por Martín Lutero
1530
"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.
Índice
XIV.Colaboradores de Dios
XV.Conclusión
XIV
Colaboradores de Dios
Pero en este punto los defensores del libre albedrío suelen eludir a Pablo con la evasiva de que el apóstol llama ‘obras de la ley’ las obras de un culto puramente exterior [cerimonialia opera], que después de la muerte de Cristo son obras de consecuencias mortíferas.
Respondo: Ahí tenemos esa equivocación e ignorancia de Jerónimo, que si bien fue combatida enérgicamente por Agustín, no obstante, al retirarse Dios y prevalecer Satanás, se difundió por el mundo y permaneció hasta el día de hoy. Así sucedió también que ya no se lo pudo entender a Pablo, y que el conocimiento que se tenía de Cristo, forzosamente se llegó a oscurecer más y más. Y aunque no hubiera habido en la iglesia ningún otro error, éste solo habría sido lo suficientemente pernicioso y efectivo para vaciar el evangelio. Por este error, Jerónimo mereció el infierno antes bien que el cielo, si no es que intercedió en su favor alguna gracia especial; con todo, lejos esté de mí la osadía de querer canonizarlo o llamarlo santo. No es cierto, por lo tanto, que Pablo esté hablando sólo de obras cerco, ceremoniales; de otro modo, ¿qué consistencia tendría su disputación en la cual demuestra que todos los hombres son injustos y necesitan la gracia? Pues alguno podría replicarle: Bien, admitamos que por las obras ceremoniales no somos justificados; ¡pero por las obras morales del Decálogo sí que se podría ser justificado! Por ende, con tu silogismo no probaste que para poder hacer estas obras morales, la gracia sea una necesidad. Además, ¿qué utilidad prestaría una gracia que nos librase sólo de las obras ceremoniales, que son las más fáciles de todas y que nos pueden ser arrancadas hasta por el miedo o el amor propio? Pero aun esto es erróneo, que después de la muerte de Cristo, las obras ceremoniales sean mortíferas e ilícitas. Jamás dijo Pablo tal cosa. Lo que dice en cambio es que estas obras no justifican ni son ante los ojos de Dios de provecho alguno para librar al hombre de su impiedad. Con esto es perfectamente compatible el que uno haga estas obras y no obstante no haga nada ilícito, así como el comer y beber son obras que no justifican y no nos hacen agradables a Dios, pero no por eso hace algo ilícito el que come y bebe.
Otro error está en que no se dan cuenta de que en el Antiguo Testamento las obras ceremoniales fueron mandadas de igual manera que las obras del Decálogo y tenían el mismo carácter de obligatoriedad, de manera que no había diferencia de grados entre unos y otros. Mas como Pablo mismo afirma en Romanos cap. 1, él se dirige en primer término a los judíos. Por eso no le quepa a nadie la menor duda de que con "obras de la ley" deben entenderse todas las obras de la ley entera. Pero ni siquiera se las puede llamar ‘obras de la ley’, si la ley ha sido abrogada y si es mortífera; pues una ley abrogada ya no es ley. Esto lo sabía Pablo muy bien; por esto no habla de una ‘ley abrogada’ al mencionar las obras de la ley, sino de una ley vigente e imperante. De otra manera, ¡cuán fácil habría sido para él decir: La ley misma ya ha quedado abolida! Esto habría sido hablar con franqueza y claridad. Pero citemos a Pablo mismo, como el mejor intérprete de sus palabras. Dice el apóstol en Gálatas cap. 3: "Los que andan con las obras de la ley, están bajo maldición, pues está escrito: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley, para hacerlas". Como ves, en este pasaje donde Pablo ventila la misma cuestión que en Romanos, y con las mismas palabras, él habla de ‘todas la leyes escritas en el libro de la ley’ cada vez que menciona las obras de la ley. Y lo que es más asombroso aún: Pablo cita a Moisés, quien maldice a los que no permanecen en la ley, a pesar de que por otra parte Pablo declara malditos a los que andan con las obras de la ley, aduciendo así un pasaje que expresa justamente la opinión contraria a lo que él mismo viene afirmando, ya que el pasaje de Moisés es negativo, y el de Pablo, positivo. Pero esto lo hace porque desde el punto de vista de Dios, los que más se empeñan con las obras e la ley, son los que menos cumplen la ley, por cuanto carecen del Espíritu, único capaz de cumplirla. Podrían intentarlo, por cierto, con sus propias fuerzas; pero el resultado será nulo. Así, lo uno lo otro es verdad: conforme a Moisés son malditos los que no perecen en la ley, y conforme a Pablo son malditos los que andan n las obras de la ley; pues tanto Moisés como Pablo insisten en a asistencia imprescindible del Espíritu sin el cual las obras de la ley, por muchas que se hicieren, no justifican, como dice Pablo; por so los hombres tampoco permanecen en todas las cosas que están escritas, como dice Moisés.
En fin: con su partición, Pablo confirma ampliamente lo que venimos diciendo. En efecto, él divide a los hacedores de la ley en dos fases: a los unos los presenta como hombres que obran impulsados por el Espíritu, y a los otros, como impulsados por la carne; un estado intermedio no hay. Estas son sus palabras: "Por las obras e la ley ninguna carne será justificada". ¿Y qué significa esto? Significa que aquéllos se empeñan en hacer las obras de la ley sin tener el Espíritu, por cuanto son carne, es decir, impíos y desconocedores de Dios, hombres a quienes las obras no aprovechan para nada. La misma partición la usa en Gálatas cap. 3 donde dice: "¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?"‘, una vez más en Romanos cap. 3: "Ahora sin la ley se ha manifestado la justicia de Dios" agregando más adelante: "Sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley". De todo esto se hace patente y claro que Pablo opone el Espíritu a las obras e la ley, así como lo opone a todas las demás cosas no espirituales a todas las fuerzas y títulos de la carne, de modo que no se puede dudar de que la opinión de Pablo coincide con la de Cristo expresada en Juan cap. 3: "Todo lo que no es nacido del Espíritu, es carne", por más bello, santo y excelente que fuese, hasta las obras supremas de la ley divina, sean cuales fueren las fuerzas que las produjeron. Pues lo que se necesita es el Espíritu de Cristo sin el cual todo es digno de condenación. Téngase por sentado, pues, que con las ‘obras de la ley’ Pablo no entiende únicamente las referentes un culto sólo exterior [cerimonialia], sino todas las obras de la ley entera. Al mismo tiempo tendrá que tenerse por sentado también: que en las obras de la ley es condenado todo aquello que carece del Espíritu. Como carente del Espíritu, empero, hemos de considerar esa fuerza del .libre albedrío pues de ella estamos disputando , a saber, lo más excelente en el hombre. En efecto: ‘andar con las obras de la ley’, esto es lo más grande que se puede decir en cuanto al hombre. Pues Pablo no dice "los que andan con pecados e impiedad en contra de la ley" sino "los que andan con las obras de la ley", los más nobles y los más empeñosos en cumplir la ley, los que más allá de la fuerza del libre albedrío contaron con la ayuda de la ley, es decir, con su orientación y estímulo. Por consiguiente: si el, libre albedrío, aun cuando es ayudado por la ley y se esfuerza al máximo para darle cumplimiento, no aprovecha para nada ni justifica sino que permanece en la impiedad y en la carne, ¿qué habrá que pensar del poder que tiene por sí solo, sin ayuda de la ley?
"Por medio de la ley" dice Pablo, "es que se conoce el pecado". Con esto demuestra en qué medida y hasta qué punto es de provecho la ley: tan ciego es el libre albedrío por si solo, que ni siquiera sabe lo que es pecado, sino que necesita de la ley para que se lo enseñe. Pero quien no sabe lo que es pecado, ¿qué esfuerzos podrá hacer para apartar el pecado? Ninguno; porque de lo que es pecado, pensará que no lo es, y lo que no es pecado, lo considerará pecaminoso. La experiencia da pruebas suficientes de cómo el mundo odia y persigue la justicia que vale ante Dios y cómo la tilda de herejía y de error y le impone otros motes más a cual más infamantes, precisamente por medio de personas que ante los hombres tienen la., fama de ser los mejores y los que más se afanan por, ser justos y piadosos, mientras que por el otro lado ensalza y pregona como justicia y sabiduría sus propias obras y propósitos, que en verdad son pecado y error. Por lo tanto, con esta afirmación de qué por medio de la ley viene el conocimiento del pecado, Pablo tapa la boca al libre albedrío, porque enseña que a ese libre albedrío que no conoce su propio pecado, la ley le muestra qué es pecado; de concederle al libre albedrío una fuerza cualquiera para tender hacia lo bueno, no se dice acá una sola palabra. Y con esto se resuelve aquella cuestión presentada por la Disquisición y repetida tantas veces en todo el trabajo: "Si no somos capaces de nada, ¿a qué vienen tantas leyes y preceptos, tantas amenazas y promesas?". Aquí Pablo da la contestación: "Por la ley es que se conoce el pecado". Su respuesta a esta cuestión es muy distinta de lo que el hombre o el libre albedrío se imaginan. No existe en la ley prueba alguna para el libre albedrío, dice, ni tampoco coopera el libre albedrío en el logro de la justicia; pues lo que viene por la ley no es la justicia, sino el conocimiento del pecado. En efecto: el fruto, la obra y !a función de la ley es ser una luz para los ignorantes y los ciegos, pero una luz tal que pone de manifiesto la enfermedad, el pecado, la maldad, la muerte, el infierno, la ira de Dios. Ayudar contra estas cosas y librar al hombre de ellas no es su tarea; se conforma con haberlas puesto de manifiesto. Después, cuando el hombre llegó a conocer la enfermedad del pecado, lo asalta la tristeza, se siente afligido, hasta cae en desesperación. La ley no le ayuda; mucho menos puede él ayudarse a sí mismo. Es necesaria otra luz que haga ver el remedio. Y ésta es la palabra [vox] del evangelio que muestra a Cristo como libertador de todo eso. A este libertador no nos lo muestra ni la razón ni el libre albedrío. ¿Cómo habría de mostrárnoslo la razón, cuando ella misma está sumida en tinieblas y necesita la luz de la ley para que le haga ver la enfermedad que ella misma con su propia luz no alcanza a ver, antes bien, la tiene por salud?
La misma cuestión la vuelve a tratar Pablo en su carta a los Gálatas, y en idéntica forma; dice allí: "¿Para qué sirve entonces la ley?". Pero en su respuesta no procede a la manera de la Disquisición, argumentando que existe un libre albedrío, sino que dice: "La ley ha sido impuesta a causa, de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa". "A causa de las transgresiones", dice; no para refrenarlas por cierto, como fantasea Jerónimo, pues como lo demuestra Pablo, la promesa de que quitaría y refrenaría los pecados y regalaría la justicia, fue dada a la simiente que habría de venir, sino para aumentarlas, como el mismo apóstol escribe en la carta a los Romanos, cap. 5: "La ley se introdujo [subintravit, entró a escondidas] para que el pecado abundase". Con esto no quiere decir que de no haberse introducido la ley, no se habrían cometido o no habrían abundado los pecados; lo que quiere decir es que sin la ley, los pecados no habrían sido reconocidos como transgresiones o como pecados tan graves, sino que los más de ellos y los más grandes habrían pasado por obras de justicia. Pero si no se conocen los pecados, no hay posibilidad ni esperanza de remediarlos, por la razón de que los que los cometen no toleran la mano del que quiere remediar, por cuanto creen que gozan de perfecta salud y no tienen necesidad de médico. Por esto es imprescindible la ley que muestra el pecado claramente, a fin de que el hombre con su altivez e imaginada perfección lo vea y reconozca en toda su perversidad y magnitud, se humille, y suspire con profundo anhelo por la gracia que le es ofrecida en Cristo. "Por medio de la ley es que se conoce el pecado": por cierto, una frase muy sencilla, y sin embargo, ella sola tiene fuerza suficiente para destruir el libre albedrío y echarlo por tierra. Porque si es verdad que el libre albedrío por sí solo no sabe qué es pecado y qué es lo malo, como dice Pablo en este texto y también en Romanos 7: "Yo no habría sabido que la codicia es pecado, si la ley no hubiese dicho: No codiciarás", ¿cómo podrá saber jamás qué es justicia y qué es lo bueno? Y si no sabe lo que es justicia, ¿qué esfuerzos puede hacer para alcanzarla? No conocemos el pecado en que nacimos, vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser, más aún, que vive, se mueve y reina en nosotros; ¿cómo habríamos de conocer la justicia que reina fuera de nosotros, en el cielo? Verdaderamente: como una nada y menos que nada presentan estas palabras a aquel mísero libre albedrío.
