CAPITULO XXXIX
La Detestable Esclavitud del Pecado
En el examen de este pasaje, hasta ahora nos hemos ocupado de lo que podríamos llamar la enseñanza directa y explícita de nuestro Señor sobre los tesoros en la tierra y los tesoros en el cielo. Pero no podemos detenernos ahí, porque no cabe duda de que hay algo más en el pasaje. En estos versículos 19-24, hay una enseñanza indirecta, implícita; y el no prestar atención a esta enseñanza de la Biblia siempre es en detrimento nuestro. Nuestro Señor se interesa por el aspecto práctico del tema, pero obviamente hay algo más implicado en ello. Al ponernos sobre aviso acerca de este asunto tan práctico, también trata de forma incidental sobre doctrinas más importantes, si bien éste no es el propósito principal que le guía. Podríamos decirlo así: ¿Por qué son necesarias estas instrucciones? ¿Por qué está la Biblia llena de esta clase de advertencias? Se encuentran en todas partes, en este caso no tenemos más que un ejemplo, pero podríamos tomar muchos más. ¿Qué hace necesario que nuestro Señor, y después los apóstoles, nos pongan sobre aviso a los cristianos acerca de estas cosas? Hay una sola respuesta para esta pregunta. Todo esto se debe simplemente al pecado y a sus efectos. En un sentido uno queda sorprendido al leer un pasaje como este. Uno tiende a decir, "soy cristiano; tengo una nueva visión de las cosas, y no necesito esto". Y sin embargo vemos que es necesario, que todos lo necesitamos. Todos nosotros, de varias formas, no sólo somos atacados sino vencidos por ello. Sólo una cosa lo explica, y es el pecado, el poder y efecto terribles del pecado en el género humano. Por eso podemos ver que, al exponer nuestro Señor su enseñanza y al dar sus mandamientos y presentar sus razones, de forma indirecta nos dice mucho acerca del pecado y de lo que el pecado produce en el hombre.
I
Lo primero que hay que advertir es que el pecado es obviamente algo que tiene un efecto totalmente perturbador en el equilibrio normal del hombre, y en el funcionamiento normal de sus facultades. En el hombre hay tres partes. Dios lo hizo cuerpo, mente y espíritu, o, si se prefiere, cuerpo, alma y espíritu; y lo más elevado es el espíritu. Luego viene el alma, y luego viene el cuerpo. No es que haya algo malo en el cuerpo, sino que éste es el orden relativo. El efecto del pecado es que las funciones normales del hombre quedan totalmente perturbadas. No cabe duda de que, en un sentido, el don más elevado que Dios ha otorgado al hombre es el don de la inteligencia. Según la Biblia, el hombre fue hecho a imagen de Dios; y una parte de la imagen de Dios en el hombre es indudablemente la inteligencia, la capacidad de pensar y razonar, sobre todo en el sentido más elevado y en un sentido espiritual. El hombre, en consecuencia, fue creado para funcionar en la forma siguiente. Su inteligencia, que es la facultad más elevada que posee, siempre debería ocupar el primer lugar. Las cosas las percibe y las analiza la mente. Luego vienen los afectos, el corazón, el sentimiento, la sensibilidad que Dios le ha dado al hombre. Después, en tercer lugar, hay esa otra cualidad, esa otra facultad, llamada voluntad, poder por el cual ponemos a operar las cosas que hemos entendido, las cosas que hemos deseado como consecuencia de la comprensión.
Así hizo Dios al hombre, y así debe funcionar. Debe comprender y esta comprensión debe dirigirlo y controlarlo.
Tenía que amar aquello que comprendía ser lo mejor para él y para todos; y luego tenía que poner todo esto en práctica, en operación. Pero el efecto de la Caída y del pecado en el hombre ha sido el alterar ese orden y equilibrio. Advirtamos cómo lo expresa nuestro Señor en este pasaje. Presenta su instrucción: "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón'.' Primero viene el corazón. Luego pasa a la mente y dice, "La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?" El corazón es primero, la mente segundo, y la voluntad tercero; porque "Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas!'
