por Martín Lutero
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"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.
Índice
XIII.La Antropología Bíblica
XIII
La Antropología Bíblica
Finalmente, la Disquisición encara los textos que Lutero citó en contra del libre albedrío, y se dispone a refutar también ésos. El primero de ellos es Génesis 6: “No permanecerá mi espíritu en el hombre, porque éste es carne”. Este texto lo refuta de diversas maneras. En primer lugar dice que ‘carne’ significa aquí no una inclinación malvada sino “debilidad”. Luego agrega al texto de Moisés la afirmación: lo dicho por Moisés se refiere a los hombres de aquel tiempo, no a todo el género humano; de ahí la expresión de Moisés: ‘en estos hombres’. Tampoco se refiere a todos los hombres de aquel tiempo, ya que queda exceptuado Noé. Y por último, arguye la Disquisición, en hebreo ese texto suena distinto habla de la clemencia de Dios, no de su severidad; con esto, la Disquisición sigue las indicaciones de Jerónimo, tratando quizá de hacernos creer que, como el dicho aquel se refiere no a Noé, sino a sus depravados coetáneos, lo pertinente a Noé no es la clemencia de Dios, sino su severidad, y en cambio, lo pertinente a los impíos es la clemencia, y no la severidad. Pero dejemos estos devaneos de la Disquisición, que en todas partes da a entender que ella misma tiene a las Escrituras por fábulas. En las insensateces que dice Jerónimo no queremos detenernos; está visto que no prueban nada. Por otra parte, tampoco discutimos acerca de lo que opina Jerónimo, sino acerca de lo que opina la Escritura. Un pervertidor de la Escritura tal vez pretenda que ‘espíritu de Dios’ significa “indignación’. Nosotros decimos: para esto tendría que dar dos pruebas que no puede dar. Primero, no puede aducir un solo texto bíblico donde ‘espíritu de Dios’ se tome en el sentido de ‘indignación’, ya que, muy al contrario, en todas partes se le atribuye al espíritu benignidad y amabilidad. Además, aun en el caso de que pudiera probar que en alguna parte, ‘espíritu’ es tomado en el sentido de ‘indignación’, sin embargo no podría probar sin más ni más que de ello sigue necesariamente que también en el pasaje de Génesis 6 deba entenderse así. De igual manera puede pretender que ‘carne’ admite el significado de ‘debilidad’; no obstante, tampoco con esto se prueba nada. Pues cuando Pablo llama ‘carnales’ a los cristianos de Corinto, por cierto no quiere señalar con ello una debilidad, sino un pecado, ya que los acusa de sectarismo y partidismo, lo cual no es una debilidad o una incapacidad de entender una enseñanza más sólida, sino una maldad y una vieja levadura que el apóstol manda echar fuera. Veamos ahora el texto hebreo.
“No juzgará mi espíritu en el hombre para siempre, porque él es carne”: tales son las palabras textuales de Moisés. Y si dejásemos parte nuestros sueños: ahí, creo yo, tenemos palabras suficiente¬mente manifiestas y claras. Pero que son palabras del Dios airado, lo evidencia muy bien lo que antecede y lo que sigue junto con su efecto, el diluvio. Pues lo que motivó esta advertencia fue el hecho de que los hijos de Dios tomaron por mujeres las hijas de los hombres por mera voluptuosidad carnal, oprimiendo además la tierra con un gobierno tiránico, de tal suerte que obligaron al airado Diosa adelantar el diluvio y postergarlo apenas ciento veinte años, sea diluvio que de otra manera Dios jamás habría desencadenado. Lee a Moisés con atención, y verás claramente que esto es lo que él quiere decir. Pero ¿es de extrañar que las Escrituras resulten oscuras con ellas puedas probar no sólo un albedrío libre, sino incluso un albedrío divino, si te tomas la libertad de jugar con ellas en una forma como si buscaras en ellas unas poesías compuestas de fragmentos de Virgilio? Claro, esto es desatar nudos y dirimir problemas mediante la interpretación. Jerónimo empero y su congéne¬re Orígenes llenaron el mundo con esas falacias y fueron los autores de este funesto ejemplo, para evitar que se hicieran esfuerzos por entender las Escrituras en su simplicidad. A mí me bastó con que mediante este texto se probara que la autoridad divina llama a los hombres “carne”, y tan ‘carne’ que el espíritu de Dios no pudo permanecer entre ellos, sino que tuvo que ser retirado de ellos en un tiempo determinado. En efecto: su declaración de que su espíritu no juzgaría entre los hombres para siempre, Dios la define acto seguido al fijar un plazo de ciento veinte años durante los cuales él aún actuaría de juez. Opone empero el espíritu a la carne, ya que los hombres, por ser carne, no admiten el espíritu, y él en cambio, por ser espíritu, no puede dar su aprobación a la carne; así sucederá que al cabo de ciento veinte años, el espíritu tendrá que ser retirado. El pasaje de Moisés debe entenderse, pues, de la siguiente manera
Mi espíritu, que está en Noé y en otros hombres santos, censura a aquellos impíos mediante la palabra predicada y mediante la vicia de los fieles (pues “juzgar entre los hombres” es actuar entre ellos con el oficio de la palabra, censurar, increpar, instar, a tiempo y fuera de tiempo), pero todo es en vano; pues aquéllos están enceguecidos y endurecidos por la carne y empeoran tanto más cuanto más se los juzga, como sucede siempre que la palabra de Dios llega a este mundo: cuanto más se instruye en ella a los hombres, tanto más males se hacen. Y este estado de cosas hizo que la ira de Dios viniera más a prisa, así como en aquel entonces fue adelantado el diluvio, por cuanto ya no sólo se peca, sino que también se desprecia la gracia, y como dice Cristo: “Cuando la luz vino, los hombres la odiaron”.
Ahora bien: como los hombres son carne, según el testimonio del propio Dios, sólo son capaces de conocer (inclinaciones carnales; por lo tanto, el libre albedrío sólo puede tener capacidad) para pecar. Puesto que van de mal en peor aun cuando el espíritu de Dios actúa entre ellos llamando y enseñando, ¿qué harían si estuviesen abando¬nados a sí mismos, sin el espíritu de Dios? Y tampoco aquí ‘tiene nada que ver la circunstancia de que Moisés esté hablando a los hombres de aquellos días: lo mismo se aplica a todos los hombres, pues que todos son Carne, conforme a lo que dice Cristo en Juan 3: “Lo que es nacido de la carne, carne es”. Allí mismo, Cristo enseña también cuán grave es este mal al decir: “A menos que uno naciere de nuevo no puede entrar en el reino de Dios”. Sepa pues el cristiano que Orígenes y Jerónimo y todos sus partidarios yerran peligrosa¬mente al negar que en estos textos, “carne” tenga el significado de ‘inclinación malvada’. Pues también aquel pasaje de 1ª Corintios 3: “Aún sois carnales” se refiere a la maldad. En efec¬to: Pablo quiere decir por una parte que en la iglesia de Corinto aún hay malos, y por la otra, que los fieles, en cuanto que tienen inclinaciones carnales, son carnales a pesar de haber sido hechos justos por el espíritu. En resumen: observarás que dondequiera que en las Escrituras se habla de la carne como antítesis del espíritu, allí generalmente puedes entender por ‘carne’ todo lo que es contrario al espíritu, como en este pasaje: “La carne paró, nada aprovecha”. En cambio, donde se habla de carne en sentido absoluto, has de saber que se hace referencia a la condición y naturaleza del cuerpo, como en los textos siguientes: “Serán dos en una sola carne”; Mi carne verdaderamente es comida”; “El Verbo fue hecho carne”. En estos pasajes, dejando aparte el hebraísmo, podrías decir ‘cuerpo’ en lugar de ‘carne’; pues el idioma hebreo expresa con el vocablo único ‘Carne’ lo que nosotros expresamos con los dos vocablos ‘carne’ y ‘cuerpo’. ¡Ojalá el canon entero de las Escrituras hubiera sido traducido así en todas sus partes con esas distinciones de sus vocablos! De esta manera, creo, el pasaje que yo cité de Génesis no seguirá siendo un firme argumento en contra del libre albedrío, al quedar probado que ‘la carne’ es aquello de que Pablo habla en Romanos 8 diciendo “que no puede sujetarse a Dios”, como veremos su oportunidad, y aquello de que la misiva Disquisición afirma que “no es capaz de querer cosa buena”.
El otro texto es el de Génesis capítulo 8: “El intento y el pensamiento del corazón humano están inclinados hacia lo malo desde su juventud”, y capítulo 6: “Todo el pensar del corazón humano continuamente está dirigido hacia lo malo”. Esto lo elude la Disquisición así: “La inclinación hacia lo malo, que se halla en la mayoría de los hombres, no quita del todo la libertad del albedrío”. ¡Pero por favor! ¿Habla Dios de la mayoría de los hombres, o no habla más “en de todos, cuando después del diluvio promete a los hombres restantes y futuros, como si estuviera arrepentido, que él no volvería a desatar otro diluvio por causa del hombre? El motivo que da es: “El hombre está inclinado hacia lo malo”, como si dijera: Si hubiera que tomarse en cuenta la maldad de los hombres, habría que continuar siempre con el diluvio; pero de aquí en adelante no quiero tomar en cuenta lo que ellos merecen, etc. Ya ves que tanto antes del diluvio como después de él, Dios afirma que los hombres son malos, de modo que lo que dice la Disquisición respecto de una ‘mayoría’ carece de fundamento. Además, la inclinación o proclividad hacia lo malo le parece a la Disquisición una cosa de poca monta, como si estuviera en nuestro poder el excitarla o reprimirla; la Escritura, por el contrario, quiere significar con tal inclinación aquel incesante arrebato e ímpetu de la voluntad hacia lo malo. ¿O por qué la Disquisición no consultó también a este respecto el texto hebreo, donde Moisés no dice nada de una inclinación para no dar lugar a sofisterías? En efecto, en el capítulo 6 dice así: “Cho1 jetzer mahescheboth libbo rak rachol ha iom”, esto es: “Todo designio de los pensamientos del corazón de él (del hombre) es todos los días solamente el mal”. No dice “dirigido o inclinado hacia lo malo” sino “totalmente malo”; y afirma que durante su vida entera, el hombre no inventa ni piensa sino lo malo. Se describe aquí la índole de su maldad: no hace ni puede hacer otra cosa, porque es mala; pues un, árbol malo, como lo atestigua Cristo, no puede llevar sino frutos, malos el’. Pero si la locuaz Disquisición arguye: “¿Por qué se acordó entonces un plazo para el arrepentimiento, si ninguna parte de la enmienda depende del albedrío, sino que todo obedece a la necesidad?”, yo le respondo: lo mismo podrías decir en cuanto a todos los preceptos de Dios, ¿Por qué Dios prescribe algo, si todo es hecho por necesidad? Prescribe para enseñar y amonestar a los hombres acerca de lo que deben hacer, a fin de que, humillados al reconocer lo malos que son, acudan a la gracia, como se ha dicho ya con más que suficiente amplitud. Por lo tanto, también este texto sigue firme e invenciblemente en pie j como prueba en contra de la libertad del albedrío.