Siendo así las cosas, Pablo agrega estas palabras, llenas de firme convicción y autoridad: "Pero ahora, sin la ley, es manifestada la justicia que vale ante Dios, testificada por la ley y los profetas. Hablo, empero, de la justicia ante Dios que viene por la fe en Jesucristo a todos y sobre todos los que en él creen. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y carecen de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios propuso como propiciatorio por medio de la fe en su sangre", etc. Todas esas palabras son otros tantos rayos fulminantes que Pablo lanza contra el libre albedrío. En primer término dice que la justicia que vale ante Dios se manifiesta sin la ley, distinguiendo así la justicia que vale ante Dios de la justicia proveniente del cumplimiento de la ley. Pues la justicia de la fe resulta de la gracia, sin [que en ello intervenga] la ley. Las palabras de Pablo: "sin la ley" pueden tener sola y únicamente el significado de que la justicia cristiana existe sin las obras de la ley, esto es, que en la obtención de esta justicia, las obras de la ley no cuentan para nada ni como aporte ni como medio. Esto mismo es lo que el apóstol afirma acto seguido con las palabras: "Nosotros sostenemos que el hambre es justificado por la fe, sin las obras de la ley". Lo mismo ya lo había dicho anteriormente: "Por las obras de la ley ninguna carne es justificada ante él". Todo esto demuestra con meridiana claridad que el esfuerzo o el afán del libre albedrío es una completa nada; porque si la justicia que vale ante Dios existe sin la ley y sin obras de la ley, ¿cómo no habría de existir con mucho mayor razón aún sin el libre albedrío, dado que el supremo afán de éste es ejercitarse en la justicia moral o en las obras de la ley, con lo que recibe apoyo su ceguedad e impotencia? Esta palabra ‘sin’ quita y anula todo: las obras moralmente buenas, la justicia moral, la adecuación a la gracia. Puedes imaginarte además toda suerte de otras presuntas facultades del libre albedrío; Pablo quedará imperturbable y dirá: La justicia que vale ante Dios existe sin tales cosas. Y aunque admitiésemos que el libre albedrío pueda experimentar algún progreso por medio del esfuerzo propio, sea en dirección a las buenas obras, o en dirección a una justicia conforme a la ley civil o moral, no obstante no progresará en dirección a la justicia que vale ante Dios, ni tampoco aprecia Dios en modo alguno el afán del libre albedrío por alcanzar la justicia que vale ante él, ya que dice que esta justicia es válida sin intervención de la ley. Pero si el libre albedrío no logra avanzar hacia la justicia que vale ante Dios, ¿de qué le serviría si con sus obras y esfuerzos propios lograse avanzar (si esto fuera posible) incluso hacia la santidad de los ángeles? Creo que las palabras que Pablo usa en este pasaje no son ni oscuras ni ambiguas; tampoco se prestan para introducir tropos de ninguna especie. Pues el apóstol distingue claramente dos clases de justicia: la una, dice, deriva de la ley, la otra de la gracia; la justicia por gracia se nos regala sin la justicia de la ley y sus obras, la justicia de la ley en cambio, sin la justicia por gracia, no justifica ni tiene poder alguno. Quisiera ver, pues, cómo el libre albedrío puede mantenerse en pie frente a esto, y cómo se lo puede defender.
El segundo rayo es la afirmación de Pablo de que "la justicia que vale ante Dios se manifiesta y tiene validez respecto de todos y sobre todos los que creen en Cristo, sin que haya ninguna distinción. Con palabras clarísimas, el apóstol divide una vez más a todo el género humano en dos bandos. A los que creen les asigna la justicia que vale ante Dios, a los que no creen, se la quita. Ahora bien: nadie, por más obtuso que sea, pondrá en dudas que la fuerza o el esfuerzo del libre albedrío es otra cosa que la fe en Jesucristo. Pablo, empero, afirma que cualquier cosa que no proceda de esta fe, es injusta ante Dios. Y si no es justa ante Dios, necesariamente tiene que ser pecado. Pues ante Dios no existe un intermedio entre justicia y pecado, algo que no sea ni lo uno ni lo otro, ni justicia ni pecado. De otro modo sería, inconducente toda esa disputación de Pablo que parte de la ya mencionada división de que todo lo que sucede en los hombres o es hecho por ellos, es ante Dios o justicia o pecado: justicia, si hay fe, pecado, si no hay fe. Desde el punto de vista de los hombres, claro está, el asunto es distinto: para ellos hay cosas indiferentes y neutrales, que en la relación interhumana no cuentan como deber ni como mérito. Pero el impío peca contra Dios, sea que coma o que beba o que haga cualquier otra cosa, porque en constante impiedad e ingratitud abusa de lo que Dios ha creado, y en ningún momento le da a Dios su gloria con sinceridad de corazón.
También esto de que "todos pecaron y carecen de la gloria de Dios, y no hay diferencia alguna" es un rayo muy potente. ¿Se puede hablar con palabras más claras? Muéstrame a uno que obre a impulsos de su libre albedrío [operarium liberi arbitrii] y dime si con aquel esfuerzo suyo también peca. Si no peca, ¿por qué Pablo no lo exceptúa, sino que lo incluye ‘sin hacer distinción? Ciertamente, el que dice ‘todos’ no excluye a nadie, en ningún lugar, en ningún tiempo, en ninguna obra, en ningún empeño. Pues si excluyeras a un hombre en razón de un empeño o una obra cualesquiera, harías de Pablo un falso maestro; porque también el que hace obras y esfuerzos a impulsos del libre albedrío, es contado y figura entre los ‘”todos’”, cuando en realidad, Pablo debía haberlo tratado con el debido respeto y no lo debía haber incluido tan despreocupada y generalmente entre los pecadores. De igual contundencia es también esta otra afirmación: "Carecen de la gloria de Dios". "Gloria de Dios" se podría entender aquí en dos sentidos, activo y pasivo. Esto se debe a los hebraísmos de que Pablo se vale a menudo. En sentido activo, la ‘gloria de Dios’ es la gloria con que él mismo se gloria ante nosotros; en sentido pasivo, es la gloria con que nosotros nos gloriamos o nos podemos gloriar ante Dios. Me parece sin embargo que aquí la expresión debe tomarse en sentido pasivo; cuando en latín decimos ‘la fe de Cristo’ [fides Christi], pensamos en la fe que tiene Cristo; en hebreo en cambio, con ‘fe de Cristo’ se entiende la fe que se tiene en Cristo. Así, en latín se llama “justicia de Dios” [iustitia Deil a la justicia inherente a Dios, mientras que en hebreo se entiende con ello la justicia que se tiene de parte de Dios y ante Dios. Así pues tomamos la expresión ‘gloria de Dios’, no según el uso idiomático latino, sino según el hebreo, como “gloria que se tiene en Dios y ante Dios”, o como podría decirse también ‘gloria de Dios’. Se gloria por lo tanto en Dios el hombre que sabe con certeza que Dios le otorga su gracia y lo mira con benevolencia de modo que se complace en lo que dicho hombre hace, o le perdona y tolera lo que no le place. De esto se desprende que si el esfuerzo o sincero afán del libre albedrío no es algo pecaminoso, sino algo bueno ante Dios, el libre albedrío tiene fundada razón para gloriarse y decir, confiando en esta gloria: esto le agrada a Dios, esto cuenta con su favor, esto lo juzga digno y lo acepta, o al menos lo tolera y lo perdona. Pues ésta es la gloria que los creyentes tienen en Dios; los que no lo tienen, por el contrario, quedan avergonzados ante Dios. Pero esta pretensión del libre albedrío la rechaza Pablo aquí mediante su afirmación de que los hom¬bres carecen por completo de tal gloria. Y esto lo demuestra también la experiencia. Pregunta a los que hacen esfuerzos bajo el impulso de su libre albedrío, a todos en general; si me puedes mostrar a uno solo que seria y sinceramente puede afirmar respecto de uno cual¬quiera de sus afanes y esfuerzos: "sé que esto le agrada a Dios", entonces me daré por vencido y te entregaré la palma de la victoria. Pero sé que no se hallará uno solo. Mas si falta esta gloria, de modo que la conciencia no se atreve a saber con certeza o confiar en qué ‘esto’ le agrada a Dios, entonces es seguro que no le agrada. Porque conforme a su fe será también lo que la conciencia obtiene; pues no cree que puede contar con el beneplácito de Dios como con algo se¬guro, lo cual sin embargo es necesario, puesto que esto es precisa¬mente la grave culpa de la incredulidad: el dudar del favor de Dios quien quiere que se crea con firmeza total en la realidad de su favor. Así demostramos a los defensores del libre albedrío sobre la base del testimonio de su propia conciencia que por carecer de la gloria de Dios, el libre albedrío es y permanecerá siempre culpable del pecado de incredulidad con todas sus fuerzas, afanes y serios intentos.
