CAPITULO LX
Conclusión
En los dos últimos versículos de este capítulo el escritor sagrado nos dice el efecto que este Sermón del Monte produjo en el auditorio. De esta forma nos ofrece al mismo tiempo la oportunidad de examinar en general qué efecto debería producir siempre este sermón en los que lo leen y lo examinan.
Estos dos versículos no son en modo alguno una especie inútil o vana de epílogo. Tienen suma importancia en cualquier examen del Sermón. No me cabe la menor duda de que por esta razón el escritor, guiado por el Espíritu Santo, dejó constancia del Sermón, porque aquí se centra nuestro interés en el Predicador más que en el Sermón. Se nos pide, por así decirlo, que una vez examinado el Sermón, miremos a Aquel que lo pronunció y predicó. Hemos dedicado mucho tiempo al examen detallado de la enseñanza del Sermón y, en los últimos capítulos, sobre todo, hemos examinado el llamamiento urgente que nuestro Señor dirigió a los que lo habían escuchado. Les pidió que lo pusieran en práctica. Plantea de nuevo la advertencia terrible en contra del autoengaño, en contra de limitarse a admirar el Sermón y a alabar ciertos puntos del mismo sin caer en la cuenta de que, a no ser que se practique, permaneceremos fuera del reino de Dios, para encontrar que todo aquello en lo cual confiábamos, de repente, en el día del juicio, nos será quitado.
Pero la pregunta que muchos pueden tener la tentación de hacerse es: ¿Por qué deberíamos practicar este Sermón? ¿Por qué deberíamos prestar atención a esta terrible advertencia? ¿Por qué deberíamos creer que, a no ser que hagamos que nuestra vida se conforme a esta pauta, estaremos sin esperanza al llegar ante Dios? La verdadera respuesta a todo esto es el tema al que nos encaminan estos últimos versículos. Es la persona misma, la persona que pronunció estas palabras, la que comunicó esta enseñanza. En otras palabras, al examinar el Sermón del Monte como un todo, después de haber considerado estas distintas partes, debemos caer en la cuenta de que no hay que concentrarse sólo en la belleza de lo dicho, en la estructura perfecta del Sermón, en las ilustraciones impresionantes, en los ejemplos sorprendentes y en el equilibrio extraordinario que encontramos en él, tanto desde el punto de vista de los temas, como de la forma en que se presentan. Debemos ir más allá. Al examinar el Sermón del Monte, nunca debemos detenernos ni siquiera en la enseñanza moral, ética y espiritual; debemos ir más allá de todas estas cosas, por maravillosas que sean, por vitales que sean, hasta la persona del Predicador mismo.
Hay dos razones principales para decir esto. La primera es que, en último término, la autoridad del Sermón se deriva del Predicador. Esto es, desde luego, lo que hace al Nuevo Testamento un libro tan único, lo que da una claridad exclusiva a la enseñanza de nuestro Señor. En el caso de los demás maestros que el mundo ha conocido, lo importante es la enseñanza; pero estamos frente a un caso en el que el Maestro es más importante de lo que enseña. En cierto sentido, no se puede dividir ni separar el uno del otro. Pero si hay que dar prioridad a uno de los dos, siempre debemos colocar al Predicador en primer lugar. Así pues, estos dos versículos al final del Sermón dirigen nuestra atención hacia este hecho.
