CAPITULO XIV
La Sal de la Tierra
Llegamos ahora a una nueva sección del Sermón del Monte. En los versículos 3-12 nuestro Señor y Salvador ha esbozado el carácter del cristiano. Aquí en el versículo 13 da un paso más y aplica su descripción. Una vez visto qué es el cristiano, ahora pasamos a considerar cómo el cristiano debería manifestar lo que es. O, si quieren, habiendo caído en la cuenta de lo que somos, ahora debemos pasar a considerar qué debemos ser.
El cristiano no es alguien que viva aislado. Está en el mundo, aunque no pertenece a él; y tiene relación con el mundo. En la Biblia siempre se encuentran las dos cosas juntas. Se le dice al cristiano que no debe ser del mundo ni en ideas ni en perspectiva; pero esto nunca significa que se aparte del mundo. Ese fue el error del monasticismo el cual enseñaba que vivir la vida cristiana significaba, por necesidad, separarse de la sociedad y vivir una vida de contemplación. Pero esto lo niega constantemente la Escritura, sobre todo en este versículo que hemos comenzado a estudiar, donde nuestro Señor saca las conclusiones de lo que ha dicho antes. Noten que en el capítulo segundo de su primera carta, Pedro hace exactamente lo mismo. Dice, 'Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.'
En nuestro pasaje es exactamente lo mismo. Somos pobres en espíritu, misericordiosos, mansos, tenemos hambre y sed de justicia, a fin de que, en un sentido, podamos ser 'la sal de la tierra.' Pasamos, pues, de la contemplación del carácter del cristiano a la consideración de la función y el propósito del cristiano en este mundo según la mente y propósito de Dios. En otras palabras, en estos versículos que siguen de inmediato, se nos explica en forma muy clara la relación del cristiano con el mundo en general.
En cierto sentido podemos decir que esta cuestión de la función del cristiano en el mundo tal como es hoy es uno de los asuntos más apremiantes con los que se enfrenta tanto la Iglesia como cada uno de los cristianos en nuestro tiempo. Es, claro está, un tema muy vasto, y en muchos aspectos aparentemente difícil. Pero la Escritura trata del mismo con mucha claridad. En el versículo que estamos estudiando tenemos una exposición muy característica de la enseñanza bíblica típica respecto al mismo. Me parece que es importante debido a la situación del mundo. Como vimos al estudiar los versículos 11 y 12, para muchos de nosotros puede muy bien resultar el problema más difícil. Vimos ahí que es probable que suframos persecución, que, a medida que el pecado que hay en el mundo se extienda más, es probable que la persecución de la Iglesia se incremente. De hecho, como saben, hay muchos cristianos en el mundo de hoy que ya están pasando por ello. Sean cuales fueren, pues, las circunstancias en las que nos hallemos, nos conviene pensar en esto con mucho cuidado a fin de que sepamos orar adecuadamente por nuestros hermanos, y ayudarlos con consejos e instrucciones. Aparte del hecho de la persecución, sin embargo, este problema es apremiante, porque se nos plantea en este país en estos momentos. ¿Cuál ha de ser la relación del cristiano con la sociedad y con el mundo? Estamos en el mundo; no nos podemos aislar de él. Pero el problema vital es, ¿qué podemos hacer, qué estamos llamados a hacer como cristianos en una situación así? Sin duda que estamos frente a un problema esencial que debemos analizar. En este versículo tenemos la respuesta al mismo. Ante todo consideraremos lo que dice el texto acerca del mundo, y luego lo que dice acerca del cristiano en el mundo.
'Vosotros sois la sal de la tierra.' Esto no sólo describe al cristiano; describe indirectamente al mundo en el que se halla el cristiano. Equivale en este lugar a la humanidad en general, a los que no son cristianos. ¿Cuál, pues, es la actitud bíblica frente al mundo? No hay imprecisión ninguna en cuanto a la enseñanza bíblica a este respecto. Llegamos, de muchas maneras, al problema crucial del siglo veinte, que es indudablemente uno de los períodos más interesantes que el mundo haya conocido. No dudo en afirmar que nunca ha habido un siglo que haya demostrado tan bien como el actual la verdad de la enseñanza bíblica. Es un siglo trágico, y lo es sobre todo porque la vida del mismo ha destruido por completo la filosofía preferida que había ideado.
