por Martín Lutero
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"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.
Índice
XII.Dios Y Lo Malo
XII
Dios Y Lo Malo
Pero ya que luchamos con hombres que andan con cosas irreales y con máscaras, coloquémonos también nosotros una máscara y pongamos el caso irreal, por ser imposible, de que el tropo con que sueña la Disquisición tenga validez en este texto, para ver qué escapatoria encuentra la Disquisición para no verse obligada a admitir (confirmare) todo es hecho por la sola voluntad de Dios, de parte nuestra empero por necesidad, y para ver además cómo trata de excusar a Dios para que él no aparezca como el causante y el culpable de nuestro endurecimiento. Si es verdad que se habla de un “endurecer” por parte de Dios si él nos tolera en su benignidad y no nos castiga en el acto, ambas afirmaciones siguen en pie. Primero: que pese a todo, el hombre es por necesidad esclavo del pecado; pues si se admitió que el libre albedrío no es en manera alguna capaz de querer lo bueno (como intentó demostrarlo la Disquisición), no es mejorado en nada por la benignidad del Dios tolerante, sino necesariamente empeorado si no le es dado el Espíritu por el Dios misericordioso. De ahí que por parte nuestra, hasta ahora iodo es hecho por necesidad. Segundo: que cuando Dios endurece porque así lo quiere en su Voluntad inescrutable como creen que nosotros sostenemos su crueldad parece ser la misma que cuando tolera al pecador en su benignidad. Pues como Dios ve que el libre albedrío no es capaz de querer lo bueno e incluso empeora por la benignidad del que lo tolera, por esa misma benignidad suya Dios parece ser en extremo cruel y causa la impresión de deleitarse en nuestro infortunio, aunque podría remediarlo si quisiera, y no tolerarlo si quisiera; más aún: si no lo quisiera, no lo podría tolerar. Si Dios no quiere, ¿quién puede obligarlo? Por lo tanto: si permanece inconmoviblemente en pie aquella voluntad sin la cual nada es hecho, y si se admite que el libre albedrío no es capaz de querer cosa buena alguna, palabras vanas son todo lo que se dice para excusar a Dios y acusar al libre albedrío. Pues el libre albedrío siempre dice: Yo no puedo, y Dios no quiere, ¿qué he de hacer? Ciertamente, él podría tener misericordia de mi castigándome; pero de esto no saco ningún provecho, sino que por fuerza empeoraré, a menos que él me dé su Espíritu. Pero no me lo da; lo daría empero si quisiera. Es seguro, por lo tanto, que su voluntad es no dármelo.
Tampoco hacen al caso las semejanzas que se presentaron, como por ejemplo, cuando se dice: "Así como por el efecto del mismo sol se endurece el lodo y se ablanda la cera, y por el efecto de la misma lluvia, el labrantío produce frutos, y el erial, espinos, así por la misma benignidad de Dios los unos son endurecidos, y los otros convertidos". Pues no dividimos el libre albedrío en dos distintas disposiciones naturales [ingenia], de modo que una vendría a ser como el lodo, la otra como la cera, o la una como el labrantío, y la otra como el erial. Antes bien, hablamos de una y la misma disposición natural igualmente impotente en todos los hombres, a saber, el "libre albedrío", que no es sino lodo y erial, precisamente porque no es capaz de querer lo bueno. Por eso, así como el lodo se hace siempre más duro y el erial siempre más espinoso, así el libre albedrío se hace siempre peor, tanto por la benignidad del sol que endurece como por la violencia de la lluvia que ablanda [o: tal como la benignidad del sol endurece, y la violencia de la lluvia ablanda]. Por consiguiente: si en todos los hombres hay un libre albedrío que admite una sola definición y que es de la misma impotencia en todos, no se puede dar ninguna razón por qué uno llega a la gracia y el otro no llega, si no se predica otra cosa que la benignidad del Dios que tolera y el castigo del Dios que tiene misericordia. Pues en todos los hombres ha sido puesto un libre albedrío que responde a una y la misma definición: es totalmente incapaz de querer lo bueno. Entonces (es decir, si no se predica otra cosa...) Dios tampoco elegirá a nadie ni quedará lugar alguno para una elección; sólo quedará la libertad del albedrío que acepta o rechaza la benignidad y la ira. Pero un Dios al que se le privó de la fuerza y sabiduría de elegir, ¿qué será sino una imagen de la diosa de la fortuna bajo cuyo cetro [cuius numine] todo acontece como a ciegas? Y finalmente se llegará a que los hombres son salvados y condenados sin que Dios lo sepa, ya que él no separó mediante una elección inequívoca a los que han de ser salvados y los que han de ser condenados, sino antes bien, habiéndoles ofrecido a todos en general su benignidad con que tolera y endurece, y además su misericordia con que castiga y destruye, deja a la discreción de los hombres el ser salvados o condenados, entre tanto que él tal vez se marchó para asistir al convite de los etíopes, corno dice Homero.
A un Dios tal nos lo pinta también Aristóteles, un Dios que duerme y que permite que cualquiera use y abuse de su benignidad y castigo. Lo cierto es que la Razón no puede formarse de Dios otro juicio que el aquí expresado por la Disquisición. Pues así como la Razón duerme profundamente [lit. "ronca"] y trata con desdén las cosas divinas, así se lo imagina también a Dios: como un Dios que duerme, que no hace uso alguno de su sabiduría, voluntad y presencia para elegir, separar y dar su Espíritu, y que dejó a cargo de los hombres esa trabajosa y molesta obra de aceptar y rechazar su benignidad e ira. Esto es lo que resulta cuando intentamos medir y excusar a Dios con la razón humana, y cuando en lugar de hacer alto reverentemente ante los arcanos de la Majestad, penetramos en ellos ávidos de escudriñarlos: sucumbiendo a la sed de gloria, proferimos en lugar de una excusa mil blasfemias, y en completo olvido de nuestra propia situación, parloteamos al mismo tiempo en contra de Dios y de nosotros como si estuviéramos locos, mientras pretendemos hablar con grande sapiencia a favor de Dios y de nosotros. Aquí puedes ver, pues, qué hace de Dios ese tropo y esa glosa de la Disquisición, y qué bien concuerda ella consigo misma: antes tenía una única definición para el libre albedrío y lo presentó como igual y similar en todos los hombres; ahora, en el ardor de la discusión, se olvida de su propia definición y califica a uno de labrantío, a otro de erial, y partiendo de la diversidad de las obras y costumbres de los hombres, sostiene que éstos tienen también diversos libres albedríos: uno que hace el bien, y otro que no lo hace, siempre por sus propias fuerzas y antes de haber recibido la gracia, y eso que anteriormente había definido al libre albedrío como del todo incapaz de querer lo bueno por sus propias fuerzas! Así resulta que por una parte nos negamos a concederle a la sola voluntad de Dios el poder y la voluntad de endurecer, tener misericordia y hacer todas las cosas, mientras que por otra parte le atribuimos al libre albedrío mismo la capacidad de hacerlo todo, sin ayuda de la gracia, a pesar de haber afirmado que sin la gracia, el libre albedrío es incapaz de hacer lo bueno. Por elide, la semejanza del sol y de la lluvia no tiene en este contexto validez alguna. Para usar esta semejanza más correctamente, el cristiano podría llamar ‘sol’ y ‘lluvia’ al evangelio, como se hace en el Salmo 18 y en el capítulo 10 de la carta a los Hebreos, “labrantío” a los escogidos, y “erial” a los réprobos; en efecto: los escogidos son edificados por la palabra y con ello mejorados, los réprobos en cambio son escandalizados y hechos peores. Por lo demás [alioqui] el libre albedrío de por si es en todos los hombres el reino de Satanás.
Veamos también las causas que condujeron a inventar un tropo para la interpretación de este, texto. Dice la Disquisición: "Parece absurdo afirmar que Dios, quien no sólo es justo, sino también bueno, haya endurecido el corazón del hombre para poner de relieve su propia potencia mediante la maldad de aquél". Por eso la Disquisición busca respaldo en Orígenes, quien "admite que la ocasión para el endurecimiento la dio Dios, si bien subraya que la culpa recae en Faraón". "Además, Orígenes llamó la atención a lo que dijo el Señor ‘Para esto mismo te levanté’, dijo, y no ‘para esto mismo te hice’’ de otra manera, Faraón no habría sido impío, si lo hubiese crearlo como tal ese Dios que al contemplar todo lo que había hecho, vio que era muy bueno". Esto es lo que opina la Disquisición. Así que la presunta absurdidad es una de las causas principales por qué la palabras de Moisés y de Pablo no pueden ser tomadas en su significa do simple. Pero ¿contra qué articulo de la fe atenta esta absurdidad, o para quién es una piedra de escándalo? Lo es para la razón humana, a la que en este lugar se la llama a ser juez de las palabras y obras de Dios, a pesar de ser ciega, sorda, necia, impía y sacrílega en lo que toca a cualquier palabra y obra de Dios. Con el mismo argumento podrías negar todos los artículos de la fe y decir que lo más absurdo de todo, o como lo expresa Pablo, "locura para los gentiles y tropezadero para los judíos", es que Dios es hombre, hijo de una virgen, crucificado, y sentado a la diestra del Padre. Absurdo es digo creer tales cosas. Por ende, sigamos a los arrianos e inventemos algunos tropos para que Cristo no sea simplemente Dios. Sigamos a los maniqueos e inventemos unos tropos para que Cristo no sea un verdadero hombre, sino un fantasma que pasó por la virgen como un rayo de luz atraviesa el vidrio, y fue crucificado. De esta manera, brindaremos una excelente interpretación de las Escrituras.
Sin embargo, los tropos ni son de utilidad ni se elude con ellos la absurdidad. Pues sigue siendo absurdo (a juicio de la razón) que ese Dios justo y bueno exija del libre albedrío algo imposible, y que, a pesar de que el libre albedrío es incapaz de querer lo bueno y necesariamente tiene que servir al pecado, le impute esto como una culpa; además, la razón juzga absurdo que Dios, al no comunicarle al libre albedrío el Espíritu, de ninguna manera obra con mayor suavidad y clemencia que cuando endurece o permite que se produzca el endurecimiento. Todo esto, repetirá la razón, no es propio de un Dios bueno y clemente. Supera demasiado su poder de captación, ni tampoco puede ella “llevarse cautiva” a sí misma para creer que es bueno el Dios que hace y decide tales cosas; antes bien, poniendo a un lado la fe, quiere palpar y ver y comprender en qué sentido Dios es bueno y no cruel. Mas sólo llegaría a comprenderlo si se hablase de Dios de esta manera: Él no endurece a nadie, no condena a nadie, sino que tiene misericordia de todos, y hace salvos a todos, de modo que, destruido ya el infierno y desvanecido el miedo ante la muerte, no habría motivo para temer ningún castigo venidero. Es por esto que la razón se esfuerza con tanto ardor en excusar a Dios y defender su justicia y bondad. Pero la fe y el Espíritu juzgan de manera distinta: ellos creen que Dios es bueno, aun cuando condenara [perderet] a todos los hombres. Y ¿de qué aprovecha que nos atormentemos con esos pensamientos en cuanto a echarle la culpa del endurecimiento al libre albedrío? Haga el libre albedrío todo lo que pudiere, en todo el mundo y con todas sus fuerzas sin embargo, no podrá presentar un solo ejemplo para demostrar que es capaz de evitar el ser endurecido si Dios no da su Espíritu, o que merece misericordia si queda librado a sus propias fuerzas. Pues y ¿qué mayor diferencia hay entre que sea endurecido y que merezca ser endurecido, si el endurecimiento es por necesidad inherente en él mientras le es inherente esa impotencia que lo hace incapaz de querer lo bueno, como lo atestigua la misma Disquisición? Por lo tanto, como la absurdidad no es removida por esos tropos, y si es removida, se crean absurdidades aún mayores y se atribuyen al libre albedrío facultades para hacerlo todo, dejemos a un lado los inútiles y seductores tropos y atengámonos ala clara y simple palabra de Dios.
