DE SERVO ARBITRIO

por Martín Lutero


1530

"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.

Índice

I.Introducción 
II. La Certeza Que Proviene De La Fe
III.La Claridad De Las Escrituras
IV.El Dogma Del Siervo Albedrío Y La Existencia Cristiana
V.El Carácter Público De  La Promulgación Del Evangelio
VI.Dogmas Y Vida
VII.La Iglesia Escondida
VIII.El Albedrío Humano
IX.La Revelación
X.El Dios Oculto
XI.La Cuestión De La Recompensa
XII.Dios Y Lo Malo
XIII.La Antropología Bíblica
XIV.Colaboradores de Dios
XV.Conclusión



PRIMERA PARTE


I



INTRODUCCIÓN


Al venerable señor don Erasmo de Roterdam, Martín Lutero le desea gracia y paz en Cristo.

El que yo responda con demora bastante considerable a tu Dis¬quisición acerca del libre albedrío, venerable Erasmo, ocurre con¬tra lo que todos esperaban, y contra mi propia costumbre; pues hasta el presente parecía que yo no sólo aprovechaba con agrado tales oca¬siones para escribir, sino que hasta las buscaba. Quizás alguno se extrañe de esa nueva e inusitada paciencia  o temor  de Lutero, a quien no pudieron excitar las tantas expresiones y escritos divul¬gados por sus adversarios, quienes congratulaban a Erasmo por su victoria y entonaban el cántico triunfal. ¿Será que aquel Macabeo y tan obstinado defensor (de su doctrina) encontró por fin a un digno antagonista contra el cual no se atreve a abrir la boca? Sin embargo, no sólo me abstengo de acusar a aquella gente, sino que precisamente yo mismo te concedo la palma que antes no concedí a nadie; y lo hago, no sólo porque me superas ampliamente en fuerzas de elocuencia e ingenio  elocuencia que todos nosotros te reconoce¬mos merecidamente, sobre todo yo, bárbaro, que siempre he vivido en la barbarie  sino porque has refrenado tanto mi espíritu como mi ímpetu, y le has quitado el vigor antes de comenzar la lucha, y ello por dos razones: Primero, por tu habilidad, vale decir, porque tratas con admirable e inagotable moderación la cuestión aquella con que me saliste al paso, a fin de que no pueda encolerizarme contra ti; y en segundo lugar, por el hecho de que por suerte, casua¬lidad o fatalidad no dices en una cuestión de tamaña importancia nada que no se haya dicho antes. Más aún: dices menos y atribuyes Señor" . Y bien, no podemos impedir que haya personas que aún no se dieron cuenta de que en mis escritos, el maestro es el Espíritu; y que se han dejado derribar por aquella Disquisición; quizás su hora todavía no ha llegado. Y quién sabe, distinguido Erasmo, si algún día Dios no te concederá también a ti el privilegio de su visitación, y nada menos que por medio de mí, vasito suyo mísero y frágil, para que en una hora feliz (por lo que de todo corazón ruego al Padre de las misericordias por amor de Cristo, Señor nuestro) yo venga a ti con este librito y logre ganar a un muy querido hermano. Pues a pesar de que piensas y escribes equivocadamente respecto del libre albedrío, no obstante tengo para contigo una no pequeña deuda de gratitud, por cuanto consolidaste aún más mi propia opinen en la materia, cuando vi que el tema del libre albedrío es tratado con el máximo esfuerzo por un ingenio tan grande y excelente, y que por el momento, lejos de quedar agotado, se nos presenta peor que antes. Esto prueba con clara evidencia que lo del libre albedrío es pura mentira. Ocurre con él como con aquella mujer de que habla el Evangelio:   cuanto mayores los cuidados de los médicos, peor se encuentra. Mas en forma amplia te habré retribuido tus favores si logro darte mayor certeza, así como tú me diste a mí mayor firmeza. Pero tanto lo uno como lo otro es don de Dios, y no fruto de nuestros buenos servicios. Por eso hay que implorar a Dios que me abra a mí la boca, a ti empero y a todos el corazón, y que él mismo esté presente en medio de nosotros como maestro que habla y escucha en nosotros. Mas de ti, querido Erasmo, quisiera conseguir lo siguiente: que yo sobrellevo tu ignorancia en esta materia, tú a tu vez sobrelleves mi falta de elocuencia. Dios no da a un solo hombre todo: los dones juntos, ni tenemos todos habilidad para todo; antes bien, como dice Pablo, "hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo" . Sólo resta, pues, que los dones se presten servicios recíprocos, y que uno sobrelleve con su don la carga y deficiencia del otro; así cumpliremos la ley de Cristo .




***


II


La Certeza Que Proviene De La Fe


Para comenzar analizaré brevemente algunos puntos principales de tu prólogo con los cuales levantas cargos bastante fuertes contra, nuestra causa, y das realce a la tuya. En primer lugar está el hecho de que también en otras obras censuras mi tenacidad en el hacer afirmaciones, y que dices en ese libro "que tan poco te agradan las firmes declaraciones, que no tendrías reparos en plegarte a la opinión de los escépticos, dondequiera que ello fuera lícito sin entrar en conflicto con la inviolable autoridad de las Escrituras .divinas y los decretos de la iglesia, a los cuales gustosamente sometes tu opinión en todo, ya sea que, comprendas lo que la iglesia prescribe, ya sea que no lo comprendas. Este es el modo de proceder que te place": Considero (como es justo) que esto lo dices con buenas intenciones y por amor a la paz. Pero si lo dijera otro, muy probablemente me arrojaría sobre él, como es mí costumbre. Sin embargo, tampoco debo consentir que tú yerres en esa tu opinión, por buena que uses tu voluntad. Pues lo que corresponde a un corazón cristiano no el sentir desagrado ante las aserciones; antes bien, las aserciones deben agradarle, de lo contrario no será cristiano. Mas por "aserción" (hago esta aclaración para evitar que juguemos con los vocablos) yo entiendo: adherir a algo invariablemente, afirmarlo, confesarlo, defenderlo, y perseverar en ello sin claudicar u; y creo que esto y no otra cosa es lo que el vocablo indica, en latín o también el uso idiomático de nuestros días.
En segundo lugar, hablo de las cosas que deben ser objeto de aserciones, cosas que nos han sido entregadas por Dios en las Sagradas Escrituras. Por lo demás no nos hace falta un Erasmo ni otro maestro alguno para enseñarnos que en cuestiones dudosas, inútiles o innecesarias, las aserciones y las riñas y las disputas son no sólo necias, sino también incompatibles con la piedad, por lo que Pablo las condena en más de un pasaje. Tampoco tú, creo, hablas en ese lugar de estas cosas, a no ser que a la manera de un ridículo orador quisieras proponerte un tema y luego hablar de otro, como aquél en el cuento del rodaballo, o sostener, incurriendo en desvaríos como un escritor impío, que el artículo del libre albedrío es dudoso o innecesario.
Lejos estén de los que somos cristianos, los escépticos y académicos, cerca en cambio aquellos confesores [assertores] que son dos veces más pertinaces que los mismos estoicos. ¡Cuántas veces, pregunto, hace el apóstol Pablo hincapié en aquella "pleroforia", es decir, aquella aserción certísima y completamente segura de la conciencia! En Romanos 10 dice de la confesión: "El confesar con la boca es hecho para salvación". Cristo por su parte dice: "Quien me confiese delante de los hombres, a éste yo lo confesaré delante de mi Padre". Pedro nos manda dar cuenta "de la esperanza que hay en nosotros". ¿Qué necesidad hay de abundar en palabras? Nada es entre los cristianos más conocido ni más usual que la aserción. Haz desaparecer las aserciones, y habrás hecho desaparecer el cristianismo. Más aún: el Espíritu Santo les es dado a los cristianos desde los cielos" para que glorifiquen a Cristo y para que Cristo sea confesado hasta la muerte, a no ser que "declarar con firmeza" signifique aquí otra cosa que morir por causa de hacer confesión y aserción Sí, hasta el Espíritu Santo hace aserciones, y con firmeza tal que aun espontáneamente convence al mundo de pecado, como si quisiera provocar la lucha. Y Pablo ordena a Timoteo reprender e instar, aun a destiempo. Pero ¿qué reprendedor más gracioso sería aquel que personalmente ni cree con certeza aquello que es motivo de su reprensión, ni lo sostiene con invariable constancia? A un tal, yo lo mandaría a Antícira. Pero soy un grandísimo tonto al derrochar palabras y tiempo en un asunto que es más claro que el sol. ¿Quién de entre los cristianos consentiría en que las aserciones son cosas que deben despreciarse? Esto no sería otra cosa que haber negado de una vez por todas la entera religión y piedad, o haber declarado vana y nula la religión, o la piedad, o cualquier dogma. ¿Por qué, pues, declaras también tú que "no te agradan las aserciones", y que ese modo de proceder te place más que el opuesto?
Pues bien: aquí seguramente no habrás querido decir nada en cuanto a confesar a Cristo y sus enseñanzas. Justo es que se me lo recuerde; y en obsequio tuyo renuncio a mi derecho y me aparto de mi costumbre, y no entro a juzgar tu íntimo pensamiento. Reservo esto para otra oportunidad, y para otras personas. Entre tanto, te encarezco que corrijas tu lengua y tu pluma y en lo sucesivo te abstengas de tales palabras; pues, por más íntegro y sincero que fuese tu corazón, no lo es sin embargo el hablar, al que llaman revelador del carácter del corazón. En efecto: si opinas que la cuestión del libre albedrío es cosa que no se necesita saber, y que no tiene relación con Cristo, dices bien; y no obstante, tu opinión es impía. En cambio, si consideras necesario saberla, hablas impíamente, pero tu opinión es correcta. Y en verdad, no era aquel el lugar para extenderte de tal manera en quejas, a veces bastante exageradas, en cuanto a inútiles aserciones y disputas,- pues ¿qué tienen que ver éstas con la realidad de la cuestión? ¿Qué me dirás empero respecto de aquellas palabras tunas donde, al referirte no meramente a la sola cuestión del libre albedrío, sino en general a los dogmas de la religión entera, llegas a afirmar "que tan poco te agradan las aserciones que te plegarías a la opinión de los escépticos si ello fuera lícito sin entrar .en conflicto con la inviolable autoridad de las Escrituras divinas y los decretos de la iglesia"? ¿Qué clase de Proteo hay en estos vocablos "autoridad inviolable" y "decretos de la iglesia"? Ciertamente, esto la impresión de que tienes una grande reverencia por las Escrituras y la iglesia, y no obstante das a entender que deseas para ti la libertad de ser un escéptico. ¿Qué cristiano hablaría de esta manera? Si dices esto en cuanto a dogmas inútiles e indiferentes, ¿qué novedad aportas? ¿Quién no desearía aquí la libertad de expresarse como escéptico? Más aún: ¿qué cristiano no usa de hecho y sin trabas esta libertad, y condena a los que son secuaces y cautivos de una opinión cualquiera? --¡pero podría ser también (tus palabras casi parecen indicarlo así) que tengas a todos los cristianos en común por gente con dogmas inútiles por los cuales se traban en lucha con aserciones y necias disputas! Mas si hablas de cosas necesarias, ¿podrá alguien hacer una declaración más impía que ésta: "deseo la libertad de no tener que hacer aserciones respecto de tales cosas"? Antes bien, un cristiano dirá así: Tan poco me agrada la opinión de los escépticos, que dondequiera que fuera lícito por la debilidad de la carne, no sólo adheriría invariablemente y daría plena aprobación a las Sagradas Escrituras por doquier y en todas sus partes, sino que además desearía tener toda la certeza posible también en las cosas no necesarias y situadas fuera de las Escrituras. Pues ¿qué es más deplorable que la incertidumbre?
¿Y qué diremos a tu agregado: "a los cuales gustosamente someto mi opinión en todo, ya sea que comprenda lo que prescriben, ya sea que no lo comprenda"? ¿Qué dices, Erasmo? ¿No basta con haber sometido la propia opinión a las Escrituras? ¿La sometes también a los decretos de la iglesia? ¿Qué puede decretar la iglesia fuera de lo que está decretado en las Escrituras? Además, ¿dónde queda la libertad y potestad a juzgar a aquellos legisladores [lat. "decretores"], como lo enseña Pablo en 1ª Corintios 14: “los demás juzguen”? ¿No te place ser juez sobre los decretos de la iglesia? ¿Qué puede decretar la iglesia fuera de que Pablo lo ordena? ¿Qué nueva religión y humildad en que con tu ejemplo quieres quitarnos la potestad de juzgar decretos de hombres, y nos quieres someter sin juicio a los hombres? ¿Dónde nos mandan esto las Escrituras de Dios? Además ¿qué cristiano despreciaría los preceptos de las Escrituras y de la iglesia hasta el punto de decir "sea que los comprenda, o sea que no los comprenda"? ¿Te sometes, y sin embargo no se te da nada que comprendas o no? ¡Maldito empero el cristiano que carece de certidumbre y comprensión acerca de lo que se le prescribe! Pues ¿cómo podrá creer, lo que no comprende? Supongo, en efecto, que en este contexto tú entiendes por "comprender" [assequi] que uno tome una cosa cabalmente por cierta, sin haberla puesto en dudas como suelen hacerlo los escépticos. Por otra parte, ¿qué hay en toda cosa creada que hombre alguno pueda comprender, si "comprender" fuese "conocer y ver perfectamente"? Siendo así, no podría darse el caso de que alguien comprendiera una cosa y al mismo tiempo no comprendiera la otra; sino que, habiendo comprendido una, las habría comprendido todas, a saber, en Dios. Quien no comprende a éste, jamás comprenderá parte alguna de lo creado.
En resumen: estas palabras tuyas suenan como si nada te importara qué cosa cree cualquiera en cualquier lugar, con tal que no se altere la paz del mundo, y como si en vista del peligro para la vida, fama, haberes y buena posición, estuviera permitido imitar a aquel que dijo: "Si dicen si, yo también digo si; si dicen no, yo también digo no a y considerar los dogmas cristianos en nada mejores que las opiniones de los filósofos y demás hombres, en favor de las cuales sólo un perfecto tonto se metería en disputas, riñas y aserciones, ya que de ello no resulta otra cosa que luchas y turbación de la paz exterior. "Lo que está por encima de nosotros, nada nos importa". Así te vienes como neutral con intención de dirimir nuestras controversias, de detener a ambos bandos, y de hacernos creer que nos estamos peleando por estupideces y cosas inútiles. Así, digo, suenan tus palabras; y lo que aquí reservo para mí, creo que bien lo sabes, Erasmo. Pero, como ya dije; no quiero detener el curso de tus palabras. Entretanto excuso tu corazón, con tal que tú mismo no lo delates más aún. Y ¡teme al Espíritu de Dios, que escudriña los riñones y corazones, y no se deja engañar con palabras artificiosas! Bien: estas cosas las dije para que de ahí en adelante desistas de atribuirnos obstinación y terquedad en la defensa de nuestra causa. Pues lo único que logras con este ardid, es mostrarnos que en tu corazón alimentas a Luciano o algún otro cerdo de la piara de Epicuro, de ese Epicuro que no cree en absoluto que Dios existe, y por ese motivo se ríe en sus adentros de todos los que lo creen y confiesan. Déjanos a nosotros hacer firmes declaraciones, elaborar aserciones, y hallar nuestro agrado en ellas; tú aplaude a tus escépticos y académicos hasta que Cristo te haya llamado también a ti. El Espíritu Santo o es un escéptico; tampoco son dudas o meras opiniones lo que el escribió en nuestros corazones, sino aserciones, más ciertas e inconmovibles que la vida misma y cualquier experiencia.