Ya hemos examinado la forma en que estos tesoros y posesiones terrenales tienden a apoderarse y dominar la personalidad toda —corazón, mente y voluntad. Entonces no nos preocupamos del orden; pero ahora sí nos preocupa mucho el orden en el que nuestro Señor presentó estas cosas. Porque lo que dice aquí no es sino la simple verdad acerca de lo que somos por naturaleza. El hombre, como resultado del pecado y de la Caída, ya no se gobierna por la mente y la comprensión; se gobierna por sus deseos, sus afectos y placeres. Ésta es la enseñanza de la Biblia. Por ello vemos que el hombre está en una situación terrible de no regirse ya por su facultad más elevada, sino por algo distinto, por algo secundario.
Hay muchos pasajes de la Biblia que demuestran esto. Tomemos esa gran afirmación de Juan 3:19: 'Ésta es la condenación (ésta es la condenación final del género humano): que la luz vino al mundo!' ¿Cuál es, pues, el problema del hombre? ¿No la cree? ¿No la acepta? No, "Ésta es la condenación: que la luz no vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas!' El hombre, en otras palabras, en lugar de ver la vida con la mente, la ve con sus deseos y afectos. Prefiere las tinieblas; le domina, no la cabeza, sino el corazón. Aclaremos. No queremos decir que el hombre tal como Dios lo hizo no debería tener corazón, o no debería sentir las cosas. Lo importante es que el hombre no debería regirse por sus emociones y deseos. Este es el efecto del pecado. El hombre debería regirse por la mente, por la comprensión.
Estamos ante la respuesta definitiva para todos lo que no son cristianos, y que dicen que no lo son porque piensan y razonan. La verdad es que se rigen, no por la mente, sino por el corazón y los prejuicios. Sus intentos esmerados por justificarse intelectualmente no son más que el esfuerzo de disfrazar la irreligiosidad de sus corazones. Tratan de justificar la clase de vida que viven adoptando una posición intelectual; pero el problema verdadero es que se rigen por los deseos y placeres. No se acercan a la verdad con la mente, se acercan a ella con todos los prejuicios que nacen del corazón. Como lo dice tan perfectamente el salmista: "Dice el necio en su corazón: no hay Dios!' Esto es siempre lo que dice el incrédulo y luego trata de encontrar una razón intelectual que justifique lo que su corazón desea decir.
Nuestro Señor en este pasaje nos recuerda eso con toda claridad. Es el corazón el que codicia las cosas mundanas, y el corazón del hombre pecador es tan poderoso que rige su mente, su comprensión, su inteligencia. Los científicos se enorgullecen de ello; pero les puedo asegurar que los científicos a veces son los hombres con más prejuicios que uno puede encontrar. Algunos están dispuestos a manipular los hechos con tal de reforzar su teoría. A menudo comienzan un libro diciendo que una idea determinada no es sino teoría, pero unas páginas más adelante encuentra uno que se refieren a ella como a un hecho. Éste es el corazón que actúa y no la mente Ésta es una de las grandes tragedias del pecado y sus efectos. En primer lugar altera el orden y el equilibrio; y el don mayor y supremo pasa a someterse al menor. "Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón."
II
Lo segundo que hace el pecado es cegar al hombre en ciertos aspectos vitales. Claro que esto se sigue por una especie de lógica inevitable. Si la mente no es siempre la que domina, por necesidad tendrá que haber una especie de ceguera. El apóstol Pablo lo dice de esta forma: "Si nuestro evangelio está aun encubierto, para los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos" (2Cor. 4: 3 y 4). Esto es precisamente lo que el pecado hace y lo hace a través del corazón. Se puede ver cómo nuestro Señor ilustra este principio en el breve pasaje que estamos examinando. El pecado ciega la mente del hombre para cosas que son perfectamente obvias; y por ello, si bien son tan obvias, el hombre en pecado no las ve.
