CAPITULO XXXVIII
Dios o las Riquezas
En nuestros análisis de los versículos 19-24 hemos visto que nuestro Señor ante todo establece un mandamiento, «No os hagáis tesoros en la tierra... sino haceos tesoros en el cielo.» En otras palabras, nos dice que hemos de vivir de tal forma en este mundo, y utilizar de tal manera todo lo que tenemos, ya sean posesiones, dones, talentos, o inclinaciones, que vayamos haciéndonos tesoros en el cielo.
Luego una vez dado el mandamiento, nuestro Señor pasa a ofrecernos razones para cumplirlo. Quisiera recordarles de nuevo que aquí tenemos una ilustración de la maravillosa condescendencia y comprensión de nuestro bendito Señor. No necesita darnos razones. Lo propio de Él es mandar. Pero se inclina ante nuestra debilidad, poderoso como es, y viene en nuestra ayuda dándonos estas razones para cumplir su mandamiento. Lo hace de una forma muy especial. Detalla las razones y nos las somete a consideración. No nos da simplemente una, nos da una serie. Lo elabora en una serie de proposiciones lógicas, y, desde luego, no puede caber ninguna duda de que lo hace así, no sólo porque ansia ayudarnos, sino también, y quizá todavía más, debido a la gravedad trascendental del tema del cual se ocupa. De hecho, veremos que este es uno de los asuntos más serios que se puedan examinar.
También debemos recordar que estas palabras fueron dirigidas a personas cristianas. Lo que aquí dice nuestro Se¬ñor no es para el incrédulo en el mundo; la advertencia Que da es para el cristiano. Nos hallamos aquí ante el tema de la mundanalidad, o mentalidad mundana, y todo el problema del mundo; pero debemos dejar de pensar en él en función de las personas que están en el mundo. Este es el peligro específico de los cristianos. En estos momentos nuestro Señor se ocupa de ellos y de nadie más. Podría alguien argüir, si quisiera, que si todo esto se aplica al cristiano, entonces es mucho más aplicable al no cristiano. La deducción anterior es perfectamente admisible. Pero no hay nada tan fatal y trágico como pensar que palabras como éstas no se nos aplican a nosotros porque somos cristianos. De hecho, esas palabras son quizá las más apremiantes que los cristianos de esta época necesitan. El mundo es tan sutil, la mundanalidad es algo tan penetrante, que todos somos culpables de ella, y a menudo, sin darnos cuenta de que así sucede. Tendemos a dar el nombre de mundanalidad sólo a algunas cosas, y siempre a cosas de las que no somos culpables. En consecuencia, argumentamos que esto no se refiere a nosotros. Pero la mundanalidad lo penetra todo, y no se limita a ciertas cosas. No significa simplemente el ir a teatros o cines, o hacer algunas pocas cosas de esta clase. No, la mundanalidad es una actividad hacia la vida. Es una perspectiva general, y es tan sutil que puede incluso afectar a las cosas más santas, como vimos antes.
Podríamos hacer una breve digresión y examinar el tema desde el punto de vista del gran interés político de este país, sobre todo, por ejemplo, en tiempos de elecciones generales. ¿Cuál es, en último término, el verdadero interés? ¿Cuál es la cosa verdadera por la que están preocupadas las personas de ambos bandos y de todos los grupos? Están interesados por 'tesoros en la tierra', ya sean las que poseen tesoros o los que les gustaría tenerlos. Todos están interesados en los tesoros, y es sumamente instructivo escuchar lo que dice la gente, y observar como se traicionan a sí mismos y ponen de manifiesto la mundanalidad de la que son culpables y la forma en que se hacen tesoros en la tierra. Para ser prácticos (y si la predicación del evangelio no es práctica, no es verdadera predicación), hay una prueba muy sencilla que nos podemos hacer a nosotros mismos para ver si estas cosas se nos aplican o no. Cuando en la época de elecciones generales se espera de nosotros que decidamos entre los candidatos, ¿pensamos que un punto de vista político es completamente acertado y el otro completamente equivocado? Si es así, sugeriría que en una forma u otra nos estamos haciendo tesoros en la tierra. Si decimos que la verdad está completamente de un lado o de otro, es porque, o bien protegemos algo, o deseamos tener algo. Otra forma buena de probarnos a nosotros mismos es preguntarnos simple y honestamente por qué sostenemos los puntos de vista que tenemos. ¿Cuál es nuestro verdadero interés? ¿Cuál es nuestro motivo? Si somos completamente honestos y sinceros con nosotros mismos, ¿qué hay realmente detrás de esos puntos de vista específicos que sostenemos? Es una pregunta muy iluminadota, si somos realmente honestos. Diría que la mayor parte descubrirán, si tratan de responder a la pregunta con honestidad, que hay algunos tesoros en la tierra que les preocupan y por los cuales están interesados.