***



III


La Claridad De Las Escrituras


Pasaré ahora al otro punto principal, estrechamente ligado al que aquí nos ocupa. Donde haces distinción entre los dogmas cristianos, nos quieres hacer creer que unos deben saberse necesariamente, otros en cambio no; y dices que algunos son abstrusos, otros accesibles al entendimiento. Así juegas engañosamente con las palabras, tal vez engañado por las palabras de otro, o te ejercitas a ti mismo mediante una especie de artificio retórico. Aduces, empero, para esa opinión aquel texto de Pablo, Romanos 11: "¡Oh profundidad de las riquezas tanto de la sabiduría como del conocimiento de Dios!" y también el de Isaías 40: "¿Quién ayudó al Espirito del Señor, o quién fue su consejero?". No te resultó difícil decir esto, sea porque sabías que escribías no para Lutero sino para las muchedumbres, o sea que no pensabas en que estabas escribiendo contra Lutero, a quien, así lo espero, reconoces como hombre con al menos algo de estudio y capacidad de juicio en materia de Sagradas Escrituras. Si no lo reconoces como tal, bien: ya te obligaré a reconocerlo. La distinción que hago yo es ésta -para hablar también un poco ala manera de los retóricos o dialécticos-: Dios y las Escrituras de Dios son dos cosas, no menos de lo que son dos cosas el Creador y la criatura de Dios. De que en Dios hay muchas cosas escondidas que permanecen ignoradas por nosotros, nadie lo pone en dudas, así como él mismo dice en cuanto al postrer día: "De aquel día nadie sabe sino el Padre", y en Hechos 1: "No os toca a vosotros conocer los tiempos y los instantes"; además: "Yo sé a quiénes he elegido". También Pablo por su parte dice: "Conoce el Señor a los que son suyos", y cosas semejantes. En cambio, si bien los impíos sofistas afirman por doquier que en las Escrituras hay ciertas cosas abstrusas, y que no todo es accesible al entendimiento -y tú también, Erasmo, hablas aquí por boca de ellos-, sin embargo jamás han producido un solo artículo en prueba de sus disparates, ni lo podrán producir. Pero con tales espantajos, Satanás infundió a los hombres temor de leer las Sagradas Escrituras y las hizo aparecer como algo despreciable, para que ludiera hacer reinar en la iglesia su propia peste extraída de la filosofía. Esto sí lo reconozco, que en las Escrituras hay muchos pasajes obscuros y abstrusos, no por lo excesivamente elevado de los temas, sino por nuestra ignorancia en materia de vocabulario y gramática; pero estos pasajes en nada impiden que se puedan entender todas las cosas en las Escrituras. En efecto: ¿qué cosa sublime puede permanecer aún oculta en las Escrituras, una vez que rotos los sellos y removida la piedra de la entrada al sepulcro- ha quedado develado el más grande de los misterios: que Cristo, el Hijo de Dios, fue hecho hombre, que Dios es trino y uno, que Cristo padeció en bien de nosotros y reinará para siempre? ¿Acaso esto no son cosas sabidas aun en las escuelas primarias, donde incluso se canta de ellas? Quita a Cristo de las Escrituras: ¿qué más hallarás en ellas? Así pues, todo lo que las Escrituras contienen está puesto al alcance del entendimiento, aun cuando algunos puntos sigan siendo hasta ahora obscuros por nuestro desconocimiento de las expresiones. Tonto es, empero, e impío el que, sabiendo que todas las cosas de las Escrituras yacen en la más clara luz, llama obscuras estas cosas a causa de unas pocas palabras oscuras. Serán oscuras en un lugar, pero en otro son claras. Y si una y la misma cosa; declarada del modo más manifiesto al mundo entero, ora se menciona en las Escrituras con palabras claras, ora yace oculta aún bajo palabras oscuras, poco y nada importa que, siendo claro el asunto en si, alguna de sus señales esté en tinieblas, en tanto que muchas otras señales del mismo asunto están a la luz. ¿Quién dirá que una fuente pública no está a la luz por el hecho de que no la vean los que viven en una callejuela, cuando en cambio la ven todos aquellos que están en la plaza?
Es improcedente, pues, tu referencia a la gruta Coriciana. Con las Escrituras la cosa es distinta. Y lo que en ella hay de más elevada majestad, incluso sus más cerrados misterios, ya no está al escondido, sino en las mismas plazas, puesto a la vista de todos. Pues Cristo nos abrió los sentidos para que podamos entender las Escrituras, y "el evangelio es predicado a toda criatura"; "por toda la tierra salió su voz" as, y "todas las cosas que se escribieron, para nuestra enseñanza se escribieron". Asimismo, "toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar" a. ¡Adelante, pues, tú y todos los sofistas, y presentad un solo misterio cualquiera en las Escrituras que hasta ahora haya permanecido abstruso! Mas el hecho de que muchas cosas sean abstrusas para muchos, se debe no a la obscuridad de las Escrituras, sino a la ceguedad o desidia de esa gente misma que no se quiere molestar en ver la clarísima verdad, como dice Pablo con respecto a los judíos en 2ª Corintios 4: "El velo permanece sobre el corazón de ellos"; y en otra parte: "Si nuestro evangelio está encubierto, entre aquellos que se pierden está encubierto; cuyo corazón cegó el dios de este siglo". Con igual temeridad podría inculpar al sol y a un día oscuro el hombre que se tapase los ojos o que pasase de la luz a la oscuridad y se escondiese. Desistan, pues, aquellos miserables de achacar con blasfema perversidad las tinieblas y oscuridad de su corazón a las tan claras Escrituras de Dios.
Tú, pues, al aducir el dicho de Pablo: "Incomprensibles son sus juicios", pareces haber referido el pronombre "sus" a las Escrituras. Mas Pablo no dice: "Incomprensibles son los juicios de las Escrituras" sino "los de Dios". Igualmente, Isaías en el capítulo 40 no dice: "¿Quién conoció la mente de las Escrituras?", sino "la mente del Señor" al, por más que Pablo asevere que los cristianos conocen la mente del Señor, si bien en aquello que nos ha sido dado por él, como dice en el mismo pasaje, 1ª Corintios 2. Ya ves, pues, cuán superficialmente examinaste estos textos de las Escrituras; los citas con la misma aptitud con que citas casi todo en pro del libre albedrío. Así también los ejemplos que agregas, un tanto sospechosos y no desprovistos de aguijón, no vienen al caso; ejemplos tales como los referentes a la distinción de las personas, unión de la naturaleza divina con la humana, pecado irremisible, cuya ambigüedad, como dices, todavía no está allanada. Si con esto entiendes las investigaciones que los sofistas han armado acerca de estas cosas: ¿qué te hizo la completamente inocente Escritura para que imputes a la pureza de ella el abuso cometido por hombres malvados? La Escritura confiesa sencillamente la trinidad de Dios, la naturaleza humana de Cristo, y la irremisibilidad del pecado. Aquí no hay nada de obscuridad ni ambigüedad. El cómo empero la Escritura no lo aclara, como tú pretendes, ni tampoco es necesario saberlo. Aquí es donde los sofistas exponen sus sueños; acúsalos y condénalos a ellos, pero absuelve a las Escrituras. En cambio, si te refieres a la sustancia del asunto mismo, nuevamente debes acusar no a las Escrituras, sino a los arrianos y a aquellos para quienes el evangelio está encubierto, de modo que por la operación de Satanás, su dios, no alcanzan a ver los clarísimos testimonios en cuanto a que la Divinidad es trina, y en cuanto a la naturaleza humana de Cristo ea. Y para decirlo en pocas palabras: Hay una doble claridad de las Escrituras, así como hay, también una doble oscuridad. La una claridad es la exterior, que está puesta en el ministerio de la palabra [in verbi ministerio posita]; la otra es la que está situada en la cognición que tiene lugar en el corazón [in cordis cognitione sita]. Si vamos a la claridad interior, ningún hombre entiende siquiera una jota de las Escrituras, a no ser aquel que tiene el Espíritu de Dios. Todos tienen el corazón de tal modo obscurecido que, aun cuando dijesen y supiesen presentar todo lo que está en las Escrituras, sin embargo nada percibirían de todo ello ni tendrían de ello un conocimiento verdadero. No creen en Dios, ni que ellos son criaturas de Dios, ni otra cosa alguna, conforme a aquel pasaje del Salmo 13: "Dijo el necio en su corazón: Dios no es nada". Es, pues, imprescindible el Espíritu para poder Entender las Escrituras enteras o cualquiera de sus partes. Pero si vamos a la claridad exterior, no queda absolutamente nada que sea obscuro o ambiguo, sino que todo cuanto hay en las Escrituras ha sido puesto a la luz de la más plena certeza por medio de la palabra, y declarado a todo el orbe.