Si alguien pregunta: ¿Por qué debo prestar atención a este Sermón, por qué debo ponerlo en práctica, por qué debo creer que es lo más vital de esta vida? La respuesta es: debido a la Persona que lo predicó. Esta es la autoridad, esta es la sanción del Sermón. En otras palabras si tenemos alguna duda en cuanto a la persona que predicó este Sermón, es obvio que esto afectará la idea que nos formemos del mismo. Si tenemos duda acerca de su calidad de ser único, acerca de su deidad, acerca del hecho que era Dios en la carne el que hablaba, entonces toda nuestra actitud hacia el Sermón queda minada. Pero, por el contrario, si creemos que el Hombre que pronunció estas palabras no fue otro que el Hijo unigénito de Dios, entonces estas palabras adquieren una solemnidad abrumadora y una autoridad superior y debemos tomar la enseñanza como un todo con toda la gravedad que siempre hay que darle a cualquier pronunciamiento que procede de Dios mismo. Tenemos, pues, ahí una razón muy buena para examinar este punto. La sanción final que refrenda a toda expresión que se encuentra en este Sermón, radica ahí. Por consiguiente, cuando lo leemos y nos sentimos tentados quizá a argüir en contra del mismo o debilitar algunas de sus enseñanzas, debemos recordar que estamos examinando las palabras del Hijo de Dios. La autoridad y la sanción proceden del que habla, de la bendita Persona misma.
Pero aparte de esta conclusión general, nuestro Señor mismo insiste en que le prestemos atención. Y llama la atención hacia sí mismo en este Sermón. Repite pruebas que tiene como fin obvio centrar nuestra atención en su Persona. Este es el aspecto en el cual el verdadero evangelio difiere de los que pasa muchas veces por evangelio. Algunos tienen la tendencia de establecer una división entre la enseñanza del Nuevo Testamento y el Señor mismo. Se trata de un error básico. El Señor llama siempre la atención hacia sí mismo y esto lo hallamos abundantemente ilustrado en este Sermón. E¡ problema último por consecuente, con el que se enfrentan los que enfatizan la enseñanza del Sermón del Monte a expensas de la doctrina y a expensas de la teología, es que nunca caen en la cuenta de ese punto. Nos hemos referido a menudo, de paso, al caso de los que dicen que les gusta el Sermón del Monte, quienes colocan este Sermón del Monte frente a la enseñanza acerca de la expiación y muerte de Cristo y de todas las elevadas doctrinas de las Cartas, porque, según dicen, el Sermón del Monte es algo práctico, algo que se puede aplicar a la vida y llegar a ser la base del orden social, y así sucesivamente. El problema de esas personas es que nunca han leído verdaderamente el Sermón del Monte, porque, si lo hubieran hecho, habrían descubierto que en él la atención se dirige constantemente a esta Persona. Y de inmediato esto suscita doctrina crucial. En otras palabras, el Sermón del Monote como hemos visto tantas veces, es en realidad una especie de afirmación básica de la cual se deriva todo lo demás. Está lleno de doctrina; y la idea de que sea una enseñanza moral y ética y nada más, es completamente ajena a la enseñanza del Sermón, y sobre todo al punto que se enfatiza aquí, en estos dos últimos versículos.
Vemos, pues, que nuestro Señor llama la atención hacia sí mismo y, en un sentido, no hay nada en el Sermón que sea tan notable como la forma en que lo hace. Por ello, una vez visto todo el Sermón, encontramos que todas las instrucciones que dio se centran de nuevo en Él. En el Sermón del Monote, lo contemplamos a Él de una forma especial, y cualquier estudio del mismo siempre debería conducirnos a esto. En estos dos versículos tenemos una forma maravillosa de hacerlo. Se nos habla acerca de la reacción de esas personas que tuvieron el privilegio elevado de mirarlo a Él y escuchar el Sermón. Y se nos dice que su reacción fue de admiración. "Y cuando terminó Jesús estas palabras, 1# gente se admiraba de su doctrina (o de su enseñanza); porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas!'
