauró a la fuente de todo bien. La historia de sus años tempranos y sus aberraciones juveniles; de las oraciones de su santa madre, una madre que nunca perdió su confianza en Dios de que su hijo le sería devuelto; de su inquietud de su corazón en medio de sus excesos; de cómo, aun en Cicerón, cuyas cláusulas bruñidas le parecían más preciosas que las Escrituras, echaba de menos el sabor del nombre de Cristo «porque este nombre» nos dice, «por tu misericordia, oh Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, mi tierno corazón lo había bebido incluso en la leche de mi madre, y lo había atesorado profundamente, y todo lo que carecía de este nombre, por tan erudito, pulimentado o verdadero que fuera, no tomó posesión de mí» (iii. 4, 5); de cómo cayó en los lazos de los maniqueos en su búsqueda de una solución al problema del mal y durante nueve años fue cautivo de esta secta; de su gradual desilusión y su atracción durante un tiempo al Platonismo; de su desplazamiento a Milán, y su contacto con Ambrosio, cuya influencia personal y predicación, y no menos la dulce música de su iglesia (ix. 6, 7), derribó sus prejuicios y volvió a ganarle para la fe; de la crisis maravillosa de su conversión en el jardín de su casa en Milán, donde, en profundo desasosiego al oír el relato de la conversión de otros dos, se echó bajo una higuera, y lloró luchando por su perdón, y pidiendo fuerza para romper con sus pecados (viii. 6-12), todo esto, supongo que os es familiar. Bautizado en el año 387, cuando era joven, a los treinta y tres años; poco después fue nombrado presbítero de Hippo; fue elegido obispo de esta ciudad en 395, y allí trabajó hasta su muerte en 430, llenos sus años de labores incesantes, y controversias, primero con los maniqueos, luego con los donatistas, finalmente con los pelagianos. De sus otras obras, menciono sólo su magnum opus sobre La Ciudad de Dios, una de las apologías cristianas más comprensivas, porque es la última de las apologías cristianas y al mismo tiempo el primer bosquejo de una filosofía cristiana de la historia. La «Ciudad de Dios» es identificada por Agustín con la Iglesia Católica, en su forma existente entonces; pero su concepción es mucho más amplia realmente, porque las dos ciudades -«dos clases de sociedad humana», según él las describe- retroceden hasta el principio, y realmente representan lo que llamaríamos el reino de Dios en el tiempo, con su antítesis en la porción de la humanidad que vive según la carne y no según el Espíritu (ver libro xiv).
Se ha discutido con frecuencia la cuestión del grado de influencia que tuvo el prolongado contacto de Agustín con el Maniqueísmo en la modelación de su teología, si es que tuvo alguno. A este origen muchos atribuyen lo que consideran sombrío y exagerado de sus ideas sobre el mal de la naturaleza humana. Pero caben pocas dudas de que esta opinión es errónea, según creo. No fue el Maniqueísmo lo que llevó a Agustín a sus ideas sombrías sobre la naturaleza humana, sino más bien su profunda experiencia de la discordia moral dentro de sí lo que le llevó a simpatizar con el error maniqueo; tal como fue su creciente comprensión en el carácter ético de esta oposición entre la voluntad camal y Dios --esto es, en su carácter real como pecado- lo que le apartó del dualismo maniqueo, para el cual el mal es una cosa de la naturaleza -sustancial, eterno, inalterable- y le forzó a buscar una solución más correcta. No hay nada a que Agustín se aferre con más insistencia que al hecho de que cada naturaleza, cuando es creada por Dios, es buena, y que el pecado y la corrupción tienen un origen voluntario. Y, aunque se le acusa con frecuencia de esto, nunca pone énfasis en la corrupción de la naturaleza humana en el sentido de implicar que esta naturaleza ha perdido totalmente los rastros de su origen divino. Al contrario, la esencia de su enseñanza es que el alma nunca puede separarse del todo de Dios, su verdadero bien, de modo que ya no sienta la necesidad de El y cese de sentir un anhelo instintivo hacia El. Su propia experiencia era la prueba convincente de ello, y sus palabras al comienzo de sus Confesiones son la expresión de lo mismo: «Tú nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti» (i. l). El mal, es verdad, era un tema que estimulaba sus pensamientos más profundos, pero podemos estar seguros que no era el Maniqueísmo, sino su propia experiencia, sobre todo, de donde salió la fuente de su doctrina del pecado.
Por otra parte, no hay que negar que la teología de Agustín tenga sus limitaciones e inconvenientes de otra clase. Su teología tiene dos lados, en efecto; el uno, un lado eclesiástico, o «católico antiguo», en el cual se mantiene tenazmente en terreno cipriánico en sus ideas sobre la naturaleza de la Iglesia, su unidad, su obispado, su autoridad, sus sacramentos, la necesidad de conexión con ella para la salvación; el otro, un lado doctrinal, del cual los protestantes pueden legítimamente considerarse herederos, en sus doctrinas del pecado y la gracia, con las cuales están unidas sus ideas sobre la caída y corrupción de la naturaleza humana, por una parte, y la predestinación, por otra. Estos dos lados de la teología de Agustín nunca han sido reconciliados plenamente, y, en realidad, no pueden ser reconciliados. Con respecto al primero, Agustín era un hombre de iglesia supremo, y el Catolicismo puede en justicia reclamarlo como suyo. Esto aparece de modo peculiar en la controversia donatista. La línea de su experiencia aquí probablemente no fue distinta de la de John Henry Newman en su propio día, en su anhelo por una autoridad objetiva, capaz de ser conocida por marcas seguras. Incluso en este caso, nos equivocaríamos mucho si creyéramos -algo que desmiente su propia historia- que fue sujeción a una autoridad externa, y no la experiencia interna, y una irresistible convicción de la verdad misma, lo que realmente decidió a Agustín a hacerse cristiano y le dio color distintivo a su teología. Hemos visto cuáles fueron sus luchas; lo activamente que estaba ocupada su mente en la búsqueda de lo verdadero y lo falso; y hasta qué punto vino la decisión en la agonía de una poderosa crisis espiritual ciertamente, no se puede decir que lo que es peculiar en su teología le fuera impuesto por la autoridad de la Iglesia; porque es precisamente en la región en que trabaja -las doctrinas del pecado y la gracia- que la teología previa había sido débil y vacilante. Agustín dio a la teología de la Iglesia infinitamente más de lo que sacó de ella. La verdad es que las posiciones de Agustín sobre el tema de la autoridad de la Iglesia dejan mucho de ser armoniosas. Cuando discutía con los maniqueos (esto, a pesar de sus primeros años como cristiano), le acomodó basar su aceptación de la Escritura en la autoridad de la Iglesia; pero, después, en el conflicto con los que decían ser ellos mismos la verdadera Iglesia, no permitió que esta pretensión fuera resuelta por otra evidencia que la de las Escrituras. Sus adversarios han de probar la genuinidad de su Iglesia, no mediante apelaciones a concilios, obispos o milagros, sino por la ley y los profetas y por la palabra de Cristo solamente. En sus controversias teológicas, la apelación a la autoridad de la Iglesia juega un papel muy subordinado.
Si el Catolicismo puede reclamar a Agustín en el lado de su teoría de la Iglesia, la cosa cambia en el lado de la doctrina. Aquí, como he dicho, estaba mucho más cerca del Protestantismo -especialmente su tipo calvinista-, en tanto que el Catolicismo en gran parte ha abandonado su terreno como incompatible con su visión sacerdotal, y han retrocedido a un vago Semipelagianismo. Con todo, hay diferencias características. En dos aspectos, en particular, podemos notar una diferencia en la teología de Agustín respecto a la doctrina protestante posterior, y ambos resultan del cruce con el principio sacramental.
Primero, Agustín difiere de la posición protestante corriente al extender el significado de la «justificación», tal como hace en general el Catolicismo, de modo que incluya no meramente el perdón gratuito de los pecados y la aceptación del pecador por causa de Cristo, sino en el cambio interior, o impartición de una nueva naturaleza o vida, que se supone tiene lugar en el bautismo. No es que Agustín niegue o pase por alto lo que los protestantes quieren decir con la «justificación»; al contrario, la afirma con fuerza? En su controversia con los donatistas, por ejemplo, dice osadamente: «Nadie me libra del pecado sino Aquel que murió por nuestros pecados y se levantó para nuestra justificación; porque creo, no en el ministro por el que soy bautizado, sino en Aquel que justifica al inicuo, que mi fe puede serme contada por justicia». Se podrían citar muchas declaraciones semejantes. No obstante, no deja de ser verdad que las ideas de la justificación y de la regeneración y justificación no son mantenidas claramente distintas en su enseñanza; y el que las confunda, unido a que las mezcla con el bautismo, añade una influencia oscurecedora a su tratamiento del perdón del pecado postbautismal.
Un segundo punto de diferencia entre la teología de Agustín y el Protestantismo (calvinista) posterior se halla en su doctrina de la predestinación. Tanto Agustín como Calvino (y la mayoría de los otros reformadores) eran predestinatarios estrictos. Pero es evidente que Agustín se veía implicado en una dificultad aquí, a causa de su aceptación, al mismo tiempo, de la doctrina de la Iglesia de la regeneración bautismal. Porque si todo el que es bautizado es regenerado, y si el bautismo es administrado por la voluntad del hombre, ¿qué pasa con la soberanía de la gracia divina, o de la certidumbre de la elección? Parece difícil combinar una doctrina de la elección con otra que hace de una persona bautizada debidamente un hijo de Dios. La manera en que Agustín superó esta dificultad fue haciendo que la prueba de la elección fuera no simplemente la regeneración, sino la perseverancia. Todo el que es bautizado es regenerado, pero es verdaderamente elegido el que tiene la gracia de la perseverancia? Esto, evidentemente, no es satisfactorio; porque si ha de haber una distinción en absoluto entre los elegidos y no elegidos sin duda debería hacerse girar en la realidad de la regeneración en el uno en comparación con el otro; en tanto que Agustín permite que ambos sean regenerados y justificados,` sólo uno recibe la gracia de perseverancia y el otro no. La verdad es que no hay doctrina consecuente de la predestinación que pueda unirse con una teoría consecuente de la regeneración bautismal, y las iglesias que sostienen esta última se ven obligadas a modificar o renunciar a las ideas de Agustín sobre la predestinación.
II. Voy ahora a considerar directamente el sistema agustiniano, que ha tenido una influencia inmensa en la teología subsiguiente. El sistema de Agustín maduró en su propia mente diez años antes, por lo menos, de que empezara la controversia pelagiana. Será conveniente, pues, que muestre al principio las posiciones principales de su teología, aparte de la oposición pelagiana; luego, examinarlas en conexión con esta controversia, en la que las verdaderas relaciones e importancia de sus principios acabaron haciéndose del todo manifiestas.
El punto de partida para una comprensión apropiada del sistema de Agustín se halla indudablemente en su doctrina de Dios y la relación del alma con El. Agustín no empieza, como hizo la Iglesia Oriental, con una doctrina especulativa de la Divinidad -aunque está de acuerdo con la Iglesia en sus decisiones sobre la Trinidad-, sino que para él Dios y el alma son vistos en relación el uno al otro. Dios es el sumo bien del alma; el alma está hecha para Dios; e incluso en su estado no caído, nunca se intentó que subsistiera aparte de El, o de modo distinto que en dependencia continua de El. En tanto que la doctrina pelagiana, como veremos, presenta al hombre manteniendo de modo natural un estado intermedio entre el bien y el mal, y capaz de realizar su destino mediante la razón y la voluntad libre, sin necesidad de más ayuda de Dios, Agustín hace hincapié en el hecho de que, incluso sin tener pecado, el hombre sólo podía realizar su destino mediante una dependencia habitual de Dios, o sea el sacar constantemente la provisión de su vida de El. La comunión con Dios era la condición de toda verdadera bienaventuranza y libertad. El alma no es una unidad que obre por sí misma, sino un vaso receptor, y su vida consiste en que Dios continuamente se imparta en ella, sosteniéndola y dándole forma con su bondad. Esto es, sin duda, una concepción muy distinta de la de nuestra moderna filosofía evolutiva; pero la aceptación o rechazo de ella se hallará que afecta vitalmente al carácter de un sistema teológico del principio al fin.