Pero ¿qué dirán finalmente los patrocinadores del libre albedrío a esto: "los creyentes son justificados gratuitamente por su gra¬cia"? ¿Qué se quiere decir con ‘gratuitamente’? ¿Qué significa ‘por su gracia’? ¿Cómo armoniza el esfuerzo y el mérito con una justicia que se recibe gratuitamente y como un regalo? Tal vez nos dirán que ellos asignan al libre albedrío lo menos posible, y de nin¬guna manera un mérito condigno. Pero esto son vanas palabras. Pues lo que se busca mediante el insistir en el libre albedrío,’ encontrar un lugar para méritos. Esto es precisamente lo que la Disquisición objetó y reclamó de continuo: "Si no existe libertad dei albedrío, ¿dónde hay lugar para méritos? Si no hay lugar para méritos, ¿dónde lo hay para premios? Si uno puede ser justificado sin contar con méritos propios, ¿a quién se le podrá imputar algo?" las La respuesta de Pablo a esto es: No hay mérito alguno; sino que todos cuantos son justificados, lo son gratuitamente; y esta justificación no se puede imputar a nadie sino a la gracia de Dios. Pero una vez que se le ha donado al hombre la justicia, al mismo tiempo se le ha donado también el reino de los cielos y la vida eterna. ¿Dónde está ahora el esfuerzo y la aspiración? ¿Dónde están las obras, y dónde los méritos del libre albedrío? ¿Qué utilidad prestan? No puedes quejarte de que aquí haya oscuridad y ambigüedad; los hechos tanto como las palabras son enteramente claros y sencillos. Pues aun cuando fuese verdad que ellos asignan al libre albedrío lo menos posible, sin embargo enseñan que con este mínimo podemos alcanzar la justicia y la gracia. En efecto, el problema: ¿por qué Dios justifica a uno, y a otro lo deja abandonado a su suerte?, lo resuelven precisamente de esta manera: estableciendo la libertad del albedrío, a saber, que uno se esforzó, y el otro no se esforzó, y que a raíz de este esfuerzo, Dios mira con benevolencia al uno, y al otro lo desprecia, para no ser injusto al proceder en otra forma. Y a pesar de que en sus palabras y escritos pretextan que ellos no intentan alcanzar la gracia por medio del mérito condigno, y aunque tampoco usan la expresión ‘mérito condigno’, sin embargo nos engañan con su vocabulario y no obstante no ceden un palmo en lo que es la cuestión de fondo. Pues ¿acaso los excusa el hecho de qué no lo llamen ‘condigno’ al mérito, cuando en realidad le atribuyen todo lo que está incluido en el mérito ‘condigno’, es decir, que alcanza gracia de parte de Dios quien se esfuerza, y que quien no se esfuerza, no la alcanza? ¿No es esto a todas luces algo que corresponde al ‘mérito condigno’? ¿No lo presentan a Dios como a uno que hace acepción de obras, méritos y personas al decir que .el uno carece de la gracia por su propia culpa, puesto que no se esforzó, y que el otro en cambio, por el hecho de haberse esforzado, obtiene la gracia, la cual no obtendría si no se hubiese esforzado? Si esto no es un “mérito condigno”, me gustaría que me enseñasen a qué se puede llamar entonces un “mérito condigno”. El mismo juego engañoso podrías hacerlo con cualquier palabra, y decir: No es por cierto un mérito consigne, sin embargo tiene el efecto que éste suele tener. La zarza no es una planta dañina, sólo que tiene el efecto de la planta dañina. La higuera no es un árbol bueno, pero su efecto es el de un árbol bueno. La Disquisición por cierto no es impía, sólo que dice y hace lo que dice y hace un impío.
A estos defensores del libre albedrío les ocurre lo que se llama “caer en Escila al querer escapar de Caribdis”. Pues en su afán de disentir de los pelagianos comienzan a negar el mérito condigno, y con aquello mismo con que lo niegan, lo corroboran tanto más; lo niegan en sus palabras y escritas, en la sustancia misma empero y en su corazón lo establecen firmemente, con lo que llegan a ser peores que los pelagianos, por dos motives: en primer lugar, porque los pelagianos confiesan y afirman el mérito condigno con toda sencillez, sinceridad y franqueza, llamando al pan pan y al vino vino y enseñando en conformidad con lo que opinan. Nuestros adversarios en cambio, a pesar de que opinan y enseñan lo mismo que los pelagianos, sin embarro nos burlan con palabras engañosas y eón la falsa apariencia de que disienten de éstos, aunque en realidad están en el completo acuerdo con ellos; de modo que si nos fíjanos en su hipócrita imagen exterior, parecen ser los enemigos más encarnizados de los pelagianos, mas si nos fijamos en la sustancia misma y en su convicción íntima, son pelagianos en doble sentido. En segundo lugar, porque a raíz de esta hipocresía tienen de la gracia de Dios un concepto mucho más bajo y la aprecian mucho menos que los pela pianos. En efecto: éstos afirman que aquello con que obtenemos la gráfica, no es una pequeñez cualquiera en nosotros, sino la totalidad y plenitud de aspiraciones y obras perfectas, grandes y numerosas; nuestros adversarios en cambio sostienen que lo que nos hace merecer la gracia es poca cosa, y casi nada. Por lo tanto: si es inevitable errar, los que por considerar a la gracia de Dios un bien de muy elevado costo, y la estiman y aprecian, yerran en forma más honesta y menos arrogante que aquellos otros que enseñan que esta gracia cuesta une, insignificancia, y por lo tanto la tienen por cosa de poco valor y despreciable. Pero Pablo los aplasta a todos por igual con una sola palabra, al decir: "todos son justificados gratuitamente", y "son justificados sin ley, sin las obras de la, ley". Pues el que afirma que todos cuantos han de ser justificados, lo son por medio de una Justificación gratuita, no deja lugar para algunos que supuestamente lo sean por sus obras, sus méritos o su preparación, y tampoco deja lugar para una obra, que se pueda llamar adecuado, ya sea en su aspecto formal o en su aspecto ético; antes bien, con una descarga de este rayo fulmina tanto a los pelagianos con su m ‘, entero como a los sofistas con su mérito insignificante. La justificación gratuita no tolera que establezcas una categoría de hombres que se justifican por sus obras; porque "ser un don gratuito", adquirir mediante alguna obra son conceptos abiertamente contradictorios. Además, "ser justificado por gracia" no tolera que menciones la dignidad de persona alguna, como lo reclama también Pablo un poco más adelante; en el capitulo 11: "Si por gracia, consecuentemente no es por obras; de otra manera, la gracia no es gracia" e igualmente en el capítulo 4: "Pero al que obra, no se le cuenta e salario como gracia sino como deuda". Por esto, mi (testigo) Pablo queda dueño del campo de batalla como destruidor invencible, del libre albedrío, y con una sola palabra aniquila a dos ejércitos porque si somos justificados sin obras, todas las obras quedan condenadas, sean ínfimas o grandes; pues Pablo no exceptúa ninguna sino que lanza sus rayos contra todas por igual.
Y aquí queda al descubierto la soñolencia de todos nuestros ad ver Barios, y la inutilidad de querer apoyarse en los antiguos padre aprobados a través de una tan larga serie de siglos. ¿Acaso no estuvieron enceguecidos también ellos mismos, todos por igual? mas: ¿no dejaron desdeñosamente a un lado aun las más claras directas palabras de Pablo? Si las palabras de Pablo no son claras y directas, ¿qué otra forma clara y directa hay de hablar en de la gracia y en contra del libre albedrío? Recurriendo a una comparación, el apóstol confronta la gracia y las obras y destaca la superioridad de aquélla. Luego, usando las palabras más claras y sencillas dice que somos justificados gratuitamente, y que gracia no gracia si se la puede obtener par medio de obras. Con esto subraya que en materia de justificación, las obras no tienen injerencia gana., dejando así bien cimentados los principios de la gracia y la justificación gratuita. Y nosotros seguimos buscando tinieblas en esta luz, y donde no podemos atribuirnos cosas insignificantes y asignárnoslo todo, intentamos atribuirnos cosas insignificantes y pequeñas, con tal de lograr que la justificación por medio de la de Dios no sea una justificación gratuita, sin el aporte de nuestras buenas obras. Pero tengamos bien presente esto: Dios estableció que los hombres seamos justificados por su gracia sola, con exclusión de toda obra, hasta con exclusión de la ley misma que comprende en si todas las obras, las grandes y las pequeñas, las formalmente buenas y las éticamente buenas; y este Dios, que al establecer esto nos deniega lo mayor y rechaza de plano nuestra intención de atribuírnoslo todo, ¿no habría de negar mucho más enérgicamente la pretensión de que aun lo insignificante y pequeño puede servirnos para nuestra justificación? ¡Vete ahora y exalta la autoridad de los antiguos padres y confía en lo que ellos dijeron, viendo que todos a una dejaron desdeñosamente a un lado a, Pablo, el maestro que habla con mayor claridad y evidencia, y se sustrajeron como a propósito a este lucero, qué digo, a este sol, invadidos como estaban por la idea carnal de que parecería absurdo que no quedase ningún lugar para los méritos!
Presentamos ahora el ejemplo del patriarca Abraham que Pablo cita a continuación: "Si Abraham fue justificado por las obras dice , tiene de qué gloriarse, pero no ante Dios. Pues, ¿qué dice la Escritura? Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia". Nótese también aquí esa partición que hace Pablo al hablar de una doble justicia de Abraham. Una es la justicia por las obras, esto es, la justicia moral y civil; pero ésta no es la que lo justifica ante Dios, dice Pablo, aun cuando ante los hombres le confiera el carácter des justo. Además tiene una gloria entre los hombres; pero el hecho es que carece de la gloria para con Dios mediante aquella justicia. Y no hay motivo para suponer que en este pasaje se estén condenando las obras de la ley o de las ceremonias, por el hecho de que Abraham vivió tantos años a la vista de la ley. Pablo habla sencillamente de las obras de Abraham, y de sus mejores obras. Pues seria ridículo disputar acerca de si alguien es justificado por obras malas. Luego: si Abraham no es justo por obra alguna, sino que permanece bajo la impiedad, tanto él mismo como todas sus obras juntas, a menos que sea revestido de otra justicia, a saber, la justicia por la fe, entonces queda patente que ningún hombre aporta algo a la justicia, con sus propias obras, y queda patente además que ninguna obra, ningún afán, ningún esfuerzo del libre albedrío tiene el menor efecto ante Dios, sino que todo esto es considerado impío, injusto y malo. Pues si Abraham mismo no es justo, tampoco son justas sus obras o aspiraciones; y si no son justas, son condenables y dignas de ira. La otra es la justicia por la fe, que no se basa en obra alguna, sino en Dios quien por gracia se muestra benigno y cuenta la fe por justicia. Y fíjate cómo Pablo se apoya en el verbo "contar", cómo insiste en él, lo repite y lo inculca. "Al que obra dice , no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia" conforme a lo que dispuso Dios en su gracia. Acto seguido cita a David quien igualmente habla de este ‘contar’ propio de la gracia: "Bienaventurado el hombre a quien el Señor no le imputó el pecado", etc. Cerca de diez veces aparece repetido ese ‘contar’ en el mismo capítulo. En pocas palabras: Pablo confronta al que hace obras con el que no las hace, sin dejar una posición intermedia entre estos dos. Al que hace obras, dice, su obrar no le es contado por justicia, y en cambio afirma que al que no anda con obras, le es atribuida la justicia, con tal que crea. Aquí no hay ninguna posibilidad de evasivas o escapatorias para el libre albedrío y su esfuerzo y serio afán. Pues será contado o entre los que andan con obras, o entre los que no andan con obras. Si está entre los que andan con obras, oyes aquí que no se le atribuye ninguna justicia. Si está entre los que no andan con obras, mas creen en Dios, le es atribuida la justicia. Pero la destinataria de esta justicia atribuida no será entonces la fuerza del libre albedrío, sino la nueva criatura, renovada por medio de la fe. Por otra parte, si al que anda con obras no se le atribuye la justicia, está a la vista que sus obras no son otra cosa que pecado, maldad e impiedad ante Dios. Y no puede levantarse aquí ningún sofista con la descarada objeción de que aun en el caso de que el hombre sea malo, podría existir la posibilidad de que sus obras no lo fueran. Pues por esto mismo Pablo enfoca aquí no a hombre simplemente, sino al hombre que anda con obras: quiere demostrarnos con una palabra muy directa que lo que se condena son precisamente las obras y las aspiraciones del hombre, no importa de qué índole sean y qué nombre o renombre se les asigne.
Pero entiéndase bien Pablo habla de obras buenas, puesto que está disputando acerca de justificar y merecer. Y si menciona al que anda con obras, se refiere de un modo general a todos los que andan con obras, y a todas sus obras, pero ante todo a las obras buenas y respetables. De otra manera, su clasificación en cuanto al que obra y al que no obra sería inconsistente.
