por Martín Lutero
1530
"Das der freie wille nichts sey" --Que el libre albedrío es una nada.
Índice
VII.La Iglesia Escondida
VIII.El Albedrío Humano
VII
La Iglesia Escondida
Mucho de lo que dices lo tomas de lo que es de uso común y se habla en público, y no crees cuánto pierde en credibilidad y autoridad si se lo hace comparecer ante el tribunal de la conciencia. Bien dice el proverbio: A muchos se los tiene por santos en esta tierra y sus almas están en el infierno. Pero si así lo quieres, admitiremos que, en efecto, todos eran santos, todos tenían el Espíritu, todos hacían milagros (lo que es admitir más de lo que tú pides); dime entonces: ¿hay entre ellos uno solo que haya sido santo, haya recibido el Espíritu y haya hecho milagros en el nombre o poder del libre albedrío, o para corroborar el dogma del libre albedrío? De ninguna manera dirás tú , antes bien, todas estas cosas fueron hechas en el nombre y poder de Jesucristo y favorecen el dogma de Cristo. Luego ¿por qué aduces la santidad de aquellas personas, su espíritu y milagros en pro del dogma del libre albedrío, si estos dones no han sido dados ni hechos en pro de ese dogma? Por lo tanto, los milagros, el espíritu y la santidad de aquéllos están del lado nuestro, que predicamos a Jesucristo, y no fuerzas u obras de los hombres. ¿Por qué habría de extrañarnos si aquellos que eran santos, llenos del espíritu y milagrosos, alguna vez fueron sorprendidos por la carne y hablaron y actuaron según la carne, cuando a los propios apóstoles en su andar en compañía de Cristo mismo les ocurrió otro tanto, y no una vez sola? Y tú tampoco niegas, sino afirmas que el libre albedrío es asunto humano, y no asunto del Espíritu o de Cristo; de ahí que el Espíritu, prometido como glorificador de Cristo, de ninguna manera puede predicar el libre albedrío. Por consiguiente: si los padres predicaron a veces el libre albedrío, por cierto hablaron según el dictado de la carne como hombres que eran y no por el Espíritu de Dios, y mucho menos hicieron milagros en apoyo del libre albedrío. Por lo tanto tu referencia a la santidad, el espíritu y los milagros de los padres no cabe, porque estos tres son prueba no del libre albedrío, sino del dogma acerca de Jesucristo en contra del dogma del libre albedrío.
Pero ¡seguid adelante, también ahora, los que sois defensores del libre albedrío y afirmáis que un dogma tal es verídico, esto es, procedente del Espíritu de Dios! También ahora, digo, mostrad el espíritu, haced milagros, poned de manifiesto la santidad. Por cierto, es esto un deber ineludible de vosotros, que afirmáis el libre albedrío, ante nosotros que lo negamos. De nosotros, que negamos el libre albedrío, no se debe exigir espíritu, santidad y milagros como pruebas; de vosotros en cambio, que lo afirmáis, sí que se los debe exigir. Cuando los que niegan el libre albedrío no se atribuyen ningún poder, el asunto queda en nada: no están en la obligación de probar nada, y no hay nada que deba ser probado; en cambio, los que afirman el libre albedrío, deben aportar pruebas de que éste existe y es eficaz. Vosotros afirmáis que el libre albedrío es una fuerza y un asunto humano; pero hasta ahora no se ha visto ni oído que Dios haya hecho un milagro en prueba de algún dogma referente a asunto humano, sino sólo en prueba de un dogma referente a asunto divino. Nosotros, empero, tenemos el mandato de no admitir bajo ningún concepto dogma alguno que no haya sido probado previamente mediante señales divinas, Deut. 13. Y hay más: la Escritura llama al hombre "vanidad y mentira", lo que equivale a "todas las cosas humanas son vanas y mentirosas". ¡Adelante, pues! ¡Adelante digo, y probad que vuestro dogma basado en vanidad humana y mentira es verdad! ¿Dónde está aquí la demostración del Espíritu? ¿Dónde la santidad?, ¿dónde los milagros? Lo que veo es talento [ingenia], erudición, autoridad; pero estos dones los confirió Dios también a los gentiles. Sin embargo, no os queremos obligar a hacer grandes milagros, ni a curar un caballo rengo, no sea que salgáis con el pretexto de que este siglo es carnal"', si bien es cierto que Dios suele corroborar sus dogmas mediante milagros sin fijarse en lo carnal que es el siglo; pues Dios es movido no por los méritos o deméritos de un siglo carnal, sino por pura misericordia, gracia y amor hacia las almas que para gloria de él han de ser consolidadas en la verdad inamovible. Os damos la oportunidad de hacer un milagro a vuestra elección, por más pequeño que sea. Muy bien yo excitaré a vuestro Baal, me burlo de él y lo desafío, para que en nombre y por fuerza, del libre albedrío produzcáis siquiera una sola rana y conste que los magos paganos e impíos en Egipto pudieron producirlas en cantidades pues no quiero poneros en apuro con la exigencia de producir piojos, cosa que aquéllos tampoco lograron. Y voy a decir algo más fácil aún: atrapad una sola pulga o un piojo (ya que tentáis al Dios nuestro y os burláis de él con aquello de curar un caballo rengo): si juntando todas vuestras fuerzas y poniendo todo el empeño tanto de vuestro Dios como de vosotros mismos, lográis matar al animalito aquel en nombre y por fuerza del libre albedrío, vosotros seréis los vencedores y vuestra causa habrá triunfado; y nosotros nos apresuraremos a venir y a adorar también por parte nuestra a aquel admirable Dios exterminador de un piojo. No digo que vosotros no seáis capaces hasta de trasladar montes, pero sí digo que una cosa es afirmar que algo es hecho de algún modo por la fuerza del libre albedrío, y otra cosa muy distinta es probarlo.
Mas lo mismo que dije en cuanto a los milagros, lo digo también en cuanto a la santidad. Si en la tan larga serie de siglos, de hombres, y de todo lo demás que mencionaste, podéis indicar una silla obra (así sea levantar una pajita del suelo) o una sola palabra (aunque no sea más que la sílaba My) o un solo pensamiento (así sea el más leve suspiro) producidos por la fuerza del libre albedrío con el cual los hombres santos se aplicaron a la gracia o por el cual fueron premiados con el Espíritu o a raíz del cual lograron perdón o mediante el cual trataron alguna otra cosa con Dios por pequeña que fuese (y ni remotamente se me ocurre agregar: en atención al cual han sido santificados): si podéis indicar algo de esto, nuevamente seréis vosotros los vencedores, y nosotros los vencidos; por fuerza, digo, y en nombre del libre albedrío, pues para lo que es hecho en los hombres por fuerza de la creación divina, hay abundante testimonio en la Escritura. Y por cierto, tenéis la obligación de indicarlo; de lo contrario pareceréis maestros ridículos, ya que con tanta arrogancia y autoridad lanzáis al mundo dogmas acerca de un asunto sin aportar ni un solo dato probatorio. En efecto: se dirá, que son sueños sin ninguna consecuencia real, lo que es la mayor de las vergüenzas para tan grande cantidad de hombres eruditísimos, santísimos y milagrosos a lo largo de tantos siglos. Siendo así las cosas, nos gustan más los estoicos que vosotros. También ellos descubrieron al sabio de una manera tal como nunca lo vieron, pero al menos intentaron dar cierto retrato parcial de él. Vosotros en cambio sois totalmente incapaces de retratar nada, ni siquiera una sombra de vuestro dogma. En cuanto al Espíritu digo lo siguiente: Si de entre todos los que insisten en la existencia del libre albedrío podéis mostrarnos a uno solo que haya tenido un mínimo de vigor del ánimo o del afecto como para que en nombre y por fuerza del libre albedrío haya podido despreciar un solo centavo (obolum), renunciar a una ganancia, aguantar una sola palabra o gesto ofensivos (del desprecio de las obras, la vida, la fama ni quiero hablar): nuevamente la palma de la victoria será vuestra, y nosotros gustosamente nos daremos por vencidos. Y esto mismo nos lo tenéis que demostrar los que con tal profusión de palabras hacéis hincapié en la fuerza del libre albedrío. De lo contrario apareceréis nuevamente como los que disputan por fruslerías o haréis como aquel que miraba los juegos en un teatro vacío. Yo en cambio os podré mostrar con facilidad lo contrario; los hombres santos a quienes vosotros ponderáis, todas las veces que se acercan a Dios para orar a él o tratar con él lo hacen como, hombres que se olvidaron completamente de su propio albedrío, desesperando de si mismos, y no invocando para sí otra cosa que la sola y pura gracia, conscientes de que habrían merecido algo muy distinto. Así lo hacía a menudo Agustín, así lo hizo también Bernardo, quien en su lecho de muerte exclamó: "Eché a perder mi tiempo, porque he vivido una vida perdida". No veo aquí que se haga referencia a fuerza alguna que se aplique a si misma ala gracia; antes bien, veo que se acusa a toda fuerza por haberse apartado de la gracia. Sin embargo, en sus discusiones aquellos mismos santos se expresaron a veces en otra forma acerca del libre albedrío. Veo que a todos les ocurrió igual: cuando dirigen su atención a palabras y disputaciones, son otras personas que cuando están en juego afectos y obras. Allí, en las disputaciones, sus palabras son otras que las que anteriormente les dictara el afecto; aquí son afectados de manera distinta de lo que revelaba su modo de hablar anterior. Pero a los hombres hay que medirlos por el afecto más bien que por lo que dicen, no importa que sean piadosos o impíos.
Pero os damos aún mayores facilidades: no exigimos ni milagros ni Espíritu ni santidad, y volvamos al dogma mismo. Lo único que pedirnos es esto: que al menos nos indiquéis qué obra, qué palabra y qué pensamiento pone en acción, ensaya o hace aquella fuerza del libre albedrío para aplicarse a la gracia. Pues no basta con decir: Existe una fuerza, existe una fuerza, existe cierta fuerza del libre albedrío. ¡Nada más fácil que decir esto! Tampoco cuadra a hombres tan eruditos y santos que gozan de la aprobación de tantos siglos. Antes bien, hay que ponerle un nombre al niño (como dice el refrán alemán), hay que definir qué es aquella fuerza, qué hace, qué sufre [patiatur], qué le sucede. Por ejemplo y quiero decirlo de la manera más burda se ha de preguntar: ¿tiene aquella fuerza la obligación, o hace el intento, de orar, o de ayunar, o de trabajar, o de mortificar el cuerpo, o de dar limosnas, o de hacer otra cosa semejante? Pues si es una fuerza, alguna obra ha de emprender. Pero en este punto sois más mudos que las ranas de Serifos y los peces. ¿Y cómo habríais de definir esta fuerza, si de acuerdo a vuestro propio testimonio aún no tenéis un concepto claro respecto de ella, sino que discrepáis entre vosotros y estáis inseguros en cuanto a vuestro propio parecer? ¿Qué definición saldrá si no hay certeza acerca de la cosa misma que se quiere definir? Pero puede ser que después de los años de Platón se llegue alguna vez a un acuerdo entre vosotros en cuanto a esta fuerza, y entonces se podrá definir que su obra es orar, ayunar o hacer algo por el estilo que h asta el momento quizás yace oculto aún en las ideas de Platón ¿quién nos dará la seguridad de que vuestra definición es acertada, y que esto agrada a Dios, y que nosotros hacernos con seguridad lo recto? si para colmo, ¡vosotros mismos admitís que esta fuerza es cosa humana, que no tiene el testimonio del Espíritu, siendo que fue mencionada ya por los filósofos y estaba en el mundo antes de que viniera Cristo y antes también de que fuera enviado el Espíritu desde el cielo' De manera que no cabe ninguna duda de que este dogma no procede del cielo, sino que se originó ya antes en la tierra; se necesita por lo tanto un testimonio muy poderoso para acreditarlo como cierto y verdadero.