***


IV


El Dogma Del Siervo Albedrío Y La Existencia Cristiana


Pero más intolerable aún es que hagas figurar esta cuestión del libre albedrío entre las cosas que son inútiles e innecesarias. Y en su reemplazo nos describes lo que a juicio tuyo sería suficiente para una piedad cristiana, piedad de un tipo como ciertamente lo podría describir sin dificultad un judío cualquiera, o un gentil que no sabe absolutamente nada de Cristo. Pues a Cristo no lo mencionas ni siquiera con una sala letra, como si Opinaras que puede existir una piedad cristiana sin Cristo, con tal de que se venere a Dios con todas; las fuerzas como al Dios que por naturaleza es clemente en sumo grado. ¿Qué diré a esto, Erasmo? Hueles enteramente a Luciano; en tu hálito me llega el tufo de la mismísima crápula de Epicuro. Si tú consideras esta cuestión del libre albedrío como no necesaria para cristianos, entonces retírate, por favor, del escenario de la lucha. Nada tenemos que ver contigo. Nosotros la consideramos cuestión necesaria. Si es falta de respeto lacia Dios [irreligiosus], si es mera curiosidad, si es superfluo, como tú dices, saber si Dios posee una presciencia contingencia] de las cosas [contingenter praesciat] es, si es superfluo saber si nuestra voluntad es capaz de efectuar algo en las cosas que atañen a la salvación eterna, o si esa voluntad es simplemente receptora pasiva de la gracia efectuante; si es superfluo saber si en lo que hacemos, sea bueno o malo, obramos por impulso, de la necesidad, o más bien dejamos que lo bueno o lo malo se haga: entonces, pregunto yo, ¿qué será "respetuoso de Dios"?, ¿qué será de peso?, ¿qué será útil de saber? Esto carece totalmente de valor, Erasmo; ya sobrepasa los límites. Cuesta atribuirlo a una ignorancia tuya, dado que, siendo ya anciano, habiendo vivido entre cristianos y meditado largamente las Sagradas Escritura" no dejas punto en que te podamos excusar o pensar bien de ti. Y a pesar de todo, los papistas te perdonan esas monstruosidades y las soportan por ser Lutero el blanco de lo que escribes. De otra manera, si no existiese Lutero y escribieras tales cosas, te despedazarían con los dientes. Platón será un buen amigo, Sócrates también, pero ante todo hay que dar el debido honor a la verdad. Pues aunque tuvieras conocimiento demasiado exiguo de las Escrituras y de lo que es piedad cristiana: francamente, lo que es útil y necesario para los cristianos, y lo que a juicio de ellos no lo es, esto lo debiera saber asta un enemigo de los cristianos. Y tú, teólogo y maestro de cristianos que les quieres prescribir cuál ha de ser su actitud como les, ni siquiera te pones a cavilar, según tu costumbre como escéptico, en qué sería para ellos necesario y útil, sino que caes directamente en el extremo opuesto y, contra tu propio modo de ser y mediante una aseveración inaudita, juzgas innecesario lo que acaba de mencionarse, Sin embargo, si estas cosas no son necesarias, y si no se tiene de ellas un conocimiento certero, entonces no queda Dios, ni Cristo, ni evangelio, ni fe, ni cosa alguna, ni siquiera del judaísmo, y mucho menos aún del cristianismo. ¡Por el Dios inmortal, Erasmo, qué ventana más grande, o más propio aún, qué campo más grande has abierto para los que quieran actuar y hablar en tu contra! ¿Qué habrías de escribir tú de bueno o correcto en cuanto al libre albedrío, si en estas tus palabras revelas semejante ignorancia de las Escrituras y de la piedad cristiana? Pero amainaré las velas, y discutiré contigo en este punto, no con mis propias palabras (lo que tal vez haré más adelante), sino con las tuyas.
Propio del tipo de cristianismo que tú describes es que hagamos los mayores esfuerzos, que acudamos al remedio de la penitencia, y que tratemos de conseguir por todos los medios la misericordia de Dios, sin la cual ni la voluntad del hombre ni su intento tienen eficacia. También le es propio que nadie debe desesperar del perdón de parte de Dios, quien por naturaleza es clemente en sumo grado Estas palabras tuyas, sin Cristo, sin Espíritu, son más frías que el mismo hielo, al punto de que el brillo de tu elocuencia tolere hasta el error en ella contenido. ¡Pobre hombre! ¿Será que te las arrancó el temor ante los papas y tiranos de parecer un ateo completo! Sea como fuere, estas palabras aseveran no obstante: hay fuerzas en nosotros; existe un empeñarse con todas las fuerzas; existe una misericordia de Dios; hay medios con que se trata de conseguir la misericordia; hay un Dios que por naturaleza es justo y en sumo grado clemente, etc. Si alguien ignora, pues, qué fuerzas son éstas, de qué son capaces, qué les sucede, en qué consiste su empeñarse, cuál es su eficacia y cuál su ineficacia -¿qué ha de hacer el tal?, ¿qué le enseñarás tú que haga?-. Falta de respeto hacia Dios, dices tú, indiscreta curiosidad y cosa superflua es querer saber si nuestra voluntad efectúa algo en lo que es pertinente a la salvación eterna, o si sólo le cabe un papel pasivo ante la gracia actuante. Pero aquí dices lo contrario: Piedad cristiana es el empeñarse con todas las fuerzas, y sin la misericordia de Dios la voluntad carece de eficacia. Aquí aseveras abiertamente que la voluntad efectúa algo en lo que es pertinente a la salvación eterna, ya que la presentas como voluntad que se empeña. Pero por otra parte también la presentas como voluntad que desempeña un papel pasivo, ya que afirmas que sin la misericordia carece de eficacia, si bien no defines qué alcance debe darse a este efectuar y desempeñar un papel pasivo, y en cambio te esfuerzas por sumirnos en la ignorancia acerca de lo que es capaz la misericordia de Dios y la voluntad nuestra. Y esto lo haces precisamente enseñando qué hace la voluntad nuestra y qué la misericordia de Dios. Así te hace girar en círculo aquella prudencia tuya con que te propusiste no adherir a ninguno de los dos partidos y escapar seguro entre Escila y Caribdis, con el resultado de que en medio del mar, cubierto por las olas y confundido, afirmas todo lo que niegas, y niegas lo que afirmas.
Te presentaré algunas semejanzas para que veas qué es de tu teología: Si uno quisiese componer un buen poema o un discurso, sin pensar ni inquirir qué dones tiene para ello, cuáles son sus posibilidades y limitaciones y cuáles las exigencias del argumento a tratar, y si pasando por alto precisamente aquella prescripción de Horacio: "¿Qué podrán soportar los hombros, y qué se resistirán a llevar?", se conformase con encarar la obra propuesta pensando: Hay que poner empeño para que la cosa se haga; es una curiosidad indiscreta y superflua inquirir si dispongo de la suficiente erudición, elocuencia y fuerza de ingenio; o si uno quisiera recoger de un campo abundantes frutos, sin tener el prurito de explorar con superflua diligencia las propiedades del suelo, como lo aconseja Virgilio en sus Geórgicas con vana curiosidad, sino que pusiera manos a la obra sin reflexión, no pensase en otra cosa que en su labor, arase la playa, dispersase la semilla dondequiera que hubiera lugar, sea en la arena o en el lodo; o si uno se dispusiera a hacer la guerra con intención de obtener una brillante victoria, o tuviera que prestar cualquier otro servicio en el estado, y no tuviera la curiosidad de consultar qué recursos tiene, o hasta dónde alcanza el erario público, o si los soldados tienen la aptitud necesaria, o si hay una real posibilidad de actuar, sino que, haciendo caso omiso de aquella advertencia del historiador: "Antes de actuar es preciso que consultes; y una vez hecha la consulta, es preciso que procedas con rapidez", se precipitase adelante con ojos cerrados y oídos tapados, no haciendo más que vociferar "Guerra, guerra" e insistir en emprender la acción -¿cuál sería tu juicio, Erasmo, en cuanto a tales poetas, agricultores, generales y príncipes? Quisiera agregar a esto aquel dicho del Evangelio: "Si alguno está por edificar una torre, y no se sienta primero a calcular los gastos": ¿qué juicio pronuncia Cristo acerca de ese hombre?
Así también procedes tú: nos mandas hacer las obras solas, mas nos prohibes explorar y medir primero nuestras fuerzas o formarnos una noción clara acerca de lo que podemos y no podemos, como si esto fuese una curiosidad indiscreta, cosa superflua, y falta de respeto hacia Dios. De este modo, mientras con desmedida prudencia detestas la irreflexión y haces alarde de sobriedad, llegas al extremo de enseñar incluso la más grande ligereza. Pues si bien los sofistas son, de hecho, irreflexivos e insanos cuando se ocupan en cuestiones que sólo sirven para satisfacer la curiosidad, sin embargo él pecado de ellos es más leve que el tuyo, que para colmo enseñas y mandas ser insano y comportarse irreflexivamente. Y para que la insania sea aún mayor, nos persuades de que para nosotros, esta irreflexión es la más hermosa y cristiana piedad, sobriedad, es religiosa seriedad y es salvación; si no actuamos así, aseveras --¡tú que eres un enemigo tan grande de aserciones!- que somos irrespetuosos de Dios, entregados a la curiosidad indiscreta y a la vanidad; y así escapaste elegantemente de Escila al eludir a Caribdis. Pero a esto te impelió la confianza en tu agudo ingenio, por cuanto crees que así, con tu elocuencia, puedes imponerte a todas las mentes esclarecidas, al punto de que ya nadie sea capaz de llegar a entender perfectamente cuál es tu verdadero pensamiento y qué maquinas en aquellos escurridizos escritos tuyos. Pero Dios no puede ser burlado; y no es bueno arrojarse contra él. Además: si nos hubieras enseñado esa irreflexión en cosas como hacer poesías, proveerse de frutos de la tierra, emprender guerras, desempeñar cargos, o edificar casas –aunque también esto es intolerable, máxime en un hombre de tal calibre- no obstante, al fin y al cabo se te podía haber perdonado hasta cierto punto, ante todo entre cristianos, que desprecian las cosas temporales. Pero que ordenes a los cristianos mismos a hacerse obreros irreflexivos, y que en lo referente a la obtención de la salvación eterna les manda ser indiferentes a lo que puedan y lo que no puedan, esto no es ni más ni menos que un pecado realmente imperdonable. Pues mientras los cristianos ignoren cuáles y cuántas sean sus posibilidades, tampoco sabrán qué han de hacer. Y si no saben qué deben hacer, tampoco podrán arrepentirse (en caso de incurrir en error). La impenitencia empero es un pecado que no tiene remisión. Y a este punto es adonde nos conduce tu moderada Teología Escéptica.
Quiere decir, pues, que no es falta de respeto hacia Dios, curiosidad indiscreta o cosa superflua saber si la voluntad efectúa algo o nada en lo pertinente a la salvación, sino que es cosa altamente saludable y necesaria para un cristiano. Y para que lo sepas: aquí está el punto básico de nuestra disputación, esto es lo que establece la categoría de esta cuestión. Pues en esto nos estamos ocupando aquí: en inquirir de qué es capaz el libre albedrío, qué le sucede, cuál es su comportamiento frente a la gracia de Dios. Si ignoramos estas cosas, no sabemos absolutamente nada de lo tocante a la religión cristiana, y seremos peores que cualquier pagano. El que no se da cuenta de esto, confiese que no es cristiano. Pero el que lo critica o desprecia, el tal sepa que es el peor enemigo de los cristianos. Pues si ignoro de qué soy capaz y qué puedo hacer frente a Dios, hasta qué punto y en qué medida, entonces estaré en igual incertidumbre e ignorancia en cuanto a la índole, el alcance y la medida de lo que Dios es capaz de hacer, y hace respecto de mí, siendo que los hace todas las cosas en todos. Mas si desconozco las obras y e1 poder de Dios, desconozco a Dios mismo. Y si desconozco a Dios, poco puedo rendirle culto ni alabarlo ni darle gracias ni servirle, puesto que no sé cuánto debo atribuir a mí mismo, y cuánto Dios. Es necesario, por tanto, poder distinguir con absoluta certeza entre el poder de Dios y el nuestro, entre su obra y nuestra obra, si que queremos vivir piadosamente. Así ves, pues, que este problema la una parte-principal del conjunto de toda la enseñanza cristiana; él depende, y con él cae, el conocimiento de uno mismo, así como conocimiento y la gloria de Dios. Por esto no se puede tolerar en Erasmo mío, que llames a este conocimiento una falta de respeto hacia Dios, una curiosidad indiscreta y una cosa vana. Mucho te debemos a ti, pero a la piedad lo debemos todo. ¡Si tú mismo sientes e todo lo bueno que tenemos hay que atribuírselo a Dios, y lo as en tu manera de vivir como cristiano! Pero si afirmas esto, duda afirmas al mismo tiempo que la sola misericordia de Dios efectúa todo, y que nuestra voluntad no efectúa nada, sino que bien desempeña un papel pasivo, receptor [lat. voduntatem nostram nihil agere sed potius pati]; de no ser así, no se atribuiría a todos. Pero a renglón seguido niegas que el afirmar o conocer esto religioso, piadoso y de provecho para la salvación. Mas así se ve obligada a expresarse una mente que no está en acuerdo consigo misma, y que en materia de piedad es insegura y carente de experiencia.
La otra parte principal del conjunto de la enseñanza cristiana es si la presciencia de Dios es tal que deja libre juego a la contingencia, y saber si nosotros lo hacemos todo por necesidad. Y también de esta parte dices que es una falta de respeto hacia Dios, una id ad indiscreta y cosa superflua. Lo mismo dicen todos los Y no sólo ellos: también los diablos y los condenados la declaran odiosa en extremo y execrable. Y tú tampoco eres un tonto s estas cuestiones -si fuera que existe la posibilidad de eludirlas. Pero con todo, no eres tan buen orador y teólogo, dado atreves a hablar y enseñar acerca del libre albedrío dejando a un lado estas partes. Haré, pues, las veces de piedra de afilar, y, sin ser orador yo mismo, recordaré al eximio orador cuál es su incumbencia. Si Quintiliano, al escribir sobre retórica, pusiese lo siguiente: "A juicio mío deben omitirse aquellas tonterías y superfluidades en cuanto a invención, disposición, elocución, memorización y pronunciación; basta con saber que la retórica es la pericia en el expresarse con fluidez", ¿no te reirías de tan sabio autor? Y sin embargo, tú haces lo mismo: te dispones a escribir sobre el libre albedrío, y para comenzar rechazas y desechas el cuerpo entero y todas las partes del sistema acerca del cual quieres escribir. Pues de ninguna manera puedes saber qué es el libre albedrío, si no sabes de qué es capaz la voluntad humana, ni qué hace Dios, ni sí él tiene de las cosas una presciencia de índole tal que implica un necesario acontecer de lo pre-sabido [an -necessario praesciat]. ¿Acaso no enseñan también tus maestros de retórica que cuando se quiere hablar sobre alguna cosa, hay que decir en primer lugar que la cosa existe, luego qué es, cuáles son sus partes, qué es lo contrarío, lo afín, lo similar, cte.? Tú, empero, despojas a aquel ya de por sí mezquinolibre albedrío de todos estos detalles, y de todas las cuestiones referentes a él no defines sino la primera, a saber, que existe; y esto lo haces con argumentos tales -como veremos más adelante- que en mi vida no he visto libro más inepto acerca del libre albedrío, haciendo excepción de la elegancia estilística. Hay que reconocer que al menos en este punto, los sofistas te superan en el arte de disputar por cuanto no entienden de retórica; cuando ellos encaran el libre albedrío, definen todas las cuestiones referentes a él, a saber, si existe, qué es, de qué es capaz, cómo se comporta, cte., si bien ellos mismos tampoco son capaces de arribar a un resultado satisfactorio con lo que se han propuesto. Con este librito mío, pues, os acosaré a ti y a todos los sofistas hasta que me deis una definición de las fuerzas y obras del libre albedrío; y os pondré en apuros en tal forma (si Cristo me es propicio) que, así lo espero, te llevaré a arrepentirte de haber publicado tu Disquisición.