El tercer pasaje es el del capitulo 40 de Isaías: “Recibió de la mano del Señor el doble por todos sus pecados”. Jerónimo así observa la Disquisición interpreta esto como una referencia al castigo divino, no como referencia a la gracia con que Dios retribuye a los hombres por sus maldades. ¿Oigo bien? Así dice Jerónimo, por lo tanto es cierto. ¡Yo discuto sobre Isaías que se expresa con palabras tan claras, y se me sale al paso con Jerónimo, un hombre que, para expresarme con bastante benevolencia, no sabe juzgar las cosas ni tratarlas con el cuidado debido! ¿Dónde quedó aquella promesa conforme a la cual convinimos en ceñirnos a las Escrituras mismas, y no a los comentarios que de ellas hicieron los hombres? Todo este capítulo de Isaías habla de la remisión de los pecados anunciada por medio del evangelio: así lo atestiguan los evangelistas al decir j que “la voz del que clama” es una referencia a Juan Bautista. ¿Y nosotros habríamos de tolerar que Jerónimo, fiel a su costumbre, nos haga tragar lo que opinaban los judíos en su ceguedad como sí fuese el significado histórico’, y sus propias necedades como ‘alegorías’, para que pongamos lo de arriba abajo en la gramática y tomemos un pasaje que habla de remisión por una amenaza de castigo? Pero díganme: ¿cuál es el castigo que se cumple al predicarse a Cristo? Pues bien, veamos cómo reza el hebreo textualmente: “Consolaos -dice. , consolaos, oh pueblo mío”, o “Consolad, consolad al pueblo mío, dice vuestro Dios”. Estimo que el que manda consolar, no exige un castigo. Luego sigue: “Hablad al corazón de Jerusalén, anunciando a voces....”. “Hablar al corazón” es un hebraísmo y significa hablar, cosas buenas, dulces, persuasivas; así por ejemplo, se lee en Génesis 34 que “Siquem habló al corazón de Dina” a la cual había deshonrado, es decir “aplacó con dulces palabras a la en¬tristecida” como figura en nuestra traducción. Mas lo que son aquellas cosas buenas y dulces que Dios manda anunciar a voces a su pueblo para solaz de ellos, lo explica diciendo: “Porque su milicia ha terminado por el hecho de que su maldad ha sido perdonada, pues recibió de la mano del Señor doble por todos sus pecados”. La palabra “milicia”, que en nuestros códices figura erróneamente como ‘malicia’, según los osados lingüistas judíos parece significar un tiempo determinado; en efecto, así interpretan ellos el término en Job ?: “Una milicia es la vida del hombre sobre la tierra”; el significado seria: le ha sido fijado un tiempo. Yo considero que lo más apropiado es seguir la forma de hablar común [Gramática en lat.] y usar simplemente la palabra ‘milicia’, de modo que el pasaje de Isaías hay que entenderlo como hablando del andar y trajinar del pueblo bajo la ley cual si luchara en el estadio. Pues así Pablo gusta comparar tanto a los predicadores como a los oyentes con sol¬dados, por ejemplo, cuando ordena a Timoteo “ser un buen soldado y pelear la buena batalla”, y cuando habla de los corintios como de quienes “corren en el estadio”. Dice igualmente: “Nadie recibe a menos que haya luchado en forma reglamentar”. A los efesios y tesalonicenses los provee de armas, y él mismo se gloría de “haber peleado la buena batalla”. A estas citas podrían arreglarse otras similares. Así también está escrito en el texto hebreo de 1ª Samuel 2 que los hijos de Elí dormían con las mujeres que hacían milicia a la puerta del tabernáculo del pacto”, milicia que menciona también Moisés en el libro del Éxodo; y de ahí que el Dios de este pueblo sea llamado “Señor de Sabaot”, es decir, “Señor de la milicia o de los ejércitos”.
Por lo tanto, Isaías anuncia que la milicia del “pueblo de la ley”, por cuanto ellos estaban atormentados por esa ley como por una carga insoportable según el testimonio de Pedro en Hechos 15 que esa milicia habrá de acabar y que los así liberados de la ley habrán de ser trasladados á la nueva milicia del espíritu. Además: este fin de la milicia durísima y el pase a la milicia nueva y enteramente libre no les será concedido a raíz del mérito de ellos, ya que tampoco eran capaces de soportar la milicia aquella, sino antes bien a raíz de su demérito, porque la finalización de su milicia consiste en que su maldad les es perdonada por gracia. No hay aquí palabras oscuras o ambiguas. La milicia dice Isaías habrá de acabar porque al pueblo le es perdonada su maldad, con lo que da a entender claramente que los que militaron bajo la ley no cumplieron la ley ni la pudieron cumplir, sino que hicieron la milicia del pecado y que los soldados fueron pecadores; es como si Dios quisiera decir: Si quieres que ellos den cumplimiento a la ley, me veo obligado a perdonarles los pecados; más aún, al mismo tiempo me veo obligado a abrogar la ley, porque veo que ellos son incapaces de no pecar, ante todo cuando militan, es decir, cuando empeñan sus fuerzas en cumplir la ley. Pues la expresión hebrea “la maldad está perdonada” significa un beneplácito que es por gracia; y a base de éste es perdonada la maldad sin mérito alguno, más aten, con pleno conocimiento del demérito. En este sentido añade también: “Pues recibió de la mano del Señor, el doble por todos sus pecados”, es decir, congo ya lo hice notar, no sólo el perdón de los pecados, sino también la finalización de la milicia, lo cual no es ni más ni menos que lo siguiente: anulada la ley que era el poder del pecado, y perdonado el pecado que era el aguijón de la muerte, ellos reinarían en doble libertad a consecuencia de la victoria de Jesucristo. Esto es lo que Isaías recalca con las palabras “de la mano del Señor”; pues no obtuvieron todo esto por sus propias fuerzas o méritos, sino que lo consiguieron de Cristo el Vencedor que se lo regaló. La forma hebrea “en todos los pecados” es lo que en latín se expresa con “por [pro] o a causa de [propter] los pecados”. Así se lee en Oseas 12 en el texto hebreo: “Jacob sirvió en una mujer”, lo que equivale a “por una mujer”, y cuando en el Salmo 16 dice: “cercáronme en mi alma” debe entenderse “a causa e mi alma”. Así que Isaías describe nuestros méritos por los cuales obtenemos aquella doble libertad, a saber, la finalización de la milicia bajo la ley y el perdón de los pecados: estos méritos nuestros son pecados y nada más que pecados. ¿Habríamos de permitir entones que este hermosísimo e irrebatible texto .en contra del libre albedrío sea manchado en esta forma con las inmundicias judaicas que se agregaron Jerónimo y la Disquisición? ¡De ninguna manera! Antes bien, sigue en pie mi testigo Isaías como vencedor del libre albedrío y demuestra que la gracia se da no a raíz de méritos o de os esfuerzos del libre albedrío, sino a raíz de los pecados y de los deméritos; y que el libre albedrío con sus propias fuerzas sólo es capaz de hacer la milicia del pecado, hasta tal punto que incluso la misma ley de la cual se cree que fue dada como medio de ayuda, le resultó intolerable y lo .hizo aún más pecador al tenerlo bajo su servicio.
¿Qué decir empero del siguiente razonamiento de la Disquisición: “Aun cuando por medio de la ley, el pecado abunde, y donde abunda el pecado, abunde también la gracia, sin embargo, de esto no sigue que el hombre, secundado por la ayuda de Dios, no haya podido disponerse de antemano mediante obras moralmente buenas para merecer el favor divino, aun antes de que la gracia lo hiciera aceptable”? Me pregunto si esto es un producto propio del cerebro de Erasmo, o si no lo extrajo más bien de algún escrito, enviado o recibido de otra parte, y lo insertó en su Disquisición. Pues no ve ni oye cómo rezan sus propias palabras. Si por medio de la ley abunda el pecado, ¿cómo es posible que El hombre mediante obras morales pueda disponerse de antemano a sí mismo para el favor divino? Si para esto no le aprovecha la ley, ¿cómo lo harán las obras? ¿0 qué es aquello de que por medio de la ley abunda el pecado? ¿No significa acaso que las obras hechas conforme a la ley son pecados? Pero de esto hablaremos en otra oportunidad. Pero ¿por qué dice que el hombre, secundado por la ayuda de Dios, puede disponerse de antemano a sí mismo mediante obras morales? ¿Qué es el punto que estamos discutiendo: la ayuda divina, o el libre albedrío? En efecto: ¿qué hay que no sea posible con la ayuda divina? Pero esto es lo que yo vengo diciendo: La Disquisición siente un desprecio hacia el tema que trata, por eso ronca y bosteza tanto al hablar. No obstante, presenta como ejemplo a aquel centurión Cornelio, un hombre cuyas oraciones y limosnas fueron del agrado del Señor aun antes de que él mismo hubiera sido bautizado ni llenado del Espíritu Santo. Yo también leí lo que escribe Lucas en el libro de los Hechos; sin embargo, no encontré que allí se indicara siquiera con una sola sílaba que las obras de Cornelio hayan sido moralmente buenas sin el Espíritu Santo, como sueña la Disquisición. En cambio encuentro lo contrario: que Cornelio fue justo y temeroso de Dios; pues así lo llama Lucas. Mas llamarlo a uno ‘justo y temeroso de Dios’ sin el Espíritu Santo, es lo mismo que llamarlo a Cristo Belial. Además, todo lo que se dice en el referido pasaje gira en torno del hecho de que ante Dios, Cornelio es limpio, como lo atestigua también la visión que le fue enviada a Pedro desde el cielo y en que se lo censuró duramente; con tan grandes palabras y hechos, pues, es celebrada por Lucas la justicia y la fe de Cornelio. No obstante, la Disquisición y sus sofistas, aun teniendo ojos para ver, se comportan como unos cielos ante la luz clarísima de las palabras y la evidencia de la realidad, y ven justamente lo contrario; tan grande es el descuido con que leen y observan las Sagradas Escrituras, a las cuales, en consecuencia, no pueden menos que tildar de oscuras y ambiguas. Admito: Cornelio aún no había sido bautizado, y todavía no había oído hablar de la resurrección de Cristo. Pero ¿acaso sigue de esto que él mismo haya estado sin el Espíritu Santo? Con esta forma de razonar podrías sostener también que Juan Bautista y sus padres, así como la madre de Cristo y el anciano Simeón estuvieron sin el Espíritu Santo. Pero no nos detengamos por más tiempo en tinieblas tan densas.