Convengamos pues en que nosotros somos unas pocas personas particulares, vosotros en cambio una gran multitud de personas con cargos públicos; nosotros somos gente ruda, vosotros sois de una erudición notabilísima; nosotros, incultos, vosotros, de sobresaliente ingenio; nosotros hemos nacido ayer, vosotros sois anteriores a Deucalión; lo que nosotros enseñamos, nunca se aceptó, vosotros gozáis de la aprobación de muchos siglos; además, nosotros somos pecadores, carnales, desidiosos, vosotros con vuestra santidad, Espíritu y milagros sois temibles para los mismos diablos, pero con todo, concedednos al menos el derecho que asiste también a los turcos y judíos, de demandar que nos deis la razón de vuestro dogma, como os lo mandó vuestro Pedro. Nuestra demanda, empero, es sumamente moderada, ya que no exigimos que nos probéis aquel dogma mediante demostraciones de santidad, Espíritu y, milagros, aunque bien podríamos serlo según vuestro derecho, ya que vosotros mismos planteáis esta exigencia a los demás. Hasta esto os concedemos: no aportéis ningún ejemplo de una obra o una palabra o un pensamiento para corroborar vuestro dogma, sino que simplemente lo enseñéis, y aclaréis siquiera el dogma mismo y digáis en qué sentido queréis que se lo entienda, o en qué forma podríamos quizás nosotros hacer el intento de dar un ejemplo del mismo, si es que vosotros no queréis o no podéis hacerlo. También podéis imitar al papa y a los suyos, que dicen: "Lo que decimos, hacedlo; mas no hagáis conforme a nuestras obra". Así decidnos también vosotros qué obra es exigida por aquella fuerza; nosotros nos aprestaremos a hacerla, y os dejaremos en paz. ¿0 será que no nos concederéis ni siquiera esto? Cuanto más numerosos sois que nosotros, cuanto más antiguos, cuanto más importantes, cuanto más influyentes por todos vuestros títulos, tanto más vergonzoso es para vosotros que, siendo nosotros en todo sentido una nada ante vosotros, y queriendo nosotros aprender y poner en práctica vuestro dogma, que en tales circunstancias, digo, no podáis probar ese dogma mediante algún milagro, aunque sea de un piojo reatado, o mediante algún pequeño afecto del espíritu, o por alguna insignificante obra de santidad, sino que seáis incapaces hasta de presentar un ejemplo de alguna obra o palabra; y además y esto es realmente inaudito que ni siquiera estéis en condiciones de aclarar la forma del dogma o la manera como hay que entenderlo, para que al menos pudiésemos imitarlo. ¡Ah, valientes maestros del libre albedrío! ¿Qué sois vosotros al fin y al cabo? Una voz y nada más. ¿Y quiénes son aquellos, Erasmo, que se jactan de poseer el Espíritu sin dar ninguna muestra de él, aquellos que hablan solamente, y ya quieren que se les crea? ¿No son acaso los partidarios tuyos, puestos por las nubes, que ni siquiera habláis y sin embargo hacéis tanta ostentación y planteáis tan grandes exigencias? Por esto te rogamos en nombre de Cristo, Erasmo mío, que tú y los tuyos tan siquiera nos concedáis que, aterrados por el peligro que amenaza a nuestra alma, observemos una actitud de temeroso recelo, o al menos posterguemos el asentimiento a esos dogmas, ya que tú mismo ves que no son más que palabras vacías y ruidos de sílabas, a saber: "Existe una fuerza del libre albedrío, existe una fuerza del libre albedrío", aun cuando hayáis llegado a la meta suprema de que esté probado y corroborado todo lo que afirmáis. Además, hasta el momento no hay ninguna certeza, ni entre tus propios partidarios, acerca de si esta expresión ("Existe una fuerza del libre albedrío") vale o no vale, ya que ellos mismos sostienen diversidad de opiniones y están muy lejos de concordar entre sí. Es una tremenda injusticia, más aún, es lo más lastimoso que puede haber, que con el fantasma de una sola palabrita, para colmo insegura, se atormente a nuestras conciencias que Cristo redimió con su sangre. Y si no nos dejamos atormentar, se nos declara culpables de inaudita soberbia por despreciar a tantos padres que a lo largo de tantos siglos sostuvieron la existencia del libre albedrío, si bien debe admitirse, en obsequio a la verdad, que no definieron absolutamente nada respecto del libre albedrío, como puedes ver por lo antedicho. Y tomando a aquellos padres por pretexto, se establece en su nombre el dogma del libre albedrío, a pesar de que no son capaces de hacer ver claramente su concepto ni su nombre; y así se embauca al mundo con un vocablo engañoso.
Con todo, Erasmo, recurrimos aquí al consejo que tú mismo acabas de dar, de que hay que dejar a un lado cuestiones de esa naturaleza y predicar antes bien a Cristo el Crucificado, y lo que tiene que ver realmente con la piedad cristiana (quae satis sint ad Christianam pietatem). En efecto: esto es lo que ya hace mucho tiempo estamos buscando y tratando de hacer. Pues ¿qué otro afán tenemos sino éste: que reine la doctrina cristiana en toda su simplicidad y pureza, después de abandonado y desestimado todo lo que los hombres inventaron e introdujeron como agregados? Tú en cambio, que nos das estos consejos, no te riges por ellos, antes bien haces lo contrario, escribes Disquisiciones, ensalzas los Decretos papales, ponderas la autoridad de hombres, y tratas por todos los medios de arrastrarnos hacia cosas que son extrañas y ajenas a las Sagradas Escrituras, y de revolver asuntos no necesarios, para lograr que nosotros viciemos la simplicidad y sinceridad de la piedad cristiana y la mezclemos con aditamentos humanos. De esto entendemos si dificultad que aquellos consejos tuyos no vienen de corazón, y que no hay seriedad en nada de lo que escribes, sino que confías en que con las vanas burbujas de tus palabras puedas llevar al mundo a donde tú quieras, sin embargo, no lo llevas a ninguna parte, puesto que no presentas más que meras contradicciones en todo y en cada punto, de modo que estuvo muy acertado el que te apellidó "Proteo o Vertumno en persona", o como dice Cristo: "Médico, cúrate a ti mismo". Vergonzoso es para el maestro ser refutado por su propio error.
Por lo tanto, hasta que vosotros no hayáis probado vuestra afirmación, nosotros mantendremos nuestra negación; y aunque nos sentencie todo aquel coro de santos que tú siempre mencionas, o más aún: contra el juicio del mundo entero, nos atrevemos a gloriarnos de que no tenemos ninguna necesidad de admitir la existencia de aquello que no es nada; y de aquello de que no se puede indicar con certeza qué es; y nos atrevemos además a decir que todos vosotros sois increíblemente presumidos o locos al exigir de nosotros que admitamos tal cosa, por el solo motivo de que os agrada que muchos hombres importantes de tiempos antiguos afirmen algo que según vuestra propia confesión es una nada. ¡Como si fuera tarea digna de un maestro cristiano, engañar al pobre pueblo en materia de piedad con aquello que no es nada, diciéndole que es de gran importancia para la salvación! ¿Dónde está ahora ese agudo ingenio de los griegos, que hasta el presente inventaba mentiras por lo menos bajo cierta bella apariencia, pero que aquí miente abiertamente y sin ambages? ¿Dónde está esa diligencia latina, no inferior a la griega, que de tal manera engaña y se deja engañar con un vocablo tan falto de contenido? Pero así pasa con los que leen libros imprudentemente o con mala intención, cuando convierten en artículos de suprema autoridad todo lo que en los padres y santos es producto de debilidad; la culpa la tienen entonces no los autores, sino los lectores. Es como si alguien, apoyándose en la santidad y autoridad de San Pedro, insistiese en que todo lo que San Pedro dijo en cualquier ocasión es verdad, al punto de que quisiese hacernos creer que es verdad también aquello que Pedro en la debilidad de su carne aconsejó a Cristo en Mateo 16, a saber, eludir la Pasión, o aquello otro donde mandó a Cristo que se apartase de él saliendo de la nave, y muchas otras cosas por las cuales Cristo mismo lo reprendió.
Los tales son similares a aquellos amantes de vana charla que, con intención de llevar las cosas al ridículo, dicen que no todo lo que está escrito en el Evangelio es verdad, y para demostrarlo citan el pasaje de Juan 8 donde los judíos preguntan a Cristo: "¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?", o el otro pasaje: "¡Es reo de muerte!", o aquel otro: "A éste lo hemos hallado que pervierte a nuestro pueblo y prohíbe dar tributos a César". Lo mismo, pero con otros fines, y no deliberadamente como aquellos, sino por ceguedad e ignorancia, hacen los defensores del libre albedrío: lo que los padres dijeron a favor del libre albedrío confundidos por la debilidad de su carne, ellos lo emplean incluso para oponerlo a lo que en otro lugar estos mismos padres dijeron en la fuerza del Espíritu en contra del libre albedrío; en esto insisten luego, y obligan a lo que es mejor, ceder su lugar a lo que es peor. Así resulta que otorgan autoridad a los dichos de menor valía, porque se ajustan a sus pensamientos carnales, y en cambio restan autoridad a los dichos de mayor peso, porque están en desacuerdo con sus pensamientos carnales. ¿Por qué no escogemos más bien lo mejor? Pues de esto hay mucho en los escritos de los padres. Para citar un ejemplo: ¿Puede decirse algo más carnal, o mejor dicho: más impío, más sacrílego y blasfemo que lo que expresa Jerónimo repetidas veces: "El estado de virginidad llena el cielo, y el estado matrimonial llena la tierra"? ¡Como si a los patriarcas y apóstoles y cónyuges cristianos les correspondiese la tierra, pero no el cielo; o a las vírgenes vestales que hay entre los gentiles, y que no tienen a Cristo, les correspondiera el cielo! Y no obstante, estas expresiones y otras similares que aparecen en los escritos de los padres, las escogen los sofistas, compitiendo con la cantidad (de citas) más bien que con sano juicio, como lo hizo aquel trivial Faber de Constasza, que recientemente entregó al público su perla, vale decir, su establo de Augías, para que hubiera algo que provoque náuseas y vómitos a los hombres piadosos y eruditos.
Con esto respondo a tu afirmación de que "resulta imposible creer que Dios haya disimulado durante tantos siglos el error de su iglesia y no haya revelado a uno solo de sus santos aquello que nosotros presentamos con tanta insistencia como punto principal de la doctrina del evangelio". En primer lugar, no decimos que Dios haya tolerado ese error en su iglesia, ni en ninguno de sus santos; pues la iglesia es gobernada por el Espíritu de Dios, y los santos son "guiados por el Santo Espíritu de Dios". Y Cristo "está con su iglesia hasta el fin del mundo", y "la iglesia de Dios es apoyo y columna de la verdad". Todo esto, digo, lo sabemos. Pues así dice también en el símbolo que es común a todos nosotros: "Creo una san¬ta iglesia católica", de modo que es imposible que esta iglesia yerre ni aun en el artículo más pequeño. Y aunque admitamos que algunos escogidos están sumidos en error durante su vida entera, no obstante es necesario que antes de su muerte retornen al camino recto, porque Cristo dice en Juan 8: "Nadie los arrebatará de mi mano". Pero aquí, lo difícil y lo importante es dejar bien en claro a los que tú llamas 'Iglesia' son iglesia, o más bien, si los que erra¬ron durante toda su vida, por fin antes de morir fueron llevados a la verdad [sint reducti]. Pues no se puede hacer sin más ni más esta deducción: Si Dios permitió que estuvieran en error todos aquellos que tú mencionas, hombres de máxima erudición, durante una tan larga serie de siglos, entonces Dios permitió que su iglesia estuviera en error. Fíjate c n Israel, el pueblo de Dios: entre un tan grande número de reyes, y en tan largo tiempo, no se menciona a un solo rey que no haya incurrido en error. Y en tiempos del profeta Elías, todo el pueblo, hasta donde era posible apreciarlo, se había volcado a la idolatría, al extremo de que Elías creía ser el único remanente; pero entretanto, mientras que reyes, príncipes, sacerdotes, profetas, y todo cuanto podía llamarse pueblo o iglesia de Dios, iban camino a la perdición, Dios reservó para si a siete mil. ¿Quién vio o supo que éstos eran el pueblo de Dios? Con todo esto: ¿quién se atrevería a negar aún que a la sombra [sub] de aquellos hombres destacados (en efecto: tú mencionas exclusivamente a hombres con cargos y renom¬bre públicos), Dios se conservó una iglesia entre el pueblo, y per¬mitió que todos aquellos pereciesen, siguiendo el ejemplo del reino de Israel? Dado que es una particularidad de Dios el "poner estorbos a los escogidos de Israel y hacer morir a los robustos de ellos", Sal¬mo 77, y en cambio "salvar las heces y el remanente de Israel", como dice Isaías.