Como saben, nunca hubo un período del que se hubiera esperado tanto. Es realmente patético leer los pronósticos de los pensadores (así llamados), filósofos, poetas y líderes hacia finales del siglo pasado. Qué triste es ver ese optimismo fácil y confiado que tuvieron, todo lo que esperaban del siglo veinte, la época dorada que iba a llegar. Todo se basaba en la teoría de la evolución, no sólo en el sentido biológico, sino todavía más en el filosófico. La idea rectora era que toda la vida progresa, se desarrolla, avanza. Esto se nos decía en un sentido biológico; el hombre había procedido del animal y había llegado a una cierta fase de desarrollo. Pero este progreso todavía se enfatizaba más en función de la ideología, pensar y perspectivas del hombre. Ya no iba a haber más guerras, iban a vencerse muchas enfermedades, el sufrimiento iba no sólo a disminuir sino a desaparecer. Iba a ser un siglo sorprendente. Se iban a resolver la mayor parte de los problemas, porque el hombre había por fin comenzado a pensar. Las masas, por medio de la educación, ya no iban a entregarse a la embriaguez y el vicio. Y como las naciones iban a aprender a pensar y a reunirse para hablar en vez de comenzar a pelear, todo el mundo iba a convertirse muy pronto en un paraíso. No estoy caricaturizando la situación; se creía todo esto con mucha confianza. Por medio de leyes parlamentarias y reuniones internacionales se iban a resolver todos los problemas, ahora que el hombre había comenzado por fin a emplear la cabeza.
No muchos de los que viven en el mundo de hoy, sin embargo, creen esto. Alguna que otra vez todavía aparece algún elemento de esta enseñanza, pero ya no es algo acerca de lo que haga falta discutir. Recuerdo hace muchos años cuando empezaba a predicar, que decía esto mismo en público, y a menudo me tenían por una persona rara, por pesimista, por alguien que seguía una teología pasada de moda. Porque el optimismo liberal prevalecía en ese entonces, a pesar de la primera guerra mundial. Pero ya no es así. Se ha reconocido la falacia de ese modo de pensar, y sin cesar aparecen libros que atacan toda esa idea confiada del progreso inevitable.
Ahora bien, la Biblia siempre ha enseñado esto, y nuestro Señor lo dice a la perfección cuando afirma, 'Vosotros sois la sal de la tierra.' ¿Qué implica esto? Implica con claridad la corrupción de la tierra; implica una tendencia a la contaminación y a convertirse en fétido y molesto. Esto dice la Biblia acerca del mundo. Es un mundo caído, pecaminoso y malo. Tiende al mal y a las guerras. Es como la carne que tiene tendencia a descomponerse. Es como algo que sólo se puede conservar en buen estado con la ayuda de algún preservativo o antiséptico. Como consecuencia del pecado y de la caída, la vida en el mundo en general tiende a descomponerse. Esa, según la Biblia, es la única idea adecuada que se puede tener de la humanidad. Lejos de haber en la vida y en el mundo una tendencia a ascender, es lo opuesto. El mundo, por sí mismo, tiende a supurar. Hay en él gérmenes de mal, microbios, agentes infecciosos en el cuerpo mismo de la humanidad que, a no ser que se los controle, causan enfermedades. Esto es algo obviamente básico y primordial. Nuestra idea del futuro depende de ello. Si uno tiene presente esto uno entiende muy bien lo que ha venido sucediendo en este siglo. En un sentido, por tanto, ningún cristiano debería sentirse sorprendido en lo más mínimo por lo que ha venido ocurriendo. Si esa posición bíblica es acertada, entonces lo sorprendente es que el mundo sea todavía tan bueno, porque en su vida y naturaleza mismas hay tendencia a la putrefacción.