Así que también esto es ante todo necesario para un cristiano y de provecho para su salvación: el saber que la presciencia de Dios no es tal que deje juego libre a la contingencia, sino que él prevé, se propone y hace todas las cosas con voluntad inmutable, eterna e infalible. Mediante este rayo fulminante es echado por tierra y totalmente aniquilado el libre albedrío; por lo tanto, los que quieran sostener el libre albedrío tendrán que negar este rayo, o hacer caso omiso de él, o desviarlo de sí de alguna otra manera. Pero antes de probar esto con mi propia argumentación y con la autoridad de las Escrituras, lo trataré primeramente usando las palabras tuyas al respecto: ¿No eres tú mismo, Erasmo, el que afirmó poco antes que Dios es por naturaleza justo, y por naturaleza en sumo grado clemente? Si esto es verdad, ¿no sigue de ello que Dios es inmutablemente justo y clemente? pues así como su naturaleza no se muda jamás, tampoco se mudan su justicia y su clemencia. Mas lo que se dice de la justicia y clemencia, forzosamente debe decirse también de su saber, sabiduría, bondad, voluntad y de todo lo demás que hay en Dios. Entonces: si como tú escribes, el hacer estas aserciones en cuanto a Dios es religioso, piadoso y de provecho para la salvación, ¿qué te pasó que ahora afirmas, en desacuerdo contigo mismo, que es una falta de respeto hacia Dios, una curiosidad indiscreta y cosa vana decir que la presciencia de Dios es de índole tal que implica un necesario acontecer se lo pre-sabido? - pues por una parte pregonas que es preciso aprender que la voluntad de Dios es inmutable, pero por otra parte prohíbes saber que su presciencia es inmutable. ¿O crees tú que Dios preconoce algo sin que esté implicada su voluntad, o que quiere algo sin que esté implicado su conocimiento [lat.... quod nolens praesciat, aut ignarus velit]? Si él pre-sabe queriendo, su voluntad (por ser así su naturaleza) es eterna e inmutable; si él quiere pre-sabiendo, su saber (por ser así su naturaleza) es eterno e inmutable.
De esto sigue irrefutablemente: todo cuanto hacemos, todo cuanto ocurre, aunque nos parezca ocurrir mutablemente y de modo que podría ocurrir también en otra forma [mutabiliter et contingenter fieri], de hecho ocurre sin embargo necesariamente, sin poder ocurrir en otra forma, e inmutablemente, hablando con miras a la voluntad de Dios. Pues la voluntad de Dios es eficaz, y no puede ser impedida, por cuanto es el poder esencial mismo de Dios. Además: Dios es sabio, de modo que no puede ser engañado. Mas si la voluntad no puede ser impedida, tampoco la obra misma puede ser impedida, es decir, nada puede impedir que se produzca en el lugar, tiempo, modo y medida en que Dios pre-sabe y quiere. Si la voluntad de Dios fuere tal que entrase en receso una vez terminada la obra y asegurada su permanencia como ocurre con la voluntad de los hombres que cesa en su volición una vez que ha quedado edificada la casa que querían edificar, así como cesa en la muerte, entonces si puede decirse que algo ocurre de modo que podría ocurrir también otra forma, y mutablemente. Pero aquí sucede lo contrario: la a cesa, y la voluntad permanece, y totalmente errado es suponer la obra misma, al hacerse y permanecer, podría quedar hecha o permanecer también en otra forma. Ahora bien: "ser hecho de modo podría ser hecho también en otra forma", o el latín “contingenter fieri” significa (aclaro esto para que no se haga mal uso de los vocablos) no que la obra misma sea hecha de modo que podría ser hecha también en otra forma, sino que es hecha por una voluntad mutable y .que también podría ser diferente; la voluntad en Dios empero no es así. Además: no se puede llamar “contingente” a una obra a menos que sea una obra hecha de modo tal que a nuestro parecer podría ser también distinta, hecha como por casualidad y sin que nosotros hayamos tenido conocimiento de ella, porque nuestra voluntad o nuestra mano “prende” aquello como algo que nos es ofrecido como por casualidad sin que antes hayamos pensado en ello ni lo hayamos querido.
(Desearía por cierto que para el uso en esta disputación existiera un vocablo mejor que el corriente "Necesidad", que no expresa correctamente lo que se quiere decir, ni respecto de la voluntad divina ni respecto de la voluntad humana. Pues para el tema que nos ocupa tiene un significado demasiado desagradable e inadecuado, ya que obliga a pensar en una especie de coacción, y en general, en lo que es contrario a la voluntad; y esto no es lo que se tiene en vista al tratar este asunto. En efecto: tanto la voluntad divina como la humana hace lo que hace -ya sea bueno o malo- no por coacción alguna, sino como siendo verdaderamente libre, por buena disposición o vehemente deseo [lubentia vel cupiditdte]. Pero ello no obstante, es inmutable e infalible la voluntad de Dios que gobierna a nuestra voluntad mutable, como dice Boecio: "Tú permaneces estable, y das movimiento a todo"; y nuestra voluntad, especialmente la mala, no puede de sí misma hacer lo bueno. Por lo tanto, lo que el vocablo "Necesidad" no da, préstelo la comprensión del lector, y entienda con "necesidad" lo que se quiso decir al hablar de la inmutable voluntad de Dios y la impotencia de nuestra voluntad mala; algunos hablaron de una necesidad de la inmutabilidad; pero esto no es satisfactorio ni gramatical ni teológicamente.)
Por largos años los sofistas han trabajado afanosamente en este asunto. Al fin tuvieron que darse por vencidos, y admitir que efectivamente, todo es hecho de modo tal que no puede ser distinto [omnia necessario fieri], pero, como dicen ellos, por predeterminación de la consecuencia como totalidad de un proceso, y no por predeterminación de lo consecuente como detalle [necessitate consequentiae, sed non necessitate consequentis]. De esta manera eludieron la tremenda gravedad de esa cuestión, pero más aún cubrieron de burla a la verdad y a si mismos, pues con esto no se llega absolutamente a nada, como podré demostrarles con mucho gusto. "Necesidad de la consecuencia" aman ellos (para decirlo algo groseramente) a lo siguiente: Si Dios quiere algo, es necesario que esto mismo sea hecho; pero no es necesario que lo que es hecho, exista. Pues Dios solo existe necesariamente [o: Dios solo es tal que no puede ser distinto, lat. Solus Deus necessario est], todas las demás cosas pueden no ser, si Dios así lo quiere. Así los llaman necesario el actuar de Dios si él quiere, pero lo hecho mismo, dicen, no es necesario. Pero ¿qué logran con esos malabarismos de labras? Ni más ni menos que esto: La cosa hecha no es necesaria, quiere decir, la esencia que tiene no es tal por necesidad [non habet essentiam necessariam], y esto es exactamente como decir que: la cosa hecha no es Dios mismo. No obstante, permanece en pie aquello de que toda cosa es hecha de modo tal que no puede ser otra [omnis res nesssario fiat], si el actuar de Dios es necesario o si hay una necesidad de la consecuencia, por más que la cosa, una vez hecha: no tenga que ser por necesidad tal como es [quantumlibet iam facta non sit necessario], esto es, por más que no sea Dios o que no tenga una esencia necesaria. Pues si yo soy hecho dé un modo que no puede ser otro, poco me importa que mi "existir" o mi "ser hecho" sea mutable; de todos modos yo soy hecho como un "contingente" que también podría ser distinto y mutable, ya que no soy el Dios necesario. Por eso el caprichoso palabrerío de aquéllos: "Todo es hecho por necesidad de la consecuencia, pero no por la necesidad de lo consecuente [necessitate consequentiae, sed non necessitate consecuentis]"  no es otra cosa que esto: Todas las cosas son hechas de modo tal que no pueden ser hechas de otro modo, pero hechas así, no son Dios mismo. Pero- ¿qué necesidad había de decirnos esto? ¿Acaso era de temer que nosotros afirmáramos que las cosas hechas son Dios, o que tienen un modo de ser [natura] divino y necesario? Así que permanece firmemente en pie la frase: Todo es hecho por necesidad. Y no hay aquí ninguna obscuridad o ambigüedad. En Isaías se dice: "Mi consejo permanecerá, y mi voluntad se hará"; ¿y qué niño hay que no entienda lo que quieren decirnos estas palabras: "Consejo, voluntad, se hará, permanecerá"?
Pero ¿por qué estas cosas han de ser abstrusas para nosotros los cristianos, de tal suerte que es falta de respeto hacia Dios, curiosidad indiscreta y cosa vana tratarlas y saberlas, si entre los poetas paganos y el pueblo mismo son de uso tan común y andan de boca en boca? Tomemos solamente a Virgilio; ¡cuántas veces menciona él el destinó [fatum]! "Todo está establecido firmemente por la ley"; "A cada cual le está fijado su día"; "Si el destino te llama..."; "Si es que puedes quebrantar el áspero destino". Lo que aquel poeta quiere es precisamente esto: indicar, con la destrucción de Troya y el surgimiento del Imperio Romano, que el destino puede más que todos los esfuerzos humanos, y (más aún: imponer necesidad tanto a las cosas como a las personas. A la postre somete aún a sus dioses inmortales a un destino al cual tienen que doblegarse, incluso Júpiter y Juno. Por esa razón crearon también a aquellas tres Parcas, como seres inmutables, implacables e inexorables. No escapó a aquellos sabios hombres lo que está comprobado por la práctica misma [res ipsa] y por la experiencia, a saber, que a ningún hombre jamás le prosperaron sus planes, sino que a todos ellos las cosas les resultaron distintas de lo que habían imaginado. "Si Pérgamo pudiera haber sido defendido por un puño, este puño mío lo habría defendido" hace decir Virgilio a Héctor. De ahí el conocidísimo dicho usado por todo el mundo: "Sea como Dios quiere", y éste: "Lo haremos si Dios quiere", y aquel otro: "Así lo quiso Dios"; "Así plugo a los dioses, así lo quisisteis" dice Virgilio; por lo que vemos que en el pueblo común, el saber acerca de la predestinación y presciencia de Dios quedó radicado no menos que el saber acerca de la divinidad. Y aquellos que quisieron parecer sabios, se apartaron de ello con sus disputaciones, al extremo de que, entenebrecido su corazón se hicieron necios, Romanos 1, negando o pasando por alto lo que los poetas, el pueblo y , aun la conciencia de ellos mismos consideran lo más usual, cierto y verdadero."
Afirmo, además, no sólo que lo que acaba de exponerse es la pura verdad -de esto se hablará luego más detalladamente, sobre la base de las Escrituras-, sino que también es muy religioso, piadoso y necesario saberlo. Pues si se ignoran estas cosas, no puede subsistir la fe ni ningún culto a Dios; porque esto sería en verdad estar en completa ignorancia en cuanto a Dios, y sabido es que donde hay tal ignorancia, no puede haber salvación. En efecto: si abrigas dudas o desprecias el saber que Dios pre-sabe y quiere todas las cosas no de una manera que deje libre juego a la contingencia, sino de modo que no podrían ocurrir en otra forma, e inmutablemente, [quod Deus omnia non contingenter sed necessario e immutabiliter praesciat et velit], ¿cómo podrías creer sus promesas, y confiar y apoyarte en ellas con certeza' Siendo que Dios promete algo, es preciso que tú tengas la certeza de que él sabe, puede y quiere cumplir lo que prometió. De no ser así, no lo tendrás por veraz ni por fiel; y esto es incredulidad y el más alto grado de impiedad y negación de Dios el Altísimo. Pero ¿cómo podrás estar cierto y seguro si ignoras que Dios sabe, quiere y hará con certeza, e infalible, inmutable y necesariamente lo que promete? Y no solamente debemos tener la certeza de que el querer y hacer de Dios implica un acontecer tal cual e inmutable [Deum necessario et immutabiliter velle et facturum], sino que también debemos gloriarnos en esto mismo como Pablo en Romanos 3: "Antes bien, sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso"; y además: "No que la palabra de Dios pudiera fallar"; y en otro lugar: "E1 fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos"; y en Tito 1: "La cual prometió el Dios que no miente, antes del principio de los siglos"; y Hebreos 11: "Es necesario que el que se acerca a Dios, crea que Dios existe, y que recompensará  a los que en él esperan".
Así que, si se nos enseña y si creemos que no nos es preciso saber e1 carácter necesario de la presciencia de Dios y la necesidad de lo que ha de acontecer, entonces la fe cristiana es extinguida completamente, y las promesas de Dios y el evangelio entero se desmoronan. Pues esto es el único y supremo consuelo de los cristianos en todas sus adversidades: saber que Dios no miente, sino que lo hace todo inmutablemente, y que nadie ni nada puede resistir ni cambiar ni impedir su voluntad. ¡Y ahora considera, oh Erasmo, adónde nos lleva aquella teología tuya tan reservada [abstinentísaima] y tan amante de la paz! Tú nos desaconsejas y nos prohíbes hacer esfuerzos por llegar a conocer la presciencia de Dios y la necesidad en cosas y personas, y por el contrario nos aconsejas desistir de ello, evitarlo y despreciarlo. Con ese tu proceder inconsulto nos enseñas al mismo tiempo a tratar de no saber nada de Dios -cosa que viene por si sola y que además nos es innata-- y a despreciar la fe, dejar a un lado las promesas de Dios y extirpar todo lo que da solaz al espíritu y certidumbre a la conciencia; apenas el mismo Epicuro nos prescribiría algo semejante. Luego, no contento con esto, llamas irreligioso, indiscretamente curioso y vano al que se esforzó por conocer tales cosas, religioso en cambio, piadoso y sobrio al que las despreció. ¿Qué impresión creas, pues, con estas palabras? ¡Que los cristianos son indiscretamente curiosos, vanos, e irreligiosos; y que el cristianismo es cosa sin valor alguno, vana, tonta y enteramente impía. Así a su vez resulta que, mientras nos quieres apartar enérgicamente de la irreflexión, te ves arrastrado hacia el extremo opuesto a la manera de los necios, y no enseñas sino la más grande irreflexión, impiedad y perdición. ¿No te das cuenta de que en este punto, tu librito es tan impío, blasfemo y sacrílego que no se puede encontrar nada igual en ninguna parte?
Como ya dije antes, no hablo aquí de tu corazón; pues no creo tampoco que seas tan depravado como para desear de corazón que tales cosas se enseñen o se hagan. Antes bien, lo digo para mostrarte cuán grandes barbaridades se ve obligado a proferir, irreflexivamente, aquel que se abocó a la defensa de una causa mala. Y lo digo para mostrarte además qué significa arremeter contra las obras y Escrituras divinas cuando, para complacer a otros, adoptamos una máscara y contra la propia conciencia servimos a intereses ajenos. El enseñar las Sagradas Escrituras y la piedad no es ningún juguete ni diversión, pues harto fácilmente se produce aquí el caso fatal de que habla Santiago: "El que ofendiere en un punto, se hace culpable de todos". Pues así ocurre que, mientras damos la impresión de querer tontear un poco y tratamos las Sagradas Escrituras sin la debida reverencia, al poco tiempo nos vemos envueltos en impiedad y sumergidos en blasfemias, tal como en este caso te ocurrió a ti, Erasmo. El Señor te perdone y tenga misericordia de ti. Pero que los sofistas hayan hallado respecto de estas cosas una profusión tal de preguntas, y que hayan entremezclado mucho otro material inútil,, de lo cual tú haces amplia mención, esto lo sabemos y lo admitimos al igual que tú, y lo hemos refutado más enérgica y detallada mente que tú. Pero tú obras sin prudencia ni reflexión al mezclar, confundir y equiparar la pureza de las cosas sagradas con las profanas y necias cuestiones de los impíos. Aquellos "mancillaron el oro, y cambiaron su hermoso color", como dice Jeremías 1, pero no por eso hay que juntar en uno el oro y el estiércol y tirarlo, como lo haces tú; lo que hay que hacer es librar dedos impíos al oro y separar la Escritura pura de las heces y sordideces de ellos, lo que siempre fue el afán mío, y así tratar en un lugar las Escrituras divinas, en otro lugar las bagatelas de los sofistas. Y no debe inquietarnos e1 hecho de que "el único resultado a que nos llevan estas cuestiones que, debido a la gran pérdida de unanimidad, disminuya nuestro amor mutua a medida que deseamos ser siempre más sabios. Para nosotros, el problema no es descubrir qué lograron los sofistas con sus indagaciones, sino cómo llegamos a ser buenos hombres y cristianos. Y no debes achacar a la doctrina cristiana los errores en que incurren los impíos; pues esto no viene al caso; bien podrías haberlo dicho en otra parte y haberte ahorrado el papel.