¿Y qué sucedió en tiempos del propio Cristo, cuando todos los apóstoles se escandalizaron, y luego él mismo fue repudiado [negatus] y condenado a muerte por el pueblo entero, y apenas fue salvado uno que otro, un Nicodemo y un José, y más tarde el malhechor en la cruz? ¿Pero acaso aquellos [apóstoles, etc.] no fueron llamados entonces `pueblo de Dios'? Habla algunos que constituían el remanente pueblo de Dios, pero no llevaban ese nombre; y los que lo llevaban, no eran el pueblo de Dios. ¿Quién sabe si a lo largo de toda la historia del mundo, desde el comienzo mismo de la iglesia de Dios, el estado de esta iglesia no fue siempre tal que unos eran llamados pueblo y santos de Dios sin serlo, mientras que otros de entre ellos, como remanente, eran pueblo o santos sin que se los llamara así, como lo demuestra la historia de Caín y Abel, Ismael e Isaac, Esaú y Jacob? Fíjate en la era de los arrianos, cuando apenas cinco obispos en el orbe entero fueron conservados en la doctrina verdadera, y éstos para colmo fueron expulsados de sus sedes episcopales, y en cambio reinaban por todas partes los arrianos arrogándose el nombre público y el oficio de iglesia: a pesar de todo, en medio de aquellos herejes Cristo conservó a su iglesia, pero de modo tal que ni remotamente se la creía y consideraba iglesia. Y ahora que tenemos el régimen del papa, quisiera que me muestres a un solo obispo que esté desempeñando su oficio como corresponde; o un solo concilio en que se haya deliberado acerca de los asuntos pertinentes a la piedad, y no más bien acerca de palios jerarquías,contribuciones y otras bagatelas profanas que sólo un loco podría atribuir al Espíritu Santo. Y no obstante, aquellos son llamados iglesia, a pesar de que todos ellos, al menos los que llevan ese género de vida, son gente perdida y todo menos iglesia. Pero en medio de ellos, Dios conservó a su iglesia, mas sin que se la llamara iglesia. ¿A cuántos santos crees que quemaron y mataron en el espacio de unos siglos solamente aquellos inquisidores de la depravación herética, como por ejemplo a un Juan Hus y hombres semejantes a él, en cuyos tiempos sin duda vivieron muchos hombres santos animados por el mismo espíritu que ellos? ¿Por qué, Erasmo, no te extraña más bien el hecho de que desde el principio del mundo siempre hubo entre los pueblos paganos mentes más esclarecidas, mayor erudición y más ardiente empeño que entre cristianos o pueblos de Dios, como lo confiesa Cristo mismo al decir que los hijos de este siglo son más sagaces que los hijos de la luz? ¿Quién de entre los cristianos puede compararse en ingenio, erudición y acribia con un Cicerón, por no hablar de los griegos? Por lo tanto, ¿cuál habrá sido, en opinión nuestra, el, obstáculo para que ninguno de aquellos pudiera alcanzar la gracia, pese a que sisa duda ejercieron con máxima energía el libre albedrío? Que entre todos ellos no haya habido ninguno que con muy sincero empeño buscara la verdad, esto nadie se atreverá a afirmarlo. Sin embargo, no se puede menos que aseverar que ninguno la alcanzó. ¿0 es que también en conexión con esto querrás decir que resulta imposible creer que en todo el transcurso del mundo, Dios dejó abandonados a tantos y tan grandes hombres y permitió que se esforzaran en vano? Ciertamente, si el libre albedrío fuese algo y tuviese algún poder, debía haber estado en aquellos hombres y manifestado en ellos su poder. Pero nada pudo hacer el libre albedrío; más aún siempre manifestó su poder en el sentido opuesto; de modo que con este solo argumento se puede dar prueba suficiente de que el libre albedrío no es nada, y de que desde el principio del mundo hasta el fin es imposible mostrar indicio alguno de su existencia. Pero volvamos al tema. ¿Por qué extrañarse si Dios deja a todos los grandes de la iglesia andar en sus propios caminos [de ellos], ese Dios que así permitió a todos los gentiles andar en sus propios caminos, como dice Pablo en el libro de los Hechos? La iglesia de Dios, mi querido Erasmo, no es algo tan común y corriente como este nombre "iglesia de Dios", ni tampoco se tropieza tan a menudo con los santos de Dios como con este nombre: "santos de Dios". Una perla son, y nobles piedras preciosas, que el Espíritu no echa delante de los cerdos, antes bien, como dice la Escritura, las mantiene ocultas, para que el impío no vea la gloria de Dios. De otra manera, si fuesen conocidos públicamente, por todos, ¿cómo podría ocurrir que el mundo los vejara y afligiera de tal manera? como dice Pablo: "Si hubiesen conocido la sabiduría de Dios, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria".
Esto lo digo no porque quisiera negar que las personas por ti mencionadas sean santos o iglesia de Dios, sino porque no se podrían presentar pruebas si alguien dijese que aquellos no son santos, y que todo el asunto sigue siendo por demás incierto, y que por lo tanto La santidad de estos hombres no es un punto de partida lo suficientemente seguro como para establecer un dogma. Los llamo santos, y los tengo por tales. Los llamo iglesia de Dios y pienso que lo son, guiándome por la norma del amor, no por la norma de la fe, quiere decir, de ese amor que piensa de cada uno solamente lo mejor, que no es desconfiado, que presupone lo bueno respecto del prójimo, que llama santo a cualquier bautizado; y si se equivoca, no hay mayor peligro porque es propio del amor ser engañado, ya que está expuesto a cualquier uso y abuso de todos, siendo servidor común de buenos y malos, creyentes e incrédulos, veraces y falaces. La fe en cambio no llama santo a ninguno que no haya sido declarado santo por veredicto divino; porque es propio de la fe no engañarse. Por eso, si bien todos debemos tenernos unos a otros por santos según la ley [iure] del amor, sin embargo nadie debe ser declarado santo según la ley de la fe, cual si fuese un artículo de fe que éste y aquél sean santos, como lo hace aquel adversario de Dios, el papa, el cual, sentándose en el lugar de Dios, canoniza a sus santos a quienes ni conoce. Digo solamente esto respecto de aquellos santos tuyos, o mejor dicho santos nuestros: que como entre ellos mismos no hay unanimidad, debía haberse seguido más bien a los que se expresaron en la forma mejor, quiere decir, en contra del libre albedrío y a favor de la gracia, y se debía haber dejado a un lado a los que por la debilidad de su carne, dieron un testimonio de la carne antes que del Espíritu. De igual manera, dé los que son incongruentes consigo mismos debían haberse escogido y retenido aquellos pasajes donde hablan por el Espíritu, y dejado a un lado los demás donde se revela la mente carnal. Esto era lo que cuadraba al lector cristiano y al animal limpio que tiene pezuña hendida y que rumia. Ahora, empero, devoramos indiscriminadamente toda esa confusión, o lo que es peor, con criterio trastornado rechazamos lo mejor y aprobamos lo inferior en unos y los mismos autores, y entonces aplicamos a aquellas cosas inferiores el título y la autoridad que emanen de la santidad de quienes las escribieron, pese a que esa santidad la merecieron por lo mejor de su producción y por el espíritu solo, mas no por el libre albedrío o la mente carnal.
¿Qué hemos de hacer por lo tanto? Escondida está la iglesia, ocultos los santos. ¿Qué debemos creer, y a quién? o como tú disputas con gran argucia: ¿Quién nos hace seguros? ¿En qué nos basaremos para reconocer el espíritu? Si vamos a la erudición: en ambas partes hay rabinos; si vamos a la vida: en ambas partes hay pecadores; si vamos a la Escritura: ambas partes la aceptan. En realidad, la discusión gira no tanto en torno de la Escritura misma, de la cual se dice que aún no es lo suficientemente clara, sino en torno del sentido de la Escritura. Pero en ambas partes hay hombres; y como ni el gran número, ni la erudición ni el renombre de éstos hace al caso, mucho menos lo hace el número exiguo, la ignorancia y la humilde condición. Por lo tanto, la causa está pendiente aún y las actas todavía no se cerraron, de modo que pareceremos actuar con prudencia si nos adherimos a la opinión de los escépticos, a no ser que de todas las actitudes, la mejor sea la tuya: como lo manifiestas tú mismo, tu dudar tiene la forma de que estás dando testimonio de que buscas y aprendes la verdad, y entretanto te inclinas hacia la parte que defiende el libre albedrío, hasta que la verdad salga a la luz. A esto respondo: Ni dices nada, ni dices todo. Pues para reconocer los espíritus no nos servirán como elementos de juicio ni la erudición, ni la vida, ni el ingenio, ni el gran número, ni el renombre, ni la ignorancia, ni la incultura ni el escaso número ni la humilde condición. Tampoco puedo dar mi aprobación a aquellos que ponen su confianza en el ufanarse con el Espíritu; pues bastante dura ha sido en este año, y todavía lo es, mi lucha con esos fanáticos que someten las Escrituras a la interpretación de sus propios espíritus. Por la misma razón he atacado asta ahora también al papa, en cuyo reino no hay nada más difundido y comúnmente aceptado que la afirmación de que las Escrituras son obscuras y ambiguas, y que es preciso pedir de la sede apostólica n Roma el espíritu como intérprete. Nada más pernicioso que esta afirmación, porque a raíz de ella, hombres impíos se colocaron a sí mismos por encima de las Escrituras e hicieron de ellas lo que se es antojaba, con el resultado final de que pisoteadas totalmente las Escrituras, no creíamos ni enseñábamos ya otra cosa que fantasías e hombres enloquecidos. En pocas palabras: aquella afirmación no s invento humano, sino un veneno instilado en el mundo por la increíble maldad del mismísimo príncipe de todos los diablos.
Nosotros decimos así: Los espíritus deben ser reconocidos y probados mediante un doble juicio. El uno es un juicio interior y consiste en que cada uno, iluminado en cuanto a su propia persona y ara la salvación de él solo por el Espíritu Santo o un don especial e Dios, juzga y discierne con entera certeza los dogmas y opiniones de todos. De esto se habla en 1ª Corintios 2: "El hombre espiritual juzga todas las cosas, y no es juzgado por nadie". Esto es cosa pertinente a la ley, y es necesario para todo cristiano también como persona particular. Es lo que antes llamamos "claridad interior de la Sagrada Escritura". Tal vez fue esto lo que tenían en mente aquellos que te respondieron que todo debe ser decidido por el juicio del Espíritu. Pero este juicio no aprovecha a ningún otro, ni es aquí el punto en discusión. Tampoco creo que alguien ponga en duda que lo del juicio interior es tal como acaba de exponerse. Por esto, el otro juicio es un juicio exterior, por el cual juzgamos con entera certeza los espíritus y dogmas de todos no sólo para beneficio de nosotros mismos, sino también en beneficio de otros y a causa de la salvación de otros. Este juicio corresponde al ministerio público de la palabra y al oficio externo y compete ante todo a los guías y predicadores de la palabra; hacemos uso de él cuando fortalecemos a los débiles en la fe y cuando refutamos a los antagonistas. Es lo que antes llamamos "claridad exterior de la Sagrada Escritura". Decimos así: Todos los espíritus que aparecen en la iglesia [in facie Ecclesiae] deben ser examinados ante el tribunal de la Escritura; pues ante todo y con especial firmeza ha de mantenerse entre los cristianos esto: Que las Sagradas Escrituras son la luz espiritual, mucho más clara que el mismo sol, máxime en las cosas que atañen a la salvación o que el cristiano debe saber necesariamente. Pero como desde hace mucho tiempo nos ha venido persuadiendo de lo contrario aquella funesta afirmación de los sofistas de que las Escrituras son oscuras y ambiguas, nos vemos obligados antes que nada a probar aquel primer principio nuestro con el cual deben probarse todas las demás cosas, lo que a los filósofos les parecería absurdo e imposible.