Pero, en segundo lugar, de esta posición fundamental Agustín deriva, después, su doctrina del pecado. En oposición a los maniqueos, pone énfasis en la naturaleza voluntaria del pecado; esto es, lo saca, como he dicho, de la base natural en que lo han puesto los maniqueos y lo coloca en una base ética. El acto del pecado, dice, sin embargo, es un interrumpir la comunión original del alma con Dios, y, al separarse de su fuente de vida y sostén en El, le pone bajo el dominio del mal de modo necesario. Ya no puede realizar su destino o querer este bien verdadero que tiene su principio en el amor de Dios. Esto no significa que el alma pierda todo sentido de su relación original con Dios, o cese de anhelar y suspirar por El. Pero significa que ya no tiene poder para comprender el verdadero bien de su ser, y, a causa de su ignorancia y malos hábitos, se hunde constantemente más y más en la servidumbre. El análisis de Agustín del origen y naturaleza del pecado es muy sutil. Su esencia consiste, dice, en la defección o abandono de Dios, el Bien Supremo y fuente de vida. No es, pues, como pensaba en sus días maniqueos, algo positivo, sino negativo; una privación, o el resultado de una privación; no una adición a la existencia, sino una substracción de la existencia, que resulta en una corrupción positiva. Tenemos una analogía en el organismo vivo, el cual, en tanto que las funciones vitales son ejecutadas en salud, se sostiene en integridad y hermosura, pero cuando el principio vital es retirado, cae presa de las fuerzas de la descomposición. En un sentido, la descomposición -corrupción- que sigue es algo positivo; en otro, es el resultado de la retirada, o substracción, de una fuerza esencial al ser. Como la enfermedad y la muerte, ésta resulta también de la privación (Enquiridion, 11). El principio radical del pecado lo encuentra Agustín, no en las solicitaciones del sentido, sino en el amor a uno mismo; porque sólo cuando el alma ya ha caído interiormente a causa de la sustitución del amor de Dios por el amor a uno mismo, estas solicitaciones del sentido tienen poder sobre él.2 En la frase de Kant, el pecado resulta cuando una «máxima» opuesta al amor de Dios es incorporada a la voluntad. El resultado general de la defección a Dios es la concupiscencia, o el poder exagerado del deseo sensual, contrario a la ley de la razón en el alma. Del pecado, y del disturbio que introduce, viene la muerte. Porque el hombre, según Agustín, fue creado por Dios, como corresponde a una inteligencia moral, no en una condición neutral, sino en posesión de santidad y libertad, aunque capaz de abusar de esta libertad y dañarse a sí mismo. No fue creada inmortal, en el sentido de haber sido elevada por encima del poder de la muerte, sino que tenía la capacidad de la inmortalidad (corporal). Si hubiera sido obediente, habría sido confirmada en la santidad -en frase de Agustín, habría pasado del estado de «ser capaz de no pecar y morir» (posse non peccare et mor¡) al estado de «no ser capaz de pecar y morir» (no posse peccare el mor¡), un estado como el de los santos ángeles, o de los santos en la gloria, o de Cristo, como el de Dios mismo-. Porque, como muestran estos ejemplos, la máxima libertad aquí es lo mismo que la máxima necesidad -si se puede llamar necesidad a lo que es establecimiento tan completo de la voluntad en la bondad, que la defección a la misma ya ni se puede pensar-. Pero el hombre cayó, y por medio de la conexión subsistente orgánicamente entre él y sus descendientes, transmite su naturaleza caída, con la culpa y corrupción adheridas a la misma, a su posteridad. Agustín concebía esta relación de Adán con su posteridad, no simplemente, como en la teología posterior, corporativamente, sino realísticamente, considerando el conjunto de la raza como generalmente presente en su progenitor y compartiendo con él su culpa y su ruina. La caída de Adán implica a la raza, no debido a una constitución arbitraria, sino por el hecho de que potencialmente él era la raza, y lo que procede de una fuente dañada y en desorden tiene que ser igualmente dañado y desordenado. Es fácil en forma doctrinaria criticar esta teoría de Agustín, que, con todo, tiene tanto apoyo en la doctrina moderna de la herencia; pero debe observarse que el punto que toca el criticismo es realmente la justicia de una constitución orgánica de la raza en absoluto. Porque, para bien o para mal, la raza no está constituida en una forma puramente individualista, sino bajo un principio orgánico. ¿Puede justificarse esto? Creo que pocos pondrían en duda que en sí esta constitución es buena, y, operando bajo condiciones normales, es apropiada para rendir el máximo beneficio a los individuos y a la raza en conjunto; que por medio de ella las ganancias de la humanidad se acumulan, y son pasadas a otros de forma que no podrían serlo de otro modo. Pero, ¿prueba esto que es injusto? ¿No es completa la reivindicación del Creador cuando se muestra su beneficencia original?
Esto lleva, en tercer lugar, a la doctrina agustiniana de la gracia. Hemos visto que Agustín se niega a considerar la criatura, incluso antes de caer, como independiente de Dios. La gracia es necesaria, pues, incluso para el que está sin pecado. Mucha más gracia es necesaria ahora que la criatura ha caído, y se ha perdido su libertad original para el bien. Agustín no niega -y aquí, de nuevo, toco una representación errónea común de su sistema que la voluntad tiene todavía cierta libertad natural; «es libre», dice, pero no «liberada»; esto es, es capaz de actos civilmente buenos, es más, desde un punto de vista inferior moralmente elogiosos. Con todo, estando separada de Dios, y bajo la culpa y dominio del mal, el hombre no puede querer lo que es bueno a la vista de Dios. Porque sólo es bueno a la vista de Dios lo que brota del principio de amor a EU La voluntad del hombre está, pues, en necesidad no sólo de ayuda y refuerzo, sino de renovación, y ésta, sólo puede darla Dios, en la omnipotencia de su gracia. Además, esta obra de renovación, en la naturaleza del caso, es totalmente de Dios, es una obra de gracia desde el principio al fin. No hay nada en ella de que la voluntad del hombre pueda merecer crédito. Es necesario entender debidamente a Agustín aquí, para evitar hacer injusticia a sus concepciones. Porque cuando Agustín habla de la gracia divina como la única que afecta a la obra de la renovación humana, y sobre todo como «irresistible» --esto es, que efectúa con certeza su resultado---, podemos pensar que la libertad humana queda aniquilada. Y esto es lo que muchas veces se dice. Pero ésta no es, ni mucho menos, la intención de Agustín, ni es realmente el efecto de su doctrina. Cuando Agustín habla de la gracia como «irresistible», lo que tiene a la vista no es una gracia que se sobrepone y doblega la voluntad, o que pone una fuerza o presión extraña sobre ella, sino una gracia que renueva la voluntad, y la restaura a su libertad verdadera -por lo que la voluntad actúa de tal forma, como resultado de ello, que libremente escoge el bien-; o sea, en palabras familiares, «persuade y capacita» a la voluntad a hacer lo que de otra manera no estaría dispuesta o sería impotente para hacer. En modo alguno la «gracia irresistible» significa que Dios puede rectificar las leyes de la naturaleza humana que El mismo ha ordenado, o que lo hace, y que por un puro acto de poder, puede convertir al individuo en cualquier momento o bajo cualquier circunstancia. En este supuesto sería difícil explicar por qué son usados los medios en absoluto, o por qué no son todos convertidos. Pero lo que Agustín sostiene es que Dios puede usar tales medios, puede tratar de tal forma al individuo en su providencia y gracia, puede traerlo bajo tales disciplinas externas e internas, que, en armonía con leyes de la libertad humana, es más, a través de ellas, puede vencer su resistencia. La gracia, pues, no esclaviza la voluntad, sino que hace libre. Aquí viene en el gran dicho de Agustín: «Da lo que mandas, y manda lo que quieras.» Si se dice que la posesión de libertad implica que, aun cuando la gracia ha hecho lo máximo para un alma, hay todavía la posibilidad de resistirla, Agustín contestaría que hay una libertad más elevada todavía: la libertad en que incluso el deseo a resistir el bien es vencido, y que por tanto, con certeza, aunque no menos libremente, escoge a Dios. La gracia para Agustín, pues, como para Pablo, es la primera palabra y la última en nuestra salvación. Es la fuente de todo bien en nosotros. A través de esta concepción, aunque acepte la doctrina católica de los méritos, consigue transformarla en un sentido esencialmente evangélico. Al conceder vida eterna como recompensa, Dios, dice, «corona sus propios dones, no tus méritos»? Y en otro lugar: «Se sigue, pues, más allá de toda duda, que como vuestra vida buena no es otra cosa que un don y gracia de Dios igualmente, la vida eterna, que es la recompensa de una buena vida, es el don y gracia de Dios; además es la recompensa de un don libre y gratuito. Pero la buena vida, premiada así, es sólo y simplemente gracia; por tanto, la vida eterna, que es su recompensa -y por el hecho de ser su recompensa-, es gracia por gracia, como si fuera una remuneración de justicia; a fin de que pueda ser realizada, porque es verdad que Dios -recompensará a cada uno conforme a sus obras".»
De las doctrinas precedentes como premisas se sigue ahora, en cuarto lugar, la doctrina de la predestinación. Reducida a su esencia, esta doctrina es simplemente la afirmación de que lo que Dios hace en el tiempo en la salvación del creyente, ha querido hacerlo desde la eternidad. En sus escritos primeros, Agustín estaba dispuesto a considerar la predestinación como condicional a la voluntad libre del hombre y a la fe, y así se esforzó por interpretar Romanos cap. 9. Dios eligió a las personas que El sabía de antemano eran los que creerían en EU Pero, poco después, cuando su pensamiento hubo madurado, vio que para ser consecuente con sus doctrinas de la gracia, así como para la justa interpretación de la Escritura, había de considerar la buena voluntad en sí como el efecto de la gracia -Dios está obrando en nosotros el querer lo mismo que el hacer, según su buena voluntad-, y su doctrina de la predestinación fue modificada en consecuencia. Siempre, y por todas partes, Agustín ve la predestinación en esta conexión estricta con la salvación. Es la salvación del creyente vista, podríamos decir, sub specie aeternitatis. Siempre es predestinación para vida y salvación, nunca para pecado y muerte. Visto así -por dificultades especulativas que puedan seguirse- es simplemente la expresión de una experiencia que se halla en la raíz de toda conciencia genuina cristiana, a saber, que en esta cuestión de la salvación personal, la última palabra es siempre la gracia, no la naturaleza; que no son nuestro querer y correr los que nos han llevado al reino de Dios, sino su misericordia; que es El quien primero encendió en nosotros el deseo de El, que nos atrajo a sí, que toleró nuestro descarrío y resistencia a su Espíritu, que paso a paso venció nuestra resistencia, y finalmente nos trajo al número de sus hijos; y que todo esto no fue una idea súbita de Dios, sino un consejo eterno de su amor, que ahora se ha efectuado en nuestra salvación. Este es el interés religioso de la doctrina de la predestinación que le da su valor permanente. Como una experiencia religiosa, nadie podría pensar en poner en duda que la actitud fundamental del espíritu cristiano es la que lo adscribe todo a la gracia en su salvación; que cualquier pensamiento de un reparto -un adscribir tanto a Dios y tanto a uno mismo- es aborrecible al sano sentimiento cristiano. Sólo es cuando se da la vuelta a esta experiencia religiosa y se hace, como dirían los ritsclilianos, el tema de la reflexión teórica que aparecen dificultades. La consideración de cuáles son estas dificultades, y en qué forma pueden ser tratadas, vamos a aplazarla hasta que hayamos considerado la oposición pelagiana.
III. Fue en la controversia pelagiana que fueron probados los principios señalados por Agustín, al ser confrontados por sus opuestos lógicos. Era inevitable en la naturaleza de las cosas que apareciera un conflicto del tipo representado por esta controversia. Nunca se había intentado un tratamiento tan profundo de los problemas del pecado y la gracia antes, y algunas de las posiciones de Agustín eran nuevas para la Iglesia. La rama oriental de la Iglesia, en particular, nunca había profundizado en esta clase de cuestiones. Echaba mano, con preferencia, del elemento de la libertad en la naturaleza humana, y daba prominencia a éste en oposición a las ideas paganas del hado y el destino. Que la naturaleza humana había sido debilitada por la caída -había sido sometida a tentación sensual, al dominio de Satanás y a la muerte-, esto era realmente reconocido, y se mantenía adherida a la impartición de una nueva vida sobrenatural en el bautismo. Pero se consideraba suficiente, como hace notar Neander (iv. p. 279 [Bohn), afirmar la gracia y el libre albedrío uno al lado de otro, sin intentar definir sus relaciones de modo exacto. El tratamiento más a fondo de Agustín, que lo derivaba todo en la salvación, incluido el libre albedrío o voluntad libre, de la gracia, no podía por menos que entrar en colisión con esta indebida exaltación de los poderes de la libertad humana, con el resultado de poner estas cuestiones claramente a la vista, y obligar a una decisión entre ellas. Esto es lo que tuvo lugar en la controversia pelagiana, y da a esta controversia su importancia como uno de los puntos culminantes de la historia de la doctrina.
Pelagio, que da su nombre a esta controversia, no era del Oriente, sin embargo, sino del Occidente. Era un monje de Bretaña, un hombre de vida austera y carácter intachable, pero sin ninguno de los conflictos con el pecado, o experiencias profundas de una gracia del todo renovadora, que moldearon la teología de Agustín. Había ido a Roma, y al oír citar las palabras de Agustín: «Dame lo que me mandas, y mándame lo que quieras», se enojó en gran manera, y, dice Agustín, «contradiciéndoles excitado con exceso, casi llegó a una reyerta con los que las habían mencionado» (Sobre la Perseverancia, 53). El sostenía, como hizo después Kant, que el dar una orden presuponía en aquel que la recibía el poder de obedecer; y creía que era de la máxima importancia en los intereses de la santidad poner énfasis en el poder pleno y completo del hombre en su fuerza natural para obedecer toda la ley de Dios. Algún tiempo antes de 409, ganó para su lado al abogado Coelestius, un hombre más lógico y hábil en el debate que él mismo, por el cual fue formulado en realidad el sistema conocido como Pelagiano. Este sistema pelagiano era en todos los aspectos la antítesis directa de lo que he descrito como el de Agustín. Conseguiremos más claridad si hacemos resaltar algunos de los contrastes principales.