***




V


El Carácter Público De  La Promulgación Del Evangelio


En el tercer párrafo sigues convirtiéndonos en esos epicúreos sin pretensiones ni inquietudes; y lo haces mediante un consejo distinto, pero no por eso más juicioso que los dos mencionados anteriormente. En efecto., dices que `hay ciertas cosas de índole tal que, aun cuando fuesen verdad y pudiesen ser sabidas, sin embargo no convendría exponerlas a oídos profanos". También aquí vuelves a confundir y mezclarlo todo, según tu costumbre, equiparando lo sagrado con lo profano, sin discriminación alguna. Y nuevamente has incurrido en desprecio y afrenta contra las Escrituras y contra Dios.
Dije antes que lo que en las Sagradas Escrituras se nos trasmite y presenta como verdad probada, es no sólo evidente, sino también de provecho para la salvación, de modo que sin temor alguno puede y hasta debe ser divulgado, enseñado y sabido; así que, si con tu "no debe ser expuesto a oídos profanos" te refieres al contenido de las Escrituras, estás completamente errado. Pero si te refieres a otra cosa, no nos importa ni viene al caso, sino que has derrochado papel y tiempo con tus palabras. Sabes además que no concuerdo con los sofistas en ningún punto, de modo que bien podrías dejarme en paz y abstenerte de echarme en cara los abusos de aquella gente. Pues donde debías atacarme era en ese libro tuyo. Sé muy bien en qué yerran los sofistas, y no necesito que tú me lo enseñes; además, ya los he reprendido lo suficiente. Esto lo quiero dejar dicho y repetido una vez por todas, para cada ocasión en que me mezcles con los sofistas y graves mi causa, con los disparates de ellos. Pues sabes perfectamente que tu proceder es injusto.
Veamos ahora qué razón das para tu consejo. "Sostiénese que Dios está, según su esencia, en el hoyo de un escarabajo o aun en una cloaca (cosa que tú tienes reparos en decir, y culpas a los sofistas de disparatar de esa masera) no menos que en el cielo; aun en el caso de que esto fuese verdad -opinas tú- no obstante seria irracional discutirlo ante las muchedumbres". En primer lugar: Disparate quien quiera disparatar. Nosotros discutimos aquí no acerca de las acciones de los hombres, sino acerca del derecho y la ley; no acerca del hecho de que vivimos, sino acerca del modo cómo debemos vivir. ¿Quién de nosotros vive y actúa siempre y en todas partes con rectitud? Pero no por eso son condenados el derecho y la doctrina; antes bien, ellos nos condenan a nosotros. Tú, empero, traes de lejos estas cosas extrañas y reúnes penosamente gran cantidad-, de material de dondequiera que sea porque te tiene a mal traer aquel único punto de la presciencia de Dios; y como resultan infructuosos todos tus esfuerzos por salir airoso en tu discusión de este punto, intentas entretanto cansar al lector con hueca palabrería. Y bien, que sea; volvamos al tema que nos ocupa. ¿A qué apuntas con tu opinión de que ciertas cosas no deben divulgarse? ¿Acaso cuentas entre ellas también el asunto del libre albedrío? Entonces se dirigirá contra ti todo lo que acabo de decir respecto de la necesidad de llegar a tener conocimiento del libre albedrío. Además, ¿por qué no sigues tu propio consejo y dejas a un lado tu Disquisición? Si haces bien en tratar el libre albedrío, ¿a qué viene tu vituperar? Si el tratarlo es malo, ¿por qué lo tratas? Pero si no lo cuentas entre las cosas cuya divulgación debe evitarse, nuevamente eludes entre tanto enfocar la realidad del problema [causae statum fugis] y, cual verboso orador, tratas asuntos ajenos al tema en el lugar que no corresponde.
Sin embargo, tampoco este ejemplo lo tratas en forma conveniente, y condenas como cosa inútil el discutir ante la muchedumbre aquello de que Dios está presente en un hoyo o en una cloaca; pues tienes en cuanto a Dios pensamientos demasiado humanos. Bien, admito que hay ciertos predicadores inescrupulosos que, impulsados no por reverencia ante Dios [religione] o piedad, sino por ansias de gloria, sed de algo novedoso o imposibilidad de guardar silencio, profieren disparates y necedades sin reflexión alguna. Pero estos hombres no agradan ni a Dios ni a los hombres, aunque afirmaran que Dios está en el más alto de los cielos. Pero donde hay predicadores responsables y piadosos, que enseñan con palabras mesuradas, puras y cuerdas, éstos pueden á decir tal cosa también ante la muchedumbre, sin peligro, e incluso para gran provecho. ¿Acaso no hemos de enseñar todos nosotros que el Hijo de Dios estuvo en el seno de la virgen y nació de su vientre? Pero ¿cuánta diferencia hay entre el vientre humano y otro lugar inmundo cualquiera? ¿Y quién no podría dar de él una definición asquerosa y deshonesta? Sin embargo, condenamos con justa razón a los que lo hacen, ya que hay suficiente cantidad de palabras inobjetables mediante las cuales podemos expresar la misma función natural también con decoro y elegancia. Asimismo, el cuerpo del propio Cristo fue humano al igual que el nuestro. Y ¿qué hay más asqueroso que nuestro cuerpo? Y bien: ¿acaso por eso habríamos de abstenernos de decir que Dios habitó corporalmente en un cuerpo tal? ¡El mismo apóstol Pablo lo dijo! Y ¿qué cosa más asquerosa hay que la muerte? ¿O más horrible que el infierno? Sin embargo, el profeta se gloría de que Dios está con él en la muerte y le asiste en el infierno los.
Por lo tanto, un corazón piadoso no se horroriza al oír que Dios está en la muerte o en el infierno, de los cuales cada uno es más horrible y más asqueroso que un hoyo o una cloaca. Al contrario: cuando la Escritura atestigua que Dios está en todas partes y lo r llena todo loa, ella lo atestigua no meramente para decir que él está en esos lugares, sino que es necesario que nuestro corazón aprenda y sepa que él está allí, a no ser que se sostenga que, de ser apresado yo por algún tirano y arrojado, a la cárcel o a una cloaca, cosa que sucedió a no pocos santos, no me fuera lícito invocar allí a Dios o creer que él me asiste, hasta que hubiere llegado a alguna iglesia bien equipada. Si nos enseñas a decir tales disparates en cuanto a Dios, y si te ofendes por los lugares donde él está presente, al fin y al cabo tampoco permitirás que para nuestro bien resida en el cielo; pues ni el más alto cielo puede darle cabida ni es digno de él. Pero como ya dije: según tu costumbre repartes punzadas con tanto odio para gravar nuestra causa y hacerla aborrecible, al ver que no la puedes superar ni triunfar sobre ella. Respecto de otro ejemplo si admito que es algo chocante, a saber: si se enseña que hay tres Dioses; porque esto no es verdad, ni lo enseñan las Escrituras, sino que los sofistas hablan así e inventaron una nueva dialéctica. Pero ¿qué nos importa esto?
Queda aquel otro ejemplo de la confesión y satisfacción. Es admirable la eximia prudencia con que abogas por tu causa, y cómo en todas partes andas pisando huevos, como de costumbre, para no dar la impresión de que estás condenando lisa y llanamente la enseñanza nuestra, ni tampoco de que estés atacando la tiranía de los papas, lo que para ti es aún más arriesgado. Por eso dejas entre tanto a un lado a Dios y a la conciencia (¡qué le importa a Erasmo lo que quiere Dios en estas cosas, ni lo que es conveniente para la conciencia!) y te lanzas sobre una ficción externa y acusas al vulgo de abusar, conforme a su malicia, de la predicación de que la confesión y satisfacción son cosas libres, para dar rienda suelta a sus inclinaciones carnales, cosa que al decir tuyo la confesión obligatoria al menos cohíbe. ¡Qué argumentación más brillante y estupenda! ¿Y a esto llamas enseñar teología? ¿Al ligar con leyes a las almas y (como dice Ezequiel) matarlas, almas que Dios no ligó? Indudablemente, con una argumentación así alzas contra nosotros toda la tiranía de las leyes papales como si fuesen útiles y de provecho para la salvación, porque también mediante estas leyes es cohibida la malicia del vulgo. Pero no quiero ponerme violento, como ese punto lo merecería. Expondré el asunto brevemente. Un teólogo bueno enseña así: Si el pueblo hace lo malo, debe ser contenido por la fuerza exterior de la espada, como enseña Pablo en Romanos 13; pero no debe atraparse la conciencia de la gente con falsas leyes para que se vean atormentados por pecados allí donde Dios quiso que no hubiera pecados. Pues lo único que liga las conciencias es el mandamiento de Dios, de modo que aquella tiranía de los papas que se puso entre medio y que con falsedad aterra y mata las almas en lo interior, y en lo exterior atormenta en vano al cuerpo, debe ser quitada totalmente de en medio. Pues si bien por fuera obliga a la confesión y otras prácticas onerosas, no por eso logra cohibir al alma; al contrario, el alma es provocada a un odio aún mayor contra Dios y los hombres. Y en vano mortifica al cuerpo en las cosas exteriores, y no hace más que convertir a la gente en hipócritas, de modo que los que nos tiranizan con ese tipo de leyes no son otra cosa, que lobos rapaces, ladrones y asesinos de las almas lis. Y tú, buen consejero de las almas, nos recomiendas nuevamente a esta gente, vale decir, eres el instigador de los más crueles asesinos de las almas para que llenen el mundo de hipócritas y de hombres que en su corazón blasfeman de Dios y lo desprecian, aun cuando de fuera sean contenidos hasta cierto punto, como si no hubiese también un modo de contención distinta, un modo que no hace hipócrita a nadie y que se aplica sin perdición para las conciencias, como dije.
Aquí agregas una selección de ejemplos, con el visible deseo de aparecer congo hombre que posee de ellos un rico caudal y que sabe emplearlos muy propiamente: Hay enfermedades, dices, que es más llevadero padecerlas que combatirlas, como la lepra y otras. Añades también el ejemplo de Pablo, quien habría hecho una diferencia entre lo que es lícito y lo que aprovecha. Es lícito -afirmas- decir la verdad, pero no es provechoso decirla ante cualquiera, ni en cualquier tiempo, ni de cualquier modo. ¡Qué orador más rico en imaginación que eres! Y sin embargo no entiendes un ápice de lo que dices. En resumen: tratas este problema como si estuvieses en pleito conmigo por una suma de dinero fácilmente restituible o, alguna otra bagatela, por cuya pérdida -que con todo sería mucho más sensible que la de aquella paz exterior- ninguno debiera dejarse conmover tanto que ya no pueda ceder, hacer algo o tolerarlo, según las circunstancias, para ahorrarle al mundo tamaño tumulto. Así que das a entender, sin rodeos, que aquella paz y tranquilidad carnal te parece ser de mucho más valor que la fe, la conciencia, -la salvación, la palabra de Dios, la gloria de Cristo, y Dios mismo. Por esto yo te digo, y te ruego que lo guardes en lo más profundo de tu mente: Para mi, la cuestión que estoy tratando en este pleito es una cuestión seria, necesaria y eterna, una cuestión tal y tan grande que para confesarla [assertam] y defenderla no se ha de retroceder ni ante la muerte misma, aun cuando el mundo entero no sólo se vea envuelto en conflicto y tumulto, sino se derrumbe en un solo caos y quede reducido a nada. Si tú no logras comprender esto y si no te afecta, entonces ocúpate en los asuntos tuyos y deja que lo comprendan y sientan en lo íntimo aquellos a quienes Dios les ha dado facultad para ello.
Pues a Dios gracias, yo no soy tan tonto ni tan loco como para que quisiera defender y llevar adelante esta causa por tanto tiempo, con tanta pasión, con tanta constancia que tú llamas obstinación, enfrentando tantos peligros para la vida, tanto odio, tanta insidia, en fin, toda la furia de los hombres y de los diablos. No me pueden inducir a ello ni el dinero, que no tengo ni quiero; ni la gloria, que aunque la apeteciera, no la podría obtener en este mundo que es tan hostil; ni la vida material, que en cualquier momento la puedo perder. ¿0 crees que tú solo tienes un corazón que se agita ante estos tumultos? Tampoco nosotros somos de piedra, ni hemos nacido de las rocas de Marpeso. Pero si es que no puede ser de otra manera, preferimos, confiando alegremente en la gracia divina, batallar en tumulto temporal por la palabra de Dios que debe ser confesada con ánimo inflexible e incorruptible, porque esto es mucho mejor que ser torturado bajo la ira de Dios en tumulto eterno con tormentos insoportables. Quiera el Señor Jesucristo --así lo deseo y espero-- que tu corazón no sea así; tus palabras, por cierto, suenan como si con Epicuro creyeses que la palabra de Dios y la vida futura no son más que fábulas, ya que mediante tu enseñanza nos quieres inducir a. que en obsequio de los papas y príncipes o de esta paz, dejemos a un lado por un tiempo o para siempre, según las circunstancias, la tan firme y cierta palabra de Dios. Pero si por un tiempo dejamos a un lado esta palabra, dejamos a un lado temporalmente a Dios mismo, la fe, la salvación y todo lo que el cristianismo implica. ¡Cuánto más acertada es la admonición de Cristo de despreciar más antes el mundo entero!
Pero si tú dices tales cosas es porque no lees o no observas que la suerte de la palabra de. Dios siempre ha sido y sigue siendo que a causa de ella estallaron tumultos en el mundo. Ya lo afirma Cristo públicamente: "No he venido –dice-- para traer paz sino espada; y en Lucas: "He venido para echar fuego en la tierra". También dice Pablo en 1ª Corintios 6; "En tumultos" etc. Y en el Salmo 2, el profeta atestigua lo mismo con muchos detalles, afirmando que "las gentes se amotinan, los pueblos braman [fremere], los reyes se levantan, los príncipes conspiran contra el Señor y su Ungido", como si quisiera decir: la muchedumbre, lo más distinguido, la riqueza, el poder, la sabiduría, la justicia y todo cuanto hay de elevado en el mundo, se opone a la palabra de Dios. Lee en el libro de los Hechos de los Apóstoles qué sucede en el mundo por la palabra del solo Pablo (por no hablar de los demás apóstoles), cómo él solo excita a gentiles y judíos, o como dicen en aquella ocasión sus mismos enemigos, "trastorna el mundo entero". Bajo Elías "es turbado el reino de Israel", .según la queja del rey Acab. Y ¡cuán grande tumulto no hubo bajo los demás profetas, cuando todos son muertos o apedreados, cuando Israel es llevado cautivo a Asiria así como Judá a Babilonia! ¿Acaso esto fue paz? El mundo y su dios no pueden ni quieren tolerar la palabra del Dios verdadero, y el Dios verdadero no quiere ni puede callar. Y si estos dos Dioses están en guerra el uno con el otro, ¿qué otra cosa puede producirse en el mundo entero sino tumulto?
Por lo tanto: querer aplacar estos tumultos no es otra cosa que querer abolir la palabra de Dios y prohibir su predicación. Pues siempre que la palabra de Dios viene; viene para transformar y renovar al mundo. Pero aun los escritores paganos atestiguan que no puede haber ninguna transformación de un estado de cosas sin que se produzca conmoción y tumulto, y más aún, sin que corra sangre. Y corresponde ahora a los cristianos aguardar y aguantar esto con, ánimo impertérrito, como dice Cristo: "Cuando oyereis de guerras y rumores de guerras, no os turbéis; es necesario que estas cosas acontezcan antes, pero todavía no es el fin". Y yo, si no viese estos tumultos, diría que la palabra de Dios está ausente del mundo. Pero hora que los veo, me alegro de todo corazón y los miro con desdén, porque estoy segurísimo de que el reino del papa sucumbirá con todos los adherentes. Pues contra este reino se dirigió el principal ataque e esa palabra de Dios que hoy es difundida por doquier. Conozco perfectamente, Erasmo, las quejas en muchos de tus libros de que estén produciendo estos tumultos, y de que esté desapareciendo paz y la concordia. Haces además muchos intentos de subsanarlo, estoy convencido de que los haces con buena intención. Pero esta podagra hace irrisorios los esfuerzos de tu mano curadora; pues aquí verdad nadas contra la corriente, como tú dices; es más: extingues Incendio con paja. Cesa en tu lamento, deja de aplicar remedios; tumulto aquel tiene su origen en Dios, y Dios es el que permite siga; y no terminará hasta que Dios haya convertido en "lodo las calles" a todos los adversarios de su palabra. Esto te lo que decir, aunque es de lamentar que a ti, un teólogo tan grande, que recordarle estas cosas como a un alumno, cuando en realidad ras ser maestro de los demás.