Tratemos en la medida de lo posible imaginarnos esto, por qué no hay nada que debiéramos disfrutar —empleo este término a propósito— tanto como contemplarlo a Él. La enseñanza toda de nada vale a no ser que tengamos la idea justa acerca de Él. En esencial, el punto vital de toda enseñanza, de la teología y de toda la Biblia es conducirnos al conocimiento de Él y a la relación con Él. Por esto, contemplamos esta bendita Persona y por eso debemos tratar de imaginarnos este cuadro. He aquí una gran multitud de gente. Al comienzo se sentó a enseñar, estaba sólo Él y sus discípulos; pero hacia el final, es obvio que había una gran muchedumbre. Ahí, sentado frente a toda esa gente en el monte, está este Hombre joven, según se decía un simple carpintero de un lugar pequeño llamado Nazaret en Galilea, un artesano, una persona común, ordinaria. No había recibido preparación escolar. No era ni escriba ni fariseo; no se había sentado a los pies de Gamaliel ni de ninguno de los grandes maestros o autoridades. Al parecer se trataba de una persona muy ordinaria, que había llevado una vida muy corriente. Pero de repente comenzó a recorrer el país con un ministerio extraordinario y ahí está sentado, enseñando y predicando y diciendo las cosas que hemos venido examinando juntos. No nos sorprende que esa gente estuviera admirada. Fue todo tan inesperado, tan sorprendente en todos los sentidos, tan diferente de todo lo que habían conocido. Nos resulta muy difícil debido a lo familiares que nos resultan estos hechos y detalles y darnos cuenta de que estas cosas sucedieron de hecho hacer cerca de dos mil años y darnos cuenta del efecto que tuvieron que producir entre los contemporáneos de nuestro Se¬ñor. Tratemos de imaginar su sorpresa y admiración totales al ver a este carpintero de Galilea sentado, enseñándoles y explicándoles la ley, hablándoles de esta forma tan extraordinaria. Quedaron sorprendidos, admirados y aturdidos.
Lo que debemos averiguar es qué produjo exactamente la admiración. Lo primero, claro esta, es la autoridad general con que habló —este hombre que habla con autoridad y no como los escribas. Este aspecto negativo es muy interesante— que su enseñanza no era según el estilo de los escribas. Lo característico de la enseñanza de los escribas, como recordaremos, era que siempre citaban a autoridades y que nunca emitían pensamientos originales; eran expertos, no tanto en la ley misma, cuanto en las distintas exposiciones e interpretaciones de la ley que habían sido propuestas desde el tiempo de Moisés. Luego, además, siempre citaban a los expertos en estas interpretaciones. Para ilustrar el significado de lo que decimos, no debemos sino imaginar lo que sucede tan a menudo en los tribunales cuando se juzga un caso. Se citan distintas autoridades; una ha dicho una cosa y la otra, otra; se presentan libros de texto y se lee lo que dicen. Esta es la forma práctica de los escribas y por esto siempre andaban discutiendo; pero el rasgo principal era la hilera interminable de citas. Hoy día sucede lo mismo. Se pueden leer o escuchar sermones que no parecen ser sino una serie de varios escritos. Esto da la impresión de conocimiento y cultura. Se nos dice que los escribas y fariseos estaban muy orgullosos de sus conocimientos. Habían descartado a nuestro Señor con burla, diciendo, "¿Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?" Esto señala el hecho de que la característica más notable de su enseñanza era la ausencia de citas interminables. En otras palabras, lo que sorprendía respecto a Él era su originalidad. Repite una y otra vez "Yo os digo"; no "Fulano de tal ha dicho", sino "Yo os digo". En su enseñanza había frescor. Todo su método era diferente. Se caracterizaba por esta originalidad de pensamiento y de forma —la manera en que lo hacia, tanto como lo que hacía.
Pero, como es de esperar, lo más sorprendente de todo era la confianza y seguridad con que hablaba. Eso se vio desde el comienzo, cuando pronunció esas grandes Bienaventuranzas. Comienza diciendo: "Bienaventurados los pobres en espíritu" y luego, "porque de ellos es el reino de los cielos!' No caben dudas ni incertidumbres acerca de ello; no es una simple suposición o posibilidad. Esta seguridad y autoridad extraordinarias con que hablaba, se manifestaron desde el comienzo mismo.