Paso por alto aquí aquellos argumentos poderosísimos que puede extraerse del "propósito de gracia", de "la promesa", de "la fuerza de la ley", del "pecado original", o de "la elección de Dios", entre los cuales no hay ninguno que no sea capaz por sí solo de eliminar radicalmente al libre albedrío. Pues si la gracia viene por el propósito de Dios o por la predestinación, viene por necesidad, y por nuestro serio afán o esfuerzo, como ya enseñamos en capítulos anteriores. Igualmente, si Dios prometió su gracia antes de que promulgara la ley, como lo demuestra Pablo en este pasaje de Romanos y en la carta a los Gálatas, está claro que la gracia no viene por las obras ni por la ley, de otra manera la promesa no valdría nada. Y si las obras fuesen efectivas, tampoco la fe valdría nada (¡y sin embargo, Abraham fue justificado por la fe antes de que existiera la ley!). Además, siendo que la ley es la fuerza del pecado por el hecho de que lo muestra pero no lo quita, la hace a la conciencia culpable ante Dios y la amenaza con la ira. A esto se refiere Pablo al decir: "La ley produce ira". ¿Cómo puede presumirse entonces que por medio de la ley se alcanza justicia? Pero si la ley no nos puede ayudar, ¿como podría ayudarnos la sola fuerza del albedrío? Así también, si por el pecado único de un solo hombre, Adán, todos estamos bajo el dominio del pecado y sujetos a la condenación, ¿cómo podemos hacer un intento que no sea pecaminoso y condenable? Pues cuando Pablo dice "todos", no exceptúa a nadie ni nada, ni la fuerza del libre albedrío, ni a hombre alguno que anda con obras, sea que las haga o que no las haga, que se esfuerce o que no se esfuerce necesariamente estará comprendido en el "todos" como cualquier otro. Tampoco nosotros pecaríamos ni seríamos condenados por aquel pecado único de Adán. Si aquel pecado no fuese el pecado nuestro. En efecto: ¿a quién se le condenará a causa de un pecado ajeno, máxime ante Dios? Este pecado empero llega a ser el nuestro no porque lo imitemos o lo cometamos esto no podría ser aquel pecado único de Adán, dado que lo habríamos cometido nosotros, y no él, sino que llega a ser el nuestro por nacimiento. Pero esto habrá que discutirlo en otra oportunidad. Así que el mismo pecado inherente en nosotros por nacimiento (origínale peccatum) no le deja al libre albedrío ninguna otra facultad y posibilidad que la de pecar y ser condenado. Estos argumentos, digo, los paso por alto, porque son del todo evidentes e irrebatibles, y además porque ya mencionamos algo de esto en oportunidades anteriores. Por otra parte, si quisiésemos analizar todos los pasajes de los escritos de Pablo solamente, que rechazan el libre albedrío, no podríamos hacer cosa mejor que tratar en un comentario completo todas las cartas de este apóstol; podríamos demostrar entonces que casi cada una de las palabras es una refutación de esa tan cacareada fuerza del libre albedrío, tal como acabamos de hacerlo con estos capítulos 3 y 4. Éstos los traté principalmente para hacer patente la modorra de todos nosotros que leímos a Pablo de tal manera que en sus tan claros pasajes lo que henos vimos fueron estos poderosísimos argumentos en contra del libre albedrío, y para demostrar cuán necia es aquella confianza que se apoya en la autoridad y en los escritos de los antiguos padres; al mismo tiempo quise promover una reflexión acerca del efecto que tendrían aquellos argumentos tan evidentes si se los tratase con la atención y el discernimiento debidos.
Yo por mi parte confieso que me extraña sobremanera el hecho de que después de haber usado Pablo tantas veces aquellas palabras de alcance universal: "todos", "ninguno", "no", "en ninguna parte", "sin", en expresiones tales como "Todos se desviaron"; "no hay ningún justo"; "no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno"; "por el pecado de uno solo, todos son pecadores y condenados"; "por la fe sin la ley somos justificados sin obras", expresiones que si alguien quisiera formularlas de otra manera, no podría darles mayor claridad y precisión; me extraña, digo, cómo pudo suceder que sobre estas palabras y frases de alcance universal prevalecieran afirmaciones que dicen otra cosa, y hasta lo contrario, a saber: "Algunos no se desviaron, no son injustos, no son malos, no son pecadores, no son condenados; hay algo en el hombre que es bueno y que tiende hacia lo bueno", como si el hombre, sea quien fuere, que tiende hacia lo bueno, no estuviese comprendido en las palabras, "todos, ninguno, no". Yo personalmente no tendría con qué resistir o responder a Pablo, aunque quisiera hacerlo, sino que me vería obligado a incluir la fuerza de mi libre albedrío, junto con su empeño, en aquellos "todos" y "ninguno" de que habla Pablo, a menos que se introdujere una nueva gramática o un nuevo uso del idioma. Quizá también podría sospecharse un tropo, o podrían arrancarse las palabras de su contexto y torcerse, si Pablo hubiese usado tal expresión una sola ve! o en un solo pasaje. Pero el caso es que las usa constantemente) tanto en las oraciones afirmativas como en las negativas, y recurriendo en ambas a comparaciones y particiones discute el sentido de las expresiones de carácter general en una forma tal que no sólo el significado natural de las palabras y la frase en si, sino también el contexto posterior y anterior, las circunstancias, la intención y la médula misma de toda la disputación comunican en conjunto el siguiente razonamiento: Pablo quiere demostrar que todo lo que está al margen de la fe en Cristo, no es otra cosa que pecado y condenación. Y del mismo modo nos habíamos comprometido nosotros a refutar el libre albedrío, para que todos los adversarios tuvieran que deponer las armas. Y a juicio mío lo he logrado, aun cuando ahora que están vencidos, no se adhieran a nuestra opinión, o callen. Pues el conseguir esta adhesión no está en poder nuestro; es un don del Espíritu de Dios.
Oigamos ahora al evangelista Juan; pero antes agreguemos un toque final de Pablo, con la advertencia de que estamos dispuestos, si esto no fuere suficiente, a componer un comentario completo de todos los escritos paulinos para refutar el libre albedrío. En Roma¬nos 8 y donde divide a todo el género humano en dos bandos, en carne y espíritu, como lo hace también Cristo en el Evangelio según San Juan, capitulo 3, Pablo dice así: "Los que son según la carne, pien¬san en lo que es de la carne; y los que son según el Espíritu, piensan en lo que es del Espíritu". Que con el término "carnales" Pablo se refiere aquí a todos los que no son espirituales, queda evidente por la misma división y confrontación de Espíritu y carne, y además por las propias palabras que el apóstol agrega a renglón seguido: “Vosotros no vivís conforme a la carne sino conforme al Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; pero el que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él". Pues ¿qué quiere decir Pablo con las palabras "vosotros no vivís conforme a la carne, si el Espíritu de Dios está en vosotros"? Evidentemente esto: los que no tienen el Espíritu, por fuerza viven conforme a la carne. Y el que no es de Cristo, ¿de quién puede ser sino de Satanás? Consta por lo tanto que los que no tienen el Espíritu, viven conforme a la carne y están sujetos a Satanás. Veamos ahora qué opina Pablo en cuanto al esfuerzo y el poder del libre albedrío de los que viven conforme a carne: "Los que viven según la carne, no pueden agradar a Dios” asimismo, "ocuparse en lo que es de la carne, es muerte"; "las tendencias de la carne son enemistad contra Dios"; "no está sujeto a ley de Dios, ni tampoco puede estarlo". ¿Se animaría a responderme algún paladín del libre albedrío cómo puede tender hacia lo bueno aquello que es muerte, aquello que desagrada a Dios, que es enemistad contra Dios, que desobedece a Dios y no le puede obedecer? Pues Pablo no quiso decir: "La tendencia de la carne es muerta, o es enemiga de Dios", sino antes bien: es la muerte misma, la enemistad misma, a la cual le resulta imposible sujetarse a la ley de Dios agradar a Dios. En el mismo sentido el apóstol se había expresado o antes: "Pues lo que era imposible para la ley, por el hecho de e la carne la reducía a la impotencia, esto lo hizo Dios, etc.". También yo conozco esa ficción de Orígenes acerca del triple afecto, de el primero, según él, es llamado carne, el segundo alma, y el tercero espíritu, y donde el alma por su parte es ese "afecto no diferenciado que puede inclinarse o hacia la carne o hacia el espíritu. Pero esto son fantasías suyas; lo dice, o no lo prueba. Pablo llama aquí "carne" a todo lo que carece de Espíritu, como acabamos de demostrar. Por ende, aquellas más excelsas virtudes de los mejores hombres son carnales, es decir, muertas, enemigas de Dios, no sujetas a la ley de Dios ni capaces de sujetarse, y desagradables a Dios. Pues Pablo no sólo dice que no se sujetan, sino que no son capaces de sujetarse. Lo mismo dice Cristo en Mateo, capítulo 7: "Un árbol malo no puede dar frutos buenos", y en Mateo, capítulo 12: "¿Cómo podéis hablar cosas buenas siendo malos?". Como ves: no sólo hablamos cosas malas, sino que no somos capaces de hablar cosas buenas. Y el mismo Jesús que en otra oportunidad dice: "Nosotros, a pesar de ser malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos", niega no obstante que nosotros hagamos algo bueno, incluso cuando damos cosas buenas; porque si bien la creación de Dios que damos, es una cosa buena, nosotros mismos no somos buenos ni es buena la manera como damos aquellas cosas buenas. Esto empero lo dice a todos, aun a sus propios discípulos, de modo que las dos sentencias de Pablo: "El justo vive por la fe" y "Todo lo que no procede de la fe, es pecado", son verdades que no admiten réplica. Lo uno es consecuencia lógica de lo otro. En efecto: ‘si lo, único que nos hace justos ante Dios es la fe, es obvio que los que no tienen fe, aún no fueron hechos justos. Los no justificados empero son pecadores, mas los pecadores son árboles malos y no tienen otro poder que el de pecar y producir frutos malos. Por lo tanto, el libre albedrío no es otra cosa que un esclavo del pecado, de la muerte y del diablo, y no hace ni puede hacer o intentar otra cosa sino lo malo.
A esto puedes agregar el ejemplo de Romanos 10, una cita del libro de Isaías: "Fui hallado por los que no me buscaban; me manifesté a los que no preguntaban por mí". Esto lo dice Pablo refiriéndose a los gentiles y haciendo notar que a éstos les fue dado oír y conocer a Cristo antes de que pudieran siquiera pensar en él, y mucho menos aún buscarlo o ponerse con la fuerzas de su libre albedrío en la debida disposición para recibirlo. Con este ejemplo queda suficientemente claro que la gracia llega al hombre en forma tan gratuita que no le precede siquiera el pensar en ella; de un esfuerzo o una aspiración ni qué, hablar. Y el propio Pablo, cuando todavía era Saulo, ¿qué hizo con aquella máxima fuerza del libre albedrío? Sin duda lo animaban las mejores y más respetables intenciones, si nos atenemos al juicio de la razón. Pero mirándolo bien: ¿a raíz de qué esfuerzo halla Saulo la gracia? ¡No sólo no la busca, sino que la recibe en el mismo instante en que arremete furiosamente contra ella! Respecto de los judíos, en cambio, el apóstol dice en Romanos 9: "Los gentiles, que no buscaban la justicia, hallaron la justicia, es decir, la justicia que proviene de la fe; Israel empero, buscando una, ley de justicia, no llegó a la ley de justicia". ¿Dónde está el’ defensor del libre albedrío que pueda objetar algo a esto? Los gentiles, en circunstancias en que están llenos de impiedad y de todos los vicios, reciben la gracia en forma gratuita, por la misericordia de Dios. Los judíos, en circunstancias en que corren tras la justicia con el máximo afán y esfuerzo, yerran el blanco. ¿0 acaso no equivale a decir que el esfuerzo del libre albedrío es vano, si se hace constar que mientras se esfuerza por conseguir lo mejor, este libre albedrío se hace siempre peor y experimenta un constante retroceso? Nadie podrá negar tampoco que los judíos empeñaron al máximo la fuerza del libre albedrío. El propio Pablo les da el testimonio, en Romanos, capitulo 10, de que "tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento". Así que en el caso de los judíos no falta ningún detalle de lo que se atribuye al libre albedrío, y sin embargo, ello no da ningún resultado; más aún, resulta lo contrario (de lo que ellos anhelaban). En el caso de los gentiles no, existe nada que se atribuye al libre albedrío, y sin embargo se les adjudica la justicia que vale ante Dios. ¿Qué es esto sino confirmar, con el ejemplo patente de ambos pueblos, y al mimo tiempo con el testimonio clarísimo de Pablo, que la gracia se da gratuitamente a los que no la merecen y a los que son del todo indignos, y que no se la obtiene mediante ningún afán, esfuerzo u obra, sean insignificantes o grandes, aun de los hombres mejores y más respetables que con ardiente celo buscan la justicia y corren tras ella?