Tomemos este aspecto de los tesoros terrenales. Es muy evidente que ninguno de ellos perdura. No hace falta argüir sobre esto; es la verdad clara. Examinamos algunos de estos tesoros en el capítulo anterior. La gente se enorgullece de su aspecto personal. Se deteriorará. Un día van a estar realmente enfermos y morir, y la descomposición se apoderará de todo. Tiene que suceder; y sin embargo las personas se enorgullecen de esto, y quizá incluso sacrifiquen su creencia en Dios por ello. Lo mismo ocurre con el dinero. No lo podemos llevar con nosotros al morir, y siempre estamos expuestos a perderlo. Todas estas cosas pasan; todas ellas por necesidad desaparecerán. Si el hombre se sienta a enfrentarse con todo eso, debe admitir que es la simple verdad; sin embargo, todos los que no son cristianos tienden a vivir basados en el presupuesto contrario. Se tienen celos y envidias unos de otros, lo sacrificarían todo por estas cosas —cosas que por necesidad terminarán y que tendremos que dejar. La situación verdadera es tan obvia, y sin embargo parece que no ven lo obvio. Si alguien se sienta y dice, "bien; aquí estoy hoy viviendo en este mundo. ¿Pero qué me va a suceder? ¿Cuál es mi futuro?"; lo más probable es que responda así: "Seguiré viviendo así probablemente unos años más, o quizá no; no lo sé. Quizá mañana ya no esté vivo, quizá no esté vivo dentro de una semana; no lo sé. Pero lo que sí sé con certeza es que todo terminará. Mi vida en este mundo concluirá. Tengo que morir; y al morir tengo que dejar todas estas cosas. Tendré que dejar mi casa, mis seres amados, mis bienes. Lo tengo que dejar todo y proseguir sin ello!' Sabemos que ésta es la simple realidad. ¿Pero con qué frecuencia nos enfrentamos con ella? ¿Con qué frecuencia vivimos dándonos cuenta de esto? ¿Se rige toda nuestra vida por la conciencia de esta verdad clara? La respuesta es que no; y la razón de ello es que el pecado cierra la mente del hombre a lo que es absolutamente obvio. Vemos a nuestro alrededor cambio y deterioro, y sin embargo parece que no lo percibimos.
El pecado también nos ciega al valor relativo de las cosas. Tomemos el tiempo y la eternidad. Somos criaturas temporales y vamos a pasar a la eternidad. No hay comparación entre la importancia relativa de lo temporal y lo eterno. Lo temporal es limitado y lo eterno es absoluto y sin fin. Sin embargo ¿vivimos conscientes de estos valores relativos? ¿No es también un hecho evidente que nos entregamos a cosas que son temporales y. prescindimos por completo de las que son eternas? ¿Acaso no es cierto que todas las cosas por las que nos preocupamos tanto no durarán mucho, y que si bien sabemos que hay otras cosas que son eternas y perennes, muy pocas veces nos detenernos a pensar en ellas? Éste es el efecto del pecado —los valores relativos no se perciben.
O consideremos las tinieblas y la luz. No hay comparación entre ellas. No hay nada más maravilloso que la luz. Es una de las cosas más sorprendentes del universo. Dios mismo es luz y 'no hay ningunas tinieblas en él! Sabemos qué clase de obras pertenecen a las tinieblas, las cosas que suceden en la oscuridad y bajo el manto de la noche. Pero en el cielo no habrá ni tiniebla ni noche. Allá todo es luz y gloria. ¡Pero qué lentos somos en percibir el valor relativo de la luz y las tinieblas! "Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas!'
Pensemos también en el valor del hombre y de Dios. La vida toda, fuera del cristianismo, se valora en función del hombre. El hombre es a quien hay que tener en cuenta, hay que considerar su ser y su bienestar. Todos los que no son cristianos viven para el hombre, para sí mismos y otros como ellos. Y mientras tanto Dios queda en el olvido, se prescinde de Él. Se le dice que espere hasta que tengamos un poco más de tiempo. Ésta es, sin duda, una característica de todo el género humano afectado por el pecado. No vacilamos en volverle la espalda a Dios y decir, de hecho, "Cuando me encuentre enfermo o esté en el lecho de muerte, ya acudiré a Dios; pero ahora vivo para mí!' Colocamos nuestra vida mundana antes que a Dios. Esto es ceguera. La mente está ciega a los valores relativos. Pensemos en los hombres que ansían la riqueza terrenal, la posición y rango, y que colocan todo esto antes que el ser 'herederos de Dios, y coherederos con Cristo', antes que ser herederos del mundo entero. "Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad!' Pero los hombres no piensan en esto, no lo desean, tan ocupados están en las cosas inmediatas.