Imagino, sin embargo, que lo que realmente admiró a esa gente, más aún que su autoridad general, fue lo que dijo, sobre todo lo que dijo acerca de sí mismo. Esto, sin duda, tuvo que sorprenderles y admirarles. Pensemos de nuevo en las cosas que dijo, ante todo acerca de su propia enseñanza. Una y otra vez hace observaciones que llaman la atención acerca de su enseñanza y acerca de su actitud hacia la misma. Tomemos, por ejemplo, la frecuencia con que dijo en el capítulo quinto algo así: "Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo!' No vacila en corregir la enseñanza de los fariseos y de las autoridades que utilizaban. 'A los antiguos', como ya vimos, se refería a ciertos fariseos y a su exposición de la ley mosaica. No dudó en dejarla de lado y corregirla. ¡Este artesano, este carpintero que nunca había asistido a las escuelas, diciendo: "Yo os digo"! Se arroga esta autoridad para sí mismo y para su enseñanza.
Más aún, no vacila en afirmar en esa expresión que Él, y sólo Él, puede dar una interpretación espiritual de la ley que fue promulgada por Moisés. Su argumentación consiste siempre en que la gente nunca había visto la intención o contenido espirituales de la ley dada por Moisés; la interpretaban mal y la reducía al plano físico. Con tal de no cometer adulterio físico, pensaba que nada importaba. No veían que Dios se preocupa por el corazón, el deseo, el espíritu. Por eso, se presenta delante de ellos como el único intérprete genuino de la ley. Dice que su interpretación sola pone de manifiesto el sentido espiritual de la ley; más aún, no vacila en hablar de sí mismo y en considerar como legislador: "Yo os digo!'
Luego recordaremos cómo al final del Sermón lo dice en forma todavía más explícita. "Cualquiera, pues", dice, "que me oye estas palabras, y las hace..!' Adviértase la importancia que le atribuye a sus propias palabras. Al decir esto, dice algo acerca de sí mismo. Utiliza la ilustración aterradora de las dos casas. Ya ha hablado acerca del juicio, y lo plantea todo en función de 'estas palabras' suyas. Dice de hecho: "Quiero que las escuchéis, quiero que las practiquéis —estas palabras—; ¿os dais cuenta de quién soy yo y, en consecuencia, de la importancia de lo que digo?" Así pues, vemos que en lo que dijo acerca de su predicación se pronunció en forma rotunda acerca de sí mismo. Se arroga esta autoridad única.
Pero no se nos deja, simplemente, con indiferencia e implicaciones; las referencias que hace a sí mismo son no sólo indirectas. ¿Ha examinado alguna vez las alusiones directas que hace a sí mismo en este Sermón del Monte? Veámoslas por orden según aparecen. Primero, en 5:11, cuando acaba de concluir las Bienaventuranzas, dice: "Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan", o sea, "bienaventurados sois si, por deseo de poner en práctica esta enseñanza tan elevada, sufrís persecución y quizá incluso muerte." No dice: "Si sufrís así por el nombre de Dios, vuestro Padre en los cielos, sois bienaventurados!' No; dice 'por mi causa'. ¡Qué necedad tan indecible es que algunos digan que se interesan por el Sermón del Monte sólo como enseñanza moral, ética o social! Ahí, antes de llegar al 'volver la otra mejilla' y a los otros puntos que les gustan tanto, nos dice que deberíamos estar dispuestos a sufrir por su causa y que tenemos que sufrir persecución por su causa y que incluso debemos estar dispuestos a morir por su causa. Esta afirmación tremenda está al comienzo mismo del Sermón. Luego, casi de inmediato pasa a repetir lo mismo en forma implícita. "Vosotros sois la sal de la tierra", y "vosotros sois la luz del mundo". ¿Vemos lo que esto implica? Dice de hecho, "Vosotros, que sois mis discípulos y seguidores, vosotros, que os habéis entregado a mi hasta el punto de sufrir persecución por mi nombre, e incluso muerte por mi causa, vosotros, quienes me escucháis y vais a repetir mi enseñanza para propagarla por todo el mundo, vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo!' Sólo cabe una conclusión verdadera de todo esto, a saber, que van a ser un pueblo muy especial y único que, debido a su relación con Él, pasa a ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es la doctrina del nuevo nacimiento. No son sólo personas que escuchan una enseñanza para luego repetirla y de este modo producir el efecto de sal y luz. No, ellos mismos van a convertirse en sal y luz. Tenemos ahí la doctrina de la relación mística de su pueblo con Él, de la unión entre ambos; Él morando en ellos y comunicándoles su naturaleza. Por consiguiente, ellos a su vez pasan a ser la luz del mundo así como Él es luz del mundo. Es, pues, una tremenda afirmación respecto a sí mismo. En estas palabras, afirma su divinidad única y su carácter de Salvador. Afirma que es el Mesías por tanto tiempo esperado.