El cuarto pasaje es del mismo capitulo de Isaías: “Toda carne es hierba y toda su gloria como flor de la hierba. Secóse la hierba y marchitóse la flor de la hierba, porque el espíritu del Señor sopló en ella”, etc. Mi estimada Disquisición opina que a este pasaje lo hacen referirse con demasiado énfasis a la gracia y al libre albedrío. Pero ¿por qué opina así? pregunto yo. Porque Jerónimo así dice la Disquisición, da a ‘espíritu’ la acepción de ‘indignación’ y por ‘carne’ entiende él la débil condición del hombre, que nada puede frente a Dios. Otra vez se me viene con las estupideces de Jerónimo en lugar de presentárseme a Isaías, y me veo obligado a luchar más enérgicamente contra la repugnancia que la Disquisición me causa con tamaño descuido (para no usar un término más fuerte) que contra la Disquisición misma. Pero nuestro juicio en cuanto a la opinión de Jerónimo ya lo expresamos poco antes. Sugiero que ahora comparemos a la Disquisición consigo misma. La ‘carne’, dice ella, s la débil condición del hombre, el ‘espíritu’, empero, es la indagación divina. ¿Acaso la indignación divina no encuentra otra cosa que pudiera secar sino a esa, mísera y débil condición humana a la cual antes bien debiera robustecer? Pero irás hermoso aún es esto otro: “La flor de la hierba es la gloria que se basa en ciertas ventajas en cosas corporales. Los judíos se gloriaban del templo, del precio, de los sacrificios, los griegos de la sabiduría”. Así que la flor de la hierba y la gloria de la carne es la justicia producto del ras, y la sabiduría del mundo. ¿Cómo entonces llega la Disquisición a llamar ‘cosas corporales’ a la justicia y a la sabiduría? ¿Qué tiene que ver esto con Isaías mismo, que con sus propias palabras auto interpreta diciendo: “Por cierto, la hierba es el pueblo”? No dice: “Por cierto, la hierba es la débil condición del hombre”, sino “el pueblo”, y esto lo confirma con un juramento. Pero ¿qué es “el etilo”? ¿No es acaso más que la débil condición del hombre? Y bien: no sé si Jerónimo entiende por débil condición del hombre, condición natural misma [ipsam creationem] del hombre, o su suerte y su mísero estado. Sea como fuere, ¡eximia alabanza y rico botín se lleve la indignación divina con secar la mísera condición natural, o a los hombres desdichados, en vez de esparcir a los soberbios y quitar de los tronos a los poderosos y enviar vacíos a los ricos, como lo expresa María en su cántico. Pero dejemos estas fantasías y sigamos a Isaías. “El pueblo” dice él, “es la hierba”. Mas el ‘tilo’ no es meramente carne o la débil condición de la naturaleza humana, sino que incluye todo lo que hay en el pueblo, a saber, ricos, sabios, justos, santos, a no ser que en el ‘pueblo judío’ no estén incluidos los fariseos, los ancianos, los príncipes, la aristocracia, los ricos, etc. A la gloria se la llama con toda razón ‘flor de la hierba’, a saber, por cuanto los judíos se gloriaban de su reino, de su gobierno, y ante todo de la ley, de Dios, de la justicia y de la sabiduría, como lo hace notar Pablo en los capítulos 2, 3 y 9 de la carta a los Romanos.
Por lo tanto: Si Isaías dice “toda carne”, esto no es otra cosa que “toda la hierba” o “todo el pueblo”. Pues no dice simplemente “carne”, sino “toda carne”. Al “pueblo”, empero, pertenecen el alma, el cuerpo, la mente, la razón, la discreción, y todo lo que se pueda mencionar o hallar de excelente en el hombre. En efecto, el que dice: “Toda carne es hierba”, no exceptúa a nadie, sólo al espíritu de Dios que seca la hierba. Tampoco omite nada el que dice: “La hierba es el pueblo”. Por ende, esto te obliga a admitir que el libre albedrío, y todo lo que puede considerarse lo más elevado y lo más bajo en el pueblo, que todo esto es llamado ‘carne’ y ‘hierba’ por el profeta Isaías. Pues según la propia interpretación del autor del libro, estas tres expresiones: ‘carne, hierba y pueblo’ significan en este pasaje una y la misma cosa. Además, tú mismo afirmas que tanto la sabiduría de los griegos corno la injusticia de los judíos, que fueron secados por el evangelio, son hierba o flor de la hierba. ¿O acaso no crees que la sabiduría fue el más preciado tesoro de los griegos, y la justicia lo más elevado que pudieron producir los judíos? A ver, ¡enseña tú otra cosa más sublime aún! ¿Dónde queda, pues, tu presunción con que en tono insultante desafiaste, creo que al mismo Felipe, diciendo: “Si alguno sostiene que lo más excelente que hay en la naturaleza del hombre no es otra cosa que carne, vale decir, cosa pecaminosa [impium], estoy dispuesto a concordar con él, siempre que base sus aseveraciones en testimonios de las Sagradas Escrituras”? Aquí lo tienes a Isaías, que con voz de trueno llama ‘carne’ al pueblo desprovisto del espíritu de Dios, aunque tampoco así lo oyes. Y aquí tienes tu propia confesión, cuando (quizá sin reflexionar) llamas a la sabiduría de los griegos ‘hierba’ o ‘gloria de la hierba’, lo que es lo mismo que si la llamaras ‘carne’, a menos que sostengas que la sabiduría de los griegos no pertenece a la razón o al principio conductor de los actos, como lo llamas tú, esto es, a la parte más importante del hombre. Si nos desprecias a nosotros, presta atención, por favor, siquiera a ti mismo cuando cautivado por la fuerza de la verdad dices algo correcto. Tienes la afirmación de Juan: “La que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Este texto, que prueba con clara evidencia que lo que no es nacido del Espíritu, es carne de otra manera perder, validez la clasificación de Cristo que dividió a todo el género enano en dos grupos, carne y espíritu este texto lo pasas por alta arrogantemente, como si fuera un texto que no te ofrece lo que buscas, y te lanzas a otra cosa, como es tu costumbre, arguyendo entre tanto que Juan dice que los creyentes nacen de Dios y llegan a ser hijos,’ de Dios, y hasta dioses y una nueva criatura. Lo que resulta de es clasificación no te interesa; en cambio nos enseñas con palabras vanas quiénes son los integrantes de una de las dos partes, y confías en tu retórica, como si no hubiese nadie que se diera cuenta de esa transición y esa, disimulación tan astuta.
Resulta difícil descartar la sospecha de que en este punto actúas ron astucia y disimulo. Pues el que trata las Escrituras con la sutileza e hipocresía con que las tratas tú, sin duda podrá confesar de sí mismo que todavía no ha sido instruido por las Escrituras, pero que quiere instruirse en ellas, cuando en realidad es esto lo último que desea, y lo dice solamente para afrentar la tan clara luz que reina en las Escrituras, y para dar una buena apariencia a su propia testarudez. Así, los judíos sostienen hasta el día de hoy que no existe prueba escritural para lo que enseñaron Cristo, los apóstoles y la iglesia entera. A los herejes no hay manera de enseñarles algo mediante las Escrituras. Los papistas hasta el presente no han aprendido nada de las Escrituras, por más que ya las mismas piedras estén proclamando la verdad. Quizás esperes que se extraiga de las Escrituras un texto formado por las siguientes letras y sílabas: “La parte principal en el hombre es carne”, o “Lo que hay de más excelente en el hombre, es carne”; y de no encontrarse tal texto, tú serias el vencedor invicto, como si los judíos exigiesen que se aduzca de loa libros proféticos un pasaje que diga literalmente: “Jesús, hijo de un carpintero y nacido de la virgen María en Belén, es el Mesías e Hijo de Dios”. Aquí, donde te ves apremiado por el inequívoco sentido de los textos bíblicos, nos prescribes las letras y las sílabas que debemos aducir; en otras oportunidades, donde te derrotan tanto la letra como el sentido, tienes tropos, nudos e interpretaciones presuntamente sanas. A cada paso encuentras algo con que contradecir a las Escrituras divinas. Y tampoco es de extrañar, ya que tu única ocupación es buscar un objeto al que puedas hacer blanco de tus contradicciones. Ya recurres a las interpretaciones dadas por los padres antiguos, ya a las absurdidades de la razón; si no hallas apoyo ni en unas ni en otras, te pones a discutir temas remotos o vecinos, sólo para no quedar atrapado por el pasaje bíblico que en estoy momentos está en debate. ¿Qué diré? Comparado contigo, Proteo deja de ser Proteo. Sin embargo, ni aun así logras escabullirte. ¡De cuán grandes victorias se jactaban los arrianos ante el hecho de no hallarse en las Escrituras aquellas sílabas y letras ‘Homo usios’ sin reparar en que lo expresado por este término es comprobado incontrovertiblemente mediante otras palabras! Pero si éste es el modo de proceder propio de un corazón, no digo piadoso, pero al menos bueno, deseoso de aprender, esto es asunto que podría juzgar cualquier persona impía o injusta. Llévate pues la victoria; nosotros vencidos, confesamos que estas letras y sílabas (que lo más excelente en el hombre no es otra cosa que carne) no se hallan en Las Sagradas Escrituras. Pero no creas que tu victoria es tan rotunda ya que nosotros podemos probar que en las Escrituras hay muchísimas indicaciones de que no solamente una porción o lo más excelente o la parte principal del hombre es carne, sino que el hombre entero es carne; y no sólo esto, sino que todo el pueblo es carne; y no suficiente con esto, que todo el género humano es carne. Pues, Cristo dijo: Lo que es nacido de la carne, carne es. Tú desata nudos, inventa tropos, sigue la interpretación de los antiguos, o, cambiando de rumbo, expláyate entretanto sobre la Guerra de Troya, para que; no veas u oigas el pasaje en discusión. Nosotros no creemos sino que vemos y experimentamos que todo el género humano es nacido de la carne. Por eso nos vemos obligados a creer lo que no vemos, a saber, que todo el género humano es carne, según la enseñanza de Cristo. Ahora bien: la cuestión de si el principio conductor de los actos humanos está incluido en el hombre entero, pueblo entero, género humano entero, esto se lo dejamos a los sofistas para que lo analicen con sus dudas y disputas. Nosotros sabemos que en el género humano están implicados el cuerpo y el alma con todas sus facultades y obras, con todos sus vicios también y sus virtudes, con toda la sabiduría y necedad, toda la justicia e injusticia. Todo es carne, porque todo se inclina hacia lo carnal, es decir, hacia lo suyo, y carece de la gloria de Dios y del espíritu de Dios, como dice Pablo en Romanos cap. 3.