Un primer contraste se refiere a la naturaleza de Dios y el hombre. Agustín, como vimos, hacía al hombre dependiente de Dios y de la impartición de su gracia a lo largo de toda su existencia. Pelagio, al contrario, veía al hombre como dotado por su Creador de razón y libre albedrío, y capaz, después, de proseguir su curso y realizar su destino independientemente, en virtud de sus poderes naturales.
Un segundo contraste se refiere a la naturaleza de la voluntad y la libertad. Agustín sostenía que no existía tal cosa como una condición neutral moralmente de la voluntad. Una voluntad ha de ser o buena o mala, según tenga como su principio el amor de Dios o el amor a sí mismo. Pelagio veía la voluntad como una facultad natural de elección, sosteniéndose intacta en el punto medio entre el bien y el mal, y capaz de escoger libremente uno u otro. La libertad, en consecuencia, se reducía al mero poder de elección, y se consideraba que implicaba en cada punto la posibilidad de una elección contraria. Agustín, por otra parte, colocaba la esencia de la libertad en el poder de querer el bien y lo recto; y sostenía que la libertad más alta era aquella en que la voluntad se confirmaba en la bondad, y se elevaba por encima de la posibilidad de pecar. El hombre verdaderamente libre es el hombre virtuoso; y la perfección del carácter virtuoso no es una libertad de indiferentismo, sino formada por hábitos de bondad. El buen carácter es el carácter del cual uno puede depender, de cuya acción en las cosas morales uno puede fiarse con la certeza con que uno se fía de una ley de la naturaleza.
Un tercer contraste y de peso en los sistemas se refiere a la naturaleza de la virtud y el vicio -es decir, si éstos consisten sólo en actos o residen también en disposiciones; sobre todo, si la cualidad de bueno o malo puede adherirse a disposiciones innatas o hereditarias-. Pelagio adoptó el criterio de que no puede achacarse responsabilidad al hombre por nada que no sea el producto libre de su propia voluntad -por nada, pues, que sea hereditario-. Esto excluye la posibilidad del pecado original o hereditario. Agustín, en cambio, sostenía que el bien o el mal es inherente en disposiciones como también en actos, es más, que las buenas disposiciones han de preceder a las buenas voliciones, y que son ellas las que dan la cualidad moral a los actos. El mandamiento supremo de la ley, por ejemplo, es que amemos a Dios. Pero nosotros no creamos amor a Dios con nuestros actos; hemos de tener el amor de Dios antes que podamos hacer actos de amor. El árbol ha de ser bueno antes de producir buen fruto (ver Gracia de Cristo, 20). Es la antigua cuestión propuesta por Aristóteles: ¿Es un hombre virtuoso porque hace actos virtuosos, o son los actos virtuosos porque son los de un hombre virtuoso? Es más frecuente, sin embargo, con respecto a las disposiciones viciosas que a las buenas, que se presente la cuestión de si pueden ser hereditarias, y, si lo son, si el hombre puede considerarse responsable de ellas. Naturalmente, nosotros, de modo natural, adscribimos mérito a los hombres por sus buenas disposiciones, tanto si son innatas como si no lo son. Pero ¿hay disposiciones viciosas innatas? Agustín contestaría sin vacilar «Sí», y señalaría como prueba los rasgos de ruindad, desprecio, egoísmo, malicia en el carácter humano, que con frecuencia se exhiben desde la infancia ---cualidades que reprobamos y condenamos de modo instintivo--. Estas cualidades, como malas éticamente, Agustín admitiría que han de tener un origen voluntario, pero el origen va más allá de nuestras voluntades personales: retrocede al comienzo de la raza. En otras palabras, hay la vida de la raza, así como la vida individual, en el mal en el cual nos vemos implicados. La presencia de una perturbación moral en la naturaleza -la predominancia no santa de lo cama] sobre lo espiritual- de cualidades innatas que nos vemos obligados a declarar malas, diría, es un hecho de la experiencia, sea cual sea la explicación que se le dé. La voluntad, sin duda, comienza su obra muy pronto sobre esta base natural, convirtiéndola en el material de la vida personal, pero esto no prueba que la disposición original sea sin cualidad moral buena o mala.
En lo que hemos dicho queda implicado un cuarto contraste: que los sistemas difieren en gran manera en lo que se relaciona con la caída del hombre y sus efectos en la naturaleza humana. Agustín, como hemos visto, considera la caída como dando lugar a la pérdida del poder para el bien espiritual, y en una corrupción de la naturaleza que, con un estado mortal del cuerpo, desciende sobre todo hijo de Adán. Pelagio, por otra parte, ve las potencias de la naturaleza humana no afectadas por la caída, y atribuye la prevalencia del pecado en el mundo a la mala educación y el ejemplo. No hay «pecado original», o daño a la naturaleza moral que se derive de Adán. Los hijos han nacido en el mundo, tan puros y perfectos como era Adán. Todo ser humano tiene la capacidad natural de cumplir la ley de Dios, y ha habido, de hecho, casos de vidas sin pecado.
El último contraste entre los sistemas se refiere a la idea y operaciones de la gracia. Hemos visto que para Agustín la gracia es el todo en la vida espiritual: la fuente de toda bondad, y de libertad espiritual. Pelagio, para ser consecuente con sus principios, no puede admitir la necesidad de la gracia, pero concede las ventajas de la misma como una ayuda al hombre en el cumplimiento de su destino. Cuando se le llama la atención específicamente sobre el punto, sólo puede explicar la gracia en el sentido, o bien de las facultades naturales mismas como dones de Dios, o de la ley y la doctrina, o de la enseñanza y ejemplo de Cristo. Sólo raramente hace uso de expresiones que podrían implicar una iluminación y ayuda interior del Espíritu, y una concepción así no parece que tenga lugar alguno, realmente, en su sistema. Como dice Agustín, habla mucho de la gracia, pero cuando se busca el significado en el fondo, sólo halla «ley y doctrina» (Gracia de Cristo, 11, etc.).
Los rasgos principales de la teoría pelagiana se pueden ahora bosquejar brevemente. Adán, se enseña, era mortal por naturaleza, y la muerte no fue el resultado de su pecado. La caída de Adán sólo le causó daño a él, pero a nadie más, y deja el poder de la naturaleza humana para el bien intacto. Los hijos vienen al mundo tan perfectos como Adán antes de su caída, esto es, no hay transmisión hereditaria de una naturaleza pecaminosa o de culpa. El hombre, en su condición existente, es capaz perfectamente de guardar los mandamientos de Dios, y la aparente universalidad del pecado es el resultado de la educación y el mal ejemplo. Pelagio, sin embargo, reconoce las ventajas de la gracia como una ayuda; pero la gracia es interpretada como dones naturales, o pasa a consistir, totalmente, o en gran parte, en algo externo, como la enseñanza o el ejemplo. En concordancia con el uso de la Iglesia, concede que los niños han de ser bautizados (una dificultad clara sobre su teoría), pero explica el bautismo como un rito de consagración, o como una anticipación del perdón futuro. Con todo, ¡lógicamente sostiene que los niños que mueren sin bautizar son excluidos del reino del cielo, aunque no de un estado de felicidad inferior, que es llamado todavía «vida eterna».1 Finalmente, como no hay caída o muerte en Adán, tampoco hay resurrección en Cristo.
IV. Es evidente que no pueden hallarse dos sistemas que sean tan opuestos, en principio, como los dos delineados. La controversia que siguió en la Iglesia con respecto a los mismos tuvo tres cortas fases. La primera ocurrió en Cartago en 411-12, en que las opiniones de Coclestius fueron condenadas por un concilio; la segunda en Palestina en 414-16, en que dos sínodos se congregaron para enjuiciar a Pelagio, pero fueron desviados por sus explicaciones especiosas para que miraran su causa de modo favorable, y en el último incluso se le declaró del todo inocente; y la tercera en 41618, en Roma, adonde fue remitida la causa por el primero de los sínodos de Palestina. La vacilación del obispo de Roma, Zósimo, en este caso de Pelagio es un curioso comentario sobre la doctrina de la infalibilidad papal. En el primer momento Zósimo absolvió a Pelagio, dándole un certificado de ortodoxia y censurando a sus acusadores. «Apenas puedo abstenerme de las lágrimas», dijo, «al hallar a hombres tan íntegramente ortodoxos que puedan ser objeto de sospecha. ¿Hay un solo pasaje en la carta (de Pelagio) en que la gracia o la ayuda divina no sea mencionada?» Después, bajo una fuerte protesta por parte de un Concilio de Cartago, invirtió su decisión, y dio juicio con igual énfasis contra Pelagio y sus adherentes, anatematizando su doctrina, y deponiendo y expulsando a los que rehusaban sumisión a sus decretos. Finalmente, como una fase cuarta y suplementaria de esta controversia, se puede mencionar que las doctrinas de Pelagio y Coelestius fueron condenadas, con las de Nestorio, en el llamado Concilio ecuménico de Efeso, en 431.
Entre los extremos de estos dos sistemas -Agustinianismo y Pelagianismo- era natural que apareciera un movimiento conciliatorio y mediador, y ésta es la naturaleza del sistema conocido como Semipelagianismo. Este sistema sirvió para dejar claro que sólo el punto de vista de Agustín, con su fuerte cohesión lógica, podía mantener el terreno con éxito frente al ataque de Pelagio. El Semipelagianismo denota un modo de ver que procura soslayar la dificultad dando un lugar en la conversión tanto a la gracia divina como a la voluntad humana como factores coordinados; y basando la predestinación, como había hecho Agustín antes, en la fe y obediencia previstas. No negaba la corrupción humana, pero consideraba la naturaleza humana como debilitada, o enferma, más bien que fatalmente afectada después de la caída. La naturaleza caída del hombre retiene un elemento de libertad en virtud del cual puede cooperar con la gracia divina, y la conversión es el producto conjunto de los dos factores. Agustín, por otro lado, como vimos, considera la voluntad en la conversión como puesta en movimiento y liberada espiritualmente por la gracia divina. Estas ideas semipelagianas, surgidas hacia los últimos años de Agustín, se esparcieron, especialmente en la Galia del sur. Su representante principal fue Jean Casian, abad de Massilia (Marsella), por lo que el bando suele llamarse los Massilianos. El sistema tuvo hábiles defensores durante el resto del siglo quinto (a saber, Fausto de Rhegium, Gennadio de Massilia), pero era demasiado vago y carecía de coherencia interna para prevalecer contra la doctrina agustiniana. En el siglo siguiente (año 529) fue condenado, y fue reivindicado un Agustinianismo moderado en el importante Concilio de Orange, los decretos del cual fueron sancionados por el papa Bonifacio 11 (año 530). Por otra parte, Agustín tuvo dificultades hacia el fin de su vida con un sector que procuraba empujar su doctrina predestinataria a un extremo de fatalismo, y convertirlo en una excusa para el pecado. Agustín escribió dos importantes obras contra estos perturbadores; las ideas de Agustín hallaron defensores también en escritores como Prosper Aquitanus, y el autor de un libro anónimo sobre la Llamada de los Gentiles (De Vocationem Gentium), que, con gran habilidad y éxito, se esforzó en presentar la doctrina de la predestinación en una forma que suavizara su aparente dureza y conciliara el sentimiento cristiano. El impulso dado por Agustín a la teología perduró, como se ha dicho, a lo largo de toda la Edad Media. La mayoría de los grandes escolásticos, como Anselmo, Bernardo, Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, Bradwardine, así como eruditos anteriores como Beda y Alcuino, fueron discípulos suyos. La controversia predestinataria tuvo un breve resurgimiento en el siglo noveno en la disputa entre el monje Gottschalk y Hincmar, arzobispo de Reims. Gottschalk sobrepasó al mismo Agustín en el rigor de su defensa de la predestinación, en tanto que Hincmar era semipelagiano. Las ideas de este último fueron condenadas en dos Sínodos -una prueba de la influencia de Agustín-, pero las opiniones extremas e inflexibles de Gottschalk fueron causa de que sus propios amigos finalmente le abandonaran.
V. Del ingente sistema de Agustín, veremos luego que los mejores elementos fueron apropiados por los reformadores e incorporados en los credos protestantes. Estoy convencido de que, en lo esencial, van a permanecer en ellos. Nuestra estimación del valor e importancia del sistema estará en proporción a lo completo y concienzudo de nuestras ideas sobre el mal del pecado, y sus efectos sobre la naturaleza humana -sobre la naturaleza esencial del hombre, y la ruina que ha obrado el pecado en su constitución y condición---. Sólo me referiré, en este punto y brevemente, a la parte del sistema de Agustín que ha sido objeto en especial de crítica hostil: su doctrina de la predestinación. El criticismo de esta doctrina puede tomar la forma de un criticismo de la doctrina de la predestinación en general, o un criticismo de la forma particular que defendió Agustín. Ya hemos ofrecido algunos comentarios sobre este último punto, especialmente sobre la inconsecuencia que resulta de la combinación del mismo con la doctrina sacramentaria. Las otras objeciones más fundamentales son debidas, algunas a un concepto erróneo de sus ideas, otras parecen sugerir la necesidad de una alteración en nuestro punto de vista al tratar del alcance del propósito divino -una alteración que nuestros modos de pensar modernos y una comprensión más profunda en las Escrituras deberían hacemos fácil--.