Así, pues, al contemplar estas dos afirmaciones sorprendentes antes de llegar a su enseñanza detallada, nos sentimos impulsados a preguntar, como debieron preguntarse esas personas; ¿quién es esta Persona que habla así? ¿Quién es este hombre, este carpintero de Nazaret, quien nos pide que estemos dispuestos a sufrir por Él, y diciendo que seremos bienaventurados de Dios si lo hacemos; quien dice, "Gozaos y alegraos porque vuestro galardón es grande en los cielos si sufrís injusticias y persecuciones por mi causa?" ¿Quién es este? ¿Y quién es éste que dice que puede hacernos sal de la tierra y luz del mundo? La respuesta a la pregunta la da en el versículo 17, donde dice: "No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir!' Consideremos por un momento esta extraordinaria expresión, 'he venido'. Habla de sí mismo y de su vida en este mundo como diferente de la de cualquier otro. No dice: "He nacido, por consiguiente esto o aquello!' Dice: 'He venido! ¿De dónde ha venido? Es alguien que ha llegado a este mundo; no sólo ha nacido, ha venido a él desde algún lugar. Ha venido de la eternidad, del cielo, a venido del seno del Padre. La ley y los profetas habían dicho que iba a venir. Dijeron, por ejemplo. "Nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación!' Siempre hablaban de alguien que iba a venir de afuera. Y aquí dice de sí mismo, "He venido". No sorprende que esta personas que estaban sentadas escuchando, dijeran: ¿Qué quieres decir; y quién es este hombre, este carpintero que se parece a nosotros?
Siempre dice: "He venido". Les dice que no pertenece a este reino, sino que ha venido a esta vida, a este mundo, desde la gloria, desde la eternidad. Dice: "Yo y el Padre uno somos!' Se refiere a la encarnación. Qué necedad tan trágica considerar este Sermón como una simple proclama social y no ver en él sino ética y moralidad. Escuchemos lo que dice acerca de sí mismo. "He venido!' No se trata de un maestro humano; se trata del Hijo de Dios.
Pero, además, dice que ha venido para cumplir la ley y los profetas y no para abrogarlos. Esto significa que ha venido para cumplir y guardar la santa ley de Dios, que Él es también el Mesías. Afirma ahí que es impecable, absolutamente perfecto. Dios dio su ley a Moisés, pero ningún ser humano la ha cumplido jamás "todo el mundo quede bajo el juicio de Dios", "No hay justo, ni aun uno". Todos los santos del Antiguo Testamento habían violado la ley; nadie había podido cumplirla. Pero he ahí Alguien que se levanta y dice: Yo voy a cumplirla, voy a guardarla y honrarla a la perfección. He aquí Alguien que pretende ser impecable, absolutamente perfecto. No sólo esto. No vacila en atribuirse lo que Pablo afirma en estas palabras: "el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree!' En otras palabras, cumple la ley poniéndola en práctica, la honra con la perfección absoluta en su propia vida. Sí, pero también lleva sobre sí el castigo que también se reparte entre los transgresores. Ha satisfecho todas las exigencias de la ley de Dios, ha cumplido la ley para sí mismo y los demás.
Pero también afirma que cumple los profetas. Afirma que es Aquel al que apuntaron todos los profetas del Antiguo Testamento. Habían hablado acerca del Mesías; dice, "Yo soy el Mesías". Es el que cumple en su propia Persona las promesas. También esto lo sintetiza el apóstol Hablo con estas palabras: "Todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén!' Todas las promesas de Dios se cumplen en esta maravillosa Persona que aquí afirma de sí misma que el cumplidor de la ley y de los profetas. Todo el Antiguo Testamento apunta hacia Él; es el centro de todo.