Primero habla Moisés y dice en Deuteronomio 17: "Cuando se presente algún caso de difícil solución, se ha de recurrir al lugar que Dios escogió para su nombre, y consultar allí con los sacerdotes, y ellos deben juzgar el caso según la LEY del Señor". "Según la ley del Señor" (dice). Pero ¿cómo podrán juzgar, a menos que la ley del Señor sea perfectamente clara en su forma exterior, de modo que les resulte satisfactoria? De no ser así, habría bastado decir: juzgarán según su propio espíritu. Aun en el gobierno de cualquier pueblo se sigue esa práctica de que todos los litigios de todos los habitantes son allanados por medio de leyes. Pero ¿cómo podrían ser allanados, si no hubiese leyes inequívocas que en sí son prácticamente lumbreras en el pueblo? En efecto: si las leyes son ambiguas y no bien definidas, no sólo no se podría terminar ningún pleito, sino que tampoco podría haber costumbres firmemente establecidas, pero el hecho es que las leyes se hicieron precisamente para esto: para regular las costumbres según cierta norma, y para delimitar cuestiones en litigio. Es preciso, por lo tanto, que lo que es medida y norma para otras cosas, supere a todo lo demás en certidumbre y claridad; y a esta categoría pertenece la ley. Ahora bien: si esa claridad y esa certidumbre de las leyes es necesaria ya en la administración pública donde se tratan cosas relativas a la vida temporal, y si es concedida al orbe entero gratuitamente a modo de regalo divino, ¿cómo no habría de regalar Dios a sus cristianos, vale decir, a sus escogidos, leyes y reglas de claridad y certidumbre mucho mayores aún para que según ellas puedan manejarse a sí mismos y cualquier litigio y componerlo todo, ya que la voluntad de Dios es que los suyos desprecien las cosas temporales? Pues si a la hierba que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a nosotros? Pero si amos adelante y derribemos con las Escrituras aquella perniciosa afirmación de los sofistas.
El Salmo 18 dice: "El precepto del Señor es claro y puro e ilumina los ojos". Creo que lo que ilumina los ojos, no es oscuro ni ambiguo. Y en el Salmo 118 se lee: "La puerta de tus palabras ilumina y da entendimiento a los pequeñuelos". Aquí el autor atribuye a las palabras de Dios el ser una puerta y algo abierto que es accesible a todos y que ilumina también a los párvulos. Isaías, en el capítulo 8, remite todas las cuestiones "a la ley y al testimonio", y si no adoptamos este proceder, nos .amenaza con tener que "negarnos la luz de la aurora"; en Zacarías, capítulo 2, el Señor manda que el pueblo busque la ley de la boca del sacerdote por ser éste un ángel del Señor de los Ejércitos; por cierto, ¡lindo ángel o mensajero de Dios sería aquel que transmitiese cosas que son ambiguas ,a él mismo, y oscuras al pueblo, de modo que quedasen en ayunas tanto el que habla como los que escuchan! Y ¿qué es, en todo el Antiguo Testamento y particularmente en aquel Salmo, lo que con mayor frecuencia se repite en alabanza de la Escritura? ¿No es esto: que ella misma es luz segurísima, y del todo evidente?, pues así ensalza aquel salmo su claridad: "Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino". No dice: "Tu espíritu sólo es lámpara a mis pies", aunque también a éste le atribuye su función diciendo: "Tu buen espíritu me guíe en tierra de rectitud". Así la palabra es llamada también senda y camino, sin duda por su extremada certidumbre. Vayamos ahora al Nuevo Testamento. Pablo dice en Romanos 1 que el evangelio ha sido prometido por los profetas en las santas Escrituras, y en el capitulo 3 afirma que la justicia que es por fe ha sido testificada por la ley y por los profetas. Pero una testificación oscura, ¿qué clase de testificación sería? Evidentemente, si a través de todas las epístolas habla del evangelio como de la palabra de la luz, y del evangelio de la claridad, lo hace a propósito y con el corazón rebosante [magna copia]. Véase 2ª Corintios 3 y 4, donde hace resaltar la gloriosa claridad tanto de Moisés como de Cristo. También Pedro dice, en 2ª Pedro 1: "Tenemos la muy segura palabra profética, y vosotros hacéis bien en atender a ella como a una lámpara que alumbra en lugar oscuro". Aquí Pedro presenta la palabra de Dios como lámpara resplandeciente, y todo lo demás como tinieblas. ¿Y nosotros hacemos oscuridad y tinieblas de esta, palabra? Tantas veces Cristo se llama a sí mismo "luz del mundo", y a Juan Bautista "una antorcha que alumbra y arde", sin duda no por la santidad de la vida, sino a causa de la palabra. De la misma manera, en su carta a los Tesalonicenses el apóstol Pablo llama a los lectores luminares resplandecientes en el mundo, porque (dice) "estáis asidos de la palabra de vida". Pues una vida sin la palabra es insegura y oscura.
Y cuando los apóstoles corroboran sus propias predicaciones mediante las Escrituras, ¿con qué intención lo hacen?, ¿acaso para oscurecernos sus dichos ininteligibles con otros más ininteligibles aún? ¿0 para probar lo más conocido por lo más ignorado? Y ¿qué hace Cristo en Juan 5 donde exhorta a los judíos a escudriñar las Escrituras por cuanto éstas dan testimonio de él?; ¿acaso lo dice para hacerlos vacilar en su fe en él? ¿Y qué hacen las personas mencionadas en Hechos 17, que después de haber escuchado a Pablo leían día y noche en las Escrituras para ver si estas cosas eran así? ¿No prueba todo esto que tanto los apóstoles como también Cristo apelan a las Escrituras como a los testigos más claros de su prédica? ¿Cómo, entonces, podemos atrevernos nosotros a presentarlas como oscuras? Dime, por favor: ¿son acaso oscuras o ambiguas aquellas palabras: "Dios creó el cielo y la tierra", "el Verbo fue hecho carne", y todo aquello que el mundo entero ha aceptado como artículos de fe? ¿De dónde lo sacó?, ¿no lo sacó de las Escrituras? ¿Y qué hacen los que aún hoy día predican? Interpretan y explican las Escrituras. Pero si la Escritura que ellos explican es oscura, ¿quién nos da la certeza de que la explicación misma que ellos presentan es acertada? ¿Tal vez otra explicación nueva? ¿Quién hará a su vez una explicación de ésta? Así continuará hasta lo infinito. En suma: si la Escritura es oscura o ambigua, ¿qué necesidad había de que Dios nos la hiciera llegar? ¿No somos ya lo suficientemente oscuros y ambiguos, sin que la oscuridad y ambigüedad y tinieblas nos fueran aumentadas desde el cielo? ¿Dónde quedará entonces aquella afirmación del apóstol: "Toda la Escritura inspirada por Dios es útil para enseñar, para reprender, y para convencer"? ¡Muy al contrario, Pablo!, es totalmente inútil; antes bien, lo que tú atribuyes a la Escritura, hay que buscarlo en los padres, aprobados por una larga serie de siglos, y en la sede romana. Por lo tanto debe revocarse tu declaración, dirigida a Tito, de que un obispo debe ser fuerte en la sana doctrina para poder exhortar y redargüir a los que contradicen y tapar la boca a los que hablan vanidad y engañan a los corazones. ¿Cómo podrá ser fuerte, si tú pones en sus manos Escrituras oscuras, esto es, armas de estopa, y leves pajitas en lugar de una espada? Entonces debe retirar su palabra también el propio Cristo, quien haciéndonos una falsa promesa dice: "Yo os daré palabra [os = boca] y sabiduría, a la cual no podrá resistir ninguno de vuestros adversarios". ¿Cómo no van a resistir cuando luchamos contra ellos con cosas oscuras e inciertas? ¿Por qué también tú, Erasmo, nos prescribes el modo de ser del cristiano [formam Christianismi], si las Escrituras son para ti oscuras? Pero me parece que ya terminé por hacerme cargoso incluso a los no entendidos al demorar tanto y perder tantas palabras en un asunto clarísimo. Pero era preciso aniquilar en esta forma aquel dicho desvergonzado y blasfemo de que las Escrituras son oscuras, para que también tú, Erasmo mío, vieras qué estabas diciendo al negarle claridad a la Escritura; porque así al mismo tiempo tienes que confesarme también que todos tus santos que citas son mucho menos claros. Pues ¿quién nos da la certeza de que en ellos hay luz, si tú presentaste las Escrituras como oscuras? Así que los que niegan que las Escrituras son del todo claras y evidentes, izo nos dejan más que tinieblas.
Pero aquí dirás: Todo esto no me concierne; yo no digo que las Escrituras sean oscuras en todas sus partes (¿a quién, en efecto, se le podría ocurrir decir tal locura?), sino solamente en este punto y en otros similares. Respondo: No contra ti sólo digo estas cosas, sino contra todos los que son de la misma opinión. Además, en contra de ti digo con respecto a la Escritura entera: quiero que no se llame oscura ninguna de sus partes; pues ahí está, inconmovible, la palabra de Pedro que citamos, que "la palabra de Dios es una lámpara que nos alumbra en lugar oscuro". Ahora bien: si una parte de esta lámpara no alumbra, será más bien una parte del lugar oscuro que de la lámpara misma. Cristo no nos iluminó en forma tal que al mandarnos que atendiéramos a su palabra, él haya querido que alguna parte en esa palabra permaneciese para nosotros oscura; pues en vano es que nos mande atender, si su palabra no es clara. Por lo tanto, si el dogma del libre albedrío es oscuro o ambiguo, no es pertinente a los cristianos y a las Escrituras, sino que se lo debe dejar completamente a un lado, y se lo debe contar entre aquella fábulas que Pablo condena en los cristianos que contienden sobre ellas. En cambio, si es pertinente a los cristianos y a las Escrituras, debe ser claro, manifiesto y evidente, y enteramente similar a todos los demás artículos evidentísimos. Pues todos los artículos doctrínales de los cristianos deben ser de índole tal que no sólo sean de una certeza absoluta para ellos mismos, sino que también frente a los demás estén confirmados por pruebas escriturales tan manifiestas y claras que tapen la boca a todos de modo que no hallen qué decir en contra, como nos dice Cristo en su promesa: "Yo os daré palabra y sabiduría, a la cual no podrá resistir ninguno de vuestros adversarios". Por ende, si en este punto nuestra palabra carece de fuerza de modo que los adversarios le pueden resistir, entonces es falsa la afirmación de Cristo de que ningún adversario puede resistir a nuestra palabra. Por consiguiente: o no tendremos ningún adversario en el dogma del libre albedrío, lo que ocurrirá si este dogma no es pertinente a nosotros; o, si es pertinente a nosotros, tendremos adversarios, pero adversarios que no pueden resistir.