Una objeción común a la doctrina agustiniana es que representa la predestinación para la salvación como un acto por completo arbitrario de Dios --el decreto de una voluntad que actúa sin ninguna otra base que su propia complacencia o beneplácito-. Esto es incorrecto, ciertamente. Agustín, como ha de ver todo el que capta sus posiciones fundamentales, no sabe nada de actos arbitrarios en Dios. El terreno de la acción divina en la providencia y en la gracia, las razones finales de las determinaciones divinas, son, sin la menor duda, inescrutables para nosotros, pero, no obstante, sin la menor duda son el resultado de una sabiduría, justicia y amor eternos. La fe no puede vacilar en la convicción de que Dios gobierna al mundo, y ordena todas las cosas del mismo, con miras al bien máximo. Lo que Agustín quiere decir es que, en cualquier teoría del universo, las últimas razones de la constitución y curso del mundo siempre hay que ir a buscarlas en el consejo de una sabiduría eterna que nosotros somos del todo incapaces de sondear. Todos reconocemos esto en la providencia externa --en la historia y distribución de los pueblos, en sus funciones providenciales en el mundo; en la diversidad de rango, fortuna, privilegio, oportunidad y dones de los individuos; en los enigmas torturantes de la vida, que con tanta frecuencia nos desconciertan y oprimen-. Pero la fe se mantiene firme en la certeza de que detrás de todo ello, si pudiéramos verlo, hallaríamos una voluntad de justicia y amor. La misma soberanía la presenciamos en la historia de la revelación y la salvación: en la llamada de Abraham, por ejemplo, y en la elección de Israel; en la distribución de privilegio bajo el Cristianismo -algunas naciones favorecidas con el Evangelio, otras todavía en las tinieblas y muerte del paganismo---; en los resultados varios que siguen del disfrute de privilegios que parecen iguales. Para ser consecuente con su doctrina de la gracia, Agustín no podía por menos que sostener que la base última de todo esto, y de la salvación individual, debía hallarse en el consejo de Dios; pero éste es un consejo de sabiduría y bondad eternas.
Un criticismo más profundo, pero que se basa, hasta cierto punto, en una captación errónea, se refiere a las relaciones de esta doctrina con el libre albedrío y la responsabilidad. Aquí también a la doctrina de Agustín se le achacan con frecuencia consecuencias que en modo alguno le pertenecen en justicia. Con referencia a la predestinación en sí, debe recordarse que en el sistema de Agustín la predestinación sólo aparece en conexión con una raza que ya ha perdido su libertad espiritual, y tiene como objetivo la restauración de esta libertad, y por medio de ello el cumplimiento del propósito divino en la salvación. Agustín, sin embargo, va más hondo que esto, y responde al objetor que no hay punto de vista de la libertad humana defendible que soslaye esta dificultad sobre la cuestión. Es una palabra fácil de usar: libertad; pero los que lo hacen no siempre se dan cuenta que están jugando con una noción que no han analizado, y que, si lo analizan, verán que la mayoría de sus antiguas dificultades vuelven a aparecer. Muchos creen, por ejemplo, que se desprenden de esta dificultad al basar la predestinación en el conocimiento previo. La verdad es que, como se ha demostrado, la dificultad vuelve aquí tan aguda como siempre. Porque la pregunta se presenta inmediatamente: cómo puede ser conocido de antemano un acto libre. Un acto libre, en el sentido del objetor, es el que brota exclusivamente de la voluntad de la criatura-, que no tiene causa más allá de la voluntad; que depende sólo del agente o autor el decir lo que será. Esto presenta la dificultad de suponer que ha de ser conocida de antemano una acción antes de que la criatura, que es únicamente la que determina lo que será, haya ni tan sólo recibido existencia. Por otra parte, si se concede que estos actos libres pueden ser conocidos de antemano, no se adhiere ninguna dificultad insuperable a la suposición de que puedan ser tomados como elementos en un plan divino que lo abarque todo.
Una objeción más seria se puede presentar contra esta doctrina: que, incluso si se prescinde de la acusación de arbitrariedad, entra en conflicto con las ideas justas del amor divino, y, en particular, es incompatible con la creencia cristiana en la paternidad divina. Agustín se descarga de la acusación de injusticia alegando que, considerando que el conjunto de la raza está justamente implicada en condenación -una massa perditionis-, no puede haber injusticia para los que son pasados por alto en el hecho de que, en el inescrutable propósito de Dios, algunos sean escogidos para salvación y otros rechazados. Pero, incluso suponiendo que se acepta esto (no espero que pueda satisfacer del todo a nadie), reaparece la pregunta: Si no injusticia, ¿qué pasa con el amor? El giro moderno que se da a la objeción es: ¿Qué pasa con la Paternidad divina? Incluso este argumento, sin embargo, puede ser pasarse de la raya, por el hecho de no observar las dificultades que la doctrina de la Paternidad divina tiene, en todo caso, para hacer frente a la constitución actual del universo. No siempre se considera que la predestinación, en cualquiera de sus formas, no altera un ápice o grado la constitución real de las cosas, como nos revelan la historia y la experiencia -no añade una anomalía a las que ya existen en el universo, no hace que se salve un alma más o que se pierda, de las que estén realmente salvadas o perdidas-. Si la constitución actual de las cosas es en último término reconciliable con el amor o Paternidad de Dios -y en último término ha de serlo-, se puede en justicia intimar que la predestinación, que simplemente hace regresar este estado de cosas a su última base en la voluntad de Dios santa, sabia y buena, ha de ser así también. No es sino la condición existente de las cosas, con todas sus anomalías, desigualdades y resultados en salvación o pérdida existentes, realizada, como ya se ha dicho, a la luz de la eternidad, vista sub specie aeternitatis.
Con todo, hay que admitir francamente que en tanto que esta doctrina esté confinada a la forina que tiene en Agustín, es imposible librarse totalmente de la apariencia de conflicto con este amor de Dios que es al mismo tiempo afirmado como de la esencia de Dios. Una indicación de esto se ve cri la necesidad de Agustín de limitar a los elegidos la fuerza de los pasajes que hablan de la voluntad de amor de Dios al mundo. ¿Dónde está, pues, el defecto, y dónde la posibilidad de solución? La falta de la doctrina de Agustín, me atrevería a decir, se halla en que considera el tema demasiado exclusivamente en su relación con la salvación individual y no en conexión con una visión orgánica del propósito divino en su relación con el mundo y la historia, o por lo menos no lo hace de modo suficiente. En tanto que nos limitamos a ver a la raza humana como simplemente una massa damnata, de la cual, por las razones que sean, santas y sabias naturalmente, se hace la selección de unos cuantos para salvación, no podemos eliminar de esta doctrina un aspecto de dureza y parcialidad. Pero esto no es la visión plena o escritural de la doctrina. La elección se halla siempre en conexión con un propósito de Dios que se desarrolla, y tiene por objetivo, no la exclusión de otros, sino la bendición y salvación última y más amplia de otros. Un ejemplo típico nos lo proporciona la elección de Abraham. Dios escogió a Abraham, e hizo su pacto con él. Pero esto se hizo, no sólo para la salvación de Abraham únicamente, sino con miras a que en él fueran benditas todas las familias de la tierra (Génesis 123). Fue elección con miras a una amplia comprensión: la elección de uno con miras a la bendición de muchos. Sólo de esta manera, empezando en un punto -con una persona y trabajando con miras a un resultado más amplio, podía realizarse el fin divino. Lo mismo ocurre con la nación elegida, el pueblo de Israel. Fue escogido él solo de entre las familias de la tierra, pero no fue un acto de parcialidad, sino con miras a que pudiera, en la plenitud de los tiempos, ser una luz a los gentiles, y el medio de difundir la gloria de Dios por toda la tierra. Agustín, quizá, se acerca a este punto de vista cuando habla, como hace con frecuencia, de Cristo mismo como el ejemplo más elevado de predestinación. Pero Cristo -el elegido--- es la prueba suprema de que la elección no tiene un aspecto exclusivo en cuanto al mundo, sino que es un medio de hacerle llegar bendición.
Por tanto, al considerar este tema, hemos de descartar en absoluto de la mente toda idea de arbitrariedad, y poner el propósito divino en la elección dinámicamente en íntima conexión con la historia en la que se realiza. Sólo un necio puede preguntar: ¿Por qué Dios, de un simple impulso de su omnipotencia, no cambia los corazones de todos los hombres, en vez de elegir a uno, Abraham, o elegir a una nación, Israel, para ser el recipiente de su entrenamiento, o de enviar a un Cristo a un pueblo particular en una época del mundo? ¿Por qué este dejar su reino al progreso lento y desigual que ha tenido a lo largo de los siglos? Se puede decir que, a todo el que tenga el concepto más elemental de los métodos de Dios en el obrar en la providencia y la gracia, esta simultánea conversión de todos los pueblos, mediante un simple ejercicio del poder divino, es una idea imposible. Esta persona verá al instante que la única manera en que se pueden alcanzar los elevados propósitos que Dios persigue, en armonía con las leyes de la naturaleza y la libertad, es la manera que se ha adoptado en realidad -esto es, el obrar desde un punto a otro en la línea del desarrollo histórico-, estableciendo siempre nuevos puntos de ventaja a medida que se les abre camino. La elección significa que no es el hacer del mismo hombre, o su merecimiento, u otra cosa cualquiera, sino la gracia, lo que a lo largo de toda la línea de desarrollo provee estos puntos y establece estos centros de nueva influencia. Aquí hay otro error que es necesario evitar. Es una idea superficial de la elección divina la que la considera como un simple valerse de felices variedades de carácter y temperamento espontáneamente presentes en la historia; como un obrero, por ejemplo, podría seleccionar una serie de herramientas hechas, las más apropiadas para su propósito. Hay una frase en algún punto en la Dogmática de Lange que dice con agudeza: «La elección preside la formación de sus objetos». La aparición de grandes hombres en las coyunturas particulares de la historia, por ejemplo, no puede atribuirse a la casualidad. La cuestión no es simplemente en qué forma, dado un hombre de los dones y calificaciones de Abraham 0 Moisés, podría Dios usarlo en la forma que lo hizo; sino más bien en qué forma un hombre de este molde vino precisamente en esta coyuntura para hallarse allí en aquel momento -brotó en aquel momento preciso en el árbol genealógico---. Este es el verdadero problema, y la solución sólo se puede hallar en el obrar de este propósito divino, que desde «la fundación del mundo» ha venido preparando los medios para su propia realización. Los mismos principios se aplican a las almas más humildes que Dios llama a su Reino. Las dificultades no es posible quitarlas nunca del todo, pero si se comprenden y retienen firmemente estos principios, nos proporcionan, creo, una clave por medio de la cual podemos hallar nuestro camino en medio de este intrincado tema y lleno de perplejidades. A lo que nos hemos de aferrar es que, tanto si podemos explicar el misterio de los tratos de Dios con otros como si no, nuestra propia salvación, si hemos sido llevados a su Reino, y la salvación de todos los que comparten su llamamiento divino, es debida a una gracia que no hemos buscado ni merecido.
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Capítulo VI
La doctrina de la Persona de Cristo
Las controversias cristológicas:
Apolinaria, Nestoriana, Eutiquiana, Monofisita, Monotelita
(Siglos quinto al séptimo)
En el próximo capítulo de la historia de la doctrina llegamos a una larga serie de controversias que llamamos Cristológicas. La doctrina de la Persona de Cristo puede ser enfocada o bien desde el lado de la Teología, la doctrina de Dios, o desde el lado de la Soteriología, la doctrina de la redención. Tiene relaciones manifiestas con ambas. La afirmación nicena de la unidad de esencia del Hijo con el Padre, al instante hace surgir la cuestión de cómo está relacionado este Hijo divino, coesencial, con la humanidad en la que El aparece en la tierra. Por un lado, la doctrina de la redención nos obliga a retroceder a la persona del Redentor como alguien que, para el cumplimiento adecuado de su obra, ha de ser divino a la vez que humano. Es desde este lado soteriológico, como veremos, que Anselmo enfoca el tenia. Aunque el aspecto soteriológico, no obstante, dista mucho de ser pasado por alto en la iglesia antigua, es por medio de este otro camino que entramos en las controversias que nos afectan aquí. Estas aparecieron de modo primario como secuela de las discusiones en que la Iglesia se había ocupado de la doctrina de la Trinidad, y, debido a la consideración exhaustiva de la clase de cuestiones que implicaban, preparó el camino para el problema soteriológico.
Dije en la primera conferencia que las controversias cristológicas pertenecen a lo más desagradable de la historia de la Iglesia, lo más confuso, también, y desconcertante. El corazón de uno casi se desmaya ante los espectáculos de pasión, intriga, fanatismo y rencor y violencia que exhiben. -Qué fácil es llegar a la conclusión de que las doctrinas engendradas en una atmósfera semejante, haciendo referencia además, por encima de todo, a la santa persona del Salvador, lejos de ayudar a la captación de la verdad, de modo infalible han de llevar la marca del error! No obstante, éste sería un juicio precipitado. El Espíritu de Dios no había dejado a la Iglesia, aun en medio de estas condiciones, sino que la guiaba, a un precio costoso, a su propio paso, a una comprensión segura del significado de sus propias creencias. Pronto se hace evidente que había principios más profundos y cuestiones más vitales implicadas en estas controversias que las que se presentan a primera vista. Y había hombres fuertes en cada estadio que tenían el poder del discernimiento de estas cuestiones más amplias y la sabiduría suficiente para guiar a la Iglesia a hacer decisiones acertadas y sanas respecto a las mismas. Creo que será mejor si, ateniéndome a los fines que me propongo, descuidando los elementos de lucha y pasión, que desfiguran el curso externo de la historia, procuro fijar la atención en la lógica real del movimiento y en las ideas y objetivos de los hombres que las representan más dignamente.