Éste es el que había de venir, el esperado. Dice todo esto en el Sermón del Monte, este Sermón del que se nos dice que no contiene doctrina, y que gusta a la gente porque no es teológico. ¿Puede acaso existir una ceguera más trágica que ésta que hace que los hombres hablen de una forma tan necia? Toda la doctrina de la encarnación de Cristo, de su Persona y Muerte, todo está ahí. Lo hemos visto a medida que hemos estudiado el Sermón y de nuevo lo volvemos a encontrar.
Otra gran afirmación que apunta hacia la misma dirección es la que se encuentra en 7:21: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos!' No vacila en decir que la gente se dirigirá a Él como Señor y esto significa que es Jehová, que es Dios. Dice ahí, con toda serenidad, que la gente va a decirle, "Señor, Señor". Lo dice ahora, en cierto sentido, y lo dirán en el gran día. Pero lo que se subraya es el hecho de que 'me' lo dirá, se lo dirá al que habla ahí en el Monte. No vacila en atribuirse, en apropiarse, el término más elevado que aparece en toda la Biblia aplicado al Dios eterno, absoluto, bendito.
Incluso fue más allá y proclamó hacia el final del Sermón que Él va a ser el Juez del mundo. "Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor!' etc. Adviértase la repetición, "Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad!' Sí, el juicio le corresponderá al Hijo. Afirma que va a ser el juez de todos los hombres y que lo que cuenta es nuestra relación con Él, su conocimiento de nosotros, su preocupación e interés por nosotros. Como alguien dijo muy bien: "Él que estuvo sentado en el Monte para enseñar, es el mismo que al final se sentará en el trono de su gloria para que todas las naciones del mundo comparezcan ante Él, y Él emitirá juicio definitivo sobre ellas!' ¿Se ha dicho alguna vez en este mundo algo más sorprendente, más sobrecogedor? Tratemos de nuevo de imaginar la escena. Contemplemos esa Persona al parecer ordinaria, este carpintero, sentado ahí y diciendo de hecho: "Del mismo modo que ahora estoy sentado aquí, me sentaré en el trono de la gloria eterna, y todas las naciones, todo el mundo comparecerá ante mí, y pronunciaré juicio!' Es realmente el Juez eterno.
De este modo, hemos reunido las afirmaciones principales que formula acerca de sí mismo en este famoso Sermón del Monte. Al concluirlo, por consiguiente, hago esta sencilla aunque profunda pregunta: ¿Cuál es nuestra reacción ante todo esto? Se nos dice que esa gente quedó admirada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. No se nos dice que reaccionaran de alguna otra manera; pero sí se nos dice que quedaron admirados y sorprendidos ante su forma de enseñar y también ante su doctrina extraordinaria y, sobre todo, ante algunas de estas cosas que dijo acerca de sí mismo. Hay personas que ni siquiera se admiran ante este Sermón. Dios no quiere que así sea en el caso de alguno de nosotros. Pero no basta con simplemente admirarse; nuestra reacción debe ir más allá. No cabe duda de que nuestra reacción ante las palabras que nos dirige debería ser el maravillarnos de -que el Hijo mismo de Dios nos ha estado hablando en las palabras que hemos examinado; el mismo Hijo encarnado de Dios. Nuestra primera reacción debería ser reconocer de nuevo la verdad cedular del evangelio, que el Hijo unigénito de Dios ha entrado en este mundo temporal. No nos preocupa aquí una simple filosofía o visión de la vida, sino el hecho de que el predicador era el Hijo de Dios Todopoderoso hecho carne en este mundo.