La segunda causa es, según la Disquisición, que lo que hizo Dios es muy bueno, y que él no dijo: "para esto mismo te hice" sino "para esto mismo te levanté". En primer lugar hacemos constar que esto fue dicho antes de que el hombre cayera en el pecado, y cuando todo lo que Dios había hecho, realmente era muy bueno. Pero muy podo después, en el capítulo 3, se relata cómo el hombre llegó a ser malo, abandonado por Dios y liberado a si mismo. De este hombre, ahora pecaminoso, nacieron como impíos todos los demás, también Faraón, como afirma Pablo: "Éramos todos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás". Por consiguiente, Faraón fue creado por Dios como impío, esto es, de simiente impía y pecaminosa, conforme a lo dicho en los Proverbios de Salomón: "Todas las cosas ha hecho el Señor a causa de sí mismo, aun al impío para el día malo". No se puede, pues, concluir así: "Al impío lo creó Dios, por lo tanto no es impío". ¿Cómo no habría de ser impío el que proviene de simiente impía? Así lo afirman el Salmo 50: "He aquí; en pecados he sido concebido", y Job: "¿Quién puede hacer limpio al que ha sido concebido de simiente inmunda?". En efecto: si bien Dios no hace el pecado, sin embargo no cesa de formar y multiplicar esa naturaleza que está viciada por el pecado después de habérsele sustraído el Espíritu, al igual que un escultor que de un trozo de madera picada hace una estatua. Así como es la naturaleza, así salen también los hombres al crearlos y formarlos Dios de una naturaleza tal. En segundo lugar hacemos constar lo siguiente: Si quieres referir el "Eran muy buenas" a las obras de Dios hechas después de la caída del hombre, deberás tener en cuenta que aquí se habla no de nosotros, sino de Dios. En efecto, no se dice: "Vio el hombre todo lo que había hecho Dios, y he aquí que era muy bueno". Hay muchas cosas que a juicio de Dios parecen y son muy buenas, a juicio nuestro en cambio parecen y son muy malas. Así, las aflicciones, los males, los errores, el infierno, y hasta las mejores obras de Dios en su totalidad, tan a los ojos del mundo pésimas y condenables. ¿Puede haber algo mejor que Cristo y el evangelio? Sin embargo, ¿hay algo que el mundo le parezca más execrable? Por consiguiente: cómo puede ser bueno a los ojos de Dios lo que a los ojos nuestros es malo, esto lo sabe sólo Dios y los que ven con los ojos de Dios, esto es, los que tienen el Espíritu. Pero todavía no es el lugar para disputar con tanta agudeza: Por lo pronto basta con la respuesta que se acaba de dar.
Quizá se pregunte cómo se puede decir de Dios que él obra en nosotros lo malo, por ejemplo, que él ‘endurece’, ‘entrega a las bajas pasiones’, ‘seduce’ y similares. Sin duda, lo más conveniente habría ido conformarse con las palabras de Dios y simplemente creer lo que ellas dicen, ya que las obras de Dios son del todo inenarrables, sin embargo, en obsequio de la Razón, vale decir, de la necedad humana, permítaseme decir tonterías y estupideces y recurrir a balbuceos para ver si logramos hacerla reaccionar por lo menos en algo.
Primero: aun la Razón y la Disquisición admiten que Dios hace todas las cosas en todos, y que sin él nada es hecho ni nada es eficaz; pues él es omnipotente, y esto, el ser autor único de todas las cosas, corresponde a su omnipotencia, como dice Pablo en su carta los Efesios. Ahora Satanás y el hombre, caídos en pecado, y abandonados por Dios, ya no son capaces de querer lo bueno, es decir, lo que le place a Dios o lo que Dios quiere, sino que perpetuamente tienen en vista sus propios deseos, de modo que no son capaces buscar sino lo suyo. Por ende, esta su voluntad y esta su naturaleza, opuesta así a Dios, no es una ‘nada’. Pues ni Satanás ni el hombre pecador son una nada, ni tampoco son seres carentes de naturaleza o de voluntad, por más que su naturaleza sea corrupta y apartada de Dios. Aquello pues que llamamos el “remanente de la naturaleza” en el pecador y en Satanás, por ser creación y obra de os está sujeto a la omnipotencia y acción divina no menos que todas las demás creaciones y obras de Dios. Entonces, siendo así que Dios hace todas las cosas en todos, necesariamente obra también en Satanás y en el pecador. Obra empero en ellos de manera tal cuales ellos y cual es el estado en que él los halla; esto es: como son opositores de Dios y malos, al ser arrastrados por ese impulso de la omnipotencia divina no hacen sino lo que es opuesto a la voluntad de Dios, y malo. Es como cuando un animal que cojea de una o dos patas: cabalgará sobre el animal ese tal como es, vale decir, el caballo anda mal. Pero ¿qué puede hacerle el jinete? Su manera de cabalgar será la misma sobre un animal enfermo que sobre caballos sanos, con resultado malo en un caso, con resultado bueno en los otros; no puede ser de otra forma, a menos que el caballo enfermo se cure. Esto te hace ver que cuando Dios obra en los malos y por medio de ellos, por cierto resulta algo malo, y no obstante, Dios no puede obrar mal, aunque haga lo malo por medio de los malos; porque siendo bueno él mismo, no puede hacer lo malo, sin embargo usa a los malos como instrumentos que no pueden eludir el impulso de la potencia divina que los arrastra. Por lo tanto, el defecto está en los instrumentos, a los cuales Dios no deja estar ociosos, de modo que se produce lo malo como efecto de un impulso del propio Dios [movente ipso Deo]. Es lo mismo que si un carpintero corta mal con un hacha dentada o mellada. De ahí resulta que el impío no puede sino errar y pecar constantemente: movido por el impulso de la potencia divina no puede permanecer ocioso, pero su voluntad, sus deseos y obras son de calidad igual que él mismo.
Lo que acabo de exponer es seguro y cierto, si es que creemos que Dios es omnipotente, y si creemos además que el impío es una criatura de Dios, pero una criatura que está en oposición a Dios y que, librada a si misma, sin el Espíritu de Dios, no es capaz de querer o hacer lo bueno. La omnipotencia de Dios hace que el impío no pueda eludir el impulso y la acción de Dios, sino que tenga que obedecerle necesariamente, sometido como está a él. Por otra parte, la pecaminosidad o el ponerse en oposición a Dios hace que no pueda ser movido e impulsado con resultado bueno. Dios no puede poner fuera de acción su omnipotencia porque el impío se halle en oposición a él; éste en cambio no puede cambiar su actitud de opositor. De ahí que peque y yerre perpetua y necesariamente, hasta que sea corregido por el Espíritu de Dios. En todos estos hombres empero, Satanás hasta ahora reina en paz; y bajo ese impulso de la omnipotencia divina, él sigue en posesión de su palacio sin ser molestado. Mas a esto sigue el proceso del endurecimiento, que se desarrolla de la siguiente manera: el impío (como ya se dijo) al igual que el que lo domina, Satanás, está vertido por entero hacia sí mismo y hacia lo suyo, no pregunta por Dios ni da importancia, alguna a las cosas que son de Dios; sólo busca sus propias riquezas, su gloria, sus obras, su sabiduría, sus facultades, en fin, su propio reino; y su deseo es disfrutar de todo ello en paz. Si alguien le resiste o intenta ponerle trabas en el logro de alguna de estas cosas, entonces el mismo espíritu opositor que lo impulsa a buscarlas, lo impulsa también a llenarse de indignación y violenta ira contra su adversario. Y tan imposible que resulta no estallar en ira, como le resulta imposible no codiciar y no buscar lo suyo. Y tan imposible le resulta no codiciar, como le resulta imposible no existir, ya que es una criatura ele Dios, si bien creada. Este es el tan conocido odio del mundo contra el evangelio de Dios; pues por medio del evangelio viene aquel “otro más fuerte” cuya intención es derrotar al tranquilo poseedor del palacio, y quien condena estas ambiciones de gloria, riquezas, sabiduría y justicia propia y todo aquello en que el tranquilo poseedor confía. Precisamente en esa irritación de loa impíos cuando Dios dice o hace algo contraría a lo que ellos quieren, consiste el endurecimiento y la siempre creciente depravación de ellos. Pues como deliberadamente adoptaron una actitud de oposición por la misma corrupción de su naturaleza, se hacen mucho más opositores y malvados aun cuando alguien trata de resistir a su oposición y de hacerle mengua. Así, cuando Dios había resuelto arrebatarle al impío Faraón su tiránico poder, lo irritó y le endureció el corazón en medida siempre creciente atacándolo mediante la palabra de Moisés como si éste quisiera despojarlo de su reino y sustraer al pueblo de Israel de su soberanía, y no dándole, n lo interior, el Espíritu, sino permitiendo que Faraón, en su impía corrupción y dominado por Satanás, montara en cólera, se envalentonara, y furioso, prosiguiera en su actitud con cierta desdeñosa despreocupación.
Por lo tanto, cuando se afirma de Dios que él nos endurece u obra en nosotros lo malo (pues endurecer es hacer lo malo), nadie debe pensar que este obrar viene a ser como un crear de nuevo en otros lo malo, cual si Dios fuera una especie de tabernero maligno que, siendo malo él mismo, vierte o mezcla veneno en un reciente no malo, acción en la cual el recipiente no desempeña otro papel que el de recibir o sufrir la malignidad del emponzoñador. En efecto, esta es la idea que parece surgir en la mente de ellos respecto al hombre, en sí bueno o no malo, que sufre la mala obra de parte de Dios, cuando nos oyen decir: Dios obra en nosotros lo bueno y lo malo, y nosotros estamos sujetos al Dios operante por mera necesidad pasiva. No consideran suficientemente cuán incesante es el actuar de Dios en todas sus criaturas y cómo él no deja en estado ocioso a ninguna de ellas. Pero quien quisiere entender tales cosas de alguna manera, piense así: que Dios obre lo malo en nosotros, esto es por medio de nosotros, sucede no por culpa de él, sino por la defectuosidad nuestra: como nosotros somos por naturaleza malos, Dios en cambio es bueno, cuando él nos impele con su acción conforme a la naturaleza de su omnipotencia, la única forma posible de actuar es que él, que por su parte es bueno, haga lo malo con el instrumento malo aunque luego, según su sabiduría, haga buen uso lo malo, para gloria de él y para bien nuestro. Análogo es el caso con la voluntad de Satanás: a esta voluntad, Dios la halló mala, no porque él la haya creado así, sino porque al retirar Dios su mano y al caer Satanás en el pecado, su voluntad se hizo mala; y de esa mala voluntad Dios se apodera en su actuar y la impulsa hacia donde él quiere, sin que por ese impulso de Dios, aquella voluntad deje de ser mala. En este sentido dijo David con respecto a áimeí, en el 2º libro de Samuel: "Déjalo que maldiga, pues el Señor le ha ordenado que maldiga a David". ¿Cómo puede Dios dar la orden de maldecir, siendo el maldecir una obra tan virulenta y mala? En ninguna parte existía un mandamiento que rezara de esta manera. Por lo tanto. David se refiere con ello al hecho de que el Dios omnipotente "dijo, y fue hecho", esto es, que Dios lo hace todo por medio de la palabra eterna. Así, pues, la divina acción y omnipotencia echa mano a la voluntad de Simeí, mala ya en todas sus manifestaciones [omnibus membris] y enardecida ya anteriormente contra David, en ese momento tan oportuno en que David se presenta como uno que tiene bien merecida semejante blasfemia; y Dios el Dios bueno da una orden por medio de un instrumento malo y blasfemo, esto es: él dice y hace esa blasfemia mediante su palabra, a saber, mediante el vehemente impulso de su acción.
Así lo endurece a Faraón al poner delante de su impía y mala voluntad la palabra y la obra que éste odia odia por su defectuosidad ingénita y su natural corrupción. Y sucede lo siguiente: Dios no cambia esa voluntad en el interior de Faraón mediante su Espíritu, sino que continúa con su insistente enfrentar; Faraón en cambio toma en consideración sus fuerzas, sus riquezas y facultades y confía en ellas por su misma defectuosidad natural; y el resultado es que por un lado se engríe y enaltece al pensar en sus propios recursos, y por el otro lado se llena de orgulloso desdén ante la humilde condición de Moisés y de la palabra de Dios que le llega en una forma para él despreciable, y así se endurece, y paulatinamente se irrita y empecina más y más cuanto más lo insta y amenaza Moisés. Mas esta mala voluntad suya no se habría impulsado o endurecido a. el misma; antes bien, como el impulsor omnipotente la pone en movimiento con fuerza irresistible, igual que a las demás criaturas, por necesidad ella tiene que querer algo. Además de esto, Dios la enfrenta al mismo tiempo con un factor exterior por el cual esa voluntad, por su propia naturaleza, se siente irritada y ofendida; y así sucede que Faraón no puede evitar su endurecimiento, así como tampoco puede evitar la acción de la divina omnipotencia ni la oposición o malicia de su voluntad. Por lo tanto, el endurecimiento de Faraón es efectuado por Dios del modo siguiente: Dios enfrenta a la malicia de Faraón con un factor externo que aquél odia por naturaleza, mientras que en lo interior no cesa de impeler con omnipotente impulso su voluntad hallada esencialmente mala; y Faraón, conforme a la malicia de su voluntad, no puede sino odiar lo que le es adverso, y confiar en sus propias fuerzas. De esta manera se obstina hasta tal punto que ya no oye ni razona, sino que, poseído por Satanás, es víctima de un arrebato, como un loco furibundo.