La Biblia contiene muchas ilustraciones de esto. Su manifestación aparece ya en el primer libro. Si bien Dios había hecho el mundo perfecto, debido al pecado, este elemento pecaminoso y contaminador comenzó a hacerse ver. Lean el capítulo sexto de Génesis y verán que Dios dice, 'No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre.' La contaminación había llegado a ser tan grande, que Dios tuvo que enviar el diluvio. Después de él se pudo comenzar de nuevo; pero este principio malo siguió manifestándose hasta llegar a Sodoma y Gomorra con sus increíbles pecados. Esto es lo que la Biblia nos presenta sin cesar. Esta tendencia persistente a la putrefacción siempre se manifiesta.
Es evidente, pues, que este hecho debe dirigir nuestro pensamiento y nuestras previsiones respecto a la vida en este mundo, y respecto al futuro. Lo que muchos se preguntan hoy es, ¿Qué nos espera? Si no colocamos esta enseñanza bíblica en el centro de nuestro pensamiento, nuestras profecías serán necesariamente falsas. El mundo es malo, pecador; y mostrarse optimistas respecto al mismo no es sólo totalmente antibíblico sino que va en contra de lo que la historia misma nos enseña.
Pasemos, sin embargo, al segundo aspecto de esta afirmación. Es todavía más importante. ¿Qué dice acerca del cristiano que está en el mundo, la clase de mundo que hemos estado estudiando? Le dice que ha de ser como sal; 'vosotros, sólo vosotros' —porque esto exige el texto— 'sois la sal de la tierra.' ¿Qué nos dice esto? Lo primero es lo que se nos ha recordado al estudiar las Bienaventuranzas. Somos distintos del mundo. No hace falta insistir en esto, es perfectamente obvio. La sal es esencialmente diferente de aquello en lo cual se coloca y en un sentido ejercita todas sus cualidades siendo diferente. Como lo dice nuestro Señor —'si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.' La característica misma de la condición de sal indica una diferencia, porque un poquito de sal se deja notar de inmediato incluso en una masa abundante. A no ser que tengamos una idea clara en cuanto a esto no habremos podido ni siquiera comenzar a pensar acertadamente acerca de la vida cristiana. El cristiano es diferente de los demás. Es tan diferente como lo es la sal de la carne en la que se pone. Esta diferencia externa todavía hay que enfatizarla y subrayarla.
El cristiano no sólo ha de ser diferente, ha de gloriarse de esta diferencia. Ha de ser tan diferente de los demás como el Señor Jesucristo lo fue del mundo en el que vivió. El cristiano es una clase distinta, única, notable de persona; ha de haber en él algo que lo distinga, y que se reconozca obvia y claramente. Que cada uno, pues, se examine.
Pero prosigamos a considerar más directamente la función del cristiano. En esto el problema se vuelve un poco más difícil y a menudo discutible. Me parece que lo primero que nuestro Señor subraya es que una de las funciones principales del cristiano respecto a la sociedad es negativa. ¿Cuál es la función de la sal? Algunos dirían que es dar salud, que da vida y salud. Pero me parece que esto es una idea muy equivocada de la función de la sal. Su misión no es dar salud; es impedir putrefacción. La función principal de la sal es preservar y actuar como antiséptico. Tomemos, por ejemplo, un trozo de carne. Hay ciertos gérmenes en su superficie, quizás ya han penetrado en la misma, tomados del animal mismo, o de la atmósfera, y corre el peligro de que se pudra. La función de la sal con la que se frota la carne es preservarla contra estos agentes que tienden a pudrirla. La función principal de la sal, por tanto, es negativa y no positiva. Este postulado es fundamental. No es la única función del cristiano en el mundo, porque, como veremos luego, también hemos de ser la luz del mundo, pero en primar lugar este ha de ser nuestro efecto como cristianos. Me pregunto ¿cuántas veces pensamos en nosotros en esta forma, como agentes del mundo con la función de prevenir este proceso concreto de putrefacción y descomposición?