Veamos ahora también a Juan, que a su vez abunda en pasajes que son argumentos poderosos en contra del libre albedrío. En el comienzo mismo de su Evangelio le atribuye al libre albedrío una ceguedad tan grande que ni siquiera alcanza a ver la luz de la verdad, y mucho menos puede hacer esfuerzos por llegar hacia ella. Estas son, en efecto, sus palabras: "La luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprenden". Y algo más adelante: "En el mundo estaba, y el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron". ¿Qué crees que Juan entiende con "mundo"? ¿Acaso puedes excluir a hombre alguno de este concepto, a menos que sea un regenerado por el Espíritu Santo? Además, el apóstol Juan amplía el vocablo ‘mundo’ en un sentido peculiar: indica con él al género humano en su totalidad. Por ende, todo lo que dice respecto del mundo, debe entenderse como relativo al libre albedrío, por ser éste lo más excelente en el hombre. De modo que, según este apóstol, "el mundo no conoce la luz de la verdad". "El mundo odia a Cristo y a los que son de Cristo". "El mundo no conoce ni al Espíritu Santo". "El mundo entero yace bajo el maligno". "Todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia, de los ojos, y vanagloria de la vida". "No améis al mundo". "Vosotros dice sois del mundo. A vosotros el mundo no os puede odiar. A mí sí me odia, porque yo testifico que sus obras son nulas". Todos estos pasajes, y muchos otros similares a éstos, ganan el libre albedrío, es decir, esta parte más excelente del hombre que reina en el mundo sometido al imperio de Satanás. Pablo, también Juan habla del mundo como antítesis del Espíritu Santo de modo que para él, ‘mundo’ es todo aquello que no ha sido trasladado de la esfera de lo mundano a la esfera del Espíritu, come expresa Jesús al decir a sus apóstoles: "Yo os he sacado del mundo os he puesto", etc. Ahora: si hubiese en el mundo algunos hombres que con el poder del libre albedrío se esforzaran por hacer bueno, tal como tendría que ser el caso si el libre albedrío tuviera alguna facultad, Juan habría usado con toda razón un lenguaje r adecuado a las circunstancias por respeto hacia aquéllos, a fin no relacionarlos mediante una expresión de carácter general, con tantos males de que él acusa al mundo. Al no hacerlo, queda evidente que con todo lo que dice del “mundo”, lo inculpa al libre albedrío, ya que todo cuanto el mundo hace, lo hace mediante la fue del libre albedrío, esto es mediante la razón y la voluntad, que sor más excelente que el mundo posee.
Sigue diciendo Juan: "A cuantos le recibieron, les dio potestad ser hechos hijos de Dios, vale decir, a los que creen en su nombre los cuales no nacieron de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino que nacieron de Dios". Con esta división radical, Juan expulsa del reino de Cristo la sangre, la voluntad de carne y la voluntad de varón. La ‘sangre’ creo que son los judíos, esto es, aquellos que querían ser hijas del reino por ser descendientes de Abraham y los patriarcas, a saber, los que se gloriaban su linaje. Con ‘voluntad de la carne’ yo entiendo el incesante a: con que este pueblo se ejercitaba en la ley y en las obras. Pues ‘carne’ señala aquí a los "carnales" que carecen del Espíritu: tienen, sí, la voluntad y el esfuerzo, pero como no está con ellos el Espíritu: los tienen de una manera carnal. La “voluntad de varón”, la interior en un sentido muy general como los esfuerzas de los hombres, sea de los que viven dentro del marco de la ley o de los que viven sin ella, por ejemplo, los esfuerzos de los gentiles o de otros hombres cualesquiera; de modo que el significado del pasaje es: Se llega a ser hijo de Dios no por el nacimiento carnal, ni por el esfuerzo en cumplir la ley, ni por otro esfuerzo humano alguno, sino solamente por el nuevo nacimiento obrado por Dios. Así que si no nacen de la carne ni son educados por la ley ni preparados por ninguna enseñanza de hombres, sino regenerados por Dios, salta a la vista que el libre albedrío no tiene a este respecto capacidad alguna. Creo, en efecto, que en el pasaje citado, “varón” debe tomarse como un hebraísmo con el significado de ‘cualquiera’ o ‘cada cual’, así como ‘carne’ es, por antítesis, el pueblo carente del Espíritu, ‘voluntad’ empero la fuerza máxima, en los hombres, a saber, la parte más destacada del libre albedrío. Pero aunque no entendamos de esta manera cada una de las palabras, lo esencial de la cuestión es clarísimo: mediante esta división, al decir que nadie llega a ser hijo de Dios a menos que sea nacido de Dios, Juan rechaza todo lo que no es engendrado por Dios; y este “ser engendrado por Dios” sucede, según la interpretación del propio Juan, mediante el creer en el nombre de Dios. En este rechazo ferozmente está incluida también la voluntad del hombre o el libre albedrío, ya que no es algo nacido de Dios, ni es fe. Mas sí el libre albedrío tuviese algún poder, Juan no debió rechazar la ‘voluntad de varón’ ni debió apartar a los hombres de esta voluntad remitirles a la fe sola y a la regeneración, pues con esto habría corrido el peligro de que se aplicaran a él las palabras de Isaías 5: "¡Ay de vosotros, que llamáis malo a lo que es bueno!" Pero ahora que él rechaza por igual el linaje, la voluntad de carne y la voluntad de varón, está comprobado que para convertir a los hombres en hijos de Dios, la voluntad de varón es tan impotente como lo son el linaje o el nacimiento carnal. Nadie, empero, duda de que el mero nacimiento carnal no lo convierte a uno en hijo de Dios, cómo lo recalca también Pablo en Romanos 9: "No los que son hijos de la carne, son hijos de Dios", documentándolo con el ejemplo de Ismael y Esaú.
El mismo Juan cita a Juan Bautista quien se expresa así con respecto a Cristo: "De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia". La gracia dice , la recibimos de la plenitud de Cristo, pero ¿a raíz de qué mérito o empeño? A raíz de la gracia, dice, a saber, de la gracia de Cristo, como afirma también Pablo en Romas 5: "La gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se derramaron en abundancia sobre los muchos". ¿Dónde está ahora el esfuerzo del libre albedrío con que se alcanza la gracia? Juan dice aquí no sólo que la gracia no la recibimos por ningún empeño propio nuestro, sino mes: dice que la recibimos gracias al empeño de otro o por el mérito de otro, a saber, del solo hombre Jesucristo. Por consiguiente: o es falso que recibimos nuestra gracia por una gracia ajena, o es evidente que el libre albedrío es una nada; porque es imposible que sean verdad las dos cosas a la vez, es decir, que la gracia de Dios sea de tan escaso valor que se la puede obtener, dondequiera que fuere, por medio del esfuerzo insignificante de un hombre cualquiera, y que por otra parte sea tan cara que se nos la regale en y por la gracia de este solo hombre tan grande. En conexión con esto quisiera dirigir una seria amonestación a los defensores del libre albedrío para que sepan que con su afirmación del libre albedrío se constituyen en negadores de Cristo. En efecto: si obtengo la gracia de Dios con mi propio empeño, ¿qué necesidad tengo de la gracia de Cristo para que yo por mi parte reciba gracia? ¿0 qué me falta si tengo la gracia de Dios? La Disquisición empero dijo, y lo dicen todos los sofistas, que con nuestro esfuerzo obtenemos la gracia de Dios y nos podemos preparar para recibirla, si bien no por nuestro cumplimiento ético de la ley, pero sí por el cumplimiento formal; esto significa negar abiertamente a Cristo, por cuya gracia nosotros recibimos la gracia, como lo testifica aquí Juan Bautista. Pues el cuento aquel del mérito de condigno y mérito de congruo, ya lo refuté en un párrafo anterior donde demostré que esto no son más que vanas palabras, y que ellos abrigan en realidad la opinión de que se trata de un mérito adecuado, con lo que se hacen culpables de mayor impiedad que los pelagianos, como queda dicho. Así resulta que los impíos sofistas junto con la Disquisición niegan a Cristo como Señor y Redentor nuestro más categóricamente de lo que jamás lo negaron los pelagianos o cualquier otra facción herética; tampoco tolera la gracia que se le agregue cualquier partecita pequeña o fuerza alguna del libre albedrío. Pero que los defensores del libre albedrío lo nieguen a Cristo: así lo prueba no sólo este pasaje de la Escritura, sino también la propia vida de ellos. Pues por el falso concepto que tienen de él, construyeron para a sí mismos un Cristo que ya no es un benigno Mediador, sino un temible Juez al cual tratan de aplacar mediante las intercesiones de la Madre María y de los santos, y además, con muchas obras, ceremonias, devociones y votos de invención propia. El objeto de todo esto es conseguir que Cristo quede reconciliado y les conceda la gracia; sin embargo, no creen que Cristo intercede ante Dios por ellos obtiene para ellos la gracia divina por medio de su sangre, y como dice aquí, "gracia por gracia". Pero conforme a lo que creen es también lo que obtienen. Pues para ellos, Cristo es verdadera y merecidamente el Juez inexorable, puesto que lo rechazan como Mediador y Salvador lleno cae misericordia, y asignan a su sangre y gracia menos valor que a los empeños y esfuerzos del libre albedrío.