Por lo tanto , si tú dices: “No todo afecto en el hombre es carne, sino que hay uno al que llaman alma, y hay otro al que llaman espíritu, y con éste tendemos a lo moralmente bueno [ad honesta] como hicieron los filósofos que enseñaron que debe preferirse mil veces la muerte antes que cometer una acción vil, aunque supiéramos que los hombres iban a ignorar esa acción y Dios la iba a perdonar; si tú dices esto, yo te respondo. El que no cree nada con certeza, no tiene dificultad de creer y decir cualquier cosa. No yo, sino tu famoso Luciano puede preguntarte si eres capaz de mostrar en todo el; género humano a un solo hombre (así fuera dos veces o siete veces el mismísimo Sócrates) que puso por obra lo que tú dices aquí y lo que nos presentas en tu escrito como enseñanza de antiguos filósofos. ¿Por qué desvarías entonces con vana parlería? ¿Cómo habrían de tender a lo moralmente bueno los que ni siquiera sabían qué es lo moralmente bueno? Tal vez tú llames moralmente buena si he de citar el ejemplo más descollante la actitud de los que murieron por la patria, por su mujer, e hijos, por los padres, o de los que, para no incurrir en mentira y traición, soportaron inimaginables tormentos, como fue el caso de Q. Escévola, M. Régulo y otros. Pero ¿qué puedes mostrarnos en todos estos personajes sino el aspecto exterior de sus obras? ¿Has visto acaso el corazón de ellos? Más aún: por el aspecto exterior de la hazaña quedó revelado al mismo tiempo que todo este despliegue de heroísmo lo hicieron para aumentar su propia fama, hasta el punto de que no se avergonzaron de confesar jactanciosamente que su propósito era cubrirse de gloria. Pues también los romanos, de acuerdo con su propio testimonio, realizaron todos los actos virtuosos que de ellos se registran, sólo por impulso de su ardiente sed de gloria, y lo mismo hicieron los griegos, y los judíos, y todo el género humano. Pero aunque ante los hombres esto sea algo moralmente bueno, ante Dios no hay nada más deshonesto; más aún: es para él lo más impío y sacrílego, por la razón de que no obraron para la gloria de Dios ni para glorificarlo como Dios; antes bien, arrebatando a Dios su gloria y atribuyéndosela a ellos mismos mediante un infame acto de rapiña, jamás fueron más deshonestos y torpes que cuando refulgieron en sus más acendradas virtudes. Por otra parte, ¿cómo habrían de actuar para la gloria de Dios si desconocían a Dios y su gloria?, y eso no porque la gloria de Dios no haya sido visible, sino porque la carne no les permitió verla por el ansia desenfrenada y frenética con que buscaban su gloria propia. Ahí tienes pues a aquel espíritu como ‘principio conductor de los actos’, la parte principal del hombre que tiende a las cosas moralmente buenas, vale decir, ahí tienes al ladrón de la gloria divina y al que apetece la majestad de Dios, con mayor ahínco cuando han llegado al colmo de la honestidad y cuando más se destacan por sus incomparables virtudes. ¿Negarás ahora que los tales son carne, perdidos a causa de su afecto impío?
Tampoco creo que la Disquisición se sentiría tan ofendida por esa frase en que se dice que el hombre es carne o espíritu, si se la expresara en latín: “Homo est carnalis vel spiritualis”. Pues a la lengua hebrea hay que concederle, ente muchas otras cosas, que cuando dice: “El hombre es carne o espíritu”, quiere significar lo mismo que cuando nosotros decimos: “El hombre es carnal o espiritual”, del mismo modo como dicen en latín: “Triste lupas stabulis, dulce satis humor” o: “este homo est scelus et ipsa malitia”. De igual manera procede también la Sagrada Escritura: para impartir cierta tensión a la expresión, llama al hombre ‘carne’, o sea, la carnalidad personificada, porque tiende excesiva y exclusivamente a lo que es propio de la carne; y por otra parte llama ‘espíritu’ a aquello que no anhela ni busca ni hace ni soporta, [ferat] sino lo que es propio del espíritu. Quizá quede todavía esta pregunta: Aun cuando se diga que el hombre entero y lo más excelente que en él existe, es carne, ¿sigue de esto inmediatamente que haya que llamar también impío a todo lo que sea carne? Nosotros llamamos impío a todo aquel que carece del Espíritu de Dios. Pues la Escritura dice que la comunicación del Espíritu tiene el objeto de hacer justo al impío. Mas si Cristo hace una diferencia entre espíritu y carne diciendo: “Lo que es nacido de la carne, carne es” y luego añade: “Lo que es nacido de la carne, no puede ver el reino de Dios”, la conclusión evidente es que todo lo que es carne, es impío y está bajo la ira divina y se halla lejos del reino de Dios. Pero si algo está lejos del reino y Espíritu de Dios, necesariamente sigue que está bajo el reino y el espíritu de Satanás; porque entre el reino de Dios y el de Satanás, los cuales se combaten mutua y perpetuamente, no hay ningún reino intermedio. Estos son los factores que demuestran que las más excelsas virtudes de los gentiles, lo mejor de los filósofos, lo más excelente de los hombres, que todo esto podrá llamarse ante los hombres honesto y bueno, y lo será también por su apariencia, pero ante Dios es irreversiblemente carne y sirve al reino de Satanás, quiere decir, es impío y sacrílego y desde todo punto de vista malo.
Pero sugiero que supongamos que fuese consistente la opinión de la Disquisición de que no todo afecto es carne, es decir, impío, sino que el afecto llamado ‘espíritu’ es moralmente bueno e incorrupto, ¡cuántos absurdos seguirían de esto, no digo para la razón humana, pero sí en toda la religión cristiana y en los más importantes artículos de la fe! Pues si lo impío y perdido y condenado en el hombre no es esa parte más noble que hay en él, sino solamente la carne, esto es, los afectos más bien groseros e inferiores, ¿qué clase de redentor, pregunto, hacemos entonces de Cristo? ¿Estimaremos que el precio de su sangre es tan bajo que sólo alcanzó para redimir lo de menos valor en el hombre, y que en cambio, lo más excelente en el hombre tiene de por si el valor suficiente para poder prescindir de Cristo, de modo que en lo sucesivo predicaremos a un Cristo que es el redentor no del hombre entero, sino de su parte de menor valor, a saber, de la orne, mientras que el hombre mismo es su propio redentor en lo que respecta a su parte más noble? Elige, pues, lo que quieras. Si la parte más noble del hombre es incorrupta, no tiene necesidad de Cristo como redentor. Si no tiene necesidad de Cristo, lo supera en gloria, ya que ella, la parte más noble, cuida de si misma, mientras que Cristo cuida sólo de la parte de menor valor. Además, también el gobierno de Satanás será una nada, ya que no reina más que sobre la parte más vil del hombre, mientras que en cuanto a la parte más noble, el hombre se gobierna más bien .a sí mismo (a potiore vero parte per hominem potius regnetur). De este modo, el dogma aquel de la parte principal del hombre conducirá a que el hombre sea elevado por sobre Cristo y el diablo, esto es, será convertido en Dios de dioses y Señor de señores. ¿Dónde queda ahora tu opinión aceptable que antes decía que el libre albedrío es incapaz de querer algo bueno, y que aquí sostiene que existe una parte principal en el hombre que es incorrupta y moralmente buena, y ni siquiera tiene necesidad de Cristo, sino que puede más de lo que veden el propio Dios y el diablo? Esto lo digo para que veas una vez más cuán peligroso es intentar una explicación de las cosas sagradas y divinas sin el Espíritu de Dios, con la temeridad de la razón humana. Por lo tanto: si Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, sigue de ello que el mundo entero yace bajo el pecado, la condenación y el diablo, y que de nada vale la disensión entre partes principales y no principales. Pues el término “mundo” señala a los hombres como seres que en todas sus partes tienen gustos mundanales.
“Si el hombre entero”, dice la Disquisición, “también el nacido de nuevo por la fe, no es otra cosa que carne, ¿dónde está entonces e1 espíritu, nacido del Espíritu? ¿Dónde está el hijo de Dios, dónde la nueva criatura? Sobre esto quisiera que se me instruya”. A dónde vas, mi queridísima Disquisición, a dónde? ¿Qué estás fiando? Tú pides que se te enseñe de qué modo el espíritu nacido el Espíritu es carne. ¡Ah, con qué victoria gloriosa y segura te jactas que ante nosotros, los derrotados, creyendo que en este punto nos es posible hacerte frente! Al mismo tiempo te place abusar de la autoridad de los antiguos que nos dicen que en el corazón de los hombres están implantados ciertos gérmenes de lo moralmente bueno. En primer lugar, si así lo quieres, por nuestra parte no ponemos ningún reparo a que uses o abuses de la autoridad de los antiguos; tú verás lo que habrás de creer, tú que das crédito a los hombres que sin cuidarse de la palabra de Dios repiten sin cesar lo suyo propio. Y puede ser también que poco te importen las cuestiones de religión, en cuanto a lo que uno cree, ya que tú aceptas tan indiscriminadamente lo que dicen ciertos hombres, sin detenerte en verificar si lo que dicen, es ante Dios cosa cierta o incierta. También nosotros quisiéramos que se nos informe cuándo enseñamos jamás lo que tú tan desenfadada y públicamente nos imputas. ¿Quién cometería la locura de afirmar que el nacido del Espíritu no es más que carne? Nosotros diferenciamos claramente la carne y el espíritu como cosas pugnantes entre sí, y decimos que el hombre que no ha nacido de nuevo por medio de la fe, es carne, tal como lo revela la palabra divina. Decimos además que el regenerado es carne sólo en cuanto que aún permanecen en él restos de la carne que se oponen a las primicias del espíritu que ha recibido. Tampoco creo que inventaste todo esto para hacernos odiosos ante los demás; de otra manera, ¿qué cargos más graves podrías haber levantado contra nosotros? Antes bien, o no entiendes lo que nosotros presentamos, o al parecer no estás a la altura de una cuestión de tanta magnitud, ante la cual tal vez te sientes tan estrechado y confundido que no estás suficientemente consciente de lo que dices en contra nuestra o a favor tuyo. Pues si convencido por la autoridad de los antiguos crees que en el corazón de los hombres están implantados ciertos gérmenes de lo moralmente bueno, por otra parte dices esto debido a cierto olvido, ya que antes afirmaste que el libre albedrío es incapaz de querer algo bueno. Mas si es incapaz de querer algo bueno, no me explico cómo puede tolerar en sí ciertos gérmenes de lo moralmente bueno. Así me veo obligado a recordarte constantemente en qué punto de la discusión estamos, ya que tú, en constante olvido, te apartas de este punto y tratas un tema distinto del que te habías propuesto.