Si hemos logrado convencer a los que siguieron nuestra exposición, hemos salido airosos en esta cuestión, y, desechados ya los tropos y las glosas inventados por hombres, aceptamos las palabras de Dios en su acepción simple, para que no haya necesidad de excusar a Dios o de culparlo de injusto. Pues cuando él dice: "Yo endureceré el corazón de Faraón", está hablando en llano, y como si se expresara de esta manera: yo haré que el corazón de Faraón sea endurecido, o que sea endurecido por mi intervención y acción. Cómo sucede esto, ya lo hemos oído: .en lo interior impeleré a esta voluntad misma con un impulso general, de modo que proseguirá en su propio ímpetu y carrera del querer; y no cesaré de impelerla, ni tampoco puedo proceder de otra manera. En lo exterior empero la enfrentaré con la palabra. y la obra contra la cual aquel ímpetu malo arremeterá, ya que su querer forzosamente tiene que ser un querer malo, dado que yo por la fuerza de mi omnipotencia pongo en acción precisamente esta maldad. Así Dios estaba segurísimo y como cosa segurísima lo anunció de. que Faraón había de ser endurecido; pues Dios tenía la absoluta certeza de que la voluntad de Faraón no podría resistir el impulso de la omnipotencia ni deponer su maldad ni acceder a las exigencias de Moisés que le fue presentado como adversario; antes bien, como la voluntad de Faraón seguía siendo mala, éste tenia que hacerse cada vez peor, más inflexible y más altanero a medida que en su impetuosa carrera tropezaba con lo que no quería, y con lo que, confiando en su propio poderío, miraba con desdén. Esto te demuestra que también y precisamente por esta palabra, respecto del endurecimiento de Faraón, se confirma la verdad de que el libre albedrío sólo es capaz de querer lo malo, ya que Dios, quien no es un ignorante para engañarse, ni un malvado para dejarse llevar a la mentira, predice el endurecimiento de Faraón con tanta certeza certeza que emana del hecho de que la voluntad mala sólo es capaz de querer lo malo y no puede sino hacerse peor al ser enfrentada con lo bueno que ella detesta. Falta pues que alguien pregunte: ¿por qué Dios no pone término a ese impulso de su omnipotencia con que es impelida la voluntad de los impíos?, pues así, ¡la voluntad siempre seguirá siendo mala y haciéndose peor! Respuesta: Esto es desear que Dios a causa de los impíos, deje de ser Dios; porque este deseo yo implica que entren en receso la fuerza y la acción de Dios, es decir, que él deje de ser bueno para que aquéllos no se hagan peores. Pero ¿por qué Dios no transforma las voluntades malas al tiempo que las impele? Esto pertenece a los secretos de la Majestad, al ámbito donde sus juicios son incomprensibles. Y no nos incumbe investigarlo, sino adorar estos misterios. Si la carne y la sangre en¬cuentran esto chocante y se ponen a murmurar, allá ellas con su mur¬muración; pero éxito no obtendrán ninguno, porque Dios no cambiará por esto. Y aunque los impíos, escandalizados, se volvieran atrás a montones, los escogidos sin embargo quedarán. Lo mismo se res¬ponderé, a los que preguntan: ¿por qué Dios permitió que Adán ca¬yera en el pecado, y por qué nos crea a todos nosotros infectados con el mismo pecado, cuando bien pudo haber preservado a aquél y ha¬bernos creados a nosotros de otra materia, o de una simiente previa¬mente purificada? Dios es un Dios para cuya voluntad no rigen causas ni razones que se le puedan imponer cómo norma y medida; pues nada hay igual o superior a su voluntad; antes bien, ella misma es la norma para todas las cosas. En efecto: si hubiera cualquier norma o medida o causa o razón a la cual debiera ajustarse esta voluntad, ya no podría ser la voluntad de Dios. Pues lo que la voluntad divina quiere es correcto no porque ella debe o debió ajustarse a lo que es correcto, sino al contrario: por cuanto es la voluntad divina la que quiere algo, por esto tiene que ser correcto ese ‘algo’ que se produce a raíz de la volición divina. A la voluntad de la criatura se le pres¬cribe causa y razón, pero a la voluntad del Creador no el no ser que quieras colocar otro creador por encima de él.
Con esto, creo, la tropo parlante Disquisición queda suficientemen¬te refutada por su propio tropo; mas volvamos al texto mismo para ver cómo concuerda con la Disquisición y con el tropo. Pues es prác¬tica de todos los que eluden los argumentos recurriendo a tropos, mirar el texto mismo con soberano desprecio y centrar todos sus es¬fuerzos en retorcer mediante un lenguaje figurado un vocablo cual¬quiera arrancado de su contexto, y clavarlo en la cruz de la propia opinión de ellos; y esto lo hacen sin tomar en cuenta para nada ni las circunstancias concomitantes ni lo que sigue ni lo que precede, ni tampoco la intención o el motivo que tuvo el autor. Así procede la Disquisición en este pasaje: Sin reparar en el tema tratado por Moi¬sés ni en la intención de su discurso, arranca del texto la palabrita "Yo endureceré" (que le parece chocante) y la remodela a su antojo, sin detenerse a pensar, entretanto, en cómo se debe volver a insertar y adaptar esta palabrita para que cuadre dentro del texto del que fue sacada. Y ésta es la razón por qué la Escritura no es lo sufi¬cientemente lúcida para ciertos hombres que durante tantos siglos gozaron de máxima estima por su inigualable erudición. Y no es de extrañar; pues ni el mismo sol podría lucir si se lo atacara con tales artes. Pero para no volver sobre mi anterior demostración de que no es correcto decir que Faraón fue endurecido al tolerarlo Dios en su benignidad en lugar de penarlo en el acto, ya que fue castigado con tantas plagas: ¿qué necesidad había de que Dios predijera tantas veces que él endurecería el corazón de Faraón, en aquellos momentos en que se produjeron las señales, cuando ese Faraón ya antes de ocurrir las señales y el mencionado endurecimiento, era un hombre que, tolerado por la benignidad divina y no penado, infligió a los hijos de Israel tantos males, envalentonado por su evidente éxito y su poderío qué necesidad había de tanta predicción, repito, si “endurecer” significa “ser tolerado por la benignidad divina y no castigar en el acto”? ¿Ves ahora que en el pasaje en cuestión, el tropo aquel no hace al caso de ningún modo? Es una expresión figurada que se refiere de una manera general a todos los que pecan, tolerados’ por la benignidad divina. De esta suerte, pues, podríamos decir que todos los hombres son endurecidos, ya que no hay ninguno que no peque; pero ninguno pecaría si no fuese tolerado por la benignidad divina. Por lo tanto, ese endurecimiento de Faraón y el muy general ‘ser tolerado por la benignidad divina’ son dos “endurecimientos” completamente distinto.
El objetivo principal de Moisés no es tanto poner de manifiesto la malicia de Faraón sino la veracidad y la misericordia de Dios, y eso para que los hijos de Israel no desconfiaran de las promesas hechas por Dios de libertarlos. Como esto era un asunto de máxima importancia, Dios los pone en antecedentes respecto de las dificultades que habría, a fin de que no tambalearan en su fe sino supiesen que todo esta estaba predicho ya y que tendría que ocurrir tal cual lo había dispuesto el que dio la promesa. Es como si Dios dijera: Verdad es que quiero libertaros, pero vosotros difícilmente lo creeréis; tanto se resistirá Faraón a vuestra liberación, y tanto tratará de demorarla. Pero a pesar de esto, tened confianza. Incluso todos esos intentos de Faraón de demorar las cosas, obedecerán a la intervención mía: así yo haré tantos más y tanto mayores milagros para robustecer vuestra fe y demostrar mi poder, a fin de que luego me creáis tanto más en todo lo otro. Así lo hace también Cristo cuando en la última cena promete a sus discípulos el reino y les predice un cúmulo de dificultades, su propia muerte y las muchas tribulaciones: que los esperaban a ellos: el objetivo es que, producidos los hechos, la fe de ellos sea tanto más firme”. Y Moisés nos muestra muy claramente que éste es el sentido cuando dice: "Faraón empero no os dejará ir para que ocurran muchas maravillas en Egipto", y en otra parte: "Para esto mismo te levanté, para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra". Aquí se ve que Faraón fue endurecido a los efectos de que se resistiera a Dios y demorara la liberación [redemptionem] del pueblo de Israel; con esto se quería dar la ocasión para hacer muchas maravillas y para manifestar el poder de Dios, y esto a su vez debí. servir para que se difundiera la noticia de los grandes hechos de Dios y se creyera en él en toda la tierra. Así llegamos finalmente a que todo esto se dice y se hace para robustecer la fe y dar consolación a los débiles, para que de ahí en más crean en Dios de buena gana como en el Dios veraz, fiel, poderoso y misericordioso. Es como si Dios estuviera hablando con unos párvulos, diciéndoles con la mayor dulzura: no se asusten por la terquedad de Faraón, porque también ésta es obra mía y la tengo en mi mano, yo, vuestro libertador. Sólo la usaré para hacer muchas maravillas y manifestar mi majestad, para que vuestra fe se haga más firme.
Este es el motivo por el que casi tras cada descripción de una plaga, Moisés repite: "Y el corazón de Faraón fue endurecido, y no dejó salir al pueblo, como lo había dicho el Señor". Ese “como lo había dicho el Señor”: ¿qué otra finalidad tiene sino la de hacer patente la veracidad del Dios que había predicho que Faraón habría de ser endurecido? Si aquí hubo en Faraón alguna posibilidad de cambiar de parecer o alguna libertad de su albedrío para inclinarse hacia una actitud u otra, Dios no podría haber predicho con tanta certeza su endurecimiento. Ahora bien: como la predicción parte de aquel en quien no cabe la equivocación ni la mentira, el resultado necesario y absolutamente seguro era que Faraón fuera endurecido. Este no habría sido el caso si el endurecimiento no fuera algo que está completamente al margen de las fuerzas del hombre y que es de incumbencia exclusiva de Dios, del modo como acabamos de describirlo, a saber, que Dios tenia la plena certeza de que con respecto a Faraón o a causa de Faraón, él no renunciaría al ejercicio amplio y general de su omnipotencia, como que tampoco puede renunciar a él. Igualmente seguro estaba, además, de que la voluntad de Faraón, mala por naturaleza y opuesta a Dios, no podría estar acorde con la palabra y la obra divina que contrariaba su propio criterio; así que, como en el interior de Faraón persistía, por efecto de la omnipotencia divina, el impulso de querer, y como desde afuera se le presentó el enfrentamiento con una palabra y obra para él adversa, no pudo producirse en Faraón otra cosa que una reacción violenta (offensio) y el endurecimiento de su corazón. Pues si Dios hubiese renunciado a ejercer en Faraón su omnipotencia en aquella ocasión en que la palabra de Moisés presentó a éste algo que le pareció inadmisible (contrarium), y si se quisiese suponer que la sola voluntad de Faraón haya actuado por su propia fuerza, entonces quizás habría habido lugar para una discusión acerca de la posibilidad de Faraón de inclinarse hacia uno u otro lado. Ahora empero, al impulsárselo y arrastrárselo fuertemente hacia un acto volitivo, por cierto no se hace fuerza a su voluntad por cuanto no es obligado contra su voluntad, sino que por una acción propia de la naturaleza de Dios, la voluntad de Faraón es impelida a un acto volitivo que es propio de la naturaleza de ella, tal cual ella es (y sabido es que es una voluntad mala); por eso forzosamente tiene que chocar contra la palabra y así endurecerse. Y así vemos que este pasaje combate fuertemente contra el libre albedrío al demostrar que el Dios que predice, no puede mentir; pero si no puede mentir, el endurecimiento de Faraón es un hecho inevitable.
Pero veamos también a Pablo, quien trae este pasaje de Moisés en el capítulo 9 de su carta a los Romanos. ¡Qué contorsiones lastimosas hace la Disquisición al analizar este texto! Para no tener que sacrificar el libre albedrío, se mueve en todas direcciones. Una vez habla de que existe una necesidad de la consecuencia, vale decir, predeterminación de la consecuencia como totalidad de un proceso, pero no una predeterminación de lo consecuente como detalle, y otra vez sostiene que hay una voluntad exteriorizada en cierto orden o voluntad conocible por señales exteriores a la cual se puede resistir, y una voluntad de la resolución o determinación oculta [voluntas placiti] a la cual no se puede resistir. Ora los textos paulinos citados no se prestan para esta disputación [non pugnant] y no hablan de la salvación del hombre. Ora la presciencia de Dios impone necesidad, ora no la impone. Ora la gracia se adelanta a la voluntad provocando en ella la acción de querer, le asiste en su desempeño y la hace llegar a feliz término. Ora Dios como la causa primaria lo hace todo, ora obra por medio de causas secundarias mientras él mismo permanece quieto. Lo único que logra la Disquisición con estos malabarismos verbales y con otros del mismo tipo, es ganar tiempo, apartar entre tanto de nuestra vista el tema en cuestión, y desviarlo hacia otro plano. Por tan estúpidos y mentecatos nos tiene, o por tan poco interesados en el problema como lo es ella misma. Es una costumbre de los chiquillos cubrirse los ojos con las manos cuando tienen miedo o cuando están jugando; creen que porque ellos no ven a nadie, a ellos tampoco se los ve. Así se comporta la Disquisición en todo sentido: incapaz de soportar los rayos, ¡qué digo!, los relámpagos de las tan claras palabras, finge no ver cuál es en verdad el problema, y al mismo tiempo intenta persuadirnos de que tampoco nosotros alcanzamos a ver nada por tener los ojos tapados. Pero todo esto son características de un espíritu que a pesar de verse derrotado, sin embargo se resiste a ciegas a la verdad invencible. Aquella ficción respecto de una necesidad de la consecuencia y de lo consecuente ya fue refutada en los capítulos iniciales de este libro. Insista y reincida la Disquisición en sus ficciones y sofismas todo lo que quiera: si Dios ya sabia de antemano [praescivit] que Judas seria el traidor, ese Judas necesariamente tenía que llegar a ser el traidor, y no estaba en manos de él ni de ninguna otra criatura obrar de otra manera o cambiar la voluntad, si bien al traicionar a Jesús obró por propia voluntad y no por coacción; pero precisamente este querer era una obra de Dios que él puso en movimiento por su omnipotencia, así como pone en movimiento también todo lo demás. Pues sigue en pie la afirmación clara e irrebatible: "Dios no miente ni se engaña". Aquí no hay palabras oscuras o ambiguas, aunque todos los hombres más eruditos de todos los tiempos estuvieran obcecados y opinaran o hablaran de manera distinta. Y por más que tergiverses las cosas, no obstante la conciencia tuya y la de todos tiene qué darse por vencida y se ve obligada a decir: si Dios no. se engaña en lo que él sabe de antemano, lo por él ‘presabido’ necesariamente tiene que ocurrir; de otro modo, ¿quién podría creer sus promesas, y quién temería sus amenazas si estas promesas o amenazas no se cumplieran por necesidad? ¿0 cómo puede Dios prometer o amenazar si su presciencia es falible o si puede ser estorbada por nuestra mutabilidad? Esta radiantísima luz de la verdad indubitable hace enmudecer por completo a todos, dirime todas las cuestiones, y asegura la victoria sobre todas las argucias evasoras.