Pensemos todavía en otro aspecto acerca del cual el pecado y el mal ciegan la mente del hombre. Lo ciegan a la imposibilidad de mezclar extremos opuestos. Ahí está la raíz de todo. El hombre siempre está tratando de mezclar cosas que no se pueden mezclar. Peor todavía es el hecho de estar convencido de que lo puede conseguirlo. Esta completamente seguro de que este compromiso es posible, y sin embargo nuestro Señor nos dice que no lo es. Si uno quisiera formularlo en forma filosófica, no tendría sino que acudir a Aristóteles y a su axioma de 'no hay término medio entre dos términos contradictorios! Los términos contradictorios son contradictorios y nunca se consigue un término medio entre ellos. Ahí lo tenemos. No hay mezcla posible entre luz y tinieblas. Si uno trata de hacerlo ya no es luz y ya no es tinieblas. Tampoco se puede mezclar a Dios y a las riquezas, porque nadie puede servil a dos señores. Es el uno, o es el otro, 'porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro.' Estos son absolutos, y si pudiéramos pensar con claridad, veríamos que es así. Ambos son totalitarios. Ambos exigen nuestra dedicación total, y por consiguiente no se pueden mezclar. Pero el hombre, por el pecado, y creyéndose inteligente, ve dos cosas al mismo tiempo; y se vanagloria de esta visión doble. Nuestro Señor, sin embargo, nos dice que no se puede hacer. No se puede amar al mismo tiempo dos cosas opuestas. El amor es excluyente, es exigente, y siempre insiste en lo absoluto. Es lo uno o lo otro; debe ser luz u oscuridad. Es Dios o las riquezas.
¿No es acaso el no reconocer esto la raíz de todos los problemas del mundo de hoy? Me temo que no es sólo el problema del mundo de hoy. ¿No es también el problema de la iglesia? La iglesia de Dios ya lleva tiempo tratando de mezclar cosas incompatibles. Si es una sociedad espiritual, entonces no podemos mezclar al mundo con ella de ninguna manera. No importa cuál sea la forma. 'El mundo' no significa sólo los pecados grandes; significa también cosas que son en si mismas legitimas. Estas componendas constantes en la vida de la iglesia son lo que la han echado a perder desde el tiempo de Constantino. Una vez que se pierde la división entre el mundo y la iglesia, la iglesia deja de ser verdaderamente cristiana. Pero, gracias a Dios, ha habido avivamientos, ha habido personas que han visto esta verdad y que se han negado a los compromisos, como la única esperanza de la iglesia. Hemos tratado de sostenerla con métodos mundanos, por ello no sorprende que este como esta. Y seguirá estando así mientras sigamos intentando lo imposible. Sólo cuando nos demos cuenta de que somos el pueblo de Dios, un pueblo espiritual, y que vivimos en el reino del Espíritu, seremos bendecidos y comenzaremos a ver un avivamiento espiritual. Podemos introducir nuestros métodos mundanos, y puede parecer que tengamos éxito, pero la iglesia no mejorará. ¡No! La iglesia es espiritual, y su vida espiritual debe alimentarse y sostenerse de una manera puramente espiritual.
III
Otro efecto del pecado en el hombre es esclavizarlo a cosas que más bien estaban para servirlo. Esto es algo terrible y trágico. Según nuestro Señor, en este pasaje, las cosas terrenales, mundanas, tienden a convertirse en nuestro dios. Las servimos, las amamos. Nuestro corazón se siente cautivado por ellas; estamos al servicio de ellas. ¿Cuales son? Son las mismas cosas que Dios en su bondad ha dado al hombre para que le sirvan, y para que pueda disfrutar de la vida mientras viva en este mundo. Todas estas cosas que pueden ser tan peligrosas para el alma debido al pecado, nos las dio Dios, y nos las dio para que disfrutáramos —alimento, vestido, familia, amigos y todo lo demás. Todas estas cosas no son sino una manifestación de la bondad de Dios. Nos las ha dado para que vivamos una vida feliz y placentera en este mundo: pero debido al pecado, nos hemos convertido en esclavos de ellas. Nos dominan los apetitos. Dios nos ha dado los apetitos del hambre, la sed y el sexo; todo lo ha creado Dios. Pero en cuanto estas cosas dominan al hombre, se convierte en esclavo de las mismas. Qué tragedia; se inclina delante de cosas y adora cosas que tenían que servirle. Cosas que tenían que estar a su servicio se han enseñoreado de él. ¡Qué terrible y espantoso es el pecado!