Otra función subsidiaria de la sal es dar sabor, o impedir que los alimentos sean insípidos. Esta es sin duda otra función de la sal (si adecuada o no, no me corresponde a mí discutirlo) y es muy interesante observarla. Según esta afirmación, por tanto, la vida sin el cristianismo es insípida. ¿No prueba esto el mundo de hoy? Observemos la obsesión con los placeres. Es evidente que la gente encuentra la vida monótona y aburrida, de modo que deben ir pasando de un placer a otro. Pero el cristiano no necesita estos pasatiempos porque tiene un sabor en la vida — su fe cristiana. Saquemos al cristianismo de la vida y del mundo, y en qué vida tan insípida se convierte, sobre todo cuando uno envejece o se encuentra en el lecho de muerte. Carece por completo de gusto y los hombres han de drogarse de distintos modos porque sienten la necesidad de sabor.
El cristiano, pues, primero y sobre todo, debería tener esa función. ¿Pero cómo conseguirlo? Aquí encontramos la respuesta. Voy a proponerla primero en lo que considero como enseñanza positiva del Nuevo Testamento. Luego podremos examinar ciertas críticas. En este caso, creo que la distinción vital es entre la Iglesia como tal y el cristiano individual. Algunos dicen que los cristianos deberían actuar como sal de la tierra por medio de pronunciamientos de la Iglesia en cuanto a la situación general del mundo respecto a problemas políticos, económicos e internacionales, y otros semejantes. Dicen que el cristiano funciona como sal de la tierra en esta forma general, por medio de estos comentarios acerca de la situación del mundo.
Ahora bien, según mi criterio, esta es una interpretación errónea de la enseñanza bíblica. Desafiaría a cualquiera a que me muestre esta enseñanza en el Nuevo Testamento. 'Ah,' dicen, 'sí se encuentra en los profetas del Antiguo Testamento.' Sí; pero la respuesta es que en el Antiguo Testamento la Iglesia era la nación de Israel, y no había distinción entre iglesia y estado. Los profetas tenían por tanto que dirigirse a la nación toda y hablar acerca de su vida toda. Pero la Iglesia en el Nuevo Testamento no está identificada con ninguna nación ni naciones. La consecuencia es que nunca se encuentra al apóstol Pablo o a ningún otro apóstol que haga comentarios acerca del gobierno del Imperio Romano; nunca los encontramos enviando resoluciones a la Corte Imperial para que se hiciera esto o aquello. No; nunca se encuentra esto en la Iglesia tal como aparece en el Nuevo Testamento.
Sugiero, por tanto, que el cristiano ha de funcionar como la sal de la tierra en un sentido mucho más individual. Lo hace con su vida y conducta individual, siendo lo que es en todos los ámbitos en los que se encuentre. Por ejemplo, un grupo de personas quizá están hablando de una forma indigna. De repente un cristiano entra a formar parte del grupo, y de inmediato su presencia produce efecto. No dice ni una palabra, pero los demás empiezan a cambiar de forma de hablar. Está actuando ya como sal, ya está controlando la tendencia a la putrefacción y descomposición. Con sólo ser cristiano, debido a su vida y conducta general, está ya controlando ese mal que se estaba manifestando, como lo hace en todos los ámbitos y situaciones. Lo puede hacer, no sólo en su condición privada en su casa, en el taller u oficina, o dondequiera que se encuentre, sino también como ciudadano en el país en el que vive. Ahí se vuelve importante la distinción, porque en esta materia tendemos a irnos de un error a otro. Algunos dicen, 'Sí, tiene toda la razón, no le corresponde a la Iglesia como tal intervenir en asuntos políticos, económicos o sociales. Lo que digo es que el cristiano no tendría que ocuparse para nada de estos asuntos; el cristiano no se debe inscribir para votar, no tiene por qué intervenir en el control de negocios y de la sociedad.' Esto, según creo, es igualmente falaz; porque el cristiano como individuo, como ciudadano de un estado, ha de preocuparse por estas cosas Piensen en grandes hombres, como el Lord Shaftesbury y otros, quienes, como cristianos y ciudadanos, trabajaron tanto en relación con la legislación que mejoró las condiciones de trabajo en las fábricas. Piensen en William Wilberforce y en todo lo que hizo respecto a la abolición de la esclavitud. Como cristianos somos ciudadanos de un país, y tenemos responsabilidad en cuanto tales, y por ello debemos actuar como sal indirectamente en muchos aspectos. Pero esto es muy diferente de que la Iglesia lo haga.