Otra prueba es ésta. ¿Hasta qué punto nuestros sentimientos se hallan envueltos en ello? ¿Cuánta amargura, cuanta violencia, cuánta ira, burla y pasión? Apliquemos esa prueba, y encontraremos también que los sentimientos se excitan casi invariablemente debido a la preocupación acerca de hacerse tesoros en la tierra. Una última prueba. ¿Vemos estas cosas con una especie de despego y objetividad, o no? ¿Cuál es nuestra actitud hacia ellas? ¿Pensamos instintivamente acerca de nosotros mismos como peregrinos o simples pasajeros en este mundo quienes, desde luego, tienen que interesarse por semejantes cosas mientras están aquí? Ese interés es desde luego justo, es nuestro deber. ¿Pero cuál es en última instancia nuestra actitud? ¿Nos dominan estas cosas? ¿O nos mantenemos despegados y las examinamos objetivamente, como algo efímero, algo que no pertenece en realidad a la esencia de nuestra vida y nuestro ser, algo por lo que nos preocupamos sólo de momento, mientras pasamos por esta vida? Deberíamos hacernos esas preguntas a fin de asegurarnos si cumplimos o no este mandato de nuestro Señor. Tales son algunas de las formas en que podemos averiguar simplemente si somos o no culpables de hacernos tesoros en la tierra y de no hacérnoslos en el cielo.
Cuando pasamos a considerar los argumentos de nuestro Señor en contra de hacerse tesoros en la tierra, encontramos que el primero es un argumento que se puede muy bien describir como el argumento del sentido común, o de la observación obvia. «No os hagáis tesoros en la tierra.» ¿Por qué? Porque aquí es 'donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan'. ¿Pero por qué debería hacerme tesoros en el cielo? Porque allí es «donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones ni minan ni hurtan». Nuestro Señor dice que los tesoros mundanos no duran; que son transitorios, pasajeros, efímeros. «Donde la polilla y el orín corrompen.»
Cuan cierto es esto. Hay un elemento de descomposición en todas estas cosas, tanto si nos gusta como si no. Nuestro Señor lo dice en función de la polilla y el orín que tienden a penetrarlas y destruirlas. Espiritualmente, esas cosas nunca satisfacen en forma plena. Hay siempre algo que anda mal en ellas; siempre les falta algo. No hay nadie en la tierra que esté completamente satisfecho; aunque en cierto sentido unos parezcan que tienen todo lo que desean, sin embargo, desean algo más. La felicidad no se puede comprar.
Hay, sin embargo, otra forma de examinar el efecto de la polilla y el orín en lo espiritual. No sólo hay un elemento de deterioro en estas cosas; también es cierto que siempre tendemos a cansarnos de ellas. Las podemos disfrutar por un tiempo, pero de una forma u otra, pronto comienzan a perder el sabor o perdemos interés en ellas. Esta es la razón por la que siempre estamos hablando de cosas nuevas y buscándolas. Las modas cambian; y aunque nos mostramos muy entusiasmados acerca de algunas cosas durante un tiempo, muy pronto ya no nos interesan como antes. ¿No es cierto que a medida que pasan los años estas cosas dejan de satisfacernos? A las personas de edad avanzada no les suele gustar las mismas cosas que a los jóvenes, o a los jóvenes las mismas que a los ancianos. Al ir envejeciéndonos, las cosas parecen volverse diferentes, hay un elemento de polilla y orín. Podríamos incluso ir más allá y plantearlo en forma más vigorosa diciendo que hay en ellas una cierta impureza. Incluso cuando mejores son, están infectadas. Y haga uno lo que haga, no se puede librar de esta impureza; la polilla y el orín están ahí y todos los productos químicos que utilicemos no pueden detener estos procesos. Pedro dice algo magnífico a este respecto: "Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia" (2 P. 1:4). Hay corrupción en todas estas cosas terrenales: todas ellas son impuras.