¿Por que vino, por qué predicó el Sermón? No ha venido exactamente para promulgar otra ley. No se limitó a decirle al pueblo cómo había de vivir, porque el Sermón del Monte (y lo decimos con reverencia) es infinitamente más imposible de practicar que incluso la ley de Moisés y ya hemos visto que no hubo ni un solo ser humano que hubiera sido capaz de guardarla. ¿Cuál es, pues, el mensaje? Debe ser éste. En este Sermón, nuestro Señor condena de una vez por todas toda confianza en el esfuerzo humano, en la capacidad humana en el ámbito de la salvación. Nos dice, en otras palabras, que todos hemos quedado lejos de la gloria de Dios y que por grandes que sean nuestros esfuerzos desde ahora hasta la muerte, nunca nos justificarán, ni nos harán dignos de presentarnos ante Dios. Dice que los fariseos habían reducido el significado genuino de la ley, pero que la ley misma era espiritual. Dice lo que Pablo llegó a ver y decir más tarde: "Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí" (Ro. 7:9). En otras palabras, dice que todos somos pecadores condenados delante de Dios, y que no nos podemos salvar a nosotros mismos.
Luego prosigue diciendo que todos necesitamos nacer de nuevo, una nueva naturaleza y una nueva vida. No podemos vivir una vida así tal como somos por naturaleza; debemos ser renovados. Y lo que dice en este Sermón es que ha venido para darnos esta nueva vida. Si estamos en relación con Él, nos convertimos en sal de la tierra y luz del mundo. Ha venido no sólo para presentar la enseñanza. Ha venido para hacer posible vivirla. En este Sermón, comenzando con las Bienaventuranzas, ha descrito a su pueblo. Ha expuesto cómo serán en general y ha descrito más en detalle cómo vivirán. El Sermón no es una descripción del hombre natural que trata de justificarse delante de Dios, sino de Dios renovando a su pueblo. Nos ha comunicado el don del Espíritu Santo, la promesa he cha a Abraham, "la promesa del Padre" y, habiendo recibido esta promesa, resultamos capaces de conformarnos a dicha norma. Las Bienaventuranzas son verdad en el caso de todos los que viven del Sermón del Monte, de todos los que son cristianos. Esto no quiere decir que seamos impecables o perfectos; significa que si consideramos el tenor general de nuestra vida, está conforme con esto, o como Juan lo dice en su primera Carta: "Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado:' Esta es la diferencia. Consideramos la vida de un hombre, en general. Al contemplar a un creyente, vemos que se conforma al Sermón del Monte. Desea vivirlo y se esfuerza por conseguirlo. Se da cuenta de sus fallas, pero pide la plenitud del Espíritu; tiene hambre y sed de justicia, y posee la experiencia bendita de que las promesas se cumplan en su vida cotidiana.
Esta es la reacción genuina ante el Sermón del Monte. Nos damos cuenta de que habló el Hijo mismo de Dios y que en el Sermón ha dicho que vino para comenzar una humanidad nueva. Es el 'primogénito entre muchos hermanos'; es el 'último Adán'; es el Hombre nuevo de Dios y todos los que le pertenecen serán como Él. Es una doctrina sorprendente, es una doctrina asombrosa, pasmosa; pero, gracias a Dios, sabemos que es la verdad. Sabemos que murió por nuestros pecados, que nuestros pecados son perdonados; "sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos"; sabemos que le pertenecemos, por que sí tenemos hambre y sed de justicia. Estamos conscientes del hecho de que se ocupa de nosotros, de que su Espíritu actúa dentro de nosotros, revelándonos nuestras fallas e imperfecciones, produciendo dentro de nosotros anhelos y aspiraciones, "produce... el querer como el hacer, por su buena voluntad". Sobre todo, en medio de la vida, con todas sus pruebas y problemas, incluso en medio de todas las incertidumbres de esta 'era atómica' y del hecho cierto de la muerte y del juicio final, podemos decir con el apóstol Pablo, "Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día" (2 Ti.1:12).
"Mi esperanza firme está en la justicia de Jesús;
Y mi pecado borrará el sacrificio de la cruz.
La tempestad jamás podrá su dulce faz de mí ocultar;
Su luz gloriosa en mi alma está, en Él confío sin
cesar. Jesús será mi protección, la Roca de mi salvación!'
"Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo" (1 Co.3:11). "Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos"; y "Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo" (2 Ti.2:19).