Alguien podría preguntar, '¿Por qué hace esta distinción?' Quiero contestar esta pregunta. La misión primaria de la Iglesia es evangelizar y predicar el evangelio. Pensemos en esto. Si la Iglesia cristiana de hoy pasara la mayor parte del tiempo acusando al comunismo, me parece que la consecuencia principal sería que los comunistas probablemente no escucharían la predicación del evangelio. Si la Iglesia siempre acusa una parte de la sociedad, se está cerrando la puerta de la evangelización de esa parte. Si tomamos la idea que tiene el Nuevo Testamento de estas materias debemos creer que el comunista tiene alma que hay que salvar igual que todo el mundo. Es misión mía como predicador del evangelio, y representante de la Iglesia, evangelizar a los hombres de todas clases y condiciones. En cuanto la Iglesia comienza a intervenir en asuntos políticos, económicos y sociales, se pone obstáculos a la tarea evangelística que Dios le ha asignado. Ya no podría decir que no conoce a nadie 'según la carne,' y por ello pecaría. Que cada individuo desempeñe su papel como ciudadano, y pertenezca al partido político que escoja. Esto tiene que decidirlo el individuo. La Iglesia como tal no ha de preocuparse por esas cosas. Nuestra misión es predicar el evangelio y llevar el mensaje de salvación a todos. Y, gracias a Dios, los comunistas pueden convertirse y salvarse. La Iglesia ha de preocuparse por el pecado en todas sus manifestaciones, y el pecado puede ser tan terrible en un capitalista como en un comunista, en un rico como en un pobre; se puede manifestar en todas las clases sociales, en todos los tipos y grupos.
Otra forma en que funciona este principio puede verse en el hecho que, después de cada avivamiento y reforma en la Iglesia, toda la sociedad ha recogido los beneficios. Lean el relato de los grandes avivamientos y lo verán. Por ejemplo, en el aviva-miento que tuvo lugar bajo Richard Baxter en Kidderminster, en Inglaterra en el siglo XVII, no sólo los cristianos se avivaron, sino que muchos que no lo eran se convirtieron y entraron en la Iglesia. Además, toda la vida de la ciudad sintió los efectos, y el mal, el pecado y el vicio se redujeron. Esto sucedió no porque la Iglesia censuró estas cosas, ni porque la Iglesia persuadió al Gobierno para que pasara leyes, sino por la simple influencia de los cristianos. Y así ha sido siempre. Sucedió lo mismo en los siglos diecisiete y dieciocho y al comienzo de este siglo en el avivamiento que tuvo lugar en 1904-5. Los cristianos, siéndolo, influyen en la sociedad en forma casi automática.
Prueba de esto se encuentra en la Biblia y tam¬bién en la historia de la Iglesia. En el Antiguo Testamento después de cada reforma y avivamiento hubo beneficios generales para la sociedad. Recordemos también la Reforma Protestante y veremos de inmediato que afectó la vida en general. Lo mismo es verdad de la Reforma puritana. No me refiero a las leyes del Parlamento que los Puritanos consiguieron promulgar, sino a su forma general de vida. Historiadores competentes están de acuerdo en decir que lo que salvó a este país de una revolución como la que sufrió Francia a fines del siglo dieciocho no fue sino el avivamiento Evangélico. Y esto ocurrió no porque se hiciera algo directamente, sino porque masas de individuos se habían hecho cristianos y vivieron esta vida mejor con una perspectiva más elevada. Toda la situación política percibió los efectos, y las grandes leyes que se promulgaron en el siglo pasado se debieron sobre todo al hecho de que había en el país tantos cristianos.