Sabemos, por cierto, que la presciencia de los hombres’ se engaña. Sabemos que un eclipse no es producto del pronóstico, sino antes bien que el pronóstico es posible porque el eclipse se producirá. ¿Qué nos interesa ese tipo de presciencia? Aquí discutimos acerca de la presciencia de Dios; si a ésta no le atribuyes la particularidad de que lo presabido necesariamente entrará en efecto, has eliminado la fe en Dios y el temor de Dios, has socavado todas las promesas y amenazas divinas, e incluso has negado a la Divinidad misma. Pero la propia Disquisición, tras largo batallar y tras haber agotado todos los recursos, por fin se adhiere a nuestra opinión, apremiada por la fuerza de la verdad, y dice: "La cuestión acerca de la voluntad y predestinación [destinatione] de Dios es aún más difícil. Pues Dios quiere aquello que él sabe de antemano. Y esto es lo que sugiere Pablo al preguntar: ¿Quién resiste a su voluntad si él tiene misericordia de quien quiere y si endurece al que quiere endurecer? Ciertamente, si hubiera un rey que llevase a cabo cualquier cosa que quisiera, y a quien nadie pudiese resistirse, de tal rey se diría éste hace lo que quiere. Así la voluntad de Dios, por ser la causa primaria de todo lo que sucede, parece imponer una necesidad a nuestro querer". Estas son sus palabras. Y por fin tenemos oportunidad de agradecer a Dios por el correcto entendimiento evidenciado por la Disquisición. Y bien: ¿Dónde está ahora el libre albedrío? Pero nuevamente se escabulle esta anguila, y nos sorprende con la declaración: "Sin embargo, Pablo no resuelve esta cuestión, sino que dice en son de reproche al que así arguye: Oh hombre, ¿quién eres tú para que alterques con Dios?". ¡Excelente evasiva! Emitir juicios de esta manera, por propia autoridad e imaginación, sin base escritural, sin el respaldo de milagros, y tergiversar aun las más claras palabras de Dios; ¿es ésta la forma de tratar las Sagradas Escrituras? ¿Acaso Pablo no resuelve esa cuestión? ¿Qué hace entonces? Reprocha al que arguye así (dice la Disquisición). Pero ¿no es este reprocha la solución más completa? Pues ¿a qué se apuntaba con aquella pregunta respecto de la voluntad de Dios? ¿Acaso no tenía por objeto descubrir si Dios impone una necesidad a nuestra voluntad? Y bien: Pablo responde que éste es efectivamente el caso. "Él tiene misericordia de quien quiere (dice), y endurece al que quiere endurecer". "No depende del que quiere, ni del que corre, sino de ¡os que tiene misericordia". Y no contento con haber dado esta solución, Pablo concede además la palabra a los que para defender el libre albedrío murmuran contra dicha solución sosteniendo que no ay mérito alguno y que somos condenados no por causa de nuestra culpa y cosas por el estilo sin ton ni son; con esto, Pablo trata de reprimir las murmuraciones y la indignación de aquéllos replicándoles: "De manera que me dices: ¿Por qué todavía estos reproches [quid adhuc queritur]? ¿Quién puede resistir a su voluntad?" ale. ¿Te das cuenta de que aquí se hace hablar a otras personas? datas, al oír que la voluntad de Dios nos impone una necesidad, mascullan blasfemias y dicen: ¿Por qué todavía estos reproches?, esto es: ¿Por qué Dios insiste, apremia, exige y reprocha de tal manera? ¿Por qué acusa, de qué nos inculpa? ¡Como si los hombres pudiésemos cumplir, si lo quisiéramos, las exigencias divinas! Dios no tiene motivo justificado para esta queja; ¿por qué no acusa más bien a su propia voluntad? ¡Allí es el lugar para reproches y apremios! Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¿Quién obtendrá misericordia, si Dios no quiere concederla? ¿Quién puede llegar a ser blando si Dios quiere endurecerlo? No está en nuestras manos cambiar ni mucho menos resistir la voluntad de Dios que quiere endurecernos; por esa voluntad se nos obliga a estar endurecidos, queramos o no.
Si Pablo no hubiera dicho esto con intención de solucionar la cuestión, o de declarar categóricamente que por la presciencia divina se nos impone una necesidad, ¿qué razón había entonces para dar la palabra a los que murmuran y arguyen que a la voluntad de Dios no se puede resistir? En efecto: ¿a quién se le ocurriría murmurar e indignarse, si no tuviese la sensación de que aquella necesidad está definida claramente? Las palabras con que Pablo habla del resistirse a la voluntad de Dios, no son palabras oscuras. ¿0 acaso puede haber duda respecto de lo que es ‘resistir’ o ‘voluntad’, o acerca de lo que Pablo quiere decir cuando habla de la voluntad de Dios? Y bien: dejemos que incontables miles de sabios renombradísimos anden a ciegas en cuanto a este punto, y que vengan con el cuento de que las Escrituras no son claras, y que teman esta cuestión como una cuestión difícil: Nosotros tenemos palabras del todo claras, que rezan así: "De quien quiere, tiene misericordia; al que quiere endurecer, lo endurece." Además: "De manera que me dices: ¿Por qué estos reproches? ¿Quién puede resistir a su voluntad?" Y la cuestión en sí tampoco es difícil; al contrario, nada más fácil, aun para el sentido común, que darse cuenta de que es acertada, fundada y válida la deducción: ‘Si Dios sabe algo de antemano, ese “algo” presabido necesariamente se produce’, siempre que partamos de la presuposición, extraída de las Escrituras, de que Dios no yerra ni se engaña. Esto sí lo admito: la cuestión es difícil, por no decir imposible de resolver, si quieres sostener simultáneamente las dos cosas, la presciencia de Dios y la libertad del hombre. Pues ¿qué más difícil, más aún, más imposible, que afirmar que cosas contradictorias o contrarias no están en pugna entre sí, o que un número cualquier es al mismo tiempo un diez, y también un nueve? No es que haya una dificultad intrínseca en nuestra cuestión, sino que se busca y se introduce una dificultad, así como también la ambigüedad y oscuridad en las Escrituras se busca y se introduce a la fuerza. Por esto Pablo reprime a los impíos que se escandalizaban de estas palabras clarísimas porque se daban cuenta de que al imponérsenos a nosotros la necesidad, se cumple la voluntad divina, y porque se daban cuenta además de que está definido inequívocamente que al hombre no le queda nada de libertad o de libre albedrío, sino que todo depende de la sola voluntad de Dios. Los reprime, empero, ordenándoles callar e inclinarse ante la majestad del poder y la voluntad divinos frente a la cual nosotros no tenemos derecho alguno; ella en cambio tiene sobre nosotros pleno derecho de hacer lo que quisiere. Y no se nos hace con esto ninguna injusticia, puesto que Dios no nos debe nada, no recibió de nosotros nada, no prometió nada excepto lo que él quiso y lo que le plugo.
Este es por lo tanto el lugar y el momento de adorar no aquellas grutas Coricianas sino la verdadera Majestad en sus temibles milagros e incomprensibles juicios, y de decir: "Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra". Nosotros, empero, en ningún otro terreno somos más irreverentes e inconsiderados que precisamente en el afán de penetrar y criticar aquellos misterios y juicios ininvestigables; no obstante, nos imaginamos entre tanto desplegar una increíble reverencia en el escudriñar las Sagradas Escrituras que Dios nos mandó escudriñar. Aquí donde Dios nos mandó hacerlo, no escudriñamos; allí en cambio donde Dios nos prohibió escudriñar, no hacemos otra cosa que escudriñar con insaciable temeridad, por no decir blasfemia. 0 acaso no es una investigación temeraria si tratamos de descubrir la fórmula para hacer armonizar la enteramente libre presciencia de Dios con nuestra libertad, dispuestos a menoscabar la presciencia de Dios si no nos otorga libertad o si nos impone la necesidad de decir con los murmuradores blasfemadores: "¿Por qué todavía estos reproches? ¿Quién puede resistir a su voluntad?". ¿Dónde está el Dios que por su esencia es Dios de suma bondad? ¿Dónde está el que no quiere la muerte del pecador? ¿Será que nos creó para deleitarse en las torturas de los hombres? Estas y otras similares son preguntas que serán aulladas por toda la eternidad en el infierno y entre los que allá sufren su condena. Pero que el Dios viviente y verdadero tiene que ser un Dios tal que con la libertad propia de él nos impone una necesidad, esto lo tiene que confesar la misma razón natural; es decir, se ve obligada admitir que sería un Dios ridículo, o más propiamente un ídolo, aquel cuyo conocimiento de lo futuro fuese incierto, o que pudiera ser engañado por los hechos, cuando hasta los paganos atribuyen a sus dioses la facultad de fijar el destino en forma ineluctable (Diis suis fatum dederint ineluctabile). Igualmente ridículo sería ese Dios si no lo pudiera e hiciera todo, o si llego aconteciera sin él. Pero si se admite la presciencia y omnipotencia de Dios, sigue naturalmente por lógica irrebatible: Nosotros no somos hechos por medio de nosotros mismos, ni vivimos ni hacemos cosa alguna por nosotros mismos, sino que todo esto es obra de la omnipotencia divina. Ahora bien ya que Dios sabia de antemano que nosotros tendríamos estas características, y ya que ahora él nos hace, impulsa y gobierna corlo tales, yo pregunto: ¿qué puede imaginarse dentro de nosotros que sea libre, que sea distinto y que suceda de una manera distinta de lo que él lo sabía de antemano o lo hace ahora? Así que la presciencia y omnipotencia de Dios es algo diametralmente opuesto al libre albedrío nuestro. Pues o Dios se engañará en su presciencia y errará también en su acción (lo cual es imposible), o nosotros actuaremos y seremos impulsados a actuar conforme a la presciencia y acción de Dios. ‘Omnipotencia de Dios’, empero, llamo yo no a aquella potencia con la cual él deja de hacer muchas cosas que podría hacer, sino a aquella otra, activa, con la cual él efectúa poderosamente todas las cosas en todos, de la manera como la Escritura lo llama omnipotente. Esta omnipotencia y presciencia de Dios. Digo, anulan por completo el dogma del libre albedrío. Y no puede pretextarse aquí la oscuridad de la Escritura o la dificultad del tema. Las palabras son enteramente claras, hasta los niños las entienden. El tema es evidente y accesible a todos, aprobado aun por el sentido común del juicio natural, de modo que nada importa ni la más larga serie de siglos, tiempos y personas que escriben o enseñan de otra manera.