Y hay algo más: todas ellas son inevitablemente perecederas. La flor más hermosa comienza a morir en cuanto uno la corta y muy pronto habrá que arrojarla. Así es en iodo lo que hay en esta vida y en este mundo. No importa lo que sea, es pasajero, es perecedero. Todo lo que tiene la vida está, como resultado del pecado, sujeto a este proceso —"polilla y orín corrompen'—. Aparecen agujeros en las cosas, se vuelven inútiles, y al final se corrompen completamente. El cuerpo más perfecto llegará un momento en que ceda, muera y se descomponga, la apariencia más hermosa en cierto sentido se volverá fea cuando el proceso de corrupción se inicie; los dones más brillantes tienden a atenuarse. Aquella gran inteligencia quizá un día se tambalee en el delirio como resultado de una enfermedad. Por maravillosas y hermosas que sean las cosas, todas perecen. Por esto quizá el más triste de todos los errores en la vida es el error del filósofo, que cree en adorar la bondad, la belleza y la verdad; porque no hay tal cosa, no hay bondad perfecta ni belleza sin mezcla; hay un elemento de error, de pecado y de mentira en las verdades más elevadas. "Polilla y orín corrompen'.'
"Sí" dice nuestro Señor, "y ladrones minan y hurtan!' No hay que detenerse en estas cosas porque son muy obvias aunque nos cueste tanto reconocerlas. Hay muchos ladrones en esta vida y están constantemente amenazándonos. Creemos que estamos a salvo en nuestra casa; pero descubrimos que los ladrones han entrado y se lo han llevado todo. Otros merodeadores nos están amenazando siempre —enfermedad, pérdida en negocios, colapso industrial, guerras y por fin la muerte misma—. No importa la naturalaza de aquello a lo cual estamos apegados en este mundo; uno u otro de estos ladrones están siempre amenazándonos y llegará el momento en que nos lo arrebatará. No sólo es el dinero. Puede ser alguna persona para la cual esté uno realmente viviendo, en la que uno encuentra placer. Tengamos cuidado, amigos míos; hay ladrones y asaltantes que sin duda vendrán a despojarnos de estas posesiones. Tomemos nuestras posesiones por lo que son; todas están expuestas a estos ladrones, a estos ataques. Los "ladrones minan y hurtan", y no podemos impedírselo. Por ello el Señor recurre a nuestro sentido común y nos recuerda que estos tesoros mundanos nunca perduran.
Pero veamos el otro lado, el positivo. "Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan!' Esto es maravilloso. Pedro lo expresa en una sola frase. Dice "para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros" (1 P. 1:4). "Las cosas que no se ven son eternas", dice San Pablo; son las que se ven las que son temporales (2Cor. 4:18). Estas cosas celestiales son imperecederas y los ladrones no pueden entrar a robarlas. ¿Por qué? Porque Dios mismo las está cuidando para nosotros. No hay enemigo que pueda jamás robárnoslas, o que pueda entrar. Es imposible, porque Dios mismo es el custodio. Los placeres espirituales son invulnerables, están en un lugar que es inexpugnable. "Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (Ro. 8:38, 39). Además, no hay nada impuro allí, nada puede entrar que corrompa. No hay pecado allí, no hay elementos de descomposición. Es el reino de la vida eterna y de la luz eterna. "Habita en luz inaccesible", como dice el apóstol Pablo (1 Ti. 6:16). El cielo es el reino de la luz, de la vida y de la pureza, y nada que pertenezca a la muerte, nada contaminado o manchado puede entrar en él. Es perfecto; y los tesoros del alma y del espíritu pertenecen a ese reino. Hagámonoslos allí, dice nuestro Señor, porque no hay polilla ni orín, y ningún ladrón puede jamás entrar a robar.
Es un llamamiento al sentido común. ¿No sabemos acaso que estos cosas son verdad? ¿No son necesariamente verdad? ¿No lo vemos todos al vivir en este mundo? Tomemos el periódico de la mañana, examinemos las páginas mortuorias y veamos lo que sucede. Todos nosotros conocemos estas cosas. ¿Por qué en consecuencia no las practicamos y vivimos? ¿Por que nos hacemos tesoros en la tierra cuando sabemos lo que les va a suceder? ¿Y por qué no nos hacemos tesoros en los cielos donde sabemos que hay pureza y gozo, santidad y felicidad eterna?