Un otro texto se halla en Jeremías 10: “Yo sé, oh Señor, que el hombre no es dueño de su camino, ni nadie es dueño de decidir cómo ha de andar y cómo ordenar sus pasos”. Este texto, dice la Disquisición, apunta más al resultado de faustos acontecimientos que a las facultades del libre albedrío. Una vez más, la presumida Disquisición agrega aquí una glosa a su antojo, como si la Escritura estuviese enteramente bajo su potestad. Pero estudiar el sentido y la intención de este dicho del profeta ¿qué necesidad tenía de ello un personaje de tamaña autoridad? Basta con esto: Erasmo lo dice, por tanto es así. Si se concede a los adversarios este derecho de hacer glosas, ¿no obtendrán todo cuanto se proponen? Y bien: que Erasmo pruebe la validez de su glosa con el contexto de aquel dicho, y le creeremos. Nosotros, empero, sostenemos a base del mismo contexto que el profeta, al ver lo inútil de sus serios esfuerzos por enseñar a los impíos, se da cuenta al mismo tiempo de que su propia palabra es del todo ineficaz si Dios no actúa como maestro en el interior del hombre, y de que por lo tanto no está en las manos del hombre el oír ni el querer lo bueno. Habiendo notado esto, y aterrado por el juicio de Dios, el profeta ruega al Señor que lo corrija en su juicio, si es que hace falta tal corrección, y que no sea entregado bajo la ira divina juntamente con los impíos a quienes Dios deja endurecerse y permanecer incrédulos. Pero supongamos, a pesar de todo, que el texto cable de los resultados de acontecimientos nefastos y faustos: ¿qué si esta misma glosa impugnara de la manera más enérgica el libre albedrío? Verdad es que esta nueva evasiva se inventa para engañar a los lectores inexpertos y desidiosos y hacerlos creer que el asunto ya fue tratado suficientemente, así como aquéllos hacen con la evasiva de la necesidad de la consecuencia. Pues estos lectores no ven cómo son enredados y atrapados más y más por esas evasivas; de tal manera se los distrae con aquellos nuevos vocablos.
Por lo tanto, si no está en nuestras manos el resultado de estos acontecimientos, que son cosas de este mundo y cosas de las cuales hombre ha sido constituido señor, Génesis 1, díganme, por favor: ¿cómo ha de estar en nuestras manos aquella cosa celestial, la gracia de Dios, que depende del albedrío del solo Dios? El esfuerzo del libre albedrío, que no alcanza para retener un óbolo, y ni siquiera un pelo la cabeza, ¿este esfuerzo acaso podrá alcanzar la vida eterna? No tenemos poder suficiente para hacernos dueños de lo creado; ¿y tendríamos poder para hacernos dueños del Creador? ¿A qué delirios entregamos? Por consiguiente: el que el hombre tienda a lo bueno lo malo, está en una relación mucho más estrecha can el ‘resultado’, porque en ambos casos el hombre se engaña mucho más y tiene os libertad que cuando tiende a las riquezas o a la gloria o a los placeres. ¡Cuán elegantemente se evadió pues esta glosa que niega libertad del hombre en cuanto al resultado de las cosas insignificantes y creadas, y la afirma con respecto a los resultados de los acontecimientos más importantes y divinos! Esto es como decir que Pedro no puede pagar un estatero, pero si es capaz de pagar muchos millares de monedas de oro. No deja de extrañarme, empero, que esa misma Disquisición que hasta el presente era tan contraria a la tesis de Wielef de que ‘todo es hecho de modo tal que no puede ser hecho de otro modo’, admita ahora que los resultados son para nosotros resultados necesarios.
La Disquisición observa además: “Sí quieres aplicar esto a toda costa al libre albedrío, cualquiera admitirá que sin la gracia de Dios nadie puede mantener derecho el curso de su vida; sin embargo, esto no quita que sigamos insistiendo en la medida de nuestras fuerzas, porque oramos diariamente: ‘Dirige, Señor, Dios mío, mi camino ante tu presencia’; quien solicita ayuda, no cesa en su esfuerzo”. Esta Disquisición se cree que no tiene importancia lo que responde, con tal que no se quede callada y diga siquiera algo; con esto quiere darse la apariencia de que ya lo dejó todo aclarado. Tal es la confianza que tiene en su propia autoridad. Lo que había que probar era si nosotros nos empeñamos seriamente con nuestras fuerzas; y la Disquisición prueba que el que ora, se esfuerza por algo. ¿Qué ocurre? ¿Nos quiere poner en ridículo a nosotros? ¿O se burla de los papistas? El que ora, ora por medio del Espíritu; más aún: el Espíritu mismo ora en nosotros, Romanos 8. ¿Cómo sucede entonces que mediante el esfuerzo del Espíritu Santo se prueba el poder del libre albedrío? ¿Querrá decir la Disquisición que el libre albedrío y el Espíritu Santo son una y la misma cosa? ¿0 acaso estamos discutiendo ahora el alcance del poder del Espíritu? Por lo tanto, la Disquisición tiene que dejarme intacto e invicto el mencionado pasaje de Jeremías, y sólo puede agregar esta glosa de su propia invención: “Nosotros también nos empeñamos con nuestras fuerzas”. Y esto tiene que creerlo Lutero, siempre que quiera.
Lo mismo ocurre con el pasaje de Proverbios cap. 16: “Cosa del hombre es disponer el corazón, cosa de Dios, empero, gobernar la lengua”. También esto, dice la Disquisición, se refiere al resultado de los acontecimientos, como si con este dictamen personal de ella, no respaldado por ninguna otra autoridad, tuviera que bastarnos. Y por cierto, nos basta y sobra; porque admitida la interpretación en cuanto al resultado de los acontecimientos, hemos triunfado rotundamente conforme a lo que acabamos de decir, a saber, que siendo nula la libertad del albedrío en las cosas y obras nuestras, es mucho más nula aún en las cosas y obras divinas. Pero ¡vean qué inteligencia la de la Disquisición! “Cómo es pregunta que es cosa del hombre disponer el corazón dado que Lutero afirma que todo es llevado a cabo por necesidad?” A esto respondo: Dado que los resultados de las cosas no están en nuestras manos, como afirmas tú, ¿cómo es que es cosa del hombre llevar a cabo las cosas? Lo que quieras responderme a esto, considéralo como respuesta a ti mismo. Y bien: justamente porque todo lo futuro es incertidumbre para no¬sotros, se hace tanto más necesario obrar, como dice el Eclesiastés: “Por la mañana siembra tu semilla y por la tarde prosigue sin des¬canso, porque no sabes si saldrá esto o aquello”. Para nosotros, digo, lo futuro es incierto en cuanto al conocimiento que tenemos de ello, pero necesario en cuanto a su resultado. La necesidad nos infunde temor ante Dios, para que no caigamos en presunción y en una engañosa seguridad. La incertidumbre, empero, genera confian¬za; para que no caigamos en desesperación. Sin embargo, la Dis¬quisición vuelve a su antigua cantilena de que en el libro de los Proverbios hay muchos pasajes que hablan a favor del libre albedrío, como por ejemplo éste: “Revela al Señor tus obras”. “¿Oíste?” dice “¡tus obras!” Es decir: se habla allí del libre albedrío porque en este libro aparecen muchos verbos en modo imperativo y subjuntivo, y además pronombres de segunda persona; a base de ellos, se prueba la libertad del albedrío, al modo de: “Revela (tus obras)” así que las puedas revelar; “tus obras” así que tú las haces. Análogamente, las palabras “yo soy tu Dios” las entenderás así: “tú haces de raí tu Dios”. “Tu fe te ha salvado” ¿oíste! ¡tu fe! esto explícalo así: “Tú haces la fe”, entonces iras probado la existencia del libre albedrío. Esto no lo digo en son de broma, sino que con esto demuestro que la Disquisición carece de seriedad en este asunto.
También aquel pasaje del mismo capítulo: “Todas las cosas las ha hecho el Señor para si mismo, aun al impío para el día malo” lo formula la Disquisición con sus propias palabras y excusa a Dios que no creó mala a ninguna criatura, como si yo hubiese hablado de a creación y no antes bien del constante obrar de Dios en las cosas creadas, obrar con que Dios impele también al impío, como lo afir¬mamos anteriormente al tratar el caso de Faraón. Parece que tampoco el pasaje de Proverbios cap. 20: “El corazón del rey está en a mano del Señor; hacia todo lo que quiere lo inclina”, le causa mayor apremio a la Disquisición, puesto que observa: “Si uno inclina alguien hacia alguna cosa, esto no quiere decir que sin más ni más lo esté obligando’. Pero ¿quién habla aquí de obligación? ¿No estamos hablando antes bien de la necesidad de la Inmutabilidad? Esta queda indicada por la ‘inclinación’ de parte de Dios, la cual no es una cosa tan soñolienta y perezosa como pretende hacernos creer la Disquisición; es, en cambio, aquella muy activa operación de Dios que no se puede eludir ni alterar, sino que hace que el hombre tenga necesariamente un querer tal como Dios se lo dio, y tal como él lo arrastra con su impulso, como dije en oportunidad anterior. Además, visto que Salomón habla del corazón del rey, la Disquisición ,cree que “no es correcto entender este pasaje como sentencia de aplicación general; antes bien, expresa lo que Job formula en otra parte así: ‘Hace reinar al hipócrita a causa ríe los pecados del pueblo”‘ ‘Finalmente admite que “el rey es inclinado por Dios a lo malo, pero de tal manera que Dios permite que el rey sea impelido por sus afectos, para castigar así al pueblo”. Contesto: Sea que Dios permita, o sea que incline, el permitir o inclinar en el se produce sólo por voluntad y obra de Dios, puesto que la voluntad del rey no puede eludir la acción del todopoderoso Dios, ya que la voluntad de todos los hombres es arrastrada por Dios al querer y al hacer, ya sea buena o mala la voluntad. Pero que hayamos hecho de la voluntad particular del rey una sentencia de aplicación general, creo que esto no lo hicimos ni por ineptitud ni por ignorancia. En efecto: si el corazón del rey, a pesar de que parece gozar de máxima libertad y dominar a los demás, no puede querer más que aquello hacia lo cual Dios lo inclina, ¡cuánto menos puede hacerlo otro hombre alguno! Y esta deducción seria valida no sólo respecto de la voluntad del rey, sino también respecto de la de otro hombre cualquiera. Pues si un hombre, por más insignificante que sea la posición que ocupa, no puede querer ante Dios sino aquello hacia lo cual Dios lo inclina, cabe afirmar lo mismo en cuanto a todos los hombres. Así, el hecho de que Balaam no haya podido decir lo que quería, es un argumento bíblico convincente de que el hombre no es dueño de si mismo ni puede elegir o llevar a cabo libremente su obra. De no ser así, ningún ejemplo presentado en las Escrituras tendría validez.