Por supuesto, para aquel sentido común o aquella razón natural resulta sumamente chocante que Dios por su mera voluntad abandone a los hombres, los endurezca y condene, como si se deleitara en los pecados y en los tan grandes y eternos tormentos de los míseros, él de quien se predica que es tan grande en misericordia y bondad, etcétera. Opinar así de Dios pareció injusto, cruel e intolerable; y fue esto también lo que ofendió a tantos y tan grandes hombres por tantos siglos. Y ¿a quién no habría de ofender? Yo mismo me escandalicé más de una vez, y de manera tal que llegué al borde del profundo abismo de la desesperación, de modo que deseé no haber sido creado nunca como ser humano, antes de que llegué a saber cuán saludable era aquella desesperación, y cuán cercana a la gracia. Es por eso que se puso tanto empeño y se hicieron tantos esfuerzos por excusar la bondad de Dios y acusar la voluntad del hombre; estos intentos condujeron también a la invención de las distinciones en cuanto a voluntad de Dios exteriorizada en cierto orden y voluntad absoluta, necesidad de la consecuencia y necesidad de lo consecuente, y muchas cosas similares. Sin embargo, con todo esto no se adelantó nada; lo único que se consiguió fue mistificar a gente inculta con palabras sin sentido y con los argumentos de una falsamente llamada ciencia. Sin, embargo, en el corazón tanto de los incultos como de los eruditos, siempre permaneció clavada esa espina de que cuando el asunto se tornaba serio, se sentía que si se cree en la presciencia y omnipotencia de Dios, hay para nosotros una necesidad en el actuar. Y la misma razón natural, que encuentra chocante esa necesidad y se esfuerza tanto en removerla, se ve obligada por su propio juicio a admitirla, aun cuando no hubiera Escritura alguna. En efecto: todos los hombres hallan inscrito en su corazón este pensamiento y lo reconocen y aprueban (aunque contra su voluntad) cuando oyen hablar de él: Primero, que Dios es omnipotente, no sólo en cuanto a fuerza, sino (como ya dije) también en cuanto a acción; de otra manera seria un Dios ridículo. Segundo, que Dios conoce todo y lo sabe de antemano, y no puede errar ni engañarse. Si todos admiten estas dos verdades en su corazón y en su mente, también se ven precisados a admitir por ineludible consecuencia que nosotros hemos sido creados no por nuestra voluntad, sino por una necesidad; y por ende, al hacer cualquier cosa, no obramos obedeciendo los dictados de nuestro libre albedrío, sino que obramos tal como Dios lo sabía de antemano y como él lo hace efectivo [agit] conforme a su consejo y poder infalible e inmutable. Por eso, al mismo tiempo se halla escrito en los corazones de todos que el libre albedrío es una nada, aunque esa verdad sea oscurecida por tantas disputaciones contrarias y por la tan grande autoridad de tantos hombres que por tantos siglos enseñaron otra cosa, así como también (según el testimonio de Pablo), toda otra ley escrita en nuestros corazones es reconocida cuando se la trata en forma debida, y es oscurecida cuando es manipulada por maestros impíos o sometida a intereses ajenos a ella.
Vuelvo al apóstol Pablo. Si éste en Romanos capítulo 9 no soluciona la cuestión ni define la necesidad a que estamos ligados nosotros a causa de la presciencia y voluntad de Dios. ¿qué motivo tenía entonces para mencionar la semejanza del alfarero que de una y la misma masa de barro hace un vaso para honra y otro para deshonra? "Y sin embargo, la obra no dice a quien la hizo: ¿Por qué me has hecho así?". En efecto, Pablo habla de los hombres, a quienes compara con el barro, y a Dios lo compara con un alfarero. Por supuesto, esta comparación es débil, más aún, es inadecuada, y fue un error citarla, si Pablo no es de la opinión de que nuestra libertad no es ninguna libertad. Incluso toda la disputación con que el apóstol defiende la gracia, carece entonces de fundamento. Pues el pensamiento guía de la carta entera es poner de manifiesto que nosotros no somos capaces de nada, ni aun cuando parecemos obrar bien, como lo vemos en ese mismo pasaje donde se habla de Israel que iba tras la justicia y sin embargo no la alcanzó, mientras que los gentiles, sin ir tras ella, la alcanzaron. A esto me referiré con más amplitud cuando haga avanzar las tropas nuestras. Pero la Disquisición hace como si no viera el cuerpo entero de la disputación de Pablo ni el objetivo hacia el cual el apóstol apunta, y entretanto se consuela con vocablos arrancados de su contexto y tergiversados. Tampoco la favorece en nada a la Disquisición el hecho de que posteriormente, en Romanos capítulo 11, Pablo repita su exhortación diciendo: "Tú por la fe estás en pie; mira que no te ensoberbezcas", y "Aun ellos, si creyeren, serán injertados", etc. Pues en estos versículos, Pablo no dice nada en cuanto a las fuerzas de los hombres, sino que pronuncia palabras imperativas y subjuntivas; y lo que resulta de éstas, ya queda dicho con suficiente claridad. Y el propio Pablo se adelanta en este pasaje a los paladines del libre albedrío: no dice que aquéllos, los gentiles, sean capaces de creer, sino que dice que Dios es poderoso para injertarlos. En pocas palabras: al tratar estos pasajes de la carta de Pablo, la Disquisición procede en forma tan tímida y vacilante que da la impresión de estar en desacuerdo con sus propias palabras. Pues cuando más debiera insistir y aportar pruebas, casi siempre interrumpe el discurso y dice: "Pero sea esto suficiente al respecto" o "Ahora no es el momento de tratar esto exhaustivamente" o "No está dentro de los propósitos" o "Aquellos dirían así". Giros como estos, usa en abundancia, dejando la cuestión en suspenso, de modo que no sabes si quiera hablar en favor del libre albedrío, o si sólo parece querer eludir a Pablo con vanas palabras, siguiendo con ello su ley y costumbre como quien no toma el problema realmente en serio. A nosotros, empero, no nos corresponde tratar el tema con tanta frialdad, ni andar como pisando huevos o dejarnos mover por los vientos como una caña, sino antes bien hacer aserciones de un modo que revele certeza, firme convicción y ardiente interés, y luego demostrar fundada y diestra y abundantemente lo que enseñamos.
Pero lo más notable es cómo la Disquisición sostiene al mismo tiempo la libertad y la necesidad al decir: "No toda necesidad excluye la libre voluntad: puede ocurrir a la manera como Dios Padre engendra al Hijo por necesidad, y no obstante lo engendra espontánea y libremente, por cuanto no obra por coacción". ¡Por favor! ¿Acaso disputamos aquí acerca de la coacción y la fuerza? ¿No remos dado en tantos libros el testimonio de que hablamos de la necesidad de la inmutabilidad? Sabemos que el Padre engendra al Hijo porque quiere, sabemos también que Judas entregó a Cristo porque quiso; pero decimos que ese querer en el mismo Judas tenía que producirse segura e infaliblemente, si Dios lo sabía de antemano. 0, si todavía no se entiende lo que digo, referiremos la una necesidad, la que obliga, la obra, y la otra necesidad, la infalible, la referiremos al tiempo. El que nos oye, entienda que estamos hablando de esta última, no de la primera; es decir, no disputamos acerca de si Judas fue hecho traidor contra su voluntad o con ella, sino que el punto en discusión es si una vez que Dios había predeterminado el tiempo, Tuvo que suceder infaliblemente que Judas de su voluntad entregara a, Cristo. Pero mira lo que a ese respecto dice la Disquisición: "Si piensas en la infalible presciencia de Dios, Judas necesariamente tenía que llegar a ser traidor; y no obstante, Judas pudo cambiar su voluntad." ¿Entiendes también lo que dices, Disquisición querida? Para no repetir que la voluntad sólo es capaz de querer lo malo, cosa que ya acabamos de probar, ¿cómo pudo Judas cambió su voluntad, siguiendo en pie la infalible presciencia de Dios? ¿Acaso pudo él cambiar la presciencia de Dios y hacerla falible? Aquí la Disquisición tiene que darse por vencida; abandonando las banderas y deponiendo las armas se aleja del campo de batalla y desvía la disputación hacia las sutilezas escolásticas en cuanto a necesidad de la consecuencia y necesidad de lo consecuente, como quien no quiere ocuparse más en tales argucias. Admiro tu prudencia: una vez que llevaste la discusión del tema a su punto culminante, y cuando más falta hacía un disputador, vuelves las es¬paldas y dejas a otros la delicada tarea de dar respuestas y defini¬ciones. Este temperamento debías haberlo adoptado desde un princi¬pio y debías haberte abstenido del todo de escribir, según aquello de que "el que no sabe luchar, no entre en el torneo". Pues no se esperaba de Erasmo que simplemente pusiera sobre el tapete aquella difícil cuestión de cómo es que Dios presabe con certeza y no obstante nuestras acciones se producen contingentemente. Esta dificultad estaba en el mundo mucho antes que la Disquisición. Lo que se esperaba era que Erasmo diera una respuesta y una definición. Él, empero, valiéndose de una transición retórica, nos arrastra consigo a los que no sabemos de retórica, como si aquí se tratara de bagatelas y como si todo fuesen ciertas argucias y nada más, y valientemente se arroja fuera del combate, coronado de hiedra y laureles. No, hermano, así no se puede proceder. Ninguna retórica es tan elevada como para que pueda engañar a una conciencia recta; más fuerte es el aguijón de la conciencia que todas las fuerzas y figuras de la elocuencia. En una cuestión como ésta, no permitiremos que el orador pase de largo y ande con disimulos; tal actitud está completamente fuera de lugar. Aquí está en juego lo esencial del asunto y el punto capital de todo el problema. ‘Y aquí o será extinguido el libre albedrío, u obtendrá la victoria total. En cambio tú, al ver que se acerca un peligro, más aún, la derrota inevitable para el libre albedrío, simulas no ver nada más que argucias. Pero ¿es así como debe actuar un teólogo responsable?. Dudo de que el problema te afecte en serio, ya que tan inescrupulosamente dejas a los oyentes en suspenso y abandonas la disputación en su punto más confuso y crítico, y a pesar de todo esto quieres ser considerado como el que dio honrosa satisfacción y obtuvo la palma de la victoria. Tal sutileza y astucia aún sería tolerable en asuntos profanos; en una cuestión teológica empero, donde en bien de la salvación de las almas se busca la simple y clara verdad, es desde todo punto digna de repudio e intolerable.
También los sofistas se dieron cuenta de la fuerza invencible e irrefrenable de este argumento; por eso inventaron la necesidad de la consecuencia y de lo consecuente. Pero ya hemos demostrado antes que este invento es de una inoperancia total. Y en efecto, ni ellos mismos tienen una clara noción de lo que dicen, ni ven que admiten una serié de cosas que contradicen sus propias afirmaciones. Pues si admites la necesidad de la consecuencia, el libre albedrío queda vencido y echado por tierra, y de nada vale la necesidad o contingencia de lo consecuente. ¿Qué me importa si el libre albedrío no es obligado por la fuerza, sino que al hacer algo, obra por propia voluntad? Me basta lo que tú también admites: que necesariamente sucederá que el libre albedrío, al hacer algo, obre por propia voluntad, y que no puede comportarse de otra manera, si Dios lo sabía así de antemano. Si Dios sabe de antemano que Judas entregará a Jesús, o que cambiará su voluntad de entregarlo, necesariamente se producirá de estas dos cosas aquella que Dios sabe de antemano; de lo contrario, Dios se engañaría en su presciencia y predicción, lo cual es imposible. Pues esto es el efecto de la necesidad de la consecuencia; esto es, si Dios sabe algo de antemano, ese algo necesariamente se produce. Vale decir que el libre albedrío es una nada. Esta necesidad de la consecuencia no es oscura ni ambigua, de modo que aun cuando padeciesen de ceguera los eruditos de todos los siglos, no obstante se ven obligados a admitirla, dado que es tan evidente y cierta que hasta se la puede palpar con las manos. La necesidad de lo consecuente, en cambio, con que los sofistas se consuelan, no es más que una ficción, diametralmente opuesta a la necesidad de la consecuencia. Por ejemplo: Tenemos una necesidad de la consecuencia si digo: Dios sabe de antemano que Judas será traidor, por lo tanto ocurrirá segura e infaliblemente que Judas será traidor. Ante esta necesidad y consecuencia, tú te consuelas de esta manera: Pero como Judas puede cambiar su voluntad de traicionar, no está dada la necesidad de lo consecuente. Te pregunto: ¿Cómo concuerda esto: "Judas es capaz de no querer traicionar" y "Es necesario que Ju¬das quiera traicionar"? ¿No con esto dos declaraciones reñidas entre sí y contradictorias? No se lo obligará, dices, a ser traidor contra su voluntad. ¿Qué tiene que ver esto con nuestro problema? Tú hablaste de la necesidad de lo consecuente, afirmando que éste no es pro¬ducto inevitable de la necesidad de la consecuencia; de la obliga¬toriedad de lo consecuente (coactione consequentis) no dijiste nada. La respuesta debía haberse relacionado con la necesidad de lo conse¬cuente, y tú traes un ejemplo relativo a la obligatoriedad de lo consecuente; yo pregunto por una cosa, y tú respondes a otra. Esto es el resultado de esa modorra que impide ver cuán nulo es el efecto de aquel invento de una necesidad de lo consecuente.