Mas aquella impotencia de los adversarios para ofrecer resistencia (si es que aquí se produce) no se debe al hecho de que ellos se vean obligados a desistir de su opinión, o que sean persuadidos a confesar su error o callarse; ¿quién, en efecto, los obligará a creer, a confesar su error o a callar, si ellos no quieren? ¿Qué es más locuaz que la vanidad?, dice Agustín. Antes bien, la impotencia se debe a que la boca de los adversarios es tapada en tal forma que no tienen qué decir en contra del dogma del libre albedrío, y aunque dijeran mucho en contra, sin embargo a juicio de lo que es opinión común, no dicen nada. Mejor es demostrar esto con ejemplos. Cuando según Mateo, capítulo 22, Cristo hizo callar a los saduceos recurriendo a la Escritura y probando la resurrección de los muertos con Éxodo 3: "Yo soy el Dios de Abraham, etc.; Dios no es Dios de muertos, sino de vivos", no le pudieron resistir en este punto ni decir nada en contra. Pero ¿acaso desistieron por eso de su opinión? ¡Y cuántas veces refutó Cristo a los fariseos con evidentísimas pruebas escriturales y argumento, de modo que el pueblo los veía públicamente derrocados, y ellos mismos se sentían vencidos! No obstante, perseveraban en su posición de adversarios. Esteban, según el testimonio de Lucas en Hechos 7, hablaba de una manera tal que los adversarios no pudieron resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Pero qué hicieron ¿Acaso dieron su brazo a torcer? Nada de esto; avergonzados por su derrota, y sin fuerzas para resistir, se enfurecen, hierran los oídos y los ojos y envían contra Esteban falsos testigos, Hechos 8. El mismo Esteban comparece ante el concilio; ¡y mira cómo refuta a los adversarios! Habiendo enumerado los beneficios que Dios había hecho a ese pueblo desde sus orígenes, y habiendo robado que Dios jamás había mandado que se le construyera un ejemplo (pues por esta cuestión se le había acusado, y ésta era la usa en litigio), al final admitió que bajo Salomón, efectivamente se había edificado un templo; pero de ahí extrae la siguiente conclusión: "Mas el Altísimo no habita en templos hechos de mano", y para ello cita al profeta Isaías: "¿Qué casa es ésta que estáis edificando para mí?" Dime: ¿qué podían replicar aquí contra un texto bíblico tan claro? No obstante, esto no les causó la menor impresión, sino que siguieron aferrados firmemente a su opinión. Es por esto también que Esteban se dirige a ellos en forma violenta diciendo: "¡Incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo", etc. Dice que resisten aquellos que sin embargo no eran capaces de resistir.
Pasemos ahora a los nuestros. Cuando Juan Hus discute contra el papa citando Mateo 16: "Las puertas del Hades no prevalecen contra mi iglesia", ¿hay allí alguna oscuridad o ambigüedad? Pero contra el papa y sus secuaces las puertas del Hades prevalecen, ya que éstos, por su manifiesta impiedad y sus crímenes, son tristemente célebres en el mundo entero. ¿Es también esto oscuro? Entonces, el papa y los suyos no son la iglesia de que habla Cristo. ¿Qué dirán en contra de esto, o cómo resistirán a la palabra que Cristo le había dado? Pero a pesar de esto resistieron y persistieron hasta haberlo quemado a Hus; tan poco dispuestos estaban a aflojar en su opinión. Cristo tampoco calla esto cuando dice: "Los adversarios no podrán resistir". Adversarios son (dice); así que resistirán, de lo contrario no se harían adversarios, sino amigos; y sin embargo: no podrán resistir. ¿Qué otra cosa es esto sino decir: resistiendo no podrán resistir? Así .también nosotros, si logramos refutar el libre albedrío de tal manera que los adversarios no puedan resistir, aun cuando persistan en su opinión y resistan pese a la oposición de su propia conciencia, habremos hecho lo suficiente. Pues sé por larga experiencia que nadie quiere darse por vencido y que todo el mundo prefiere aparecer como sabedor, y no como aprendiz (como dice Quintiliano); bien que entre nosotros, todos y en todas partes llevan en boca, por rutina antes que por convicción, y más claro abusivamente, este proverbio: "Tengo deseos de aprender; estoy dispuesto a recibir consejos, y, avisado, seguir lo mejor; soy humano, puedo errar"; porque bajo este antifaz se puede decir con toda libertad, aparentando una admirable humildad: "No he quedado satisfecho; no capto el sentido; aquél está haciendo violencia a las Escrituras; se obstina en hacer declaraciones". Por supuesto están convencidos de que nadie abriga la sospecha de que almas tan humildes puedan resistir tercamente e impugnar con vehemencia incluso la verdad reconocida. Así sucede que cuando ellos no ceden en su opinión, o motivan con la oscuridad y ambigüedad de los argumentos, y por nada admiten que se lo atribuya a su propia malicia. Lo mismo hacían los filósofos griegos para que nadie apareciera como que cedía al otro, aun cuando su derrota era manifiesta: comenzaban a negar los primeros principios, como nos lo cuenta Aristóteles. Entretanto nos hacemos creer lisonjeramente a nosotros mismos y a otros que en el mundo hay muchos hombres que con gran placer aceptarían la verdad si hubiese quien la enseñara en forma clara; y que tampoco hay que presuponer que en una tan larga serie de siglos, tantos hombres eruditos hayan estado en error o en ignorancia; como si no supiésemos que el mundo es el reino de Satanás, donde además de hallarnos en la ceguedad natural inherente en la carne, somos endurecidos en la ceguedad misma por los detestables espíritus que reinan sobre nosotros, y somos retenidos en tinieblas no ya humanas, sino diabólicas.
Ahora bien dices , si la Escritura es clara, ¿por qué durante tantos siglos, hombres destacados por su ingenio han estado confundidos (caecutierunt= vieron confusamente, perdieron la vista) en cuanto a este punto? Mi respuesta es: Han estado confundidos para loor y, gloria del libre albedrío, para que fuera hecha visible aquella tan mentada fuerza por la cual el hombre puede aplicarse a lo que es pertinente a la salvación eterna, a saber, aquella fuerza que no ve lo visto ni oye lo oído, y mucho menos lo entiende o anhela. Pues aquí cuadra lo que Cristo cita de Isaías y lo que los evangelistas mencionan tan a menudo: "Con los oídos oiréis y no entenderéis, y viendo no veréis". ¿Qué es esto sino que el libre albedrío o el corazón humano es esclavizado por el poder de Satanás en tal forma que, a menos que el Espíritu de Dios lo despierte milagrosamente, por sí mismo ni siquiera puede ver y oír aquello que salta manifiestamente a la vista y a los oídos de manera que se lo puede palpar con las manos? Tan grande es la miseria y la ceguedad del género humano. Así resulta, pues, que los mismos evangelistas, preguntándose asombrados cómo podía ser que los judíos no se dejaran ganar por las obras y palabras de Cristo a pesar de ser éstas completamente irrebatibles e innegables, se dieran la respuesta en este pasaje escritural, a saber, que el hombre librado a si mismo, viendo no ve y oyendo no oye. ¿Puede haber algo más monstruoso? "La luz –dice-- resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprenden". ¿Quién creería esto? ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Que la luz resplandece en las tinieblas, y no obstante, las tinieblas permanecen tinieblas y no son iluminadas? Según esto, no sorprende que durante tantos siglos, hombres destacados por su ingenio hayan estado confundidos respecto de las cosas divinas; respecto de cosas humanas sí sería sorprendente. Respecto de las cosas divinas, lo sorprendente sería más bien que uno y otro no estuvieran confundidos; en cambio no sorprendería que todos juntos estuvieran confundidos. Pues ¿qué es todo el género humano, sin el Espíritu, sino el reino del diablo y (como dije) un confuso caos de tinieblas? Por esto Pablo llama a los diablos los gobernadores de esas tinieblas. Y en 1ª Corintios 1 el apóstol dice: "Ninguno de los príncipes de este mundo conoció la sabiduría de Dios". ¿Qué crees que opina de los demás, si a los príncipes del mundo tos declara siervos de las tinieblas? En efecto, por príncipes él entiende los primeros y más encumbrados en el mundo, a quienes tú llamas destacados por su ingenio. ¿Por qué estuvieron confundidos todos los arrianos? ¿Acaso no hubo entre ellos hombres de destacado ingenio? ¿Por qué Cristo es para los gentiles locura? ¿Es que entre los gentiles no hay hombres de ingenio destacado? ¿.Por qué es tropezadero para los judíos? ¿Se dirá que entre los judíos no hubo hombres que se destacaban por su ingenio? "Dios conoce dice Pablo los pensamientos de los sabios, que son vanos”. No quiso decir "de los hombres", como reza el texto mismo, y en cambio señala a los primeros y principales de entre los hombres para que por ellos evaluemos a los demás hombres. Pero esto quizá lo podamos ampliar más adelante. Baste haber adelantado en la introducción que las Escrituras son del todo claras, estas Escrituras con que nuestra posición puede ser defendida de tal manera que los adversarios no son capaces de resistir. Mas lo que no puede defenderse de esta manera, es cosa ajena que no atañe a los cristianos. Pero si hay personas que no ven esta claridad y que quedan confundidas u ofendidas en este sol: éstas, si son impías, ponen de manifiesto cuán grande es la majestad y el poder de Satanás entre los hijos de los hombres, de suerte que no oyen ni entienden las más claras palabras de Dios, como si alguien, engañado por un embuste, creyese que el sol es un carbón frío, o tomase una piedra por oro. Si son creyentes, se los puede contar entre aquellos escogidos que son llevados alguna vez al error, para que se pusiese de manifiesto en nosotros la fuerza de Dios sin la cual no podemos ver, ni hacer cosa alguna. Pues no es por culpa de la debilidad del ingenio (como arguyes tú) que no se entienden las palabras de Dios; al contrario: nada más adecuado para el entendimiento de las palabras de Dios que la debilidad del ingenio; pues justamente a causa de los débiles y a los débiles vino Cristo, y a ellos les envió su palabra. La culpa la tiene la maldad de Satanás quien reside y reina en nuestra debilidad y resiste a la Palabra de Dios. Si Satanás no hiciera esto, con haber oído una sola vez un único sermón de Dios, la humanidad entera quedaría convertida, y no harían falta otros más.
Pero. ¿a qué gastar muchas palabras? ¿Por qué al poner fin a &te exordio no ponemos fin también al tema en discusión y pronunciamos sobre ti mismo la sentencia con tus propias palabras, conforme a aquel dicho de Cristo: "Por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado"? Pues tú dices que en este punto, la Escritura no es clara; y después, dejando en suspenso tu propio juicio; disputas hacia un lado y hacia el otro, aduciendo lo que puede decirse en pro y en contra del libre albedrío, y fuera de esto no portas nada en todo ese libro que por tal razón preferiste llamar “Diatriba" más bien que "Apófisis" o alguna otra cosa, ya que cribes como quien quiere compilarlo todo y no afirmar nada. Y bien: si la Escritura no es clara, ¿por qué aquellos hombres que tú siempre mencionas, no sólo están confundidos en este punto, sino que definen el libre albedrío y se declaran a favor de él de una manera temeraria y tonta, como si lo hubieran sacado de la inequívoca y clara Escritura? Me refiero a esa "tan numerosa serie de varones sumamente eruditos, aprobados hasta el día de hoy por el consenso de tantos siglos, recomendados los más de ellos no sólo por su admirable conocimiento de las Sagradas Escrituras sino también por lo piadoso de u vida, de los cuales algunos dieron testimonio con su sangre a favor la doctrina de Cristo que habían defendido en sus escritos". Si tú lo dices con plena convicción, entonces es para ti un hecho incontestable que el libre albedrío cuenta con defensores dotados de un admirable conocimiento de las Sagradas Escrituras, de tal modo que hasta con su propia sangre dieron testimonio del libre albedrío. Si esto es verdad, entonces aquéllos consideraban clara a la Escritura; de no ser así, ¿qué sería aquel admirable conocimiento de las Escri¬turas? Además, ¿qué irreflexión sería, y qué temeridad, el verter su sangre en pro de una cosa incierta y oscura? Pues esto no es propio de mártires de Cristo, sino de diablos. Bien: considera también tú y reflexiona si a criterio tuyo hay que atribuir más peso a lo que ya han declarado [praeiudiciis] tantos eruditos, tantos ortodoxos, tantos santos, tantos mártires, tantos teólogos antiguos y recientes, tantas altas escuelas, tantos concilios, tantos obispos y sumos pontífices, que consideraron claras a las Escrituras y lo confirmaron así tanto con sus escritos como con su sangre, o al solo juicio particular tuyo, que niegas que las Escrituras sean claras y quizás no derramaste nunca una sola lágrima ni exhalaste un solo suspiro en pro de la doctrina de Cristo? Si crees que la opinión de aquéllos fue correcta, ¿por qué no los imitas? Si crees que no lo fue, ¿por qué los elogias entonces tan a pleno pulmón y con tanta verbosidad cual si quisieras abatirme con una tormenta y una especie de diluvio de palabras, que sin embargo se precipita más fuertemente sobre tu propia cabeza, mientras que mi arca navega segura en lo alto? En efecto: a tantos y tan eminentes hombres tú les atribuyes al mismo tiempo un máximo de estupidez y temeridad cuando escribes que aquellos profundísimos conocedores de la Escritura la apoyaban firmemente con su pluma, su vida y su muerte, y por otra parte sostienes que esa misma Escritura es oscura y ambigua; esto no es otra cosa que presentarlos como totalmente ineptos en cuanto a capacidad de comprensión, y rematadamente tontos en el hacer afirmaciones. Por cierto, yo, que en privado los desprecio, no los habría honrado a la manera como lo haces tú, que en público los elogias.