Oigamos ahora también un ejemplo del libre albedrío, a saber, el de Nicodemo. Este Nicodemo es un hombre que no deja nada que desear en lo que a capacidades del libre albedrío se refiere. En efecto; ¿qué ejemplo o esfuerzo hay que este hombre no haya hecho? Él confiesa que Cristo es veraz, y que vino de Dios; habla elogiosa¬mente de sus señales; viene de noche para oír más de Jesús y con¬versar acerca de ello. ¿Acaso no se tiene la impresión de que este hombre empeñó la fuerza del libre albedrío en busca de lo que hace la piedad y a la salvación? Pero ¡mira cómo se siente chocado al oírle enseñar a Cristo que el verdadero camino hacia la salvación es el de la regeneración! ¿Reconoce él que éste es el camino, o confiesa haberlo buscado alguna vez? Nada de esto; al contrario, tan grande es su repugnancia y confusión que no sólo declara no entender el camino aquel, sino que incluso lo rechaza como intransitable. Cómo puede ser esto?, pregunta. Y no debe extrañarnos. Pues, ¿quién oyó jamás que para llegar a ser salvo, el hombre tenga que nacer nuevo de agua y del Espíritu? ¿A quién se le ocurrió jamás la ea de que el Hijo de Dios haya de ser levantado para que todo aquel que creyere en él, no perezca sino que tenga vida eterna? Los filósofos más sagaces y destacados, ¿pensaron ellos jamás en esto? ¿Tuvieron los príncipes de este mundo jamás un conocimiento de esta sabiduría? ¿0 hizo el libre albedrío de hombre alguno jamás un esfuerzo en esta dirección? ¿No reconoce Pablo que es una sabiduría envuelta en misterio, anunciada sí por los profetas, pero revelada por medio del evangelio, de modo que desde la eternidad era para el mundo una sabiduría callada e ignota? ¿Qué diré? Veamos lo que nos dice la experiencia: el mundo entero, la misma razón humana aun el propio albedrío se ven obligados a confesar que no conocieron a Cristo ni oyeron hablar de él antes de que viniera el evangelio al mundo. Pero si el libre albedrío no conoció a Cristo, mucho menos preguntó por él, o pudo preguntar por él o hacer esfuerzos a llegar a él. Cristo, empero, es el camino, la verdad, la vida y salvación. El libre albedrío confiesa, por tanto, quiera o no, que con sus propias fuerzas no pudo conocer ni buscar lo que atañe al camino, a la verdad y a la salvación. Y no obstante nos oponemos furiosamente a esta misma confesión y experiencia propia, y con vanas palabras insistimos en que hay en nosotros aún una fuerza lo suficientemente grande como para conocer las cocas que atañen a la salvación, y poder aplicarnos a ellas. Esto equivale a hacer la afirmación: "Cristo, el Hijo de Dios, fue elevado en bien nuestro", aun cuando nadie lo supo ni lo pudo pensar jamás; sin embargo, esta ignorancia no es ignorancia, sino conocimiento de Cristo, es decir, de las cosas que atañen a la salvación. ¿Todavía no alcanzas a ver y palpar, los defensores del libre albedrío realmente están hechos unos locos? ¡Llamar sabiduría a lo que ellos mismos admiten que es ignorancia! ¿No es esto llamar luz a las tinieblas, como se lee en el quinto capítulo di., Isaías? Tan poderosamente le tapa Dios la boca al libre albedrío con su propia confesión y experiencia; y ni así puede el libre albedrío callarse y dar a Dios la gloria. Además: puesto que Cristo es llamado “el camino, la verdad y la vida”, y esto a manera de antítesis, de modo que todo cuanto no es Cristo, no es vía sino extravío; no es verdad sino mentira, no es vida sino muerte puesto que esto es así, el libre albedrío que no es Cristo ni está en Cristo, forzosamente tiene que estar comprendido en el extravío, la mentira Y la muerte. ¿Dónde, pues, y de dónde se tiene esa cosa intermedia e indiferente, a saber, la fuerza aquella del libre albedrío, la cual, aunque no siendo el Cristo (quiere decir, camino, verdad y vida) ni error, ni mentira ni muerte, sin embargo presuntamente existe? Pues a menos que todo cuanto se dice de Cristo y de la gracia, tenga carácter antitético, modo de factor puesto en oposición a otro factor contrario, o saber, que fuera de Cristo está sólo Satanás, y fuera de la gracia no hay más que ira, fuera de la luz nada más que tinieblas, fuera del camino recto nada más que error, fuera de la verdad nada más que mentira, fuera de la vida, muerte y nada más ¿qué efecto podrían tener, pregunto yo, todos los sermones de los apóstoles, la Escritura entera? Realmente, todas estas palabras se habrían dicho y escrito en vano, porque no obligarían a considerarlo a Cristo como una necesidad absoluta lo que sin embargo hacen de la manera más categórica¬ --pues entonces se descubriría algo situado en un plano intermedio, algo de por si ni malo ni bueno, ni Cristo ni Satanás, ni verdadero ni falso, ni vivo ni muerto, tal vez ni siquiera ‘algo’ ni nada, y a esto se lo llamaría lo más excelente y sublime en todo el género humano. Ahora elige lo uno o lo otro según tu preferencia. Si admites que las Escrituras se expresan en forma de antítesis, no podrás atribuir al libre albedrío sino cosas que son contrarias a Cristo, a saber que reinan en él el error, la muerte, Satanás y todos los males. Si no admites que las Escrituras se expresan en forma de antítesis, ya las estás invalidando, de modo que quedan reducidas a la inoperancia y no prueban que Cristo es necesario; y así, mientras estableces el libre albedrío, haces de Cris¬to un nombre sin contenido (Christum evacuas) y desvirtúas la Escri¬tura entera. Además, aunque con tus palabras simules confesar a Cristo, de hecho y en tu corazón lo niegas. Pues si la fuerza del libre albedrío no está completamente errada ni es condenable, sino antes bien, ve y desea lo que es respetable y bueno y lo que atañe ala sal¬vación, entonces está libre de defectos y no tiene necesidad de Cristo coma médico; entonces, Cristo tampoco redimió esta parte del hombre. En efecto, ¿para qué se necesitaría luz y vida donde ya hay luz y vida? Mas si esta parte del hombre no ha sido redimida por Cristo, entonces lo mejor en el hombre no está redimido, sino que es de por sí bueno e incólume. En este caso, también Dios es injusto si condena a aquel hombre, ya que condena lo mejor, lo incólume en el hombre, vale decir, condena a un inocente. Porque no hay ningún hombre que no tenga libre albedrío. Y aunque el hombre malo haga de él un mal uso, no obstante así se enseña la fuerza misma del libre albedrío no es extinguida por ello, de modo que no está ex¬cluido que tienda y pueda tender hacia lo bueno. Pero si la fuerza es de índole tal, sin duda es buena, santa y justa; por lo tanto no se la debe condenar, sino que se la debe separar del hombre merecedor de condenación. Pero esto es imposible. ¿Y si fuera posible? Pues entonces, el hombre sin libre albedrío ya ni siquiera seria hombre, no tendría méritos ni deméritos, no sería condenado ni salvado, sino que simplemente sería un animal irracional, y tampoco sería inmortal. Resultado final: Dios es injusto porque condena en y con el hombre malo a aquella fuerza buena, justa y, santa que no tiene necesidad de Cristo.
Pero sigamos con Juan. "El que en él cree dice no es juzga¬do; el que no cree, ya ha sido juzgado, por cuanto no cree en el nombre del unigénito Hijo de Dios". Respóndeme si el libre albe¬drío figura o no figura en el número de los que creen. Si figura, hay una razón más para que pueda prescindir de la gracia, dado que cree por sí mismo en Cristo, en este Cristo de quien por sí mismo no tiene conocimiento ni idea. Si no figura, ya ha sido juzgado; ¿y no sig¬nifica esto lo mismo que “condenado ante Dios”? Dios, empero, con¬dena únicamente al impío. Luego el libre albedrío es impío. Pero ¿por qué cosa buena podría esforzarse el que es impío? No creo tampoco que aquí pueda exceptuarse la fuerza del libre albedrío, y que se habla del hombre entero, y se dice de él que es condenado. Además, la incredulidad no es un ‘afecto grosero’; sino que es aquí afecto supremo que reside y reina en el palacio de la voluntad y d la razón, como lo es también su contraparte, a saber, la fe. Ser incrédulo, empero, es negar a Dios y hacer de él un mentiroso, conforme a 1ª Juan cap. 1: "Si no creemos, lo hacemos a Dios mentiroso" ¿Cómo es entonces que aquella fuerza que es contraria a Dios y que hace de él un mentiroso, tiende hacia lo bueno? Si dicha fuerza n fuese incrédula e impía, Juan no debiera haber afirmado respecto de hombre entero: "ya ha sido juzgado", sino que debiera haberse el prelado en esta forma: "En razón de sus afectos groseros, el hombre ya ha sido juzgado; pero en razón de lo mejor y más excelente que hay en él, no es juzgado; pues esta fuerza tiende hacia la fe, o mejor dicho, ya es creyente." Así que, donde la Escritura dice tanta veces: "Todo hombre es mentiroso", nosotros tendríamos que decir, con la autoridad que nos confiere el ubre albedrío: ¡Al contrario! La que miente es más bien la Escritura, puesto que en su parte mejor, esto es, en su razón y su voluntad, el hombre no es mentiroso, sino que solamente lo es en la carne, en la sangre, en la médula de modo que aquel ‘todo’ del cual el hombre deriva su nombre (de “ser racional”), a saber, su razón y su voluntad, es sin defecto y santo. Igual criterio habrá que aplicar también a aquellas palabras de Juan Bautista: "El que cree en el Hijo, tiene vida eterna. Más f que no cree en el Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él”. Esto habrá que interpretarlo así: "Sobre éste, esto es, sobre los afectos groseros del hombre, permanece la ira de Dios; en cambio, sobre aquella fuerza del libre albedrío, o sea, de la voluntad y de la razón, permanecen la gracia y la vida eterna." Siguiendo este ejemplo, y para que quede intacto el libre albedrío, podrías recurrir a una sinécdoque y referir todo lo que en las Escrituras se dice contra los hombres impíos, a la parte irracional del hombre, para que así permanezca incólume la parte racional y verdaderamente humana. Si así son las cosas, les daré las gracias a los defensores del libre albedrío, y pecaré sin escrúpulos, seguro de que la razón la voluntad, o el libre albedrío, no puede ser condenado, por cuan nunca es extinguido, sino que permanece para siempre sin defecto, justo y santo. Mas siendo bienaventuradas la voluntad y la raza me alegraré de que la carne corrupta e irracional sea separada condenada; y lejos esté de mi desear para ella los auxilios de Cristo como Redentor. ¿Ves a dónde nos lleva el dogma del libre albedrío, ves cómo niega todo lo divino y humano, temporal y eterno, y cómo se pone en ridículo a si mismo con tantas monstruosidades?
Juan Bautista dice además: "El hombre no puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo". Cada vez que la Disquisición enumera las muchas cosas que nos fueron dadas del cielo, alardea con su riqueza; seria mejor que desistiera de ello. Pues aquí no disputamos acerca de (los dones de) la naturaleza, sino acerca de la gracia; tampoco preguntamos qué calidad tenemos sobre la tierra, sino qué calidad a tenemos en el cielo ante Dios. Sabemos que el hombre ha sido constituido señor de los seres que son inferiores a él; sobre éstos, él tiene derecho y libre albedrío, de modo que ellos le obedecen y hacen lo que el hombre quiere y piensa. Pero aquí la cuestión no es ésta; antes bien, preguntamos si el hombre tiene un; libre albedrío frente a Dios, de modo que Dios le obedece y hace lo que el hombre quiere, o si por el contrario, Dios tiene un libre albedrío frente al hombre, de modo que el hombre quiere y hace lo que Dios quiere, y no puede hacer nada sino lo que Dios quiera y haga. A este respecto, Juan Bautista afirma que el hombre no puede recibir nada si no le fuere dado del cielo. Por esto, el libre albedrío no puede tener capacidad alguna. Dice además: "El que es de la tierra, es terrenal y habla de cosas terrenales; el que viene del cielo, es sobre todo". Aquí nuevamente los presenta a todos como terrenales, y dice que los que no son de Cristo, piensan en las cosas que son de la tierra y hablan de ellas; personas que ocupan una posición intermedia no hay para él. Ahora bien: el libre albedrío no es bajo ningún concepto “aquel que viene del cielo”; por ende, necesariamente tiene que ser de la tierra, y pensar y hablar las cosas que son de la tierra. Pues si una fuerza cualquiera en el hombre, en cualquier tiempo, lugar u obra no pensara en las cosas que son de la tierra, Juan Bautista la debiera haber exceptuado, y no debiera haber afirmado en forma tan general respecto de todos los que no están unidos a Cristo: "Son terrenales, hablan de cosas terrenales". En términos similares se expresa también Cristo algo más adelante, en el cap. 8: "Vosotros sois del mundo, yo no soy del mundo; vosotros sois de abajo, yo soy de arriba". No cabe duda, aquellos a quienes Cristo dijo esto, tenían un libre albedrío, quiere decir, razón y voluntad; no obstante, él dice que son del mundo. Y bien: con decirles que ellos son del mundo en razón de su carne y sus afectos groseros, ¿qué novedad les Habría dicho? ¿Acaso esto no lo sabía antes el mundo entero? Además, ¿qué necesidad hay de decir que los hombres son del mundo en lo que atañe a la parte irracional de ellos? ¡En este sentido, también las bestias son “del mundo”!