Esto es lo que quise decir respecto del pasaje primero que trató el endurecimiento de Faraón, y que sin embargo incluye todos los pasajes y muchas e invictas tropas. Veamos ahora el otro pasaje, el referente a Jacob y Esaú, de quienes se dijo aun antes de que na¬cieran: "El mayor servirá al menor". Para eludir este pasaje, la Disquisición recurre a la siguiente explicación: "Esto no está rela¬cionado propiamente con la salvación del hombre; pues Dios puede querer que el hombre sea un siervo y un pobre, quiéralo o no, y que pese a ello no sea excluido de la salvación eterna". ¡Pero mira cuántos rodeos y escapatorias busca esta mente escurridiza y fugi¬tiva de la verdad! y sin embargo no puede escapar. Bien, sea como dice la Disquisición, que el texto aquel no se relaciona con la salvación del hombre ya volveremos sobre este punto pero ¿quién dice que por eso Pablo, que cita este texto, no logra nada con él? ¿No sería esto declararlo ridículo y tonto a Pablo en una disputación tan seria? Pero esto es el proceder típico de Jerónimo, que en más de una oportunidad se atreve a decir con bastante altivez, pero al mismo tiempo también con boca sacrílega: Hay cosas que en su propio contexto no son contradictorias, pero para Pablo sí son contradictorias. Esto equivale a afirmar: Cuando Pablo echa las bases del dogma cristiano no hace otra cosa que corromper las Escrituras divinas y engañar a las almas de los fieles con una opinión elaborada en su propio cerebro y endilgada violentamente a las Escrituras. ¡Así es corno se debe honrar al Espíritu en aquel santo y escogido instrumento suyo, Pablo! Y donde correspondía leer a Jerónimo con ánimo crítico, y contar ese dicho suyo entre las muchas cosas reñidas con la santa doctrina cristiana que este hombre escribió (esto era precisamente el resultado de su modorra y su embotamiento para entender las Escrituras), la Disquisición adopta sin discriminar la opinión jeronimiana y ni siquiera considera necesario matizarla con alguna explicación, sino que se apoya en ella para juzgar y modificar las Escrituras divinas como si lo de Jerónimo fuese un oráculo infalible. De aquí cómo se aceptan dichos impíos de los hombres como reglas y medidas para la Sagrada Escritura. ¡Y todavía nos asombramos de que la Escritura se torne ambigua y oscura, y que tantos padres se comporten ante ella como ciegos! ¿Cómo no habría de tornarse ambigua y oscura, si de tal forma se la convierte en impía y sacrílega?
Maldito sea por lo tanto aquel que dijere que los textos aducidos por Pablo como comprobantes, en su propio contexto no constituyen una prueba. Pues esto se dice solamente,, pero no se demuestra; y lo dicen personas que no entienden ni a Pablo ni los textos que él cita, sino que toman las palabras en el sentido que ellos mismos les dan, vale decir, en un sentido impío, y así se engañan. En efecto: por más que este texto de Génesis 25 se interprete como relativo a una servidumbre temporal solamente (lo cual es una interpretación incorrecta), no obstante es aducido por Pablo en forma del todo correcta y eficiente, puesto que el apóstol prueba con este pasaje que cuando se dijo a Sara: “El mayor servirá al menor”, fue "no por los méritos de Jacob o Esaú, sino por EL QUE LLAMA". Pablo discute la pregunta de si Jacob y Esaú llegaron por la fuerza o los méritos del libre albedrío a lo que se dice respecto de ellos, y prueba que no fue así, sino que sólo por la gracia que lo llamó, Jacob llegó a aquello a, que Esaú no llegó. Para tal prueba, empero, se vale de palabras irrefutables de la Escritura, a saber, que "aún no habían nacido" y que "no habían hecho aún ni bien ni mal". Y en esta prueba reside el peso de toda la cuestión; de esto se trata aquí fundamentalmente. La Disquisición en cambio con eximia retórica pasa por alto todo esto y lo ignora; en su disputación no toca para nada los méritos, pese a que se había propuesto hacerlo y pese a que así lo exige también la argumentación de Pablo, sino que se viene con sutilezas acerca de la servidumbre temporal como si esto viniera al caso, sólo para que no se vea que ella tiene que darse por vencida ante las poderosísimas palabras de Pablo. Pues ¿con qué otra argumentación podría vociferar en contra de Pablo para defender el libre albedrío? ¿En qué le ayudó el libre albedrío á. Jacob? ¿En qué lo perjudicó a Esaú? ¡Si por la presciencia y predestinación de Dios, y aun antes de haber nacido los dos y antes de haber hecho cosa alguna, ya estaba determinado cuál seria la porción de cada uno, a saber, que Esaú serviría, y Jacob ejercería el dominio! La paga se fija antes de que los obreros nacieran y trabajaran. Aquí la Disquisición debió dar su respuesta. Pablo insiste en esto: todavía Esaú y Jacob no habían hecho nada de bueno ni nada de malo, y sin embargo, por sentencia divina queda designado señor el uno, y siervo el otro. La pregunta no es: ¿está aquella servidumbre relacionada con la salvación? sino ¿a base de qué mérito Dios la impone a aquel que no la mereció? Pero es cosa sumamente molesta discutir con gente que tiene el malsano afán de torcer las Escrituras y eludirlas.
Además, el texto mismo demuestra en forma convincente que Moisés no habla sólo de la servidumbre de aquéllos, y que por ende también Pablo hace bien en entender las palabras de Moisés como relacionadas con la salvación eterna (a pesar de que esto no hace muy al caso, sin embargo no permitiré que Pablo sea mancillado por las interpretaciones tendenciosas [calumniis] de personas sacrílegas). En efecto, la profecía en el libro de Moisés reza como sigue: "Dos pueblos serán divididos desde tu seno; el un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor". Aquí se diferencia claramente entre dos pueblos. El uno es recibido en la gracia de Dios, aun siendo el menor, para que venciera al mayor, pero no por sus propias fuerzas, sino con el apoyo de Dios. De no ser así, ¿cómo podría el pueblo menor vencer al mayor, si no estuviera Dios a su lado? Ahora bien: como el menor es el futuro pueblo de Dios, en el pasaje mencionado se hace referencia no solamente a la dominación o servidumbre exterior, sino a todo lo relativo al pueblo de Dios, esto es, la bendición, la palabra, el Espíritu, la promesa dé Cristo y el reino eterno, como la Escritura también lo confirma más detalladamente en un pasaje posterior donde describe cómo Jacob es bendecido y obtiene las promesas y el reino. Todo esto lo indica Pablo brevemente al decir que el mayor serviría al menor, y nos remite a Moisés quien trata estas cosas más en detalle; de modo que en contra de la sacrílega opinión de Jerónimo y de la Disquisición puede decirse que en su propio contexto, lo citado por Pablo, sea lo que fuere, es una prueba aún más fuerte que en Pablo .mismo. Y esto es válido no sólo en cuanto a Pablo, sino también en cuanto a todos los apóstoles que citan textos de las Escrituras como testigos y defensores de lo que ellos mismos predican. Ridículo sería, empero, citar como testimonio algo que no probara nada ni viniera al caso. Pues si entre los filósofos se considera ridículos a los que prueban lo ignoto por algo más ignoto aún, o por algo que no viene al caso, ¿tendremos nosotros el descaro de atribuir tales prácticas a los más altos jefes y autoridades de la doctrina cristiana, de la cual depende la salvación de las almas, en especial donde enseñan cosas que son artículos fundamentales de la fe? Pero así les parece bien a los que no están interesados seriamente en las Escrituras divinas.
Por otra parte, las palabras de Malaquías que Pablo agrega: "A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí", la Disquisición las tuerce mediante tres maniobras muy ingeniosas. La primera maniobra es ésta: "Si quieres insistir en la letra (dice), Dios no ama del modo que amamos nosotros, ni tampoco aborrece a nadie, puesto que afectos de esta naturaleza no caben en Dios." ¿Qué oigo? ¿Acaso ahora la pregunta es cómo ama o aborrece Dios, y no ya por qué ama y aborrece? En atención a qué mérito nuestro, ama o aborrece Dios ¡esto es la pregunta!¬ Sabemos muy bien que Dios no ama o aborrece del modo que lo hacemos nosotros, dado que el amar y aborrecer nuestro está sujeto a cambios, Dios, empero, ama y aborrece conforme a su naturaleza eterna e inmutable; así, accidentes y afectos no caben en él. Y precisamente por esto, el libre albedrío por fuerza tiene que ser una nada, porque eterno e inmutable es el amor de Dios, y eterno su odio para con los hombres, anterior aun a la creación del mundo, no sólo anterior a cualquier mérito y obra del libre albedrío, y porque todo en nosotros sucede de un modo necesarios", según si Dios nos ama o no nos ama desde la eternidad, de manera que no sólo el amor de Dios, sino también su modo de amar nos impone una necesidad. Y así ves de cuánto le sirven a la Disquisición sus evasivas cuanto más se esfuerza por escapar, más tropieza por todas partes tan poco éxito tiene con su oposición a la verdad. Pero concedámoste que allí tenga aplicación el tropo de que el amor de Dios es el efecto del amor, y el odio de Dios es el efecto del odio: ¿acaso estos efectos se producen sin la voluntad de Dios, o fuera (praeter) de ella? ¿O querrás decir también en cuanto al “querer” que la volición de Dios es distinta de la nuestra, y que el afecto del querer no cabe en él? Por consiguiente, si aquellos efectos del amor y del odio se producen, se producen sólo porque así es la voluntad de Dios. Y lo que Dios quiere, esto lo ama o lo aborrece (Iam quod volt Deus, hoc cut amat aut odit). Responde, por lo tanto: ¿En atención a qué mérito es amado Jacob y aborrecido Esaú antes de nacer y antes de hacer obra alguna? Por ende, Pablo está enteramente en lo correcto al citar a Malaquías en apoyo de la opinión de Moisés, a saber: que cuando Dios llamó a Jacob antes de nacer éste, fue porque lo amó; que no es verdad que Dios haya sido amado primero por Jacob o que lo haya movido alguna obra de éste; y que todo esto tiene por objeto demostrar en el ejemplo de Jacob y Esaú de qué es capaz nuestro libre albedrío.
La segunda maniobra consiste en sugerir que "Malaquías parece hablar no de un odio que condena para siempre, sino de una aflicción temporal, puesto que se reprende a los que intentaban restaurar a Edom". También esto se dijo con intención de difamar a Pablo como hombre que hace violencia a las Escrituras. Así es como pisoteamos la majestad del Espíritu Santo con tal de hacer valer nuestra propia opinión. Pero toleremos por ahora esta difamación y veamos qué éxito tiene. Malaquías habla de la aflicción temporal. ¿Y qué? ¿Qué se desprende de esto, o qué importancia tiene para el tema en discusión? Pablo prueba con este texto de Malaquías que aquella aflicción le sobrevino a Esaú no porque la hubiera merecido, sino por el solo hecho de que Dios lo aborreció, para sacar de ello la conclusión de que el libre albedrío es una nada. Este es el punto donde se te pone en aprieto; a esto debía responderse. Nosotros disputamos en cuanto al mérito, tú hablas de recompensa, y lo haces de tal manera que a pesar de todo no logras escaparte como fue tu deseo; muy al contrario: al hablar de recompensa, admites que hay un mérito, pero simulas no verlo. Dime, entonces, ¿qué fue lo que indujo a Dios a amar a Jacob y aborrecer a Esaú, siendo que éstos aún no habían nacido? Pero falso es también aquello de que Malaquías esté hablando sólo de una aflicción temporal; tampoco es su intención explayarse sobre la destrucción de Edom. Lo que pasa es que con tu segunda maniobra das a todo lo que dice el profeta en sentido diferente. El profeta expone con suficientes y clarísimas palabras qué es su propósito, a saber, recriminar .a los israelitas por su ingratitud que se evidenció en el hecho de que pese al amor que Dios les tuvo, ellos por su parte ni lo amaron como Padre ni lo temieron como Señor. Que realmente los amó, lo prueba tanto con la Escritura como con la práctica, a saber: que a pesar de que Jacob y Esaú eran hermanos, como escribe Moisés en Génesis 25, él sin embargo amó y escogió a Jacob antes de que éste naciera, como se dijo poco antes, a Esaú en cambio lo aborreció hasta el punto de convertir su tierra en desolación; y con tanta tenacidad persiste en su odio que aún después de haber hecho retornar a Jacob del cautiverio y haberlo reimplantado en sus anteriores dominios, a los idumeos por su parte no les concede reimplantación; antes bien, aun cuando ellos dijeran que querían volver a edificar lo arruinado, él los amenaza con la destrucción. Si no es éste el contenido de aquel texto claro del, profeta, el mundo entero me acuse de mentiroso. Por consiguiente: lo que aquí se reprende no es la temeridad de los idumeos, sino (como dije) la ingratitud de los hijos de Jacob, quienes no ven qué les confiere Dios a ellos y qué les niega a sus hermanos, los idumeos, por la sola razón de que a éstos los aborrece y a ellos los ama. Ahora bien: ¿cómo se puede sostener aún que el profeta habla de una aflicción temporal, cuando él mismo afirma con claras palabras que está hablando de dos pueblos nacidos de dos patriarcas, de los cuales pueblos el uno fue aceptado como pueblo y guardado, el otro en cambio fue abandonado y finalmente destruido? Por cierto, "aceptar como pueblo" y "no aceptar como pueblo" se extiende no sólo a lo bueno o malo del tiempo presente, sino a todo. Pues nuestro Dios tampoco es sólo un Dios de las cosas temporales sino de todas las cosas. Ni tampoco querrá él ser tu Dios o ser venerado como tal sólo a medias y en forma vacilante, sino con todas las fuerzas y de todo corazón, de modo que él sea para ti el Dios de ahora y en lo futuro y en todas las cosas, casos, tiempos y obras.