Porque no puede haber duda razonable de que las controversias que llamamos Cristológicas tuvieron su origen real, no en el capricho, sino en el curso necesario del desarrollo doctrina]; que su aparición o no aparición no fue algo dependiente de la voluntad individual. Las controversias, arriana y macedoniana habían establecido una vez por toda la unidad esencial del Hijo y del Espíritu con el Padre. Era también una parte integral de la fe cristiana que Cristo tuviera una humanidad verdadera y perfecta. Pero esto inmediatamente dio lugar a la pregunta de cómo podía concebirse de modo positivo esta unión de lo divino y lo humano en una sola persona. Cristo es divino, y es humano (Dios-Hombre); ¿cómo puede entenderse la relación entre estos dos lados de su personalidad? Esta es la cuestión de la Cristología propiamente, y era inevitable que, al tratar de ella, se intentaran varias soluciones, cuya admisibilidad o inadmisibilidad sólo se podían descubrir después de pruebas exhaustivas. Una clase fácil de solución, naturalmente, era la supresión de un lado o del otro; o bien el lado humano, como los docetistas, o el divino, como los unitarios. Pero esto era precisamente lo que la Iglesia de aquel tiempo, a la luz de las decisiones previas, se negaba a hacer. No quería renunciar a la verdadera humanidad de Cristo; ni quería consentir en hundir la verdad de su divinidad, o permitir que fuera divino sólo en un sentido metafórico o dinámico. Se mantenía firme en una confesión central de una encarnación real del Hijo eterno, y el problema era en qué forma, bajo este supuesto, podía exhibirse en una persona la unión de la humanidad real con la divinidad verdadera. Algo que hacía indudablemente más difícil la solución de este problema para la antigua Iglesia, era la tendencia heredada del Platonismo a considerar la humanidad y la divinidad como en un sentido extraña la una a la otra -dos magnitudes, separadas y dispares-, que, por lo tanto, nunca podían juntarse. Incluso Cirilo de Alejandría consideraba lo divino y lo humano como separado por un abismo infinito, y los define con predicados opuestos. Es evidente que en estas premisas toda unión que se postulara tenía que ser más o menos externa. Esta se puede decir que es la debilidad radical de la antigua Cristología, y probablemente la ganancia principal de nuestro moderno modo de pensar en cuestiones cristológicas es que trasciende este antiguo dualismo, y empieza más bien por el lado de la afinidad de lo divino y lo humano -de la idea del hombre capax infiniti- reconociendo un elemento relacionado con Dios en la naturaleza humana, como creado a la imagen divina, lo cual proporciona un punto de partida para hacer concebible la encarnación. Por otra parte, es posible dar a esto demasiada importancia. También en la Iglesia antigua se hicieron intentos para superar este dualismo; e incluso cuando hemos presentado la materia del modo más favorable para nosotros, persiste la dificultad esencial de cómo una humanidad verdadera y una divinidad verdadera se pueden concebir como unidas en una personalidad histórica. Y cuando se haya considerado bien el tema, quizá hallaremos motivos para admirar el tacto con que fue guiada la Iglesia, si no a una solución completa del misterio, por lo menos al rechazo de los errores principales que habrían puesto en peligro una solución del mismo.
Esto me lleva a observar que, para hacer justicia a los hallazgos cristológicos de la antigua Iglesia, es necesario tener en cuenta que era precisamente lo que la Iglesia tenía a la vista como objetivo en estas decisiones. Con frecuencia se culpa a la Iglesia de intentar definir metafísicamente, mediante una serie de distinciones sutiles, lo que por la naturaleza del caso tiene que trascender siempre toda definición. Sin embargo, lo que procuraba la Iglesia, en realidad, no era tanto el proporcionar una definición exhaustiva -metafísica o lo que fuera- de lo que siempre se ha reconocido es un «misterio de la piedad inefable»,1 sino más bien mantener la integridad del hecho cristiano contra teorías y especulaciones que decían que lo explicaban, pero en realidad lo maltrataban y mutilaban en varias direcciones. La fe cristiana es posible que no pueda resolver el misterio de la encamación, pero puede reconocer que ciertas teorías están en conflicto con sus intereses religiosos más vitales, y puede sentirse llamada a luchar contra ellas, por esta causa, con tesón. Podemos damos cuenta, por ejemplo, de nuestra incapacidad de ver en las profundidades de un tema tan grande y, con todo, percibir muy claramente que la integridad de la humanidad de Cristo está comprometida si le negamos una verdadera alma humana --que era el error de Apolinario--; más aún, que no se compagina con el hecho cristiano el resolver la persona única de Cristo en dos --que era el error de Nestorio-; de nuevo, hay algo falso en representar la naturaleza de Cristo como una mezcla o fusión de divinidad y humanidad -un tertium quid-, que no preserva en su integridad ni una naturaleza ni la otra---que era el error eutiquiano y monofisita-; o, finalmente, que es erróneo restringir esta fusión incluso al elemento de la voluntad de Cristo -que era el error monotelita-. Al oponerse a estos errores, la Iglesia no pretendió dar una explicación racional de la encamación a su propio modo de ver, sino sólo apartar teorías en un lado y otro que amenazaban la integridad del hecho; y será en extremo difícil para todo el que verdaderamente crea en la encamación, y reflexiona en el significado de lo que está diciendo, el mostrar que la Iglesia se equivocó de modo grave al hacerlo. Al mismo tiempo, es evidente que una obra de esta clase, por inevitable que sea, está llena de inconvenientes y riesgos. Alrededor de un hecho captado originalmente en la simplicidad de la fe cristiana va creciendo de modo gradual, como resultado de este proceso, un andamio que lo recubre de formulaciones protectoras, abstrusas, complejas, escolásticas, y es fácil caer en la tentación de aceptarlas en sustitución de la misma fe. Este es un peligro real del intelectualismo, al cual se ha visto expuesta constantemente la Iglesia; y el remedio de ello es un continuo regresar y contemplar habitual de la imagen viva de Cristo en los Evangelios, en la cual se armonizan todos los contrastes, en que lo divino y lo humano se ven en su unión real. Pero se da tan insensato hacer de esto una objeción a la obra de definición, como sería el quejarse de que, en nuestra actitud hacia la verdad en general, no podemos siempre permanecer en el estadio ingenuo e irreflexivo de la infancia. Para bien o para mal -indudablemente más para bien que para mal- aparecen preguntas que nos imponen la reflexión doctrinal sobre las mismas, y, cuando aparecen, no hay otra alternativa para la Iglesia, como no la hay para el individuo, que hacer frente a las mismas e intentar contestarlas.
La especulación cristológica tuvo un lugar en la Iglesia, por necesidad, desde su comienzo. Las teorías ebionítica, gnóstica, patripasiana, sabeliana, no menos que las de Pablo de Samosata y de Arrio, implicaban elementos de una Cristología. El nombre «Cristológico», sin embargo, es apropiado en especial para la serie de discusiones posnicenas que surgieron de las afirmaciones dogmáticas de los Credos. Abarcan las cinco controversias que hemos mencionado: la apolinaria, la nestoriana, la eutiquiana, la monofisita y la monotelita. Vamos ahora a darles una mirada en su relación histórica, lo cual resultará ser también la conexión lógica.
I. La primera forma de herejía cristológica, la Apolinaria, se remonta al siglo cuarto, y, en cierta manera, es un preludio a las discusiones más importantes. La solución más simple de la unidad de lo divino y humano en una sola Persona que surge de modo espontáneo es evidentemente el suponer que en la constitución de esta Persona el Hijo divino o Logos ocupa el lugar del alma racional en un ser normal ordinario. El Hijo de Dios toma sobre sí nuestra entera humanidad, excepto sólo en aquello en que el hombre se constituye un yo. Pero el centro personal autodeterni ¡nativo en el hombre es su alma racional. Esta, pues, se dice, Cristo no la puede asumir; pues de otro modo tendríamos dos centros personales, o yos, en Cristo, lo cual es inadmisible. No parece haber ninguna alternativa excepto el que el Logos ocupe el lugar del alma racional en Cristo, y esto es lo que se supone ha hecho. Este modo de ver tiene afinidades con la especulación arriana y la sabeliana; pero la persona que le dio expresión formal fue Apolinario, obispo de Laodiceal (hacia el año 375), un hombre digno, seguidor de Atanasio, bien versado en la cultura griega. Apolinario no negó a Cristo la posesión de un alma humana en todo sentido. Era un tricotomista en su psicología, esto es, distinguía en el hombre tres elementos: cuerpo, alma y espíritu; y concedió que Cristo había asumido la unión en sí mismo de un cuerpo verdadero, y un alma animal, la sede de los apetitos, pasiones y deseos. Pero el lugar del alma racional y elemento autodeterminante en el hombre fue ocupado, según él, por el mismo Logos. No podía ser de otro modo, pensaba él, si Cristo había de ser elevado por encima de la mutabilidad, y no se introducía dualidad en su conciencia. Está claro que hay una gran mutilación aquí de la idea de la verdadera humanidad de Cristo, contra la cual la Iglesia hizo bien en protestar, o sea, la introducción de un elemento docético, como si Cristo, con respecto al alma, fuera humano sólo aparentemente y estuviera apartado de las condiciones de un desarrollo verdaderamente humano. Con todo, sería un error pensar demasiado a la ligera de Apolinario y de su teoría. Apolinario era un pensador realmente capaz, y hay por lo menos un elemento de verdad en sus especulaciones, para las cuales la Iglesia de aquellos tiempos no estaba preparada debidamente. Para cubrir la objeción de que negaba una verdadera alma humana a Cristo, Apolinario se basó en que éste no era el verdadero sentido de su doctrina. El Logos, sostenía, no se halla aparte del hombre, como algo extraño a su esencia, sino que es El mismo el arquetipo de la humanidad -tiene la potencia de la humanidad eternamente dentro de sí---. Al realizar, pues, esta determinación eterna de su naturaleza, y pasar a ser hombre en Cristo, el Logos no ocupa simplemente el lugar de un alma humana; pasa a ser un alma humana --es más verdaderamente humana que cualquier individuo de la especie-. En palabras de Domer: «El Logos, lejos de ser extraño a nosotros, constituye más bien la perfección de la humanidad. Esto lo expresa del siguiente modo: "El pneuma en Cristo es un pneuma humano, aunque divino."» Hay aquí un paso hacia el reconocimiento de la afinidad interna de Dios al espíritu humano --el fundamento natural del alma del hombre en el Logos como la luz y la vida del hombre (Juan 1:4)- que ha de ser tenido en cuenta en toda doctrina adecuada de la encarnación. Sin embargo, como el objetivo perseguido por Apolinario al identificar el alma con el Logos era el elevar a Cristo por encima de la mutabilidad y debilidad humanas, es evidente que la idea de «hacerse hombre» es realizada de modo muy imperfecto. Hay una diferencia importante, además, entre un alma que está basada en el Logos, como toda alma humana lo está, y un alma reemplazada por el Logos en Cristo, que es el punto de vista de Apolinario. En esta última afirmación, la Iglesia, en sus grandes maestros, y de modo formal en el Concilio de Constantinopla (año 3 8 l), reconoció debidamente un error, y afirmó, en contra de ella, la posesión por Cristo de una humanidad completa, con el alma racional incluida?
II. Al rechazar el punto de vista apolinario, la Iglesia declaró que Cristo estaba poseído de una humanidad verdadera e intacta -tenía una verdadera alma y un verdadero cuerpo humanos-. Pero esto sólo dio lugar a una forma más aguda de la cuestión de cómo podía ser concebida esta unión de lo divino y humano en su Persona. Y la solución que fue presentada a continuación fue la conectada históricamente con el nombre de Nestorio, a saber, que el Logos se había unido en la forma más íntima de comunión moral con el hombre Jesucristo, sin que el último, con ello, perdiera su personalidad independiente, o pasara a ser, como se defendía en el caso de la idea opuesta, un mero «accidente» del Logos. En la controversia nestoriana, sin duda, había en operación varios factores secundarios y con frecuencia condenables. Entre ellos podemos notar los celos profundamente arraigados que subsistían entre los patriarcas rivales de Alejandría y Constantinopla, y la creciente veneración de la Iglesia a la Virgen María -una veneración que halló su expresión en el epíteto teotokos (Madre de Dios), que pasó a ser una especie de santo y seña de esta controversia. Pero esto eran, después de todo, sólo pajas en la superficie. La explicación real de la disputa hay que buscarla en la tendencia del desarrollo teológico, y especialmente en las tendencias del pensamiento que ahora se revelaban en las escuelas de Alejandría y Antioquía, respectivamente. La escuela de Alejandría --desde el principio, como vimos (cap. III), tenía un carácter idealista y especulativo- adquirió hacia este tiempo un matiz místico, de Siria, que la disponía a considerar de modo predominante el lado divino, o trascendental, de la persona de Cristo, y a ver la humanidad fundida, si no absorbida, en este lado más elevado. La teología de Antioquía, por otra parte, en conformidad con su inclinación más racional, hacía una discriminación cuidadosa de las dos naturalezas, y se esfor7aba en preservar cada una en su independencia y distinción, con el peligro opuesto de separarlas con exceso y destruir la unidad de la Persona. La clave de las controversias que siguieron la hemos de buscar en el conflicto entre estas dos tendencias, cada una de las cuales tenía su lugar providencial y su lado de la verdad. La tendencia de la escuela de Antioquía se ve con la máxima claridad en la teología de su representante más distinguido, Teodoro de Mopsuestia, condiscípulo, con Crisástomo, de Diodoro de Tarso, y maestro de Nestorio. Por amor a la claridad, voy a dedicar a sus ideas algo de atención en primer lugar.