A continuación de esto, y después de haber dicho que “testimonios como los que Lutero cita de este libro, podrían citarse muchos, pero son testimonios que con una interpretación adecuada pueden esgrimirse tanto a favor como en contra del libre albedrío”, la Disquisición aduce finalmente aquel arma de Lutero que cual lanza de Aquiles, es de impacto infalible, a saber, el texto de Juan, capítulo 15: “Sin mí nada podéis hacer, etc.”. Ni yo mismo puedo dejar de admirar la rara habilidad retórica de ese defensor del libre albedrío, que enseña a modificar los testimonios de la Escritura según convenga, mediante interpretaciones apropiadas, de manera que en realidad sirvan de prueba a favor del libre albedrío, es decir, que logren no !o que deben lograr, sino lo que es de nuestro agrado. Admirable es también cómo fingen temer aquel solo proyectil de Aquiles, para que el lector estólido, una vez refutado este texto probatorio de Lutero, crea que todo lo demás son pamplinas. Pero ya la observaré muy bien a esa grandilocuente y heroica Disquisición para ver con qué poder superará a mi Aquiles; porque hasta ahora no derrotó a un solo soldado raso, ni siquiera a Tersites; antes bien, se abatió a sí misma del modo más lamentable con sus propias armas. Esa Disquisición, pues, mete mano a la vocecilla ‘nada’ y la degüella con un cúmulo de palabras y ejemplos, y mediante una interpretación apropiada consigue que ‘nada’ pueda significar lo mismo que ‘poco’ e ‘imperfecto’; es decir, con otras palabras desarrolla lo mismo que los sofistas han enseñado hasta el día de hoy acerca de este texto: “Sin mí nada podéis hacer, quiere decir, no lo podéis hacer en forma perfecta”. Esta glosa, caída en desuso ya hace tiempo y corroída, la Disquisición con su destreza retórica nos la quiere vender como nueva, con tanto ahínco como si ella fuese la primera en presentarla, y como si nunca antes se la hubiese oído, y como si quisiera exhibirla te nosotros a guisa de cosa milagrosa. Al mismo tiempo empero, se muestra enteramente segura y no piensa para nada en el texto mismo en el contexto posterior y anterior que es de donde ha de elaborarse el correcto entendimiento. Y ni hablemos de que con tantas labras y tantos ejemplos comprueba que el vocablo ‘nada’ puede arce en este pasaje en el sentido de ‘poco’ e ‘imperfecto’ ¿acaso estamos discutiendo aquí si se puede tomar el término en este sentido? ninguna manera, sino que debía probarse si hay que tomarlo tal sentido! Quiere decir entonces que el único resultado de toda brillante interpretación si es que tiene algún resultado es a aquel texto de Juan se le quita claridad y se lo torna ambiguo o es extraño que así suceda, ya que la Disquisición se esfuerza singular afán en caracterizar las Escrituras de Dios como también toda su extensión, para no verse obligada a usarlas, y en caracterizar en cambio como palabra segura las afirmaciones de los Antiguos, para que así sea lícito abusar de ellas. ¡En verdad, una religión rara donde las palabras de Dios son inútiles, y útiles las ras de los hombres!
Pero lo más grandioso es ver qué bien concuerda la Disquisición consigo misma. ‘Nada’ puede tomarse en el sentido de ‘poco’: Y en este sentido (dice) es muy cierto que sin Cristo no podemos hacer nada; pues él habla del fruto del evangelio, fruto que se produce sólo en los que permanecen unidos a la vid, que es Cristo, etc.”. Aquí la Disquisición misma confiesa que el fruto sólo se produce en los que permanecen unidos a la vid, y esto lo hace en aquella misma interpretación adecuada donde prueba que ‘nada’ es lo mismo que ‘poco’ e ‘imperfecto’. Pero quizás haya que interpretar también el adverbio ‘no’ en forma adecuada, para indicar que el fruto del evangelio se produce sin que uno esté unido a Cristo [extra Christum], de cierta otra manera, o en medida reducida e imperfecta; y así predicaremos que personas impías, separadas de Cristo, que por estar dominadas por Satanás incluso luchan contra Cristo, pueden rendir una cierta medida de frutos para vida eterna, esto es, que los adversarios de Cristo actúan a favor de él. Pero dejemos estas cosas. En cambio, quisiera que se me enseñe aquí un modo cómo se puede hacer frente a los herejes que quieren aplicar este procedimiento a la Escritura entera e insisten en que ‘nada’ y ‘no’ se deben tomar en el sentido de ‘imperfecto’, como por ejemplo: “sin él nada ha sido hecho” es igual a ‘sin él poco ha sido hecho’. 0: “Dijo el necio en su corazón: no hay Dios” es igual a ‘Dios es imperfecto’. 0: “Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” es igual a: ‘en escasa medida nos hicimos’. ¡Quién enumerará los textos bíblicos en que aparecen las palabras ‘nada’ y ‘no’! ¿Habremos de decir en cada caso: Aquí debe aguardarse la interpretación adecuada? Por supuesto, a cada hereje le parece adecuada la suya propia. Pero ¿acaso se está ‘desatando nudos’ si se abre la puerta a hombres de mente corrupta y espíritu falaz para que actúen con tan grande arbitrariedad? A ti que tan poca importancia das a la certeza de la Sagrada Escritura, creo que esta arbitrariedad en la interpretación te podría parecer adecuada; pero a nosotros, que nos esforzamos por dar firmeza a las conciencia; nada nos puede resultar más inadecuado, más nocivo ni más funesto que esta ‘adecuada interpretación’. Oye pues, grande vencedora, del Aquiles luterano: si no eres capaz de probar que el ‘nada’ en este pasaje no sólo puede tomarse sino que debe tomarse en el sentido de ‘poco’, toda tu diligencia en acumular palabras y ejemplos fue en vano y nada más que un luchar con pajas secas contra las llamas. ¿Qué nos importa tu ‘posibilidad’, si lo que debías probar era la ‘necesidad’? Si no puedes aportar esta prueba, nos quedamos con el significado natural y gramatical del vocablo y nos reímos de tus tropas y de tus triunfos.
¿Dónde queda ahora tu opinión aceptable que establecía que el libre albedrío no puede querer nada de bueno? Pero tal vez se hace presente por fin la ‘interpretación adecuada’ de que ‘nada de bueno’ significa ‘algo de bueno’, según un procedimiento gramatical y dialéctico simplemente inaudito que convierte ‘nada’ en ‘algo’, un procedimiento que entre los dialécticos habría sido inadmisible, ya que ‘nada’ y ‘algo’ son términos contradictorios. Y ¿dónde queda aquello otro, de que creemos que Satanás es el príncipe del mundo el que según el testimonio de Cristo y de Pablo reina en la voluntad y en el corazón de los hombres que son sus cautivos y servidores? Este, a saber, el león rugiente ello, el enemigo implacable e incesante de la gracia de Dios y de la salvación del hombre, ¿permitirá él que el hombre, esclavo suyo y parte de su reino, tienda hacia lo bueno con impulso alguno o en momento alguno, con lo cual podría evadirse de su reino? ¿No lo incitará antes bien y lo apremiará para que quiera y haga con todas sus fuerzas lo contrario de la gracia? ¡Si tal es su furor contra los hombres que apenas los justos y los que obran guiados por el Espíritu de Dios le resisten y quieren lo bueno y lo hacen! Tú que te imaginas que la voluntad humana se halla colocada en un campo neutral y libre (in medio libero positam) y está librada a sus propios impulsos, fácilmente te imaginas también que existe un esfuerzo de la voluntad tanto en dirección a lo bueno como en dirección a lo malo, puesto que en opinión tuya, tanto Dios como el diablo se hallan a enorme distancia, y no son más que simples espectadores de lo que hace aquella mutable y libre voluntad; en cambio, que precisamente ellos, tan enemistados entre si, son los que impulsan y dirigen esta voluntad esclava (serva), esto no lo crees. Sin embargo, con sólo creer esto queda suficientemente respaldada nuestra opinión, y postrado en tierra el libre albedrío, como ya lo expusimos anteriormente. Pues o el gobierno de Satanás sobre los hombres es una nada, y entonces mintió Cristo, o, si su gobierno es tal como Cristo lo describe, el libre albedrío es una nada, y no otra cosa que una bestia de carga de Satanás, cautiva y sin posibilidad de ser liberada, a menos que el diablo sea expulsado por el dedo de Dios. De todo esto creo que puedes entender con suficiente claridad, mi estimada Disquisición, qué es y qué peso tiene lo que suele decir tu autor que tanto detesta la aserción del obstinado Lutero; a saber, tu Erasmo afirma que en la defensa de su tesis, Lutero insiste mucho en textos escriturales que sin embargo pueden aclararse (dissolvi, resolverse) con una sola palabrita. De hecho tal afirmación no tiene peso alguno, pues, ¿quién no sabe que todas las Escrituras pueden aclararse con una sola palabrita? Esto lo sabíamos muy bien aun antes de haber oído el nombre de Erasmo. Pero la pregunta es: ¿es suficiente aclarar la Escritura con una palabrita? Aquí disputamos acerca de si la aclaración es correcta, y si la Escritura debe aclararse de esta manera. A esto es preciso que Erasmo dirija sus miradas; ya verá entonces cuán fácil es aclarar las Escrituras, y cuán detestable la obstinación de Lutero. Verá empero que resultarán ineficaces no sólo las palabritas, sino todas las puertas del infierno.