La tercera maniobra de la Disquisición es suponer un sentido figurado, conforme al cual Dios ni ama a todos los gentiles ni aborrece a todos los judíos, sino sólo a algunos de entre ambos grupos. "Con tal lenguaje figurado dice la Disquisición-¬ se obtiene como resultado que este testimonio no es concluyente para probar la existencia de una necesidad, sino que sirve más bien para reprimir la arrogancia de los judíos". Después de abrir este camino, la Disquisición escapa en la dirección siguiente: Dios aborreció dice a los aún no nacidos porque él sabe de antemano que aquéllos harán cosas dignas de aborrecimiento; de esta manera, el odio de Dios y su amor no afectan para nada la libertad del albedrío. Finalmente llega a la conclusión de que los judíos fueron cortados merecidamente dei olivo a causa de su incredulidad, y los gentiles fueron injertados merecidamente a causa de su fe, conforme al testimonio de Pablo ; y a los cortados les infunde la esperanza de ser nuevamente injertados, a los injertados en cambio el temor de ser cortados. ¡Que me maten y si la Disquisición misma entiende lo que dice! Pero quizá sea también esto una estratagema retórica que enseña a hacer oscuro el sentido si uno corre peligro de ser atrapado mediante una palabra. Nosotros no vemos en este texto ninguna de las expresiones figuradas con que sueña la Disquisición sin .aportar pruebas. No es de extrañar, por lo tanto, que la Disquisición no considere probatorio el testimonio de Malaquías en su sentido figurado; pues tal sentido figurado no existe. Además, nosotros no disputamos en cuanto al cortar e injertar del cual habla Pablo en circunstancias en que da una .exhortación. Sabemos que los hombres son injertados por la fe y cortados por la incredulidad, y que hay que exhortarlos a creer para que no sean cortados. Pero de ahí no sigue ni se puede probar que los hombres sean capaces de creer o no creer por la fuerza del libre albedrío, del cual nosotros hablamos. No disputamos acerca de quiénes son creyentes y quiénes no, quiénes son judíos y quiénes gentiles, qué sigue para los que creen y para los que no creen; esto le incumbe al que exhorta. Antes bien, el tema de nuestra disputación es: a raíz, de qué mérito, de qué obra llegan ellos a la fe por la cual son injertados, o a la incredulidad por la cual son cortados; esto le incumbe al que enseña. Ese mérito queremos que nos describas. Pablo enseña que ello ocurre no por obra alguna de parte nuestra, sino por el solo amor y aborrecimiento de Dios; pero a quienes les ocurrió, los exhorta a ser perseverantes para que no sean cortados. La exhortación empero no prueba de qué somos capaces, sino qué es nuestro deber. Me veo obligado a gastar casi más palabras en retener al adversario para que no abandone el tema y se ponga a divagar, que en tratar el tema mismo, si bien el haber retenido al adversario en el punto en discusión equivale a haberlo vencido, tan claras e irrebatibles son las palabras. Es ésta también la razón por qué casi no hace otra cosa que eludir estas claras palabras y sustraerse a las miradas y tratar algo distinto de lo que se había propuesto originalmente.
El tercer texto lo extrae de Isaías, capitulo 45: "¿Dice acaso el barro al que lo labra: qué haces?", y de Jeremías, capitulo 18: "Como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en la mano mía". Nuevamente dice la Disquisición que en la carta de. Pablo, esto textos prueban más que en los escritos de los profetas de donde fueron tomados, puesto que en los profetas hacen referencia a una aflicción temporal. Pablo en cambio los aplica a la eterna elección y reprobación; y con esto se pretende fustigar la temeridad o la ignorancia de Pablo. Pasaremos a analizar la argumentación con que la Disquisición intenta probar que ni uno ni otro texto excluyen el libre albedrío; pero antes quisiera adelantar lo siguiente: no parece que Pablo haya tomado estos textos de algún escrito profético, ni tampoco lo prueba la Disquisición. Pues Pablo suele mencionar el nombre del autor o dejar la debida constancia de que tal y tal cosa es una cita bíblica; aquí no hace ni lo uno ni lo otro. Por eso será más acertado suponer que esta semejanza de carácter general, que otros emplean para otros fines, fue usada por Pablo según su propio criterio en apoyo de su causa, como lo hace con aquella otra semejanza: "Un poco de levadura leuda [lat. ‘corrumpit’, corrompe, vicia] toda la masa": en 1ª Corintios 5 la aplica a las costumbres que fácilmente se corrompen, y en otra oportunidad enfrenta con ella a los que corrompen la palabra de Dios, del mismo modo como Cristo menciona la levadura de Herodes y de los fariseos. Pues bien, admitamos que los profetas estén hablando ante todo de una aflicción temporal -no quiero discutir esto ahora, para no tener que ocuparme y distraerme tantas veces con temas marginales sin embargo, Pablo usa estos pasajes según su propio criterio como pruebas en contra del libre albedrío. Pero que al albedrío no se le quita la libertad si para el Dios que nos aflige somos como barro; francamente, no sé a qué tiende esto o por qué la Disquisición lo recalca tanto, dado que no cabe ninguna duda acerca de que las aflicciones vienen de Dios contra nuestra voluntad y traen en sí la necesidad de soportar, queramos o no, ni tampoco está en nuestras manos el alejarlas aun cuando se nos exhorte a sobrellevarlas voluntariamente.
Pero es digna de oír la palabrería que la Disquisición gavia para demostrar cómo la prédica de Pablo no excluye con esta semejanza el libre albedrío. En efecto: señala en la semejanza de Pablo dos absurdos: el uno lo fabrica con textos de las Escrituras, el otro lo extrae de la razón. De las Escrituras colige lo siguiente: en 2ª Timoteo, capitulo 2, Pablo habría dicho que "en una casa grande hay utensilios de oro, de plata, de madera y de barro, algunos para usos honrosos, otros para usos viles", agregando acto seguido: "Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será un instrumento para honra", etc. Esto lo toma la Disquisición como ocasión para argumentar: "¿Hay algo más tonto que decir a un bacín samio: si te limpias, serás un instrumento para honra? En cambio es correcto decir lo mismo a un instrumento provisto de razón qué, habiendo sido amonestado, es capaz de acomodarse a la voluntad del Señor". Con esto la Disquisición cree haber demostrado que la semejanza tiene una aplicación sólo limitada, y que además queda descartada para la argumentación. Respondo: No quiero entrar en una discusión sofistica acerca de que Pablo no dice: ‘Si alguien se limpiare de sus inmundicias’ sino ‘de estas cosas’, vale decir, “de los utensilios para usos viles”, de modo que el sentido es: si alguien permaneciere aparta do y no se mezclare entre los maestros impíos, será un instrumento para honra, etc.’. Admitamos también que este pasaje de Pablo esté en total acuerdo con lo que quiere la Disquisición, esto es, admitamos que la semejanza no sea conducente: ¿cómo hará empero la Disquisición para probar que en el pasaje de Romanos 9 del que estamos disputando, Pablo es guiado por, el mismo propósito que en aquel otro de 2 Timoteo? ¿Acaso es suficiente para ello citar otro texto bíblico sin analizar en lo más mínimo si prueba lo mismo o algo muy distinto? No hay manera más fácil ni más común de errar en la interpretación de las Escrituras que si se agrupan textos bíblicos de significado diferente como si fueran similares, como lo demostré ya más de una vez; pues esto conduce a que la semejanza de Textos con que alardea la Disquisición, resulte más ineficaz que la semejanza nuestra, tan combatida por ella. Pero para no ser contenciosos, concedamos que ambos pasajes de Pablo tengan la misma intención, y concedamos también que una semejanza y esto es una verdad indiscutible no necesariamente es aplicable a cualquier caso ni tampoco en todos sus detalles; de otra manera no es una semejanza o metáfora, sino la cosa misma. Ya lo dice el proverbio: "La semejanza cojea y no siempre anda en cuatro patas".
Sin embargo, la Disquisición comete un imperdonable error al no reparar en la causa de la semejanza, que de»e ser tenida en cuenta más que nada, y al aferrarse en cambio a ciertas palabras con ánimo de provocar un litigio. Para llegar a la comprensión de un asunto, dice Hilario, hay que tomar en cuenta las causas del enunciado, no las palabras solas. Así que la eficacia de la semejanza depende de la causa de la semejanza. ¿Por qué, pues, la Disquisición pasa por alto lo que motivó a Pablo a usar esa semejanza, y se lanza sobre aquellas expresiones del apóstol que no tienen relación con la causa de la semejanza? Quiero decir: la frase "Si alguien se limpiare" tiene que ver con la exhortación; pero la frase "En una casa grande hay utensilios", etc., tiene que ver con la doctrina; de modo que por todas las circunstancias que acompañan las palabras y la opinión de Pablo, puedes llegar a comprender que él afirma algo en cuanto a la diversidad y el uso de los utensilios, de manera que el sentido es: puesto que tantos se apartan de la fe, sólo podemos tener consuelo si estamos seguros de que "el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos, y; Apártase de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor". Hasta aquí se habla de la causa y la eficacia de la semejanza, a saber, que el Señor conoce a los suyos. ‘Luego sigue la semejanza misma, a saber, que hay diversidad de utensilios, unos para usos honrosos, y otros para usos viles. Con esto se da la expresión final [absolvitur] a la doctrina de que los utensilios son preparados no por ellos mismos, sino por su dueño: Esto es también lo que se quiere decir en Romanos 9 con las palabras "El alfarero tiene potestad", etc. Así se nos presenta la semejanza de Pablo como prueba contundente de que ante Dios, la libertad del libre albedrío es una nada. A esto sigue la exhortación: "Si alguien se limpiare de estas cosas", etc. El significado que esto tiene, es bien conocido por lo que acaba de decirse. Pues de ello no sigue: "por eso puede uno limpiarse a sí mismo"; muy al contrario, si aquí se prueba algo, se prueba que el libre albedrío, sin la gracia, puede limpiarse, puesto que Pablo no dice: "si la gracia lo limpiare a uno" sino "si uno mismo se limpiare". De las palabras imperativas y subjuntivas empero ya se habló más de lo suficiente. Además, la semejanza nos es presentada no en términos subjuntivos sino indicativos: así como hay escogidos y réprobos, así hay también utensilios para honra y para deshonra. En suma: si esta evasiva de la Disquisición es válida, la disputación entera de Pablo no vale nada; pues en vano haría aparecer en escena a los que murmuran contra Dios, el Alfarero, si la culpa parecieran tenerla los utensilios y no el que los hizo. En efecto: ¿quién se pondría a murmurar si oyera que es condenado aquel que tiene la condenación bien merecida?
El otro absurdo lo extrae la Disquisición de la Señora Razón a la que llaman razón humana, a saber, que la culpa hay que atribuirla no al utensilio sino al alfarero, máxime tratándose de un alfarero que personalmente crea y elabora el barro. "Aquí dice la Disquisición el utensilio es arrojado al fuego eterno sin haberse hecho culpable de otro delito que el de no ser dueño de si mismo". En ningún lugar la Disquisición revela más claramente su verdadero carácter, Pues aquí se oye decir, si bien en otras palabras, pero con el mismo sentido, lo que Pablo hace decir á los impíos: "¿Por qué estos reproches? ¿Quién puede resistir a su voluntad?". Esto es lo que la razón no puede entender ni tolerar, lo que escandaliza a tantos hombres de destacado ingenio reconocidos como autoridades a lo largo de tantos siglos. Es en este punto donde exigen que Dios proceda conforme al derecho humano y haga lo que a ellos les parece correcto, o de lo contrario deje de ser Dios. De nada le valdrá que él tenga secretos reservados a su majestad; tiene que rendir cuentas por qué es Dios, y por qué quiere o hace cosas que no tienen ningún aspecto de justicia, corno si se emplazara a comparecer ante un tribunal z un zapatero o un fabricante de monederos. La carne no considera a Dios digno de tanta gloria como para creer que él es justo y bueno aun cuando diga y haga algo que quede por encima o más allá del Código de Justiniano o del Libro V de la Ética de Aristóteles. ¡La Majestad que lo creó todo, sométase a una despreciable partícula [lat. feci uní = a una única hez] de su creación, y aquella gruta Coriciana, en lugar de infundir temor, tema a los que la miran! Por lo tanto es absurdo que Dios condene a aquel que no puede sacarse de encima el ‘merecimiento’ de la condenación; y a causa de esta absurdidad tiene que ser falsa la afirmación de que "Dios tiene misericordia de quien quiere, y al que quiere endurecer, endurece"; antes bien, hay que llamarlo al orden a Dios, y hay que prescribirle leyes, a fin de que no condene sino a aquel que a juicio nuestro lo mereció. Así se dio la respuesta debida a Pablo y su semejanza, es decir, que la revoque y le reste toda validez, y en cambio presente una versión modificada en que el alfarero conforme a la interpretación de la Disquisición haga el utensilio para deshonra basándose en los méritos precedentes, así como Dios rechaza a algunos judíos a causa de su incredulidad, y acepta a los gentiles a causa de su fe. Mas si Dios obra de esta manera y toma, en cuenta los méritos: ¿por qué murmuran aquellos y le plantean exigencias? ¿Por qué dicen: "a qué vienen estos reproches?, ¿quién puede resistir a su voluntad?" ¿Qué necesidad tiene Pablo de darles una reprimenda? Pues ¿quién se asombra, por no decir se indigna o pide cuentas, si es condenado uno que lo tiene bien merecido? Además, ¿dónde queda la potestad del alfarero de hacer lo que quiere, si se lo ata a méritos y leyes y en lugar de dejarlo hacer lo que quiere, se le exige hacer lo que debe? En efecto: la consideración de méritos es incompatible con la potestad y libertad de hacer lo que se quiere, como lo comprueba el ejemplo de aquel padre de familia que defendió su libertad de hacer lo que quería con lo suyo ante los obreros que murmuraban y reclamaban su derecho. Esto es lo qué hace inválida la glosa de la Disquisición.