El último punto, sin embargo, es el más grave, el más solemne de todos. El efecto final del pecado en el género humano es que echa completamente a perder al hombre. Ésta es la enseñanza de la Biblia desde el principio hasta el fin. Esto que comenzó a existir por medio de la serpiente en el huerto del Edén, no tiene otra intención que nuestra ruina final. El demonio odia a Dios con lodo su ser, y no tiene sino un objetivo y ambición: echar a perder y arruinar todo lo que Dios ha hecho, y en lo cual Él se deleita. En otras palabras, persigue sobre todo la ruina del hombre y del mundo.
¿Cómo arruina el pecado al hombre? La respuesta la encontraremos en estos versículos. Arruina al hombre en el sentido de que, habiendo pasado la vida en atesorar ciertas cosas en la tierra, al final se encuentra que no tiene nada. Después de atesorar para sí tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen, y hay ladrones que minan y hurtan, se encuentra frente a frente con la muerte, el adversario más poderoso de todos. Entonces este pobre hombre destrozado, que ha vivido para todas esas cosas, ve de repente que no tiene nada; está despojado de todo y sin nada más que su alma desnuda. Es la ruina completa. "¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?"
A esto conduce en último término el pecado, y hay muchos pasajes bíblicos que lo demuestran. Veamos Lucas 16:19-31. Ahí lo encontramos en forma perfecta; no hace falta ir más allá. Es un asunto de sentido común y entendimiento, y basta examinarlo. Pensemos en todas las cosas por las cuales vivimos en este momento, las cosas que realmente importan, las cosas que tienen realmente peso en nuestra vida. Luego hagámonos esta simple pregunta: "¿Cuántas de ellas estarán conmigo después de morir? El pecado es la ruina definitiva que al final deja al hombre sin nada.
Y lo peor de todo es que, al final, el hombre también descubre que durante toda su vida ha estado enteramente equivocado. Nuestro Señor lo expresa así: "La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las mismas tinieblas?" Lo que esto significa es lo siguiente. Como hemos visto, la luz del cuerpo es, en un sentido, la mente, el entendimiento, esta facultad extraordinaria que Dios dio al hombre. Si, como consecuencia del pecado y del mal, y debido al control que ejercen el corazón, el placer, la pasión y el deseo, esa facultad suprema se ha pervertido, ¡que grande son esas tinieblas! ¿Hay algo peor o más terrible que esto?
Podríamos también verlo así: El hombre hoy día, como hemos venido diciendo, y como sabemos muy bien, no solo cree que se guía por la inteligencia; repudia a Dios debido a su mente y facultades. Se ríe de la religión, se ríe de los que se oponen a esta visión mundana de la vida. Vive para el presente; esto es lo único que cuenta. Y cree que ese es un punto de vista racional. Lo demuestra hasta satisfacerse y se convence de que se rige por la inteligencia. No se da cuenta de que la luz que posee se ha entenebrecido. No ve que sus facultades han quedado alteradas debido al pecado. No ve las distintas fuerzas que controlan y entorpecen su mente la cual, en consecuencia, ya no opera en forma libre y racional. Pero al final llegará a verlo; y al final se verá a si mismo como el Hijo Pródigo de antes. De repente verá que las cosas en que confiaba eran tinieblas, que lo han desorientado, y que lo ha perdido todo — que la luz que posee es tinieblas y que estas tinieblas son muy grandes. No hay nada peor que descubrir al final, que aquello en lo que uno había puesto la fe, es lo que lo ha echado a perder a uno.