A esto apunta, pues, tu sentencia no exenta de belleza: "Hay enfermedades que es más llevadero padecerlas que combatirlas"; sólo que no la usas convenientemente. Debieras decir: las enfermedades que es más llevadero padecerlas son aquellos tumultos, conmociones,  turbaciones, sediciones, divisiones, discordias, guerras y cosas por el estilo, que se produjeron a causa de la palabra de Dios y que sacuden, y dividen el mundo entero. Todo esto, digo, por ser pasajero, es más fácil de padecer que hábitos inveterados y malos que inevitablemente traen consigo la perdición de todas las almas si no son cambiados por la palabra de Dios. En cambio, si la palabra de Dios quedara suprimida, serían quitados de en medio los bienes eternos, Dios, Cristo, el Espíritu. Pero ¡cuánto más vale perder el mundo que perder a Dios, el creador del mundo, que puede volver a hacer innumerables mundos, y que es mejor que infinidad de mundos! Pues ¿qué comparación cabe entre lo temporal y lo eterno? Por consiguiente: antes que sean arruinadas y para siempre condenadas todas las almas, y antes que el mundo sea librado y curado de esos tumultos a costa de la sangre y la perdición de aquellas almas, es preferible soportar la lepra de los males temporales; pues ni al precio del mundo entero se podría redimir una sola alma. Hermosos y excelentes ejemplos y sentencias tienes. Pero cuando tratas cosas sagradas, aplicas estos ejemplos de una manera pueril y hasta errada; porque te arrastras por el suelo y no elevas tu pensamiento más allá de lo que puede captar la mente humana. En efecto: lo que Dios obra no son cosas pueriles ni civiles ni humanas, sino divinas, que sobrepasan el entendimiento humano. Tú, por ejemplo, no ves que estos tumultos y estas facciones infestan el mundo de acuerdo al plan y a la obra de Dios, y temes que el cielo se venga abajo; en cambio yo, a Dios gracias, veo las cosas correctamente, porque veo otros tumultos mayores en el mundo venidero, comparados con los cuales los de ahora parecen el susurro de una ligera brisa o el quedo murmullo del agua.
En lo que hace al dogma de que la confesión y la satisfacción deben ser libres, o niegas o no sabes que es palabra de Dios. Esto es cuestión aparte. Nosotros sin embargo sabemos, y con certeza, que es la palabra de Dios la que insiste en la libertad cristiana, para que no nos dejemos esclavizar por tradiciones y leyes humanas. Acerca de esto hemos enseñado muchísimo en otras oportunidades; y si tienes interés en saberlo, estamos dispuestos a decírtelo también a ti o entrar en una disputación al respecto. Hay unos cuantos libros nuestros sobre este tema. Pero -dirás tú- en obsequio del amor habría que tolerar y observar al mismo tiempo y juntamente también las leyes de los papas, si de esta manera hay cierta posibilidad de que coexistan, sin tumultos, tanto la salvación eterna por medio de la palabra de Dios, como también la paz en el mundo. Ya he dicho antes que esto es imposible. El príncipe del mundo no permite al papa y sus obispos observar en libertad las leyes de ellos, sino que su intención es cautivar y atar las conciencias. Esto a su vez no puede permitirlo el Dios verdadero. Así, la palabra de Dios y la:¡ tradiciones humanas luchan entre sí con implacable discordia, de igual manera como Dios mismo y Satanás combaten uno al otro, y uno destruye las obras e invalida los dogmas del otro, como cuando dos reyes asolan uno el país del otro. "El que no es conmigo -dice Cristo- contra mí es". Pero en cuanto al miedo de que mucha gente proclive al vicio abuse de esa libertad: esto ha de sumarse a los mencionados tumultos, como parte de aquella lepra temporal que debe tolerarse, y del mal que debe sobrellevarse; y no se les debe asignar tanta importancia como para hacer el intento de poner fuera de uso la palabra de Dios a los efectos de eliminar el abuso en cuestión. Si no pueden ser salvados todos los hombres, sin embargo son salvados algunos; y por causa de ellos, vino la palabra de Dios; y éstos tienen un amor tanto más ferviente, y un consenso tanto más inviolable. Pues ¿cuánto mal no 'hicieron también antes los hombres impíos, cuando aún no había palabra?, o mejor dicho, ¿cuánto bien hicieron? ¿Acaso no había en todo tiempo abundancia de guerras, fraude, violencia, discordia y toda clase de crímenes en el mundo, hasta el punto de que Miqueas compare al mejor de entre los hombres con un espino? ¿Y qué crees que habrá dicho de los otros? Y ahora que viene el evangelio se le echa a él la culpa de que el mundo sea malo, cuando lo que pasa en realidad es que por el evangelio bueno sale a la luz cuán malo era el mundo cuando sin el evangelio se debatía aún en sus tinieblas. Así podrían los iletrados culpar a las ciencias porque éstas, al florecer, ponen de manifiesto la ignorancia de aquéllos. ¡Esto es nuestro agradecimiento por la palabra de vida y salvación! ¡Cuán grande no habrá sido, en opinión nuestra, el temor entre los judíos, cuando el evangelio desligó a todos de la ley de Moisés! ¿No parecía aquí que se daba carta blanca a los hombres malos al concederse una libertad tan amplia? Pero no por eso fue puesto a un lado el evangelio; antes bien, a los impíos se los dejó ir por su propio camino; a los piadosos empero se les dijo que no usasen la libertad como ocasión para la carne.
Tampoco vale aquella parte de tu consejo o remedio donde dices “Es licito decir la verdad, pero no es provechoso decirla ante cualquiera, ni en cualquier tiempo, ni de cualquier modo". Citas también, pero con bastante ineptitud, las palabras de Pablo: "Todas las cosas me son lícitas, finas no todas convienen". Pues en este pasaje, Pablo no habla de la doctrina o de la verdad que debe enseñarse, como opinas tú desfigurando sus palabras e interpretándolas a tu gusto. Muy al contrario: lo que Pablo quiere es que la verdad se diga en todas partes, en cualquier tiempo, de cualquier modo. Tanto es así que el apóstol se alegra hasta de que "Cristo sea predicado por ocasión o envidia"; y con su propia palabra atestigua públicamente que "sea cual fuere el modo en que se predica a Cristo, él, Pablo, se goza en ello". Pablo habla de lo que la doctrina hace y cómo se usa (de facto et usu doctrinae), a saber, de los que se jactaban de la libertad cristiana, y de los que buscaban su propio provecho sin importarles un bledo que su proceder era un tropiezo y una ofensa para los débiles. La verdad y la doctrina deben darse a conocer siempre, ante todos y sin cejar; jamás se la debe torcer ni ocultar, porque no hay en ella ningún tropiezo. Pues ella es "el cetro de justicia". Y ¿quién te dio la potestad o el derecho de ligar la doctrina cristiana a lugares, personas, tiempos u objetos, cuando la voluntad de Cristo era que ella fuese divulgada y reinara en el orbe en forma completamente libre? "La palabra de Dios no está encadenada", dice Pablo. ¿Y Erasmo la encadenará? Tampoco nos ha dado Dios una palabra que establezca diferencia de lugares, personas y tiempos; cuando Cristo dice: "Id por todo el mundo" no dice “id a una parte, y a otra no”, como opina Erasmo. Dice asimismo: "Predicad el evangelio a toda criatura", y no: “entre algunos sí, y entre otros no”. En resumen: tú nos prescribes que al ministrar la palabra de Dios hagamos acepción de personas, lugares, modos, tiempos oportunos, cuando en realidad, una parte importante de la gloria inherente en la palabra consiste en esto: que -al decir de Pablo- "no hay acepción de personas de parte de Dios". Ves nuevamente con cuánta irreflexión te precipitas sobre la palabra de Dios, como si considerases tus propios sentimientos y consejos muy, muy superiores a ella.
Y si ahora te pidiéramos que nos digas en forma terminante cuáles r son los tiempos oportunos, las personas apropiadas y los modos convenientes para hacer pública la verdad: ¿cuándo lo harás? Antes de que tú hayas establecido una sola regla precisa y terminante, se acabarán los tiempos y el mundo tocará a su fin. ¿Dónde queda entre tanto el ministerio de la enseñanza, y dónde las almas que deben enseñarse? Y ¿cómo podrías tú establecer tal regla, si desconoces todo lo concerniente a personas, tiempos y modos? Y aunque lo conocieras a la perfección, sin embargo no conoces el corazón de los hombres; a no ser que a criterio tuyo, éste sea el modo, el tiempo y la persona: que enseñemos la verdad de tal manera que no quede indignado el papa, ni encolerizado el emperador, ni inquietados los obispos y príncipes, ni se produzcan tumultos y conmociones en el mundo, ni se cause ofensa que hace que muchos lleguen a ser peores de lo que fueron antes. Acabas de ver qué clase de consejo es éste. Pero así te plugo poner de manifiesto tu habilidad retórica con palabras inútiles para decir tan siquiera algo. ¡Cuánto, motivo tendríamos pues nosotros, los míseros hombres, de conceder al Dios conocedor de todos los corazones, la gloria de que él mismo prescriba el modo de decir la verdad, las personas a quienes hay que decírsela, y el tiempo oportuno para ello! Pues él mismo sabe qué debe decirse, cuándo, cómo y a quién. Ahora empero su prescripción es ésta: que su evangelio, tan necesario para todos, no sea prescrito para un determinado lugar y tiempo, sino que sea predicado a todos, en todo tiempo y lugar. Y en párrafos anteriores dejé probado que lo transmitido en las Escrituras es accesible al entendimiento de todos, de divulgación necesaria, y de provecho para la salvación, como tú mismo consignaste en tu Paraclesis, que en su tiempo fue mejor que tu consejo de ahora. Aquellos que no quieren que las almas sean redimidas, como el papa y sus partidarios, a aquéllos les podrá incumbir el encadenar la palabra de Dios e impedir a los hombres el acceso a la vida y al reino de los cielos, a fin de que ellos mismos no entren ni dejen entrar a los demás. Y a la locura de esa gente sirves tú, Erasmo, en forma perniciosa con este consejo tuyo.
No mayor es la prudencia con que más adelante aconsejas lo siguiente: "Si en los Concilios se tomó una resolución incorrecta en cuanto a algún punto, no debe admitírselo en público, para no dar ocasión a que sufra menoscabo la autoridad de los padres". Naturalmente, esto es lo que el papa quiso que dijeras, y lo oye con más placer que el evangelio; y muy desagradecido sería si no te confiriese el capelo cardenalicio con los emolumentos correspondientes, en retribución de honores. Pero, Erasmo, ¿qué harán entre tanto las almas que han sido encadenadas y muertas por aquella resolución incorrecta? ¿No te importa nada esto? Tú empero opinas constantemente o pretendes opinar, que pueden observarse sin peligro alguno, uno a1 lado del otro, resoluciones humanas y la pura palabra de Dios. Si esto fuese posible, yo no tendría ninguna dificultad en adherirme esta opinión tuya. Así que, si no lo sabes, te lo vuelvo a decir: resoluciones humanas y palabra de Dios no pueden observarse juntamente, porque aquéllas atan las conciencias, y ésta las desata.  Entre ellas se combaten como agua y fuego, a no ser que las resoluciones humanas sean observadas libremente, quiere decir, sin carácter de obligatoriedad. Y esto es precisamente lo que el papa no quiere ni puede querer, si no quiere que se venga abajo y se acabe su dominio que sólo descansa sobre los lazos y las ligaduras que se imponen a la conciencias, esas conciencias que según la declaración del evangelio deben ser libres. Por lo tanto debe sernos indiferente la autoridad de los padres; y las resoluciones tomadas incorrectamente -como es incorrecto todo lo que se establece con prescindencia de la palabra de Dios- deben ser hechas pedazos y rechazadas, porque Cristo está por encima de la autoridad de los padres. En resumen: si tu opinión apunta a la palabra de Dios, es opinión impía; si apunta a otra cosa, nada tenemos que ver con esa verbosa disputación que es tu consejo. Nosotros disputamos acerca de la palabra de Dios.
En la última parte del prólogo nos previenes seriamente contra esta clase de doctrina, y crees estar a un paso de la victoria. Dices: "No hay cosa más inútil que llevar al conocimiento público esta paradoja: “Todo cuanto hacemos, lo hacemos no por libre albedrío, sino por mera necesidad”, y aquella declaración de S. Agustín: “Dios obra en nosotros tanto lo bueno como lo malo; sus buenas obras en nosotros las recompensa, y sus malas obras en nosotros las castiga". Con abundancia de palabras das o mejor dicho exiges cuentas al respecto: "¡Qué perspectivas más amplias para volcarse a la impiedad -dices- se abrirían al vulgo si este hecho fuese puesto en circulación entre los mortales! ¿Qué hombre malo enmendaría su vida? ¿Quién creería que Dios le ama? ¿Quién lucharía contra su carne?" Me extraña que en tu gran excitación y apasionamiento no te hayas acordado también del tema en discusión para decir: ¿Dónde quedaría entonces el libre albedrío? Erasmo mío, también yo vuelvo a decirte: Si tú crees que estas paradojas son invención humana, ¿por qué te empeñas tanto?, ¿por qué te acaloras?, ¿contra quién diriges tus palabras? ¿O acaso existe en el mundo de hoy día un hombre que haya atacado los dogmas humanos con mayor vehemencia que Lutero? Por lo tanto, no tenemos nada que ver con esa amonestación. En cambio, sí crees que estas paradojas son palabra de Dios, ¿dónde queda tu sentido de la vergüenza?, ¿dónde tu pudor?, ¿dónde queda - no digo ya la conocida moderación de Erasmo, sino el temor y la reverencia que se debe al Dios verdadero? ¡Decir que no hay cosa que podría llamarse más inútil que esta palabra de Dios! ¡Claro: tu Creador tiene que aprender de ti, su criatura, qué es útil y qué es inútil para ser predicado; y ese Dios tonto o imprudente hasta ahora no sabia qué debía enseñarse hasta que tú, su maestro, le prescribiste el modo cómo podía llegar a comprender las cosas, y cómo tenía que impartir sus órdenes; como si él mismo hubiese ignorado, de no enseñárselo tú, que lo que tú presentas, sigue de esta paradoja! Por lo tanto: si Dios quiso que tales cosas se dijeran en público y se divulgaran, y que no se reparase en lo que sigue de ellas, ¿quién eres tú para prohibirlo? El apóstol Pablo trata las mismas cosas en su carta a los Romanos, no a escondidas, sino en público y ante todo el mundo, sin imponerse ninguna restricción, y además, en términos aun más duros y con toda franqueza, diciendo: "A los que quiere endurecer, endurece" y "Dios, queriendo hacer notoria su ira", etc. ¿Qué palabra más dura hay -pero sólo para la carne- que aquella de Cristo: "Muchos son llamados, pero pocos escogidos" y "Yo sé a quiénes he elegido"? Por supuesto, a juicio tuyo todo esto es lo más inútil que puede decirse por la razón de que -así lo crees- induce a los hombres impíos a caer en desesperación, y a odiar a Dios y blasfemar de él.
Aquí, como veo, tu parecer es que la verdad y la utilidad de las Escrituras deben ser sopesadas y juzgadas conforme a la opinión de los hombres, y de los más impíos de entre ellos, de suerte que algo es verdad y es divino y es provechoso para la salvación sólo si les agradó a ellos o si les pareció tolerable; lo que no les gustó, sin más es tenido por inútil, falso y pernicioso. ¿Qué otro fin persigues con este consejo sino que el albedrío y la autoridad de los hombres sean amo de las palabras de Dios y decidan sobre su validez y nulidad? La Escritura al contrario sostiene que todo depende por entero del albedrío y la autoridad de Dios; en una palabra, que delante del Señor calla toda la tierra. Así como tú hablaría seguramente un hombre en cuya imaginación el Dios viviente no es más que un insignificante e imprudente vocinglero cualquiera que larga una perorata desde alguna tribuna, y cuyas palabras se pueden interpretar, aceptar o rechazar para el fin que se desee, conforme a la reacción violenta o favorable que es dable constatar en los hombres impíos. Aquí, mi Erasmo, revelas claramente cuán sincero fue el consejo que nos diste de que se debe venerar la majestad de los juicios divinos. En aquella ocasión, cuando la discusión giraba en torno de los dogmas de las Escrituras y no había ninguna necesidad de guardar deferencia a cosas abstrusas y ocultas, por la sencilla razón de que no existen dogmas de tal naturaleza, nos hablabas en tono amenazante y con palabras que sonaban a bastante religiosas, de la gruta coriciana, para impedir que, picados por la curiosidad, nos introdujésemos en ella, y casi lograste que de puro miedo nos abstuviésemos del todo de leer la Escritura, a pesar de que Cristo y sus apóstoles --y tú mismo en otro lugar--- urgen y aconsejan tan enfáticamente que se la lea. Aquí empero, habiéndose llegado no a los dogmas de la Escritura, ni sólo a la gruta coriciana, sino realmente a los arcanos venerados de la majestad divina, a saber, por qué Dios obra en la forma que se acaba de describir: aquí violentas los cerrojos y entras a la fuerza, y por poco no incurres en blasfemias. ¡Cuán indignado te muestras con Dios porque no quiere poner a la vista el plan y propósito de este juicio suyo! ¿Por qué no pretextas también aquí la existencia de puntos oscuros y ambiguos? ¿Por qué no te abstienes tú mismo, y desaconsejas severamente a los demás, de investigar aquello que Dios quiso mantener en secreto ante nosotros y por eso no hizo público en las Escrituras? Aquí sí correspondía sellar los labios con el dedo, guardar respeto ante lo oculto, adorar los designios secretos de la Majestad, y exclamar con Pablo: "Oh hombre, ¿quién eres tú para contender con Dios?"