Y bien: supongamos que Dios tenga que ser un Dios que contemple, los méritos en las personas que han de ser condenadas: ¿no exigiremos y supondremos entonces, por analogía, que contemple los méritos también en los que han de ser salvados? Si queremos hacer caso a la razón, el premiar a los que no lo merecen, es igualmente injusto como el castigarlos. Por consiguiente: o concluiremos que Dios tiene que declarar justo al hombre a base de sus méritos precedentes, o lo declararemos injusto a él por cuanto se deleita en los hombres malos e impíos y porque incita y distingue esa impiedad con premios. Pero entonces, ¡ay de nosotros, míseros, con un Dios tal!, pues ¿quién podrá ser salvo? Fíjate, por tanto, en lo malo que es el corazón humano: Cuando Dios salva a los indignos sin que lo merezcan, y cuando hasta declara justos a los impíos pese a sus muchos deméritos: ahí el corazón humano no lo acusa de injusto, no le pregunta airadamente por qué él quiere algo que a juicio de ese corazón es la mayor de las injusticias; antes bien, por cuanto esta actitud de Dios le parece ventajosa y digna de aprobación, la declara justa y buena. En cambio, cuando Dios condena a los que no lo tienen merecido esto sí que es injusto e intolerable, ahí se protesta airadamente, se murmura y se blasfema, porque esta actitud le parece desventajosa al corazón humano. Ves, por lo tanto, que la Disquisición y sus secuaces no juzgan en esta causa conforme a la equidad, sino conforme a sus intereses egoístas. Pues si la Disquisición se guiara por la equidad, reclamaría ante Dios también cuando él premia a los que no lo merecen, así como reclama cuando él los condena. Igualmente, también alabaría y ensalzaría a Dios cuando él condena a los que no lo tienen merecido, así como lo alaba y ensalza cuando él los salva, pues aquí como allá, la injusticia es la misma, si nos guiamos por la mente nuestra, a no ser que el alabarlo a Caín por el homicidio y hacerlo rey, no sea igualmente injusto como el arrojar a la cárcel al inocente Abel y matarlo. Por lo tanto: visto que la Razón alaba a Dios cuando él salva a los indignos, y en cambio lo acusa cuando condena a los que no lo tienen merecido, se ve obligada a confesar que no lo alaba a Dios como Dios, sino como a uno que sirve a los intereses de ella; vale decir, que la razón busca y alaba en Dios a sí misma y las cosas suyas, y no a Dios o las cosas que son de Dios. Pero si te agrada Dios cuando premia a los indignos, no te debe desagradar tampoco cuando condena a los que no lo tienen merecido. Si es justo en aquello, ¿por qué no será justo en esto? Allá derrama su gracia y misericordia sobre los sin dignidad, acá derrama su ira y rigor sobre los sin culpa; acá como allá es desmesurado e injusto ante los hombres, pero justo y veraz ante sí mismo. En efecto: por ahora nos resulta incomprensible cómo puede ser ‘justo’ que él premie a los indignos, mas lo veremos cuando lleguemos allá donde ya no será necesario creer por cuanto veremos sin velo delante del rostro M. Así también resulta ahora incomprensible cómo puede ser ‘justo’ que Dios condene a quienes no lo tienen merecido; no obstante, lo creemos, hasta que sea revelado el Hijo del hombre.
La Disquisición empero se siente sumamente ofendida por aquella semejanza del alfarero y el barro, y está llena de indignación por verse puesta por ella en tales apuros. Por fin recurre a lo siguiente: después de citar diversos textos bíblicos de los cuales algunos parecen atribuirlo todo al hombre, otros a la gracia, insiste en tono agrio en que tanto los unos como los otros deben entenderse conforme a una interpretación sana, y no simplemente aceptarse. De otra manera, si nosotros la acosamos con esa semejanza, ella a su vez está dispuesta a acosarnos con aquellos pasajes imperativos y subjuntivos, ante todo con la conocida palabra de Pablo: "Si alguien se limpiare de estas cosas". Aquí lo hace a Pablo contradecirse a sí mismo y atribuirlo todo al hombre, si no viene en su ayuda una interpretación sana. Por lo tanto: si aquí se admite una interpretación que deja lugar para la gracia, ¿por qué no habría de admitir también la semejanza del alfarero y el barro una interpretación que deje lugar para el libre albedrío? Respuesta: no me importa que lo aceptes simplemente o doblemente o céntuplemente. Lo que yo digo es que mediante esa interpretación sana no se logra nada ni se aporta una prueba para el punto en discusión. Pues lo que debe probarse es que el libre albedrío es incapaz de querer algo bueno. Pero con el texto: "Si alguien se limpiare de estas cosas", como es una oración subjuntiva, ni se prueba nada ni se prueba algo; sólo es una exhortación por parte de Pablo. 0 si añadiendo la deducción de la Disquisición dices: "Pablo exhorta en vano si uno no puede limpiarse a sí mismo", entonces se prueba que el libre albedrío lo puede todo sin la gracia. Y así la Disquisición se refuta a sí misma. Por consiguiente; todavía estamos a la espera de algún texto de las Escrituras que enseñe esa interpretación; a los textos que la pretenden enseñar, conforme a la imaginación de Erasmo y sus adherentes, no les damos crédito. Pues nosotros negamos que exista texto alguno que lo atribuya todo al hombre. Negamos también que Pablo se contradiga a sí mismo al decir: "Si alguien se limpiare de estas cosas"; en cambio sostenemos que ambas, la contradicción en Pablo y la forzada interpretación que hace la Disquisición, son cosas inventadas, y que ni para la una ni para la otra hay pruebas. Esto si no admitimos: si es lícito ampliar las Escrituras con las deducciones y los agregados de la Disquisición, como por ejemplo con éste: si no somos capaces de cumplir con lo que se nos prescribe, inútil es prescribírnoslo, entonces verdaderamente se contradicen a sí mismos tanto Pablo como la Escritura entera; porque entonces la Escritura ya no es la misma que antes, entonces prueba también que el libre albedrío lo puede todo. ¿Por qué extrañarse, empero, si entonces contradice también a lo que dice en otro lugar, a saber, que el solo Dios lo hace todo? Pero la Escritura así ampliada contradice no sólo a nosotros sino aun a la propia Disquisición, que definió al libre albedrío como incapaz de querer algo bueno. Por consiguiente: libérese la Disquisición primero a si misma y diga cómo concuerdan con Pablo estas dos afirmaciones: "El libre albedrío es incapaz de querer algo bueno" y "Del “si alguno se limpiare a si mismo” se desprende: uno es capaz de limpiarse a sí mismo, o estas palabras fueron dichas en vano". Ves, pues, que la Disquisición es perturbada y vencida por aquella semejanza del alfarero; su único afán es eludirla, y entretanto no piensa en cómo esa interpretación perjudica la causa que ella se propuso defender, y cómo ella misma se contradice y se pone en ridículo.
Nosotros en cambio, como ya dijimos, nunca intentamos dar una interpretación artificiosa ni hablamos así: "Extiende la mano", esto es: "la gracia la extenderá". Todo esto son inventos que la Disquisición hace acerca de nosotros para beneficiar su propia causa. Antes bien, lo que dijimos es esto: No existe contradicción entre los dichos de la Escritura, ni hace falta una interpretación que desate el nudo, sino que los mismos defensores del libre albedrío son los que buscan los nudos en el junco y sueñan con presuntas contradicciones. Por ejemplo: no hay contradicción entre estos dos textos: "Si alguno se limpiare" y "Dios hace todas las cosas en todos". Tampoco es necesario, para desatar el nudo, decir que algo hace Dios, y algo hace el hombre. Pues el texto mencionado en primer término es pina oración subjuntiva, que no afirma ni niega en modo alguno la existencia de una obra o de una fuerza en el hombre, sino que prescribe qué debiera haber en el hombre en cuanto a obra o fuerza. Aquí no hay nada metafórico, nada que exija una interpretación; las palabras son claras, y claro es también el sentido, siempre que no se añadan deducciones y agregados que lo corrompen, como es costumbre de la Disquisición; pues entonces resultaría un sentido viciado, pero no por culpa del texto mismo, sino por culpa del que lo corrompió. En cambio, el texto citado en segundo término: "Dios hace todas las cosas en todos", es una oración indicativa, que afirma que todas las obras y toda fuerza residen en Dios. ¿Cómo, entonces, habrían de contradecirse dos textos de los cuales el uno no dice nada de la fuerza del hombre, y el otro atribuye todas las cosas a Dios? Muy al contrario, ¿no concuerdan ellos perfectamente? Pero la Disquisición está de tal manera sumergida, ahogada y corrompida por el sentido de aquella idea carnal (de que es en vano prescribir algo que no se puede cumplir) que ya le es imposible moderarse; antes bien, cada vez que oye un verbo imperativo o subjuntivo, inmediatamente añade sus deducciones indicativas, a saber: aquí se prescribe algo, por lo tanto somos capaces de cumplirlo y lo cumplimos, de lo contrario habría sido una tontería prescribirlo. Basándose en esto se yergue ufana y se jacta por doquier de sus victorias, como si hubiera demostrado que lo que ella dedujo y pensó es válido como si lo respaldara la autoridad divina. Y a raíz de esto proclama con toda desenvoltura que en algunos pasajes, la Escritura atribuye todo al hombre, y que “por lo tanto existe allí una contradicción y se hace necesaria una interpretación”. Y no ve que todo esto es una fantasía surgida en su propia cabeza que no tiene ni un ápice de apoyo en ningún lugar de las Escrituras; además, una fantasía tal que, aun cuando se la aceptase, no refutaría a nadie más enérgicamente que a la Disquisición misma, ya que por esa fantasía la Disquisición probaría en caso de probar algo que el libre albedrío es capaz de todo; y esto es justamente lo contrario de lo que la Disquisición se había propuesto probar.
Así repite también tantas veces aquello de que "si el hombre no hace nada, tampoco hay lugar para méritos; y donde no hay lugar para méritos, tampoco habrá lugar para castigos y premios". Nuevamente no se da cuenta de que con estos argumentos carnales se refuta: más categóricamente a sí misma que a nosotros. Pues ¿qué prueban estas deducciones?, precisamente, que el mérito le cabe por entero al libre albedrío. ¿Dónde habrá entonces lugar para la gracia? Además, si al libre albedrío le cabe sólo una ínfima parte del mérito, el resto empero a la gracia, ¿por qué el libre albedrío recibe el premio entero? ¿O le inventaremos también un premio ínfimo? Si hay lugar para méritos para que haya lugar para premios, también es necesario que el mérito sea tan grande como el premio. Pero ¿por qué malgasto palabras y tiempo en esas futilidades? Aun cuando tuviera consistencia todo lo que la Disquisición discurre, y aun cuando lo que merecemos fuese en parte la obra del hombre y en parte la obra de Dios, sin embargo, todo ello no es capaz de definir la obra misma en cuanto a su índole, cualidad y magnitud. De modo que esto es pelearse por zonceras. Ahora empero, siendo que la Disquisición no prueba nada de lo que dice, ni es capaz de mostrar ni la contradicción ni la interpretación ni el texto que lo atribuye todo al hombre, sino que todo lo que aduce no pasa de ser una fantasía engendrada por su propia imaginación, permanece intacta e invicta la semejanza del alfarero y el barro con que Pablo demuestra que no es cosa de nuestro albedrío determinar qué clase de utensilio hemos de llegar a ser. Las exhortaciones de Pablo: "Si alguno se limpiare" y otras similares son moldes según los cuales debemos ser formados, pero no testimonios acerca de nuestra obra o aspiración. Con esto creo haber dicho lo suficiente respecto de aquellos textos que hablan del endurecimiento de Faraón, de Esaú, y del alfarero.