Este, sin embargo, no es más que el primer argumento, e' argumento del sentido común. Pero nuestro Señor no se detiene ahí. Su segundo argumento se basa en el terrible peligro espiritual implicado en el hacerse tesoros en la tierra y no en los cielos. Ese es un encabezamiento general, pero nuestro Señor lo divide en ciertas subsecciones. Lo primero que nos advierte, en este sentido espiritual, es el terrible poder de las cosas terrestres en nosotros. Adviértanse los términos que emplea. Dice, "Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón!' ¡El corazón! Luego en el versículo 24 habla acerca de la mente. "Ninguno puede servir a dos señores" —y deberíamos advertir la palabra 'servir'—. Estos son los términos expresivos que emplea a fin de inculcarnos la idea del control terrible que estas cosas tienden a ejercer sobre nosotros. ¿Acaso no somos conscientes de ello en el momento en que nos detenemos a pensar? ¿La tiranía de las personas, la tiranía de mundo? Esto es algo acerca de lo cual no podemos pensar a distancia, por así decirlo. Todos estamos envueltos en ello; todos estamos bajo la garra de este poder terrible del mundo que realmente nos dominará, a no ser que estemos al tanto de ello.
Pero no solamente es poderoso; es muy sutil. Es lo que realmente ejerce el control en la mayor parte de las vidas de los hombres. ¿Nos hemos fijado en el cambio, el imperceptible cambio, que tiende a ocurrir en las vidas de los hombres a medida que triunfan y prosperan en este mundo? Esto no sucede a los que son hombres verdaderamente espirituales; pero si no lo son, sucede de forma invariable. ¿Por qué el idealismo se asocia generalmente con la juventud y no con la edad adulta y anciana? ¿Por qué los hombres tienden a hacerse más cínicos a medida que envejecen? ¿Por qué tiende a desaparecer la visión noble de la vida? Es porque todos nos convertimos en víctimas de los 'tesoros de la tierra', y si abrimos los ojos, lo podemos ver en la vida de los hombres. Lean biografías. Muchos jóvenes comienzan con una visión brillante; pero de una forma casi imperceptible —no que caiga en pecados brutales— se deja influir, quizá cuando está en la universidad, por una perspectiva que es esencialmente mundana. Aunque pueda ser muy intelectual, sin embargo pierde algo que era vital en su alma y espíritu. Sigue siendo una persona buena y, además, justa y sabia; pero no es el hombre que era cuando comenzó. Algo se ha perdido. Sí; este fenómeno es muy conocido: "Las sombras del mundo comienzan a cernirse cada vez más sobre el muchacho que crece". ¿Acaso no lo sabemos nosotros? Ahí está; es como una cárcel que nos encierra a menos que reaccionemos a tiempo. Este poder, esta tenaza, nos domina y nos convierte en esclavos.
Sin embargo, nuestro Señor no se detiene en lo general. Está tan deseoso de mostrarnos este terrible peligro que elabora su explicación en detalle. Nos dice que esta cosa tremenda que nos atenaza, tiende a afectar la personalidad entera; no sólo una parte de nosotros, sino al hombre entero. Y lo primero que menciona es el 'corazón'. Una vez establecido el mandamiento dice, "Porque donde este vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón!' Esos tesoros terrenales atenazan y dominan nuestros sentimientos, nuestros afectos y toda nuestra sensibilidad. Toda esa parte de nuestra naturaleza se ve atenazada por ellos y los amamos. Leamos Juan 3;19. "Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas." Amamos estas cosas. Pretendemos que sólo nos gustan, pero en realidad las amamos. Nos mueven profundamente. Lo siguiente que dice acerca de ellas es un poco más delicado. No sólo atenazan el corazón, sino también la mente. Nuestro señor lo expresa así: "La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará Heno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las mismas tinieblas?" (versículos 22-23). Esta ilustración del ojo es el ejemplo del cual se Vale para explicarnos la manera en que miramos las cosas. Y según nuestro Señor, no hay sino dos maneras de mirar todas las cosas del mundo. Hay lo que Él llama ojo 'bueno', el ojo del hombre espiritual que ve las cosas realmente como son, verdaderamente y sin dobleces. Sus ojos son claros y ve todo normalmente. Pero hay el otro ojo que llama el ojo 'maligno', que es una especie de visión doble, o, si se prefiere, es el ojo en el cual la lente no está clara. Hay sombras y opacidades, y se ven las cosas de una manera confusa. Éste es el ojo maligno. Está coloreado por ciertos prejuicios, por ciertos placeres y deseos. No es una visión clara; todo está nublado, coloreado por estos varios tintes y matices variados. Éste es el significado de la afirmación que tan a menudo ha confundido a la gente, porque no la toma en su contexto. Nuestro Señor en ese cuadro sigue tratando acerca del tema de hacerse tesoros. Habiendo mostrado que el corazón está donde está el tesoro, dice que no toca solamente al corazón, sino también a la mente. Esto es lo que domina al hombre.