Aquí te tengo asido, pues, con lo que llaman un "silogismo cornuto". En efecto, uno de dos tiene que ser falso: o es falsa tu afirmación de que aquellos hombres fueron admirables por su conocimiento de las Sagradas Escrituras, por su vida y su martirio, o es falsa tu otra afirmación de que la Escritura carece de claridad. Pero como te dejas arrastrar más bien a la creencia de que las Escrituras carecen de claridad (pues de esto hablas en todo el libro), sólo queda la alternativa de que al llamar a aquellos hombres “eximios expertos en las Escrituras y mártires de Cristo”, lo hiciste en broma o por adulación, pero de ninguna manera en serio; al solo efecto de engañar al pueblo inculto y de crearle dificultades a Lutero gravando su causa con odio y desprecio mediante vanas palabras. Yo empero digo que ni lo uno ni lo otro es verdad, sino que ambas afirmaciones son falsas. En primer lugar, las Escrituras son clarísimas. Y en segundo lugar: en cuanto que aquéllos afirmaron la existencia del libre albedrío, son totalmente inexpertos en las Sagradas Escrituras; además, no lo afirmaron ni con la vida ni con la muerte, sino sólo mediante su pluma, pero con el ánimo divagante. Por lo tanto termino esta pequeña disputación de la siguiente manera: Mediante la Escritura, que en este punto es oscura, hasta ahora no se ha definido nada en concreto, ni tampoco se podrá definir, en cuanto al libre albedrío; así lo atestiguas tú mismo. Por otra parte, mediante la vida de todos los hombres desde los comienzos del mundo, tampoco se ha evidenciado nada a favor del libre albedrío, como se dijo en párrafos anteriores. Por consiguiente: enseñar algo que dentro de las Escrituras no se prescribe con una sola palabra, y fuera de las Escrituras no es evidenciado con un solo hecho esto no es cosa pertinente a los dogmas de los cristianos, sino a los "Cuentos verídicos" de Luciano, sólo que Luciano juega en broma e inteligentemente con cosas jocosas sin engañar ni herir a nadie; esa gente nuestra en cambio habla locamente de un asunto serio que por añadidura atañe a la salvación eterna, lo cual resulta en perdición para innumerables almas. Así, yo podría concluir toda esta cuestión respecto del libre albedrío, ya que incluso el testimonio de los antagonistas habla a favor mío y en contra de ellos mismos; pues no hay prueba más sólida que la propia confesión y el propio testimonio del acusado contra sí mismo. Pero como Pablo ordena tapar la boca a los que hablan vanidades, encaremos ahora el asunto mismo y tratemos la cuestión en el orden que observa la Disquisición. En primer lugar confutaremos los argumentos que se presentaron a favor del libre albedrío; luego defenderemos los argumentos nuestros que fueron atacados; y por último batallaremos contra el libre albedrío en pro de la gracia de Dios.
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VIII
El Albedrío Humano
Consecuentemente, partiremos de aquella misma definición en la que tú determinas el libre albedrío: "Además, por libre albedrío entendemos en este lugar la fuerza de la voluntad humana por la cual el hombre se puede aplicar a aquello que conduce a la salvación eterna, o apartarse de ello". Por cierto, tuviste buen cuidado en poner esta definición así en esta forma desnuda, sin aclarar ni una sola partícula de ella (como acostumbran hacerlo otros), en el temor de sufrir un naufragio, y posiblemente no uno solo. Así, pues, me veo ante la obligación de analizar estas partículas una por una. Evidentemente, un examen riguroso revela que la coa misma que tú tratas de definir, va más allá de los términos de tu definición. A una definición tal, los sofistas la llamarían viciosa, toda vez que la definición no abarca la cosa definida. Pues anteriormente hemos demostrado que el libre albedrío es propio de Dios y de nadie más. Quizá puedas atribuirle al hombre con alguna razón un albedrío. Pero atribuirle un libre albedrío en cosas divinas, esto es demasiado; porque según el juicio de todos los que oyen la expresión "libre albedrío", con ella se designa en sentido propio un albedrío que frente a Dios puede hacer y hace todo cuanto le place, sin estar trabado por ninguna ley ni por autoridad [imperio] alguna. En efecto a un siervo, que vive bajo la autoridad de un amo, no lo habrías llamado libre; ¡con cuánta menos razón llamamos libre a un hombre o a un ángel que bajo la absoluta autoridad de Dios (para no hallar del pecado y de la muerte) llevan su vida de manera tal que ni por un momento pueden subsistir con sus propias fuerzas! Por lo tanto, ya aquí en el comienzo mismo están en pugna la definición de la palabra y la definición de la cosa, puesto que la palabra significa algo distinta de lo que se entiende con la cosa misma. Más correcto empero seria hablar de un "albedrío inconstante" o "albedrío mutable" [yertibile arbitrium vel mutablte arbitrium]. Pues en esta forma Agustín y después de él los sofistas menguan la gloria y la fuerza de aquella palabra "libre" agregándole ese calificativo diminutivo y hablando de la inconstancia del libre albedrío. Y así debiéramos hablar también nosotros para no engañar los corazones de los hombres con palabras infladas y fastuosas pero vacías de contenido, como opina también Agustín al decir que, siguiendo una línea clara, nos corresponde hablar en términos sobrios y adecuados. Pues del que enseña se requiere que se exprese con simplicidad y de un modo apropiado para la discusión, y no con ampulosidad y figuras retóricas tendientes sólo a persuadir. Pero para no crear la impresión de que nos deleitamos en lides de terminología, hagamos por ahora al abuso si bien es un abuso grande y peligroso esa concesión de que el libre albedrío sea lo mismo que el albedrío inconstante. Concedamos también a Erasmo que presente la fuerza del libre albedrío como fuerza de la voluntad del hombre, como si lo de los ángeles no fuera libre albedrío, ya que en este libro él se propuso hablar solamente del libre albedrío de los hombres;' de no ser así, también en este punto la definición sería más estrecha que el asunto definido.
Vayamos a aquellos puntos en torno de los cuales gira lo verdaderamente esencial del problema. Algunos de estos puntos son lo suficientemente claros, otros rehuyen la luz, como si se sintieran culpables y tuvieron miedo de todo, cuando en realidad nada debe publicarse en forma más manifiesta y precisa que una definición; pues dar una definición oscura es lo mismo que no dar ninguna. Puntos claros son éstos: “la fuerza de la voluntad humana"; además: "por la cual el hombre se puede", y "a la salvación eterna". En cambio, estocadas a ciegas son éstas: "aplicar"; "a aquello que conduce", y "apartarse". ¿Qué cosa, pues, habremos de adivinar tras aquello de "aplicar" y "apartarse"? ¿Y qué es "aquello que conduce a la salvación eterna"? ¿A dónde se quiere llegar con todo esto? Ya veo que tengo que habérmelas con un verdadero Escoto o Heráclito, de modo que no puedo menos que fatigarme con una doble labor: primero, buscar afanosamente a mi adversario, palpando y a tientas, en fosos y tinieblas (lo cual es empresa llena de riesgos y peligros), y si no lo encuentro, luchar en vano y con fantasmas, golpeando el aire en la oscuridad. Y luego, habiéndolo sacado una vez a la luz, y exhausto ya de tanto buscar, sólo entonces puedo trabarme en lucha con él en igualdad de condiciones. Pues bien: "la fuerza de la voluntad humana" creo que es la expresión con que designas la potencia o facultad o habilidad o aptitud de querer, no querer, elegir, despreciar, aprobar y rechazar, y otras acciones volitivas que hubiere. Pero, qué quieres decir con que esta fuerza "se aplica" y "se aparta", no lo veo, a no ser que sea el mismo querer y no querer, elegir, despreciar, ::probar, rechazar, a saber, precisamente la acción volitiva, de modo que habríamos de imaginarnos que aquella fuerza es cierta cosa intermedia entre la voluntad misma y su acción, de manera que por ella, la voluntad misma produce la acción de querer y no querer, y por ella es producida la misma acción de querer y no querer. Otra cosa no es posible imaginar ni pensar aquí. Si me equivoco, échese la culpa al autor que dio la definición, y no a mí que la examino. Pues bien se dice entre los juristas: las palabras del que habla oscuramente a pesar de que podría haber hablado con mayor claridad, deben ser interpretadas en contra de él mismo. Y no quiero acordarme aquí, por el momento, de mis teólogos modernos con sus sutilezas; pues para que el enseñar y el entender sean efectivos, hay que hablar sin artificio. "Aquello empero que conduce a la salvación eterna", estimo que son las palabras y obras de Dios que son ofrecidas a la voluntad humana para que se aplique a ellas o se aparte de ellas. Mas con `palabras de Dios' yo entiendo tanto la ley como el evangelio. Por la ley se exigen obras, por el evangelio se exige fe. Pues no hay otra cosa que conduzca a la gracia de Dios o a la salvación eterna sino únicamente la palabra y la obra de Dios, por cuanto la gracia o el espíritu es la vida misma a la cual somos conducidos por la palabra y obra de Dios.
Esta vida empero o salvación eterna es algo que la comprensión humana no puede captar, como afirma Pablo en 1ª Corintios 2 citando un pasaje de Isaías: "Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido en corazón de hombre, las cuales Dios ha preparado para los que le aman”. Pues entre los artículos supremos de nuestra fe se cuenta también aquel donde decimos: "Y la vida eterna". Pero lo que en este artículo es capaz de hacer el libre albedrío, lo atestigua Pablo en 1ª Corintios 2. "Dios dice nos las reveló a nosotros por su Espíritu", esto es, si el Espíritu no lo hubiese revelado, ningún corazón humano sabría algo de estas cosas ni pensaría en ellas, tan lejos está el libre albedrío de poder aplicarse a ellas o de poder desearlas. Fíjate en la experiencia: ¿qué opinión respecto de la vida futura y la resurrección tuvieron los más destacados ingenios de entre los gentiles? ¿Acaso no es así que cuanto más destacados fueron por su ingenio, tanto más ridícula fue para ellos la resurrección y la vida eterna? Filósofos ingeniosos, y nada menos que griegos, fueron también aquellos hombres que llamaron "siembra palabras" y pre¬dicador de nuevos espíritus" a Pablo cuando les habló de estas co¬sas. Porcio Festo, según Hechos 24, llamó loco a Pablo por su predicación acerca de la vida eterna. ¿Qué sandeces profiere Plinio respecto de estas cosas en su Libro Séptimo?, ¿y Luciano, un tan grande ingenio? ¿Acaso todos éstos fueron unos estúpidos? En una palabra: Hasta hoy día la mayoría de los hombres se ríes de este articulo y lo consideran una fábula, tanta más cuanto mayor es su ingenio y erudición, y eso públicamente. Pues en lo oculto de su corazón ningún hombre, a menos que esté lleno del Espíritu Santo, conoce, cree o desea la salvación eterna, aunque en palabras y escritos la mencionen y ponderen a menudo. ¡Y quiera Dios, Erasmo mío, que tú y yo estuviésemos libres de esta levadura!, tan escasos son los corazones creyentes en cuanto a este artículo. ¿He acertado ahora el sentido de tu definición?