Finalmente, ¿No es acaso el estado presente de la sociedad y del mundo una prueba perfecta de este principio? Creo que es cierto que en los últimos cincuenta años la Iglesia Cristiana ha prestado más atención directa a asuntos políticos, económicos y sociales que en los cien años anteriores. Todos hemos oído hablar del significado social del cristianismo. Las Asambleas Generales de Iglesias y de distintas denominaciones han enviado a los gobiernos pronunciamientos y resoluciones. Todos nos hemos interesado mucho por la aplicación práctica. Pero ¿cuál es el resultado? Nadie puede discutirlo. El resultado es que estamos viviendo en una sociedad que es mucho más inmoral que hace cincuenta años, en la que cada día van en aumento el vicio y la violación de la ley. ¿No está claro que uno no puede hacer estas cosas si no es en la forma bíblica? Aunque tratemos de conseguirlas directamente por medio de la aplicación de principios, descubrimos que no podemos alcanzarlo. El problema principal es que hay demasiado pocos cristianos, y que los que lo somos no somos suficientemente sal. Con esto no quiero decir agresivos; quiero decir cristianos en el sentido genuino. Debo admitir también que no se puede decir de nosotros que cuando entramos en una habitación los allí presentes cambian enseguida de forma de hablar y de conversación precisamente porque nosotros hemos llegado. Ahí es donde fracasamos lamentablemente. Un solo hombre verdaderamente santo irradia esta influencia; el grupo en el que se encuentra sentirá su presencia. El problema es que la sal se ha vuelto insípida en tantos casos; y no influimos en los demás siendo 'santos' en la forma en que deberíamos. Aunque la iglesia hace grandes pronunciamientos acerca de la guerra y de la política, y de otros temas importantes, el hombre medio no se siente afectado. Pero si tenemos en un tribunal a alguien que sea verdadero cristiano, cuya vida haya sido transformada por la acción del Espíritu Santo, sí afecta a los que lo rodean.
Así podemos actuar como sal de la tierra en tiempos como los nuestros. No es algo que pueda hacer la Iglesia en general; es algo que debe hacer el cristiano individual. Es el principio de infiltración celular. Un poco de sal produce efecto en la gran masa. Debido a su cualidad esencial en una forma u otra lo penetra todo. Me parece que este es el gran llamamiento que se nos hace en tiempos como éstos. Contemplemos la vida y la sociedad en este mundo. ¿No es evidente que esté corrompida? Contemplemos la descomposición que se ha apoderado de todas clases de personas. Contemplemos tantos divorcios y separaciones, tanto hacer chistes acerca de lo más santo de la vida, ese aumento de embriaguez y despilfarro. Estos son los problemas, y es evidente que no se pueden solucionar por medio de leyes. Los periódicos no parecen ni tocarlos. De hecho nada los resolverá, salvo la presencia de un número cada vez mayor de cristianos que controlen la putrefacción, la contaminación, la descomposición, el mal y el vicio. Cada uno de nosotros en nuestro círculo podemos controlar así este proceso, y así toda la masa se mantendrá.
Que Dios nos dé gracia para examinarnos a la luz de esta idea tan sencilla. La gran esperanza de la sociedad de hoy está en un número cada vez mayor de cristianos. Que la Iglesia de Dios se dedique a eso y no a gastar energías y tiempo en asuntos que no le corresponden. Que cada cristiano se asegure de que posee esta cualidad esencial de ser sal, de que por ser lo que es, constituye un control o antiséptico en la sociedad, impidiéndole que se corrompa, que vuelva, quizá, a una época de tinieblas. Antes del avivamiento Metodista, la vida en Londres, como se puede ver en los libros que se escribieron en ese entonces y después, era casi increíble con tanta embriaguez, vicios e inmoralidades. ¿No corremos el peligro de volver a eso? ¿Acaso nuestra generación no está descendiendo de una manera visible? Somos ustedes y yo y otros como nosotros, cristianos, los únicos que podemos impedirlo. Que Dios nos dé la gracia de hacerlo. Suscita en nosotros el don, Señor, y haznos tales que seamos realmente como el Hijo de Dios e influyamos en todos los que entren en contacto con nosotros.
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