Todo lo anterior también se puede ver en ese cuadro del rico y de Lázaro en Lucas 16. Yo estoy seguro de que el rico se justificaba día tras día diciendo, 'es justo lo que hago'. Pero después de morir se encontró en el infierno y de repente lo comprendió todo. Comprendió que durante toda su vida había sido un necio. Lo había hecho todo creyendo que hacía bien, y por fin había llegado a esto. Vio lo necio que había sido, y suplicó a Abraham que enviara a alguien a sus hermanos, quienes vivían de la misma forma que él. Descubrió que la luz que había en él era tinieblas y que esas tinieblas eran muy grandes. Esta es una de las actuaciones más sutiles de Satán. Persuade al hombre de que es racional al negar a Dios; pero, como va hemos visto muchas veces, lo que en realidad sucede es que hace al hombre criatura de placer y deseos, cuya mente está cegada y cuyos ojos ya no son limpios. La facultad más elevada de todas se ha pervertido.
Sí alguno de los lectores no es cristiano, que no confíe en su inteligencia; es lo más peligroso que se puede hacer. Pero al hacerse cristiano, la inteligencia vuelve a ocupar una posición central y vuelve uno de nuevo a ser una criatura raciona!. No hay engaño más patético para el hombre que pensar en que la fe cristiana es algo emotivo, el opio del pueblo, algo puramente emocional e irracional. El apóstol Pablo en Romanos 6:17 expone esta visión verdadera: "Habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados!' Se les predicó la doctrina, y cuando llegaron a verla les gustó, creyeron en ella, y la pusieron en práctica. Recibieron la verdad de Dios ante todo con la inteligencia. La verdad se debe recibir con la inteligencia, y el Espíritu Santo capacita a la inteligencia para ver con claridad. Esto es la conversión, esto es lo que sucede como resultado de la regeneración. La mente se ve libre de la desorientación del mal y de las tinieblas; ve la verdad, y la ama y la desea por encima de todo. Así es. No hay nada más trágico para el hombre que descubrir al final de su vida, que ha estado siempre equivocado. Unas palabras finales. Este hombre infeliz al que el pecado ha echado a perder, no sólo descubre que no tiene nada, no sólo descubre que se ha engañado a sí mismo y ha sido desviado por la luz que se supone que tenía; descubre también que se halla fuera de la vida de Dios y bajo su ira. "No podéis servir a Dios y a las riquezas'.' De modo que si alguien ha servido a las riquezas toda la vida hasta la muerte, se encontrará más allá de la muerte sin Dios. No ha servido a Dios, de modo que sólo una cosa se puede decir de él, según la Biblia, y esto es, que 'la ira de Dios está sobre él' (Jn. 3:36). Todo aquello por lo cual vivió ha desaparecido; ahí en la eternidad no es más que un alma desnuda que tiene que enfrentarse con Dios, al Dios que es amor y que está lleno de bondad. Aquel Padre que cuenta hasta los cabellos de la cabeza del cristiano, le resulta extraño. Está sin Dios, y no sólo sin Dios en el mundo, sino sin Dios en la eternidad, sin esperanza, frente a una eternidad infeliz y llena de remordimientos, de miseria y de lamentaciones. El pecado es una pérdida total. Si uno no vive para servir a Dios, entonces ese será su destino. No tendrá nada, y morará en esa negación, esa negación sin esperanza, durante toda la eternidad. Dios no quiera que sea éste el fin de ninguno de los que están escuchando estas palabras. Si deseamos evitarlo, acudamos a Dios, y confesémosle que hemos estado sirviendo a cosas terrenales, acumulando tesoros terrenales. Confesémoslo, entreguémonos a Él, pongámonos sin reservas en sus manos y sobre todo pidámosle que nos llene con su Santo Espíritu, el único que puede iluminar la inteligencia, aclarar la comprensión, limpiar los ojos y capacitarnos para ver la verdad —la verdad acerca del pecado, y el único camino de salvación para la sangre de Cristo—, el Espíritu Santo que nos puede mostrar cómo librarnos de la perversión y de la contaminación del pecado, y llegar a ser hombres y mujeres nuevos, creados según la imagen del Hijo de Dios mismo, para amar las cosas de Dios y servirle, servirle a Él sólo.
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