Y bien: ¿qué margen le deja, al libre albedrío aquella palabra de Cristo en el cap. 6 de Juan: "Nadie viene a mí, a menos que lo trajere mi Padre"? - porque aquí dice que es necesario que el hombre oiga y aprenda del propio Padre, y que es necesario además que todos sean enseñados por Dios. Con esto, Cristo enseña, y en forma muy evidente, no sólo que las obras y los empeños del libre albedrío son vanos, sino que aun la misma palabra del evangelio (que es tema sobre el cual versa el pasaje) es oída en vano si el Padre mismo no habla, enseña y “trae” en el corazón del hombre. "Nadie puede venir", dice; y esto es una afirmación categórica de que esa fuerza con que el hombre puede hacer algún intento de acercarse a Cristo esto es, a lo que atañe a la salvación -- que esa fuerza es nula. Tal poco resulta un apoyo del libre albedrío lo que la Disquisición cié de Agustín para desacreditar este pasaje tan claro y convincente, saber, que "Dios trae de la manera como nosotros traemos una ove; mostrándole una ramita". Con este ejemplo trata de probar que existe en nosotros la fuerza de seguir a Dios cuando nos trae; pe: es un ejemplo que no sirve de nada para ilustrar el pasaje que nos ocupa. Pues Dios muestra no uno solo de sus bienes; los muestra todos; y muestra además a su propio Hijo, Cristo. Con todo, ningún hombre sigue, a menos que, en el interior del hombre, el Padre muestre otra cosa y traiga de otra manera; más aún: todo el mundo pe sigue al Hijo que Dios nos muestra. A los piadosos que ya son ovejas de Dios y conocen a su Pastor, a ellos sí puede aplicarse a propiedad este ejemplo; pues ellos viven en el Espíritu, y al ser impulsados por él, siguen a donde Dios quiere que vayan, y a todo lo que él les muestre. El impío, empero, no viene aunque haya o la palabra (del evangelio) si el Padre no trae y enseña por dentro, y esto lo hace dándole al impío su Espíritu. Allí se produce entonces un "traer" distinto del que ocurre en lo exterior; allí es mostrado Cristo mediante la iluminación por el Espíritu, por medio de la c el hombre es atraído hacia Cristo con una atracción muy dulce y aviene gustoso a escuchar al Maestro que le habla y a seguir al Dios que lo atrae, antes que buscar y correr por su propia cuenta.
Quisiera citar un pasaje más de Juan, del cap. 16, donde dice "El Espíritu convencerá al mundo de pecado por cuanto no creyeron en mí". Como ves, no creer en Cristo es pecado. Pero este pecado no es algo pegado a la piel o al cabello, sino a la razón misma y voluntad. Mas siendo que Cristo culpa del pecado de incredulidad al mundo entero, y siendo que la experiencia demuestra que este pecado, al igual que Cristo mismo, era desconocido para el mundo, de lo que da prueba el hecho de que el Espíritu acusador lo revela; siendo esto así, es evidente que el libre albedrío con su voluntad y su razón es considerado ante Dios como cautivado y condenado por este pecado. Por consiguiente, mientras ignore a Cristo y no crea en él, no es capaz de querer o intentar nada bueno, sino que forzosa¬mente sirve a aquel pecado que ignora. En resumen: está visto que en su predicación de Cristo, la Escritura emplea constantemente com¬paraciones y antítesis (como dije), al punto de que todo lo que carece del Espíritu de Cristo, es sindicado como sujeto a Satanás, a la im¬piedad, al error, a las tinieblas, al pecado, a la muerte y a la ira de Dios; por tanto, todos los testimonios (de la Escritura) que hablan de Cristo, serán otras tantas refutaciones del libre albedrío. Pero de estos testimonios hay una cantidad incontable, mejor dicho, la Es¬critura entera es un testimonio tal. Así que si llevamos nuestro liti¬gio ante el tribunal de la Escritura, yo venceré en toda la línea, y no quedará una jota ni una tilde que no condene el dogma del libre albedrío. Por otra parte, aunque los grandes teólogos y los defenso¬res del libe albedrío no sepan o finjan no saber que la Escritura predica a Cristo en forma de comparación y antítesis, el pueblo cris¬tiano lo sabe, y lo confiesa públicamente (o lo confiesa en común; lat confitentur vulgo). Saben, digo, que en el mundo hay dos reinos trabados en lucha a muerte uno con el otro, en uno de los cuales gobierna Satanás, quien por este motivo es llamado por Cristo "el príncipe de este mundo" y por Pablo "el dios de este siglo", Satanás que tiene cautivos y a merced de su voluntad a todos los que no han sido arrancados de sus garras por el espíritu de Cristo, como igualmente lo atestigua Pablo, y que no permite que le sean arrancados por otra fuerza alguna que no sea el Espíritu de Dios, como lo confirma Cristo en su parábola del hombre fuerte que guarda su palacio en paz. En el otro reino gobierna Cristo; y este reino resiste tenazmente al de Satanás y lucha contra él. A este reino de Cristo somos trasladados no por nuestra fuerza, sino por la gracia de Dios que nos libra del presente siglo depravado y nos arrebata de la potestad de las tinieblas. El conocer y confesar estos dos reinos que combaten mutuamente con tan grande despliegue de fuerza y pasión, ya sería de por sí suficiente para refutar el dogma del libre albedrío puesto que se nos fuerza a ser esclavos del reino de Satanás, a menos que se nos arrebate de él por el poder divino. Esto, digo, lo sabe el pueblo cristiano, y lo confiesa con suficiente claridad en proverbios, oraciones, esfuerzos, y con su vida entera.
Omito aquel pasaje que es mi verdadero Aquiles, al que la Disquisición valientemente dejó a un lado sin tocarlo, a saber, lo que Pablo enseña en Romanos 7 y Gálatas 5, de que en los santos y piadosos el Espíritu y la carne se combaten en forma tan recia que éstos no pueden hacer lo que quisieran. A base de esto, yo argumentaba de la siguiente manera: Si la naturaleza del hombre es tan mala que en aquellos que han sido regenerados por el Espíritu, ella no sólo no se esfuerza por hacer lo bueno, sino que incluso lucha contra lo bueno y se le resiste, ¿cómo habría de esforzarse por hacer lo bueno en los aún irregenerados que en su viejo hombre sirven a Satanás? Pues en los pasajes mencionados, Pablo tampoco habla solamente de los afectos groseros, a los cuales la Disquisición suele usar como escapatoria general para sustraerse a todos los pasajes bíblicos, sino que hace figurar entre ‘las obras de la carne’ la herejía, la idolatría, las disensiones, las riñas, cosas todas que en forma tan general reinan en aquellas fuerzas supremas, por ejemplo, en la patón y en la voluntad. Por lo tanto, si la carne mediante tales afectos lucha contra el Espíritu en los santos, ¡cuánto más luchará contra Dios en los impíos y en el libre albedrío! Por esto Pablo la llama también “enemistad contra Dios”, en Romanos 8. Quisiera ver, digo, cómo me rebaten este argumento, y cómo harán para defender con él el libre albedrío. En cuanto a mí mismo, confieso abiertamente: Aunque fuera posible, yo no quisiera que se me concediese un albedrío libre ni que se dejara en mis manos algo con que pudiese esforzarme para alcanzar la salvación; no sólo porque en las tantas adversidades los tantos peligros y los tantos embates de los demonios, yo no sería capaz de subsistir y de retener aquella facultad puesta en mis manos, ya que un solo demonio es más fuerte que todos los hombres y ningún hombre podría ser salvado, sino porque también en el casi de que no existiera ningún peligro, ninguna adversidad, ningún demonio, me vería no obstante obligado a debatirme en perpetua incertidumbre y dar estocadas al aire; pues mi conciencia, aun cuan do yo viviera e hiciera buenas obras eternamente, jamás llegaría a tener certeza plena acerca de cuánto debo hacer para satisfacer a Dios. En efecto: cada obra hecha dejaría tras sí la torturante duda ¿fue del agrado de Dios lo que hice, o exige Dios algo más?, como lo certifica la experiencia de todos los que buscan justificarse mediante sus propias obras, y como yo mismo lo aprendí a fondo duran te tan largos años, para desgracia mía. Pero ahora que Dios sustrajo mi salvación del arbitrio mío y la incluyó en el suyo, y prometió guardarme no por medio del obrar y correr míos sino por la misericordia suya, estoy completamente seguro de que él es fiel y no me mentiría, y además, poderoso y grande, de modo que ningún demonio ni adversidad alguna podrán doblegarlo o arrebatarme de sus manos. "Nadie dice Cristo las arrebatará de mi mano, porque el Padre que me las dio, mayor es que todos." Así sucede que si bien no son salvados todos, lo son sin embargo algunos, y no pocos; en cambio, por la, fuerza del libre albedrío no sería guardado uno solo, sino que todos juntos caeríamos en la perdición. Y estamos completamente seguros además de que Dios se complace en nosotros, no por el mérito que tenga nuestro obrar, sino por el favor de la misericordia que él nos prometió; y si lo que hacemos es demasiado poco, o es malo, estamos seguros de que no nos lo imputará, sino que como buen Padre nos lo perdona y corrige. Este es el motivo de gloriarse en su Dios que tienen todos los santos.
Por otra parte, quizá parezca difícil defender la clemencia y justicia de Dios ante el hecho de que él condena a los que no lo han merecido, este es, a los que son impíos por haber nacido en impiedad, y que no tienen en si mismos recurso alguno a que puedan apelar para no ser y permanecer impíos y caer en condenación, y que inevitablemente tienen que pecar y perderse porque los obliga a ello la índole de su naturaleza humana, como dice Pablo: "Éramos todos hijos de la ira, igual que los demás", ya que fueron creados como tales par el propio Dios de la simiente que por el pecado de un hombre, Adán, es una simiente corrupta. Si esto es lo que te inquieta, recuerda: en este punto debemos dar el honor a Dios y venerarlo por la tan grande clemencia que demuestra paró con aquellos a quienes justifica y salva a pesar de que son indignos; además, alguna concesión debemos hacerle, después de todo, a la sabiduría divina, como para creer que él es justo aun en aquello en que nos parece injusto. Pues si su justicia fuese tal que el poder de captación humano bastara para certificar que realmente es justa, sencillamente no, sería divina, y no se diferenciaría en nada de la justicia humana. Pero como Dios es el Dios verdadero y uno, y como es enteramente incomprensible e inaccesible para la razón humana, es lógico, más aún, es necesario que también su justicia sea incomprensible: Así lo proclama también Pablo con las palabras: "¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos!". No serían incomprensibles, sin embargo, si nosotros fuésemos capaces de captar, a través de todos los detalles, por qué son justos. ¿Qué es el hombre comparado con Dios? ¿Qué alcance tiene el poder nuestro comparado con el poder de él? ¿Qué es nuestra fuerza al lado de las fuerzas de él, y qué el conocimiento nuestro en comparación con su sabiduría? ¿Qué es nuestro ser (substantia) ante su ser? En suma: ¿qué es todo lo nuestro comparado con todo lo suyo? Por lo tanto, si admitimos, aun a base de lo que nos enseña la naturaleza, que el poder de los hombres y su fuerza, su sabiduría, su conocimiento y su ser, en fin, que todo lo que nosotros poseemos, es una absoluta nada sí lo comparamos con el poder de Dios y la fuerza, la sabiduría, el conocimiento y el ser de él, ¡cuál no será entonces esa insensatez nuestra con que impugnamos precisamente la justicia y el juicio de Dios, y le atribuimos al juicio nuestro una perfección tal que nos atrevemos a comprender, juzgar y justipreciar el juicio de Dios! ¿Por qué no nos conformamos con decir también a este respecto: El juicio nuestro no es nada si se lo compara con el juicio de Dios? Consulta con la razón misma: cual reo convicto, se verá obligada a confesar que procede de una manera insensata y temeraria a no conformarse con que el juicio de Dios sea incomprensible, cuando por otra parte admite que todo lo demás relativo a Dios es incomprensible. En efecto: en todo lo demás concedemos a Dios la majestad divina que le corresponde, y sólo en cuanto a su juicio estamos dispuestos a negársela, y no somos capaces de tenerle la fe suficiente como para creer que él es justo, pese a que nos prometió que cuando é1 revele su gloria, todos nosotros veremos y palparemos que él ha sido y es justo.