***



VI


Dogmas Y Vida


¿Quién  preguntas tú- se empeñará en enmendar su vida? Mi respuesta es: ningún hombre, ni siquiera uno solo, podrá hacerlo; porque de tus enmendadores sin Espíritu, Dios no quiere saber nada, puesto que son hipócritas. Serán corregidos empero por el Espíritu Santo los elegidos y piadosos, los demás perecerán incorregidos. Pues tampoco Agustín dice que no se coronarán las obras de nadie, o las de todos, sino que se coronarán las de algunos; así que habrá algunos que enmendarán su vida los. ¿Quién creerá  preguntas  que Dios le ama? Y te respondo: ningún hombre lo creerá ni podrá creerlo; los elegidos empero lo creerán, los demás perecerán sin creer, entre reproches y blasfemias, como lo haces tú aquí. Así que habrá algunos que creerán. Pero ¿que con estos dogmas se esté abriendo una ventana a la impiedad? Es posible; aquellos que practican la impiedad pertenecerían entonces a la antes mencionada lepra del mal que debe sobrellevarse. No obstante, con dichos dogmas se abre al mismo tiempo la puerta hacia la justicia y la entrada al cielo y el camino hacia Dios para los piadosos y elegidos. Ahora bien: si por consejo tuyo nos mantuviésemos alejados de estos dogmas y escondiésemos ante los hombres esta palabra de Dios, de manera que, engañado por una idea errada en cuanto a la salvación, nadie aprendiera a temer a Dios y humillarse ante él para llegar al fin a través del temor a la gracia y al amor: entonces sí que habríamos cerrado muy bien tu "ventana", pero en su lugar habríamos abierto de par en par las puertas, qué digo, los abismos y fauces no sólo hacia la impiedad, sino hacia la profundidad del infierno. Y así nosotros mismos no entraríamos en el cielo, y además, haríamos imposible la entrada a otros.
¿Qué utilidad hay, pues, o qué necesidad, de difundir el conocimiento de tales cosas, si de ello provienen al parecer tan grandes males? Te contesto: Bastaba con decir que Dios quiso que estas cosas fueran divulgadas, pero que no se debe preguntar por el motivo de la voluntad divina, sino simplemente adorarla, y dar gloria a Dios por cuanto él, el único justo y sabio, río hace injusticia a nadie ni puede obrar en forma necia o irreflexiva en nada de lo que haga, aun cuando nosotros tengamos una impresión muy distinta al respecto. Con esta respuesta, los piadosos se conforman. Pero para abundar aun más en detalles, agregaré también esto: Hay dos factores que hacen necesario que esto se predique. El primero es la humillación de nuestra soberbia y el conocimiento de la gracia de Dios; y el segundo, la misma fe cristiana. En primer lugar: Dios por cierto prometió su gracia a los humildes, esto es, a los que, se dan por perdidos y desesperan de si mismos. Sin embargo, no puede un hombre humillarse del todo hasta que no sepa que su salvación está completamente fuera del alcance de sus propias fuerzas, planes, empeños, voluntad y obras, y que esta salvación depende por entero del libre albedrío, plan, voluntad y obra de otro, a saber, del solo Dios. En efecto: mientras un hombre abrigue la convicción de que él puede hacer un aporte siquiera ínfimo a cuenta de su salvación, permanece confiado de sí mismo, no desespera de si del todo, y por eso no se humilla ante Dios, sino que se arroga, o espera, o al menos desea para sí una ocasión, un tiempo o alguna obra que finalmente lo hagan llegar a la salvación. En cambio, el que no duda por un momento de que todo está en la voluntad de Dios, éste desespera totalmente de sí mismo, no elige nada, sino que espera que Dios obre; y el tal es el más cercano a la gracia, de modo que puede ser salvado. Por ende, estas cosas son hechas públicas a causa de los elegidos, a fin de que los de tal suerte humillados y anonadados sean hechos salvos. Los demás se resisten a esta humillación; y es más: condenan el enseñar esta desesperación de si mismo, y quieren que se les deje algo, por insignificante que sea, que ellos mismos sean capaces de hacer. Éstos permanecen en lo secreto soberbios y enemigos de la gracia de Dios. Este, digo, es uno de los dos motivos por qué los justos conocen, invocan y aceptan humillados la promesa de la gracia.
El otro es que la fe es "la confianza en las cosas que no se ven". Por lo tanto, para que haya lugar para "fe", es preciso que todo aquello que sea objeto de la fe, esté escondido. Mas no puede estar más escondido que bajo aquello que es lo contrario de lo que se tiene a la vista, se percibe y se experimenta. Así: cuando Dios da vida, lo hace dando muerte; cuando declara justo, lo hace declarando culpable; cuando eleva hacia el cielo, lo hace arrojando al infierno, conforme a lo dicho en la Escritura: "El Señor mata, y da vida; hace descender al infierno, y hace subir", 1ª Reyes 2. No es aquí el lugar de hablar de esto con más detalles. Los que han leído nuestros escritos, están ampliamente informados al respecto. Así Dios esconde su eterna clemencia y misericordia bajo la eterna ira, y su justicia bajo la injusticia. Este es el más alto escalón de la fe: creer que es clemente aquel que salva a tan pocos y condena a tantos; creer que es justo aquel cuya voluntad nos hace necesariamente condenables, dando la impresión, como se expresa Erasmo, de que se deleita en los tormentos de los infelices, y de que merece odio más bien que amor. Por lo tanto, si yo tuviera alguna remota posibilidad de comprender cómo es misericordioso y justo el Dios que muestra tan grande ira e injusticia, no tendría necesidad de fe. Ahora empero, como no es posible comprenderlo, hay oportunidad para la ejercitación de la fe: pues cuando se predican y difunden tales cosas  al igual que cuando Dios da muerte  la fe en la vida es ejercitada en la muerte. Baste con esto en ese prólogo.
De este modo se da a los que discuten acerca de estas paradojas un consejo más correcto que aquel consejo tuyo con que quieres mostrar una salida a la impiedad de aquéllos callando y absteniéndote de emitir juicios. Sin embargo, con esto no logras nada. Pues si crees o supones que las mencionadas paradojas son verdad (como que son paradojas de no escasa importancia), lo que lograrás con haber difundido esa amonestación tuya será que ahora todos tienen un deseo mucho mayor aún de saber si se trata de verdades o de paradojas, puesto que los mortales tienen el insaciable afán de escudriñar las cosas ocultas, tanto más cuanto más las queremos ocultar. Y ahora lo querrán saber incentivados por tu ardorosa discusión, resultando así que hasta el momento, ninguno de nosotros dio tanta ocasión de divulgar estas cosas como tú con tu religiosa e impetuosa admonición. Mucho más prudente habría sido de tu parte callar del todo en cuanto a la necesidad de cuidarse de estas paradojas, si esto hubiera sido realmente tu deseo. El hecho se produjo después de que tú no negaste directamente que aquellas paradojas son verdad. Mantenerlas en secreto ya no será posible; antes bien, debido a la suposición de que se trata de verdades, todo el mundo se sentirá atraído por ellas y las querrá investigar. Por lo tanto: si quieres que otros callen, di que esas paradojas no son verdad, o calla tú primero.
Veamos ahora brevemente, para evitar que se la declare enseñanza peligrosísima, aquella segunda paradoja: "Todo cuanto hacemos, lo hacemos no por libre albedrío, sino por mera necesidad". A ese respecto digo lo siguiente: Una vez que se haya probado que nuestra salvación está fuera del alcance de nuestras propias fuerzas e intenciones [consiliis] y que depende de la obra de Dios exclusivamente  lo espero demostrar más adelante y en forma convincente en la parte principal de este estudio   ¿no sigue de ello claramente que cuando Dios no está presente en nosotros con su obra, es malo todo lo que hacemos, y hacemos de un modo necesario lo que no es de ningún provecho para nuestra salvación? Pues si no somos nosotros, sino Dios el que obra en nosotros la salvación, entonces antes de que obre él, nosotros no, obramos nada que sea de provecho para la salvación, queramos o no queramos. Digo empero "de un modo necesario", no "por coacción" (necessario vero dico, non coarte), o como dicen aquéllos, "por necesidad de la inmutabilidad, no de la coacción". Esto es: cuando el hombre está vacío del Espíritu de Dios, no es que haga lo malo bajo la presión de la violencia, no queriendo, como si lo arrastraran por el cuello, a la manera de un ladrón o asesino que es llevado a cumplir su pena, sin que lo quiera; antes bien, hace lo malo espontáneamente y con la voluntad dispuesta a ello. Sin embargo, esta disposición o voluntad de hacer lo malo no la puede omitir, contener o cambiar con sus propias fuerzas, sino que sigue queriendo y estando dispuesto. Aun cuando hacia fuera se le obligue por la fuerza a, hacer otra cosa, no obstante en lo interior la voluntad permanece en oposición y mira indignada al que la obliga o al que se le resiste. En cambio no miraría indignada si fuera cambiada o se sometiera espontáneamente a la fuerza [ac volens vim sequeretur]. Esto precisamente lo llamamos "necesidad de la inmutabilidad", a saber: que la voluntad no puede ella misma cambiarse y dirigirse a otra cosa, sino que antes bien es impulsada a mayor despliegue de energía cuando se le ofrece resistencia. Esto mismo lo prueba su indignación. Tal cosa no ocurriría si la voluntad fuese libre o el hombre tuviese un libre albedrío. Pregunta a la experiencia cuán imposible es persuadir a aquellos que adhieren a una cosa en que han puesto su afecto. Si es que ceden, ceden a la fuerza superior o porque ven mayor ventaja en otra cosa, pero nunca ceden en forma espontánea. Mas si no está implicado su afecto, dejan que las cosas vayan y se hagan como quieran.
Por otra parte, si Dios obra en nosotros, entonces nuestra voluntad, cambiada y suavemente tocada por el hálito del Espíritu de Dios, nuevamente quiere y obra por pura disposición, propensión, y en forma espontánea, no por coacción, de modo que no puede ser cambiada en otra cosa por nada que le sea contrario, y ni siquiera puede ser vencida y obligada por las puertas del infierno, sino que sigue queriendo y amando lo bueno y deleitándose en ello, así como antes quería y amaba lo malo y se deleitaba en ello. Y también esto lo prueba la experiencia. Tomemos por ejemplo a los hombres santos: ¡cuán invencibles, cuán firmes son! Cuando por la fuerza se los obliga a hacer otra cosa, tanto más son incitados por esto a querer lo bueno, como el fuego que por el viento es avivado en vez de extinguido; así que tampoco aquí hay ninguna libertad o libre albedrío de cambiar de dirección o querer otra cosa mientras perdure en el hombre el Espíritu y la gracia de Dios. En pocas palabras: Si estamos bajó el dios de este siglo, sin la obra y el Espíritu del Dios verdadero, estamos cautivos a voluntad de él", como dice Pablo a Timoteo, de modo que no podemos querer sino lo que él mismo quiere. Pues dios de este siglo es aquel "hombre fuerte armado que guarda su palacio de tal manera que están en paz aquellos que son su propiedad", a fin de que no conciten contra él movimiento o pensamiento alguno; de otra manera, el reino de Satanás, dividido contra sí mismo, no podría permanecer, y Cristo afirma sin embargo que permanece. Y esto lo hacemos espontánea y gustosamente, por la misma naturaleza de la voluntad que, de sufrir coacción, no seria voluntad. Pues la coacción es más bien (por decirlo así) una Noluntad. Pero "cuando viene otro más fuerte que él y lo vence y nos lleva a nosotros como su botín", somos otra vez siervos y cautivos de Dios mediante su Espíritu (lo cual sin embargo es libertad de reyes), de modo que queremos y hacemos  gustosos lo que él mismo quiere. Así la voluntad humana es puesta en medio cual bestia de carga: si se sienta encima Dios, quiere lo que Dios quiere y va en la dirección que Dios le indica, como dice el Salmo: "He sido hecho como una bestia de carga, y siempre estoy contigo"; sí se sienta encima Satanás, quiere lo que Satanás quiere y va en la dirección que Satanás le indica. Y no está en su libre elección correr hacia un jinete u otro y buscarlo, sino que los jinetes mismos se disputan su adquisición y posesión.
¿Y qué si compruebo, a base de tus propias palabras con que afirmas la existencia del libre albedrío, que no hay tal libre albedrío, y si logro convencerte de tu culpa que consiste en que niegas imprudentemente lo que con tan grande prudencia intentas afirmar? Bien: si no lo logro, juro que ha de quedar revocado todo lo que escribo contra ti en este librito entero, y que ha de quedar confirmado lo que tu Disquisición asevera y también trata de hacer prevalecer en contra de mí. Tú presentas la fuerza del libre albedrío como muy limitada, y como fuerza que sin la gracia de Dios es totalmente ineficaz. Esto tendrás que admitirlo. Y ahora te pregunto con toda seriedad: si la gracia de Dios está ausente, o si se la separa de aquella fuerza tan limitada, ¿qué podrá hacer esa fuerza? Es ineficaz, dices, no hace nada bueno. Por consiguiente, no hará lo que quiere Dios y su gracia, pues acabamos de poner el caso de que la gracia de Dios esté separada de aquella fuerza. Mas lo que no es hecho por la gracia de Dios, no es bueno; por lo que sigue que sin la gracia de Dios, el libre albedrío no es de ninguna manera libre, sino que es un cautivo y siervo de lo malo, y lo es inmutablemente, puesto que por sí solo no puede dirigirse hacia lo bueno. Si esto queda en pie, dejo a criterio tuyo presentar la fuerza del libre albedrío no sólo como fuerza muy limitada; por mí preséntala también como angelical, o si puedes, como netamente divina. Con todo, si agregas ese desagradable apéndice y la llamas ineficaz si no está presente con ella la gracia divina, en el acto le restas al libre albedrío toda fuerza. ¿Qué es una 'fuerza ineficaz'? Sencillamente, ninguna fuerza. Por ende, decir que el libre albedrío es y posee cierta fuerza, pero ineficaz, es lo que los sofistas llaman una contradicción en sí mismo [oppositum in adiecto], como si dijeras “el libre albedrío es el que no es libre”, o “el fuego es frío y la tierra caliente”. Por más que un fuego tuviera la fuerza del calor, incluso del calor infernal: si no arde y quema, y en cambio está frío y enfría, ni me hablen siquiera de “fuego”, y mucho menos me lo llamen “caliente”, a no ser que lo quisieras considerar un fuego pintado o ficticio. Pero si llamáramos fuerza del libe albedrío a aquella fuerza por la cual el hombre es apto para ser tomado en posesión por el Espíritu y ser llenado de la gracia de Dios, como que ha sido creado para vida eterna o muerte eterna, diríamos bien. Pues esta fuerza, vale decir, aptitud o "cualidad dispositiva y aptitud pasiva" como dicen los sofistas, la confesamos también nosotros; ¿o acaso no sabe todo el mundo que esta fuerza no fue dada a los árboles ni a las bestias? Pues no para los gansos, dicen: creó Dios los cielos.