Elaboremos el principio. ¿No es sorprendente advertir cuántos pensamientos nuestros se basan en estos tesoros terrenales? Los pensamientos divididos, en casi todos los ámbitos, se deben casi completamente al prejuicio, no al pensamiento puro. Cuan poco se piensa en este país con ocasión de las elecciones generales, por ejemplo. Ninguno de los protagonistas razona; simplemente presentan prejuicios. Cuan poco pensamiento hay en ambos lados. Esto es muy obvio en el ámbito político. Pero por desgracia no se limita a la política. Esta visión confusa debida al amor de los tesoros terrenales, tiende a afectarnos también moralmente. ¡Somos muy inteligentes para explicar que algo que estamos haciendo no es realmente deshonesto! ¡Claro que si un hombre rompe una ventana y roba joyas es un ladrón; pero si yo me limito a manipular la declaración de impuestos... claro que esto no es robar, decimos, y nos persuadimos a nosotros mismos de que está bien. En último término, no hay sino una razón por la cual hacemos estas cosas, y esto es nuestro amor por los tesoros terrenales. Semejantes cosas controlan la mente tanto como el corazón. Nuestros puntos de vista y toda nuestra perspectiva ética se ven dominadas por ellas.
Incluso, peor que eso, nuestra perspectiva religiosa también se ve dominada. "Demás me ha desamparado" — escribe Pablo—. ¿Por qué? "Amando este mundo." Cuan a menudo se ve esto en asuntos de servicio cristiano. Esas son las cosas que determinan nuestra acción, aunque no lo reconozcamos. Nuestro Señor dice en otro lugar: "Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar de pie delante del Hijo del Hombre" (Le. 21: 34-36). No son solamente las acciones malas las que abotargan la mente y nos hacen incapaces de pensar con claridad. Los cuidados de este mundo, el establecerse en la vida, el disfrutar de nuestra vida y nuestra familia, nuestra posición en el mundo o nuestras comodidades —todas estas cosas son tan peligrosas como el comer excesivamente o la borrachera. No cabe duda de la llamada sabiduría que los hombres se atribuyen en este mundo, en último análisis, no es más que la preocupación por las cosas terrenales.
Pero finalmente, esas cosas no sólo se apoderan del corazón y la mente, también afectan la voluntad. Dice nuestro Señor, "Ninguno puede servir a dos señores"; y en cuanto mencionamos la palabra 'servir' entramos en el ámbito de la voluntad, en el ámbito de la acción. Fijémonos en 'o lógico que es esto. Lo que hacemos es el resultado de lo que pensamos; de manera que lo que va a determinar nuestra vida y el ejercicio de nuestra voluntad es lo que Pensamos, y esto a su vez depende de dónde está nuestro tesoro —nuestro corazón. Podemos pues resumirlo así: Esos tesoros terrenales son tan poderosos que dominan la personalidad entera. Se apoderan del corazón del hombre, de su mente y de su voluntad; tienden a afectar a su espíritu, a su alma y a todo su ser. Cualquiera que sea el ámbito de la vida que examinemos, o acerca del cual pensemos, encontraremos estas cosas. Afectan a todo el mundo; son un peligro terrible.
Pero el último paso es el más solemne y grave de todos. Debemos recordar que la forma de considerarlas determina en último término nuestra relación con Dios. "Ninguno puede servir a dos señores; porque, o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas!' Esto es realmente algo muy solemne, y por eso la Biblia se ocupa de ello tan a menudo. La verdad de esta proposición es obvia. Ambos quieren un dominio total sobre nosotros. Las cosas del mundo en realidad tratan de dominarnos en forma totalitaria, como hemos visto. ¡Cómo tienden a apoderarse de toda la personalidad y a afectarnos en todo! Exigen nuestra devoción total; desean que vivamos para ellos en forma absoluta. Sí, pero también lo hace Dios. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente!' No en el sentido material necesariamente, pero en un sentido u otro nos dice: "Ve, vende todo cuanto tienes, y ven y sígueme". "El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí: y el que ama a su hijo o hija más que a mí no es digno de mí!' Es una exigencia totalitaria. Adviértase de nuevo en el versículo 24: "O aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro'.' Es una disyuntiva; los términos medios son completamente imposibles. "No podéis servir a Dios y a las riquezas!'