Y bien: lo que la Disquisición no logra hacer en apoyo de su posición afirmativa, hagámoslo nosotros aunque no tenemos ninguna obligación de aducir pruebas para nuestro “NO” y arranquémosle por la fuerza de los argumentos la confesión de que el vocablo ‘nada’ en este texto no sólo puede ser tomado sino tiene que ser tomado no en el sentido de ‘poco’ sino en el sentido que el vocablo tiene por su misma naturaleza. Lo haremos empero en añadidura a aquel argumento irrebatible que ya nos aseguró la victoria, a saber, que las palabras deben tomarse conforme al uso natural de su significado a menos que se haya demostrado lo contrario, cosa que la Disquisición no hizo ni puede hacer. Y le arrancaremos esta confesión en primer lugar haciendo referencia a la naturaleza misma del asunto, a saber, al hecho de que queda claramente demostrado por textos escriturales ni ambiguos ni oscuros que Satanás es con mucho el príncipe más poderoso y astuto del mundo (como ya dijimos antes); donde reina éste, la voluntad humana ya no es libre ni dueña de sí misma, sino esclava del pecado y de Satanás, incapaz de querer sino lo que aquel amo [princeps] suyo desea. Éste empero no le permitirá querer nada bueno, bien que aun sin que el hombre estuviera dominado por Satanás, el mismo pecado que lo tiene esclavizado pesaría sobre él lo suficiente como para que no pudiera querer lo bueno. Además, el contexto mismo de las palabras, tan altivamente desdeñado por la Disquisición pese a que en mis Aserciones lo comenté con suficiente amplitud, la obliga a llegar al mismo resultado. En efecto, Cristo prosigue en Juan 15 de la manera siguiente: “El que no permanece en mí será echado fuera como pámpano, y se seca¬rá; y lo recogen y lo echan en el fuego y arderá”. Esto, digo, lo pasó por alto la Disquisición con gran habilidad retórica, y abrigó la esperanza de que esos incultos luteranos no se darían cuenta de ello. Sin embargo, no se te escapará que en este pasaje, Cristo mismo como intérprete de su parábola del pámpano y la vid deja sentado con suficiente claridad qué quiere decir con la palabra ‘nada’, a saber, que el hombre que no está unido a Cristo, es echado fuera y se seca. Pero esto de ser echado fuera y secarse, ¿qué otra cosa puede sig¬nificar sino ser entregado al diablo y llegar a ser cada día peor? Llegar a ser peor, sin embargo, no es ser capaz de algo o esforzarse por algo. El pámpano que se va secando, más se convierte en material, para el fuego cuanto más se seca. Si Cristo mismo no hubiese am¬pliado y aplicado esta parábola de esta manera, nadie habría osado ampliarla y aplicarla así. Consta pues que el término ‘nada’ que apare¬ce en este pasaje debe ser tomado propiamente, eh el sentido natural que el vocablo tiene. Veamos ahora también los ejemplos con que la Disquisición prueba que en alguna parte, ‘nada’ es tomado en el sen¬tido de “poco”; así podremos demostrar también en este punto que la Disquisición es nula en cuanto a su valor y su efecto, y que, aun donde hace esfuerzos por convencer mediante ejemplos, dichos es¬fuerzos no conducen a nada ; tal es, en toda su extensión y desde todo punto de vista, la nulidad de esta producción de Erasmo. “De una persona que no consigue lo que quiere conseguir”, afirma la Disquisición, “por lo común se dice que “no acierta en nada”; y no obstante, frecuente ver que el que se empeña en alguna cosa, poco a poco va progresando”. Confieso que jamás oí que esto fuera un dicho co¬mún; debe ser por lo tanto una libre invención tuya. Las palabras han de enfocarse (como se dice) según la materia de que tratan y conforme a la intención del que las dice. Ahora bien: nadie llama `nada’ a aquello que uno hace objeto de sus esfuerzos; y el que habla de no acertar en nada, no habla del esfuerzo sino del resultado; pues el resultado es lo que tiene, en vista el que dice: aquél no cierta en nada o no logra nada; es decir, no lo alcanzó, no lo consi¬guió. Además, si este ejemplo fuera de peso que sin embargo no lo es nos apoya más bien a nosotros. Pues éste es precisamente el punto en que insistimos y que queremos poner en claro: que el libre albedrío emprende muchas cosas que sin embargo ante Dios no son nada. ¿De qué le sirve esforzarse, si no consigue lo que ansía? Así que: a dondequiera que la Disquisición se dirija, siempre tropezará y se refutará a sí misma, como suele acontecer a los que defienden una mala causa. Así hace mal uso también de aquel ejemplo que cita de Pablo: “Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento” sal. “Lo que es de mínima importancia y de por sí inútil, dice, esto lo llama ‘nada”. ¿Quién llama? ¿Tú, Disquisición, dictaminas que el ministerio de la palabra es de por sí inútil y cosa de mínima importancia, este mismo ministerio, qué Pablo ensalza tanto en toda oportunidad, y en especial en 2ª Corintios, capítulo 3, donde lo llama ‘ministerio de vida y de gloria’? Nuevamente haces caso omiso de la materia que se está tratando y de la intención del que habla. En lo que al dar crecimiento se refiere, el que planta y el que riega no son nada; pero para plantar y regar, de ninguna manera son ‘nada’, puesto que la más sublime obra del Espíritu en la iglesia de Dios es el enseñar y exhortar. Esto es lo que Pablo quiere indicar, y esto es también lo que sus palabras revelan con toda claridad. Y bien, valga también este ejemplo mal empleado; el mismo nos apoya una vez más a nosotros. Pues nosotros vamos a esto: que el libre albedrío es nada, vale decir, es de por sí inútil atete Dios, como tú lo expones; pues de este modo de ser estamos hablando, sabiendo muy bien que la voluntad impía es ‘algo’ y no simplemente ‘nada’.
Está además aquel texto de 1ª Corintios, capítulo 13: “Si no tengo amor, nada soy”. No veo por qué la Disquisición aduce este ejemplo, a no ser que haya querido causar impresión con la abundancia de citas [nisi numerum et copiam quaesierit], o que nos haya creído desprovistos de armas con que pudiéramos abatirla. Pues verdadera y propiamente, quien no tiene amor, es nada ante Dios. Esto es precisamente lo que enseñamos con respecto al libre albedrío, por lo que este ejemplo también habla a favor nuestro en contra de la misma Disquisición, a menos que ésta ignore en qué frente estamos luchando. El hecho es que no hablamos de “cómo se es desde el punto de vista de la naturaleza, sino de cómo se es desde el punto de vista de la gracia”, como se dice “non de esse naturae, sed de esse gratiae”. Sabemos que el libre albedrío tal como se encuentra en el hombre conforme a su naturaleza, hace algo: come, bebe, engendra, gobierna; digo esto para que la Disquisición no se burle de nosotros con ese disparate, que ella considera un argumento muy sutil, de que “si insistimos tanto en aquel vocablo ‘nada’, no se podría ni siquiera pecar sin la ayuda de Cristo, a pesar de que Lutero admitió que el libre albedrío no tiene poder alguno sino para pecar”; ¡tales necedades gusta proferir la sabia Disquisición en una cuestión tan seria! Decimos, en efecto, que aun situado fuera de la gracia de Dios, el hombre permanece no obstante bajo la omnipotencia general del Dios que hace, mueve e impulsa todo en su curso necesario e infalible; pero lo que hace el hombre así impulsado es nada, quiere decir, no tiene ningún valor ante Dios, y es considerado pecado y nada más que pecado. De está manera, el que es sin amor, es ‘nada’ en la gracia. ¿Por qué es en¬tonces que la Disquisición, a pesar de admitir que en este lugar ha¬blamos del fruto evangélico que sin Cristo no se puede producir, aquí de pronto se aparta de la realidad del problema, entona una canción nueva y se viene con sofismas respecto de obra natural y fruto hu¬mano? El único motivo puede ser éste: quien está privado de la verdad, en todo punto está en discrepancia consigo mismo. Lo mismo sucede con el texto de Juan 3: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo”. Juan Bautista habla de un hombre que evidentemente ya era ‘algo’; y con respecto a este hombre dice que ‘no puede recibir nada’, a saber, no puede recibir el Espíritu y sus dones, que de éste estaba hablando, no de lo referente a la naturaleza. Y por cierto; tampoco tenía ninguna necesidad ¿le que la Disquisición oficiara de maestra y le enseñara que el hombre ya posee ojos, nariz, oídos, boca, manos, mente, voluntad, razón y todo lo que constituye al hombre; ¿o cree la Disquisición que Juan Bau¬tista era tan mentecato que al mencionar, al hombre, pensó en el caos de Platón o en el vacío de Leucipo o en el infinito de Aristóteles, o en alguna otra ‘nada’, que sólo mediante un don del cielo puede llegar a ser ‘algo’? ¡Esto sí que se llama citar ejemplos de las Escrituras, si en una cuestión de tanta importancia se obra deliberadamente con tan poca seriedad! ¿A qué viene por lo tanto todo este despliegue de palabras con que la Disquisición nos enseña que el fuego, el huir de lo malo, el tender hacia lo bueno y otras cosas más proceden del cielo? ¿Acaso hay alguno que no lo sepa o lo niegue? Nosotros hablamos de la gracia y, como la Disquisición misma admite, de Cris¬to y del fruto evangélico; ella en cambio se entrega entre tanto a fantasías respecto de la naturaleza, trata de ganar tiempo, dilata el asunto, y engaña al lector inculto. Pero con todo esto, no sólo no aduce ejemplo alguno donde ‘nada’ sea tomado en el sentido de ‘poco’, como se había propuesto hacerlo, sino que además revela claramente que no entiende o no tiene interés en saber qué es Cristo, qué es la gracia, o en qué sentido son diferentes la gracia y la naturaleza, cosa que sabían incluso los más indoctos de los sofistas en cuyas es¬ cuelas el conocimiento de esta diferencia era común y corriente por la frecuencia con que la trataban. Al mismo tiempo no se da cuenta de que todos sus ejemplos apoyan la tesis nuestra y destruyen la de ella. En efecto, el dicho de Juan Bautista de que el hombre no puede recibir nada si no le fuere dado del cielo, prueba que el libre albedrío es una nada. As: es como cae derrotado mi Aquiles cuando la Disquisición le facilita las armas con las que ella misma, despojada e indefensa, es aniquilada. Así es como con una sola palabrita se aclaran las Escrituras en las que tanto insiste aquel obstinado Lutero con sus aserciones.
Después de esto, la Disquisición presenta una gran cantidad de ejemplos, con el único resultado de que según su costumbre desvía la atención del lector ignorante a otra cosa y entretanto se olvida por completo del tema en discusión. He aquí algunos casos: verdad es que Dios preserva la nave, pero el navegante la conduce al puerto; por ende, también el navegante hace algo. Este ejemplo atribuye a cada uno una obra distinta: a Dios la de preservar, al navegante la de conducir. Además, si el ejemplo prueba algo, es esto: que la obra de preservar es enteramente obra de Dios, y la de conducir, enteramente obra del navegante; y no obstante, es un ejemplo hermoso y apropiado. Del mismo estilo es esto otro: El agricultor levanta la cosecha, Dios empero la dio: nuevamente son diferentes las obras que se atribuyen a Dios y al hombre, a menos que la Disquisición quiera hacer del agricultor al mismo tiempo el Creador que dio la cosecha. Pero aunque se atribuyan a Dios y al hombre las mismas obras, ¿qué se logra con estos ejemplos? únicamente se logra demostrar que la criatura coopera con el Dios operante. Pero ¿estamos disputando ahora acerca de la cooperación? ¿Acaso nuestro tema no es más bien la fuerza propia y la actuación del libre albedrío? ¿Hacia dónde se nos escapó, pues, ese orador que iba a hablar acerca de la palmera y ahora no habla más que de la calabaza? Comenzó a fabricar un ánfora; ¿por qué resultó una orza? También nosotros sabemos que Pablo coopera con Dios en la instrucción de los cristianos de Corinto, si bien la tarea de ambos es diferente: mientras el apóstol predica por fuera, Dios enseña por dentro. De igual modo coopera también con Dios en una y la misma obra, a saber, cuando habla movido por el Espíritu de Dios. Pues esto es lo que nosotros afirmamos y sostenemos: que al obrar todo en todos, independientemente de la gracia del Espíritu, Dios obra también en los impíos, puesto que a, la creación entera, obra exclusiva suya, él solo también la mueve, impele y arrastra con el impulso de su omnipotencia que la criatura no puede eludir ni modificar; antes bien, no puede sino seguirlo y obedecerle, cada cual conforme a la medida de su .fuerza que Dios le ha dado. De esta manera todo lo creado, incluso lo que es impío, coopera con Dios. Además, también allí donde Dios actúa con el. Espíritu de la gracia en aquellos a quienes justificó, esto es, en su reino, él es el que impulsa y mueve, y los justificados, como nuevas criaturas que son, le siguen y cooperan con él, o mejor dicho ‘son guiados’ como lo expresa Pablo. Pero realmente no era éste el lugar para tratar todo esto. El punto en discusión no es: de qué somos capaces si Dios obra en nosotros, sino: de qué somos capaces nosotros, es decir, si nosotros, habiendo sido ya creados de la nada, somos capaces de hacernos ‘algo’, o de esforzarnos, ayudados por aquel impulso general de la omnipotencia, a ser convertidos en nueva criatura del Espíritu. Aquí esperábamos de parte de la Disquisición una respuesta, no una desviación hacia otro tema. Nosotros, en efecto, respondemos en esta forma: Así como el ser humano, antes de ser creado hombre, no hace ni intenta nada para llegar a ser una criatura, así tampoco después, una vez hecho y creado, hace o intenta algo para permanecer siendo una criatura, sino que tanto lo uno como lo otro se hace exclusivamente por voluntad de la omnipotente fuerza y bondad de Dios que nos ha creado y nos mantiene sin intervención nuestra, pero no obra en nosotros sin que nosotros participemos, ya que nos creó y guardó para el fin de que él obre en nosotros y nosotros cooperemos con él, sea que ello ocurra fuera dé su reino por medio de la omnipotencia general, o dentro de su reino por medio de la fuerza particular de su Espíritu. Decimos además lo siguiente: Antes de ser renovado y transformado en nueva criatura del reino del Espíritu, el hombre no hace nada ni realiza esfuerzo alguno que lo acondicione para esta renovación y este reino; y luego, una vez regenerado, tampoco hace nada ni realiza esfuerzo alguno que le asegure la permanencia en este reino, sino que ambas cosas se deben exclusivamente al Espíritu que obra en nosotros: él nos regenera sin intervención nuestra, y nos conserva una vez regenerados, como dice también Santiago: “De su voluntad nos hizo nacer por la palabra de su poder (virtutis) para que seamos primicias de sus criaturas”; aquí se habla de la criatura renovada. Sin embargo, Dios no obra sin que nosotros participemos, dado que para esto mismo nos hizo renacer y nos conserva: para que él obre en nosotros, y nosotros cooperemos con él. Así él predica por medio de nosotros, y por medio de nosotros se apiada de los pobres y consuela a los afligidos. Y bien: ¿qué se atribuye a partir de ahí al libre albedrío? Más aún: ¿qué queda para él? Nada, absolutamente nada.