Es, por lo tanto, un hecho indiscutible, y aun tú mismo lo atestiguas, que lo hacemos todo por necesidad y nada por libre albedrío, puesto que la fuerza del libre albedrío no es nada y no hace ni puede hacer nada bueno si está ausente la gracia, a no ser que, mediante una nueva significación, quisieras definir la “eficacia” como un “realizar perfectamente”, en el sentido de que el libre albedrío puede comenzar algo y quererlo, pero no acabarlo por completo, cosa que no creo. Pero dejemos esto para más adelante. En consecuencia, el libre albedrío no es ni más ni menos que un nombre divino,  que compete sola y exclusivamente a la Majestad divina; pues ésta “puede y hace todo lo que quiere, en el cielo y en la tierra”, como reza el Salmo. Y si es atribuido a los hombres, les es atribuido con no mayor propiedad que si se les atribuyese también la divinidad misma, lo cual sería un sacrilegio como no puede haber otro mayor. Por lo tanto, si los teólogos tenían la intención de hablar de lo que el hombre es capaz de hacer [de humana virtute], les correspondía no hacer uso de este vocablo, y dejarlo para Dios solo; pero entonces correspondía también eliminarlo de la boca y del lenguaje humanos, y declararlo título sagrado y venerable para su Dios. Y si quería atribuir siquiera alguna fuerza a los hombres, debían enseñar que a esta fuerza había que designarla con un término que no fuera “libre albedrío”, máxime por cuanto nos es bien conocido que el pueblo es engañado y seducido miserablemente con este vocablo, ya que al oírlo se imagina algo muy distinto de lo, que opinan y disputan los teólogos. Demasiado magnífico, muy amplio y de mucho peso (plena) es este término “libre albedrío”, con el cual el pueblo cree que se designa (y así lo exigiría también el significado y la naturaleza de la palabra) a aquella fuerza que puede dirigirse con entera libertad tanto hacia lo bueno como hacia lo malo, y que como fuerza tal no cede ni está sujeta a nadie. Si el pueblo supiera que el asunto es muy distinto, y que con esta palabra se designa apenas una insignificante centella que de sí sola es completamente ineficaz, una cautiva y sierva del diablo     no seria nada extraño que nos apedreasen como a burlones y embusteros que hacen oír una cosa y dan a entender otra cosa muy distinta, sin que siquiera nos conste lo que hemos de dar a conocer, ni exista común acuerdo acerca de ello. Pues "el que habla mentiras", dice el Sabio, "es aborrecible", máxime si lo hace en cosas que atañen a la piedad, donde corre peligro la salvación eterna.
Entonces: si hemos perdido, o más precisamente aún: si nunca hemos poseído la significación y el concepto [rem] de un vocablo tan sublime (lo que querían los pelagianos y sin embargo, también ellos se dejaron engañar por este término): ¿por qué retenemos tan tercamente el vocablo falto de contenido, haciendo correr peligro y engañando al pueblo creyente? Esta es la misma sabiduría con que también reyes y príncipes de hoy día se aferran a vacíos títulos de reinos y países, o se los arrogan y se glorían en ellos, cuando entre tanto llegaron a ser casi mendigos, sin reinos ni países ni mucho menos. Y esto todavía es tolerable, ya que no defraudan ni engañan a nadie, sino que sólo halagan a su propia vanidad, si bien sin provecho alguno. Aquí empero estamos ante un peligro para la salvación y un engaño por demás dañino. ¿Quién no consideraría ridículo o mejor dicho odioso al intempestivo innovador de palabras que, contrariamente a lo que es uso general, intentase introducir con toda seriedad, sin ninguna figura retórica como por ejemplo antífrasis o ironía, un modo de hablar según el cual llamara al mendigo “rico”, no por poseer algunas riquezas, sino porque podría darse la casualidad de que algún rey le diese las suyas? ¿0 si llamara “perfectamente sano” a un enfermo de muerte, por el hecho de que otro podría transferirle su propia salud? ¿0 si llamase “sumamente ilustrado” a un ignorante burdo e ¡literato porque tal vez algún otro le podría comunicar ciencias? Así reza también aquí: El hombre es un ser con libre albedrío; claro, siempre que Dios le quiera ceder su propio libre albedrío: Con tal abuso del modo de hablar, cualquiera podría jactarse de cualquier cosa. Por ejemplo: Aquél es señor del cielo y la tierra, si es que Dios se lo concede. Pero esta forma de hablar no es apropiada para teólogos, sino más bien para farsantes y fanfarrones. Nuestras palabras deben ser apropiadas, claras y sobrias, y como dice Pablo, sanas e irreprochables.
Pues bien: lo más seguro seria, y lo más adecuado a nuestra religión cristiana, prescindir del todo de este término libre albedrío: Pero si no queremos prescindir de él, al menos enseñemos con buena fe que se lo debe usar en el sentido siguiente: que al hombre se le concede un libre albedrío no respecto de lo que es superior a él, sino sólo respecto de lo que es inferior. Esto es: el hombre debe saber que en lo referente a sus bienes y posesiones materiales, él tiene el derecho de usar, hacer y no hacer conforme a su libre albedrío, si bien también esto lo guía el libre albedrío del solo Dios en la dirección que a él le place; pero que frente a Dios, o en lo pertinente a la salvación o condenación, el hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo ya sea de la voluntad de Dios, o la de Satanás. Esto lo digo en cuanto a los párrafos de tu prefacio, que encierran ya casi la cuestión entera, se podría decir en medida mayor que el libro en sí que le sigue. Sin embargo, todo ello podría haberse resumido en la siguiente breve oración de dos miembros: Tu prefacio se queja o de las palabras de Dios, o de las palabras de los hombres. Si se queja de las palabras de los hombres, fue escrito en vano desde la primera página hasta la última, y no nos importa nada. Y si se queja de las palabras de Dios, es impío en toda su extensión. De ahí que habría sido mejor si se hubiese ventilado la pregunta de si las palabras acerca de las cuales disputamos, son palabras de Dios o de los hombres. Bien, quizás se tratará esto en el subsiguiente proemio, y en la disputación misma. Pero lo que expones es: la parte final del prefacio, donde entre otras cosas dices que nuestros dogmas son fábulas y cosas inútiles; que habría sido mejor seguir el ejemplo de Pablo y "predicar a Cristo crucificado"; que "la sabiduría hay que enseñarla entre los perfectos"; que la Escritura acomoda su lenguaje de diversa manera al tipo de los oyentes, de modo que tú estimas que hay que encomendársela a la prudencia y al amor del que la enseña, y éste debe enseñar lo que es de provecho para el prójimo, todo esto me impresiona poco y nada. Hablas como un inepto e ignorante; pues también nosotros predicamos sola y exclusivamente a Jesús crucificado. El Cristo crucificado empero trae todas estas cosas consigo, incluso esa misma sabiduría que debe ser enseñada entre los perfectos, puesto que no ha de enseñarse entre los cristianos otra sabiduría que aquella que está escondida en e1 misterio y que está destinada a los perfectos, no a los hijos del pueblo judaico y legalista que no tiene fe y se gloria de sus obras, como dice Pablo en 1ª Corintios 2 lea   a no ser que tú quieras que con “predicar a Cristo crucificado” se entienda simplemente hacer sonar estas palabras: “Cristo es el crucificado”. Además: aquello de que "Dios está airado, está enfurecido, odia, está afligido, se apiada, se arrepiente, nada de lo cual, sin embargo, es aplicable a Dios"   esto es buscarle el nudo al junco. Tampoco estas expresiones hacen oscura a la Escritura ni exigen que se la acomode a los diversos oyentes, a no ser que uno encuentre un placer en crear oscuridades donde no las hay. Pues son giros gramaticales, compuestos con palabras figuradas que hasta los niños conocen. Pero lo que a nosotros nos ocupa aquí son dogmas, y no figuras gramaticales.
A1 entrar ahora en la disputación, prometes sostenerla recurriendo a las Escrituras canónicas, ya que Lutero no quiere rendirse ante la autoridad de ningún otro escritor fuera de las Escrituras. Así me gusta; y acepto tu promesa, a pesar de que la haces no por considerar que aquellos otros escritores son inaptos para apoyar tu causa, sino para ahorrarte un trabajo que luego resulta en vano; porque no apruebas del todo esa audacia mía o como haya que llamar mi propósito de admitir sólo las Sagradas Escrituras. Pues sin duda te impresiona profundamente esa serie tan numerosa de hombres de eximia erudición aprobados por el consenso de tantos siglos, entre quienes hubo consumados expertos en materia de Sagradas Escrituras, y además hombres muy santos, y algunos mártires, muchos de ellos célebres por sus milagros. Agrega a esto a los teólogos más recientes, las tantas altas escuelas, concilios, obispos, papas, en suma: a este lado están la erudición, el ingenio, el gran número, la importancia, lo más elevado, la fortaleza, la santidad, los milagros y quién sabe cuántas cosas más. Al lado mío en cambio está sólo este uno, Wiclef, y el otro, Lorenzo Valla, si bien también a Agustín, a quien pasas por alto, lo cuento como enteramente mío; pero claro, éstos no son de peso alguno frente a aquéllos. Queda entonces ese Lutero, hombre solo, de reciente aparición [nuper rwtus], con sus amigos; allí no hay tan grande erudición, ni tan destacado ingenio, ni gran número, ni importancia, ni santidad, ni milagros; son hombres que "ni siquiera son capaces de curar la renguera de un caballo. Alardean con las Escrituras, que no obstante tienen por dudosas, igual como sus contrincantes. Se jactan además del espíritu que no muestran por ninguna parte", y muchas cosas más que puedes enumerar con toda razón. Así que pasa con nosotros como con el ruiseñor al que le dijo el lobo después de devorarlo: Eres una voz, y nada más. Esa gente habla  dices tú  y por este solo hecho quieren que se les crea. Admito, mi estimado Erasmo, que tienes buenos motivos para sentirte profundamente afectado por todas estas cosas. A mi mismo, por más de un decenio me afectaron tanto que no creo que exista otro que haya sido perturbado por ellas en forma igual. No pude creer tampoco que esta Troya nuestra, invicta durante tanto tiempo y en tantas guerras, pudiese ser tomada jamás. E invoco a Dios. por testigo sobre mi alma, que yo habría seguido en esta línea, y aún hoy día me sentiría afectado de la misma manera, si la insistente voz de mi conciencia y la evidencia de los hechos no me obligasen tomar por el rumbo contrario. Puedes estar seguro de que tampoco el corazón mío es de piedra. Y aunque fuese de piedra, sin embargo podrían haberlo socavado la lucha y el choque con tantos torbellinos y pasiones cuando me lancé a aquella osada empresa y al ver luego que toda la autoridad de aquellos a quienes enumeraste, cual diluvio se precipitaría sobre mi cabeza. Pero no es aquí el lugar para relatar la historia de mi vida o de mis obras; ni tampoco emprendí aquello para inmortalizarme a mí mismo, sino para ensalzar la gracia de Dios. Quién soy yo, y por qué espíritu y determinación [cinsilio] he sido arrastrado a esa lid -esto se lo encomiendo a aquel que sabe que todo esto es obra de su libre albedrío, no del mío, si bien también el mundo mismo debería haberlo sabido ya hace mucho tiempo.  Y en verdad, con tu exordio me colocas en una situación harto odiosa de la cual difícilmente me podré desembarazar sin ponderarme a mí mismo y censurar a tantos padres. Pero lo diré en pocas palabras: en lo que hace a erudición, ingenio, gran número, autoridad y todo lo demás, soy inferior a ellos, aun a juicio tuyo. En cambio si yo te preguntara por estas tres cosas: qué es demostración del Espíritu, qué son milagros, qué es santidad: entonces, hasta donde yo te conozco por tus cartas y tus libros, se vería que eres tan inexperto e ignorarte que no lo puedes explicar con una sílaba siquiera. 0 si yo te estrechase y te preguntase: ¿de cuál de entre todos aquellos que tanto alabas, puedes demostrarme con certeza que fue o que es un santo, o que tuvo el Espíritu, o que realizó auténticos milagros?; me parece que tendrías que hacer ingentes, pero vanos esfuerzos.


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