Así que según Erasmo, el libre albedrío es una fuerza de la voluntad la cual (fuerza) puede por si misma querer y no querer la palabra y la obra de Dios por las cuales el libre albedrío es llevado a aquello que está más allá de su capacidad de comprensión e imaginación. Pero si puede querer y no querer, puede también amar y odiar. Y si puede amar y odiar, puede también en cierta modesta medida [aliquantulum] cumplir la ley y creer el evangelio; porque si quieres algo, o no lo quieres, forzosamente puedes, con esta voluntad, hacer siquiera parte de la obra intentada, aun cuando por impedimento de otro no lo puedas llevar a cabo. Y bien: ya que entre las obras de Dios que conducen a la salvación figuran la muerte, la cruz y todos los males de este mundo, la voluntad humana podrá querer también la muerte y su propia perdición. Más aún: si puede querer la palabra y la obra de Dios, puede quererlo todo; pues ¿qué puede haber debajo, encima, dentro o fuera de la palabra y obra de Dios en lugar alguno, sino Dios mismo? Pero ¿qué queda aquí para la gracia y el Espíritu Santo? Esto significa directamente atribuirle carácter divino [divinitatem] al libre albedrío; porque querer la ley y el evangelio, no querer el pecado, y querer la muerte, es cosa del poder divino solamente, como Pablo afirma en más de un Pasaje'". Resulta pues que después de los pelagianos, nadie escribió acerca del libre albedrío cosas más acertadas que Erasmo. En efecto: en párrafos anteriores dijimos que el libre albedrío es un título divino y significa un poder divino. Sin embargo, hasta ahora nadie le atribuyó este poder excepto los pelagianos; porque los sofistas, sea cual fuere su opinión, se expresan en forma muy distinta. Y hasta a los mismos pelagianos, Erasmo los supera ampliamente: éstos atribuyen esa divinidad al libre albedrío entero; Erasmo en cambio al medio, por cuanto los pelagianos establecen dos partes del libre albedrío, la fuerza de discernir y la fuerza de elegir, y atribuyen la una a la razón, la otra a la voluntad, cosa que hacen también los sofistas; pero Erasmo, poniendo a un lado la fuerza de discernir destaca la fuerza de elegir sola, y así convierte en dios a un albedrío cojo y semilibre. ¿Qué crees que habría hecho si su propósito hubiese sido describir el libre albedrío entero?
Pero no contento con esto, Erasmo sobrepuja también a los filósofos. Entre ellos, en efecto, aún no se llegó a definir si una cosa puede moverse a si misma. Sobre este punto hay una discusión entre platónicos y peripatéticos que se evidencia en todo el campo de la filosofía. Pero para Erasmo, el libre albedrío no sólo se mueve a si mismo con su propia fuerza, sino que también se aplica a lo que es eterno, vale decir, incomprensible para él; en verdad, un definidor enteramente novedoso e inaudito del libre albedrío, que deja muy lejos tras sí a los filósofos, pelagianos, sofistas y demás. Y como si esto fuera poco, no para ni ante sí mismo sino que disiente y lucha consigo mismo mucho más que con todos los otros: antes había dicho que la voluntad humana sin la gracia divina es totalmente ineficaz (a no ser que lo haya dicho en broma), aquí, empero, donde da una definición en serio dice que la voluntad humana posee esa fuerza por la cual es capaz de aplicarse a lo que es pertinente a la salvación eterna, esto es, a lo que supera incomparablemente aquella fuerza. Así que en este punto Erasmo se sobrepuja aun a si mismo. ¿Viste, Erasmo querido, que con esta definición te delataste a ti mismo (creo que por imprudencia) evidenciando que no tienes el más remoto conocimiento de estas cosas, o que escribes acerca de ellas en forma totalmente irreflexiva y despreocupada, sin noción de lo que dices o afirmas? Y como ya dije antes, dices menos del libre albedrío y sin embargo le atribuyes más que todos los otros, puesto que no describes el libre albedrío entero, y no obstante le atribuyes todo. Mucho más tolerable es lo que enseñan los sofistas, o al menos el padre de ellos, Pedro Lombardo: ellos dicen que el libre albedrío es la facultad de discernir, y además también de elegir, a saber, de elegir el bien si está presente la gracia (divina), el mal empero si la gracia falta. Y expresamente observa Pedro Lombardo, en coincidencia con Agustín, que por su propia fuerza, el libre albedrío sólo puede caer y no es capaz sino de pecar. De ahí que en su libro II contra Juliano, Agustín llama al albedrío "esclavizado" [servum] más bien que libre. Tú en cambio estableces por ambas partes una fuerza igual del libre albedrío, de modo que ese albedrío, sin la gracia, por su sola fuerza, puede aplicarse a sí mismo al bien como que puede también apartarse a sí mismo del bien. Pues no piensas cuánto le atribuyes al libre albedrío con ese pronombre SE o A SI MISMO; no piensas que al decir que SE puede aplicar, excluyes por entero al Espíritu Santo con todo su poder, como si fuera superfluo y no necesario. Por ende, tu definición es condenable hasta entre los sofistas, quienes si no rabiasen de tal manera contra mí cegados por la envidia, más bien se lanzarían con furia contra el libro tuyo. Ahora, por cuanto atacas a Lutero, a pesar de estar hablando contra ti mismo y contra ellos, sólo dices cosas santas y católicas. Tan grande es la paciencia de esos santos varones.
No digo esto porque la opinión de los sofistas respecto del libre albedrío cuente con mi aprobación, sino porque la considero más tolerable que la de Erasmo, puesto que se acercan más a la verdad. En efecto: no dicen, como lo digo yo, que el libre albedrío es una nada; sin embargo, por el hecho de que ellos, ante todo el Maestro de las Sentencias, afirman que el libre albedrío sin la gracia no es capaz de nada, están en desacuerdo con Erasmo; y más aún, parece que están en desacuerdo también entre ellos mismos, y que corren en círculo empeñados sólo en controversia verbal, más ávidos de disputa que de la verdad, como cuadra a sofistas. Pues imagínate que me sea presentado un sofista, y no precisamente uno de los ma¬los, con quien yo pudiera discutir estas cosas confidencialmente, en diálogo amistoso, y al que pudiera pedir un juicio sincero y libre, en esta forma: Si alguien te dijese: libre es aquello que por su propio poder sólo es capaz de obrar en una dirección, a saber, en dirección a lo malo, mientras que en la otra dirección, a saber, en dirección a lo bueno, por cierto puede obrar, pero no por su propio poder, sino únicamente con la ayuda de otro, ¿podrías contener la risa, amigo mío? Pues de esta manera me será fácil demostrar que hasta una piedra o un tronco posee un libre albedrío; ya que puede dirigirse hacia arriba y hacia abajo, por su propia fuerza sin embargo sólo hacia abajo, hacia arriba en cambio únicamente con la ayuda de otro. Y como ya dije antes, al fin y al cabo podríamos invertir el uso de todas las lenguas y palabras y afirmar: "Ninguno es todos, nada es todo", refiriendo lo uno a la cosa misma, lo otro a una cosa ajena que podría pertenecerle, o agregársele accidentalmente. Así, por discutir en exceso, finalmente convierten también el libre albedrío accidentalmente en libre, ya que de vez en cuando puede ser hecho libre por otro. Pero la pregunta es: qué puede el libre albedrío "por sí mismo", cuál es la esencia de la libertad del albedrío. Si esta pregunta se ha de resolver, del libre albedrío no quedará más que la palabra vacía, quieran o no. También en esto fracasan los sofistas: en que atribuyen al libre albedrío la fuerza de discernir lo bueno, y desdeñan [premunt] la regeneración y renovación en el Espíritu, asignándole, como algo externo, aquella ayuda ajena; de esto hablaré más tarde. En cuanto a la definición, basta lo que se acaba de exponer. Veamos ahora los argumentos con que se ha querido inflar a aquella vana palabrita. En primer lugar está aquel pasaje de Eclesiástico 16: "Dios desde el principio creó al hombre y le dejó en mano de su decisión. Añadió sus mandamientos y preceptos. Si quieres guardar sus mandamientos, y conservar perpetuamente una fe grata, ellos te guardarán. Ante ti he colocado el fuego y el agua; a lo que quieras, extiende tu mano. Ante el hombre está la vida y la muerte, lo bueno y lo malo; lo que le plugiere, le será dado". Aunque pudiera rechazar este libro con buenas razones, sin embargo por ahora lo acepto para no envolverme, con pérdida de tiempo, en una disputa acerca de los libros que fueron recibidos en el canon hebreo al que tú criticas con bastante mordacidad y sorna, comparando los Proverbios de Salomón y el Cántico amatorio (como tú lo llamas con ambigua ironía) con los dos libros de Esdras, con Judith, con la Historia de Susana y el Dragón y con Ester este último, por más que lo tengan en el canon, es a juicio mío de todos los nombrados el más digno de no figurar entre los libros canónicos. Podría, sin embargo, responder brevemente con sus propias palabras: En este lugar, la Escritura es oscura y ambigua, por eso no prueba nada concreto. Mas como nosotros estamos en el bando que niega el libre albedrío, exigimos de vosotros que nos indiquéis un pasaje que compruebe con claras palabras qué es el libre albedrío y qué poder tiene. Esto lo haréis quizás para las calendas griegas, a pesar de que tú, para eludir esta necesidad, derrochas muchas buenas palabras y entre tanto andas como pisando huevos recitando tantas opiniones sobre el libre albedrío que por poco lo conviertes a Pelagio en evangélico. Asimismo inventas una cuádruple gracia para poder atribuir incluso a los filósofos una especie de fe y amor, e igualmente esa triple ley, a saber, ley de la naturaleza, de las obras y de la fe una nueva fábula, por supuesto, para poder afirmar que los preceptos de los filósofos concuerdan estrechamente con los preceptos evangélicos. Después está aquel pasaje del Salmo 4: "Perceptiblemente está sobre nosotros, oh Señor, la luz de tu rostro". Allí se habla de conocimiento del propio rostro de Dios, esto es, de la fe. Y tú lo aplicas a la razón enceguecida. Si un cristiano colacionase todo esto, no podría menos que sospechar que tú te burlas y te ríes de los dogmas y de la religión de los cristianos. Porque atribuir semejante ignorancia a un hombre que con tanta diligencia analizó todo lo que nosotros presentamos y lo conservó en la memoria, esto me resulta sumamente difícil. Pero por el momento no proseguiré con esto y me conformaré con haberlo indicado, hasta que se ofrezca una oportunidad mejor. Te ruego sin embargo, Erasmo mío, que no nos pongas a prueba de esta manera como si fueses uno de aquellos que dicen: "¿Quién nos ve?". Además, en una cuestión de tanta importancia es peligroso bromear continuamente ante cualquiera con palabras versátiles. Pero vayamos al caso.