Léete, pues, cinco o seis páginas de la Disquisición donde tras haber citado ejemplos de este tipo y bellísimos textos y parábolas del Evangelio y de Pablo, no hace otra cosa que demostrarnos que en las Escrituras se hallan textos en cantidad innumerable (como dice ella) que versan sobre la cooperación y el auxilio de Dios. Si yo saco entonces de dichos textos la siguiente conclusión: “El hombre no puede hacer nada sin la gracia auxiliadora de Dios, por lo tanto ninguna obra del hombre es buena”, la Disquisición me replica con otra conclusión y dice, recurriendo a una inversión retórica: “Al contrario: no hay cosa que el hombre no pueda hacer si lo auxilia la gracia de Dios, luego todas las obras del hombre pueden ser buenas. Por ende, cuantos textos hay en las Escrituras divinas que mencionan el auxilio, tantos hay que constatan la existencia del libre albedrío; tales textos empero son incontables. En consecuencia: si se evalúa la cuestión según el número de textos probatorios, la victoria será mía”. He aquí lo que opina la Disquisición: ¿Te parece que al escribir esto estuvo lo suficientemente sobria o en su sano juicio? No quisiera insinuar que el móvil fue su maldad o indolencia; pero quizás quiso atormentarme produciéndome un perpetuo malestar con esa su costumbre, evidenciada por doquier, de tratar constantemente cosas diferentes de las que se había propuesto. Pues bien: si la Disquisición se dio el gusto de decir tonterías en una cuestión de tamaña importancia, démonos también nosotros el gusto de desenmascarar públicamente estas deliberadas tonterías. En primer lugar: que todas las obras del hombre pueden ser buenas si son hechas con el auxilio de la gracia de Dios; y que con el auxilio de la gracia de Dios, el hombre lo puede todo: no es éste el punto que discutimos, ni tampoco es cosa que ignoramos. Sin embargo, nos asombra sobremanera lo desordenado de tu pensamiento: te habías propuesto escribir acerca del poder del libre albedrío, y de hecho escribes acerca del poder de la gracia de Dios. Además, te atreves a decir públicamente, como si todos los hombres fuesen unos trancas y bodoques, que la existencia del libre albedrío queda establecida por los textos de la Escritura que ensalzan el auxilio de la gracia de Dios; y no termina aquí tu osadía, sino que incluso te cantas a ti mismo un, panegírico como vencedor y triunfador cubierto de gloria. Ahora sé en verdad, por tu mismo decir y hacer, qué es y qué puede el libre albedrío, a saber: cometer locuras. Dime, por favor: ¿qué puede haber en ti que se expresa de esta manera, si no es precisamente este libre albedrío? Escucha esto, que son tus propias conclusiones: La Escritura ensalza la gracia de Dios, luego prueba la existencia del libre albedrío; la Escritura ensalza el auxilio de la gracia de Dios, luego establece la existencia del libre albedrío. ¿De qué tratado de Dialéctica aprendiste a hacer semejantes razonamientos? ¿Por qué no decir a la inversa: Se predica la gracia, luego se anula el libre albedrío; se ensalza el auxilio de la gracia, luego se destruye el libre albedrío? En efecto: ¿para qué se concede la gracia? Será para que el vanidoso’ libre albedrío, suficientemente fuerte en sí mismo, se exhiba y juegue con ella, como con un adorno superfluo, en los días de carnaval (diebus bachanalibus). Por consiguiente, yo también invertiré el razonamiento, y a pesar de que no soy orador, lo haré con una retórica más sólida que la tuya: cuantos textos hay en las Escrituras divinas que hacen mención del auxilio, tantos hay que anulan el libre albedrío, Y tales textos se hallan en cantidad innumerable. Así que si se evalúa la cuestión según el número de textos probatorios, la victoria será mía. Pues ¿por qué hay necesidad de la gracia?, ¿por qué se da el auxilio de la gracia? Porque el libre albedrío en sí no tiene poder alguno, y, como lo formuló la misma Disquisición en su ‘opinión aceptable’, no es capaz de querer lo bueno. Por ende, cuando se ensalza la gracia y se predica el auxilio de la gracia, al mismo tiempo se predica la impotencia del libre albedrío. Esto es un razonamiento correcto y una conclusión de buena ley que ni las puertas del infierno podrán invalidar.
Con esto pondremos fin a la defensa de nuestras tesis rechazadas por la Disquisición, para que el libro no adquiera proporciones desmesuradas; lo que resta será tratado, si es que lo merece, cuando pasemos a formular aserciones en cuanto a la cuestión que nos ocupa. Pues lo que Erasmo repite en el Epílogo de su obra, que si la opinión nuestra permaneciera en pie, serían en vano los tantos mandamientos, las tantas amenazas y promesas, y no quedaría lugar para méritos, deméritos, recompensas ni castigos’, y además, que ‘sería difícil defender la misericordia, y aun la justicia de Dios si éste condenara a los que pecan sin poder evitarlo (necessario peccantes) y tras graves derivaciones más que tanto tropiezo ocasionaron a los más ilustres hombres que hasta los hicieron caer, de todo esto dimos cuenta en párrafos anteriores. Aquella poción de compromiso [mediocritatem] que Erasmo aconseja adoptar, creo que con buena intención, saber, que concedamos al libre albedrío una facultad siquiera ínfima, para que así sea más fácil remover las contradicciones en las Escrituras y los recién mencionados inconvenientes esa posición de compromiso tampoco la toleramos ni aceptamos. Pues con ella no se atribuye en nada a la solución del problema ni se adelanta un solo so. Al contrario: a menos que lo atribuyas todo por entero al libre albedrío, como hacían los pelagianos, permanecen ineludiblemente las contradicciones en las Escrituras, se anula el mérito y la recompensa, anula también la misericordia y la justicia de Dios, y persisten dos estos inconvenientes que queremos evitar con atribuirle al líe albedrío una fuerza ínfima e ineficaz, como acabamos de demostrar con suficiente claridad. Por esto es preciso ir hasta el extremo y negar el libre albedrío por entero y atribuirlo todo a Dios; así no habrá contradicción en la Escritura, y los inconvenientes, si no son removidos, se hacen tolerables.
Una cosa te pido, Erasmo: que no creas que al tratar este problema me dejo llevar más por el afán de discutir que por la serena reflexión. No permito que se me atribuya la hipocresía de opinar una cosa y escribir otra; tampoco fui arrastrado por el ardor apologético (como me lo reprochas en tu escrito) a negar sólo ahora el libre albedrío en forma radical, cuando anteriormente le había atribuido alguna facultad. Sé que en todos mis libros no me, puedes mostrar un solo pasaje donde se diga tal cosa. En cambio hay tesis y tratados míos en que afirmo constantemente, y así lo hago hasta el día de hoy, que el libre albedrío es una nada y una cosa que existe sólo de nombre (ésta es la expresión que usé entonces). Así opiné y escribí vencido por la verdad y provocado y obligado por la disputación. Que mi forma de proceder haya sido demasiado apasionada esta culpa la admito, si es que se la puede llamar culpa-- en realidad me alegro sobremanera de que al defender la causa de Dios, yo reciba de parte del mundo este testimonio. ¡Ah, si Dios mismo lo confirmara en el día postrero! ¡Quién más feliz entonces que Lutero, si su siglo le extiende como recomendación el tan valioso testimonio de que abogó por la causa de la verdad no en una forma tibia y fraudulenta, sino bastante apasionada, o mejor dicho, excesivamente apasionada! De ser así, felizmente no caeré bajo la terrible sentencia de Jeremías: “¡Maldito el, que hace la obra de Dios negligentemente!”. Mas si parezco haber sido demasiado duro también con tu Disquisición, perdónamelo. Pues no lo hice con malas intenciones, sino porque me inquietó profundamente el hecha de que cargabas con todo el peso de tu autoridad contra esta causa de Cristo, si bien en cuanto a la doctrina [eruditionem] y el problema mismo, tu embestida resultó inoperante. ¿Quién, en efecto, puede ejercer sobre su pluma un dominio completo? Llega el momento en que .se le’ enardece. Tú, que en el afán de moderarte casi careces por entero de fuego en este libro, lanzas no obstante con frecuencia dardos encendidos y virulentos, al punto de que pareces ser un hombre lleno de ponzoña, a menos que el lector sea una persona muy propicia y muy inclinada a tu favor. Pero estas son cosas que realmente no vienen al caso y que debemos perdonarnos uno al otro sin resquemores; porque hombres somos, y nada de lo que es humano nos es extraño.
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