El sistema de Teodoro es uno de los más originales y mejor elaborados del período. Concibe al hombre como una imagen visible y un representante de Dios en la tierra -el lazo de unión de toda la creación-. Con Agustín sostiene que la verdadera libertad sólo se alcanza cuando el alma está establecida en la bondad, elevada por encima de la posibilidad de pecar mediante la unión con Dios. Pero este estado él lo considera alcanzable sólo por medio de un proceso de desarrollo moral. El hombre fue originalmente creado falible y mortal, y tuvo que darse cuenta de su incapacidad para sostenerse en su propia fuerza, por la experiencia real de la caída. La caída, pues, con el pecado y la muerte que resultaron de ella, en un sentido, en el sistema de Teodoro, es una necesidad de la condición natural del hombre. De este estado fue restaurado por Cristo, la nueva Cabeza de la raza, en quien se realiza por primera vez de modo perfecto la imagen de Dios en la humanidad. Pero incluso la unión del Logos con Cristo no excluye la libertad y el desarrollo moral. La naturaleza humana en su estado completo, incluyendo la personalidad, está unida con el Logos desde el principio --es irradiada, reforzada, inspirada, sostenida por ella, y por esta razón crece y madura con rapidez excepcional--; sin embargo, no sin un desarrollo ético libre que apropia lo divino en todos sus estadios.
Esto nos lleva a la idea de Teodoro de la naturaleza de la unión de lo divino y lo humano en Cristo. Teodoro la elabora a partir del punto de vista del «revestimiento» (enoikosis). ¿Cuál es, pues, la forma de este revestimiento de Dios en Cristo? Muestra primero que no es el revestimiento de la mera inmanencia -de esta omnipresencia y energía por las cuales Dios está presente para todas las criaturas y en todas ellas-. No es simplemente una presencia en esencia (kat ousian), o una presencia en energía (kat enepgeian). La Encarnación no se puede explicar como la mera inmanencia de Dios, porque Dios es inmanente en todo. Pero hay otro modo de la presencia de Dios por el cual El se acerca más a unos que a otros, en conformidad con sus disposiciones morales -un modo de revestimiento que Teodoro describe como del beneplácito (kat eudokian) de Dios-. Es la relación peculiar de la comunión moral en que Dios se halla con los que son aptos para la misma por medio del espíritu de confianza y obediencia. Es así que Dios reside en los creyentes; así, en una forma única y preeminente, residía el Logos en Cristo. La unión aquí es de la clase más perfecta concebible. El espíritu humano de Jesús se apropia de modo tan perfecto lo divino que pasa a ser enteramente uno con él. El pensamiento y la voluntad de Cristo como hombre son verdaderamente el pensamiento y la voluntad de Dios en El; con todo, su naturaleza humana no queda anulada por ello, sino más bien elevada a su grado sumo de perfección. Por otra parte, el Hijo divino se apropia y une la naturaleza humana consigo, de modo tan completo, que hace de ella el órgano de su manifestación personal. Por medio de esta unión, además, la humanidad pasa a compartir, después de la ascensión, toda la gloria y dominio del Logos. Esto, como se puede ver, es un intento en extremo hábil para resolver el problema de la unidad de lo divino y humano en Cristo, y que no carece de elemento de valor. Implica el reconocimiento, que falta en general en otros intentos, de la afinidad de lo divino y lo humano que hace posible la verdadera unión, y es un intento, digno de elogio, de hacer justicia al factor ético en el desarrollo de Cristo. No obstante, a pesar de todo su ingenio, se puede ver también que nunca llega más allá de la unión más perfecta moral de dos personas que son originalmente distintas. Teodoro lo admite, prácticamente, por el término que usa para describirlo. Es una conjunción (sunateia), o también es comparable al matrimonio, en que dos son uno. Se puede comprender fácilmente, pues, que la escuela de Alejandría, con Cirilo a la cabeza, se opusiera de modo persistente a esta doctrina porque fallaba en satisfacer las condiciones de la verdadera encarnación, y que los discípulos de Teodoro, en algunos casos, estuvieran dispuestos a ir más lejos que él mismo, y de modo disimulado afirmar una doble personalidad en Cristo.
En consecuencia, esto es lo que ahora vemos en el caso de Nestorio, patriarca de Constantinopla, un hombre de buenas intenciones y celoso enemigo de Arrio y otras herejías, pero partidario convencido de la escuela de Antioquía, que en el año 428 se atrajo la indignación contra sí por su vehemente oposición al término teotokos- (Madre de Dios), aplicado a la Virgen María. Christotokos lo permitía, pero no theotokos; porque el Logos, decía, no nació de María, pero se hallaba en el que nació de María. Nestorio llegó mucho más lejos, en su separación de lo divino y lo humano en Cristo, de lo que habría aprobado Teodoro, aunque indudablemente se hallaba en su misma dirección. La «conjunción» (sunateia) de las dos naturalezas que enseñaba Teodoro pasa a ser en Nestorio poco más que una «relación» (schesis) entre ellas, una comunión moral íntima de dos personas. Esta doctrina es la que Cirilo de Alejandría combatió vigorosamente. Cirilo es un personaje para el cual los historiadores de la Iglesia, en general, tienen pocas palabras amables. Parece haber heredado con exclusiva fidelidad el temperamento y métodos de su tío y predecesor, el dominador y violento Teófilo; y, apoyado por sus monjes y multitud de fanáticos parabolani, usó su posición de gran influencia en la ciudad con orgullo y pasión. Podremos juzgarle quizá más imparcialmente si, reconociendo las graves faltas a que le llevaron la ambición y el afán de poder, admitimos con Domer, Newman y otros, que había mejores rasgos en su carácter, y que, aunque dominado con frecuencia por los prejuicios, era motivado por un amor sincero a la verdad, y aun un espíritu más moderado y tolerante de lo que se suele conceder. Sus primeras cartas a Nestorio son de tono sosegado y templado; y se hace notar que, después del destierro de Nestorio, no se registra ningún acto violento por su parte. Una cosa es cierta, y es que, como teólogo, Cirilo es facile princeps en esta controversia? No tenía igual en su día en su dominio de las cuestiones en disputa y en los razonamientos luminosos y convincentes en defensa de las posiciones que sostenía. Sus ideas, como veremos, no se hallan libres de defectos. Algunas de sus expresiones llevan por dentro los gérmenes de un monofisitismo, que es lo que justifica la oposición que le hicieron Teodoreto y otros de la escuela de Antioquia. Pero, en su polémica contra Nestorio, Cirilo tenía indudablemente razón. Con justicia argumentaba que en la teoría de Nestorio no había una encarnación propiamente dicha, sino sólo la yuxtaposición de dos seres, Dios y hombre; que el Hijo de Dios era poco más que un huésped de la humanidad; y que había entre ellos sólo una conjunción de relación (aschetiko sunateia). Cuando se insistía en la pregunta: ¿Cómo puede ser llamado Cristo, según su humanidad, Hijo de Dios, o cómo podía ser legítimamente adorado como hombre?, los nestorianos sólo podían contestar hablando de una transferencia (anatora) del nombre hijo a la humanidad, y sugiriendo que, como hombre, Cristo podría ser adorado si la adoración iba dirigida en pensamiento al Logos que lo revestía. La unión de la humanidad con la divinidad era considerada como una unión de valor (kat aeian), de voluntad, de nombres, y así sucesivamente. Es evidente que esto no podía ser satisfactorio.
El punto esencial del Nestorianismo, pues, es la disolución de la unidad de la personalidad en Cristo. En contra de la idea de la asunción de una naturaleza humana por una persona divina, los nestorianos sostenían que había dos personas -una divina y una humana- subsistiendo en la unión moral más íntima. El Logos habitaba la humanidad, que tenía la personalidad propia. Este era un tipo de doctrina que, por más que fuera defendido en forma plausible, no se podía sostener de modo permanente. Aunque apoyado durante un tiempo por la autoridad imperial, el curso de la batalla fue progresivamente desfavorable. Roma y Alejandría estaban unidas en la condenación; finalmente el Concilio de Efeso -el llamado tercer concilio ecuménico (año 431) --- fue convocado para decidir la cuestión. No sería de provecho alguno el insistir en las confusiones que existieron y siguieron después de esta asamblea. Después de una espera de quince días, debida a la demora en su llegada de Juan de Antioquia y de sus obispos de Siria, Cirilo abrió el Concilio y entraron en discusiones. En un solo día Nestolio fue condenado, excomulgado y depuesto. El delegado imperial se negó a sancionar los procedimientos; por otra parte, el sentimiento popular era favorable a los obispos de modo abrumador, y la ciudad fue iluminada al ser anunciada la decisión. Los de Antioquia, cuando llegaron, se indignaron hasta tal punto que celebraron un concilio rival. Siguieron recriminaciones, deposiciones mutuas, vacilaciones imperiales; pero al final las cosas permanecieron como el Concilio de Cirilo las había dejado, y el desgraciado Nestorio fue abandonado silenciosamente por todos. Murió, después de muchas vicisitudes, en el exilio (año 440). En el año 433 se efectuó una reconciliación entre Cirilo y algunos de los líderes de Antioquia (aunque otros se mantuvieron al margen, entre ellos Teodoreto) en base a una fórmula de mediación: los de Antioquia aceptaron la theotokos y los de Alejandría la «unión inconfusa» (asuychutos) de las naturalezas. Teodorelo fue realmente el autor de esta fórmula, pero se negó a sancionar la condenación de Nestorio, que, según decía, había sido obtenida ¡legítimamente. Cirilo de buena gana habría incluido en la condenación la persona y escritos de Diodoro y de Teodoro, pero no tuvo poder para conseguirlo. Hallaremos a Teodoro condenado finalmente en el quinto Concilio, en el año 553.
III. El Nestorianismo había sido condenado, pero la controversia no había llegado a su fin. Sólo entró en una nueva fase, conocida como Eutiquiana. Los alejandrinos consideraron la decisión del Concilio de Efeso como una victoria propia, y los más extremistas entre ellos de buena gana la interpretaron como una condenación de toda la posición de Antioquia, con su marcada discriminación de las naturalezas. Su propia fórmula era «una sola naturaleza del Logos encarnado». Cirilo mismo, aunque verbalmente aceptaba la fórmula de una unión inconfusa , enseñaba una doctrina muy ambigua. Sostenía la diferencia de las naturalezas, aunque, debido a la «unión física» podía hablar también de «una sola naturaleza» en el Cristo encamado. En virtud de la unión, se consideraba en libertad para poner atributos divinos a la humanidad, por ejemplo, la omnisciencia, de modo que la ignorancia de Cristo se interpretaba como aparente -una especie de «economía»-. Después de la decisión de Efeso, estas tendencias adquirieron pleno relieve. Las naturalezas divina y humana podían distinguirse in abstracto, pero después de la encarnación se consideraba que ya no eran dos, sino una. Los alejandrinos, por consiguiente, gustaban de usar expresiones que destacaban esta apropiación e intercambio de atributos de la deidad y la humanidad, por ejemplo, «Dios nació», «Dios sufrió», «Dios fue crucificado por nosotros». Toda la tendencia de la escuela de Antioquia, en contraste con esto, era marcada como nestoriana y repudiada de modo vehemente. Así se mantuvo la controversia hasta la muerte de Cirilo en 444. A Cirilo sucedió en Alejandría Dióscuro, un hombre rudo, cuya violencia, falta de escrúpulos e intimidación en contra de sus adversarios no son contrarrestadas por ningún rasgo favorable. Con él, apoyado por el gran cuerpo de monjes egipcios, la doctrina de «una sola naturaleza» pasó a ser una mezcla indistinguible de lo divino y lo humano, una absorción de lo humano por lo divino. El partido egipcio tenía relaciones con cuerpos de monjes de Siria, asimismo el apoyo de las comunidades monásticas de Palestina y Constantinopla. Sobre todo, era fuerte mediante el apoyo de la corte imperial --el débil emperador Teodosio era dominado por completo por su emperatriz, Eudoxia, y el eunuco sin escrúpulos Crisaflo---, y se hizo todo lo posible para aplastar a los líderes de Antioquía, especialmente a Teodoreto.