De una opinión sola en cuanto al libre albedrío, tú construyes una opinión triple. Dura, sin embargo bastante aceptable, te parece la opinión de aquellos que dicen que sin una gracia peculiar, el hombre no puede querer lo bueno, no puede hacer el comienzo, no puede avanzar, no puede terminar, etc.; esta opinión la apruebas porque le reconoce al hombre la capacidad para la aspiración y el esfuerzo, pero no le reconoce nada que él pueda atribuir a sus propias fuerzas. Más dura te parece la opinión de los que sostienen que el libre albedrío no es capaz de nada sino de pecar, y que solamente la gracia obra en nosotros lo bueno, etc. Pero la más dura de todas es para ti la opinión de aquellos que dicen que el libre albedrío es una palabra vacía, y que antes bien, Dios obra en nosotros tanto lo bueno como lo malo, y todo lo que es hecho, es hecho por pura necesidad. Contra esta última opinión confiesas dirigirte con tu escrito. ¿Sabes también lo que dices, Erasmo? Tú presentas aquí opiniones como si fuesen las de otras tantas escuelas, porque no tiendes que la misma cuestión ha sido discutida de varias maneras ya con estas palabras, ya con aquellas, por nosotros que todos profesamos públicamente la convicción de una y la misma "escuela" Pero queremos llamar tu atención a este hecho y demostrarte cuán superficial o embotado es tu juicio. Te pregunto: aquella definición del libre albedrío que diste en un párrafo anterior, ¿cómo cuadra con esa primera y bastante aceptable opinión? Dijiste, en efecto, que el libre albedrío es la fuerza de la voluntad humana por la cual el hombre se puede aplicar a lo bueno. Aquí en cambio dices, y aceptas que se diga, que sin la gracia el hombre no puede querer lo bueno. La definición afirma lo que su ejemplificación niega; y en tu libre albedrío se halla simultáneamente un Si y un No, de modo que al mismo tiempo nos apruebas y condenas, y te condenas y apruebas también a ti mismo, en uno y el mismo dogma y articulo. ¿O crees acaso que no es algo bueno el aplicarse a lo que es pertinente a la salvación eterna acción ésta que tu definición atribuye al libre albedrío , dado que ni habría necesidad de gracia si en el libre albedrío hubiera tanto de bueno que él se puede aplicar a sí mismo a lo bueno? Así que una cosa es el libre albedrío que tú defines, y otra el que defiendes. Y resulta así que Erasmo tiene sobre los demás hombres la ventaja de poseer dos libres albedríos, que están en franca oposición el uno al otro.
Pero dejemos a un lado lo que inventó la definición, y veamos lo que la opinión misma propone como lo contrario. Admites que sin una gracia peculiar el hombre no puede querer lo bueno (pues no está en discusión ahora lo que puede la gracia de Dios, sino lo que puede el hombre sin la gracia). Admites por lo tanto que el libre albedrío no puede querer lo bueno, y esto no es otra cosa que: el libre albedrío no se puede aplicar a sí mismo a lo que es pertinente a la salvación eterna, como rezaba tu definición. Más aún: poco antes dices que la voluntad humana después de la caída [post peccatum] es tan depravada que el hombre, perdida ya su libertad, está obligado a servir al pecado y no tiene la capacidad de volver a mejorarse. Y si no me equivoco, sostienes que ésta fue la opinión de los pelagianos. Creo que aquí Proteo ya no tiene ninguna escapatoria. Lo tienen aprisionado claras palabras, a saber, que "perdida ya la libertad, la voluntad está bajo coacción [cogit] y es retenida en la esclavitud del pecado". ¡Oh excelso libre albedrío, del cual el mismo Erasmo dice que perdió la libertad y es esclavo del pecado! Si esto lo dijera Lutero, nunca se habría oído nada más absurdo, ni se podría poner en conocimiento del pueblo nada más inútil que esta paradoja, de modo que sería imprescindible escribir también unas Disquisiciones contra él. Pero quizás nadie me crea que estas cosas son afirmaciones de Erasmo. Bien, léanse el párrafo correspondiente en su Disquisición, y quedarán asombrados. Sin embargo, yo ya no me asombro mayormente. Pues el que no toma en serio esta cuestión ni es afectado por lo menos en algo por ella, sino que siente en su corazón una verdadera aversión contra ella, un tedio o una frialdad, o si le produce náuseas, ¿cómo un hombre tal no habría de decir por doquier cosas absurdas, improcedentes y contradictorias mientras discute el problema como un ebrio o dormido y eructa entre ronquido y ronquido "Si" y "No" al son de las distintas palabras que llegan a sus oídos? Por eso los maestros de retórica requieren afecto de parte del que defiende una causa; con mucha más razón, la teología requiere un afecto tal que haga al defensor de su causa vigilante, perspicaz, activo, prudente y decidido.
Por lo tanto, si el libre albedrío sin la gracia, perdida ya la libertad, está obligado a servir al pecado y no puede querer lo bueno, yo quisiera saber qué es esa aspiración, y qué ese esfuerzo para los cuales aquella primera y aceptable opinión le reconoce al hombre la capacidad. No puede ser una aspiración buena ni un esfuerzo bueno, puesto que el libre albedrío no puede querer lo bueno, como dice la opinión aquella y como también se admite. Lo que queda, por lo tanto, es aspiración mala y esfuerzo malo, que tras la pérdida de la libertad están obligados a servir al pecado. ¿Y qué te preguntase quiere decir a su vez con esto? ¿Esta opinión reconoce al hombre la aspiración y el esfuerzo, y no obstante no le reconoce nada que él pueda atribuir a sus propias fuerzas? ¿En qué mente cabe esto? Si a las fuerzas del libre albedrío les quedan la aspiración y el esfuerzo, ¿por qué no se las habría de atribuir? Si no se las debe atribuir, ¿cómo pueden quedar con ellas? ¿0 será que esa aspiración y ese esfuerzo previos a la gracia son dejados también ala futura gracia misma y no al libre albedrío, de modo que a un tiempo se los deja con el libre albedrío, y no se los deja? Si esto no son paradojas o mejor dicho monstruosidades, ¿qué son entonces monstruosidades? Pero quizás la Disquisición sueñe con la idea de que entre estos dos, el poder querer lo bueno y el no poder querer lo bueno, exista algo neutral [medium quod], a saber, el Querer en sí [absolutum Velle], que de por sí no tiende hacia lo bueno ni hacia lo malo, de modo que con cierta argucia dialéctica podamos sortear los escollos y decir: En la voluntad del Nombre hay cierto querer que sin la gracia por cierto no es capaz de obrar nada en dirección a lo bueno; sin embargo, tampoco es el caso que sin la gracia inmediatamente quiera sólo lo malo, sino que es un puro y mero querer, que por la gracia puede ser vertido hacia arriba a lo bueno, y por el pecado puede ser vertido hacia abajo a lo malo. Pero ¿dónde queda entonces la afirmación de que el libre albedrío, perdida la libertad, está obligado a servir al pecado? ¿Dónde queda aquella aspiración que aún permanece, y el esfuerzo?, ¿dónde la fuerza de aplicarse a aquello que es pertinente a la salvación eterna? Pues esa fuerza de aplicarse a la salvación no puede ser un puro querer, a menos que se quiera decir que la salvación misma es una nada. Además, tampoco el aspirar y esforzarse puede ser un puro querer, ya que puede extenderse hacia algo (por ejemplo hacia lo bueno) y hacer esfuerzos por alcanzarlo, y no puede arrojarse al vacío o sofrenar el empeño. En resumen: por más que la Disquisición se haya dirigido ya en esta dirección, ya en aquella, no puede eludir las contradicciones y afirmaciones reñidas una con la otra, de modo que el propio libre albedrío que ella defiende, no es tan cautivo como lo es ella. Pues tanto se enreda en su intento de liberar el albedrío, que es atada juntamente con el libre albedrío con lazos indisolubles.
Además, que en el hombre haya un querer neutral y puro, no es más que una invención dialéctica; y quienes lo aseveran, no lo pueden probar. Esa invención nació del desconocimiento de las cosas y del respeto ante los vocablos, como si la realidad siempre fuese así como se la dispone en palabras; casos de estos los hay en cantidades ilimitadas entre los sofistas. La realidad en cambio es la que queda expresada en las palabras de Cristo: "El que no es conmigo, contra mi es". No dice: "El que no es conmigo, tampoco es contra mí, sino que es neutral". Pues si Dios está en nosotros, Satanás está lejos, y sólo está presente el querer lo bueno. Si Dios está lejos, Satanás está presente, y en nosotros no hay sino un querer lo malo. Ni Dios ni Satanás permiten que haya en nosotros un mero y puro querer; antes bien, como dijiste correctamente, tras haber perdido la libertad estamos obligados a servir al pecado; esto es, nosotros queremos el pecado y lo malo, decimos el pecado y lo malo, y hacemos el pecado y lo malo. Ves: a este punto fue llevada la irreflexiva Disquisición por la invencible y poderosísima verdad, y su sabiduría fue convertida en locura: queriendo hablar contra nosotros, es obligada a hablar a nuestro favor y en contra de sí misma, así como también el libre albedrío hace algo de bueno, a saber cuando obra contra lo malo, obra mal en grado máximo contra lo bueno, de modo que la Disquisición es en el decir igual que el libre albedrío en el hacer aunque también la misma Disquisición entera no es otra cosa que una obra sublime del libre albedrío que al defender condena y al condenar defiende, esto es, quiere ser tenida por sabia, y es doblemente estúpida.
Tal es el caso de la primera opinión confrontada consigo misma: niega que el hombre pueda querer un ápice de lo bueno (quicquam boni posse velle hominem), y no obstante sostiene que al hombre le queda la aspiración, que sin embargo tampoco se la reconoce como suya. Comparemos ahora esta opinión con las otras dos. La segunda, como ya sabemos, es aquella mas dura que sostiene que el libre albedrío no es capaz de nada sino de pecar. Esta., empero, es la opinión de Agustín que él expresa en muchos otros lugares, y especialmente en su libro Del espíritu y la letra, en el capítulo cuarto o quinto, si no me equivoco, donde usa precisamente estos términos. La tercera, la más dura de todas es la del propio Wiclef y de Lutero, y dice que el libre albedrío es una palabra vacía, y que 'todo lo que es hecho, es hecho por pura necesidad. Contra estas dos opiniones lucha la Disquisición. A ese respecto digo: Quizá no tengamos el suficiente dominio del latín o del alemán, y por eso no pudimos exponer cabalmente la cuestión misma. Pero Dios me es testigo de que con las últimas dos opiniones no quise decir, ni quise que se entendiera, otra cosa que lo que se expresa en la primera opinión. Tampoco creo que Agustín haya disentido de la opinión primera, ni puedo extraer de sus, propias palabras algo que esté en discrepancia con ella, de modo que las tres opiniones mencionadas por la Disquisición son para mí nada más que una sola; a saber, lo que expuse yo. Pues una vez que se ha admitido y determinado que tras la pérdida de la libertad, el libre albedrío está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de lo bueno, yo puedo sacar de estas palabras esa única conclusión: que el libre albedrío es una palabra vacía cuyo contenido real [es] se ha perdido. A una libertad perdida, mi gramática la llama ninguna libertad; mas otorgar el título de “libertad” a aquello que no posee ninguna libertad, es otorgárselo a una palabra vacía. Si aquí estoy errado, corríjame quien pueda; si lo que digo es oscuro y ambiguo, ilumínelo y precíselo quien pueda. A una salud perdida yo no la puedo llamar salud; y si se la hubiera de atribuir a .un enfermo, me parece que no se le habría atribuido más que un título vacío.
Pero ¡afuera con estas monstruosidades de palabras! Pues ¿quién puede soportar este abuso en el hablar, que por una parte digamos que el hombre posee un libre albedrío, y al mismo tiempo afirmemos que tras la pérdida de la libertad está bajo coacción en la servidumbre del pecado y no puede querer un ápice de lo bueno? Esto es contrario al sentido común y anula por completo el uso idiomático. Antes bien, a la Disquisición debe hacérsele el reproche de que sus propias palabras las deja correr como dormida, y las palabras de los demás no las toma en cuenta. No considera, digo, qué significa y cuánto implica decir: El hombre perdió la libertad, está obligado a servir al pecado, y no puede querer un ápice de lo bueno. En efecto: si la Disquisición estuviese despierta y pusiera la debida atención, vería claramente que el sentido de las tres opiniones que ella presenta como diversas y discrepantes, es en realidad uno y el mismo. Pues si alguien perdió la libertad y está obligado a servir al pecado y no puede querer lo bueno, ¿qué conclusión más exacta se puede hacer respecto de él que ésta: ese hombre peca, o quiere lo malo, porque así tiene que ser necesario? Así concluirían los mismos sofistas con sus silogismos. Por esto, la Disquisición arremete completamente en vano contra las últimas dos opiniones mientras aprueba la primera, porque las tres dicen lo mismo: y una vez más cae en su costumbre de condenarse a si misma y aprobar lo nuestro, y eso en uno y el mismo artículo.
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