Daré un ejemplo que confirmará esta fe y servirá de estímulo a aquel ojo malvado que lo mira a Dios con la sospecha de que es injusto. Está visto que en cuanto a las cosas exteriores, Dios rige a este mundo físico en forma tal que, si te atienes al juicio humano y sigues su criterio, te ves obligado a decir o que no hay Dios, o que Dios es injusto, como lo expresa aquel poeta: "A menudo me inquieta el pensamiento de que no hay dioses". Pues observas que los malos viven en la mayor prosperidad, los buenos en cambio en la peor miseria, como lo atestiguan los proverbios y la experiencia, madre de los proverbios: "Cuanto más pillo, más suerte tiene". "Prosperan las tiendas de los impíos", dice Job, y el Salmo 72 se lamenta de que "los pecadores alcanzan en este mundo grandes riquezas". Dime: ¿no es una grandísima injusticia, a juicio de todos, que los malos naden en la abundancia y los buenos ‘padezcan aflicciones? Pero así es como andan las cosas en este mundo. Esto condujo a que aun los ingenios más esclarecidos hayan caído en el error de negar la existencia de Dios y de sostener que todo es producto de la ciega fortuna, como lo hicieron los epicúreos y Plinio. Aristóteles por su parte, en el afán de librar de la miseria a su ‘Ser supremo’, opina que éste vive recluido en la auto contemplación, puesto que así cree el filósofo le ha de resultar extremadamente molesto ver tantos males y tantas injusticias. Los profetas en cambio, que creían en la existencia de Dios, son tentados más bien por el pensamiento de que Dios es injusto, como ocurrió con Jeremías, Job, David, Asaf y otros. ¿Qué crees tú que habrán pensado Demóstenes y Cicerón, cuando tras haber hecho todo lo que estuvo a su alcance, recibieron una recompensa tal que perecieron, miserablemente? Y no obstante, esta injusticia de Dios tan evidente y documentada con argumentos a los cuales ninguna razón y ninguna luz natural puede resistir, es removida de la manera más fácil por la luz dei evangelio y por el conocimiento de la gracia, la cual nos enseña que los impíos podrán prosperar en cuanto a su existencia física, pero se pierden en cuanto a su alma. Y para toda esta cuestión irresoluble existe esta breve solución resumida en una sola palabrita, a saber: Después de esta vida hay otra vida en que será castigado y remunerado todo lo que aquí quedó sin castigo y remuneración; pues esta vida presente no es más que la precursora, o mejor dicho el comienzo de la vida que ha de venir.
Por lo tanto: si la luz del evangelio, cuyo poder radica sólo en la palabra y en la fe, es tan eficiente que puede solucionar y componer con la mayor facilidad aquella cuestión tratada de nuevo en cada siglo y nunca resuelta, ¿qué crees que sucederá cuando la luz de la palabra y de la fe deje de ser para dar lugar a que aparezca aquello que la palabra y la fe señalaban, y la majestad divina sea revelada por sí misma? ¿O no crees que en aquel día, la luz de la gloria sea capaz de resolver sin la menor dificultad la cuestión que a la luz de la palabra o de la gracia es irresoluble, si la luz de la gracia pudo resolver tan fácilmente la cuestión que era irresoluble a la luz del conocimiento natural? Tomemos en consideración, según una división comúnmente conocida y muy aceptable, tres luces: la luz de la naturaleza, la luz de la gracia, y la luz de la gloria. A la luz de la naturaleza no se puede hallar solución al problema de cómo ruede ser justo que el bueno padezca aflicciones y al malo le vaya bien.
Pero la luz de la gracia lo resuelve. A la luz de la gracia es irresoluble cómo Dios puede condenar a aquel que con cualquiera de sus fuerzas sólo es capaz de pecar y llegar a ser culpable. Aquí, tanto la luz de la naturaleza como la luz de la gracia dictaminan que la culpa no es del mísero hombre sino del Dios injusto, pues a otro juicio no pueden arribar acerca de ese Dios que a un impío lo premia gratuitamente, sin que éste lo merezca, y a otro, quizá menos impío, pero en todo caso no más impío, no lo premia sino que lo condena. Pero la luz de la gloria dictamina otra cosa, y a su tiempo nos mostrará que el Dios cuyo juicio encierra por ahora una justicia incomprensible, es de una justicia perfecta (iustiesima) y claramente visible; sólo se pide que entretanto lo creamos, tomando como exhortación y confirmación el ejemplo de la luz de la gracia que efectúa un milagro similar con respecto a la luz natural.
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XV
Conclusión
Con esto quiero poner punto final a mi libro. Si fuere necesario, estoy dispuesto a proseguir con la defensa de esta causa, aunque creo que lo escrito basta para el lector piadoso que sin obstinarse, quiere dar crédito a la verdad. Pues si creemos que, en efecto, Dios lo sabe y lo dispone todo de antemano, y que no puede engañarse ni ser impedido en esta su presciencia y predestinación; si creemos además que nada puede acontecer a menos que él lo quiera, cosa que la misma razón se ve obligada a admitir: entonces e igualmente conforme al testimonio de la razón misma no ruede haber ningún libre albedrío ni en el hombre ni en un ángel ni en otra creatura alguna. Así, si creemos que Satanás es el príncipe de este mundo que sin cesar y con todas sus fuerzas persigue y combate el reino de Cristo con el firme propósito de no dejar en libertad a los hombres cautivos, a no ser que lo fuerce a ello el divino poder del Espíritu, nuevamente salta a la vista que no puede haber ningún libre albedrío. Y si creemos que el pecado original nos ha corrompido de tal modo que crea gravísimas dificultades aun a los que son impulsados por el Espíritu, por cuanto lucha contra lo bueno, está claro que en el hombre carente del Espíritu no queda nada que pueda inclinarse hacia lo bueno, sino que todo en él se inclina solamente hacia lo malo. Además, si los judíos que empeñaron todas sus fuerzas en procura .de la justicia, cayeron más bien en el precipicio de la injusticia, y si los gentiles que corrieron tras cosas impías, llegaron gratuita e inesperadamente a la justicia, igualmente es manifiesto, por el resultado mismo del obrar y por la experiencia, que sin la gracia de Dios el hombre no puede querer sino lo malo. Pero en resumen: Si creemos que Cristo redimió a los hombres por medio de su sangre, no podemos menos que reconocer que el hombre entero estaba perdido; de otra manera, o lo haríamos superfluo a Cristo, o lo haríamos Redentor sólo de la parte menos noble del hombre, lo cual seria una blasfemia y un sacrilegio.
Y ahora, mi querido Erasmo, te ruego por amor de Cristo: cumple por fin lo que prometiste. Mas lo que prometiste es: rendirte ante el que te enseñe la verdad mejor fundada. ¡Deja a un lado la acepción de personas! Admito sin reparos que eres un gran hombre, loado por Dios de muchos talentos, y de los más nobles, para no hablar de lo demás, de tu ingenio, tu erudición y tu elocuencia que aya en lo milagroso. Yo en cambio no tengo ni soy nada, sólo que así me puedo gloriar de ser un cristiano. Además, hay otra cosa por la cual te alabo y te exalto en gran manera: de todos mis adversarios, tú eres el único que atacó el problema mismo, esto es, el puna esencial de mi doctrina, y que no me cansó con aquellas cuestiones periféricas acerca del papado, del purgatorio, de las indulgencias y otras por ese estilo que son bagatelas más bien que cuestiones serias, con las cuales hasta el momento casi todos trataron de darme caza, si bien en vano. Tú, solamente tú llegaste a discernir el punto sardinal de todo lo que actualmente está en controversia, y me echaste la mano a la garganta, por lo que te agradezco desde lo profundo de mi corazón; pues en este tema me ocupo con mucho más interés, siempre que el tiempo y las circunstancias me lo permiten. Si hubiesen hecho lo mismo que tú los que hasta ahora me hostigaron, y si lo hicieran afín los que hoy día se jactan de poseer un nuevo espíritu y nuevas revelaciones, tendríamos menos sediciones y sectas, y más paz y concordia. Pero así es como Dios utilizó a Satanás para castigar nuestra ir gratitud. Por otra parte, si no puedes tratar este problema en forma distinta de lo que lo hiciste en la Disquisición, mi fuerte deseo sería que te contentaras con el don que has recibido, y te dedicaras a cultivar, ennoblecer y fomentar las ciencias y las lenguas, como lo has venido haciendo hasta ahora con tan grande éxito y distinción. Con estos esfuerzos tuyos me prestaste también a mí no pocos servicios; reconozco francamente que estoy endeudado contigo por muchas cosas, y por cierto, en este sentido tengo hacia ti un profundo respeto y una sincera admiración. El que estés a la albura del tema que discutimos, es cosa que Dios hasta el momento no ha querido ni te lo ha concedido, y te pido que tomes estas palabras mías como dietas sin ninguna arrogancia. Ruego, empero, que en un futuro cercano, el Señor te haga en estilo sentido tan superior a mí como lo eres en todas las demás cosas. Pues no es ninguna novedad que Dios instruya a un Moisés mediante un Jetro e imparta enseñanzas a un Pablo por medio de un Ananías. Pero si tú dices que el negarte el conocimiento acerca de Cristo es errar grandemente el blanco, bien, creo que tú mismo verás qué hay de cierto en ello. Pues el hecho de que tú o yo estemos equivocados, tampoco significa que por esto todos se equivocarán. Es Dios quien "es predicado como el que es admirable entre sus santos", de modo que a veces tenemos por santos a los que más alejados están de la santidad. Y como tú eres humano, puede ocurrir fácilmente que no entiendas en forma correcta o no examines con la debida prolijidad las Escrituras o los dichos de los padres con cuya guía crees dar en el blanco. Así lo indica con suficiente claridad tu propia advertencia, de que "tu intención no es hacer aserción alguna, sino sólo comparaciones". Así no escribe quien tiene una noción cabal y detallada del tema y lo entiende correctamente. Pero yo en este libro mío NO HICE COMPARACIONES; LO QUE HICE, Y LO QUE HAGO SON ASERCIONES. Y no quiero dejar librado al juicio de nadie lo que aquí expuse, sino que doy a todos el consejo de prestarle su asentimiento. El Señor, empero, cuya es la causa que defiendo, te ilumine y haga de ti un vaso para honra y gloria. Amén.