El inicio de la controversia cutiquiana en el año 448 está relacionado, como el nombre sugiere, con Eutiques, un abad de Constantinopla y ardoroso defensor de las opiniones alejandrinas. En un sínodo local, presidido por Flavio, el patriarca, que parece haber obrado de modo imparcial e independiente, Eutiques fue acusado de negarla distinción de las naturalezas en Cristo, y de declarar que el cuerpo de Cristo era de sustancia diferente del nuestro. Cuando él mismo admitió que éstas eran sus creencias, fue condenado, depuesto y excomulgado. Su condenación, como había que esperar, causó un tremendo revuelo, e impulsó a Dióscuro y a sus seguidores a las medidas más activas. Eutiques se quejó de injusticia, y reclamó un concilio, y tanto él como Flavio procuraron conseguir el apoyo de León, el obispo de Roma, de gran influencia. León era un hombre de mucho sentido práctico, y dio su veredicto de modo decisivo contra Eutiques, y, en vista de que el emperador había convocado ahora un gran concilio, escribió a Flavio una larga epístola doctrinal -su famoso «Tonio*--- que pasó a ser más adelante la base de la decisión de Calcedonia. No tengo por qué insistir en los procedimientos del Concilio de Efeso celebrado en el año 449, que, por su parcialidad y violencia sin igual, se ganó el sobrenombre de «Concilio de los Ladrones» (Latrocinium), por el cual ha sido conocido desde entonces. En este Concilio, que presidió Dióscuro, se declaró inocente a Eutiques, Teodoreto fue depuesto, y Flavio maltratado tan cruelmente que murió a los pocos días. Las decisiones de un Concilio de este tipo, obtenidas mediante el terrorismo más burdo, no podían tener peso moral, y fueron repudiadas inmediatamente por el sínodo celebrado en Roma. Hubo dificultades para conseguir que se volviera a abrir el asunto, pero una revolución en la corte, que ocurrió en esta coyuntura, alteró el aspecto de los asuntos y preparó el camino para la convocación de un nuevo Concilio ---que se reunió en Calcedonia (año 45 l), y se cuenta como el cuarto ecuménico---. Con este Concilio -el mayor de los celebrados hasta este punto en cuanto a número-- llegamos a un hito destacado en la historia del dogma. Su importancia depende del hecho de que fue el primer Concilio, después de Nicea, que se atrevió a componer un nuevo Credo. Sus procedimientos iniciales, cuando se inquirieron las acusaciones contra Dióscuro, fueron bastante tumultuosos. Pero Dióscuro se halló pronto solo, por deserción de sus partidarios, excepto unos trece obispos egipcios. Se compuso finalmente un credo en base a la carta de León, y, aparte de estos pocos disconformes, obtuvo una aprobación general. Muchos gritaron: «Esta es la fe de los Padres. Esta es la fe de los apóstoles. Todos estamos de acuerdo con ella». Dióscuro terminó su carrera indigna en el destierro. Son necesarias unas pocas palabras sobre este Credo de Calcedonia, que marca un punto decisivo en las controversias cristológicas y ha mantenido su categoría de autoridad ecuménica a lo largo de muchos siglos. Es un largo documento, pero la frase esencial es la que vamos a citar ahora. Después de confirmar los Credos de Nicea y de Constantinopla, y de aceptar como válidas las cartas de Cirilo contra Nestorio y la carta de León a Flavio, sigue definiendo la verdadera doctrina de la persona de Cristo en los siguientes términos: «Uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, confesado en dos naturalezas, sin confusión, sin conversión, sin división, sin separación» El significado de estos predicados se percibe fácilmente. Los dos primeros van dirigidos contra Eutiques, con su confusión o conversión de las dos naturalezas; los dos últimos contra Nestorio, con su división o separación de ellas. El propósito del Credo, pues, es afirmar la unidad de la Persona, junto con la distinción de las dos naturalezas. En la tendencia teológica se verá que tiene más afinidad con el modo de pensar de Antioquia que con el de Alejandría, e indica de modo bastante claro los errores que han de ser evitados. Pero esto, que es su fuerza, es, desde el punto de vista teológico, su debilidad. Nos enumera los factores, pero no nos ayuda a una solución positiva del problema que implican. Pone los predicados uno tras otro, pero no muestra su compatibilidad y relación mutuas. Si puede decirse así, la fórmula parece la afirmación de los términos en una suma proporcional: da los porcentajes, pero no da la suma. Quizá fue mejor así; que se detuviera después de parar los errores, y dejara los intentos de una construcción positiva de la teología. Lo curioso es que este Credo, con su carácter no especulativo -un producto del genio práctico latino--, se considere como una creación de la metafísica griega.2 Metafísica es lo último que se encuentra en él. Pone los factores, digo, uno al lado de otro, sin intentar mostrar la posibilidad de su combinación. Un Credo perfectamente verdadero en lo que niega, hay, sin embargo, un elemento de verdad en el punto de vista alejandrino o monofisita, al cual no hace justicia debidamente. La presencia de esta verdad es el elemento vitalizante de las controversias que siguen, porque los hombres lo sentían, aun cuando no pudieran expresarlo debidamente, y no dejaban que fuese suprimido. Había la convicción, imposible de desarraigar, de que, se concibiera como quisiera la unión de lo divino y lo humano en la Persona de Jesús, era algo infinitamente más rico, más vital y penetrante de lo que la formulación de Calcedonia daba a entender. Creo que el error fundamental de gran parte de esta controversia, en ambos lados, fue la idea de que con la unión de lo divino y lo humano -la presencia y energización de lo divino en lo humano- lo humano queda anulado, o se le quita en algún grado su integridad y perfección (ver antes, p. 15 l); la verdad es que, como muestra una psicología más profunda, tan sólo cuando lo humano asume lo divino en sí mismo lo asimila, se realiza el ideal verdadero y completo de la humanidad. El eutiquiano (o monofisita) sólo podía considerar esta unión de la naturaleza humana con la divina como una mezcla, una fusión, 0 como la absorción de lo humano en lo divino -y contra esto protestó con justicia el Concilio de Calcedonia-. Pero el monofisita, por otro lado, sentía que la fórmula de Calcedonia mantenía las naturalezas separadas de modo demasiado frío, demasiado abstracto, cerrando celosamente la intercomunión entre las dos. Esto explica la prolongada lucha que siguió. La percepción de este elemento de verdad en el lado monofisita es lo que da a estos conflictos futuros, tan pesados en detalles externos, cierto interés y provecho.
IV. La controversia monofisita, o de «una naturaleza», a la cual nos dedicaremos ahora, es simplemente, en principio, una continuación de la eutiquiana. El nombre denota las nuevas formas que asumió la controversia después de las decisiones del Concilio de Calcedonia. El Credo de Calcedonia, así, lejos de obtener una aceptación universal, se demostró, en parte por la razón antes mencionada, la señal de una gran revuelta en los adherentes de la doctrina de la «naturaleza única», que defendía sus ideas con ardor y bastante habilidad. La doctrina promulgada en Calcedonia la consideraban como puro Nestorianismo, y no querían saber nada de ella. Los centros principales del partido monofisita eran Egipto, Palestina y partes de Siria, y su fuerza principal estaba en los monjes. En todas las regiones nombradas estallaron tumultos después de los Concilios, y, se organizó oposición a los obispos en Alejandría, Jerusalén y Antioquia. Al pasar el tiempo la controversia fue agudizándose, se multiplicaban las sectas, y las relaciones de los partidos sufrían los cambios más curiosos. A veces se procura distinguir la primera forma, o eutiquiana, del Monofisitismo, de las últimas formas, diciendo que Eutiques enseñó una absorción de la naturaleza humana en la divina -su deificación-, en tanto que los maestros posteriores defendían más bien una fusión de lo divino y lo humano en Cristo -la producción de una naturaleza compuesta-. Esta distinción, sin embargo, no se puede sostener. Ciertamente Eutiques enseñó la asimilación o transformación de la naturaleza humana -su asimilación a ladivina-, pero lo mismo hicieron muchos monofisitas posteriores. Por otra parte, la doctrina de una suychusis o krasis de lo divino y lo humano, esto es, de una fusión o mezcla, ya estaba condenada por el Concilio de Calcedonia. La verdad, como se ha indicado antes, es que el Monofisitismo tenía su rationale, su propio elemento de verdad a proteger-, de ahí su capacidad para sostenerse durante tanto tiempo frente a la idea rival, y el hecho de lo que Domer llama su largo «diálogo» (iii. 125) con la Iglesia no quedó sin fruto de bien. Uno de los resultados más extraños del curso de las cosas fue que, a lo largo de la controversia, los partidos, como Hanilet y Laertes en la comedia, llegaron a cambiar las armas; así que tenemos a monofisitas que enseñan tan firmemente la ignorancia de la naturaleza humana de Cristo (Agnoctes), que parecen abogados de un Calcedonianismo exagerado; y, por otra parte, tenemos abogados de las ideas calcedonianas que exaltaban de tal modo la naturaleza humana -atribuyéndole, por ejemplo, omnisciencia- que son monofisitas en todo menos el nombre. Las discusiones sobre detalles nimios que tenían lugar entre los bandos fueron extraordinarias, según dice Domer, como si «hubiera sido ordenado que la Cristiandad hiciera experimentos en todas las direcciones posibles» (iii. 121); y sólo los nombres de las sectas resultantes (Aftartodocetistas, Ftartolatristas, Actistetes, etc.) bastan para producir escalofríos.
Una situación que ya era bastante difícil, aún empeoró por la interferencia desacertada de los emperadores en sus esfuerzos para forzar la unidad. Primero tenemos el intento hecho en 482 por el emperador Zeno, un hombre rudo y disoluto, en conjunción con el patriarca Acacio, para inventar una fórmula de unión -conocida como la Henoticon- que podía conciliar a los monofisitas, o a la sección más moderada de éstos, pero que en realidad no agradó a ningún partido, y sólo agravó los males que procuraba curar. Más adelante vino el intento del emperador Justiniano (544) de hacer una reunión de los partidos monofisitas con la Iglesia, por medio de su famoso edicto de «Los tres capítulos», en que condena: 1) la persona y escritos de Teodoro; 2) los escritos de Teodoreto contra Cirilo; y 3) una carta de Ibas de Edesa, que hace referencia también a Cirilo. No hay que decir que, aunque puestos en vigor bajo destitución, estos artículos, en vez de resolver la controversia, sólo hundieron a la Iglesia en una confusión peor que nunca. Voy a hacer notar simplemente dos influencias más que entraron en la historia del Monofisitismo en este período, destinadas a afectarlo considerablemente, aunque en direcciones opuestas: una, un reforzamiento poderoso de la tendencia mística derivada de los escritos del pseudo-Dionisio el Areopagita (siglo quinto); la otra, la introducción en la controversia de categorías y distinciones de la filosofía aristotélica por un monofisita erudito de principios del siglo sexto, Juan Filoponus, que halló la tecnología de naturaleza, esencia, género, especie, etc., eminentemente apropiada a la clase de disputas a que él se dedicaba.
Así, durante todo un siglo prosiguió la controversia, hasta que, finalmente, en 553 fue convocado un nuevo Concilio --el llamado quinto ecuménico- en Constantinopla para juzgarla. Este quinto Concilio sólo fue atendido por 165 obispos, todos ellos, menos cinco, de la parte oriental, y sus decretos fueron hasta aquí una victoria para los Monofisitas, pues reforzaron los anatemas de «Los tres capítulos», y con ello aseguraron, Finalmente, el objetivo, caro al corazón de Cirilo, de la condenación de la persona y escritos de Teodoro, y, en parte, la condenación de Teodoreto. Pero resguardó la autoridad del Concilio de Calcedonia al anatematizar a los que declaraban que condescendían con los errores condenados. Las personas de Teodoreto e Ibas fueron eximidas por la razón de que se habían retractado de su errónea doctrina y habían aceptado la del Concilio de Calcedonia. El Concilio, sin embargo, falló su separación de la Iglesia del Imperio.
V. La última controversia en esta serie lamentable, la monotelita, vino un siglo después del quinto Concilio, que versaba sobre la doctrina de la voluntad de Cristo. Esta especulación no brotó hacia fuera, y tuvo su origen en un intento del emperador Heraclio de volver a ganar a los Monofisitas para la Iglesia, y en Alejandría consiguió ganar a algunos? El germen del nuevo desarrollo hay que buscarlo quizá en un pasaje del Areopagita, en el cual habla de una teavdrikt eneryia -una energía humano-divina en Cristo. Es ya evidente que la doctrina de las naturalezas no podía permanecer donde la había dejado el Concilio de Calcedonia. El decir que hay unidad de Persona y dualidad de naturalezas deja un número de cuestiones vitales sin resolver. Porque, aparte del cómo de esta unión, queda todavía sin determinar cuánto hay incluido de la Persona y cuánto de la naturaleza. ¿Pertenece, por ejemplo, la voluntad a la naturaleza o a la persona? ¿Cómo es posible, por una parte, un agente voluntario sin personalidad? Si decimos que hay dos voluntades en Cristo, ¿no implica esto que hay dos centros personales o egos, y no nos lleva esto una vez más a una forma de Nestorianismo? Si, por otra parte, decimos que sólo hay una voluntad en Cristo, a saber, la divina, ¿no parece esto robar a Cristo de la verdadera volición humana, y detraer de la integridad de su humanidad? Los Monotelitas partían de la unidad de la Persona, y su doctrina, como en la controversia monofisita, podía tomar dos formas. 0 bien la voluntad humana podía verse como ya fusionada con la divina, de modo que esta última era la única que actuaba, o bien la voluntad podía ser considerada como compuesta, esto es, resultante de una fusión de lo humano y lo divino. En uno y otro caso la elaboración lógica de la doctrina parecía implicar la negación de la voluntad verdaderamente humana en Cristo. Así, cuando Jesús dice: «No como yo quiero, sino como tu quieres» (Mateo 27:39), o «No busco hacer mi voluntad» (Juan 5:30), o usa lenguaje en el cual parece afirmar que tiene su propia voluntad, estas palabras se explicaban como mera condescendencia con propósitos de enseñanza. Los Duotelitas, por otra parte, empezando en la dualidad de las dos naturalezas, y atribuyendo una voluntad a cada una, parecían crear dos centros de voluntad en una conciencia, y al parecer destruían la unidad de la vida personal. La controversia, como se verá, implicaba un punto real de dificultad, y no era, como podríamos sentimos tentados a pensar, un simple ejercicio de logomaquia.