Esto es algo tan sutil que muchos de nosotros en estos tiempos ni lo percibimos. Algunos nos oponemos violentamente a lo que se llama 'materialismo ateo'. Pero para evitar sentirnos demasiado satisfechos de nosotros mismos por oponernos a eso, fijémonos en que la Biblia nos dice que todo materialismo es ateo. No se puede servir a Dios y a las riquezas; es imposible. De modo que si una perspectiva materialista nos está dominando, somos impíos, sea lo que fuere lo que digamos. Hay muchos ateos que hablan de forma religiosa; pero nuestro Señor nos dice aquí que peor que el materialismo ateo es el materialismo que piensa que es religioso —"si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?" El hombre que piensa que es religioso porque habla acerca de Dios, y dice que cree en Dios, y va a un lugar de culto de vez en cuando, pero en realidad vive para ciertas cosas terrenales —¡qué grandes son las tinieblas de ese hombre! Hay una ilustración perfecta de esto en el Antiguo Testamento. Estudiemos cuidadosamente 2 Reyes 17: 24-41. Esto es lo que se nos dice: Los asirios conquistaron una zona; luego tomaron a su propia gente e hicieron que se estableciera en ella. Estos asirios, desde luego, no adoraban a Dios. Entonces algunas fieras vinieron y destruyeron sus propiedades. "Esto —dijeron— nos ha sucedido porque no adoramos al Dios de esta tierra. Consigamos a algún sacerdote que nos instruya!' Encontraron, pues, a un sacerdote que los instruyó acerca de la religión de Israel. Y entonces pensaron que todo iría bien. Pero dice la Biblia acerca de ellos que: "temieron a Jehová aquellas gentes, y al mismo tiempo sirvieron a sus ídolos!'
Qué terrible es esto. Me alarma de verdad. Lo que importa no es lo que decimos. En el último día muchos dirán, "Señor, Señor, ¿acaso no hemos hecho esto y aquello y lo de más allá?" Pero Él les dirá, "no os conozco". "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos." ¿A quién servimos? Ésta es la pregunte» y es o a Dios o a las riquezas. No hay nada que ofenda tanto a Dios como tomar su nombre y sin embargo mostrar claramente que estamos sirviendo a las riquezas en alguna forma. Esto es lo más terrible de todo. Es la ofensa más grave a Dios; y cuan fácil es que inconscientemente todos nosotros nos podamos hacer culpables de esto.
Recuerdo en cierta ocasión haber oído a un predicador que contó un relato, que según él era verdadero. Ese relato ilustra perfectamente el punto que estamos examinando. Es la historia de un campesino que un día se fue con mucho gozo y alegría de corazón a informar a su esposa y familia que su mejor vaca había parido dos terneros, uno rojo y otro blanco. Y dijo, "saben que de repente he sentido el impulso de que debemos dedicar uno de estos terneros al Señor. Los criaremos juntos, y cuando llegue el momento, venderemos uno y nos guardaremos el dinero, y el otro también lo venderemos pero daremos lo que saquemos de él para la obra del Señor!' Su esposa le preguntó cuál de los dos iba a dedicar al Señor. "No hay por qué preocuparse de esto ahora", replicó, "los trataremos igual a los dos, y cuando llegue el momento haremos lo que dije!' Y se fue. Al cabo de unos meses el hombre entró en la cocina con aspecto deprimido e infeliz. Cuando su esposa preguntó qué le sucedía, contestó, "tengo malas noticias. El ternero del Señor se murió". "Pero —dijo ella— no habías decidido cuál era el ternero del Señor". "Oh sí —respondió— había decidido que era el blanco, y es el blanco el que ha muerto. El ternero del Señor ha muerto!' Quizá nos haga reír la historia, pero Dios no quiera que nos estemos riendo de nosotros mismos. Siempre es el ternero del Señor el que muere. Cuando el dinero escasea, lo primero que economizamos es nuestra contribución para la obra del Señor. Es siempre lo primero que falta. Quizá no deberíamos decir 'siempre', porque esto no sería justo; pero en muchos casos sí es lo primero, y las cosas que nos gustan son las últimas en sufrir. "No podéis servir a Dios y a las riquezas!' Estas cosas tienden a interponerse entre nosotros y Dios, y nuestra actitud hacia ellas en último término determina nuestra relación con Dios. El simple hecho de que creemos en Dios y lo llamemos Señor, Señor, y lo mismo en el caso de Cristo, no es prueba en sí misma y por sí misma de que lo estamos sirviendo, de que reconocemos sus exigencias totalitarias, y de que nos hemos rendido alegre y totalmente a Él. "Pruébese cada uno a sí mismo."
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