En la primera forma que asumió la controversia, sin embargo, la disputa no era tanto sobre una voluntad, sino, en concordancia con la frase antes citada del Areopagita, sobre una energía en la Persona de Cristo. Si tomamos la analogía de las dos corrientes, que proceden de manantiales separados, pero mezclan sus aguas durante su curso, podemos ver que es concebible una unión o fusión de energías u operaciones de la Persona divina y humana de Cristo, aunque éstas procedan de dos fuentes o voluntades. Era esta idea de la unión de energías que defendía el emperador Heraclio, apoyado por los patriarcas de Constantinopla y Alejandría, y con ella se esforzó por conquistar a los Monofisitas (630). Pero, en la lógica del caso, la controversia pronto se centró sobre la cuestión de una voluntad. Sergio de Constantinopla procuró asegurarse el favor de Honorio, el obispo de Roma, para esta doctrina; y aquí llegamos a otro de los ejemplos curiosos de la luz que proyecta la historia del período sobre la doctrina de la infalibilidad papal. Honorio pronunció su juicio de modo inequívoco en favor de la afirmación de una sola voluntad en Cristo. «Confesamos», dijo expresamente, «una sola voluntad en nuestro Señor Jesucristo».1 Este segundo estadio de la controversia viene marcado por la publicación de un edicto imperial, conocido como la Ectitesis, o Exposición de la Fe (año 638), que pone a un lado el término «energía» como capaz de desorientar, y avanza de modo explícito a la afirmación de una «voluntad» en Cristo. Esto, es evidente, era simplemente hacer volver al Monofisitismo a la región de la voluntad, en tanto que se concedía en palabras la distinción de las naturalezas, y de modo necesario reavivaba en una forma más aguda todas las antiguas controversias. El decreto fue respaldado, naturalmente, en Constantinopla, pero fue resistido denodadamente y condenado en el norte de África y en Italia, donde los sucesores de Honorio se negaron a dar su asentimiento. Así quedó la cosa hasta el año 648, en que un nuevo emperador, Constancio 11, sustituyó la Ecthesis por otro edicto llamado el Type, que recurría a la fútil idea de prohibir cualquier clase de discusión, ordenando que no debiera enseñarse ni la doctrina de una voluntad ni la de dos. Se decretaron severos castigos contra todo el que desobedeciera. El papa Martín se resistió y condenó al Monotelismo en Roma en el año 649. Por esta ofensa fue llevado en cadenas a Constantinopla, unos años más tarde, y desterrado a Crimea, donde murió literalmente de hambre. A otro oponente principal, el anciano Máximo (82 años), se le cortó la lengua y la mano derecha (año 622) y murió poco después como resultado de esta crueldad.
Una tiranía tan bárbara fue efectiva durante un tiempo para aplastar toda protesta; pero sólo durante un tiempo. Bajo un papa posterior, Adeodato (año 677), fue renovada la controversia, y se interrumpió la comunión con Constantinopla. Ahora estaba en el trono un emperador de estampa distinta -Constantino Prognato-, cuyo sincero deseo de paz le llevó (año 678) a hacer proposiciones para un nuevo Concilio. Este, con la concurrencia de Agato, el obispo de Roma, se convino finalmente en Constantinopla en el año 680, y se considera el sexto ecuménico, o el primero Trullano (por la sala del palacio en que se celebraron las reuniones). La asistencia no fue muy grande -nunca más de 200-, pero los procedimientos se caracterizaron por más decoro e imparcialidad que en los concilios previos sobre estas controversias. El resultado doctrinal fue una fórmula breve, basada en una carta enviada por Agato al emperador, en la cual la cláusula esencial es la afirmación de «dos voluntades naturales, y dos operaciones naturales (energías) en Cristo, sin división, cambio, separación o confusión», aunque debía añadirse que la voluntad humana estaba invariablemente sometida a la divina. La fórmula fue aprobada y con sólo uno o dos de los presentes disconformes. Se verá que no hace mucho más que repetir las decisiones calcedonianas sobre la naturaleza y aplicarlas específicamente a la voluntad; y le corresponde, naturalmente, la misma crítica, que, si bien evita los errores monotelitas, no ofrece ayuda alguna para la solución positiva del conflicto. Quizá, como antes, es ventajoso que no complicase su declaración con ningún elemento que pueda ser llamado especulativo. Pero sigue válido el hecho de que la fórmula que nos deja --dos voluntades y dos operaciones subsistentes juntas- no puede ser considerada como perfecta o definitiva.
Dando una mirada a la discusión en conjunto, podemos observar, primero, que hay una ambigüedad en el término «voluntad» que complica algo la comprensión de la cuestión. Cuando hablamos corrientemente de la voluntad, queremos decir estrictamente la facultad de volición, o determinación propia, o elección. Pero hay un uso más amplio de la palabra, no raro en el lenguaje de la filosofía y la teología, en el cual se incluye el conjunto de lo que a veces se llaman «poderes activos», esto es, los instintos, apetitos, deseos, afectos, con sus correspondientes aversiones. Todo esto en la vieja controversia quedaba cubierto por el término «voluntad»; y la cuestión de si Cristo tenía una voluntad natural, llegó a extenderse hasta incluir la posesión por El de todos estos impulsos, deseos y aversiones naturales. Cubría, por ejemplo, una cuestión tal como si Cristo era capaz de temer, o de presentar el retraerse natural, ante el sufrimiento y la muerte. Se verá por esto lo serio que es negar, como hacían los Monotelitas, que Cristo tenía una voluntad humana clara, y que la afirmación de una sola voluntad tendía a dar a la humanidad de Cristo un carácter enteramente docético. Contra esto protestaban con razón los Duotelitas. Con todo, esto, evidentemente, no aclara la dificultad de asumir lo que podemos llamar dos sistemas de voluntad en una conciencia personal, ni explica cómo, si el poder de autodeterminación queda incluido bajo la voluntad ----es, verdaderamente, el núcleo y la esencia del mismo-, era posible que hubiera dos centros autodeterminantes en una vida personal.
Esto me vuelve a mi primera posición de que la fuente principal de la dificultad aquí, como en las discusiones anteriores sobre las naturalezas, surge de suposiciones erróneas con que empezaron los dos bandos de la controversia. Lo divino y lo humano es primero separado arbitrariamente, y se establece una oposición entre los dos, que hace después imposible esta unión. Se supone que una voluntad humana unida a la divina --energizada por ella-, en la cual Dios mismo quiere y obra verdaderamente, por este hecho pasa a ser menos verdaderamente una voluntad humana, en vez de ser elevada y perfeccionada por esta participación de lo divino, como es realmente el caso. Se supone que si el Hijo de Dios tomó realmente nuestra naturaleza sobre sí, y entró en todas las condiciones de una verdadera vida humana --crecimiento, desarrollo, voluntad incluida-, la actividad de su voluntad, por ser humana, no puede ser al mismo tiempo divina; tiene que haber, se supone, junto a ella en la conciencia de Cristo otra voluntad, que tiene todos los atributos de la divinidad: omnipotencia, omnisciencia y el resto. Hasta aquí hay un elemento de verdad en la protesta del Monotelismo. La voluntad de Cristo, aun como hombre, es una voluntad humano-divina; la voluntad de un Logos personal que se ha apropiado la humanidad con todas sus leyes y condiciones, deseos naturales y aversiones, sin excepción, y así es verdaderamente humano y divino: teantrópico. Podemos llegar a un punto de vista que permita entender mejor este tema si recordamos que hay un sentido en que existen dos voluntades en cada persona; que a veces hablamos como si hubiera una voluntad superior y otra inferior: una voluntad que procura mantenerse en unión con la ley de la razón y el deber que confesamos es la presencia de Dios en nosotros, y una voluntad natural que forcejea contra la primera, e incluso en Aquel que era sin pecado se retraía del dolor y de la muerte que eran inseparables del estado humano. ¡Qué errónea es la idea que tenemos de la naturaleza humana si separamos estas dos voluntades, o modos de la voluntad, poniendo la una al lado de la naturaleza divina, y la otra al lado de una naturaleza humana, como si las dos no pertenecieran a la verdad y unidad de nuestra humanidad! Pero esto es, en efecto, lo que los Monotelitas hicieron en el caso de Cristo. Es interesante observar, sin embargo, que a medida que la controversia prosiguió, llegaron a tener barruntos de la idea reconciliadora más elevada, que pone énfasis en la constitución del alma como implicando un elemento de tipo divino -una subsistencia desde el principio en el Logos y por medio del Logos-, en la cual se halla la potencia de esta unión perfecta de la voluntad humana con la divina (y, con todo, en armonía con las leyes de la sensibilidad natural), que es realizada de modo perfecto en Cristo.
Hay, naturalmente, un sentido más elevado en que podemos y debemos hablar de dos voluntades en Cristo -una voluntad divina y una voluntad de la naturaleza humana-, aunque no es propiamente el sentido de esta controversia, y si se trae a la misma hay peligro de crear confusión. Hay el lado trascendente de la Persona de Cristo --el lado del Logos, o subsistencia en la «forma de Dios» (Filipenses 2:6), como miembro de la Sagrada Trinidad-, su lado eterno preexistente, en el cual quiere y obra en una forma del todo inmutablemente divina bajo condiciones diferentes de aquellas en que quiere y obra como hombre. Hay, además, el lado humano o encarnado de la personalidad de Cristo, en el cual El quiere, bajo las condiciones y dentro las limitaciones de la humanidad. Estas no son dos voluntades en una conciencia humana; sino más bien dos esferas o modos de existencia del Hijo divino, que la fe ha de reconocer, por más que seamos incapaces de comprender su relación. Incluso aquí, sin embargo, erramos si suponemos que estas dos esferas o lados de existencia eran mantenidas durante la vida terrenal de Cristo rigurosamente aparte -que no había frecuentes interpenetraciones, por así decirlo, de los poderes de la vida superior en la inferior-. Los relatos del Evangelio, con sus ejemplos de conocimiento y conciencia sobrenatural por parte de Cristo --de sucesos como la transfiguración, el andar sobre el mar, la resurrección-, son pruebas de lo contrario. Esta interacción de superior e inferior nos proporciona la clave de muchos de los hechos que forman los temas de la disputa de estas controversias.
SUPLEMIENTO
Las ideas presentadas en la conferencia anterior se pueden suplementar haciendo referencia a dos desarrollos cristológicos recientes.
Hay la cuestión de la Impersonalidad de la naturaleza humana de Cristo. Si se rechaza la idea nestoriana, parece seguirse que la naturaleza humana de Cristo nunca subsistió en una personalidad suya propia: que fue asumida por la persona del Logos divino o Hijo y que sólo subsistió en ella. Con todo, este término «impersonalidad» es poco acertado, al sugerir una posible existencia impersonal independiente de la humanidad de Cristo, que no es lo que se intenta, en absoluto. El término «en-personalidad» seda menos objetable, puesto que da la idea de subsistencia «en» la Persona del Logos. La doctrina de la enhipostasia se halla en Leoncio de Bizancio (483-543), pero es desarrollada más plenamente por Juan de Damasco (hacia el año 750). Otra doctrina favorita de Juan de Damasco es la de la «circuncisión» o interpretación de las dos naturalezas, que es realmente un intento de hacer justicia al elemento de verdad en el Monofisitismo, aunque en manos de Juan se pasa de sus límites legítimos y tiende a la anulación de lo humano.
La controversia adopcionista (años 782-799). Esta controversia se originó en España, y probablemente surgió del deseo de hacer la doctrina (le la Trinidad más aceptable a los mahometanos. Su autor fue Félix de Urgellis. El punto de la misma es que Cristo era mantenido como propiamente Hijo de Dios con respecto a su naturaleza divina; con respecto a su humanidad, era Hijo de Dios sólo por adopción. Esta idea fue rechazada por sus oponentes como nestoriana, y fue condenada en el Sínodo de Frankfort en 794 --el mismo que condenó la adoración de las imágenes-. Alcuino, el gran erudito de la corte de Carlomagno, antes de esto, en 792, había entrado en liza con Félix en un Sínodo en Aquisgrán, y en una disputa de seis días había conseguido convencerle de su error. La herejía murió en España hacia la mitad del siglo siguiente.
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